La madurez poética

Qué duda cabe que el Romancero gitano es el conjunto de poemas más conocido de Federico García Lorca; tanto, que a él se debe el aura de gitanería que se le intentó asignar, sobre todo en el extranjero.

El poeta había dado con una fórmula feliz: mezclar lo real con lo mitológico, las pasiones humanas con las fuerzas cósmicas, lo popular con el lenguaje culto y brillante, los personajes gitanos con los bíblicos. El envoltorio es la metáfora redonda, atinada, colorista, original y surrealista. «Lorca —como dice Manuel Vicent— había dado en el clavo de sugerir un mundo popular, unas pasiones vulgares, narrándolas en el lenguaje que anida en una capa inferior a la lógica».

Erotismo, muerte y dolor, he aquí los grandes temas del Romancero lorquiano. Cada romance es, realmente, una gran metáfora, desplegada, primorosamente descrita, ampliada a pequeños detalles que contribuyen a fijarla en el panorama conciso de un hálito poético poco común. Lo que cuenta no es tanto la anécdota en sí cuanto los estados de ánimo que transmite.

Y todo ello dominado por el signo de un fatum trágico que anonada a unos personajes sometidos a unos impulsos pasionales que les desbordan. Hay, pues, unas fuerzas telúricas, cósmicas, que mueven a los protagonistas de los romances como muñecos de guiñol; les hacen amar, sufrir y morir, sin que la voluntad de éstos apenas pueda sustraerse de su influjo mágico.

Se describen, pues, minuciosamente muertes violentas y dolores inmensos, sin ofrecérsenos explicación alguna. ¿Por qué muere a navajazos Juan Antonio, el de Montilla? ¿Quién ha herido de muerte al jinete del Romance sonámbulo, ese excelente poema del que Dalí decía: «Parece que tiene argumento, pero no lo tiene». ¿A qué se debe la pena negra de Soledad Montoya? ¿Por qué el Amargo está emplazado a morir? ¿Qué razones tenían los guardias civiles para destruir la ciudad de los gitanos? Lo que está en juego son fuerzas transhistóricas, que luchan infinitamente en un universo cerrado. Sus manifestaciones históricas no tienen otro valor que el del ejemplo. Ésta es la razón de que, con un efecto plástico prodigioso, el poeta no tenga inconveniente en mezclar personajes bíblicos con la guardia civil, gitanos andaluces y romanos imperiales, mártires cristianos y terratenientes andaluces. Todo ese espléndido crisol de razas y de culturas que es Andalucía —como lo es España entera— eclosiona en juegos malabares de lenguaje en los que el poeta tiene la ocasión de poner a prueba un dominio técnico inusual.

El libro se abre con un romance escrito en clave de un ballet fantástico y en el que se nos presenta la muerte de un niño como símbolo perfecto de la muerte de un inocente. La anécdota diaria de la vida gitana se transfigura en la explicación mítica de un fenómeno natural. Como fondo de la tragedia, la luna personificada que desciende del cielo para llevarse consigo al niño gitano. El viejo tema de la muerte danzando ritualmente en torno al predestinado cristaliza aquí en la presentación de la luna con figura de mujer que logra inmediatamente dejar absorto a la víctima infantil ante su visión. Entre ambos se suscita un diálogo primorosamente estilizado.

La luna vino a la fragua

con su polisón de nardos.

El niño la mira, mira,

el niño la está mirando.

En el aire conmovido

mueve la luna sus brazos

y enseña, lúbrica y pura,

sus senos de duro estaño.

—Huye luna, luna, luna.

Si vinieran los gitanos,

harían con tu corazón

collares y anillos blancos.

—Niño, déjame que baile.

Cuando vengan los gitanos

te encontrarán sobre el yunque

con los ojillos cerrados.

—Huye luna, luna, luna,

que ya siento sus caballos.

—Niño, déjame, no pises

mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba

tocando el tambor del llano.

Dentro de la fragua el niño

tiene los ojos cerrados.

La tragedia se consuma, pues, mientras los gitanos están ausentes. El poeta parece sugerir que los gitanos poseen poderes para ahuyentar a la muerte. Su familiaridad con ella les permite convertir la fúnebre luz lunar en abalorios y adornos. El niño se aleja ya por un paisaje etéreo cuando los gitanos descubren su muerte y prorrumpen en gritos y alaridos de desesperación. El ambiente nocturno añade esoterismo y misterio a la descripción.

Por el olivar venían,

bronce y sueño, los gitanos.

Las cabezas levantadas

y los ojos entornados.

Cómo canta la zumaya,

¡ay, cómo canta en el árbol!

Por el cielo va la luna

con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran

dando gritos, los gitanos.

El aire la vela, vela.

El aire la está velando.

