Polín de Navajas
Sr. D. Pedro Pérez Pintado, ministro de la Gobernación.
Reservada.
Mi querido Perico:
No creas que la injusticia o el capricho inspiran la petición que va al final de esta carta; y si quieres persuadirte de cuán grande es el motivo de mi enojo y el de la razón que tengo para apretar los tornillos de mi exigencia, continúa leyendo y verás la historia del suceso sin eufemismos ni exageraciones. Y cuenta que no dejo correr la indignación que por dentro me bulle, ¡que si la dejara! ¡Mira que tomarme por…! ¡Vamos!, es cosa de poner el grito en las nubes, y hasta interpelarte en la Cámara, si no aplicas inmediatamente a ese gaznápiro el condigno correctivo. Y aquello del error fue lo de menos, porque lo de más…
Basta de prólogo, y al grano.
Recordarás que hace dos días te anuncié con aire misterioso un viaje que pensaba realizar por corto tiempo; que me preguntaste la causa, y que te di un pretexto que, con seguridad, no creíste.
Pues bien, querido amigo; la razón de mi propósito hallábase en una carta que recibí de aquella cuyo nombre sabes, y que me habrás de permitir sustituya con el de Eva simbólico por si esta misiva cae en otras manos que las tuyas impecables.
La mujer deseada, la encantadora beldad por quien ando de cabeza ha tres años, rendíase, por fin, a mis ruegos, haciéndome entrever la halagüeña perspectiva de su amor. ¡Mi sueño dorado, el colmo de mis afanes, el límite de la felicidad!
No vayas a pensar, hombre malicioso, que Eva se entregaba así como así. Es mujer muy recelosa del qué dirán; y aun cuando los hechizos de mi persona y el culto sigiloso que he puesto en adorarla y servirla hayan hecho mella en su corazón, no ha querido dar cebo a la maledicencia para que mordiese en su limpia honra permitiéndome que la visitase en su finca, sino concederme el alto favor de una cita en la ciudad, delante de las gentes, con objeto de que nadie pueda fantasear en punto a nuestra connivencia y mutuo acuerdo.
A ti quizás te parezca algo exigua la concesión; pero si conocieses a fondo los escrúpulos de esta Eva celestial a quien ni una sola vez he logrado hablar a solas, de silla a silla, te convencerías del valor inmenso de la merced otorgada.
Me froté las manos de puro gozo; hice mil locuras, dentro de mi
casa, por supuesto, en prueba de mi desbordado júbilo; dirigí a Eva
el consabido telegrama con un no faltaré
elocuentísimo, y ya
no tuve momento tranquilo ni instante de sosiego; tal se me volvían
largos los que me faltaban para posar mis ojos en los ojos de la
hermosa dama que por mí, solo por mí, colgaba los hábitos de la
viudez, y al contacto de mi ardiente querer fundía sus rigores,
esos rigores que han hecho la desesperación de todos los hombres y
atribuídola fama de altanera y fría.
Y como si por darme mucha prisa adelantase el reloj su marcha acompasada, me fui a la estación a deshora, metime en un coche de primera sobre cuya portezuela conseguí que colgasen un abonado muy grande para que ningún ser viviente turbase mis dulces pensamientos; al fin partió el tren, y yo hacia las esferas imaginativas, figurándome tiernos coloquios, insinuantes preguntas, suspiros de doble aliento, miradas de punta y golpe, y demás deliquios amorosos por donde ella y yo nos diésemos a entender la turbación de nuestras potencias recíprocas.
Así llegué al término de mi viaje, tan lejos el ánimo de las miserias de la tierra como esta se encuentra de la vía láctea, cuando, al dar fondo en el andén, se apoderan de mis brazos dos individuos de siniestra catadura, un tercero se hace dueño de mis trebejos, y un cuarto, que parecía mandar a los otros, me mira frente a frente con torva faz y me suelta las siguientes frases:
—¿Conque pretendías colarte en Portugal, buena pieza? ¡Pues ahora te lo dirán de misas!
Bien sabes, querido amigo, que, a Dios gracias, poseo buenos puños, y la ira además en mi ayuda; excuso decirte que al punto los que me agarraban fueron a rodar por el suelo, y el jefe de los machacantes se llevó un fuerte mamporro muy debido a su insolencia; pero en breve espacio cayeron sobre mí cinco o seis energúmenos vestidos a la usanza de tus guardias madrileños, aunque sin guantes verdes y peor trajeados, y juzgué prudente entregarme, no sin protestar con toda la fuerza de mis pulmones contra aquel acto salvaje que ejercían sobre la persona sagrada o inviolable de un padre de la patria.
