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Sin embargo, me dijo Anne-Dominique la víspera de la partida, más que saber de antemano lo que quieres hacer, ya he entendido que lo que te gusta es no saberlo, estaría bien que te preguntases ya lo siguiente: ¿vas a salir en la imagen? Cuando el tren llegue a la estación, ¿vas a pedirle a Philippe que baje el primero con la cámara y te filme cuando te apeas, o prefieres que la cámara siga tu mirada?

No supe qué responderle. Es extraño: desde que concebí el proyecto de película he hablado mucho de él, con un entusiasmo en general contagioso, he escrito notas de intención, convencido a los que deciden, reclutado un equipo, pero esta pregunta tan sencilla ni siquiera se me ha pasado por la cabeza. Y ahora, en el tren de noche que sale de Moscú, empieza a inquietarme. Como al barbudo a quien le preguntan si duerme con la barba por encima o por debajo de la manta, doy vueltas en la litera sin que me reconforten mucho las consignas que repetía hasta ahora como mantras: no prever nada, estar al acecho, tomar todo según viene.

¿Y si no viene nada?

¿Y si no fuera capaz de hacer una película? Tengo una clara conciencia de que esto dependerá de mi capacidad de hablar ruso, y este punto es el único que me preocupa. Este año he pasado dos meses en Moscú, he hecho todos los días ejercicios de gramática, he leído prosa en ruso y hasta he llevado una especie de diario en ruso, pese a lo cual, y a mi excelente oído, no progreso. Más o menos puedo leer y escribir y casi no puedo hablar. Pero aguardo un deshielo: un día, de pronto, me soltaré. Los datos pacientemente almacenados y que no puedo utilizar por el momento se harán accesibles. Hablaré ruso. Quizá ocurra en Kotelnich. Y entonces sí, por supuesto, apareceré en la película.

Vuelvo a pensar en mi primer viaje, en el mismo tren, y en el presagio que tuve entonces en sueños. Palabras rusas se mezclan con las frases de mi cuento ferroviario, la cara de Sophie enturbia la de la señora Fujimori. Me la imagino leyendo Le Monde, exactamente seis semanas después, en otro tren cuya llegada esperaré en la estación. Imagino nuestra alegría, su orgullo. Ayer, mientras yo terminaba de hacer mi equipaje, vino a entrevistarme un periodista de Le Monde, para un retrato que debe acompañar mi texto. Se asombra de que me vaya de viaje tan despreocupado, habiendo dejado detrás «una granada a punto de explotar». El chico me ha parecido muy ñoño, muy espantado. ¿Soy tan despreocupado? Sí, de momento.

Como la primera vez, al bajar del tren, alquilamos el único coche aparcado cerca de la estación y que presta servicios de taxi. Es el mismo Jiguli de la vez anterior, conducido por el mismo Vitali que, no especialmente sorprendido por nuestro regreso, nos lleva al mismo Hotel Viatka y luego al Troika, donde comemos y celebramos consejo. En el aspecto práctico, Sasha sostiene que vayamos lo antes posible a presentarnos ante las autoridades para registrarnos: una formalidad indispensable cuando llegas a una ciudad rusa y cuyo olvido este invierno, en Moscú, me valió que me detuvieran en el metro y pasara dos horas en una pequeña jaula hasta que el miliciano, juzgando que ya me había intimidado bastante, me propuso arreglar el asunto con un centenar de rublos. En el aspecto artístico, a Philippe le gustaría saber a qué clase de personajes quiero dedicarme a priori. Tengo una reserva mental: Ania la francófona y Sasha el del FSB. Pero me la callo y, con una confianza evasiva, respondo que no tengo nada preconcebido al respecto, que el azar se encargará de presentarnos a los personajes. Lo que hay que hacer es estar preparados para filmar al que entra cuando se abre una puerta.

La puerta se abre, precisamente, para mostrar a un trío de vagabundos que se sientan a la mesa y forman con nosotros la única clientela del Troika esta mañana. Nos acercamos para entablar conversación y filmarla. La primera tarea es incumbencia de Sasha, que no carece de defectos, en particular su carácter de cerdo, pero que no tiene rival a la hora de parlotear a la rusa, con una sorna cómplice y suspiros fatalistas. Uno de los vagabundos lanza un largo monólogo que Sasha puntea, como un psicoanalista o un sociólogo ducho en la entrevista denominada «abierta», con breves incisos encaminados a azuzar lo que no necesita la menor incitación. A ratos se inclina hacia mí para hacerme un resumen. Pero no me hace falta, no es difícil comprender que el tipo refunfuña porque la vida es dura, que a su juicio antes no era fácil pero sí mejor, en suma. Lo que yo quisiera captar son los detalles, que se pierden en la dicción grumosa, y tampoco quiero pedir a Sasha una traducción simultánea, porque turbaría la naturalidad de la charla y sobre todo porque tendría que confesar y confesarme que a pesar de mis esfuerzos, la verdad sea dicha, no pillo gran cosa. Molesto, voy a sentarme un poco más lejos. La camarera, una mujer de edad y de cara doliente, se me acerca y me pregunta por qué filmamos a esa gente: no es bonito. Ha sido la primera beneficiaria del pequeño discurso que a continuación perfecciono y pronuncio, creo, para todos mis interlocutores: no, no es bonito, pero es la realidad y hemos venido a filmar esta realidad. Hay cosas bonitas, desde luego —la verdad, no sé cuáles—, y también las filmaremos. Al saber que somos franceses, la camarera adopta una expresión aún más doliente: ¿por qué venir desde Francia a filmar esto? La invito a sentarse, me presento. Se llama Tamara. Empieza a hablar y lo que dice en el fondo no me parece muy distinto de lo que dice el vagabundo, pero la comprendo un poco mejor y procuro por ello transformar el monólogo en diálogo, aprovechando cada ocasión de insertar, como Sasha, una frase de aprobación o comprensión. Tamara lee la Biblia pero no extrae ningún consuelo de la existencia y la omnipotencia de Dios. Se inclina más bien por el Eclesiastés: todo pasa, todo cesa, todo cansa, y es evidente que estas verdades crueles las ha vivido en carne propia, más a menudo de lo que le tocaba. Menos porque espero interesarla que como quien se impone un ejercicio de tema difícil, empiezo a explicarle que, por cierto, yo he traducido la Biblia, es decir, he participado en una nueva traducción de la Biblia en Francia, pero debo de explicarme mal y ella no parece interesada. Yo, en su lugar, tampoco lo estaría.

En el despacho del alcalde, yo hablo francés y Sasha traduce, lo que da a la entrevista un aire más oficial. Hago de nuestro proyecto una exposición resueltamente positiva, en un impecable lenguaje estereotipado que parece convencer, pues el alcalde encarga a su ayudante, Galina, que nos obtenga todas las autorizaciones necesarias e incluso que nos encuentre un apartamento.