En Reyerta se encuentran presentes muchos de los símbolos típicamente lorquianos: las navajas como peces, los naipes que representan un destino de muerte al igual que el color verde, la obsesión por los muslos subrayada por Umbral, los animales preferidos de Federico: el caballo y el toro… Una aparentemente vulgar pelea entre gitanos halla su eco en los fenómenos meteorológicos del rayo, las nubes y la lluvia. Intervienen los ángeles en ayuda de los heridos, no tanto como personajes religiosos cuanto como personificación de fuerzas cósmicas. Una vez más, estamos ante unas muertes violentas de las que no se nos ofrece explicación alguna.

En la mitad del barranco

las navajas de Albacete,

bellas de sangre contraria

relucen como los peces.

Una dura luz de naipe

recorta en el agrio verde,

caballos enfurecidos

y perfiles de jinetes.

En la copa de un olivo

lloran dos viejas mujeres.

El toro de la reyerta

se sube por las paredes.

Ángeles negros traían

pañuelos y agua de nieve.

Ángeles con grandes alas

de navajas de Albacete.

Juan Antonio el de Montilla

rueda muerto la pendiente,

su cuerpo lleno de lirios

y una granada en las sienes.

Ahora monta cruz de fuego,

carretera de la muerte.

La muerte inmotivada queda de manifiesto cuando aparece «la justicia». Realmente, pocas explicaciones hay que dar: ha habido un enfrentamiento entre seres que viven en un conflicto continuo, entre fuerzas transhistóricas que se ven sometidas a un juego permanente de luchas a muerte.

El juez, con guardia civil,

por los olivares viene.

Sangre resbalada gime

muda canción de serpiente.

Señores guardias civiles:

aquí pasó lo de siempre.

Han muerto cuatro romanos

y cinco cartagineses.

Como ha señalado Umbral, Lorca alcanza en este romance «la plenitud de su tono épico o épico-lírico (un poeta muy posterior acuñaría luego la palabra “epilírica”). Ese tono es el que caracteriza a todo el Romancero. Lo épico, lo dramático, es la dinamización de lo trágico en el alma de Lorca». Por otra parte, el mundo mineral, vegetal y animal que rodea a los protagonistas agonizantes participa sensiblemente en el proceso mortal de éstos.

La tarde loca de higueras

y de rumores calientes

cae desmayada en los muslos

heridos de los jinetes.

Y ángeles negros volaban

por el aire del poniente.

Ángeles de largas trenzas

y corazones de aceite.

El Romance sonámbulo es, a mi modo de ver, el mejor poema de este libro. Así lo creía también Rafael Alberti cuando decía a Federico: «Tu mejor romance. Sin duda, el mejor de toda la poesía española de hoy. Su “verde viento” nos tocó a todos, dejándonos su eco en los oídos. Aun ahora, después de trece años, sigue sonando entre las más recientes ramas de nuestra poesía. Juan Ramón Jiménez, de quien tanto aprendiste y aprendimos, creó en sus Arias tristes el romance lírico inapreciable, musical, inefable. Tú, con tu Romance sonámbulo, inventaste el dramático, lleno de escalofriado secreto, de sangre misteriosa».

El onirismo lorquiano, al que antes he apuntado, alcanza aquí sus máximas cotas. La propia frase «verde que te quiero verde», repetida con insistencia como en un conjuro, no parece tener un sentido claro; es como las que formulamos en ese filo impreciso entre el sueño y el despertar o entre la vigilia y el dormir: es una frase hipnagógica. Nos introduce en el sueño al principio del romance, y nos saca de él al final del mismo.

En una extraña noche de iluminación lunar se vislumbra fantasmal la figura de una mujer asomándose a una baranda en actitud de ensoñadora espera, como en la estampa de un conocido test proyectivo. Todo confluye en ella, pero la muchacha no parece reparar en otra cosa que en su propia ensoñación. Más adelante veremos que aguarda un amor lejano y que cuando éste llega ella ha muerto, consumida por su desesperanza o suicidándose en la aljibe de su casa. A la llegada de su gitano malherido, que en su agonía pregunta insistentemente por ella, la muchacha ya tiene la frialdad mortal de la plata o la fúnebre luz de la luna.

Éste es quizá el poema más romántico del libro. Hay en él elementos que confirman esta suposición: la anécdota del amor que nunca se consuma, tal vez por un lamentable equívoco; la escenografía tenebrosa y teatralizada; el encuentro de los amantes en la muerte, como en Romeo y Julieta

Como el niño del romance que antes hemos visto, también la gitana ha sufrido el embrujo de la luz lunar. Si el negro es el color del dolor sin límites (la «pena negra» de Soledad Montoya), el verde es para Lorca muchas veces el color de los gitanos y a la vez el tinte viscoso del morir. La gitana aceitunada va impregnando del simbólico verde de su sonámbula agonía todo lo que la rodea.

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

y el caballo en la montaña.

Con la sombra en la cintura

ella sueña en la baranda,

verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Verde que te quiero verde.

Bajo la luna gitana,

las cosas la están mirando

y ella no puede mirarlas.

*

Verde que te quiero verde.

Grandes estrellas de escarcha,

vienen con el pez de sombra

que abre el camino del alba.