—¡Sí; buen padre de la patria estás tú! Eso se lo contarás al señor Gobernador, y luego, cuando estemos solitos, yo te enseñaré a tratar como es debido a la autoridad —díjome el del mamporro con acento rencoroso.
Y sin otras explicaciones, héteme camino del Gobierno civil.
—Pues señor —iba pensando durante el trayecto que existe entre la estación y la morada oficial de tu representante—, si a este no le convencen mis palabras, me luzco como hay cielo.
Pero el cielo no se hallaba muy en mi pro, al parecer, pues por sí o por no, y mientras su excelencia, que dormía a pierna suelta, dejaba el mullido lecho, condujeron a tu infeliz amigo a un cuartucho húmedo y lóbrego que a prisión trascendía, y allí le dejaron cual si fuese el peor de los criminales.
A no dudarlo, una equivocación involuntaria de los sabuesos policiacos era la causa de mi mal, equivocación que se desharía en cuanto pudiese probar mi estado civil y hacer patentes mis títulos y condiciones; y con la angustia del que espera, a que se juntaba el natural enojo por contemplarme secuestrado y confundido quizá con un asesino, pasáronse dos mortales horas, que consumí paseando de un lado a otro del calabozo y dándole al muelle de mi repetición para que me acusase el andar del tiempo. ¡Flojo escándalo le iba a armar al Gobernador! ¡Los sordos de nacimiento nos habían de oír! Y por lo tocante a los guardias de Orden público que pusieron sus torpes garras sobre mi cuerpo, ni con menudas tiras sacadas poco a poco de su burda piel pagarían el desafuero.
Tin, tin, tin, tin… ¡Dios poderoso, las nueve! ¿Y mi cita con Eva? ¿Se pasará la hora convenida?
¿Serán estos animales la causa de que pierda la única, la sola ocasión de decir a esa mujer divina lo que siento por ella? ¿Me dejarán aquí eternamente? Al llegar a esta parte de mi soliloquio fue la impaciencia invadiéndome los sentidos en progresión ascendente, y los nervios comenzaron a desatarse de manera que ya no me daba clara razón de mis actos. Golpeé las paredes, grité como un loco, di feroces patadas a la puerta creyendo que al ruido acudirían seres humanos a quienes quejarme… Nada. Silencio profundo… ¡Pero, señor! ¿No hay en esta ciudad autoridades ni Guardia civil? ¿Es tan ilimitado el poder de un gobernador de monterilla que así secuestra, sin daño de barras, a un hombre honrado? ¿No se ha escrito en el Código penal algún artículo oportuno que condene arbitrariedad tan estupenda? ¿En qué pensamos los legisladores que no establecemos severos castigos para los que abusan de su fuerza? ¡Ah! ¡Que yo me vea en el Congreso, y al instante proveeré a esta apremiantísima necesidad…!
Tin, tin, tin, tin… ¡Las diez! ¡Adiós mis esperanzas de hablar con Eva! ¿Qué dirá de mí? ¡Pensará que soy un canalla, un bribón que no he querido sino burlarme! ¡Infames! ¡Bandidos!
Y cuando me preparaba a otro nuevo terrible empujón que descerrajase la puerta o me hiciese pedazos, se abrió de repente, y los conocidos funcionarios de marras se me presentaron para conducirme ante el Gobernador.
De cuatro en cuatro subí los tramos de la monumental escalera, profiriendo a la par amenazas contra mis verdugos, y todo descompuesto entré en el despacho donde, en compañía del Delegado especial de vigilancia, me aguardaba muy serio y grave un señor cejijunto, avellanado, la nariz picuda y la barba teñida de negro mate.
—¿Conque es usted el famoso Polín de Navajas, el célebre carterista? —me dijo con voz tremebunda y echándome fieras miradas.
—Yo soy —le respondí subiendo el tono al registro agudo— una víctima de la estupidez de sus agentes. Me llamo Luis de Ciernes, conde de Casa-Ciernes, y represento en las Cortes el distrito de Báguena la Grande. Ahora mismo me va usted a poner en libertad, y mi primera visita será para el juez de instrucción, ante quien pienso reclamar, y desde allí me iré al telégrafo con objeto de que sepan el Presidente del Congreso y el Ministro de la Gobernación la vandálica conducta de usted.