Sobre este punto rezongo, para sorpresa de mis compañeros. La historia del apartamento era un elemento esencial de mi plan. Me había dicho lo siguiente: el Hotel Viatka está bien para una semana, pero un mes es mucho, habría que buscar algo mejor, alquilar algo. Por unos cientos de dólares habría sin duda mucha gente dispuesta a cedernos su piso y a instalarse un mes en casa de unos primos. Sin duda; quizá no: veríamos. Lo que sabía seguro, en todo caso, era que un equipo francés que pretendiera alquilar un piso en Kotelnich representaba una situación inédita en la historia de la ciudad, y que generaría encuentros, chácharas, sinsabores, toda clase de pequeños acontecimientos que merecerían contarse. Más que un ligero progreso en materia de confort, yo esperaba que esta búsqueda diese a nuestra crónica un hilo conductor. Por eso me fastidia un poco que el asunto se arregle tan rápidamente. Galina, en efecto, se toma las cosas demasiado a pecho. El mismo día, un Volga de la alcaldía viene a buscarnos y nos lleva, fuera de la ciudad, a la central eléctrica, un complejo de edificios de ladrillo rodeado de alambradas y que da a unos descampados. No menos cordial que el alcalde, el director de la fábrica se divierte amablemente con nuestra descripción del Viatka, por supuesto unos huéspedes distinguidos como nosotros no van a pudrirse allí, y nos lleva a visitar, en la entrada de la central, una casita que sirve para alojar a ingenieros de paso y que podría poner a nuestra disposición. Está limpia, es casi coqueta, hay tres habitaciones tapizadas hasta las paredes de moqueta de color heces de vino, una cocina, una ducha: en suma, es exactamente lo que buscamos, salvo que yo hubiera querido que lo buscáramos, precisamente, que lo encontrásemos al final de un recorrido ajetreado y no que nos lo facilite nada más llegar y obligatoriamente el municipio de la ciudad. Digo, pues, que voy a pensarlo y por la tarde rastreamos otras pistas, es decir, interrogamos a transeúntes que niegan con la cabeza y compramos el periódico local, donde algunos anuncios inmobiliarios ofrecen, en el mejor de los casos, una habitación en un piso. Consciente de que desisto antes de tiempo, pero preocupado por la comodidad de mi equipo, accedo a mudarnos sin por ello abandonar nuestro objetivo: la central eléctrica es una base provisional, encontraremos algo mejor; bueno, no mejor, me figuro, sino distinto, más pintoresco, más merecido; de todos modos seguiremos buscando.

Como es evidente, la historia se acaba aquí.

Como ha corrido rápidamente por la ciudad el rumor de nuestra llegada, desde la segunda noche espero que Ania aparezca con su guitarra para darnos la bienvenida. Pero no, ninguna noticia de ella ni de Sasha. Él no puede ignorar, sin embargo, que estamos aquí. ¿Por qué no se presenta, ni ella tampoco? Me intriga.

Mañana es la fiesta de la ciudad, y esperamos mucho de ella para poner la máquina en marcha. Philippe es partidario de prepararla con cuidado y escoger a uno o dos personajes a los que seguiremos durante todo el día, y enviamos a Sasha a conseguir información. La guinda de las fiestas, de creer a Galina, la ayudante del alcalde y su fuente principal, será el homenaje que se hará a dos ciudadanos ejemplares, uno el director de la fábrica de gas («un dandy», asegura Galina), el otro un jefe de la brigada de albañiles. Según Philippe, habría que atrapar a uno de los dos al levantarse de la cama, mostrar el desayuno en familia, a la esposa conmovida que anuda la corbata del héroe, y no soltarlo hasta la noche. Lástima, la suegra del albañil ha muerto la víspera y la entierran pasado mañana, con lo que el hombre faltará a su propia consagración y como poco no estará de humor para darse importancia delante de nuestras cámaras. En cuanto al gasista dandy, Galina ha intentado llamarle pero está ilocalizable.

Despechados, erramos por la ciudad y como a primera vista no ofrece otra curiosidad que el paso incesante de trenes, decidimos ir a filmarlo. Philippe instala la cámara de trípode en el puente metálico tendido sobre las vías, Liudmila los micrófonos y yo, con la pequeña DV, me propongo filmarles filmando los trenes. Las vistas ferroviarias son la única cosa aquí que nunca va a escasear, en el peor de los casos podremos conseguir un efecto de repetición cómico: nuestros héroes, sin nada mejor que hacer, suben al puente a filmar convoyes interminables de mercancías. Ha pasado ya una buena docena cuando llega un miliciano que con bastante educación nos ordena parar y seguirle a la oficina de la milicia ferroviaria. El jefe de la milicia, que nos recibe también muy cortésmente, es un joven rubio, de ojos muy azules, cuya cara difunde la expresión de inocencia humilde y apacible que imaginamos en los locos por Cristo de la Santa Rusia y vemos en algunos personajes de las películas de Tarkovski. Nos confirma que, salvo autorización expresa, está prohibido filmar la estación, los trenes, las vías, los puentes sobre las vías. ¿Por razones estratégicas?, pregunta Philippe, con una ironía cómplice, y el otro, al que visiblemente le gustaría complacernos, responde con una gran sonrisa y un encogimiento de hombros fatalista: es un poco ridículo, por supuesto, pero es así. ¿Y quién puede darnos la autorización? Pues el FSB. Pregunto entonces si el responsable del FSB sigue siendo un tal Sasha, cuya amiga habla francés. Lo de la amiga, la pequeña rubia, no lo sabe, pero lo otro lo confirma: Sasha Kamorkin, sí, es él. ¿Y podríamos llamarle, al tal Sasha Kamorkin? Servicial, el rubito marca el número sin éxito: nos aconseja que más vale ir a verle, y nos da la dirección. Nos quedamos un momento en la dulce luz amarilla del final de la tarde que baña la oficina polvorienta y nos sume a todos en un embotamiento plácido. Nuestro anfitrión, que no tiene motivo alguno para retenernos, no tiene prisa por que nos vayamos y nosotros tampoco, se está bien en la oficina, hablamos con indolencia, hablamos de Francia, donde al rubio le gustaría ir algún día sabiendo muy bien que hay pocas posibilidades de que llegue a hacerlo, y de Kotelnich, donde no entiende bien qué hemos venido a hacer. Que queramos rodar allí una película lo hace mostrarse pensativo, pero no hostil, y con la misma sonrisa, en el momento de separarnos, nos sugiere un título: Tut zhit nielziá, paká zhivut, no se puede vivir aquí, pero se vive.

La mañana de la fiesta, Philippe, que sin embargo tiene buen carácter, no depone la cólera. Ha filmado muchos reportajes, en Rusia y en otros sitios, conoce el paño, y la jornada, según él, sólo puede contarse siguiendo a una persona concreta desde el principio al fin. Ahora bien, no tenemos nada. Ni personaje ni ángulo, nos vemos obligados a vagar por el parque municipal y a rodar, a falta de algo mejor, a mujeres jóvenes que colocan montañas de pasteles en mesas recubiertas de manteles de papel, braseros donde se asan salchichas y brochetas. Durante este tiempo, Sasha va y viene simulando que busca información y yo, sentado en una grada del campo de fútbol, tomo en mi libreta notas en las que ya asoma el desaliento. Tengo tendencia, y eso me inquieta, a separarme del equipo, a dejar que trabaje por su cuenta. Cuando estamos juntos, naturalmente hay detalles sobre los que me gustaría llamar la atención de Philippe, pero no puedo, cada vez que tiene el ojo en el visor, darle una palmada en el hombro y decirle que filme lo que yo veo, fuera de su campo de visión: esas moscas sobre el pastel, para cuando las encuadre, ya habrán volado. Y, además, ¿qué interés tienen esas moscas en un pastel? ¿Qué interés tiene la fiesta de Kotelnich? La mañana del cuarto día, me dedico a imaginar la película como la superposición de imágenes en las que yo no aparezco para nada y de un comentario introspectivo sacado de mi diario y que cuenta lo que yo pensaba en mi rincón en el momento en que se estaban tomando estas imágenes. La idea de este mecanismo narcisista me deprime, y deposito todas mis esperanzas en la irrupción de algo que lo trastorne. Algo o más bien alguien.