La higuera frota su viento

con la lija de sus ramas,

y el monte, gato garduño,

eriza sus pitas agrias.

¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde…?

Ella sigue en su baranda,

verde carne, pelo verde,

soñando en la mar amarga.

Llegados a este momento entran en escena, bruscamente como en los sueños y sin que se sepa por qué, dos nuevos personajes: los que parecen ser el padre y el amante de la muchacha. Vienen enfrascados en un típico chalaneo gitaneril. El gitano joven, que llega malherido como consecuencia tal vez de una reyerta o de un enfrentamiento con la guardia civil, pide al viejo un cobijo definitivo que le permita morir en paz. Pero el gitano viejo no dispone de nada propio ya para poder cambiarlo. Ambos están sumidos en su propio dolor y han de subir una cuesta hasta llegar a la casa, desangrándose uno y llorando la muerte de su hija otro. Una atmósfera de dolor físico y psíquico se suma ahora al clima mágico en el que languidecía la gitana.

Compadre, quiero cambiar

mi caballo por su casa,

mi montura por su espejo,

mi cuchillo por su manta.

Compadre, vengo sangrando

desde los puertos de Cabra.

Si yo pudiera, mocito,

ese trato se cerraba.

Pero yo ya no soy yo,

ni mi casa es ya mi casa.

Compadre, quiero morir

decentemente en mi cama.

De acero, si puede ser,

con las sábanas de holanda.

¿No ves la herida que tengo

desde el pecho a la garganta?

Trescientas rosas morenas

lleva tu pechera blanca.

Tu sangre rezuma y huele

alrededor de tu faja.

Pero yo ya no soy yo,

ni mi casa es ya mi casa.

Dejadme subir al menos

hasta las altas barandas,

¡dejadme subir!, dejadme

hasta las verdes barandas.

Barandales de la luna

por donde retumba el agua.

Suele ser frecuente en los sueños que cuando, de pronto, se produce un ruido cerca del durmiente, éste lo incorpora a la trama de lo que está soñando. La realidad exterior irrumpe, así, súbitamente en el mundo onírico, provocando un brusco despertar. Es quizá la consecuencia del esfuerzo psíquico que ha de hacer el que sueña por integrar este seco tirón de la realidad externa en su propio discurso onírico. El poeta traduce aquí esta situación cuando, de improviso, aparecen unos guardias civiles borrachos (¿vienen persiguiendo al gitano herido?) que al golpear brutalmente la puerta deshacen el embrujo de la evocación onírica. La realidad acaba imponiéndose y todo termina estando donde debe estar: «el barco sobre la mar y el caballo en la montaña». La muerte lenta de la muchacha y la muerte del gitano, a quien se le escapa la vida por sus heridas, no han sido más que situaciones de una pesadilla.

Ya suben los dos compadres

hacia las altas barandas.

Dejando un rastro de sangre.

Dejando un rastro de lágrimas.

Temblaban en los tejados

farolillos de hojalata.

Mil panderos de cristal

herían la madrugada.

*

Verde que te quiero verde,

verde viento, verdes ramas.

Los dos compadres subieron.

El largo viento dejaba

en la boca un raro gusto

de hiel, de menta y de albahaca.

¡Compadre! ¿Dónde está, dime?

¿Dónde está tu niño amarga?

¡Cuántas veces te esperó!

¡Cuántas veces te esperara,

cara fresca, negro pelo,

en esta verde baranda!

*

Sobre el rostro de la aljibe

se mecía la gitana.

Verde carne, pelo verde,

con ojos de fría plata.

Un carámbano de luna

la sostiene sobre el agua.

La noche se puso íntima

como una pequeña plaza.

Guardias civiles borrachos

en la puerta golpeaban.

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar.

Y el caballo en la montaña.

Sólo aparentemente nos ofrece Lorca en un romance el móvil de un crimen apelando a la envidia, la envidia que nos tiene alguien muy cercano a nosotros: la que sienten por Antoñito el Camborio sus cuatro primos Heredias. Y en una obra teatral: la envidia que Martirio (el nombre ya es de por sí significativo) siente hacia su hermana Adela por haber gozado de Pepe el Romano y que le lleva a acusarla ante Bernarda, la madre, empujándola al suicidio, único remedio de salir del círculo infernal de la reclusión forzada. Antes de matarse, Adela tiene un acto de rebeldía (rompe la vara de la dominadora), pero su acción no tiene otro sentido que el de cambiar de amo: «En mí no manda nadie más que Pepe», exclama. Cuando cree que su novio ha muerto bajo el pistoletazo de la madre, al quedarse sin amo, no ve otro recurso que el del suicidio. La tentación del lector de quedarse en lo anecdótico, en el localismo de estos hechos, es grande. El propio Francisco Umbral, tan lúcido en otros aspectos al enjuiciar la obra lorquiana, cae en el error fácil de interpretar el romance de la Muerte de Antoñito el Camborio como «el máximo poema-invectiva al gran pecado nacional español, el pecado de la envidia». Como Fernando Díaz-Plaja pretende hacernos creer que cada nación tiene sus pecados capitales; recurso literario afortunado, pero consignación sociológicamente equivocada. Por si fuera poco, se nos presenta a un Lorca metido a moralista fustigador de la envidia, lo cual estaba totalmente alejado de su peculiar manera de ser.

