La penúltima
Llegué al pueblo, hice la presentación de mis credenciales al alcalde —un pedazo de bárbaro que me miró con cierto aire truhanesco—, convine con él en que al día siguiente comenzaría mi visita de inspección de las cuentas del Concejo, y me alojé en una posada con honores de parador o en un parador con honores de posada.
Pedíame el estómago, que es el más exigente de todos los acreedores, algún reparo sustancioso, pues eran las tres de la tarde y aún no había entrado en mi cuerpo el más ligero comestible, dado que a las ocho de la mañana me dejó el tren en la estación más próxima al pueblo, cuyo nombre callo por prudencia, y durante las siete mortales horas que, terciado en un mal macho, empleé desde aquella al término de mi caminata, no pude encontrar albergue o chamizo donde me dieran algo con que untar un diente. Y así solicité del patrón que me sirviese lo que hubiera a mano y fuese alimenticio, con tal de que lo acompañara de una hogaza de pan blanco y un jarro de vino, que, de seguro, aquellas hermosas viñas que verdeaban el ruedo debían ofrecerlo tinto y espumoso.
—Por lo tocante a la hogaza y al vino —díjome el posadero—, no hay inconveniente, y mi hija Toñuela se lo traerá ahora mesmo; pero en lo que hace a otras cosas de comer, nada puedo darle, porque no tengo en la despensa ni tanto asina.
—¿Tan mal provista se halla la posada? —interrogué a aquel avestruz que, en lo socarrón, parecía primo hermano del alcalde.
—No, señor; sino que esta mañana vinieron unos forasteros que van para la sierra a cazar venaos, y arramplaron con too.
—No estás tú mal venao —pensé para mi capote, y en alta voz acepté lo único que aquel animal quería poner al alcance de mi voraz apetito.
Al poco apareció Toñuela con medio pan y un vaso de vino, sobre el cual nadaban dos o tres moscas que la muchacha sacó muy pulcramente con el dedo meñique y arrojó al suelo, mientras me decía, sin duda para tranquilizarme, con una sencillez encantadora y digna de los tiempos prehistóricos:
—Son de la cuadra. ¡Como está tan cerca, se vienen aquí, y se meten en todas partes!
Tentaciones me dieron de arrojar a la cabeza de Toñuela el continente y el contenido, ya libre de volátiles, pero me estuve quieto, primeramente porque la chica, aunque de aparejo redondo, era un hermosísimo ejemplar de bestia femenina, que bien escamondada y al modo que quería el bergante de Guardiola, hubiera podido servir para modelo de la Venus Victrix, y después porque me había propuesto hacer acopio de paciencia hasta terminar la salvadora misión administrativa con que mi amigo, el Poncio de la provincia, tuvo a bien honrarme.
¿Qué culpa tenía Toñuela de ser zafia, ni qué le importaban a ella los escrúpulos del Delegado del Gobernador?
La verdad era que el tono malicioso del Alcalde, la bellaca actitud del posadero y hasta el aire despectivo con que Toñuela me dijo lo de las moscas borriqueras, me dieron en el olfato que mi gestión inspectora se había traslucido por el pueblo, y que quizás me jugasen aquellos buenos ciudadanos alguna mala pasada, si no venía en mi ayuda el dios que protege a los comisionados de apremio y hace que vayan a las arcas del Tesoro, unas en pos de otras como inocentes borreguitas, las monedas que el Fisco destina al engrandecimiento y gloria de la patria. No había más remedio que rezar, de puertas adentro, a esa divinidad tutelar, y de puertas afuera poner cara de pascua florida, porque si aquellos taimados llegaban a conocerme el miedo, adiós mi embajada y los emolumentos subsiguientes, sobre los cuales fundaba yo legítimas esperanzas para echar un remiendo a mi escuálida bolsa.
Adopté, pues, aspecto de temerón, dije cuatro cuchufletas a la cerril muchacha, que, por una asociación de extravagantes ideas, se me antojaba, despojándola mentalmente, por supuesto, de los refajos que abultaban y cubrían su cuerpo escultural, una virgen Dórica de aquellas agrestes y salvajes que acompañaban a Diana y hacían de los bosques sus claustros y de las montañas sus monasterios, y después de embaularme un mendrugo rociado con agua, porque el vino no pasó, me dispuse a recorrer el pueblo por si en él era más afortunado que en la posada.