Y en eso alguien nos aborda: es el periodista-fotógrafo del diario local, el Kotelnichnyi véstnik, reconocible por su chaleco de múltiples bolsillos. Me digo: muy bien, vamos a seguirle, a mostrarle en su trabajo, y de paso nos contará los chismes de la ciudad. El problema es que su trabajo consiste en entrevistarnos. Y cuando, aprovechando esta entrevista, trato de sonsacarle los sucesos locales, me explica que su periódico, que tira ocho mil ejemplares, se ha impuesto la misión de insistir en los aspectos positivos de la vida, por ejemplo la captura de un pez muy grande en el río Viatka, o la construcción por parte de un valiente de un barco que, en este mismo río, lleva a navegar a su familia el domingo. Le pregunto sobre Sasha Kamorkin y Ania, pero asegura que estos nombres no le dicen nada. Me asombra que un periodista local no conozca o finja que no conoce al responsable del FSB. Y también me asombra que el propio Sasha no dé señales de vida, lo que confiere una vaga amenaza al misterio que le rodea a mis ojos.

El homenaje a los ciudadanos de honor de la ciudad comienza al mediodía, en la sala del club de fútbol donde se reúnen los notables. Pero apenas empezamos a filmar los brindis nos ruegan que nos larguemos y ni siquiera nos ofrecen un trago. La desconfianza hacia nosotros es patente, y a mi entender legítima. Cualquiera se figura que si un equipo de cine francés viene a rodar Kotelnich es para mostrar lo triste y fea que es la vida aquí, y el que pretendiera lo contrario pasaría a todas luces por mentiroso. La pregunta surge continuamente: ¿por qué nuestra ciudad? La acompaña una variante: ¿qué impresiones les produce Kotelnich? Sabiendo que si digo que buenas me tomarán también por un mentiroso, pruebo con el periodista del chaleco de múltiples bolsillos una nueva cantinela según la cual la ciudad, sí, es sucia, la vida difícil, la coyuntura desfavorable, pero la gente es buena y animosa y es la gente la que me interesa: pero la gente no me cree, y con razón.

Fuera, sobre la escena de un pequeño teatro de madera, se desarrolla un espectáculo: bailes, canciones, números cómicos presentados por los escolares de la ciudad, entre los cuales Philippe detecta a una posible heroína, que canta sin una voz excesiva, pero con mucho fervor, una canción de Britney Spears y, cuando la interroga, dice que le gustaría ser cantante profesional. Se llama Cristina, tiene diecisiete años y, muy bajita, un poco rechoncha, aparenta catorce, pero es bonita de cara, tiene una expresión abierta y risueña, no se muerde la lengua y declara que le encanta que la filmemos. Yo tenía una idea algo distinta en materia de heroínas: pensaba en esas chicas rectilíneas, rubias, encantadoras, que encuentras en las discotecas de Moscú y que son las amantes de los nuevos rusos, con abrigos de pieles sobre vestidos muy cortos y muy caros, circulan en Mercedes de cristales ahumados, miden a sus acompañantes por el rasero exclusivo de su tarjeta de crédito y pasean por el mundo una mirada de una dureza glacial. Muchas de esas chicas deben de ser oriundas de villorrios de la Rusia profunda, hijas de familias que ganan seiscientos rublos al mes y sólo comen patatas. Un día se suben al tren para escapar a la suerte de sus padres y, con el arma única de su belleza y la cabeza sin duda atestada de esos anuncios que desfilan ante los borrachines atontados del Troika, eligen con pleno conocimiento de causa la prostitución de un vuelo más o menos alto, actividad que un sondeo reciente revelaba que dos terceras partes de las jóvenes rusas consideraban sin el menor escrúpulo moral un medio de hacerse un hueco en el mundo. En Kotelnich me habría gustado detectar a una de aquellas chicas antes, saber lo que tenía en la cabeza, y veo mal a Cristina ejerciendo este oficio. Por otro lado, sueña con marcharse, conocer otra cosa, con que un día la aplaudan en un escenario: Philippe tiene razón, esto puede hacer de ella un personaje atractivo.

En el lindero del parque municipal hay un café llamado Rubin, que Sasha designa con evidente malestar como el café de los bandidos: es donde le rompieron la cara durante nuestra primera estancia. Esta noche, debido a la fiesta, todo el mundo se agolpa en la terraza del Rubin, no sólo los bandidos que forman el núcleo duro de la clientela. Hay uno, sin embargo, y que además, como sabremos pronto, es el jefe, Andréi Gonchar, un tío enorme, con el torso desnudo, el cráneo rapado, barrigudo y tatuado por todas partes, que con un tono entre guasón y agresivo me lleva aparte, a mí el francés, cuando paso junto a su mesa, y me propone un pulso que yo declino. No vale la pena, le digo, ya se ve que eres más fuerte que yo, y se ve, en efecto. Al cabo de unos minutos lamento este reflejo de prudencia: Andréi me habría hecho un poco de daño en el brazo, pero nos habríamos reído, habríamos entablado relación y esto bien podría haber supuesto relacionarse con el cabecilla del lugar. Cuando lo hablamos entre nosotros, Sasha tuerce el gesto: no, no estaría bien, sería demasiado peligroso.

Más tarde, todo el mundo baila en una especie de cercado al aire libre, rodeado de una verja. La pequeña Cristina se retuerce como una loca, unos crios con el pelo al rape están divididos entre las ganas de que les filmen y la de joder a la cámara, Philippe capta todo lo que puede y al día siguiente yo descubriré al visionar las cintas a una rubia encantadora y divertida que habría podido ser perfectamente el personaje que yo pensaba, pero ay, no volveremos a encontrarla, quizá no fuera de Kotelnich. En un momento dado respondo a la pregunta sempiterna —¿por qué venir a filmarnos?— con mi sempiterna cantinela sobre la ruda realidad y el valor de la gente que la afronta, pero mi interlocutor, un cuarentón grandote con veinticinco años de ejército a la espalda —Tatarstán, Chechenia, Mongolia—, guiña el ojo como alguien al que no se la pegas. Sabe muy bien lo que nos interesa: no es Kotelnich, no hay nada de interés en Kotelnich, sino Morodikovo. ¿Morodikovo? Sí, la fábrica que, a cincuenta kilómetros de aquí, producía hasta hace poco armas químicas. La desmantelaron, pero nadie sabe a ciencia cierta lo que hicieron con las sustancias peligrosísimas que procesaban en ella. Yo había oído vagamente hablar de Morodikovo durante nuestra primera estancia, creía que estaba más lejos, y de repente comprendo la sospecha que incluso entonces debía de circular por la ciudad: filmar Kotelnich sólo puede ser una tapadera para tratar de acercarnos a la zona prohibida. Deben de decirse que somos unos listillos: no sólo no vamos en esta dirección, sino que no hablamos de ello con nadie y esperamos a que nos hablen los otros. Pregunto al antiguo militar si estaría dispuesto a hablar del asunto, y por lo demás a hablar de su vida en general, pero no, no quiere que le filmemos. Tengo frío, estoy harto. A las tres de la madrugada, el día, que no se ha puesto realmente, empieza a despuntar —estamos en la latitud de San Petersburgo, en junio las noches son blancas— y el cercado cierra. La fiesta ha terminado y no ha sucedido nada.