Hay, por el contrario, que hacer notar que, para el poeta, todo lo malo que adviene a un sujeto no procede de fuera. La envidia de los primos de Antoñito el Camborio es sólo la circunstancia accidental que provoca su muerte violenta. Igual podía haberle matado la guardia civil, los soldados romanos o «un negro toro de pena». De igual forma, la envidia de Martirio es sólo la chispa que hace estallar el ambiente agobiante, el nubarrón que presagia la tormenta, que se cierne sobre la casa de Bernarda Alba.

El romance de la muerte de Antoñito el Camborio contiene felices elementos dramáticos. El gitano, que trata de defenderse en vano en una lucha desigual contra cuatro, se perfila con toda la sugestión de una figura mítica asimilada al pez (delfín), al caballo (Camborio de dura crin), a la flor (aceituna, clavel, jazmín) y a la luna (moreno de verde luna). También en este caso la muerte del Camborio se produce en un amanecer de luz opaca en que los fenómenos celestes participaban en otra muerte de carácter cósmico. A la misma hora en que los primos enterraban sus puñales en el cuerpo de Antoñito, las estrellas clavaban sus rejones al agua gris. Un tinte rojizo de sangre (alhelí) satura la atmósfera con una sugerencia velada al toro mítico (erales) en el circo.

No es tanto la envidia lo que mata al protagonista de este romance, sino una de esas luchas familiares, casi dinásticas, en que se encienden las odios antiguos avivados a través de generaciones, éstas son las «voces antiguas que cercan». La furiosa pelea gitana a la que poco puede aportar la valentía de Antoñito es descrita con tintes rápidos, acertados y coloristas.

Voces de muerte sonaron

cerca del Guadalquivir.

Voces antiguas que cercan

voz de clavel varonil.

Les clavó sobre las botas

mordiscos de jabalí.

En la lucha daba saltos

jabonados de delfín.

Bañó con sangre enemiga

su corbata carmesí,

pero eran cuatro puñales

y tuvo que sucumbir.

Cuando las estrellan clavan

rejones al agua gris,

cuando los erales sueñan

verónicas de alhelí,

voces de muerte sonaron

cerca del Guadalquivir.

Entabla a continuación el poeta un diálogo con Antoñito, precedido de una serie de piropos que se prolongan en la enumeración pormenorizada de detalles de sí mismo que hace la víctima. La presencia del amanecer se va haciendo más evidente, y el cielo, con la presencia de los ángeles (nubes), colabora en un rito funerario, dando almohada al muerto y encendiendo un candil funerario (el sol rojizo y opaco en el cielo marchoso).

Antonio Torres Heredia,

Camborio de dura crin,

moreno de verde luna,

voz de clavel varonil:

¿Quién te ha quitado la vida

cerca del Guadalquivir?

Mis cuatro primos Heredias

hijos de Benamejí.

Lo que en otros no envidiaban

ya lo envidiaban en mí.

Zapatos color corinto,

medallones de marfil,

y este cutis amasado

con aceituna y jazmín.

¡Ay Antoñito el Camborio,

digno de una emperatriz!

Acuérdate de la Virgen

porque te vas a morir.

¡Ay Federico García,

llama a la Guardia civil!

Ya mi talle se ha quebrado

como caria de maíz.

A continuación, como hace ver acertadamente Guillermo Díaz-Plaja, «ante la muerte, el poeta encubre un gesto irónico, como ante una tremenda farsa de guiñol». El dramatismo del diálogo anterior se diluye en la descripción del momento de expirar donde lo poético se mezcla con un efecto inequívocamente cómico.

Tres golpes de sangre tuvo

y se murió de perfil.

Viva moneda que nunca

se volverá a repetir.

Un ángel marchoso pone

su cabeza en un cojín.

Otros de rubor cansado,

encendieron un candil.

Y cuando los cuatro primos

llegan a Benamejí,

voces de muerte cesaron

cerca del Guadalquivir.

Francisco Umbral ha señalado la asombrosa identidad que tiene la muerte de este gitano con la que habría de sufrir el propio Federico. No sólo es el carácter violento de ambas lo que las une, sino la envidia apuntada por el poeta, una envidia provinciana, de gentes cercanas que miran de reojo al pasar el predestinado, individuos mediocres que incluyeron al inocente Federico en la sangrienta lista de víctimas preparada por el terror de los militares rebeldes. El envidioso no logra apropiarse de las aptitudes del envidiado matándolo, como en esos ritos salvajes en los que los matadores comen la carne de sus víctimas ansiando que se les transmitan sus virtudes. La muerte del envidiado carece de sentido; es un acto gratuito que se produce en la trama irracional de la propia vida. Con otras palabras, lo que Federico trata de decirnos, con Sartre, es que «la vida es una pasión inútil», o, con Buda, que «la causa del dolor es el deseo siempre imposible de satisfacer».

