Fotografías instantáneas

Aquella tarde, en la calle de Floridablanca era tal la aglomeración de carruajes, que la vía pública quedó obstruida. En la acera del Congreso, a derecha e izquierda de la puerta, a semejanza de lo que acontece a la entrada de los palacios cuando en ellos se da un gran baile, un grupo de curiosos, recibiendo en pleno rostro las gotas de una menuda lluvia de invierno, contentaba y entretenía su vagancia viendo bajar el estribo y abrir la portezuela a los lacayos, después de lo cual saltaba con presteza bajo el guardapolvo de cristales un gran orador, un ministro, un diputado influyente, algún personaje político más o menos conocido de la muchedumbre, y sin mirar a nadie, con aire preocupado, atravesaba el umbral y desaparecía al otro lado de la mampara roja, que abría respetuosamente uno de los ujieres.

Detrás del edificio, pegando los hombros a la verja, formando así otra barandilla de seres humanos, estaba la cola del Congreso, que llegando hasta la escalera que da acceso a la tribuna tenía por cabeza un agente de orden público y por remate un alcalde de pueblo, que había venido a Madrid con el objeto de ver a su diputado. Formaban los anillos de esta especie de serpiente, anillos que se movían de vez en cuando, cesantes, hombres del pueblo, dos o tres soldados y un sacerdote.

Todavía no estaba izada la bandera, pero en el salón de conferencias era tal el número de diputados, senadores, periodistas y gente política de todas clases, que costaba trabajo recorrerlo de un extremo a otro. En las cuatro chimeneas ardía con grandes llamas la leña, crujiendo y chisporroteando sobre los morillos; se respiraba con trabajo en aquella atmósfera viciada, y el humo del tabaco daba a la luz que caía de la techumbre un color gris claro, en que todos los rostros resultaban con una palidez enfermiza y llenos de sombras, que se recortaban bruscamente en las facciones. Las palabras formaban, mezclándose y confundiéndose, un ruido como el del mar, pero más continuado y más constante que el del oleaje, como sería el producido por los zánganos de muchos enjambres reunidos en una sola colmena. Las pocas mesas del restaurant puestas en reducidísimo espacio, eran asaltadas, y los diputados que tenían la suerte de ocupar una de ellas pedían fiambres, pastas, una copa de jerez y un sorbo de café, que bebían abrasándose, porque ya la campanilla ensordecía a los que andaban por los pasillos y anunciaba el comienzo de la sesión.

El Presidente de la Cámara ocupaba su sitial rodeado de los vicepresidentes y secretarios, teniendo detrás a los maceros, colocados a uno y otro lado bajo el dosel, casi inmóviles, con su histórico traje, más teatral que parlamentario, que los asemejaba a esas figuras de bronce pintarrajeado en Francia, tan en boga hoy para adornar con ellas los salientes de chimeneas, mesas y veladores.

El Gobierno estaba en su sitio, sentado en el banco azul, atrayendo las miradas de las tribunas, mientras que los diputados, sombrero en mano, atravesaban el hemiciclo, subiendo la gradería de los escaños, para ir a ocupar sus puestos. Algunos se acercaban al pupitre de los ministros, y allí, de pie, un instante, hablaban con uno de ellos, separándose después de un apretón de manos que recibían y daban con visible contento.

Las tribunas estaban llenas de gente. En la pública, los curiosos, amontonados, formaban una masa oscura casi compacta, en que destacaban con enérgicos tonos las cabezas alineadas, en cuyas facciones era uniforme la expresión de la curiosidad y de la impaciencia, pero en cada una tenía distinta mueca. Estaba allí la cara del paleto malicioso, que, pasándose de listo, miraba a cada diputado como se mira a un tunante, y junto a él, hablando bajo, encogido por el respeto que le infundían las molduras, los escudos de armas, el terciopelo de los escaños, todo aquel aparato, veíase al provinciano, que preguntaba cuál de los dos maceros era el Ministro de la Gobernación. Salía de aquel foco una emanación acre y un sordo rumor de voces, que, cuando crecía, acallaba con un siseo el ujier colocado de pie junto a la puerta de entrada, en lo alto de la tribuna.

En la de periodistas era difícil ver, imposible oír; pero muy fácil y posible reír, charlar, sentarse, levantarse, bromear de todo y con todo lo que se decía, mientras los diputados se sentaban en los escaños, y los redactores afilaban sus lápices, y preparaban y numeraban cuartillas los taquígrafos.

