SEGUNDA PARTE: REBECA

Realidad Gamma. Presente.

09/06/2030

—¡Rebeca! —exclamo todo lo fuerte que me permite mi voz— ¡no te alejes demasiado!

Mi hija ha echado a correr hacia la instalación de los osos pardos y yo intento seguirle el paso, pero me está dejando atrás. Hemos aprovechado este día soleado para visitar el zoo, ya por tercera vez en la vida de Rebeca. Le encantan los animales. Puede pasarse horas enteras observándolos y riéndose, y a mí me encanta verla tan feliz.

Cuando llego a su altura freno e intento recuperar el aliento. Rebeca se lo está pasando en grande viendo cómo los osos piden comida. Estos osos, acostumbrados a las visitas de los humanos, han aprendido a ponerse en pie y a gesticular con sus zarpas para pedirles a los visitantes que les lancen algunos cacahuetes. A pesar de que en los carteles de todo el recinto reza la prohibición de hacerlo, pocas personas se pierden la oportunidad de observar cómo un oso les exige alimento.

Rebeca tiene los ojos muy abiertos y contempla el espectáculo extasiada, soltando risotadas de vez en cuando, a la vez que me da manotazos en el brazo mientras dice:

—¡Mira, mamá, mira!

Y yo obedezco y también me entra la risa.

Acaricio la rubia cabeza de Rebeca y me giro ligeramente, paseando la vista alrededor. Entonces un hombre llama mi atención. Está abrazando a una mujer y tiene los ojos cerrados. Pero cuando los abre nuestras miradas se cruzan y yo no aparto la mía. Noto su desconcierto y su incomodidad, pero yo sigo con la vista fija en él, preguntándome si también es capaz de reconocerme.

Más tarde, ya en casa, Rebeca está tumbada en su cama, lista para dormir. Parece muy cansada y eso me preocupa. Es verdad que ha estado todo el día correteando de acá para allá, pero no sé hasta qué punto debería agotarse de esta manera. Además, desde que hemos llegado no ha parado de toser, y la idea de que la enfermedad está empezando a afectarla no me abandona. Estoy tan obsesionada con ello que me temo que muchas veces le resto una libertad a Rebeca que no le restaría de no ser porque sé lo que le va a ocurrir.

Sacudo la cabeza para alejar estos pensamientos de mí y me concentro en darle las buenas noches a mi hijita. A pesar del agotamiento, está entusiasmada, lo cual me parece positivo, y no para de hablar de todas las aventuras que ha vivido en este día. Creo que esta noche va a costarle coger el sueño.

Dejo que hable tanto como le apetezca. Mañana tiene que madrugar para ir al colegio, pero no me importa. Quiero que viva este momento y que lo disfrute, que lo guarde en su corazón durante toda su vida.

Al día siguiente, después de dejar a Rebeca en el colegio, voy dando un lento paseo hasta mi destino. El cementerio está completamente vacío a estas horas de la mañana, y lo agradezco. No me gustaría encontrarme con nadie que vaya a visitar la misma lápida que yo. Cuando llego a ella, me siento enfrente y leo su inscripción, aunque la persona que yace aquí, en este preciso momento, no es la persona que yo vengo a visitar. La persona que me interesa es la que, si no puedo evitarlo, estará aquí enterrada dentro de diez años. Mi hija Rebeca.

Hago esto porque no me queda otro remedio. Nada me cuesta más que separarme de ella, lo que quiero es aprovechar cada minuto que nos quede juntas. Pero para lograr salvarla, no tengo alternativa. Acaricio la lápida suavemente y cierro los ojos.

Realidad Gamma. Futuro.

Año 2051.

De nuevo me veo transportada al futuro. Abro los ojos y veo a Jaime sonriéndome. Observo mis manos y, aunque estoy acostumbrada, a veces aún me sorprendo de lo ásperas, arrugadas y, en definitiva, viejas, que lucen en el futuro.

—Casi llegas tarde, Esther.

Al instante miro mi reloj, asustada. Aún quedan cinco minutos para que empiece nuestro turno. Me relajo y ocupo mi asiento, delante de los monitores. Pasaremos ocho horas vigilando para que gente inocente no se acerque a la Metrópoli. Normalmente no ocurre, pero a veces algún desafortunado, preso de la desesperación o del desconcierto, se acerca más de lo prudente y nuestras cámaras lo captan. Yo soy la encargada de dar el aviso para que nuestros soldados se ocupen de él.

No puedo decir que me guste este trabajo. De hecho, lo odio. Pero es lo que debo hacer para salvar a Rebeca. Paso mi tarjeta inteligente por el lector y comienza mi jornada laboral.

Mientras observo los monitores, me acuerdo del hombre que vi ayer en el zoo. Cuando su mujer y él llegaron a nuestra altura para acompañar a sus hijos, Paula, que será la mejor amiga de Rebeca, y Arti, me di cuenta de que él ya no es un Jumper y, por lo tanto, desde su perspectiva, ayer fue el primer día que me vio.

El mundo no es como crees conocerlo. El mundo es un lugar caótico y desconocido para la mayoría de las personas. Hay un pequeño porcentaje de la población que tiene la ocasión de comprobar que los límites impuestos por la física no son reales, y que no existen un tiempo y un espacio continuos, como nos han hecho creer.

Por un lado, existen varias realidades paralelas. Hay personas que pueden viajar de unas a otras a voluntad, siempre en el presente. Son los Jumpers. Otras personas, sin embargo, no pueden controlar esos saltos entre realidades, y los llamamos Jumpers Incontrolados. Existe otro grupo que puede viajar del pasado al futuro y viceversa también a voluntad, llamados Jumpers Temporales y, de nuevo, un subgrupo que no puede controlar esos viajes, los Jumpers Temporales Incontrolados. Y luego están los que, como yo, pertenecemos a este último subgrupo, pero hemos sido contratados para trabajar en este futuro, con lo que nuestros viajes en el tiempo son supervisados por los Controladores, que se ocupan de que sólo podamos viajar entre los puntos del tiempo que ellos deseen. Todas estas personas tenemos en común que, si bien podemos viajar a espacios o tiempos distintos, nuestros cuerpos siguen presentes en las realidades que abandonamos. Nuestra esencia nos acompaña siempre, pero poseemos recuerdos claros de lo que nuestras no-esencias han vivido. Por ejemplo, cuando pasen estas ocho horas de jornada laboral, tendré el recuerdo claro de haber pasado la mañana en la oficina donde trabajo en 2030.

Hay personas, como Nacho, el hombre que vi ayer, que, por los motivos que sean, consiguen vivir en una sola línea temporal. Son los ex-Jumpers. Igual que los Jumpers, sean de la clase que sean, pueden reconocerse entre sí, un ex-Jumper carece de esa habilidad.

Un movimiento en uno de los monitores distrae mi atención de lo que estoy pensando. Al mirar, veo que uno de los Enfermos se está acercando al límite de los Barrios Bajos.

—No —susurro—. Aléjate, aléjate.

Jaime echa un vistazo.

—¿Doy aviso? —me pregunta.

Sacudo la cabeza.

—No, no —digo—. Veamos si se aleja.

Pero el Enfermo cada vez se acerca más al límite, con un andar pesaroso.

—No, no, no— susurro—. Vete, vete, vete. ¡Joder, aléjate! —termino gritando.

—Tenemos que dar el aviso —me susurra Jaime.

—¡No! —le digo— Aún no ha llegado al límite, a lo mejor da la vuelta.

—No va a dar la vuelta, se dirige a la Metrópoli.

—¡Mierda! —exclamo, frustrada.

El Enfermo está a punto de rebasar el límite de los Barrios Bajos cuando Jaime da el aviso. Me tapo los ojos para no mirar, pero sé que en este preciso momento el cuerpo del Enfermo está cayendo hacia atrás con violencia, impulsado por la munición de nuestras armas de largo alcance. Muerto. Las lágrimas empiezan a inundar mis mejillas.

En el año 2045 se produjo lo que los Dirigentes dieron en llamar La Hecatombe. A partir del 2032 comenzó a extenderse una nueva enfermedad que, aun en 2051, no ha sido todavía erradicada. La enfermedad es altamente contagiosa y mortal y, aunque en los primeros años no se extendió excesivamente rápido, las nuevas cepas mejoradas hicieron que cundiera el pánico en la población. La Hecatombe significó que más del ochenta por ciento de la población caía enferma y amenazaba la salud de los no enfermos. Entonces se decidió dividir a la sociedad entre Enfermos y Sanos. Los Sanos viven en las Metrópolis. En cada Estado hay al menos una. Los Enfermos viven en los Barrios Bajos y tienen terminantemente prohibido rebasar sus límites. Estos límites están fijados de acuerdo con los estudios realizados sobre las cepas del virus, que establecen una distancia mínima de contagio. Los límites multiplican por diez esta distancia. Cuando un Enfermo los traspasa, es “dado de baja”, como lo llaman aquí, o “asesinado”, como lo describo yo.