La oficina del FSB, en el chaflán de las calles Karl Marx y Octubre, se encuentra en el mismo inmueble que la redacción del Kotelnichnyi véstnik y cuando, al subir la escalera, me cruzo con el periodista de chaleco de múltiples bolsillos, veo que se burla un poco de haberme dicho que no, que no conocía a Sasha Kamorkin, al que sin anunciarnos venimos a visitar esta mañana. En su despacho, adornado con un retrato grande de Felix Derjinski, el fundador de la checa, nos recibe con cordialidad, sin denotar sorpresa pero cerciorándose de que la tapa está bien puesta en el objetivo de la cámara. Le presento a Philippe y a Liudmila y le informo de la muerte de Alain, lo que parece entristecerle sinceramente. En un año y medio se ha avejentado. Conserva la prestancia de un héroe de la Unión Soviética, pero tiene la cara cada vez más abotargada y los ojos inyectados de sangre. Adopta el aire superior y astuto de quien ha sabido esperar que fuéramos a él en vez de precipitarse a nuestro encuentro, pero presiento que en realidad este regreso le intriga. Él también —él más que nadie, es su oficio— debe de sospechar que oculta algo, y ese algo tiene que ver con Morodikovo. Pero fiel a lo que él debe de tomar por una estrategia especialmente ladina, no pronuncio el nombre, sino que me limito a pedirle la autorización de filmar la estación y trenes —verá lo que puede hacer— y, aprovechando la ocasión, a preguntarle qué ha sido de su amiga Ania, la que hablaba francés. Al no verla yo había pensado que se habría ido, que habría encontrado un empleo de intérprete en una gran ciudad, pero no: siguen juntos, tienen un hijo, ella vive actualmente en casa de su madre en Viatka, pero volverá pronto, en cuanto esté preparado el piso. Al final de la entrevista, que es breve, quiere hablar a solas con Sasha. Cuando éste se reúne con nosotros, en la calle, es para comunicarnos, socarrón, la norma que presidirá en adelante las relaciones con nuestro amigo del FSB. La norma es que no existe el FSB. Él no trabaja para el FSB, sino en la protección del medio ambiente, y vale.

Pero esto es absurdo.

Es absurdo, cloquea Sasha, pero es así.

Como ahora tenemos una casa y una cocina, vamos al mercado para un gran avituallamiento. En cuanto la cámara de Philippe se vuelve hacia ellos, la mayoría de los comerciantes y sus clientes hacen una señal de que no quieren que les filmen. Un carnicero abandona su puesto, en el que zumban las moscas, y nos amenaza directamente. Un viejecito de manos enormes, que trabajaba en la serrería local antes de que ésta cerrase, teme que le detengan si le ven en la tele, y no sirve de nada explicarle que no se detiene a la gente sin más ni más y que de todas formas la película no se verá en la televisión rusa, sino en Francia. Y otra vez la monserga que nos persigue desde el principio de nuestra estancia: vivimos como perros y ustedes viven en el paraíso, son unos cerdos por venir a filmarnos. Nos batimos rápidamente en retirada.

Durante la comida, preparada por Liudmila, confeccionamos la lista de los posibles personajes para la película. Philippe se inclina resueltamente por Cristina, con cuyos padres se ha puesto en contacto para filmarla en familia. Yo deposito grandes esperanzas en el matrimonio Kamorkin. Las opiniones están divididas respecto a Andréi Gonchar, el jefe de los bandidos, el interés y el peligro que representa, pero convenimos en que no se trata de realizar una investigación seria sobre las relaciones entre la policía y la delincuencia, o sobre la práctica del chantaje en Kotelnich. No es nuestro tema; sin embargo, me costaría trabajo decir cuál es el tema de la película.

Al atacar con cuchara la carne dura y llena de nervios comprada al carnicero brutal, Liudmila levantó la liebre: en esta ciudad no hay cuchillos. Ni en el restaurante, ni en los cajones de nuestra cocina: sólo cucharas y tenedores de hojalata. Liudmila piensa que es para no tentar al diablo y, más concretamente, a los borrachos, y yo, encantado, propongo este título: Gorod biez nozhéi, la ciudad sin cuchillos. En realidad, estoy encantado sobre todo porque durante el almuerzo en nuestra pequeña cocina sólo he hablado en ruso, primero con Liudmila, pero también con los demás, y no me ha ido tan mal. Otra buena noticia, y sin duda el único cambio notable con respecto a mi estancia anterior, es que los móviles funcionan ahora y que se puede llamar a Francia sin pasar por la oficina de correos: me acuesto pronto y paso media hora hablando con Sophie, le cuento los momentos de duda que atravieso. Ella tampoco está muy contenta. El trabajo le pesa, así como la perspectiva de buscar otro. Trato de calmarla, la quiero, ella también me quiere. Acabamos haciendo el amor por teléfono y a fe mía que como sexualidad me basta y sobra.

Los padres de Cristina, a cuya casa vamos cargados con pasteles, chocolate, vodka y shampánskoe, viven en las afueras, en una casita comunitaria. Ocupan un piso de dos habitaciones muy cuidadas, con estantes acristalados, cubiertos de libros de encuadernación dorada, baratijas y fotos de familia. Cuando llegamos se sienten intimidados, pero el ambiente se deshiela sin que, para ser sincero, yo contribuya en nada. Cristina sólo tiene ojos para Philippe, cuya amabilidad hace maravillas. El padre, que es miliciano, suave y apagado, tiene treinta y dos años y aparenta cuarenta y cinco: cierto es que proyecta jubilarse pronto. Se nota que es la mujer la que manda en casa. Dice que le gustaría abandonar la ciudad, Morodikovo la inquieta, como a todo el mundo, hay mucha gente enferma, gente joven, cánceres, pero ¿adónde ir? Para ellos es demasiado tarde, transfiere sus esperanzas a sus hijos. Aunque capto lo esencial, me cuesta participar en la conversación. Añoro a la bonita rubia localizada demasiado tarde en los tumultos de la fiesta, tengo un poco la impresión de haberme impuesto yo mismo esta Cristina y su agradable familia, pero no he tomado ninguna iniciativa y debería agradecerle a Philippe que haga lo necesario para que, pese a todo, las cosas avancen.

Gracias a él, asimismo, descubrimos al día siguiente a un nuevo personaje, más positivo imposible y capaz de tranquilizar a la ayudante del alcalde, a la que preocupa discretamente nuestra tendencia a filmar a los borrachines desplomados en las plazas peladas de Kotelnich. Vladímir Petrov es el entrenador del club de culturismo. Treintañero, el apretón de manos franco y una hermosa sonrisa ingenua, se clasificó décimo de la CEI en los campeonatos de 2001 y le propusieron un puesto en San Petersburgo, que rechazó para no dejar plantado a su club y a los jóvenes que se entrenan allí. Se siente responsable de ellos. Muchos son antiguos delincuentes que bajo su influencia han dejado de fumar y de beber y ya no callejean por ahí, sino que levantando pesas han vuelto al camino recto. No contento con supervisar sus ejercicios musculares, se ocupa de su reinserción profesional y les contrata de vigilantes en la fábrica de cuya seguridad es el responsable. En suma, es un chico que en esta ciudad a la deriva no se rinde. Al rodar su sesión de entrenamiento imaginamos conexiones atrayentes: que entre quienes frecuentan la sala figuran los matones de Andréi Gonchar, el bandido tatuado; que uno de los chicos rescatados de la delincuencia por Vladímir Petrov tiene un amigo de la infancia menos afortunado, internado en la colonia penitenciaria para niños de la que nos ha hablado la ayudante del alcalde y que nos ha propuesto que visitemos, para gran sorpresa nuestra; que Cristina viene a hacer fitness al club, se enamora del joven halterófilo y que los dos van a visitar al amigo encarcelado. Ante nuestras cámaras se cruzarían todos estos destinos y, como broche de esta serie de felices encuentros, se me ocurre la idea de un gran banquete al que invitaríamos a todos nuestros personajes al final del rodaje. Este día creo en la película y hasta pienso en proponer a Sophie que se tome una semana de vacaciones para venir a vernos y asistir al festín triunfal. Lo pienso, pero no se lo propongo. Hoy me pregunto qué camino habrían seguido nuestras vidas si lo hubiera hecho.

