El desafío
I
—¡Cochero, a la Moncloa!
Y el cochero, al volver la cabeza para mirar desde la altura del pescante a sus nuevos parroquianos, experimentó una impresión desagradable.
Eran tres hombres, rigorosamente vestidos de negro, y uno de ellos llevaba (se conocía en la forma del envoltorio) dos espadas de combate, cuyas puntas salían por entre los pliegues de una bayeta verde que las ocultaba. La siniestra mano de otro cogía por el asa una caja pequeña de caoba, que se balanceaba a cada movimiento del brazo, pero con ese cabeceo lento que desde luego delata el peso de los objetos. El tercero iba muy pálido, fumando un cigarrillo, violento al verse observado por los otros dos que le miraban, procurando disimular esa curiosidad impertinente que se apodera de los hombres y les lleva a estudiar las alteraciones del rostro y de la voz en todo aquel que delante de nosotros afronta peligros y se expone a riesgos de matar o morir.
—Suba V., Sr. de García —dijo el de la caja abriendo la portezuela de la berlina de alquiler.
El Sr. de García tiró el cigarrillo (mejor fuera expresar que lo dejó caer), puso un pie en el estribo, y al sentar el otro dentro del coche se abandonó al peso del cuerpo, que cayó sobre los cojines.
Los otros dos le siguieron, encerrándose en aquel reducido espacio lo más cómodamente que les fue posible.
II
El Sr. de García frisaba en los treinta y cinco años, y en esta plenitud de la vida, si bien empezaba a engordar, era ágil todavía y robusto. Su temperamento sanguíneo dábale grandes arrebatos y le sujetaba a ser víctima de impresiones intensas, pero por su misma intensidad pasajeras hasta llegar a lo instantáneo.
Uno de estos arrebatos era la causa de todo aquello.
Noches pasadas nuestro individuo hallábase en el teatro de la Alhambra con su mujer, una rubia preciosísima, que no tenía más defectos para ser mujer de un hombre serio que el de ser demasiado alta, demasiado bien formada, y entrar en sus gustos, como buena española, el de vestir trajes de colores vivos, peinarse muy bien y mirar a los hombres cara a cara, todo lo cual era bastante para que estos la mirasen de igual modo, sonrieran después, acabando por resolverse a poner sitio a la plaza, cuando la plaza, hechos los primeros disparos, apagaba sus fuegos un poco tarde.
Araceli (era su nombre) holgábase de ser, a más de española, andaluza, y a más de hermosa no tenía en la cabeza otro peso que el de sus cabellos, sin que de esto último se holgara ni se apercibiera.
Esta abundancia de pelo y escasez de entendimiento, y aquellos extremos de belleza y de estatura, formaban a su legítimo consorte un medio de vida, en que tenía satisfechos y bien provistos los goces materiales, pero disgustados y menesterosos los que se relacionan con el trato y comunicación intelectual.
Estando en la primera mitad de su luna de miel, el Sr. de García no echaba de menos aún ninguno de estos menesteres; antes, por el contrario, enamorábanle las preguntas horripilantes de Araceli, y vestía con el armiño de la inocencia y con las galas del candor aquellas desnudeces de la ignorancia, resultando de aquí que sus treinta y cinco años, con título de Doctor en Filosofía y Letras, le sirvieron solo para vergonzosa derrota conseguida por los veintidós abriles, ojos azules, pelo rubio y ceceo malagueño de la muchacha.
García era celoso, como buen enamorado, y por ignorarlo todo ignoraba también la andaluza este natural vicio que toma desde su origen la pasión y el enamoramiento.
Aquella noche, la noche del teatro de la Alhambra, apenas se habían representado las tres primeras escenas del Boccaccio, cuando Araceli, abriendo el abanico y tapándose la cara para reír, exclamó:
—¡Qué tontos son los hombres, pero qué tontos!
Miró después a un punto del teatro por entre las varillas, y volviendo a taparse, tornó a reír y repitió ya en singular:
—¡Pero Dios mío, qué tonto, qué tontísimo!
