Capitulo 5

Capítulo 5

Se separaron con suma cordialidad, el señor Judd para recuperar su revólver y Fen para regresar al pueblo. Este último lamentó perderse el traslado de un cadáver imaginario al monumento a los caídos y se preguntó qué motivos tendría el asesino para llevar a cabo un acto tan público como laborioso.

Cuando estaba llegando al punto que había sido identificado provisionalmente como la «granja de Sweeting», y ya había elaborado una rebuscada y compleja teoría sobre el asesino del señor Judd (que incluía a un familiar de Harlingen que se dedicaba al cultivo de tulipanes), vio que el supuesto Crawley se acercaba hacia él a paso lento y meditabundo. Iba vestido con gorro y bombachos de tweed, y llevaba en la mano una caña agarrada de un modo que demostraba un completo desconocimiento de los rudimentos de la pesca.

A Fen le asaltó la impresión de que ya había visto o conocido a aquel hombre en otro contexto. Así que decidió acercársele para resolver, si era posible, aquella cuestión.

Pero resultó ser demasiado optimista al respecto. El hombre observó el avance decidido de Fen, miró apresuradamente a su alrededor y, sin perder un minuto, saltó por encima de una cerca para alejarse después a buen paso.

Desconcertado al descubrir que lo evitaban de una forma tan incuestionable, Fen se detuvo. Y cuando reanudó la marcha, lo hizo de peor humor. Puede que el tal Crawley fuese una de esas personas no muy apreciadas por la ley con las que, por otro lado, Fen estaba más que acostumbrado a relacionarse. Si ese era el caso, él tenía la responsabilidad de evitar cualquier delito que estuviera planeando, aunque tampoco podía afirmar que aquel hombre estuviese planeando cometer delito alguno.

Registró el variopinto desván de su cabeza con la esperanza de resolver el enigma de su identidad, en vano. Seguía registrándolo, todavía en vano, cuando llegó a la hostería.

El paseo se había prolongado más de lo que imaginaba: ya eran las once y diez. Sin embargo, la taberna solo empezaba a llenarse hacia el mediodía y, salvo por Myra, la bella rubia y un hombre que parecía la caricatura de un granjero rústico y que le hablaba a Myra con voz lenta y vehemente, el local estaba vacío.

—¡Serás mía! Lo conseguiré, ya verás.

La señaló con un dedo dramático, pero Myra no mostró la menor perturbación.

—No seas bobo, Sam.

—No me importa que seas camarera —dijo el granjero rústico con suma amabilidad—, yo no soy uno de esos engreídos… Vamos, Myra, sé buena. No nos llevará ni cinco minutos.

Myra, imperturbable ante esta promesa de celeridad, señaló a Fen.

—Estás quedando en ridículo delante de este caballero, Sam. Acábate la cerveza como un buen chico y vuelve a la granja. ¡No deberías estar aquí a estas horas! Como el granjero Bligh se entere, te caerá una buena…

El apasionado rústico dirigió a Fen una intensa mirada de odio, apuró el vaso, se limpió la boca y, tras murmurar algo despectivo en referencia al sexo femenino, salió del bar. Poco después reapareció en la mugrienta ventana y escribió con el dedo las palabras TE QUIERO a la inversa, para que pudieran leerse desde el interior. Luego dirigió una mirada hosca a todos los presentes y se marchó.

—¡Qué sagaz! —dijo Myra, refiriéndose, al parecer, a la hazaña caligráfica—. Seguro que se ha tirado horas practicando en su casa.

—Hum… —respondió Fen, sin comprometerse.

—Sam es un caso crónico… Ya lleva casi dos años así. Es halagador, en cierto modo, pero no alcanzo a comprender que no se canse nunca…

—Supongo que el tiempo no significa nada para él —dijo Fen, recordando vagamente algunas novelas de comunidades bucólicas.

—¿Qué le gustaría beber, querido?

—Una pinta de bitter, por favor. ¿Y a usted?

—¡Oh, gracias, señor! Me tomaré una Worthington.

Fen se sentó en un taburete de la barra y, mientras apuraba su bebida, le habló a Myra de las personas que había conocido en Sanford Angelorum.

Averiguó que Diana, hija de un antiguo médico que había muerto casi en la ruina porque nunca enviaba las facturas a sus pacientes, era huérfana; que los vecinos la querían mucho y que se rumoreaba que estaba enamorada del joven lord.

Averiguó que el joven lord Sanford, que actualmente estaba cursando su último año en Oxford, era un socialista convencido que no vivía en la mansión familiar de Sanford Hall, sino en la segunda residencia de la propiedad, y que a los del pueblo les habría caído mejor si no fuese tan conscientemente democrático, y que quizá, o quizá no, iba a casarse con Diana.

Averiguó que el joven lord Sanford había donado Sanford Hall al Estado, y que el Estado lo había dejado a cargo del Ministerio del Interior, que no se había demorado en convertirlo en un manicomio.

Averiguó que el señor Judd era muy suyo.

Averiguó que el marido de Myra había fallecido hacía cinco años y que le gustaba trabajar en un pub.