Algunos Enfermos traspasan conscientemente los límites, en busca de una liberación. Pero la mayoría se encuentran en la fase última de la enfermedad, a la que se asignó el nombre de Síndrome de Marlow, en la que no son conscientes de sus actos.

Cada vez que tenemos que dar un aviso paso unas horas destrozada. No creo que sea posible acostumbrarse a esto. Lo único positivo de esta jornada es que está a punto de terminar. Han pasado las ocho horas sin que Jaime y yo hayamos cruzado ni una sola palabra después del incidente con el Enfermo. Así que cuando llega la hora de regresar al pasado, paso mi tarjeta inteligente por el lector y, sin despedirme siquiera, me introduzco en el Cubículo y cierro los ojos.

Realidad Gamma. Presente.

Rebeca ya se aleja corriendo a la entrada del colegio cuando me doy cuenta de que todavía tengo en mis manos la bolsa con su tentempié para el recreo.

—¡Rebeca! —exclamo, y veo cómo se da la vuelta.

Le señalo la bolsa y echo a andar en su dirección, mientras ella comienza a correr en la mía y, distraída, tropieza con otra niña que corre en dirección contraria. Ambas caen al suelo y, con la misma rapidez, se levantan y empiezan a reírse. En ese momento, llego a su altura y las observo, divertida.

La niña con la que ha chocado Rebeca es Paula. La verdad es que no recordaba que se hubieran conocido de esta manera. Entonces, una voz de hombre que oigo a mi espalda hace que me gire y veo al hombre del zoo, Nacho.

—Paula, ¿os habéis hecho daño? —está preguntando, pero cuando me ve se queda callado, como intentando recordar de qué le suena mi cara. Debe de haberse acordado, porque involuntariamente rodea los hombros de su hija con un brazo, en actitud protectora.

—Oye, ¡deberías ir con más cuidado! —exclama un niño que se ha acercado a nosotros.

—¡No pasa nada, Arti, no me he hecho daño! —responde Paula, y mira a Rebeca.

—¿Cómo te llamas? —le pregunta mi hija.

—Paula, y éste es mi hermano Arti. Ah, y éste es mi papá.

Sonrío mientras dirijo una mirada fugaz al hombre.

—Nacho —dice, finalmente, mientras me tiende la mano. Yo correspondo al tiempo que digo mi nombre.

—Pues yo soy Rebeca. Tienes una mochila super chula, ¿dónde te la has comprado?

Paula mira a su padre, inquisitiva. Él encoge los hombros y dice:

—Pues no lo sé, te la compró mamá.

—¡No te preocupes! —exclama Paula—. Se lo preguntaré a mi mamá y te lo diré, así la tuya puede comprarte otra igual.

—¿No te importa si la llevo igual que tú?

—No, qué va, eso sería una niñería.

Nacho y yo nos echamos a reír ante la ocurrencia.

—Bueno, cariño —le digo a Rebeca mientras le tiendo la bolsa—. Aquí tienes tu tentempié. Te veo más tarde —y le doy un beso y un abrazo.

—¡Vale! —dice, y después de despedirse también padre e hijos, Rebeca y Paula se cogen del brazo y echan a andar, mientras Arti corre a reunirse con sus amigos.

—Parece que han hecho buenas migas —comento.

Nacho asiente con la cabeza, sonriente, pero noto su mirada suspicaz.

Más tarde, me dirijo de nuevo al cementerio para acudir a mi jornada de trabajo. La lápida —la futura lápida de Rebeca— es como el Cubículo de la Metrópoli, es mi medio de transporte entre el presente y el futuro.

Mientras camino, pienso que es irónico que sólo haga meses que consiguieron desviar la trayectoria del meteorito que amenazaba nuestra supervivencia en la tierra y que ahora queden pocos años para enfrentarnos a algo mucho peor. A veces pienso que los seres humanos simplemente sobrevivimos, no vivimos plenamente. Hace tres días, veía con Rebeca en la televisión las primeras imágenes emitidas del impacto del misil enviado contra el meteorito K50. Por supuesto, yo ya sabía que el desvío iba a ser todo un éxito, puesto que en la línea del año 2051 también lo había sido.

La primera vez que viajé al futuro fue en el año 2020. Un día me desperté y estaba en un lugar que no conocía. Todo a mi alrededor me resultaba extraño y estaba desconcertada. Miré mis manos y las vi arrugadas y viejas. A continuación me miré en un espejo y la imagen reflejada mostraba a una mujer de unos cuarenta años. Me quedé estupefacta porque yo sólo tenía veinte. Entonces empezaron a acudir a mi mente recuerdos. Recuerdos de una niña rubia a la que amaba con locura y que enfermó. Recuerdos de su sufrimiento y el mío propio. Recuerdos de una amarga despedida que no quería recordar, y de un entierro y unos años posteriores que quería borrar de mi mente.

Sacudí la cabeza para intentar deshacerme de todo ello, pero no pude.

Eché un vistazo alrededor y me fijé en los detalles. Toda la decoración era muy funcional. Se respiraba un ambiente aséptico que me hizo pensar que estaba en un hospital.

Entonces me invadieron otros recuerdos. La humanidad estaba en grave peligro debido al Síndrome de Marlow. Enfermos y Sanos. Barrios Bajos y Metrópoli. Eso era. Estaba en la Metrópoli. En el año 2041. Poco a poco empezaba a encajar las piezas, pero no conseguía explicarme por qué esos recuerdos parecían no pertenecerme. Parecían impuestos a la fuerza, no tenía la sensación de haber vivido todo aquello.

De pronto, la puerta se abrió y un hombre uniformado me dijo que el Controlador quería verme. Yo no sabía lo que era un Controlador, pero le seguí.

Me llevó hasta un despacho donde un hombre imponente, también uniformado pero con más galones, me esperaba. Sin saludarme, me señaló una silla en la que me acomodé, expectante.

—Supongo que se pregunta qué está ocurriendo —comenzó.

Yo asentí con la cabeza, pero como me pareció una falta de cortesía añadí:

—Sí.

Él también sacudió la cabeza para asentir. Estaba de pie, recorriendo la habitación de un extremo a otro lentamente, paso a paso, con las manos entrelazadas por detrás de la espalda. En un momento dado, se mesó el bigote y comenzó a hablar. Me explicó el asunto de los viajes entre realidades paralelas y de los viajes en el tiempo y me definió como Jumper Temporal Incontrolado.

Yo no sabía si creerle, todo el asunto me estaba dejando estupefacta y entré en un estado de ansiedad en el que no comprendía lo que me decían y no sabía qué era lo que yo quería decir. Me dejó a solas un rato para que asimilara la información, diciéndome que regresaría para hacerme una propuesta.

Recordé otra vez la carita de esa niña que era mi hija y que había muerto entre mis propios brazos siendo ya una pequeña mujer de dieciséis años. Casi pude oler el aroma de su pelo cuando le di un último beso, para a continuación estrecharla contra mi cuerpo durante horas. No estaba preparada para dejarla marchar.

Al cabo de un rato, cuando me encontraba más tranquila, el Controlador entró de nuevo en su despacho y yo esperé a que me hiciera esa propuesta.

—Ha comprobado —comenzó— que tiene el dudoso poder de viajar en el tiempo, pero no va a poder controlarlo. Viajará en cualquier momento, sin esperárselo, y eso generará cierto caos en su vida.

Yo asentí con la cabeza, desesperada por escuchar lo que tuviera que decir.

—Además, va a vivir el infierno de dar a luz a una criatura cuya fecha de muerte tendrá grabada en su mente desde el momento de su nacimiento.

Empecé a llorar, pero una idea inundó mi mente y pregunté:

—¿Qué ocurre si no me quedo embarazada?

El Controlador me miró desafiante.

—¿Y qué ocurriría si le dijera que puede concebir a esa criatura, verla crecer y hacerse una mujer?

Abrí mucho los ojos, estaba a punto de preguntar cómo podría hacer tal cosa, pero no tuve ocasión.

—Éste es el trato que le quiero proponer. Nosotros buscaremos una cura para Rebeca a cambio de que usted nos preste sus servicios.

—¿Mis servicios? —conseguí preguntar a duras penas. La idea de poder tener a mi niña sin temer a la muerte se me antojaba lo único que deseaba en este preciso momento. Me daba igual lo que tuviera que hacer a cambio.

—Efectivamente —prosiguió el Controlador—. Acudirá a la Metrópoli ocho horas diarias y le asignaremos una función. Además, controlaremos sus viajes temporales para que sólo pueda viajar para cumplir su jornada laboral.

No me hizo falta pensármelo. Podía criar a Rebeca y no verla morir. A mi mente acudió el recuerdo de mi embarazo y de mi parto, y de la sensación tan única de tener a tu hijo recién nacido entre tus brazos. De verle crecer, de ver su sonrisa, su ilusión, su alegría. Y después recuerdo cómo fue verla morir. No tuve ninguna duda sobre mi decisión, solo una pregunta:

—¿Qué función me asignarían?

Y así es como me convertí en Vigilante.

Realidad Gamma. Futuro.