Sasha, el jefe del FSB, al que a partir de ahora llamamos Sasha el ecologista, convoca a nuestro Sasha para una de esas entrevistas privadas sobre el contenido de las cuales él se muestra evasivo, pero que parecen ser más que nada un pretexto para beber juntos. De hecho, cuando les encontramos al final de la tarde en el restaurante Zodiac que, abierto hace poco, pasa por ser el nuevo lugar elegante de la ciudad, los dos llevan una buena trompa. La embriaguez no merma en nada la obsesión del ecologista por rehuir la cámara. Especifica que es un tío majo, pero que si intentan tenderle una trampa puede volverse malo. Sin embargo, hay mucha gente esta noche de sábado y no puede prohibir a Philippe que filme lo que ocurre en la pista de baile. Para Philippe y para mí se vuelve un juego que él, mientras revolotea alrededor de los que bailan, intente robar una imagen de Sasha y que yo, sentado con él a una mesa mal iluminada, trate de distraer su vigilancia. Sin dejar de insistir en que brindemos por la belleza de las mujeres, me suelta un rollo cada vez más plúmbeo sobre la cultura, Francia, el hecho de que él es un psicólogo fino, que sabe juzgar a las personas y, a fuerza de girar a nuestro alrededor fingiendo que apunta hacia otra parte, Philippe termina captando un plano del perfil de Sasha. Nos regocijamos de este pequeño botín al volver a casa, como cazadores que han capturado una pieza especialmente delicada, y sólo al día siguiente me avergüenzo un poco. Nuestro éxito principal al cabo de diez días en Kotelnich es haber filmado sin que él lo sepa a un tipo al que las normas le prohíben ser filmado. Un tío desdichado, alcohólico, sentimental y vengativo al que se me ha metido en la cabeza, por la sencilla razón de que él se niega, convertir en un personaje de la película, y a su mujer también, porque me figuro que podría contarme en francés cosas que no contaría delante de Sasha en ruso. A partir de una cinta filmada hace año y medio en el Troika, y en la que no se ve ni se oye casi nada, he construido una novela sobre esa pareja a la que ahora tengo intención de tender una trampa. Como para castigarme, me parece que mi ruso retorna.

Cuando en el desayuno Philippe me pregunta: ¿qué hacemos hoy?, cada vez más a menudo le respondo: no lo sé. Podría cruzarse de brazos, esperar a que yo me decida, pero no es su estilo y entonces decide él mismo, y la decisión, por lo general, consiste en filmar a Cristina, su familia, sus amigas, sus exámenes. Mientras que él trabaja yo me siento en bancos al sol y en el mejor de los casos tomo algunas notas en mi libreta, pero lo más frecuente es que dé una cabezada. Soy en teoría el jefe del equipo, pero no decido nada, me dejo llevar y en todos los encuentros me comporto como un peso muerto, de vez en cuando sonrío o digo da, da, kanieshna, para mostrar que no se me escapa todo lo que se dice en mi presencia.

Esperaba de este viaje el desbloqueo que por fin me permitiera hablar ruso y, de la misma tacada, desarrollar relaciones calurosas con el prójimo, y resulta que no hablo ruso y cada vez estoy más retraído. Me sumerjo en una lengua que se me hace conocida, íntima, maternal y que sin embargo no comprendo. Me dejo acunar por ella y no sólo capto únicamente a medias el sentido de lo que me dicen, sino que en el fondo no me interesa. Cuando digo que sólo entiendo la mitad, ¿es la proporción correcta? Si dijese una tercera, una cuarta parte, ¿sería más exacto? ¿Cómo evaluar el nivel de alguien capaz, durante dos meses, de llevar un diario en ruso, capaz en Moscú de una conversación trufada de faltas y que recurre a palabras inglesas, pero fluida y viva, y que hoy, en Kotelnich, parece afectada de afasia? Cuando digo a mis compañeros que a pesar de mis esfuerzos un bloqueo me impide el acceso al idioma ruso, se encogen de hombros: ¿por qué llamar bloqueo a la clásica dificultad de pasar de la práctica pasiva a la activa en una lengua extranjera? No obstante, yo sé que se trata de un bloqueo, que algo o alguien en mí teme y rechaza este retorno a la lengua materna, y que hay un enigma cuya clave, espero, acabará por revelarme este trabajo, empezado con la historia del húngaro, proseguido a través del ruso para recobrar recuerdos de la infancia y de mi regreso hoy a Kotelnich. Por eso estoy en Kotelnich, por eso decidí rodar aquí esta película.

Aun así, ¿por qué Kotelnich? Bromeo cuando digo, para ir deprisa, que quiero encontrar aquí mis raíces. No tengo ninguna en Kotelnich, y en el fondo tampoco en Rusia. Cuando hablo de él, sigue causando un gran efecto el tío bisabuelo que fue durante seis meses gobernador de Viatka y que defenestraba a los musulmanes. Sasha el ecologista se brindó a investigar sobre él en los archivos, yo le dije que sí con aire de entusiasmo pero en realidad me importa un bledo. Mi abuelo era georgiano, mi abuela creció en Italia, los vastos dominios de mis bisabuelos me dejan indiferente. Esta tierra no me dice nada, sólo me interesa la lengua que se habla en ella. No fue aquí, sino en París, donde mi madre la aprendió y la habló, donde yo la oí de niño. Entonces, ¿por qué viajar a Rusia, por qué volver a Kotelnich, si no es porque aquí vino a parar el destino del húngaro que me permite acercarme por un desvío al de mi abuelo?

A veces me digo que se trata de un trayecto cuyo punto a es la historia del húngaro, y cuyo punto z la de Georges Zurabishvili, y que entre los dos puntos ignoro lo que hay. La apuesta, que nada racional justifica, es encontrarlo en Kotelnich. Habría podido ir a Georgia, seguir la emigración de mi abuelo, Tbilisi, Estambul, Berlín, París, Burdeos, hasta aquella avenida que imagino extrañamente achicharrada por el sol donde se encontraba el inmueble que albergó a la Kommandantur. Pero no, he venido a Kotelnich.

Traje el expediente que contenía las fotocopias de sus cartas y a veces, mientras los demás se van a filmar, me quedo en casa para descifrarlas. Es una lengua muy personal la que desarrolló, tanto en francés como en ruso, pero es tan personal que llega a no tener mucho que ver con la lengua común: es un idioma privado que, a pesar de la cultura y el brío, acaba por parecerse a la de András Toma, que durante cincuenta y seis años masculló solo en su propia lengua y que ya nadie hoy comprende. Para rumiar sus obsesiones, su amargura, su megalomanía y su odio a sí mismo, mi abuelo se forjó una lengua que es casi demasiado suya, y al leer sus cartas se me ocurre la idea, que me asusta, de que son las de un loco.

Ahora que tenemos permiso, filmamos el paso de trenes debajo de los puentes, pero hay que confesar que los trenes cansan pronto. Filmamos el entrenamiento de los halterófilos y las rondas de los matones de Vladímir en la fábrica de cuya seguridad se encargan. Filmamos el examen de final de curso de la pequeña Cristina, su acceso de lágrimas porque no sabe nada (lo que se dice realmente nada), su sonrisa recobrada porque no obstante le han puesto 4 sobre 5. Filmamos a sus compañeras de clase y una de ellas, Liudmila, me parece encantadora. Filmamos a su profesor, Ígor Pavlovich, un oso indolente de veintiocho años que aparenta cuarenta y al que nos proponemos interrogar sobre su vocación, el noble desinterés que muestra, pero nos responde sin ambages que no le gusta nada enseñar, es sólo una manera de eludir el servicio militar. El año que viene habrá sobrepasado la edad límite y dejará la docencia. Mientras espera esta jubilación merecida, da cuatro horas de clase a la semana por seiscientos rublos al mes, es decir, veinte dólares, que le bastan: vive a caballo de Kotelnich, en casa de su hermano estudiante, y la casa de sus padres en el campo; esta vida le conviene, ¿por qué esforzarse más? Este conformismo apacible me lo hace bastante simpático, menos aburrido, en todo caso, que la virtuosa familia de Cristina, a cuya casa volvemos después del examen para brindar por su éxito escolar. Sin embargo, es conmovedora esta chiquilla a la que le gustaría ser cantante como Britney Spears y Céline Dion, y ya se imagina, creo yo, que sin grandes dotes físicas ni vocales tiene pocas posibilidades de ir mucho más lejos en la vida que sus pobres padres. Hojeo y la miro hojear los álbumes de familia, ella de bebé, ella de niña, ella en escena por primera vez, con su gran sonrisa y sus gordos mofletes. No me entusiasma la idea de seguirla a lo largo de una serie de repartos de premios y de concursos, como Philippe parece resuelto a hacer, y me bastaría con decir que no, con proponer otra cosa, pero tiendo a seguir las tendencias ajenas y he decidido convertir en política esta norma, veremos qué da de sí, y en cualquier caso estoy seguro de que Ígor Pavlovich me daría la razón.