—¿Conque el Conde de Casa-Ciernes? —exclamó tu representante con sorna.
—Sí, señor —repuse—, el Conde de Casa-Ciernes; y si usted no fuese un gobernador de escopeta y perro, de esos que mi amigo el Presidente del Consejo saca de la nada, y hubiera usted estado en Madrid siquiera dos días, me conocería como me conoce todo el mundo.
—Oye, Borromeo —dijo el Jefe de la provincia dirigiéndose al de la policía y sin dignarse responderme—. A este Ciernes será preciso cernerle el alma allá abajo para quitarle moños.
Comprendí entonces que por el sistema de los gritos corría el riesgo del cernimiento que a paliza me sonaba, y recobrando la calma saqué mi cartera, que coloqué con gran indignación delante de las narices del de la barba teñida.
El cual la abrió pausadamente, y después de maduro examen, dijo:
—En efecto; aquí veo una cédula personal a nombre del Conde de Casa-Ciernes; tarjetas; una carta cuyo sobre reza lo que la cédula, y un billete de 500 pesetas.
—No olvide V. E. que Polín de Navajas es carterista, y que sin duda todo eso lo ha robado —apuntó al paño Borromeo.
A dos dedos estuve de ahogarle entre mis brazos.
—¿Quiere usted que me desnude, para que vea mis iniciales hasta en los calcetines? —interrumpí echando centellas por los ojos—. Tengamos la fiesta en paz, señor Gobernador —continué aprovechando un momento de duda que creí notar en aquel hombre—, y reflexione usted que persistir en un error tan garrafal pudiera acarrearle funestas consecuencias.
—Las señas, sin embargo, son exactas. Este telegrama del Gobernador de Madrid, mi compañero, anunciándome la salida del carterista apodado Polín de Navajas, las pone bien claras y coinciden con las de usted. Ojos pardos, estatura regular, barba regular, color regular…
—¡Regular es el rato que me está usted dando! —repuse.
—Y viste terno gris —acabó sin hacer mérito de mi observación.
—Mire usted, señor mío —grité decidido a salir de aquel paso—. He venido a esta ciudad para un asunto de la mayor importancia, y no es cosa de que sufra el error de sus agentes que me han tomado por el carterista, quien a estas horas ya habrá pasado tranquilamente la frontera. Déjeme usted marchar, y le prometo que cuando termine el negocio que aquí me trae…
—¡Hombre, estaría bien que le soltase! —me atajó con risita de conejo.
—¡Me causa usted un daño enorme!…
—En tanto no me convenza de que no es usted Polín de Navajas…
—¡Dale con Polín!
—… irá usted a la cárcel a disposición de mi colega de Madrid.
—¡Vea usted lo que hace!
—¡Basta de contemplaciones, señor Polín! —vociferó el Gobernador con acompañamiento de un fuerte puñetazo en la mesa.
—Eso digo yo —contesté con más energía—. Basta de contemplaciones.
—¿Qué pasa aquí?
¡Dios sea loado! ¡Te reconozco y te venero, justicia divina!
Aquel ¿qué pasa aquí?
debiose a un individuo que, sin decir
oxte ni moxte, se entró en el despacho, y que no era otro que
D. Juan
Piñales, mi antiguo procurador de Madrid, hoy propietario en el
pueblo y presidente de la Diputación provincial por obra y gracia
de tu voluntad omnipotente, querido Ministro.
Verme y tenderme la mano, todo fue uno.
—¿Usted aquí, señor Conde? —díjome después del apretón.
¡Boca abajo todo el mundo! Asombro del Gobernador, terror del Delegado, espanto de los dos y gozo de tu amigo predilecto, que ya ardía en deseos de perdonar a tutti con tal de que le dejaran salir a escape y encaminarse a la catedral, pues eran las diez y media y aún estaría en ella la señora de mi albedrío. ¡Sí, ya escampa!
—¡Ca!, usted no se va, señor Conde, sin que reciba de mí tales explicaciones que quede totalmente satisfecho, y sin que presencie la ejecución de este tunante de Borromeo y de sus estúpidos acólitos, a quienes soy en deber la plancha tan fenomenal que acabo de hacer.