Entonces nuestro héroe preguntó. Araceli había sido educada por una madre que al entregar su hija pronunció con orgullo estas palabras de elogio:
—Mi hija será siempre una mujer honrada, y no tendrá secreto alguno para su marido.
Obedeciendo a esta educación, la respuesta de la muchacha fue lo más explícito y detallado que puede concebirse.
—¿A quién te refieres? ¿Quién es el tonto?
—El tonto es ese pollo que está allí, a la derecha, en el paseo. Ese que ahora saca el pañuelo y limpia los cristales de sus gemelos. Ese que nos mira. ¿Lo ves?
—No le conozco.
—Ni yo tampoco.
—¿Y por qué te parece tonto?
—Porque me viene siguiendo desde que salimos de casa, porque no cesa de mirarme y se figura que yo soy una mujer cualquiera, capaz de hacerle caso al primero que llega.
García frunció el entrecejo. No esperaba él una explicación tan completa, categórica y sincera. Pocos minutos antes era feliz, estaba tranquilo, sentíase contento. Y ahora experimentaba ese movimiento instintivo en el hombre, cuando se encuentra metido en un riesgo, al que no va él por su propia voluntad, sino que se ve en él arrojado de improviso, casi a la fuerza, obedeciendo a impulso extraño.
—Mujer, todo eso te lo figurarás tú. Puede que ese no se ocupe siquiera de que estás tú en el mundo.
Nunca lo hubiera dicho. Herir a Araceli en su amor propio de mujer hermosa era meterse en empeños de secar el mar con una esponja.
Por primera vez miró a su marido con desprecio desde todo lo alto de su estatura.
—¡Ay, hijo; qué sangre tienes! Pues oye; lo que es yo no te vuelvo a decir nada. Te he advertido lo que pasa, y si no lo quieres creer, no lo creas. Tengo mi conciencia muy tranquila.
Y después de este desahogo, la andaluza se dio en el pecho un furioso abanicazo, y como el aire le descompusiera el flequillo, acudió con la otra mano a reparar el desorden.
Mientras duró el reparo, formose con la rapidez del relámpago un plan estratégico, para demostrar a García lo injusto de su indiferentismo.
De resultas de este plan, basado en miradas a hurtadillas del marido, el pollo del paseo multiplicó las suyas, aderezándolas con algunas sonrisas y guiños, con todo lo cual, al bajarse el telón, García se levantó de la butaca.
—¿A dónde vas? —le preguntó su mujer, conteniendo a duras penas la mala alegría de su triunfo al ver la ira que descomponía las facciones de su marido.
—A fumar un cigarro.
Llegose, en efecto, a la galería que rodea los palcos en el citado teatro, galería llamada paseo, y acercándose al desconocido, vio la mujer que mediaron entre aquellos dos hombres algunas palabras, después de las cuales García, levantando el brazo, dejó caer con ira su mano sobre la mejilla de su rival.
Hubo el preciso tumulto, el no menos preciso desmayo de algunas damas, y no hubo más, o por lo menos nada más se vio, retirándose cada uno por su lado en dos grupos, que sirvieron primero para separarlos y luego para acompañarlos.
Al poco rato, García, presentándose de nuevo a la entrada de las butacas, daba el brazo a su mujer, y salieron del local, él silencioso y ella llorando.
Este fue, como ya hemos dicho, el origen del desafío.
III
Un latigazo del cochero hizo emprender al caballo un trote pesado, rodando el carruaje con grande estrépito por el empedrado desigual de las calles de Madrid.
Dentro de la berlina, aquellos tres hombres guardaban silencio. Los padrinos respetaban el de García, cuyos pensamientos habían emprendido rumbo tal que no podía comunicárselos a nadie, y aun sospechaba que no era conveniente dejarlos seguir el caprichoso giro en que se extraviaban.