El color rojo corría a lo largo del respaldo de los asientos a manera de una ensangrentada cinta, a que parecían atados codo con codo los representantes del país. Herida por la luz de la montera de cristales, relucía la calva de un gran orador de fama universal, a quien todos miraban; lanzaban destellos los lentes de otro, y despedían luces verdes y azules en la pechera de una deslumbradora camisa blanca los botones de oro y brillantes de un señor obeso, cuyo rostro expresaba una gran satisfacción y contento de sí mismo y de su posición parlamentaria, mirando con aire de complaciente protección al Ministro de Hacienda. Era un banquero. Los diputados jóvenes, elegantemente vestidos, sentábanse en el salón como en la butaca de un teatro.

Enviaban saludos, caramelos y dulces a las señoras, que les sonreían desde las tribunas, en cuya sombra discreta, el vivo color de una pluma de sombrero, de una cinta de raso, de un guante o de una flor, unido a los aleteos del abanico, era una nota alegre que distraía mucho la seriedad de las tareas parlamentarias. Dos hermosísimos brazos desnudos, que se apoyaban en la baranda, formaban aquella tarde el objeto de todas las conversaciones, mientras que el orador de los lentes no cesaba de mirarlos, y detrás de las varillas de marfil y nácar había sonrisas maliciosas y ojos brillantes de mujer que descubre una aventura escandalosa, una de esas buenas historias que se cuentan a escondidas del padre o del marido, como se lee el Decamerón de Boccaccio.

Entre tanto, un señor vestido de negro, de rostro pálido, alto y delgado, leía bajo la mesa presidencial, con voz atiplada, y sin entonación alguna, como chiquillo que recita una fábula aprendida de memoria. Nadie le escuchaba; los diputados hablaban unos con otros, o escribían cartas en aquel papel, cuyo membrete, CONGRESO DE LOS DIPUTADOS, forma la vanagloria de los electores, cuando lo reciben en el pueblo, y van enseñando la carta a sus amigos, diciendo:

—Vea V.; me ha escrito en el mismo Congreso, durante la sesión. ¡Qué hombre! ¡Qué grande hombre!

Y la voz del Secretario seguía sonando con un martilleo adormecedor.

—¿Qué hacen ahora? —preguntaba en la tribuna pública el provinciano.

—Están dando cuenta del despacho ordinario —le contestó un madrileño que se hizo amigo suyo aquella tarde.

Los ujieres iban y venían por los escaños, entregando cartas, recibiéndolas, llevando vasos de agua y paquetes de caramelos, que regalaba el Presidente de la Cámara.

El del Consejo se entretenía en pegarse golpecitos en los muslos con el bastón; el Ministro de Estado se atusaba las patillas; el de Gobernación hablaba de algo muy divertido, a juzgar por sus sonrisas con el de Hacienda, y el Ministro de Marina estaba cruzado de brazos. Todo hacía creer que se dormiría, caso en que paraba su actitud todas las tardes.

Por fin terminó la lectura. Oyose una voz nueva, y hubo un gran movimiento.

—Pido la palabra.

Las miradas se dirigieron al sitio de donde habían salido aquellas frases. Un hombrecillo de fisonomía vulgar estaba, más que de pie, de puntillas entre los escaños.

—¿Para qué? —le preguntó el Presidente, provocando con esta pregunta las risas de la Cámara.

—Para rogar a la Mesa que conste mi voto con el de la mayoría en la votación de ayer.

Este era el único discurso que se permitía hacer aquel orador en todas las legislaturas. En aquella ya llevaba pronunciados veintitrés.

Pidió después la palabra un diputado militar, para rogar al Ministro de la Guerra que se abonaran los alcances a los soldados cumplidos de una reserva.

El Ministro de la Guerra, que estaba mordiendo el puño de su bastón, dejó su tarea, y contestó prometiendo ocuparse de este asunto.

Luego siguieron hablando, uno tras otro, hasta cinco o seis individuos más, quién para pedir que se remitiera a la Cámara tal o cual expediente, quién para preguntar acerca de otros, muchos presentando exposiciones… El público se impacientaba.

Por último, se oyeron estas palabras, que tenían magia suficiente para despertar a los que dormitaban y hacer que se agitara todo el mundo en los asientos.