Y quieras que no, trajo de las orejas a los que me agarraron en la estación; les obligó, Borromeo inclusive, a que me desagraviaran cantando el yo pequé de rodillas delante de mí. La escena se convertía de trágica en cómica, con gran extrañeza de mi amigo Piñales, que no se explicaba aquella palinodia, a que puse fin buscando la salida para escaparme; pero en esto el Gobernador me corta la retirada, y me dice:
—Dispense usted, señor Conde. Estoy en mi casa y debo hacerle los honores de ella acompañándole a todas partes. Si no me lo permite, creeré que me conserva usted rencor.
—Lo siento mucho; mas me esperan en el Banco para renovar unos pagarés…
—¡Bah! El Director de la sucursal es íntimo amigo mío —me replicó.
—Es que luego tengo que ir a visitar a cierta persona…
—Le aguardaré a usted en la puerta; después le enseñaré a usted la Universidad, el patio de los Irlandeses, la casa de los Clavos, etc., etc.; y ya encima la hora de almorzar, honrará usted mi modesta mesa, donde, además de los diarios manjares, unas magníficas tencas que acabo de recibir nos harán la sobra.
—Aunque me las ofrezca usted con capirotada y de postre miel sobre hojuelas, lo primero es despachar mi asunto —repuse tomando el sombrero.
—Pues vamos allá —dijo pidiendo a voces el suyo, los guantes y el bastón de borlas.
¡Maldito de cocer! ¿Cómo le meto en la testa que quiero ir solo, que no me conviene que se entere de mi cita con Eva, y que la Universidad, los Irlandeses, la casa de los Clavos y las tencas me importan tres rábanos?
Y no hubo más remedio que padecer su odiosa compañía, y comer de sus tencas, y soportar un discursete que en elogio de su mando me enjaretó de sobremesa, y que escuché para criar mal quilo y apretar bien los nudos de mi plan de venganza.
¡A las tres de la tarde me vi libre del pelmazo! Me fui derecho a la catedral, interrogué á los sacristanes, trabé amistad con el pertiguero, recorrí todos los sitios del pueblo en que me pudiesen dar noticias de mi bella amiga, y, ya harto de voltejear, supe casualmente que la dama abandonó el templo a las doce, que se detuvo después en varias tiendas y que a las dos de la tarde tomó el camino de su quinta.
En una carta que le escribí desde la fonda donde me he instalado, relato el fatal quid pro quo que me retuvo prisionero. ¿Y sabes lo que me contesta? Helo aquí, sin quitar punto ni coma: «¡Un hombre de su ingenio dejarse prender!… ¡Confiese lealmente su poco interés por verme, y no vuelva a acordarse del santo de mi nombre».
Del santo de su nombre no me volveré a acordar si tal le agrada; pero lo que es de ella… ¡Antes pierdo el mío que renunciar a su conquista! En este pueblo me quedo, y a fuerza de epístolas incendiarias en que apuraré los tonos de la pasión y de la verdad, quizás consiga persuadirla de mi inocencia. En cuanto al Gobernador y sus comparsas, se la han ganado. ¡No faltaba más! ¿Has visto en tu vida bruto semejante? ¿No merece que le corten, le pinchen y le rajen, tanto por el grave delito de confundirme con Polín de Navajas, como también por la puñalada que ha dado a mis amores con Eva?
Por todo lo cual, a vuecelencia suplico se sirva dejar cesante a este Gobernador imbécil, que no come paja y cebada por misericordia divina, así como también al Borromeo, su correveidile, ya que no te sea dable cortar a ambos su respectiva cabeza; y si a pesar de mi solemne petición no los envías a escardar cebollinos manchegos, cuenta que me separo del partido y me voy con los disidentes, junto a los cuales te he de dar más guerra que Barceló por la mar.
Tuyo siempre,
Luis.
Se ignora si el Ministro de la Gobernación complacerá al Conde de Casa-Ciernes, diputado por Báguena la Grande; pero como ya se anuncia una remoción en el personal de gobernadores de provincia, poco ha de vivir el que no salga de dudas y lea en la Gaceta el final de este reciente suceso.
Lo que se sabe de seguro es que tales pruebas de su buena fe ha dado el Conde de Casa-Ciernes a Eva, que la dama ha resuelto oír otra misa en la catedral.