Porque nuestro héroe pensaba en Araceli, en el teatro de la Alhambra, en la representación de Boccaccio, que es una opereta muy poco a propósito para que los maridos de mujeres como la de García piensen mucho en ella, y de aquí remontábanse las ideas a cuestiones tan abstrusas como el pro y el contra de la vida matrimonial, las ventajas positivas del celibato y los problemáticos bienes del estado conyugal.
Para la jornada larguísima emprendida por su imaginación, había dos como a manera de jalones, sintetizados en aquel envoltorio de espadas y aquella caja de pistolas que viajaban con él y con sus amigos en la berlina.
¿Iba a morir? ¿Iba a matar? Difícil era saberlo, pero más difícil no sentir un estremecimiento al preguntárselo. ¿Y todo por qué? Por una frase lógicamente espontánea en los labios de una mujer vanidosa. Él no era cobarde, no. La acusación de Araceli ya no existía. «Ese hombre me mira, ese hombre me desea, y yo soy tuya. Quieren apoderarse de tu bien, defiéndelo». Y esto sí que era un hecho; la defensa. Para defender había atacado. Su mano golpeó un rostro que no era ya el de un desconocido: era el de su rival; del bofetón habían partido los padrinos de una y otra parte para firmar el acta, verdadero proceso que vinieron a leerle cuando ya la naturaleza había reanudado el lento trabajo de la circulación tranquila de la sangre.
—Está bien —fue su respuesta—, a las seis de la mañana estaré donde VV. me digan.
Luego, tendiendo su mano a los dos amigos:
—Muchas gracias —exclamó nerviosamente.
Los padrinos no se marchaban. Indudablemente querían decir algo, pero no se atrevían.
Por último, después de consultarse con una mirada, uno de ellos añadió:
—Su contrincante de V. no ha querido la elección de armas.
—Y ¿por qué?
—Porque es de igual fuerza en la pistola y en la espada.
—¡Ah!, es un tirador.
Y viendo que no obtenía respuesta exclamó:
—Pues yo también soy de igual fuerza, como VV. dicen.
—¿De veras?
—Sí, no conozco el manejo de ningún arma: de manera que llevaremos las dos y elegirá la suerte.
Y aumentando la violencia de la entrevista puso término a ella, levantándose y volviendo a estrecharles la mano.
—Señores, hasta mañana. Estaré a las seis a la puerta de mi casa, para que no se molesten VV. en subir la escalera.
García pudo ser puntual, y lo fue en efecto. No tuvo que despertarse, porque no durmió en toda la noche.
En esta situación de ánimo, situación que puede definirse diciendo que se encontraba en el límite donde acaba el valor y empieza la cobardía, iba en el coche el protagonista del inmediato drama.
Y era de observar cómo sus padrinos lo sospechaban, porque es la primera sospecha de todo padrino.
Él, entre tanto, miraba por las ventanillas del coche, por las que entraba, con la velocidad creciente de la carrera, el aire fresco de la mañana; miraba, decimos, aquel día naciente, lleno de promesas, de luz mayor y de mayor calor, de alegría y movimiento en las calles, extrañándole e irritándole casi esa sublime serenidad y suprema indiferencia de la Naturaleza, que no alteraba un punto el canto de sus pájaros, la frescura de sus flores, lo limpio de su color en el cielo, al verle pasar a él, un hombre, un ser humano, un hijo suyo, camino de la muerte.
Porque, indudablemente, iba a morir. Iba a morir de una estocada o de un balazo, cayendo estúpidamente sobre la hierba, y soltando al caer el arma que en sus inútiles manos no sirvió para defenderle.
Iba a morir sintiendo en sus músculos toda la fuerza con que a los treinta y cinco años se agarraban sus manos a la vida; en su inteligencia, el poderoso calor desarrollado por la lucha de las ideas, sintiendo ríos de sangre que en los cauces de las venas recorrían y fertilizaban todo su organismo; iba, en fin, a morir sin que detrás de él y después de su muerte quedara de aquellas ideas un libro escrito, de aquellos músculos el recuerdo de una estatua, y un hijo de aquella misma sangre. La muerte en tales condiciones se rechaza. No viene después de ella la blancura de las losas sepulcrales, sino la negra sombra del abismo en que un cuerpo se ve precipitado.