La jornada está transcurriendo sin contratiempos. Jaime se está preparando un café y me ofrece otro, que le acepto gustosamente.

—¿Qué tal está Rebeca? —me pregunta.

—Bien. El otro día fuimos al zoo y acabó agotada.

—No sé qué tendrán los animales que les gustan tanto a los niños.

—Y a los mayores —comento con una sonrisa.

—Eso, también a los mayores.

Nos quedamos en silencio un momento y luego digo:

—Me asustó ver a Rebeca tan cansada.

—No debes obsesionarte con el tema.

—Lo sé, ya sé que los primeros contagiados aparecieron en 2032 y que para eso aún quedan un par de años.. Sé que Rebeca... —me falla la voz, trago saliva y prosigo— que Rebeca muere el 8 de mayo de 2040, pero no sé cuándo ni cómo se contagia. Si no hallan la cura antes y no puedo evitar que se contagie...

—Esther, aunque se contagiara antes de que hallen la cura —me interrumpe Jaime—, podrían curarla después.

Sacudo la cabeza.

—Lo sé, lo sé, pero sería preferible que no llegase a contagiarse —me muerdo el labio inferior mientras pienso que acabo de decir una obviedad.

Jaime da un sorbo a su café y no dice nada, invitándome a seguir desahogándome.

—Es que no veo progresos en la investigación para la cura. Se supone que con la cantidad de cepas distintas que tienen para estudiar deberían haber avanzado más. Ni en el 2030 ni en el 2051 parecen estar haciendo nada.

—¿Has hablado recientemente con algún Dirigente? ¿O con Raúl?

Raúl es el médico que está al frente de la investigación en 2030.

Sacudo la cabeza.

—Con un Dirigente no. Con Raúl estoy en contacto frecuente, pero la última información que me dio fue que no estaban siquiera cerca de conseguir nada.

Raúl es muy franco conmigo. Sabe lo importante que es para mí el que descubran esa cura pronto, pero no me da falsas esperanzas.

—El caso es que, cada vez que Rebeca enferma, aunque sea un simple catarro, yo me preocupo en exceso. A todas horas pienso que el Síndrome de Marlow ya ha aparecido y que no hay vuelta atrás. Que no van a dar con la cura y que Rebeca morirá, de nuevo entre mis brazos, y que todo esto no habrá servido para nada —hago un gesto con mi brazo, abarcando la estancia—. Todos estos asesinatos, todos estos avisos de Enfermos que rebasan los límites, todas estas horas que podría estar aprovechando al lado de mi hija, no habrán servido para nada, porque ella morirá igual y yo cargaré sobre mis hombros con la muerte de personas inocentes y la sensación de no haber aprovechado bien el tiempo que tenía para estar con Rebeca— hago una pausa para coger aire, e insisto—. Todo habrá sido para nada.

Entonces Jaime coge mi cara y me mira directamente a los ojos.

—Esther, escúchame— me dice, con tono severo—. Eso no va a ocurrir, ¿me entiendes? Van a encontrar la cura y Rebeca estará bien.

Yo intento apartar sus manos de mi cara y siento mis mejillas mojadas de lágrimas. Parece que nunca voy a parar de llorar, no puedo contenerme. Pero Jaime me sujeta con más fuerza y no deja que me zafe de él.

—Escúchame. No has asesinado a nadie.

—Puede que no legalmente —protesto—, pero moralmente cada vida arrebatada pesa sobre mi conciencia, y la sola idea de que no haya servido para salvarle la vida a mi hija me destroza.

Sé que Jaime no está de acuerdo conmigo. Comparte la idea de los Dirigentes de que, de no tomar medidas extremas, toda la población de las Metrópolis sería contagiada, y el último porcentaje de población sana desaparecería, y con ella la vida humana sobre el planeta. No digo que sea una idea descabellada, pero no es algo que pueda aprobar plenamente. Lo entiendo y me parece coherente, pero eso no me consuela.

—Si Rebeca no se salva no tendré nada por lo que vivir —sollozo.

Jaime me vuelve a obligar a mirarle a la cara y susurra:

—¿Nada? —y me besa en los labios. Yo correspondo a su beso, primero con dulzura, y poco a poco con pasión. Le aprieto fuerte contra mí y siento su cuerpo bajo su ropa, que le voy arrancando con urgencia mientras también él se deshace de la mía. Exploramos nuestros cuerpos, ya familiares el uno para el otro, con las manos, mientras nuestras bocas no se despegan.

Entonces un sonido estridente hace que nos detengamos con brusquedad.

Es un Código Rojo.

Un Enfermo ha rebasado los límites de los Barrios Bajos.

Rápidamente nos fijamos en los monitores, que muestran el cuerpo ya caído del Enfermo.

Nos vestimos lo más rápido que podemos, pero antes de que podamos terminar se abre la puerta y un Soldado, apuntándonos con su arma, nos obliga a salir de la estancia. Yo recojo las prendas que aún tengo tiradas por el suelo e intento cubrir mi cuerpo con ellas mientras avanzo por el largo pasillo que nos llevará hasta el despacho de un Controlador. Jaime aprieta mi mano.

Cuando llegamos al despacho, ya correctamente vestidos, el Controlador nos hace sentar en sendas sillas.

—Éste es el tipo de comportamiento que no podemos consentir —anuncia, sin más preámbulos.

Jaime y yo nos removemos incómodos. La situación se nos ha ido de las manos.

—Lo sentimos mucho —digo yo con un hilo de voz.

—Esto es serio —me interrumpe—. Han dejado que un Enfermo amenace la integridad de la Metrópoli.

—No se volverá a repetir —musita Jaime.

El Controlador le ignora.

—Usted —me señala con el dedo— está aquí a cambio de que encontremos la cura para el Síndrome de Marlow y exigimos responsabilidad.

Esta vez ambos nos quedamos callados.

—Y usted —esta vez señala a Jaime— prácticamente nos rogó que le evitáramos el sufrimiento de viajar en el tiempo incontroladamente.

Jaime suspira y asiente con la cabeza con aire culpable.

—Si en vez de colaborar con nosotros lo que hacen es favorecer el avance de la enfermedad, la situación se convierte en absurda. Esto podría ser un motivo para anular nuestro contrato.

Se me seca la boca. No puede ser. Esto no puede ocurrir. Ha sido un error terrible, una estupidez.

—No obstante, esto se trata tan sólo de una advertencia.

Respiro aliviada. No podría soportar haberlo mandado todo al traste por una mala decisión, por dejarme llevar por mis impulsos.

—Gracias —dice Jaime—. Puede estar seguro de que no volverá a ocurrir.

Los encuentros con Jaime siempre se han producido aquí, en la Metrópoli, pero nunca dentro de nuestro horario laboral. Normalmente esperamos a que acabe nuestro turno y, antes de regresar a nuestros Cubículos, damos rienda suelta a nuestros deseos.

Amo a Jaime, y sé que él también me ama. Al principio no tuve claro lo que quería de él, no sabía si era amor, si era una necesidad debida a la soledad, o un simple capricho. Hasta que no estuve segura no di el paso, porque Jaime, en el año 2030, al que también él pertenece, está felizmente casado. Por eso sólo nos vemos aquí. En el año 2030, Jaime ama a su mujer, y ésa es una línea que no pienso traspasar.

—Sin embargo —dice ahora el Controlador—, debido a su negligencia, nos vemos obligados a imponerles una sanción disciplinaria. Permanecerán aquí cuarenta y ocho horas.

—¡No! —exclamo sin darme cuenta.

Jaime me aprieta la mano, aconsejándome que mantenga la boca cerrada.

—Lo siento —digo—. Por supuesto, como usted diga, Señor.

—Los Rastreadores captarán cualquier rastro de virus que haya podido penetrar en ese tiempo. Entonces, si todo está en orden y no les ordeno regresar a mi despacho, podrán viajar a 2030.

Hace una pausa y termina:

—Pueden retirarse.

Un Controlador nos dirige a sendas habitaciones situadas en una planta inferior a la que estamos. La verdad es que, aparte de la sala donde trabajamos y el despacho del Controlador al que estoy asignada, no conozco nada de la Metrópoli.

Nuestras habitaciones se encuentran una al lado de la otra. La mía es amplia y luminosa, con una gran cama y un escritorio. Según entras, a la derecha hay una puerta que da paso a un pequeño pero impoluto cuarto de baño.

Me siento pesadamente en la cama y suspiro. Se me van a hacer eternas estas cuarenta y ocho horas sin ver a mi hija. Observo la muñequera que me han colocado en el brazo derecho. Dispongo de cien créditos para comer y comprarme algo de ropa limpia. No sé si cien créditos es mucho o poco, nunca he comerciado con ellos.

Oigo un par de golpes suaves en la puerta, y a continuación la voz de Jaime.

—¿Esther? —dice.

—Pasa, pasa.

Se abre la puerta y a continuación entra él, alegre.

—Oye, ¡esto es todo un lujo!

Yo asiento con la cabeza, estoy de acuerdo con él.