Digo desde el principio que este rodaje es una experiencia, lo que implica que puede salir bien o no, y, por extraño que pueda parecer a alguien tan angustiado como yo, me comporto como si fuera verdad, como si el fracaso posible no tuviese nada de dramático o como si tuviera un sentido que se revelaría más adelante. Pero mi cuento para Le Monde aparecerá exactamente dentro de un mes y es irremediable, ocurrirán cosas, y además Sophie me quiere: todo esto influye mucho en mi ecuanimidad relativa.

Ania me telefonea una mañana. Estará unas horas en Kotelnich, nos citamos en el restaurante Zodiac. Apenas ha cambiado: no es bonita, pero es viva, inquieta, escindida, dubitativa, por eso me interesa más ella que los demás personajes. De nuestra primera velada en el Troika, de los comentarios ácidos con que ella punteaba, en vez de traducirlas, las frases de su amante, guardé la impresión de que, al contrario que Sasha, que incluso borracho se vigila sin cesar, ella hablaba libremente, sin control, sin ton ni son, y de hecho, apenas sentarse, habla y habla con los ojos brillantes, como si no hubiera tenido ocasión de hacerlo desde nuestro último encuentro, que recuerda, dice, como «un cuento de hadas» o como la visita de los Reyes Magos. Que vengamos de otro lugar, de otro mundo, inspira desconfianza a mucha gente de aquí, pero a ella la maravilla realmente. Y que hayamos vuelto demuestra que los milagros existen. A la espera de que terminen las obras en su nuevo piso, vive en Viatka con su madre y su hijo de cuatro meses, el pequeño Lev, al que nosotros llamamos Léon, a la francesa, pero volverá a Kotelnich dentro de unos días y espera que nos veamos a menudo. ¿Será un regreso definitivo? Ania tuerce el gesto. La idea de un retorno definitivo a Kotelnich es cruel. Pero es aquí donde trabaja Sasha, es su mundo, su vida y será por tanto el mundo y la vida de Ania, que a los veintiocho años, por amor, parece haberse avenido a enterrarse en vida aquí. Porque Kotelnich, dice con un énfasis ingenuo, es la ciudad del amor. El amor, sin embargo, no es fácil aquí, la gente te mira mal cuando eres forastera y vives sin estar casada con un hombre que por ti ha dejado a su mujer y que por añadidura ejerce funciones delicadas. ¿Ah, sí? ¿Funciones delicadas? Se tapa la boca con la mano, como un niño que teme haberse ido de la lengua, pero al instante vuelve a hablar de Sasha y de su trabajo como sin duda a él no le gustaría que lo hiciera. O bien, lo que es poco probable, Sasha no le ha leído la cartilla sobre lo que debía decir o no, o bien en materia de secretos ella es una alumna muy inexperta y en todo caso muy atolondrada. Lo demuestra una vez más cuando la acompañamos al despacho de Sasha, es decir, al FSB, donde ha dejado el bolso. Le propongo bajar con ella para ayudarla, ella dice que sí, sí, pero luego, de golpe, se le agrandan los ojos, se lleva otra vez la mano a la boca y dice no, Emmanuel, no, más vale que vaya sola. Y un poco más tarde, en la estación, me explica que es allí donde venden hachís, que cada vez hay más gente que fuma en la ciudad (no veremos a nadie fumar, nadie nos lo ofrecerá) y que forma parte del trabajo de Sasha ocuparse de esos fumadores. ¿Ah, sí? ¿No se ocupaba de la protección de la naturaleza? Mímica de asombro: ¿os ha dicho eso? Se ríe.

Ania me ha decepcionado un poco, el día del reencuentro. Yo esperaba a la Mata Hari de Kotelnich y me he encontrado con una madre joven que me parece banal y a la que no sabía muy bien qué decirle. Sin embargo, de mi primera estancia, de nuestra noche de embriaguez en el Troika, conservo la convicción de que a Sasha y a ella les rodea un misterio, en todo caso un halo novelesco. En el fondo no me interesan la pequeña Cristina, el culturista Volodia, el indolente profesor Igor Pavlovich y tampoco sus alumnas más bonitas, pero quiero de verdad que Ania y Sasha salgan en la película.

Entonces se me ocurre una idea. Propongo a Ania que nos sirva de intérprete adicional. Es una burda treta, es evidente que no necesito dos intérpretes, y por más que le explique a nuestro Sasha que se trata de una estratagema, él pone mala cara, como si yo comunicase a todo el mundo que estoy descontento con sus servicios. Pero al contratar los de Ania pretendo que ella comente nuestros encuentros a su manera libre e imprevisible, y que así, creyendo ser nuestra ayudante, se convierta en un personaje principal de la película. De todos modos, mi propuesta la fascina: es bueno para vosotros, dice, y es bueno para mí; pero más para mí, añade con una mezcla de coquetería y de modestia maligna que, por un instante, la hace irresistible. Yo me esperaba este entusiasmo, pero lo que más me sorprende es que Sasha, al día siguiente, declare que está de acuerdo. Negocia la tarifa, cincuenta dólares al día, con nuestro Sasha, y me pregunto qué le habrá dicho éste para salvar la cara y justificar que le suplanten así. Trato hecho, en suma: Ania trabaja para nosotros.

(Oficialmente es para descargar a nuestro Sasha, ocupado con otros asuntos más urgentes. Decimos vaguedades respecto a dichos asuntos, pero su primer impulso, cuando tiene tiempo libre, es ir a tomar unos tragos con el otro Sasha, lo que debería bastar para destruir nuestra falacia, pero no, no es así, y cada uno finge creérsela.)