Hay un poema, en Poeta en Nueva York, que lleva el significativo y conciso título de Muerte, en el que Federico, por fin, nos da abiertamente la clave de su sentimiento:

¡Qué esfuerzo!

¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!

¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!

¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!

¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!

Y el caballo,

¡qué flecha aguda exprime de la rosa!,

¡qué rosa gris levanta de su belfo!

Y la rosa,

¡qué rebaño de luces y alaridos

ata en el vivo azúcar de su tronco!

Y el azúcar,

¡qué puñalitos sueña en su vigilia!;

y los puñales diminutos,

¡qué luna sin establos, qué desnudos,

piel eterna y rubor, andan buscando!

Y yo, por los aleros,

¡qué serafín de llamas busco y soy!

Pero el arco de yeso,

¡qué grande, qué invisible, qué diminuto!,

sin esfuerzo.

La muerte anida en el corazón de la vida y, principalmente, en esa manifestación máxima de la vida que es el amor. Ante el amor, el sujeto se siente indefenso, «baqueteado» —por usar una expresión del propio Federico—, consumido por una fuerza que nace de él y acabará destruyéndole o destruyendo. Sexo y muerte (el eros y el thanatos freudiano) constituyen la trama de la existencia humana, y su poder es tan fuerte que el individuo se vive poseído por una fuerza indomable que no hará posible la responsabilidad ni la culpa. Los personajes lorquianos morirán atravesados por ese símbolo fálico que es el puñal o la navaja. Hay un símbolo que unifica el amor y la muerte: el pez. En diversas ocasiones, el poeta identifica el puñal o la navaja con este animal acuático; pero también lo hace para transmitir sensaciones de intenso erotismo:

Sus muslos se me escapaban

como peces sorprendidos,

Dice en el romance de La casada infiel; y la protagonista del Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, canta:

Entre mis muslos cerrados,

nada como un pez al sol.

En principio, el hombre saborea la experiencia del amor prohibido con un agudo sentimiento de culpabilidad. Es el residuo de la idea judeocristiana de pecado que continúa aleteando en el universo de Federico. En Bodas de sangre, Leonardo, el adúltero, confiesa: «… Y cada vez que pienso sale una culpa nueva que se come a la otra; pero ¡siempre hay culpa!». Pero en otro momento el mismo personaje reconoce:

Que yo no tengo la culpa,

que la culpa es de la tierra

y de ese olor que te sale

de los pechos y las trenzas.

Una vez consumada la tragedia, muerto el novio inocente, además de haber sido engañado, la adúltera se presenta ante su suegra deseosa de liberarse de la culpa expiando con su vida el precio de su terrible pecado. Pero entonces se sincera ante su potencial verdugo y ante sí misma:

«Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas que acercaban a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de mujer acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!».

No es que Lorca se sitúe más allá del bien y del mal. Lo que el poeta nos dice es que estos pobres conceptos no tienen fuerza alguna para represar el fuerte ímpetu de la vida. Hablar de actos buenos y de actos malos supone un intento de introducir una dimensión de racionalidad en el caos incategorizable de la vida. Esta operación intelectual y social está condenada al fracaso. Responde al deseo (y a la necesidad social) de querer encontrar culpables para hallar una respuesta lógica a los acontecimientos trágicos que llenan el vivir humano de perplejidad y de desesperación. El hombre parece sentirse más seguro en un mundo en el que los agentes morales son responsables de sus actos, por lo que pueden esperar gozar o sufrir las consecuencias de los mismos.

Umbral ve con acierto esta idea que trato de expresar. En Federico —señala— «nunca hay necesidad de justificación ni conflicto moral. Vive en conflicto y comunión con las fuerzas naturales, pero nunca con las exigencias morales, por muy altas que éstas sean. Maravillosa amoralidad de Federico, que se confunde ya con la pureza misma. Los niños son amorales. Sólo se es inmoral a partir de una conciencia de moralidad».

Escribe Lorca: «Y la vida no es buena, ni noble, ni sagrada». Ahora comprendemos muy bien lo que quiere decirnos. La vida no es razonable; muere el inocente y el presunto pecador no es culpable; somos arrastrados por deseos que nunca vemos satisfechos; la destrucción es el amor. García Lorca, como Aleixandre, sigue en la línea de esa corriente irracionalista burguesa que es el romanticismo. A diferencia de Miguel Hernández, de León Felipe, Lorca no es un poeta de la revolución. Su juego dialéctico de fuerzas está más allá de la historia y, en consecuencia, del poder del hombre para tomar las riendas de esa historia. Al inhumanismo capitalista, Federico no opone, aunque sueñe como Mariana Pineda con…

… una España cubierta de espigas y rebaños,

donde la gente coma su pan con alegría,

… una reorganización social sobre una base más justa, como fruto de una praxis revolucionaria, sino la invasión de una fuerza telúrica, salvaje, que terminará destruyendo el confort irreal de la frágil «civilización» de Wall Street. Ésta es la idea central que preside Poeta en Nueva York.