Decidimos pasar el resto del día haciendo turismo por la Metrópoli. Él sí que ha estado en ocasiones y se ofrece voluntario para hacerme de guía.

Lo primero que hacemos es bajar en un ascensor que parece no llegar nunca a su destino.

—¿Cuántas plantas tiene esto? —le pregunto a Jaime, dado que lo único que consigo ver es un teclado donde apuntas el piso a l que quieres ir.

—Unas cien.

Me quedo sorprendida.

—¿Cien?

Él asiente con la cabeza y me hace un gesto que interpreto que quiere decir: “ahora te lo explico”.

Cuando por fin el ascensor llega a su destino y se abren las puertas, nos encontramos con una enorme sala muy iluminada. Nos dirigimos a una puerta y salimos al exterior. Bajamos unos escalones y cuando llevamos unos metros recorridos, Jaime me coge de la mano y hace que me gire. El edificio del que acabamos de salir se alza ante mí, imponente. Es un gran edificio acristalado y estéticamente muy conseguido.

—Este edificio es la Sede —me explica Jaime—. Ya sabes, donde se mueve todo lo importante. El edificio de los gobernantes, digamos. Las plantas superiores están reservadas a los despachos de los Dirigentes.

Los Dirigentes son lo que antes hubiéramos llamado presidentes del gobierno. En la Metrópoli hay diez de ellos.

—Más o menos a la mitad de la altura del edificio —prosigue, señalando hacia arriba —se encuentra la zona que tú conoces, la zona donde trabajamos los Vigilantes y donde tienen ubicados sus despachos nuestros Controladores asignados.

Yo asiento con la cabeza mientras me hago visera con la mano, intentando abarcar con mis ojos la imponente altura del edificio.

—¿Ves aquellos torreones a lo lejos? —pregunta, dándose la vuelta. Yo me giro y, en la distancia, los veo.

—Es ahí donde se ubican los Soldados.

Esa información no me gusta. Son los encargados de eliminar a los Enfermos cuando nosotros damos el aviso.

Paseo mi vista por todo lo que me rodea. Nos encontramos situados en la parte alta de la Metrópoli. La Sede se ubica en el centro de ella, en un espacio más elevado que el resto, así que gozo de una vista global. A nuestros pies hay decenas de edificios, todos ellos acristalados y siguiendo el mismo patrón estético que la Sede. Contemplo la linealidad de las calles y observo a algunos habitantes, que desde aquí parecen hormiguitas, caminando. Me llama la atención algo que se mueve a gran velocidad, y antes de que abra la boca para preguntarle, Jaime ya me está contestando.

—Son los transbordadores. Es el único medio de transporte del que dispone la Metrópoli. No son contaminantes y son muy veloces.

Esto último lo puedo comprobar por mí misma. Un transbordador se ha desplazado de una punta a la otra de la Metrópoli mientras Jaime estaba hablando. No sabría decir si se desplaza a ras de suelo o un poco elevados de él. La ciudad no es tan distinta de las que hay en 2030. Hay aceras para los peatones y carreteras para los transbordadores.

Jaime me coge de la mano y me dirige a un extremo de la zona elevada donde nos encontramos.

—Mira, éste es el transbordador que lleva desde la Sede hasta la ciudad. Has de pasar tu tarjeta por el lector para poder acceder a él.

Nos acercamos más y observo el transbordador de cerca. Es un híbrido entre un automóvil y un avión. Está también completamente acristalado. Jaime me indica que pase mi tarjeta por el lector, la puerta permanece abierta tan sólo el tiempo justo para que entre una persona, así que ambos tenemos que pasar nuestras tarjetas.

Cuando estoy dentro, veo dos bancos acolchados, uno enfrente de otro, y me siento en uno de ellos mientras miro por la ventana. El paisaje es impresionante. Más allá de los torreones alcanzo a distinguir los Barrios Bajos, muy a lo lejos. La pesadumbre por la cantidad de gente a la que le hemos arrebatado la vida me invade de nuevo.

Entonces siento un brazo que rodea mis hombros y Jaime, que se ha sentado a mi lado, me da un beso en la mejilla.

—No estés triste —me dice—. Dos días pasan enseguida.

Yo apoyo mi cabeza en su hombro y cierro los ojos, disfrutando del momento.

Pasamos la tarde viendo la ciudad. Es igual en todas sus zonas. Los mismos comercios, las mismas calles, casi diría que la misma gente. Es como si hubieran construido un módulo y lo hubieran copiado en cada esquina de la Metrópoli. Los transbordadores pasan zumbando junto a nuestros oídos, la gente pasa por nuestro lado sin mirarnos a los ojos. Me da la sensación de deshumanización, como si estas personas no tuviesen alma, como si fueran robots que llevasen implantados chips de identificación y fueran un número más en la urbe. No es el futuro que yo había soñado para Rebeca, pero es mejor que ningún futuro y, desde luego, mucho mejor que la vida que se debe de llevar en los Barrios Bajos.

Jaime y yo paseamos cogidos de la mano, él de vez en cuando me explica alguna cosa, pero como la ciudad se repite una y otra vez, pronto se queda sin nada que decir.

—¿Dónde está tu mujer en 2051? —le pregunto, de sopetón.

A lo mejor no es el momento idóneo, pero esta tarde me estoy sintiendo parte de una pareja, y necesito saber dónde está ella.

El me mira sorprendido, con razón. Por un momento su mano afloja la mía y se detiene un par de segundos. Yo le imito, y también cuando de nuevo comienza a caminar.

—Nos divorciamos —responde, simplemente.

Yo me muerdo el labio, haciendo un esfuerzo para no seguir preguntando. Seguimos caminando un rato, al cabo del cual es él mismo el que sigue hablando.

—Lucía y yo no podíamos tener hijos —dice—. Bueno, yo no podía. Ella lo deseaba con todas sus fuerzas, y el no poder darle lo que tanto anhelaba me estaba volviendo loco.

—¿Y no os planteasteis otras opciones?

Él asiente con la cabeza.

—Sí, pero no dejé que ocurriera.

Le miro inquisitivamente. No entiendo lo que quiere decir.

—Estaba destrozado, Esther, y sentía que le estaba destrozando la vida a ella también —hace una pausa—. Empecé a beber y perdí el control. Todo se desmoronó. Destruí mi matrimonio.

Suelta un pequeño sollozo y deja de coger mi mano, a la vez que se queda parado. Yo simplemente me acerco y le abrazo, intentando consolarle.

Estamos de vuelta en la Sede, en mi habitación. Hemos pasado el resto de la tarde gastando algunos de nuestros créditos, que ahora sé que cunden bastante. He podido comprarme un par de mudas de ropa y hemos cenado por ahí. Hemos regresado en el transbordador cogidos de la mano y no hemos vuelto a tocar el tema de su matrimonio.

Ahora, sentados los dos en el borde de la cama, hablamos de nuestra experiencia por la Metrópoli.

—Me pregunto cómo será la vida en los Barrios Bajos —comento—. Supongo que será bastante peor que aquí, pero si te digo la verdad, la de aquí tampoco me gusta mucho.

—Sé a lo que te refieres. Supongo que es cuestión de acostumbrarse —dice mientras me acaricia la mano.

—¿Echas de menos a Lucía?

—Sí, ¿y tú a Rebeca?

—Sí. Es una sensación extraña. Estoy deseando regresar para estar con ella, y al mismo tiempo me quedaría aquí contigo para siempre.

—A mí me ocurre lo mismo. Te quiero, Esther.

—Yo también te quiero.

Pero la inquietud se ha apoderado de mí.

—¿Cómo puedes amarnos a las dos? —pregunto sin contemplaciones. Tal vez tener tacto no sea una de mis virtudes.

—No lo sé, pero es así.

—¿Y en 2030 también me amas?

—Procuro no pensar en ello.

—Pero...

—Cuando estoy contigo, estoy sólo contigo.

—Y cuando estás con Lucía, estás sólo con Lucía.

Me mira a los ojos y asiente. Yo no termino de entenderlo. Ahora mismo me siento como la amante, y no es una sensación agradable. Comprendo que no es una situación corriente y que realmente no estoy engañando a nadie, pero ahora mismo el imaginarme a Jaime compartiendo su vida con Lucía en 2030, mientras yo ni siquiera existo para él, me revuelve el estómago. Sin embargo, mis miedos quedan temporalmente acallados cuando Jaime se inclina sobre mí, me tumba sobre la cama y me besa.

Realidad Gamma. Presente.

Rebeca está merendando el vaso de leche y los cereales que le he servido, cuando suena el teléfono. Me apresuro a contestar mientras sigo observando a mi hijita. Los Rastreadores no hallaron ningún signo de alerta del virus, así que, como prometió el Controlador, cuarenta y ocho horas después vuelvo a estar en casa.

—Buenas tardes, Esther, soy Raúl.

—Hola, Raúl —le digo, ansiosa. No es frecuente que me llame él. Normalmente soy yo la que me pongo en contacto para preguntarle cómo de avanzadas llevan las investigaciones.

—Necesito que nos veamos —me dice, con voz grave.