—Orden del día. Continúa el debate pendiente sobre el dictamen relativo al proyecto de Constitución. Tiene la palabra el Sr. Duque de Benimar.

Todo esto había dicho el Presidente, y nunca se produjo mayor emoción que la que revelaron todos los semblantes al volverse hacia el sitio en que estaba ya de pie un caballero alto, delgado, de bigote y pelo cano, vestido irreprochablemente con un traje negro, cuya levita, abotonada, le daba cierto aspecto militar. Era, en efecto, el mismísimo Duque, que disfrutaba de una elevada graduación en el escalafón del ejército, y en la escala social pertenecía también a la más alta clase.

Su ambición debía darse por satisfecha. En política había sido cuanto pudiera soñarse, y después de su caída se encontraba ejerciendo la jefatura suprema de una importantísima agrupación, siendo su caudillo en el Parlamento.

La discusión era, pues, interesantísima; se debatía nada menos que el Código fundamental del Estado, es decir, lo más debatido en España, y estaban frente a frente las dos escuelas que vienen luchando por el triunfo de sus doctrinas desde que existe el régimen constitucional, los liberales y los conservadores. Los dos jefes estaban allí prontos a empezar la lucha; el choque debía ser terrible.

El auditorio experimentaba en aquel momento una emoción parecida, si no igual, a la que el pueblo romano sentía en las luchas de los circos.

Los diputados jóvenes tenían impaciencia por oír los golpes de clava, por ver cómo se entrelazaban los miembros, apretaban los músculos y estrechábanse en un abrazo mortal, hasta que, bajo el esfuerzo terrible de un empuje, uno de los adversarios derribaba al otro, que ya en el suelo no esperaría más que el golpe de gracia. Los veteranos de la política sonreían.

El Duque empezó, en medio de un gran silencio. Preconizó los principios y enalteció las conquistas revolucionarias. Rechazó el dictamen y el proyecto de Constitución nueva.

«Lo primero que ocurre antes de examinar ese proyecto constitucional, pues que a examinarlo voy —dijo—; lo primero que ocurre es lamentar, deplorar su existencia; aunque fuera bueno, que no lo es, sería malo, funesto, deplorable, dado el espíritu de división de este país. Es una nueva bandera que viene a aumentar la confusión que reina en los partidos, es una nueva Constitución que viene a aumentar el número escandaloso, por lo excesivo, de las Constituciones que han regido, mas no constituido a este país sin ventura.

»¿Qué se pretende con esto? ¿Que cada partido tenga una Constitución? Pues ya sabemos lo que han de durar esas Constituciones, lo que dure la vida gubernamental del partido que le da el ser, ¡vida efímera y transitoria! Por este camino, señores, se va al desprestigio del sistema representativo, al desprestigio, que es peor que la muerte, y además a la muerte.» (Grandes aplausos en la minoría.)

La estocada estaba bien dirigida. Hizo después un brillante período en elogio de la libertad, y demostró, en medio de frecuentes aplausos que le obligaban a interrumpir su discurso, que el proyecto constitucional tendía al desconocimiento de los derechos individuales, y pidió, por último, que se consignara en la Constitución el principio de la soberanía nacional como el fundamento, como el origen de los poderes.

El tiro esta vez iba a mucha altura. El Presidente del Consejo se agitó en el banco azul y habló animadamente con sus compañeros. Después, abriendo el pupitre, escribió la siguiente esquela:

Querido Oliver: Tendré mucho gusto en interponer mi influencia con el Ministro de Gracia y Justicia para que se nombre el canónigo a quien recomiendas. Hasta hoy se negó, por no ser posible hacer la vacante.—Tuyo. Ambrosio.

P.D. Te felicito por tu discurso.

Esta esquelita fue encomendada a uno de los ujieres, el cual la llevó al orador.

Las tribunas no se habían apercibido de nada. El Duque rasgó el sobre, leyó el contenido y después, dirigiéndose a la Cámara, dijo:

«Para terminar, señores diputados, nosotros creemos haber cumplido con nuestro deber ineludible, señalando los errores de que adolece el nuevo proyecto constitucional; pero nosotros, monárquicos ante todo, no hemos de oponer dificultades a la grande obra por los monárquicos emprendida.»

Así terminó aquel debate solemne.

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