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,

que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,

que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,

que ya vendrán lianas después de los fusiles

y muy pronto, muy pronto, muy pronto.

Y más adelante continúa cantando a esta invasión de lo animal y de lo vegetal entrando a saco en el universo artificial que se ha labrado el hombre:

Un día

los caballos vivirán en las tabernas

y las hormigas furiosas

atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

Otro día

veremos la resurrección de las mariposas disecadas,

y aun andando por un paisaje de esponjas grises

y barcos mudos,

veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.

¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!

La alegría de vivir de Federico se ve empañada por el sentimiento constante y obsesivo de su personal limitación humana. El poeta se percibe a sí mismo como una criatura desvalida que no se siente capaz de responder a las urgentes expectativas sociales: labrarse un porvenir profesional, aceptar la responsabilidad de un matrimonio y de unos hijos, ser «un hombre de provecho»… El paso del tiempo agudiza esta conciencia de su incapacidad para responsabilizarse. Vive aplazando decisiones y de ahí que la posibilidad de morir sin haber cumplido sus deberes como ser social le inquiete extraordinariamente. Su obra es para él una sustitución de su esterilidad biológica y profesional. Y lo mismo su rechazo del hombre integrado a quien ambivalentemente envidia y desprecia llamándole «putrefacto».

Como un acto de rebeldía que toma fuerzas de la personal captación de inutilidad, Lorca se afilia al partido de los pobres, al de los gitanos, al de los negros americanos, al de los homosexuales puros como Walt Whitman, al de los cornudos sublimes como don Perlimplín, porque, como ellos, se siente desvalido y marginado. (¡Quién lo diría en un hombre que saboreó las mieles del triunfo en plena juventud!). Pero esa marginación, ese desvalimiento, le confiere la posición ideal para desentrañar el misterio de la existencia: la fuerza de lo telúrico, de la pasión que constituye el principio y el fin de la vida.

Ante el ser para la muerte que es el hombre, Federico ve dos posibles salvaciones: entender la vida como juego y buscar la inmortalidad en el recuerdo. Son las dos constantes de la ideología aristocrática, la teoría de la clase ociosa, la actitud que va desde los héroes homéricos hasta el elitismo feudal del señorito culto y sensible del sur. «Los pobres son como animales —le hace decir a Bernarda Alba en una fase que oiría muchas veces en boca de terratenientes—; parece como si estuviesen hechos de otras sustancias».

Federico pretende amoldarse a las exigencias de una aristocracia que empieza a ser burguesía: acabar una carrera, ganar unas oposiciones, casarse, hacer algo «útil»; pero se siente irresistiblemente atraído por vivir la vida como un juego, por hacer la «revolución» a su modo: representando a Calderón por los pueblos de la España del subdesarrollo, escandalizando divertido con sus ingenuas provocaciones a una ridícula y cursi burguesía provinciana… Es el Lorca que en una entrevista declara: «Siempre estoy alegre. He tenido una infancia muy larga, y de esa infancia prolongada me ha quedado esta alegría, mi optimismo inagotable». Y en otra entrevista precisa: «A mí lo único que me interesa es divertirme, salir, conversar largas horas con los amigos, andar con muchachas. Todo lo que sea disfrutar de la vida, amplia, plena, juvenil, bien entendida. Lo último, para mí, es la literatura. Además, nunca me propongo hacerla. Sólo que en ciertos períodos siento una atracción irresistible que me lleva a escribir. Entonces escribo, unos meses, febrilmente, para en seguida volver a la vida».

Bajo esta alegría intensa y contagiosa, frágil, fácilmente abocada a la depresión en cuanto el tinglado de la farsa se tambalee a impulsos del más suave viento contrario, se esconde el Federico en carne viva, tan sensible para gozar del placer como para sufrir el alfilerazo del dolor. El poeta teme a la vejez y a la muerte que sabe inevitables porque entran dentro de las leyes biológicas, pero que, desde la perspectiva de la vida intensamente vivida, resultan ajenas, extrañas. «No puedo tolerar a los viejos —confiesa—. No es que los odie. No es que los tema. Es que me inquietan. No puedo hablar con ellos. No sé qué decirles». Los protagonistas de sus versos y de la mayoría de sus obras teatrales son jóvenes, fuertes y hermosos. La tragedia de Doña Rosita es, precisamente, su envejecimiento, el lento pero progresivo marchitar de sus encantos juveniles sin que nadie se aproveche de ellos. Rosita envejece sin ver sus ilusiones cumplidas; se hace vieja viviendo exclusivamente entre viejos.