—¿Pero ha ocurrido algo? —pregunto con un hilo de voz.

El carraspea.

—Es mejor que hablemos en persona.

El miedo recorre mi cuerpo mientras sigo observando a Rebeca, que ahora se entretiene manipulando la caja de cereales.

—Vale —digo—. ¿Cuándo te viene bien?

Realidad Gamma. Futuro.

—¡Te he echado de menos! —exclama Jaime en cuanto despierto en el Cubículo. Me abraza y yo le beso.

—Yo a ti también —confieso—, pero ha sido maravilloso ver a Rebeca.

Me entrega una taza de café mientras me dirijo a mi puesto de trabajo. Él se sienta también en su silla y confiesa:

—Ayer por la tarde no disfruté de la compañía de Lucía.

Esa frase me hace sentir mal. Por un lado, me alegro. Por otro, siento que estoy destrozando una familia.

—¿Por qué? —le pregunto, pero miro hacia los monitores. Por nada del mundo quisiera que cometiéramos otro error.

—No lo sé —suspira—, simplemente te echaba de menos. No podía dejar de pensar en ti, en los dos días que hemos pasado juntos, las dos noches que hemos podido compartir.

Me incomoda esta conversación. No quiero saber que estaba pensando en mí cuando estaba con su mujer.

—Imaginaba el olor de tu pelo, la suavidad de tu piel, tu forma de besar, tus ojos, tu mano acariciando la mía.

—Para —exijo—. No quiero escuchar más.

Pone cara de sorpresa y, después, de desilusión.

—No estoy preparada —le digo—. No estoy preparada para escuchar todo esto. Todavía no.

No sé si llegaré a estar preparada para ello algún día. Estos dos días juntos nos han unido mucho. Antes era todo un poco más sencillo. En mi mente, todo estaba dividido en dos realidades distintas, en una Jaime amaba a Lucía y en la otra me amaba a mí. Pero ahora, por mucho que en el fondo me guste saber que, incluso estando con Lucía, piensa en mí, me siento tremendamente culpable. No sé cómo manejar la situación en este preciso momento, y además hay otra cosa que me preocupa mucho más, así que decido compartirla con él.

—Raúl me llamó ayer, he quedado con él hoy por la tarde.

Al ver la expresión de mi cara, me pregunta preocupado:

—¿Malas noticias?

—Me temo que sí, no quiso adelantarme nada por teléfono, pero su tono de voz y la insistencia en vernos indican que sí.

Se acerca a mí y me acaricia la cabeza con ternura.

—No te preocupes; hasta que no sepas qué es lo que tiene que decir, no adelantes acontecimientos.

El tacto de su mano en mi pelo hace que me estremezca. Sin embargo, se la retiro con delicadeza y señalo con la cabeza hacia los monitores.

—No nos descuidemos.

Y él regresa a su sitio.

Realidad Gamma. Presente.

Estoy esperando a que Rebeca salga del colegio y coincido con Nacho, que esta vez me saluda sin que en su cara se muestre suspicacia ninguna.

En seguida vemos salir a las dos niñas cogidas de la mano, seguidas de un grupo de niños en el que se incluye Arti.

—Se están haciendo amigas rápidamente —comento, distraída.

Nacho suelta una risita y coincide conmigo.

—Cierto. ¿Cuándo se conocieron, el martes?

Yo asiento con la cabeza mientras observo a Rebeca, que parece muy feliz acompañada de Paula.

—Y fíjate, es viernes. Me pregunto en qué momento los seres humanos cambiamos tanto como para tardar años en hacer amigos, si cuando somos niños con un día nos basta.

La afirmación de Nacho, aunque peca de simplona, me parece acertada.

Cuando las niñas llegan a nuestra altura, sus alegres vocecitas casi nos ensordecen. No soy capaz de entender lo que están diciendo, hablando las dos a la vez. Sin embargo, parece que Nacho está acostumbrado a prestar atención a dos voces a la vez, no en vano tiene dos hijos, y contesta:

—A mí me parece muy bien, si tu madre no pone objeción... — y me pregunta con la mirada.

—Perdón —me excuso—, no he entendido lo que decían.

—¡Que si puedo ir esta tarde a jugar a casa de Paula, mamá! —exclama Rebeca, entusiasmada.

Yo sonrío porque me encanta verla tan feliz, y miro inquisitiva a Nacho.

—¿No os causará ninguna molestia? —le pregunto.

Sacude la cabeza.

—Para nada. Estaremos encantados de que Paula traiga amigas a casa.

Yo he quedado con Raúl a las seis en una cafetería que tiene una zona de juegos para los niños, y así poder hablar con tranquilidad sin perder de vista a Rebeca. Pero si se queda en casa de Paula, es aún mejor, no quiero por nada del mundo que sospeche algo.

—De acuerdo, entonces —digo yo.

Los gritos de las niñas vuelven a dejarme sorda.

—¡Genial! —chilla una, ya no distingo cuál.

—¡Llevaré mis muñecas!

Nacho y yo nos sonreímos mutuamente, encantados, y quedamos en que pasaré por su casa sobre las cinco y media.

A la hora convenida, una mujer de pelo rizado y negro y ojos increíblemente azules nos abre la puerta de su casa. No me cabe duda de dónde ha sacado el físico Paula.

—Hola —dice, mientras me tiende la mano—, soy Ana.

—Esther —digo, mientras correspondo a su apretón—, y ésta es Rebeca.

Se agacha para darle un pellizco en el moflete a mi hija.

—Así que ésta es la famosa Rebeca, Paula no para de hablar de ti.

Le sonrío y pongo los ojos en blanco, en señal de comprensión. Rebeca lleva desde que hemos emprendido el camino de regreso del colegio a casa hasta este mismo momento, con el nombre de Paula pegado al paladar: “Paula esto”, “Paula lo otro”.

Oigo unos piececitos que vienen correteando hasta la puerta, y nada más ver a su amiga, Rebeca se apresura a cruzar el umbral.

—Cariño —la regaño—, no debes entrar a una casa ajena hasta que no te den permiso.

Rebeca se ha quedado parada, sin saber qué hacer ahora. Ana se ríe y le acaricia el pelo.

—Pasa, cielo, ahora mismo os pongo la merienda.

Desaparecen las dos muy contentas, de nuevo cogidas de la mano. Ana me hace un gesto para que pase yo también.

—No, muchas gracias, tengo que hacer unos recados —le digo—, ¿a qué hora te parece bien que venga a recoger a Rebeca?

—A la que te venga bien, no hay problema —contesta ella.

—Bien, estaré aquí sobre las siete.

—Estupendo.

—Pues muchas gracias, Ana, y encantada otra vez.

—Igualmente —responde con una sonrisa que le ilumina toda la cara.

Me dirijo con rapidez a la cafetería donde he quedado con Raúl. Delante de mí una pareja me obstaculiza el paso y los maldigo mentalmente. Ocupan toda la acera y no tengo sitio para adelantarles. Van cogidos de la mano, muy acaramelados, e intento una aproximación, tocando el hombro de la mujer a la par que murmuro un “disculpe, ¿me deja pasar?”. Las dos cabezas se giran en mi dirección y no puedo evitar que en mi cara se pinte una expresión de sorpresa. Aunque algunos rasgos han cambiado ligeramente y se le ve veinte años más joven, no cabe ninguna duda. Tengo ante a mí a Jaime y supongo que Lucía. Antes de que mi cerebro pueda reaccionar como debería haber hecho, exclamo:

—¡Jaime!

Noto su incomodidad pero al mismo tiempo su alegría al verme. Como se queda callado más tiempo de lo que sería normal al encontrarte con un conocido cualquiera por la calle, Lucía frunce el ceño y dice:

—¿Os conocéis?

Jaime aún tarda un par de segundos en reaccionar, y cuando lo hace, afirma:

—Sí. Eh, Esther es, eh, una compañera de trabajo.

Yo asiento con la cabeza y le tiendo la mano a Lucía.

—Encantada —decimos las dos a la vez, y luego ella añade:—. Soy Lucía.

—Sí, lo sé —contesto, apurada—. Jaime me habla de ti en el trabajo. Bueno, nos habla de ti, a todos, ya sabes.

Decido callarme porque creo que estoy dando demasiadas explicaciones.

—Espero que sean cosas buenas —ríe ella.

Yo, aliviada, sonrío y digo:

—Por supuesto, todo bueno.

Jaime me mira embobado y su nerviosismo es evidente.

—Bueno, Esther —dice—, ya nos vemos mañana.

—El lunes —corrijo—. Hoy es viernes.

—Claro, es verdad, qué cabeza tengo.

Lucía le mira extrañada y me dirige a mí una mirada de sospecha, así que me apuro a terminar con esta situación.

—Bueno, me voy ya, tengo un poco de prisa. Encantada de conocerte, Lucía —digo, le hago un gesto a Jaime con la mano y emprendo la marcha, a tiempo de escuchar el “igualmente” de la mujer.

