A la vida privada
¡Parece imposible, amigo D. Tadeo! ¡Un hombre como usted, que posee casas en Madrid y sembraduras en tierra de Barros, por lo cual le ha de convenir la estabilidad y el orden, y abominar de revoluciones y mudanzas! ¿Quién diablos le ha metido a ser republicano, y hasta socialista inclusive, si las noticias no mienten?
—Y huésped de la cárcel, aunque fue por pocas horas.
—¿De la cárcel? ¡Todo un D. Tadeo Pistomey de Velilla! ¡Y quizás entre rufianes, tomadores, carteristas y demás gente de carda! ¡Le digo a usted que parece imposible!
—Pare la jaca, amigo D. Sisenando, y óigame hasta el ite missa est, y así se ahorrará juicios temerarios, y no tendrá que poner párrafo aparte a nuestra amistad, ni punto a su consideración, porque soy tan republicano como Fernando VII, y tan socialista como Calomarde, mi tocayo.
—Entonces…
—Ello me viene de cierta historia, por donde me colgaron ese sambenito que me pesa un quintal, y para cuyo desembarazo no sé qué hacer.
—Pues suelte usted esa historia, que ya me hurga el deseo de conocerla, y luego daremos con el remedio.
—Allá va tal como sucedió. Vivía tranquilamente en mi casa de la calle de San Pedro Mártir —y me refiero a los años de mil ochocientos setenta y tantos—, sin más afán que cuidar de mi hacienda y velar por mi familia, compuesta de Pepa, mi conjunta, y de mi hija Paulita. En esta habíamos colocado nuestros sentidos espirituales, porque criatura más encantadora con dificultad hubiera podido hallarse en cincuenta leguas cuadradas. Figúrese usted, Sr. D. Sisenando, una muchacha de diecinueve abriles, con una cara… ¡válgame Dios, qué cara!, ¡el mapa de lo más perfecto, acabado y proveído! Una cara que mirarla y prendarse de ella, todo era un tiempo. Mal me está decirlo, pues al fin y al cabo yo soy su legítimo padre; pero afírmole a usted, y pongo por testigos a cuantos conocieron a mi niña en aquella época, que no exagero ni tanto así…
»En los negros ojos de Paulita nos mirábamos mi Pepa y yo, porque si con su belleza nos colmaba de gozo, por lo que hace a modosa y obediente henchía la medida de nuestros gustos. ¿Y de labores de punto y aguja fina? ¡Un primor! Pues ¿y de las cosas que adornan la inteligencia y cultivan el espíritu? ¡Una verdadera delicia! Cantaba la Stella confidente como los propios serafines; hablaba el francés como el mismo Rousseau, y nos tocaba en el piano cada nocturno, de esos tristes y quejumbrosos, que a Pepa y a mí se nos removían las entretelas del corazón.
»Con tales señoriles prendas y el ítem de su garbo, traían a Paulita de acá para allá como regalo en bandeja, y no había en Madrid tertulia de mediano porte que no tirase de la niña, ni pisaverde que no nos rondara la calle.
»De aquí tomaban raíz mis paternales inquietudes; y temeroso de que el amor hiciese de las suyas, mirábamos con desconfianza a todo varón que a ella se acercaba, por más de que las pruebas de humildad y respeto que la niña nos dio siempre confirmábanme la idea de que jamás entregaría su albedrío a otro hombre que a aquel a quien quisiéramos otorgar el título de yerno. Y como urgía pensar en casarla, pues aparte de que la única carrera de la mujer es el matrimonio, cuando menos se cata cierra uno el ojo y, para este caso, más vale dejar las cosas arregladas y compuestas, que no pendientes de un menudo alfiler, y Paulita se encontraba en el sazonado punto que está pidiendo a voces inmediato himeneo, muy a regañadientes, porque el pensamiento de que viniera algún mastuerzo con sus manazas a llevarse aquel pedacito de cielo me crispaba los nervios, concertamos la boda de la niña con el hijo de D. Juan Turlerín, el de Cogolludo; un chico recio, fuerte, sanote y de buena pasta, aunque algo rústico como criado en el pueblo, pero guapo de rostro, ágil de sus remos y solo heredero de los Turlerines cogolludescos; familia feliz, que reunía más de tres millones de pesetas en alcornoques. ¡Los reyes del corcho! ¿Querrá usted creer, amado D. Sisenando, que, en cuanto indicamos a Paulita nuestros planes de coyunda y soltamos el nombre de Turlerín, se subió a la parra y nos declaró muy formalmente que nunca se uniría a semejante avestruz? ¡Mire usted que llamar avestruz al mayor taponero de España! ¡Y yo que creí que Paulita sancionaría a ciegas mi elección, sin desplantes ni resistencias!