Unida a esta obsesión por un tiempo que pasa infecundo está su preocupación por la muerte. Se trata de un temor tan arraigado en su psicología que por sí solo basta para deshacer la imagen de un Federico bullanguero e irresponsable. Su preocupación llega a extremos como éstos que recojo de unas declaraciones suyas: «No puedo estar con los zapatos puestos en la cama, como suelen hacer los tofos cuando se echan a descansar. En cuanto me miro los pies, me ahoga la sensación de muerte. Los pies, así, apoyados sobre los talones, con las plantillas hacia el frente, me hacen recordar a los pies de los muertos que vi cuando niño. Todos estaban en esta posición. Con los pies quietos, juntos, con zapatos sin estrenar… Y eso es la muerte».

Si la muerte es la antítesis de la vida —a pesar de anidar en el corazón de ésta—, el morir exige un aprendizaje. Al Amargo, el emplazado, le aconseja:

Pide luces y campanas.

Aprende a cruzar las manos,

y gusta los aires fríos

de metales y peñascos.

Porque dentro de dos meses

yacerás amortajado.

Y para el cuerpo presente de Sánchez Mejías exige:

No quiero que le tapen la cara con pañuelos

para que se acostumbre con la muerte que lleva.

¿Iniciaría Federico este aprendizaje para la muerte desde que su intuición le hizo saber su trágico fin? ¿O su vitalidad le hizo imposible hacerse a la idea de que iba a morir, conservando hasta el último momento la esperanza y sorprendiéndole la muerte de improviso como a tantos personajes de su poesía y de su teatro? Éste es el misterio que rodea a la muerte del poeta, misterio que nunca nadie podrá desentrañar. Sí hay una cosa cierta. Federico se rebeló contra tantos miles de muertes diarias para mantener una vida insensible como la de la populosa ciudad de Nueva York. Su amor a la vida se extiende en este poema que transcribo a la existencia del animal más insignificante. Las máquinas de la «civilización» más floreciente se alimentan de sangre inocente. Se requieren mataderos descomunales para mantener en vida a unos hombres inhumanizados por la frialdad obsesiva de la ganancia económica.

Debajo de las multiplicaciones

hay una gota de sangre de pato;

debajo de las divisiones

hay una gota de sangre de marinero;

debajo de las sumas, un río de sangre tierna.

Un río que viene cantando

por los dormitorios de los arrabales,

y es plata, cemento o brisa

en el alba mentida de New York.

Existen las montañas. Lo sé.

Y los anteojos para la sabiduría.

Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.

Yo he venido para ver la turbia sangre.

La sangre que lleva las máquinas a las cataratas

y el espíritu a la lengua de la cobra.

Todos los días se matan en New York

cuatro millones de patos,

cinco millones de cerdos,

dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,

un millón de vacas,

un millón de corderos

y dos millones de gallos,

que dejan los cielos hechos añicos.

Federico siente en su propia carne esta masacre inútil, esta inmolación de tanto ser inocente para saciar el apetito de los poderosos. La visión del dolor más insignificante ante la impasibilidad de quienes no son capaces de captarlo, basta para desquiciar el precario equilibrio de la naturaleza.

Hay un mundo de ríos quebrados

y distancias inasibles

en la patita de ese gato

quebrada por el automóvil.

La piedad popular, culturizada, convierte en deber el entierro de los muertos. Es una muestra última de afecto que los vivos ofrecen a los muertos, y hay toda una serie de creencias mágicas que giran sobre la idea de que los muertos insepultos no gozan del eterno descanso. Esta obligación hunde sus raíces en prácticas ancestrales y se prolonga en el cristianismo bajo la forma de «obra de misericordia». Es el drama de Antígona que afronta su destino porque no puede dejar de enterrar el cadáver de su hermano.

Federico, tan sensible siempre al pensamiento mágico, no podía dejar de temer esta experiencia: la del muerto que continúa sintiendo dolor, que no descansa en su tumba… Por eso en la Gacela de la muerte oscura, incluida en Diván del Tamarit, escribe estos terribles versos:

No quiero que me repitan que los muertos no pierden la sangre;

que la boca podrida sigue pidiendo agua.

No quiero enterarme de los martirios que da la hierba,

ni de la luna con boca de serpiente

que trabaja antes del amanecer.

Cúbreme por la aurora con un velo,

porque me arrojará puñados de hormigas,

y moja con agua dura mis zapatos

para que resbale la pinza de su alacrán.

Aún más, como respeto al muerto, para preservarle del contacto de la tierra y prolongar el momento en que lo vivo se apodere de lo muerto convirtiéndolo en comida de lo superviviente, esa piedad popular guarda amorosamente el cadáver en una caja. Al poeta le fue negada esta compasión. No quedó al descubierto su cadáver como los de tantas y tantas víctimas que, junto al cementerio de Granada, se vieron durante años expuestas al aire y a la lluvia en aquella enorme fosa común que le fue mostrada a Brenan. Como Federico deseaba, «le alejaron del tumulto de los cementerios», pero su cuerpo, aún caliente, conoció el contacto directo de la tierra, sin ataúd, sembrado desnudo como una semilla junto a un olivo del barranco de Víznar.