Camino todo lo rápido que puedo, en parte porque llego tarde a mi cita y en parte porque el encuentro me ha dejado muy nerviosa. Nunca pensé verme envuelta en una situación así. Todos los sentimientos que mi cerebro ha bloqueado en esos escasos minutos afloran ahora y caen sobre mí, obligándome a detenerme un segundo para recuperar el aliento. Me siento fatal, me siento sucia y mentirosa. Me imagino a Lucía, amando a su marido y completamente ignorante de lo que ocurre. Me pregunto cómo me sentiría yo si estuviera en su lugar y descubriese todo esto. Probablemente ya se me atragantaría la parte en la que mi marido viaja al futuro.

Con estos pensamientos, llego a la cafetería y veo a Raúl sentado a una mesa. Me uno a él después de pedirle al camarero un café cortado. Nos saludamos y me siento, expectante.

—Esther, las investigaciones no están avanzando al ritmo que deberían.

Sabía que me iba a decir eso, pero aún así, la noticia cae sobre mí como una bomba.

—Empiezo a pensar que no vamos a dar con la cura antes de que Rebeca se contagie —dice, pesaroso.

Asiento con la cabeza, no me salen las palabras.

—Los primeros contagiados los conoceremos en 2032. No sabemos a ciencia cierta el período de incubación del virus, pero perfectamente podrían estar ahora mismo contagiándose.

Abro la boca, asombrada.

—¿Dos años antes?

Sacude la cabeza, afirmativamente.

—Es lo que pensamos, sí.

—¿Pero qué clase de virus tardaría en manifestarse dos años?

—No es que vaya a tardar dos años en manifestarse. Seguramente —en este punto se interrumpe porque el camarero se acerca para traerme mi café, después de lo cual prosigue—, seguramente los primeros infectados manifestaran algunos síntomas leves que les pasaran desapercibidos. Sólo cuando se sintieron realmente enfermos acudieron al médico. Y aún así, pasaría tiempo antes de que se concluyera que nos encontrábamos ante una enfermedad desconocida.

Doy un pequeño sorbo a mi café mientras intento mantener la cabeza fría para poder sopesar las posibilidades.

—¿Cuánto tiempo más vais a necesitar? —pregunto finalmente, implorante.

—No lo sé, es... es complicado. En 2051 tienen más recursos, deberían haber avanzado algo más que nosotros y, sin embargo, no nos han informado de ningún resultado concluyente tampoco.

—¿Qué pasa si Rebeca se contagia? ¿Podría estarlo ya?

La idea de que Rebeca ya esté enferma me desquicia. Me remuevo inquieta en mi silla y miro suplicante a Raúl.

—Si ya está contagiada, ¿tendréis la cura a tiempo? Aunque no pudierais ponerle la vacuna preventiva, ¿podríais curarla? —noto que cada vez hablo más rápido, y tartamudeo un poco.

El hace un gesto con la mano, intentando tranquilizarme.

—Tal y como están las cosas, no te puedo asegurar nada, Esther, lo siento —y me mira compasivo—. Lo siento mucho.

Siento que me falta el aire. Todo está saliendo mal.

—Te sugiero que pidas una audiencia con uno de los Dirigentes.

Le miro sin comprender, pero al instante me doy cuenta de que tiene razón. Si no me dan la cura prometida, no tengo por qué trabajar para ellos. Aunque la idea de viajar sin ton ni son del presente al futuro en los momentos menos pensados tampoco me seduce demasiado.

—Hazlo —insiste Raúl, y lo dice con tal gravedad que, sin necesidad de preguntar nada más, me convence.

Realidad Gamma. Futuro.

Me deshago con presteza del abrazo que Jaime intenta darme en cuanto salgo del Cubículo y, ante su cara de extrañeza, le hago un gesto con la mano y le digo:

—Espera un momento.

Aprovecho los diez minutos que quedan hasta que empiece mi jornada, diez minutos que he llegado antes a propósito, para ponerme en contacto con mi Controlador por el interfono.

—Controlador ZAH413 al aparato.

—Vigilante TKM111 al aparato —respondo yo.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Solicito audiencia con un Dirigente.

—¿Nivel de urgencia?

—Máxima.

Se produce un breve silencio interrumpido por el ruido de un tecleo. Supongo que el Controlador está pidiendo autorización para cursar mi solicitud. Por el rabillo del ojo veo que Jaime me está mirando preguntándose qué ocurre, y de nuevo le hago una señal tranquilizadora con la mano.

—Audiencia concedida y concertada para el día diecisiete de junio a las quince horas. Deberá presentarse en el despacho número quinientos sesenta y siete a dicha hora.

Eso es el sábado, pasado mañana. No sé cómo dirigirme ahora al Controlador, si con un “de acuerdo”, o un “acepto”. Por suerte, es él el que retoma la comunicación.

—¿Algún otro asunto a tratar?

—Negativo —contesto, y me suena un poco fantasioso.

—Procedo entonces a cortar la comunicación.

Y se oye un chasquido que, efectivamente, parece indicar que la comunicación se ha detenido.

Suspiro y me recojo el pelo en una coleta mientras me dirijo a mi lugar de trabajo, seguida de cerca por Jaime.

—¿Qué ocurre, Esther?

—Ayer... cuando me encontré con Lucía y contigo... —carraspeo, confusa; no sé por qué he hecho mención a este detalle, no tenía ninguna relevancia—, bueno, ese día iba camino de reunirme con Raúl.

—Ajá —me alienta, ansioso, mientras se lame los labios. Su gesto me hace distraerme por un momento y ansío acercarme a él. Pero no lo hago.

—El resumen es que las investigaciones no están avanzando como deberían y me sugirió que solicitara una audiencia con un Dirigente.

—¿Y con qué propósito exactamente?

—No lo tengo muy claro. Pero... Dios, Jaime, todo está saliendo mal.

—Tranquila —me dice él, que se acerca y me toma entre sus brazos—. Todo saldrá bien.

Yo quiero decirle que no, que nada saldrá bien. Que no van a curar a mi hija y que voy a perderla. Que no puedo soportar pensar en que voy a quedarme sin ella. La ira me invade cuando pienso en que fueron ellos los que me dieron esta alternativa, el poder dar a luz a mi hija sin tener la condena de saber cuándo y cómo voy a perderla. Me siento engañada. Y también me siento engañada por Jaime, que dice que me ama pero luego en el 2030 pasa su tiempo acaramelado con Lucía. Verles juntos me ha producido una obsesión preocupante por este tema. Absorbida por este pensamiento, le aparto de mí.

—Eh... — susurra.

Me gustaría tener fuerzas para abandonarle en este mismo instante. O para decirle que elija entre ella y yo. Pero en cambio lo que hago es agarrar su cara entre mis manos y acercarle a mí para besarle durante el escaso par de minutos que queda para que empiece nuestro turno.

El sábado, a las tres en punto, pulso el timbre de la puerta del despacho número quinientos sesenta y siete. Con un zumbido, se abre y da paso a un despacho de dimensiones desproporcionadas, en el que, en un principio, no soy capaz de identificar ninguna figura humana. Sin embargo, tras un segundo vistazo, descubro al Dirigente, escoltado por dos Soldados, sentado tras un escritorio enorme de madera.

Delante del escritorio está el motivo por el cual se ha dificultado mi visión: la presencia de unos grandes sofás de apariencia comodísima.

Como no sé muy bien cómo proceder, espero a que sea el Dirigente el que se dirija primero a mí, lo que hace con un simple “adelante”.

Yo camino hasta el escritorio y saludo a los tres hombres. El Dirigente corresponde a mi saludo y me indica que me siente.

—Creo conocer el motivo de su solicitud de audiencia —comienza a decir—. Imagino que le preocupan los escasos avances para la cura del Síndrome de Marlow.

—Así es.

—Bien. He estado sopesando esta cuestión. Tengo datos de los que usted carece, y se los voy a facilitar para que pueda tomar la decisión más correcta posible.

Asiento con la cabeza, ansiosa por saber de qué datos me habla.

—Usted conoce la fecha de la muerte de Rebeca.

—Ocho de mayo de 2040 —confirmo, sin dudar ni por un instante.

—Lo que usted desconoce es la fecha de contagio de Rebeca.

Me quedo sin aliento. Estoy segura de que me va a decir que ya es tarde, que Rebeca ya está contagiada.

—Como ya sabe, los primeros contagios conocidos se produjeron en el año 2032. No es ése el caso de Rebeca, su contagio fue posterior.

Suelto el aire que he estado reteniendo, aliviada.

—Cinco años después de la muerte de Rebeca, esto es, en el año 2045, se produjo, como también sabe ya usted, la Hecatombe. Ése es el momento que intentamos evitar con todas nuestras fuerzas.

Hace una pausa y me mira fijamente a los ojos, como esperando encontrar algo en ellos.

—Así pues, desde 2030 aún tenemos cierto margen de tiempo para conseguirlo. No ocurre así con el caso de Rebeca.

—Ustedes hicieron un trato conmigo. Mis servicios a cambio de la cura para Rebeca —exijo, apretando los puños.