—Dime, Diótima —interrogué a la ninfa de las moscas en vulgar romance, temiendo que hubiese olvidado el griego—. ¿Sabes de alguna tienda donde vendan cosas de comer?
—Me llamo Toñuela, y cuidiao con ponerme motes, que no está el horno pa bollos —me respondió la moza frunciendo sus negrísimas cejas y tomando una postura arrogante.
—Perdona, ¡oh, Zenophila!, compañera de las Gracias Menippeas, y dígnate indicarme algún punto de este pueblo donde me puedan ofrecer miel de Hymeto y vino de Siracusa —añadí.
—A usté se l'a subío el agua a la cabeza —respondiome, y salió de la habitación con la actitud altiva y triunfadora de Elena, cuando entró en Esparta al lado de su complaciente marido.
Yo también salí en busca de lo que más me interesaba, y al revolver de la esquina di con un tenducho que parecía de comestibles.
Entreme en él y, ¡oh, ventura!, colgados de un clavo vi varios salchichones y un rosario de apetitosos chorizos, cubiertos de ese moho indicador de hallarse duros y bien curados. Además, brillaban en la anaquelería diversas latas de conservas, sobre el mostrador veíase un queso manchego manando aceite por sus amarillentos poros, y en un rincón del establecimiento el ventrudo tonel mediado de aceitunas negras, puestas al sabroso mareo del orégano, el laurel y la raja de limón.
No bien columbré los embutidos alargué mi potente mano para palpar el pedazo que destinaba a mi regalo, cuando me detuvo la garra del tendero en defensa de sus artículos, como si aquellos salchichones fuesen, en vez de tales, exvotos colgantes de sagrada alcayata, en holocausto de alguna deidad misteriosa que hubiese sanado males de hambre atrasada.
—Esto no se vende —refunfuñó el mercachifle apartando bruscamente mi brazo.
—¿Y para qué lo tiene usted aquí? —le interrogué amostazado y casi resuelto a promoverle camorra, si no me entregaba siquiera un par de chorizos.
—Para muestra —me respondió con sin igual descaro.
—¿Y esto también? —continué, señalando las sardinas, el queso y las aceitunillas.
—Todo —repuso aquel redomado tunante.
Levantada tuve la siniestra mano —soy zurdo— para plantarle en la redonda cara una cumplida bofetada, que se la hubiese dejado de perfil por toda su vida; pero la guardé prudente, porque unos gañanes que en un extremo de la tienda jugaban al mus se levantaron como para venir en auxilio del bandido, y presentí la paliza.
La confabulación con objeto de hacerme saltar del pueblo se veía clara como la luz solar. ¿Cómo evitarlo? ¿Cómo cerciorarme del propósito revolucionario para ponerle la correspondiente sanción penal?
Así pensando, recorrí varias callejas, y en el fondo de una plazoleta vi la iglesia, donde apenas hube entrado vínose a mí el cura, un viejecito muy simpático, llevome a la sacristía, me hizo sentar y hablome de esta suerte:
—Paréceme usted una persona decente, y contando con que también sea discreto, quiero sacarle de un mal paso. ¿Es usted el comisionado de apremio?
—No, señor cura —respondile con aire digno—. Soy delegado del Gobierno de S. M. para inspeccionar las cuentas municipales y averiguar el paradero de unas pesetas procedentes de propios.
—¡Ay, hijo mío! —dijo el santo varón—. Aquellos propios traen estos lodos. Las pesetas que usted busca, tan difuntas están como mi abuelo, que su gloria halle. Sepa que en cuanto llegaron, conducidas por el Secretario, se las repartieron muy guapamente los del Concejo, según la importancia y fuerza de cada cual, y desde entonces todos los sucedientes han tapado el chanchullo, por miedo al cacique protector de los partícipes. Y como unos y otros se han juramentado para escarmentar al curioso que pretendiese descubrir el lío, le aconsejo a usted que ponga pies en polvorosa y no vuelva por aquí, a menos de que traiga consigo un escuadrón de caballería. Mis feligreses son muy brutos, y no pararán hasta quitarle a usted las ganas de inspeccionar cuentas municipales en lo que le quede de existencia.