»Aquella insólita rebeldía, incomprensible en una chiquilla tan sujeta a mi querer, hízonos sospechar causa recóndita en algún galancete que la hubiese vuelto el seso; y estando en este susto aguzamos la vigilancia, tomamos informes de amigos y criadas, y pronto dimos con el intríngulis, que no era otro que un capitán de Infantería, muy jacarandoso y dicharachero, a quien Dios hubo de conceder manejo y gracia para embaucar a las mujeres y cuyos antecedentes no podían ser peores. Amigo de pendencias, aficionado al mosto, corredor de garitos, y para postre republicano y conspirador de tomo y lomo. ¿Qué tal, señor don Sisenando? ¡Dígole a usted que el mundo se me vino encima! ¡Y si al menos hubiera sido un gentil mozo! ¡Pero ni eso! ¡Imagíneselo usted alto, seco, la nariz larguísima, con unos bigotazos terminados en punta y un rostro tan enjuto y tirante que parecía puesto en bastidor! ¡Enamorarse mi hija de tamaño mamarracho!
»Desde que supe los amoríos de la niña con el mencionado capitán y puse mi veto resolutivo, ya no hubo en mi casa hora tranquila ni momento reposado. Tanto mi fiel esposa como yo éramos flojos y blandengues en cuanto a complacer a Paulita; mas consentir que el capitán se nos la llevase… ¡eso sí que no, cuerno!
»Volvímonos hircanas fieras, y se acabaron tertulias, bailes y meriendas en la fuente de la Toja. A misa los domingos con sus papás, y luego… a casita.
»Con esta decisión mía comenzó la época primaria de los suspiros, lágrimas, inapetencias y colores pálidos, y pronto llegó la terciaria con su inseparable séquito de desmayos, soponcios y aficiones claustrales. ¿Qué hubiera usted, señor D. Sisenando, resuelto en tal extremo, dado que los ayes de Paulita nos picaban en lo más vivo del alma? ¿Ablandarnos y transigir? ¿Centuplicar el rigor?
»Tomamos, pues, un temperamento medio, y, con pretexto de cambio de aires, llevamos a nuestra heredera al mismo hogar de los Turlerines, con la esperanza de que el chico de D. Juan Turlerín ejerciese sobre ella la fascinación que, en mi sentir, debe ejercer sobre toda persona de regular entraña un hombre que mide los centenes con celemines.
»¿Querrá usted creer que a los pocos días nos vimos obligados a dar la vuelta a Madrid, porque la señorita le propinó al joven del corcho unas estupendas calabazas, y además le llamó cursi y gaznápiro? Pues así fue, y, para colmo de mis males, un acontecimiento imprevisto vino a enredar la madeja.
»Ignoro por qué motivo encontrábase en Cartagena el capitán referido, cuando he aquí que a unos cuantos locos les da la idea de proclamar el cantón; y habiéndose significado en la famosa ciudad como el más intransigente y tozudo, en ella se aguantó todo el sitio —que nos hizo pasar la pena negra, pues las bombas y las batallas repercutían en los sensibles nervios de Paulita—, y luego se fue emigrado a Francia a preparar con otros de su laya la gran revolución que habría de salvarnos.