Así pensaba García, cuando uno de los padrinos, rompiendo el silencio, preguntó al otro:
—¿Llevas el revólver?
—Sí. ¿Y tú?
—Yo también.
—¿Y para qué llevan VV. revólver? —interrumpió nuestro protagonista.
—Por pura fórmula de estos casos.
—No comprendo.
Entonces, tratando el asunto en broma:
—¿Usted no sabe, amigo mío, que nosotros los padrinos tenemos derecho de vida o muerte sobre cualquiera de los adversarios que falte a una sola de las condiciones estipuladas en el acta? Con el revólver montado presenciamos el desafío y hacemos cumplir aquellas.
—¿Y cuando no se cumplen?
—Podemos en el acto matar al culpable, y es nuestro deber.
Ya estaban fuera de Madrid, en el campo, cerca de la Moncloa. Delante de ellos, en el camino, veíase otro coche, cuyas ruedas levantaban ligeras nubecillas de polvo.
Los árboles, movido el follaje por el aire, inclinaban sus ramas tristemente.
Terminó la aventura de esta jornada deteniéndose a un tiempo los dos carruajes, y saliendo de cada uno de ellos las tres personas que en cada uno de ellos iban, acercándose ambos grupos y cambiando ceremoniosos saludos.
El abofeteado fue el primero en internarse por aquellas arboledas de la Moncloa, siguiéndole las cinco personas restantes a guisa de comitiva.
Los coches esperaron, entablando amigable conversación sus respectivos conductores.
IV
Cuando estuvieron reunidos en el sitio elegido por los padrinos para que el desafío se verificara, García dijo a su contrario:
—Usted ha renunciado al derecho de elección de armas.
—Es cierto.
—Yo también renuncio. La suerte decidirá.
Uno de los padrinos lanzó una moneda al aire.
—Cara, espada; cruz, pistola —exclamó al mismo tiempo.
Y cuando cayó, García cerró los ojos instintivamente.
—La pistola —gritó el padrino.
—Las del señor —exclamó García.
Mientras cargaban las armas, observó que otro personaje, en quien hasta entonces nadie se había fijado, abría un primoroso estuche, lleno de utensilios relucientes, de acero, frascos, hilas y vendajes.
Vio después cómo colocaban a su adversario enfrente de él, a treinta pasos, y al recibir la pistola, los padrinos, retirándose, se colocaron a distancia.
—A la tercera palmada —dijo uno de ellos—, avanzar y tirar a discreción.
Sus miradas desde aquel momento se fijaron en el hombre que iba a disparar.
Le veía sereno, con el brazo levantado, mirándole también con gran fijeza.
La primera palmada resonó como un chasquido en el aire.
García sintió una terrible conmoción en el pecho.
El abofeteado, lo veía perfectamente, estaba calculando fríamente la distancia, acostumbrando su mano al peso de la pistola, preparando, en fin, sus recursos de tirador, y considerando que, para su salvación, consistía todo en no figurarse que se trataba de matar a un hombre, sino de derribar a un maniquí.
Y al dar los padrinos la segunda palmada, antes de que se produjese la tercera, pareciole a García que la tierra y los árboles daban vueltas al rededor suyo, y soltando el arma, cayó al suelo con los brazos extendidos.
El médico y los padrinos se acercaron presurosos.
Tenía nuestro héroe los ojos desmesuradamente abiertos e inyectadas en sangre las pupilas.
El médico desabrochole la camisa, y puso la mano sobre el pecho del infeliz. El corazón no latía.
—Este hombre acaba de morir —exclamó.
—¿Cómo es eso? —preguntó el del envoltorio de las espadas.
—Ha muerto de una apoplejía fulminante.