Averiguó que el señor Beaver era un hombre que hacía gala de una gran determinación inicial pero que luego denotaba escasa perseverancia.

Averiguó que Jane Persimmons era tranquila y reservada, que no había hablado de los motivos de su estancia en el pueblo, que a Myra le gustaba y que sin duda no le sobraba el dinero.

—Entonces, ¿nadie de por aquí la conoce de nada? —preguntó Fen.

—Nadie, querido. Y al hombre, tampoco… Me refiero a ese Crawley. ¿Lo ha visto?

Fen asintió.

—Es un tipo muy raro —siguió Myra—. Llegó hace tres días y se pasa todo el tiempo fuera, solo. A veces, ni siquiera desayuna. Dice que ha venido a pescar, pero nadie viene aquí a pescar: en el Spoor no quedan más que dos o tres pececillos. Y, además, resulta evidente que sabe tanto de pesca como mi santo trasero. Es un misterio; sí, señor. Jacqueline desconfió de él desde el principio. ¿A que sí, Jackie? —le preguntó a la camarera rubia.

Jacqueline, que estaba secando vasos con suma placidez, asintió y los honró con una sonrisa radiante. Fen se fijó, con intención de informar posteriormente al señor Judd, en que la joven llevaba un sencillo vestido negro de cuello y puños blancos, así como un precioso broche antiguo de marcasita.

Myra la contempló con mucho cariño.

—¿No es encantadora? —preguntó, con orgullo de propietaria—. ¡Para que luego hablen de las rubias tontas!

La rubia tonta volvió a sonreírles, tan campante, como una gran bombilla que se enciende a su máxima potencia y luego va atenuándose suavemente.

—Es todo lo contrario a lo que la gente supone que es una rubia despampanante —dijo Myra—. Va regularmente a misa, cuida de sus padres en Sanford Morvel, no fuma ni bebe, y casi nunca sale con hombres. Pero, claro, lo único que la gente quiere de ella es quedarse mirándola. Bueno, casi lo único… —se corrigió, en aras de la precisión.

Jacqueline sonrió exquisitamente por tercera vez, sin dejar de secar los vasos con absoluta serenidad. En ese momento entró un cliente, y Myra abandonó a Fen para atenderlo. Hasta entonces la hostería se había mantenido en silencio, pero ahora unos golpes, procedentes de otra zona del edificio, anunciaron que el interregno del señor Beaver, cualquiera que hubiese sido su causa, había llegado a su fin.

Los golpes aumentaron en vehemencia, y pronto se les unieron, en fuga, otros ruidos similares.

—¡Dios mío, ya vuelven a empezar!

Fen consideró que era el momento apropiado para averiguar el motivo de aquellas obras.

—Es muy sencillo, querido. Normalmente solo tenemos clientes del pueblo y, claro, el pub no resulta muy rentable. Así que el señor Beaver ha decidido convertirlo en una especie de hotel de carretera, ya sabe, en plan pomposo y caro, para que toda la gente del condado se acerque hasta aquí con sus coches.

—¡Esa es una ambición deplorable! —protestó Fen.

—Bueno, pero es comprensible, ¿no? —repuso Myra, tolerante—. Sé que algunos dicen que no hay que estropear el pueblo y demás, pero creo que, si no dejamos que la gente gane tanto dinero como pueda, iremos a peor.

Fen consideró entonces esta teoría fiscal y, aunque con bastantes reservas, llegó a la conclusión de que tenía algo de razón.

—En cualquier caso, es una lástima. Ya sabe la clase de clientes que acudirán: hombres escandalosos y colorados, con bigotes de cepillo, al volante de unos Hudson Terraplane, y jovencitas esculturales de labios carmesíes que fuman cigarrillos con boquilla.

Myra suspiró ante aquella imagen de la próxima Gomorra. Sin embargo, como, a diferencia de Fen, su carácter no tendía al fanatismo estético, no pareció acongojarse demasiado.

—De todos modos, el pub le pertenece, y hará con él lo que le dé la real gana. ¿Sabe que intentaron sacar una licencia para las reformas, pero el ministerio no se la concedió? Por eso lo están haciendo ellos mismos.

—¿Ellos?

—Según la normativa, si no empleas a obreros profesionales ni gastas más de cien libras, puedes reformar tu casa, o cualquier inmueble de tu propiedad, sin necesidad de ese permiso. Al señor Beaver le ayuda toda su familia, y hasta algunos amigos se dejan caer de vez en cuando para echarle una mano.

—Pero un trabajo de esa envergadura debería dejarse en manos de expertos…

—Tiene razón, querido, pero el señor Beaver es así. Cuando se le mete una idea en la cabeza, no se detiene ante nada. Y en mi opinión…

Fen nunca sabría lo que Myra estaba a punto de decir. El sonido de un coche grande y ruidoso que se paraba ante la puerta de la hostería hizo que se detuviera.

Y, entonces, con la consciente grandiosidad de un dios surgido de una espléndida máquina, el recién llegado entró en el bar.