—En el momento en el que se le hizo tal propuesta, estábamos seguros de poder cumplir nuestra parte. Actualmente, en términos estrictos, aún no la hemos incumplido.

Sigo apretando los puños, hasta que noto cómo se me clavan las uñas en las palmas. No debo mostrarme agresiva.

—Sin embargo, y dada la situación, es lógico pensar que podríamos tener dificultades en cumplir nuestra parte del trato.

Yo asiento, y ahora aprieto los dientes.

—Disponemos de la información exacta de cuándo y cómo se contagiará su hija.

Esta nueva información me deja sin habla y, por un momento, apacigua mis ánimos.

—Y... ¿cuándo? —consigo pronunciar con voz pastosa.

—El cinco de mayo de 2035.

Trago saliva. La nueva fecha hace que se me erice la piel. Pero una idea se pasa rápidamente por mi cabeza.

—Faltan todavía cinco años...

—Así es.

—¿No es tiempo suficiente para progresar en las investigaciones?

—Podría ser, no puedo calcularlo con exactitud.

—Entonces todavía tenemos cierto margen de tiempo...

—Efectivamente.

Suspiro, aliviada.

—No obstante, desde este mismo momento quiero hacerle partícipe de sus opciones por si la investigación no llegase a buen término.

—De acuerdo.

El Dirigente coge un mando a distancia que tiene encima de la mesa y se enciende una gran pantalla que hay a sus espaldas.

—No sólo conocemos el día en que Rebeca se contagia. Sabemos también cómo lo hace.

Sin decir una palabra más, pulsa el play y en la pantalla veo el patio del colegio de Rebeca, con niños corriendo de acá para allá. Entonces veo a mi hija, con cinco años más, una muchachita de once años preciosa y perfecta, con sus rizos rubios y su piel pálida y sedosa que avisan de que va a ser una mujer muy hermosa. Mi hija se gira, riendo, y entonces oigo una voz conocida, un poco menos aguda, más adolescente, menos infantil, que grita: “¡Rebe, que te olvidas el boli!”; y entonces Rebeca extiende su brazo para recibir un bolígrafo grande, de estos que disponen de diez colores de tinta distintos, de manos de Paula. Paula también ha cambiado. Es una preciosa muchacha que ya lleva camino de convertirse en una mujercita, con su pelo moreno y sus ojos azules, que, sin ser consciente de su enfermedad, está a punto de transmitírsela a mi hijita. Rebeca recoge el bolígrafo y, como agradecimiento, acaricia brevemente la mano de Paula. En ese punto, el Dirigente detiene la imagen y dice:

—Éste es el momento justo.

En mi cabeza se juntan muchas ideas, todas ellas desordenadas. Por un lado, no esperaba que fuese precisamente Paula la que contagiara a Rebeca. De hecho, el saber que Paula pudiera estar ya enferma hace que me entristezca. Por otro lado, conocer el preciso momento en que Rebeca será contagiada me proporciona cierto alivio, pero a la vez me produce ansiedad.

—¿Cómo lo evito entonces? —pregunto, finalmente.

—En general, no podemos evitar ciertos hechos.

No entiendo nada. ¿Para qué mostrarme todo esto si no lo puedo evitar? ¿Qué clase de broma macabra me están gastando?

—Hay hechos en la vida que tienen un sentido para el universo. Evitarlos, hacerlos desaparecer sin más, provocaría un desorden cósmico, algo que tendría consecuencias impredecibles para la humanidad. Podría cambiar la naturaleza de las cosas, el rumbo de la vida. Sin ir más lejos, el padre de la chiquilla que contagia a Rebeca hizo desaparecer dos realidades paralelas.

—¿Nacho?

—Efectivamente. ¿Recuerda el K50?

—Sí, perfectamente.

—Nacho se movía entre dos realidades. En una, tenían solucionado el problema del meteorito. Ya contaban con las coordenadas exactas y sólo tenían que esperar al momento oportuno para el lanzamiento de misiles. Sin embargo, en la otra realidad iban más atrasados con las investigaciones y, cuando se descubrió que el K50 iba a impactar en la Tierra un lustro antes de lo esperado, Nacho quiso salvar también esa realidad y pasó los datos de las coordenadas de una realidad a la otra. Con esto, desbarató el orden cósmico de ambas, de manera que finalmente las hizo desaparecer.

—Y ahora sólo es consciente de esta realidad.

—Así es. En 2030 lo tiene usted localizado. En 2051, vive en los Barrios Bajos con toda su familia.

—Están todos enfermos... —musito.

—Correcto.

Pese al asunto que me preocupa, no puedo evitar reflexionar en voz alta:

—Y supongo que el K50 adelantó su impacto un lustro porque...

—Efectivamente. Porque otro Jumper Incontrolado, en otras realidades, alteró el orden cósmico. Vea qué efectos tan desastrosos puede tener una alteración de un hecho importante.

—Lo que no entiendo es por qué el que Rebeca se contagie o no pueda ser crucial para el orden cósmico.

—A esa pregunta creo no poder responderle. Pero debe creer que es así como le digo. Es uno de los hechos que consideramos no alterables.

Me froto las manos con pesar.

—Entonces... estoy en el mismo punto.

Él niega con la cabeza.

—Hay una posibilidad.

Tardo un par de días en digerir un poco la noticia y compartirla con Jaime. El martes, después de nuestra jornada laboral, nos quedamos un rato más y le cuento todo lo que me dijo el Dirigente.

—Y entonces, ¿cuál es esa posibilidad? —inquiere Jaime, ansioso. Creo que sabe por dónde van los tiros.

Yo asiento con la cabeza suavemente.

—Cambiar mi vida por la suya. El cinco de mayo de 2035, si las investigaciones aún no han dado con una cura o una vacuna preventiva, debo ser yo la que coja ese bolígrafo de las manos de Paula.

—¿De verdad vas a hacerlo?

—No me cabe ninguna duda. Deseo que Rebeca viva.

—¿Por qué el cambiar una vida por otra no va a alterar el orden cósmico?

Me encojo de hombros. Es algo que no me importa. El hecho es que es así. Que puedo salvarle la vida a Rebeca.

—¿Pero te has parado a pensar en el trauma que le causará verte morir?

Bajo la cabeza.

—Sí que lo he hecho, pero la ley de vida dice que los hijos han de ver morir a sus padres. Estamos genéticamente programados para resistirlo. Ella lo superará y podrá tener una vida larga y dichosa.

—¿Y nosotros? —dice Jaime, alzando la voz— ¿Te has parado a pensar en nosotros, Esther? Si tú mueres en 2035, no vas a seguir aquí.

—También lo he pensado —digo, con un poco de frialdad.

—¿Y?

—Mi hija está por delante de todo esto —digo.

Él asiente.

—Vale, lo comprendo. Es verdad. Tienes razón. Yo... no sé cómo he sido capaz de... perdóname, Esther.

—Tal vez encuentren la cura antes, Jaime —le digo, esperanzada—. Aún quedan cinco años.

Me siento bastante positiva por primera vez en años, porque ahora siento que no tengo que estar preocupada constantemente por cuándo y dónde se contagiará Rebeca. Ahora ya lo sé, y hasta dentro de cinco años no ocurrirá, así que no hay nada que me impida disfrutar de cada momento que pase con ella.

—Es que no puedo hacerme a la idea de una vida sin ti.

—¿Y tú, Jaime? —ataco yo ahora, como si fuera una riña de adolescentes— ¿Te has parado tú a pensar que si consigues no divorciarte de Lucía, tampoco vamos a estar juntos?

Él abre los ojos y me mira, sorprendido.

—No había llegado a asimilarlo —confiesa, y se queda callado.

—No puedo seguir viéndote —digo, de repente. Ni siquiera yo sabía que iba a decirlo.

—¿Cómo? —dice Jaime, confuso— ¿Por qué?

—No podría soportarlo. Y no puedo pedirte nada. Yo no estoy dispuesta a no aprovechar la oportunidad de Rebeca para estar contigo, así que no sería justo que te pidiese que abandonases a Lucía para estar conmigo. Pero no puedo vivir de esta manera. Cuando os vi el otro día, tan enamorados, tan felices, algo se removió dentro de mí. No puedo vivir engañándome, ni engañando a otra persona.

No le estoy dejando opción a replicar porque enlazo una frase con la siguiente sin pararme a respirar.

—Voy a solicitar que cambien de ubicación mi puesto de trabajo. No nos volveremos a ver —le digo, le acaricio la cara con suavidad y le doy un beso en los labios antes de salir por la puerta de camino al despacho de mi Controlador asignado.

Al día siguiente, cuando llego a mi nuevo puesto de trabajo, me recibe una chica joven con una gran sonrisa. Me tiende la mano mientras exclama:

—¡Hola! ¡Me llamo María!

—Yo soy Esther.

—¡Encantada, Esther! Bueno, supongo que ya sabes cómo va esto, lo único que has hecho es cambiar de ubicación, pero el trabajo es básicamente el mismo.

Asiento con la cabeza, sin prestarle mucha atención. Echo de menos a Jaime. Echo de menos que me reciba estrechándome entre sus brazos y poder compartir con él mis sentimientos.