Orgullosa de que le paguemos, orgullosa de realizar para nosotros un auténtico trabajo, Ania se ha preparado para la visita a la colonia penitenciaria como quien se prepara para un examen importante. Le divierte de antemano la sorpresa que se llevará Serguéi Víktorovich, el director, cuando la vea entrar en su despacho con nosotros: es un buen amigo de Sasha, repite Ania, y uno de los pocos que cuando él abandonó a su mujer acogió bien a su nueva compañera. Pero en contra de lo que se esperaba, cuando entramos en el despacho Serguéi Víktorovich, un hombrecillo regordete, que viste un uniforme militar, la saluda sin que parezca asombrarse de su presencia y sin perder tiempo en efusiones amistosas, inicia de inmediato una disertación. El desencanto de Ania debió de comenzar ahí. Guardo un recuerdo borroso del tiempo pasado en aquel despacho, recuerdo sobre todo las cintas visionadas unos meses más tarde con Camille, la montadora. Era una chica de risa fácil, y se carcajeaba ante la desgana cortés con que escuchaba el discurso de Serguéi Víktorovich sobre el sistema penitenciario y las etapas de la rehabilitación de los presos. Yo tenía uno de esos días en que nada ni nadie me interesan y en que toda mi actividad psíquica se concentra amargamente en ese desinterés. Con la barbilla apoyada en la mano, no paro de menear la cabeza y reprimir los bostezos y, al final de cada párrafo, Ania, con el bloc y el lápiz en la mano, empieza a traducir con un celo que me abruma aún más. La sesión dura una hora y media y a continuación Serguéi nos lleva a visitar el penal. Me extrañaba un poco que nos permitieran visitarlo, pero ahora lo comprendo porque está bastante bien organizado. Los dormitorios están limpios, las aulas parecen aulas, con dibujos de niños clavados con chinchetas en las paredes, y los adolescentes encarcelados que recorren los pasillos en uniforme tienen aire de alumnos en un internado algo estricto. Me reprocho estar aquí, me reprocho haber considerado emocionante visitar una cárcel para menores que esperaba dantesca, me reprocho estar decepcionado porque no lo es tanto, y también guardo rencor a Ania por su buena voluntad exasperante, su manera aplicada de traducir a media voz, inclinada hacia mí, los comentarios interminables de Serguéi Víktorovich. Secamente le digo que vale, que comprendo. Y como siempre he sido amable con ella, mi brusco cambio de tono la espanta. Se azora. En el trayecto de vuelta me mira con inquietud, como a un doctor Jekyll que de repente se hubiera convertido en Mister Hyde. No sé lo que ha hecho para ponerme nervioso, yo mismo no sabría explicarlo claramente, pero me crispa. Le echo la culpa de todo lo que no ha ido bien desde el principio de esta estancia y de lo cual no puedo hacer responsable a nadie, y casi me reiría con sorna de mi ceguera: me había hecho ilusiones con Ania, la veía como un personaje novelesco y en realidad no es más que una pobre chica desorientada que quiere hacer las cosas como es debido y cuya voz y expresiones me desagradan, el hecho de que sólo emplee el artículo determinado, por ejemplo cuando dice: tengo que ir a comprar el tubo de pasta dientes, y no un tubo y de dientes, y de golpe esta torpeza liviana, en boca de alguien que, sin embargo, habla francés cien veces mejor que yo ruso, concentra todas las crispaciones que me produce la estancia aquí y, más en general, mi vida. La llevan a su casa, pregunta tímidamente cuándo volveremos a necesitar sus servicios y respondo que no sé, ya veremos. Siento que soy cruel, estoy rabioso conmigo mismo y también con ella. Detesto recordar este día.

Cristina y sus amigas han aprobado el examen, que es el equivalente del bachillerato, y para celebrar su entrada en la vida adulta una fiesta congrega a los padres, profesores y jóvenes en el refectorio de la panadería industrial. Un grupo de padres biliosos, encabezados por un cacique desabrido que dice que ha visto «nuestras» películas sobre Kotelnich y sabe a qué atenerse con nosotros, quiere al principio impedirnos el acceso, pero Cristina tiene que cantar y sus padres están de acuerdo en que la filmemos, conque al final nos dejan entrar y optamos por integrarnos, es decir, por lo que a mí respecta, en pillar una curda metódica. Cristina canta sus canciones de Britney Spears y la bonita Liudmila, que no bromea con el patriotismo, canciones a la gloria del ejército ruso en Chechenia. Yo también tengo en mi repertorio una nana cosaca donde se dice con toda tranquilidad que el enemigo es el cruel checheno y, aunque no me la sé entera, cosecho en un extremo de la mesa un pequeño éxito cantando las primeras estrofas. Las repiten a mi alrededor, me felicitan, menciono como puedo mis raíces rusas, a mi madre, mi niania, al vicegobernador que defenestraba a musulmanes, y pronto me encuentro enzarzado en una conversación incoherente pero sumamente afectuosa con un bigotudo que se llama Leónidas y que una hora antes formaba parte del grupo de padres que se oponían a permitirnos la entrada. En un momento dado le hago la siguiente promesa: cuando esté terminado, quiero poder mostrar con la cabeza muy alta el documental que estamos rodando a los habitantes de Kotelnich. Porque, por supuesto, se lo mostraré: dentro de seis meses, de un año, volveremos e invitaremos a una gran proyección a todos los que aparecen en la película. Y no se quejarán: me comprometo a ello. O, por lo menos, porque quizá sea pedir demasiado, no sentirán vergüenza. Lo que me ha chocado en el rechazo inicial de los padres a que filmemos su banquete, y después en su sentimentalismo desbordado e inquieto, es que no sólo desconfían, sino que se avergüenzan. Se avergüenzan de ser pobres, de estar desorientados, de empinar el codo, y tienen miedo de que les muestren así. Tienen un miedo espantoso de que se burlen de ellos y, mientras hablo con Leónidas, nada me parece más importante que cumplir mi promesa y no justificar su recelo.

El festín duró mucho tiempo y hacia las cuatro de la madrugada todo el mundo estaba a la orilla del río. Ya había amanecido, la noche sólo había durado una o dos horas. Era la más corta del año, el 21 de junio. Unos sapos croaban. Las chicas se metieron en el agua con los zapatos en la mano, remangado el dobladillo de sus faldas largas. Los tirantes del corpiño les caían sobre los hombros, cerveza y vodka corrían a chorro, proseguían los cantos, cada vez más desafinados. Yo estaba borracho como una cuba, desplomado en el fondo del coche y sobre esta escapada a la ribera me fío menos del recuerdo que de las imágenes captadas por Philippe: poseen la gracia de las alboradas y de los epílogos alcohólicos en las películas de Kusturica.

Me aprendo la nana hasta el final. Me trastorna, me entran ganas de llorar cuando murmuro para mí la última estrofa. Pero decae enseguida el impulso que me movió a hablar ruso con Leónidas y las chicas la tarde del banquete. Sean quienes sean mis interlocutores, apenas me interesan. A no ser que haya bebido una copa de más, no sé de qué hablar con ellos, ni con cualquiera, y de golpe vuelvo a sumirme en la afasia. Sigo el rodaje más que dirigirlo. Sasha hace preguntas, Philippe filma. Liudmila graba y yo sigo en mi rincón, me siento en un banco y tomo notas sin ilación, menos seguro de lo que ocurre delante que de lo que se me pasa por la cabeza. Pienso en András Toma, que vivió cincuenta y tres años aquí sin hablar ruso ni comunicarse con nadie. Pienso en mi abuelo desaparecido, en la locura que traslucía en sus cartas, en mi madre, que tanto miedo tiene de que yo escriba sobre él algún día, en mí, que tanto miedo tengo de hacerlo, y que sé, sin embargo, que hay que hacerlo, que para ella y para mí es una cuestión de vida o muerte. Pienso en aquel detective de ya no recuerdo qué novela policial que poseía el talento de resolver los enigmas durmiendo, mientras los investigadores discutían, y asaltado por una somnolencia inquieta, surcada de pesadillas, me pregunto qué enigma he venido a resolver aquí.

Vamos a casa de Vladímir Petrov, el halterófilo. La idea consiste en mostrarle en su casa, con su mujer y su hijito, después de haberle filmado en el entrenamiento. Philippe les explica amablemente que hagan lo que harían si nosotros no estuviéramos delante: preparar la comida, jugar con el niño, hablar de la jornada pasada. Esta perspectiva me abruma, siento que allí sobro y aprovechando la estrechez del piso, donde a cada paso corro el riesgo de que me capte la cámara, salgo a esperar en el rellano. Luego bajo la escalera de hormigón. Espero al pie del inmueble. Delante de mí hay otro bloque de inmuebles, un solar donde pacen las vacas y al fondo de todo los edificios de la panadería industrial. El sol lo aplasta todo. Filmo el paraje, por pura ociosidad, con la pequeña DV. Como contrapunto de las imágenes filmadas durante este tiempo en el piso de Vladímir, imágenes que sin duda he debido de ver después en el montaje, pero de las que no conservo ningún recuerdo, están estas otras yuxtapuestas, bañadas en una luz cruda y cargadas para mí de una extraña e indecible tristeza. En esta película en la que yo esperaba aparecer, hablando ruso libremente, dirigiendo un equipo, dialogando de tú a tú con los demás, las imágenes señalan el momento en que yo también me resigné a desaparecer.