¿O acaso lo hubiera preferido así el poeta? Cuenta Andrés Sorel una historia que quizá recogió de boca de algún granadino. Hubo un labrador que segaba antes de tiempo donde estaba la fosa de los enterrados, pues el trigo y la cebada crecían allí más rápidos. Pero no recogía lo segado. Le llamaron al cuartel de la Guardia Civil y le obligaron a que retirara la siega. Federico, preso de pasión por lo telúrico, hizo decir a la madre de Bodas de sangre:

«Benditos sean los trigos, porque mis trigos están debajo de ellos; bendita sea la lluvia, porque moja la cara de los muertos. Bendito sea Dios, que nos tiende juntos para descansar».

Descansar, dormir… Éste sí que fue un deseo de Federico, cansado por el gozo y el dolor de una vida intensamente vivida. Esto y, como los héroes griegos, alcanzar la inmortalidad con el recuerdo de las gentes.

En uno de sus últimos versos escribió:

Quiero dormir el sueño de las manzanas,

alejarme del tumulto de los cementerios.

Quiero dormir el sueño de aquel niño

que quería cortarse el corazón en alta mar.

Quiero dormir un rato,

un rato, un minuto, un siglo;

pero que todos sepan que no he muerto;

que hay un establo de oro en mis labios;

que soy el pequeño amigo del viento Oeste;

que soy la sombra inmensa de mis lágrimas.

Porque quiero dormir el sueño de las manzanas

para aprender un llanto que me limpie de tierra;

porque quiero vivir con aquel niño oscuro

que quería cortarse el corazón en alta mar.

Este deseo de Lorca sí que se ha cumplido. Junto al valor de su obra literaria, el poeta ha pasado a la historia por las circunstancias trágicas de su muerte. Los asesinos de su cuerpo pretendieron, en ocasiones, matar también el espíritu cristalizado en su legado artístico: «Si no hubiese sido por su muerte violenta —dicen—, politizado por los adversarios del régimen de Franco, nadie hablaría de Federico García Lorca». La crítica literaria y la lectura de la obra lorquiana por toda persona sensible bastan para rebatir esta mezquina afirmación.

¿Cómo es posible que un poeta en plena juventud tuviera una conciencia tan aguda de la proximidad de la muerte? En todo cuanto mira a su alrededor sólo ve muerte. Si creyéramos en los presentimientos, podría parecernos que el poeta, recién coronado por el éxito, intuía su repentino, cruel e imprevisto final. Es como si —a unos meses de su fallecimiento— se encontrase ya en la antesala de la muerte, de su real y propia muerte, la que a él personalmente le estaba destinada.

Me he perdido muchas veces por el mar

con el oído lleno de flores recién cortadas,

con la lengua llena de amor y de agonía.

Muchas veces me he perdido por el mar,

como me pierdo en el corazón de algunos niños.

No hay noche que, al dar un beso,

no sienta la sonrisa de las gentes sin rostro,

ni hay nadie que, al tocar un recién nacido,

olvide las inmóviles calaveras de caballo.

Porque las rosas buscan en la frente

un duro paisaje de hueso

y las manos del hombre no tienen más sentido

que imitar a las raíces bajo tierra.

Como me pierdo en el corazón de algunos niños,

me he perdido muchas veces por el mar.

Ignorante del agua voy buscando

una muerte de luz que me consuma.

El poeta va sumiéndose en la paciente quietud de lo vegetativo, en un recogimiento estático, desde el que empiezan a molestarle los homenajes multitudinarios y el peso purpúreo de la gloria. Como dice Eich, «al retornar a los elementos encontrará su libertad verdadera y en el mudo lenguaje de ramas y flores hallarán expresión desasida su soledad y su silencioso sufrimiento. Se abre para él una posibilidad de resignación y conformidad, la posibilidad de una transformación y de una salida para cuya realización su destino habría de negarle el tiempo necesario».

Es una actitud clásica, romana, la que aquí se esclarece; un sereno mirar la muerte con la tranquila displicencia del sabio estoico. No es, por supuesto, la confiada alegría del místico que ansía morir por encontrarse con el Amado; ni la fanática ceguera del mártir que se apresta gozoso a su sacrificio. Se trata, más bien, de una madurez que ha logrado acallar temores y supersticiones de ultratumba; de un alma sensible que ha dicho sí a la vida sabiendo que ello le obliga a aceptar las limitaciones —y, en concreto, la limitación suprema de la muerte— que el vivir conlleva.

Federico reflejó todo esto en un soneto de impecable factura casi clásica.

Yo sé que mi perfil será tranquilo

en el musgo de un norte sin reflejo.

Mercurio de vigilia, casto espejo

donde se quiebra el pulso de mi estilo.

Que si la hiedra y el frescor del hilo

fue la norma del cuerpo que yo dejo,

mi perfil en la arena será un viejo

silencio sin rubor de cocodrilo.

Y aunque nunca tendrá sabor de llama

mi lengua de palomas ateridas,

sino desierto gusto de retama,

libre signo de normas oprimidas

seré en el cuerpo de la yerta rama

y en el sinfín de dalias doloridas.