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«Luis: he decidido que no puedo seguir soportando esta situación. Sé lo que está ocurriendo desde hace tiempo y, aunque creo haber conseguido actuar como si no importase, no es cierto… Me importa. Me importa mucho. No entiendo cómo has sido capaz de traicionarme. A mí. A las niñas. Sé que cuidarás de ellas. No te pido que lo entiendas. No te pido nada, no quiero nada de ti. Sólo quiero cerrar los ojos y descansar».
Esas fueron las últimas palabras de Sofía. Luis apenas presta atención a los familiares y amigos que se acercan para darle el pésame y dedicarle las típicas palabras hipócritas de siempre. «Era tan buena persona»… «se ha ido a un lugar mejor»… «te acompaño en el sentimiento». No consigue entender cómo estar muerto es un lugar mejor, ni cómo nadie puede acompañarle en el sentimiento, si nadie puede saber cómo se siente.
Encontró la carta al lado de la bañera donde yacía su cuerpo. Cierra los ojos, intentando apartar esa imagen de su mente, pero no lo llega a conseguir. Tampoco se explica cómo Sofía se había enterado de todo y no le había dicho nada. Eso no era propio de ella. Se estremece al darse cuenta de lo poco que llegamos a conocer a las personas.
Observa a sus hijas a lo lejos. Sara está con su abuela, la madre de Sofía. Está llorando sin parar y su abuela la mece entre sus brazos, dándole unas palmadas en la espalda que ella misma también necesita. Vanesa, un poco apartada de ellas, parece confusa. Quizá aún no ha asimilado la noticia, porque todavía no ha dicho ni una palabra. Ni una. Mira a su alrededor, estudiando los rostros de las últimas personas que están saliendo de la iglesia.
La visión de Vanesa se ve interrumpida por el atisbo de una esbelta figura femenina, embutida en un traje de chaqueta con falda, que se está aproximando a él. Sus ojos quedan ocultos detrás de unas enormes gafas de sol, pero él no tiene ninguna duda sobre su identidad. Aprieta los puños, enfurecido.
Cuando la mujer está lo suficientemente próxima, le da dos besos en las mejillas, muy próximos a sus labios, y susurra un simple «lo siento mucho». Él asiente con la cabeza, molesto.
―¿Cómo se te ocurre venir aquí?
Ella abre la boca, un poco sorprendida.
―Yo… quería mostrarte mi apoyo.
―Joder, Tania, es el funeral de mi mujer, coño.
Tania se aparta un poco, dolida.
―Lo sé… ―balbucea. Y luego, con un poco más de seguridad, afirma:― Tenía que venir.
Su conversación queda interrumpida por un matrimonio que quiere despedirse de Luis, no sin antes dedicarle sus palabras hipócritas. Cuando se alejan, Tania dice en voz baja:
―Ella lo sabía, Luis.
Él menea la cabeza.
―No es el momento.
―No, escúchame ―exige ella―. Sofía me llamó hace un par de días.
Esta información llama la atención de Luis, que la agarra de la muñeca con más rudeza de la que había calculado.
―¿Y qué le dijiste? ―sisea, amenazante.
Una mirada de advertencia de Tania le basta para soltarle la muñeca. Ella respira hondo y dice:
―No le dije nada. Me dijo que sabía lo que estaba haciendo… ¡lo sabía, Luis!
Él asiente con la cabeza.
―Lo sé. Me dejó una nota. ¿Entonces tú no le dijiste nada?
―¡No! Ni siquiera sabía que era ella. Hasta ayer. Cuando me enteré de lo ocurrido até cabos… me dijo que en un par de días sabría a qué se refería ―hace una pausa―. Y tenía razón.
Mira a Luis, que parece estar hundido. Lo entiende, pero le duele verle así por su mujer. ¿No se suponía que es a ella a quien ama? ¿No le había dicho Luis que si no se divorciaba era únicamente por sus hijas? Respira hondo e intenta tranquilizarse. Pensar. Razonar. Por supuesto que Luis estaba hundido. Conocía a esa mujer desde hacía muchos años. Tenían dos hijas. ¿Cómo no entristecerse? Eso no quería decir que no la amase a ella.
―Joder ―gime Luis―. Joder, joder, joder.
En ese momento nota su móvil vibrar en el bolsillo de la chaqueta y decide contestar.
―Dígame ―contesta con desgana.
―Luis ―dice una voz que no reconoce.
―Sí, soy yo.
―Cuánto tiempo, Luis. Ya tenía ganas de hablar usted.
―¿Pero quién es?
―Puede llamarme Sr. Salas.
―¿Nos conocemos? ―insiste Luis―. Oiga, no me pilla en buen momento, así que si no le importa llamar en otra ocasión…
―¿Esa mujer es Tania?
Luis se queda boquiabierto. Mira a su alrededor, intentando visualizar a alguien que esté en ese preciso momento hablando por el móvil.
―Frío ―dice el Sr. Salas, con una carcajada―. Muy, muy frío.
―Oiga, ¿qué quiere?
―Debo hacerle una pregunta, Luis. Conozco la respuesta, pero prefiero oírla de su propio aliento. ¿Se está follando a mi mujer?