—Y se quedaron ustedes tan tranquilos…
—Así lo pensábamos, y, no obstante, ahora entra lo mejor.
—¿Lo mejor?
—Sí, amigo mío. Verá usted. Trascurrieron seis u ocho meses, y ya creíamos a la niña curada de su capitanitis aguda, porque la contemplábamos sosegada y casi risueña. Con esta ilusión frotábame una tarde las palmas como prueba de interno regocijo, y al terminar el postrer refregón oigo un campanillazo, sale la doméstica a abrir la puerta y se cuelan en mi despacho dos hombres que me intiman a que les siga al Gobierno civil. Seguro de mis actos, y sospechando alguna trabacuenta, dejeme conducir al despacho del Poncio madrileño —perdóneme usted que calle el nombre—, el cual, así que nos quedamos solos, puso ante mis ojos espantados una carta dirigida a mi nombre, y cuyas cuatro carillas ocupaba una serie de números separados los unos de los otros por una rayita.
»Quedeme absorto y sin pulsos, no comprendiendo nada de aquel galimatías de adivinación y acertijo, y así lo expresé con mi natural franqueza; pero luego mi espanto subió a las nubes al saber que el malhadado papelito venía de París y era obra del capitán Trigueño, el novio de mi hija, el cual, según noticias confidenciales, se correspondía en Madrid con las gentes que estaban a punto de sublevarse, valiéndose de mí como mandadero y corredor de tan tenebrosos fines. La tal carta encerraba entre sus líneas cifradas la misteriosa clave de la conspiración próxima a estallar, quizás el momento señalado para el estampido de la horrible conjura, y yo debía revelar todo esto al Gobierno en bien de la patria y tranquilidad de mis costillas.
»¿Qué había yo de revelar, desdichado de mí? ¿Cómo iba a descorrer el velo que el nombre del capitán infausto desgarró repentinamente? ¡Ah, nauseabundo Trigueño! ¡Entre tú y mi mal aconsejada Paulita habéis labrado mi desdicha! Porque la cosa era tan clara como la luz que nos alumbra. El infame capitán y mi hija se carteaban de lo lindo, y sin duda las epístolas, que venían a mi nombre para mayor seguridad, las interceptaba Paulita, en contubernio nefando con el cartero y la criada, mediante alguna propineja. Las cifras numéricas de seguro representaban palabritas de miel y tiernos floreos de esos que se suelen decir los enamorados; mas como el tuno de Trigueño gozaba fama de conspirador peligroso, ¿quién metía entre ceja y ceja a los gobernantes asustadizos que aquellos números no nombraban regimientos, batallones y generales prontos a dar el grito?
»En suma, Sr. D. Sisenando, que me llevaron a la cárcel, que en ella permanecí cuarenta y ocho mortales horas, y Dios sabe el tiempo que hubiese estado preso sin el socorro de un pariente mío, amigo del Ministro de la Gobernación, que consiguió el trueque de la prisión por destierro. Condujéronme a la raya de Portugal, y de allí me planté en Lisboa, sujeto a la vigilancia del Gobierno lusitano, por supuesto, que me consideró personaje de cuenta muy a propósito para cambiar la faz del país en menos que se persigna un cura loco.
—Supongo, amigo D. Tadeo, que no bien cogió usted a Paulita por su banda se llevaría el condigno castigo.
—Ordené a mis dos mujeres que se reunieran conmigo en Lisboa; así lo hicieron, y en cuanto tuve a la niña delante… me fui del seguro. ¡Hija desnaturalizada! —le dije—, ¿no te causa vergüenza ver la situación en que me han puesto tus locuras? Dime, incauta, ¿no se te ocurrió otro correveidile para tu afán epistolar que mi honrado nombre? ¿Qué ventaja ni qué goce has sacado con la contumelia de tu señor padre, Paulita de Satanás?… Y con estas durísimas palabras, amén de otras que por igual estilo se me fueron ocurriendo, la fustigué, hasta que Pepa, al contemplar mi iracundia y temerosa de que me diese un insulto, díjome:
»—¡Por Dios, sosiégate, Dedito (que este era el diminutivo cariñoso con que me nombraba en nuestras intimidades), sosiégate y ten calma, que la niña se enmendará, y en desagravio y corregimiento de su pecado ha prometido un año de hábito y dos novenas a Santa Rita.