—¡Bueno, pues éste es tu puesto de trabajo! —interrumpe María mis pensamientos, señalándome una silla con sus correspondientes monitores.

—Gracias —musito, mientras me siento en la silla con desgana.

La jornada transcurre entre la incesante charla de María que, si bien es muy animosa y agradable, me está poniendo nerviosa al no dejar descansar mis oídos ni un segundo.

Por millonésima vez en el día, me acuerdo de Jaime y, aunque sé que la decisión que tomé de una forma un tanto precipitada es la correcta, siento que algo en mi interior comienza a romperse.

Realidad Gamma. Presente.

Abril de 2035.

Es miércoles por la tarde y estoy en el cementerio, arrodillada ante la lápida que ya nunca será la de Rebeca.

Durante estos años las investigaciones no han revelado datos esperanzadores y, cada vez más, soy consciente de que el cinco de mayo de este año, seré yo la que se contagie del Síndrome de Marlow.

En 2032, como ya sabía, se dieron los primeros casos de la enfermedad. Lo peor aún está por llegar. Cruzo los dedos porque den con algo pronto y mi hija no tenga que verme morir.

Las palabras de Jaime sobre el trauma que le voy a provocar a Rebeca todavía se pasean a veces por mi mente. Me consuelo pensando en la razón que yo le di en su momento, que los hijos están genéticamente preparados para ver morir a sus padres y superarlo. Dudo que la pérdida de un hijo pueda superarse en modo absoluto, pero no es esto lo que me motiva a cambiar mi vida por la de Rebeca. Lo único que quiero es que pueda disponer de más de los dieciséis años con los que nació condenada.

No volví a ver a Jaime nunca.

Mi vida se ha centrado por completo en Rebeca. Debido a que la parte del trato que les correspondía cumplir no se va a ver satisfecha y, a pesar de la alternativa ofrecida, los Dirigentes decidieron prescindir de mis servicios, pero sin condenarme a ser un Jumper Incontrolado, con lo que he podido disfrutar cada minuto con mi hija, sin tener que ausentarme ocho horas diarias. La verdad es que fue un alivio no tener que ver más a María, con la que no llegué a congeniar en ningún momento.

No obstante, según va creciendo se está haciendo más independiente, y ya hace muchos meses que prefiere la compañía de Paula a la mía. Sonrío al saber que tiene una amiga que la quiere tanto, pero mi sonrisa se borra de inmediato en cuanto me doy cuenta de que esa niña probablemente también tenga los días contados. O no. Hay Enfermos que pueden vivir perfectamente varias décadas sin que la enfermedad haga mucha mella en ellos. Otros, en cambio, no pueden aguantar más que unos pocos días. Depende de la cepa y de la resistencia del sistema inmunitario del contagiado. Cuestión de suerte, supongo.

Me pregunto qué suerte tendré yo. Si lo mío será cuestión de días o de años. Quizá muera el mismo día en que debería morir Rebeca. No lo sé.

Raúl no se muestra nada optimista en cuanto a que puedan lograr una cura antes de que yo me vaya. De hecho, aunque no me lo haya dicho, creo que han decidido tirar la toalla porque se les han acabado las ideas.

Unos pasos a mi lado me sacan de mis pensamientos y miro hacia arriba temiendo encontrarme con los familiares de quien yace en realidad aquí. Pero lo que veo es una cara de mujer que me resulta familiar, aunque no termino de ubicarla. Es una mujer aún joven y se ve que fue hermosa, aunque su rostro está teñido de sufrimiento. Sin mirarme directamente, murmura:

—Jaime me ha abandonado. Y ha sido por ti.

Yo me quedo boquiabierta, pero antes de poder replicar, veo que Lucía ya se aleja lentamente. Tampoco es que tenga nada en concreto que decir. Sólo son preguntas, decenas de ellas, las que llenan mi cabeza.

05/05/2035

Hoy es el día señalado. Estoy esperando impaciente a que suene el timbre que señaliza el fin de las clases, y desplazo mi peso de una pierna a otra, nerviosa. No debo cometer ningún error. He de encontrar el momento de adelantarme para coger el bolígrafo de manos de Paula antes de que lo haga Rebeca.

Estos últimos días me ha obsesionado la idea de no hacerlo a tiempo. De que al final sea la misma Rebeca la que coja el bolígrafo. Pero no puedo permitir que eso ocurra. He visto decenas de veces el vídeo que me enseñó el Dirigente por primera vez hace ya años, y conozco la escena de memoria. Lo tengo todo calculado al milímetro. No puedo fallar. Se lo debo a mi hija.

A mi lado, Nacho me saluda como de costumbre y yo correspondo con una sonrisa. Estos años han hecho que intimemos un poco, y podría decirse que somos amigos. Creo que ya no se acuerda de que soy esa mujer del zoo que le creaba tanta suspicacia. Nuestros temas de conversación se centran en nuestras hijas, aunque alguna vez él me ha hablado de Ana, su mujer, y me doy cuenta de lo enamorados que están y los envidio por ello.

A veces me acuerdo del padre de Rebeca, y me hubiera gustado que estuviéramos enamorados para poder criar a nuestra hija juntos. Pero Rebeca fue fruto de una noche loca con un completo desconocido al que ni siquiera fui capaz de localizar posteriormente.

Por fin suena el timbre y yo me pongo tensa, levantando el cuello como si así fuera a distinguir sus delicadas figuras más fácilmente. Tal y como preveía el vídeo, las dos niñas están convirtiéndose en unas mujercitas, y además muy guapas. De belleza totalmente contrapuesta, no me cabe duda de que ambas van a ser unas rompecorazones. Sonrío pensando en el brillante futuro que le espera a Rebeca, y otra vez cruzo los dedos para que Paula pueda disfrutar también de unos cuantos años.

Durante una temporada, tuve en mente la idea de hablarle a Nacho de todo esto. Por mucho que sea un ex Jumper, pienso que algo debe de permanecer en el alma de uno que le pueda ayudar a ser menos escéptico si alguien te cuenta una historia tan increíble. Pero al final nunca me atreví. Me daba miedo cambiar el curso del mundo y que al final Rebeca siguiera estando condenada. Visto desde una perspectiva objetiva, es algo bastante egoísta. Pero visto desde la perspectiva de una madre, creo que es perfectamente comprensible.

Por fin las veo, a lo lejos, y yo avanzo un poco, deseosa de arrebatarle a Paula aquel bolígrafo que, en estos momentos, se me antoja más peligroso que una pistola, y apenas oigo a mis espaldas la voz confusa de Nacho diciendo:

—¿Eh? ¿Pero qué...?

Antes de girarme, veo que Paula señala en mi dirección y Rebeca y ella echan a correr hacia aquí enseguida. Cuando me doy la vuelta veo a Nacho en el suelo, tapándose la boca con la mano, entre cuyos dedos puedo ver un hilillo de sangre.

Consternada y confusa, no veo nada más y me agacho para socorrerle.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto.

Me zumban los oídos y estoy mareada. Me debato entre ayudar a Nacho y seguir prestando atención a las niñas, pero todo está ocurriendo tan rápido que ni siquiera estoy segura de estar tomando yo las decisiones.

Nacho está señalando hacia arriba y farfullando algo que a duras penas consigo entender:

—Ese tío me ha pegado un puñetazo.

Miro hacia donde señala y mi corazón da un vuelco cuando veo a Jaime sudando profusamente. Conociéndole como le conozco, está haciendo un esfuerzo por impedirle a su cuerpo agacharse para ayudar a Nacho. Estoy a punto de preguntarle qué diablos pretende cuando la llegada de las niñas me interrumpe y me deja con la boca abierta y seca. Asustada.

Paula se agacha y abraza a su padre.

—¡Papá! ¡Papá! —exclama, sollozando. A lo largo de estos años ya ha dejado de llamar a Nacho “papi”— ¿Estás bien? ¿Te duele?

Y abre las manos para palparle el pecho en busca de más golpes.

Yo estoy hipnotizada por la escena. Apenas soy consciente del círculo de curiosos que nos rodean y que todavía no han reaccionado, bien para llamar a una ambulancia o a la policía, bien para acercarse a nosotros.

Un ruido tintineante hace que desvíe mi mirada al suelo, justo donde ha caído el bolígrafo que Paula llevaba en la mano y que, al abrirla para ayudar a su padre, ha dejado caer. Yo me quedo sin aliento.

El tiempo, que durante estos momentos parece haber transcurrido a cámara lenta, de repente recupera su ritmo normal y veo cómo Rebeca se arrodilla al lado de Paula, acariciándole el pelo. Estoy a punto de apartarle la mano, porque no quiero que la toque, no sé si se podría contagiar, cuando algo me toca el hombro y, cuando levanto la mirada, Jaime me dice:

—Ahora está a salvo —dice, señalando con la cabeza a Rebeca—. Y tú también. No podía dejarte escapar.

Y, antes de que pueda decir algo, cualquier cosa, desaparece entre la gente.