Dile gracias por el consejo, salí de la iglesia más muerto que vivo, y en cuanto me eché al rostro al padre de Diótima, celebré con él una breve conferencia en que le expuse mi resolución firmísima de largarme a la mañana siguiente, si aquella noche me servía una cena opípara, fabulosa, pantagruélica. Sellamos el pacto con un apretón de manos y lo cumplió espléndidamente.
¡Qué ricas chuletas de fibra roja y tiernísima! ¡Qué salsa la de los caracoles con toda la maliciosa intención de la excitante guindilla! Un poco o un mucho escaldaba la boca, pero allí estaba para refrescarla el zumo de las viñas manchegas, bordando el vidrio con su espuma y encendiendo la risa en los labios.
¡Una higa para el vino de Siracusa que pedí a Zenophila! ¡Aquel sí que era aromático y chispeante!
Medio peneque me metí en la cama, después de haber dirigido miradas incendiarias a la virgen Dórica, y a las pocas horas de mi sueño me despertó un doloroso latigazo que sentí en la penúltima muela de la mandíbula inferior, conforme se tira a la izquierda.
—¡Dios santo! —me dije—. ¿Me habrán envenenado los huesos?
Otra punzada más fuerte me sentó en el catre, y entonces recordé, ya despierto del todo, que mi supradicha penúltima muela acostumbraba a proporcionarme semejantes desagradables ratos. Como que unos días antes me picó de lo lindo, y no procedí a su inmediata extracción por temor al hierro del dentista. Ahora, sin duda, la guindilla obrante, se había escandecido el nervio y se preparaba a darme la gran noche.
Que fue horrible, tremenda. Tanto que, agotados los tópicos caseros, pedía por misericordia divina una mano piadosa que me arrancase el maldecido hueso. Y al ser de día fuime como un rayo a casa del barbero que en el pueblo ejercía el oficio de sacamuelas, cuya habilidad y suave modo me ponderaron la sin par Diótima y su señor padre.
Manifesté al cirujano de menor cuantía mi cuita, me colocó en un sillón y abrí la boca de par en par cara al sol, explicándole antes repetidas veces que la penúltima era la llamada a desaparecer.
—¿Sabe usted? ¡La penúltima!
Armose el hombre de un aparato espeluznante, tomó tierra para que la fuerza fuese mayor y el ímpetu más, y de un soberbio tirón que me hizo ver las estrellas se apoderó del hueso.
—¡Desdichado! ¿Qué has hecho? —grité cuando me metí el índice en la boca y noté con espanto que en vez de la penúltima me había extraído la última, buena y sana, como si fuera de leche—. ¿No sabes cuál es la penúltima, bárbaro?
Todo corrido y confuso me pidió perdón, achacando su torpeza a la falta de costumbre; volví a poner la cabeza en posición supina, y más rápido que el pensamiento, con otro furibundo esfuerzo más doloroso y terrible que el primero, se llevó entre los garfios de la llave inglesa otra muela, ¡la penúltima!, ¡la penúltima de verdad!, dejándome la mala, la doliente, entre dos huecos donde ya no brotarían más muelas aunque a santa Polonia me encomendase y de rodillas se lo pidiese…!
Y cegué y no vi, rompiéndole los artefactos de su comercio, dando ayes lastimeros y a la par hartándole de coces, cachetes y pescozones que aquel infame sacamuelas sanas apenas paraba, porque reconocía su atroz delito.
En un claro de mi furor agresivo abandoné la barbería y aún estoy corriendo…
¿Que si me vengué? ¡Vaya si me vengué! Así que puse mi planta en tierra civilizada incoé un expediente, por el sistema español, con los hechos y cifras que me sugirió el ingenio, metiendo en él al alcalde, a los concejales, al posadero y al que me privó de mis más necesarias herramientas, y todos fueron a la cárcel.
Quedó exceptuada, por supuesto, de la pena la virgen Dórica. Aún me la figuro alta y esbelta, sin zagalejo, corpiño ni alpargatas, escuchando desdeñosa las estrofas que los poetas cantan en su honor, con la grandeza del ritmo helénico.