—¿Y entendió la niña lo de la contumelia, señor D. Tadeo?
—No lo sé a punto fijo, amigo D. Sisenando; pero debió entenderlo, porque sus ojos eran dos fuentes por donde se desaguaba su dolor.
—Y todo ello paró en boda, ¿verdad?
—El paradero de los asuntos de Paulita no va tan al cuanto de lo que me sucede, como lo que me resta por narrarle.
—Pues ponga contera al relato, porque si no…
—Para no dejarle a media miel, le diré que a poco de aquella sublevación militar que quedó en agraz, y que usted recordará perfectamente, el capitán Trigueño desapareció del planeta, porque no volvimos a saber de él. En espera de noticias que jamás llegaban pasáronse dos años; mi niña se fue consolando, y vueltos a España merced a ciertas negociaciones diplomáticas entabladas con el Gobierno por el pariente que me sacó de la cárcel, diéronme licencia para residir donde me pluguiese; vínome a mi antigua residencia, donde el rey del corcho, más duro que sus alcornoques, cayó de nuevo a los pies de Paulita, y en premio a su porfía consiguió ser su esposo.
»Mi heredera ganó su dicha, mas yo perdí la mía, porque la
popularidad de D. Tadeo Pistomey de Velilla, con lo de la
prisión y el destierro creció entre los partidos extremos por tan
desmesurada manera, que no bien puso la planta en la corte,
comisiones de todos los ámbitos de la nación vinieron a
manifestarme sus simpatías; organizáronse juntas para regalarme
planchas de cobre en que los revolucionarios grababan su firma
debajo de una dedicatoria que siempre decía: Al ilustre
D. Tadeo, mártir del despotismo
; quieras que
no, me hicieron asistir a innumerables banquetes, cuyo puesto de
honor ocupaba por distinción debida a la firmeza de mis
convicciones, y no hubo comité, desde Gijón a Chipiona, que no
me nombrara su presidente honorario. Lo menos me obsequiaron con
treinta serenatas, con lo cual mi calle era la más alegre del
barrio; y tuve el gusto de ver mi efigie en las cajas de cerillas,
dando la espalda a Cléo de Mérode.
»Y aquí tiene usted, Sr. D. Sisenando, la causa de mi gran inquietud. Si reniego del partido y estampo en letras de molde que esto de la República y la democracia es palabrería huera y música celestial, me puede sobrevenir la gran desazón que me administren mis correligionarios, porque tengo uno ahí cerca, en la taberna de la esquina, que si averigua que mis ideales van hacia la Inquisición y el rey absoluto, me hace picadillo; y si me dejo caer del lado del populacho, daré en presidio cuando aquí venga un gobierno de palo y puño, y además mi alma se irá derecha a los dominios de Pedro Botero el día que Dios disponga separarla de mi cuerpo. ¿Quiere usted decirme, querido amigo, qué camino debo escoger en conflicto tan horrendo?
Quizás por obra de los consejos de D. Sisenando, apareció en los periódicos avanzados el siguiente suelto:
Nuestro partido acaba de experimentar una gran pérdida. Don Tadeo Pistomey de Velilla se ha retirado a la vida privada, no obstante las repetidas instancias de sus numerosos amigos. De hoy más, no podremos contar con la valiosa cooperación del hombre insigne que tanto sufrió por nuestros ideales. Patricios de la talla de Pistomey son los que necesita la patria para levantar su decaído espíritu.
¡Y poco que se rio D. Sisenando cuando leyó las anteriores líneas!