Ania nos propone un paseo en barco. De hecho el paseo lo organiza Sasha, el barco pertenece a un amigo suyo, es una especie de regalo que nos hace, pero prefiere no venir con nosotros. Es más bien raro porque, de creer a Ania, que como de costumbre habla sin la menor inhibición, desde hace unos días hay entre ellos una fuerte tensión a la que no somos ajenos. El ecologista sospecha que queremos sonsacar a su mujer —en particular, supongo, sobre el tema de Morodikovo— y sospecha que ella se deja engatusar con excesiva facilidad. ¿Por qué, así las cosas, nos manda a navegar juntos y él se abstiene de venir? Es otro misterio que no resolveré.

La pequeña motora que pilota el amigo de Sasha remonta lentamente el río Viatka, pasa por debajo del puente del ferrocarril, pone rumbo hacia un cementerio de barcos oxidados que resultarán ser el objetivo de la excursión. Al principio, Ania juega a hacer de guía, pero enseguida sus comentarios sobre las curiosidades locales viran hacia la confidencia. Rebasamos un pequeño cerro pelado y nos dice que le llaman «el pico del amor», que los enamorados van a pasear allí y que Sasha la llevaba al pico desde la primera cita. Algunos días más tarde, él abandonaba a su mujer y a su hija para vivir con ella. Juntos afrontaron los chismorreos de la aldea donde a Sasha, de entrada, no le apreciaban demasiado porque era poli, y a ella tampoco porque venía de la gran ciudad. No querían a Sasha pero le temían, y sólo Ania encajaba de lleno las frases hirientes, las miradas malévolas. Ella se burlaba entonces, hasta se enorgullecía porque estaba con él y se amaban. Describe a Sasha como un hombre romántico, misterioso, herido, habla de los primeros tiempos de su amor mutuo con una especie de embriaguez, pero también dice, con palabras al principio veladas y después cada vez más claramente, que aquel tiempo ha pasado, que hoy la cosa no marcha entre ellos. Procura decirlo alegremente porque cree que esperamos alegría de ella. Se encoge de hombros y suelta, con una despreocupación afectada, que él quiere abandonarles, a ella y al pequeño Léon. ¿Por otra mujer? No, no por otra mujer en especial, aunque tiene amantes. Sólo la exaltación ha decaído y lo que a él también le había parecido romántico y misterioso ahora le desagrada. Le encantaba que ella hablase francés y ahora le parece algo turbio, vagamente inquietante, teme que le comprometa. Y ella nota que el francés la abandona, como un don que se perdiese, una singularidad preciosa que se diluyera en la grisura opresora de los días. Lo que cuenta me parece triste y al mismo tiempo comprendo ese desencanto porque lo comparto. Yo también, la primera noche, en el Troika, los había considerado románticos y misteriosos. Me había enamorado un poco de ellos, ¿y qué veo ahora? Una buena chica ingenua, bovaryzante, sentimental, como lo es él también, pero abúlico y paranoico, una historia que ha ardido algunos meses y se ha hundido en el tedio mezquino de una región de la que sueñan con huir pero que no abandonarán nunca. Esta vez me muestro amable, no como en la colonia, pongo cara de compadecerme pero en realidad estoy harto: harto de Ania y de Sasha, harto de Kotelnich y harto de mi estancia en Kotelnich. Quisiera ser tres semanas más viejo para estar con Sophie cuando publiquen mi cuento, o sólo diez días porque son los que nos faltan para marcharnos. De repente diez días me parecen muy largos y me digo que sólo depende de mí abreviar la experiencia.

¿Me apetece filmar otra vez la colonia penitenciaria? ¿Al bueno de Volodia y sus culturistas? ¿A Cristina cantando, las lamentaciones de la criada Tamara e incluso los comentarios de Ania sobre Kotelnich, la ciudad del amor? Más en general, ¿me apetece filmar algo? No, pero por otro lado había previsto este momento de desaliento y también me había dicho que lo importante era llevar la experiencia hasta el final, aunque fuese aburrida e infructuosa en lo inmediato. Nada impide que se produzca un milagro en el último minuto, cuando ya no se creía posible. Sin embargo, al anochecer anuncio que he reflexionado mucho y que me inclino por volver antes de lo previsto. Podemos hacer lo que nos falta en tres o cuatro días, ¿para qué esperar una semana más? Es razonable, pero todos piensan que acortar nuestra estancia equivale implícitamente a reconocer el fracaso de la misma. Sasha, Liudmila y Philippe se entristecen y me miran con un poco de rencor.

A la mañana siguiente me despierto con el nudo de angustia en el plexo solar que me ha acompañado toda la vida y que curiosamente no me había molestado desde mi llegada a Kotelnich: estaba apático, tenía dudas, pero no una auténtica angustia. Noto también, en la extremidad del prepucio, la especie de hinchazón que anuncia un acceso de herpes y tengo la certeza absoluta de que he tomado la decisión errónea en un momento crucial. ¿Por qué no haber aguantado una semana más? ¿Por qué no haber tenido confianza?

La víspera por la noche quise hablar con Sophie. La llamé a medianoche, cuando eran las diez en París, pero no estaba en casa. Dejé un mensaje diciendo que seguramente regresaría dentro de unos días. Vuelvo a llamarla temprano por la mañana y no contesta. Me extraña un poco pero me digo que ha debido de pasar la velada en casa de alguna amiga y se habrá quedado a dormir. Dejo otro mensaje, y un tercero en su móvil. Soy cada vez más apremiante porque me encuentro mal, mi decisión me pesa, necesito sincerarme con ella. A las once, o sea, a las nueve allá, ella me llama. Dice que acaba de salir del metro, que acaba de oír mi mensaje en el móvil. No dice que esta noche ha dormido fuera. La noto agitada, confusa, y me asombro. ¿No recibiste mi mensaje de anoche? ¿Anoche? Ah, no, volví un poco tarde, no debí de escuchar el contestador… ¿Y esta mañana? He llamado a las siete de la mañana. No habrías salido tan pronto, ¿verdad? Ella se azora, dice que debía de estar en la ducha cuando ha sonado el teléfono. Intuyo que miente. Si me miente, ¿qué quiere decir? Que ha dormido fuera, pero no en casa de una amiga: con otro hombre. No lo digo claramente, pero de pronto me vuelvo muy frío al teléfono y a ella le extraña mi frialdad. ¿Qué pasa, Emmanuel, qué te he hecho yo? ¿No haber estado cuando necesitabas hablar conmigo? Ahora estoy aquí, contenta de que vuelvas antes. Te echo de menos. Abrevio la conversación, secamente.

Entre las cosas que quería hacer antes de marcharme, hay una pequeña experiencia que, en lugar de correr detrás de los personajes más o menos pintorescos, consiste en pasar un día simplemente sentado en un banco de la plaza situada enfrente de la estación. Te sientas, no te mueves, miras lo que ocurre… o lo que no ocurre. Me figuro que para Philippe, que es de por sí impaciente, puede resultar un suplicio, pero le explico que es la regla del juego: en vez de filmar la plaza desde todos los ángulos, hay que limitarse al punto de vista del banco. La cámara se colocará a la altura de tus ojos y sólo podrá girar sobre el trípode, como si movieras la cabeza sin levantarte. De acuerdo, dice Philippe, y se sienta estoicamente, flanqueado por Liudmila, que abre el micrófono, y por mí, que tomo notas.

12 horas. Además de nosotros, hay otras tres personas en la plaza, repartidas en dos bancos. Una pareja de edad, un hombre todavía joven. No tienen equipaje ni aspecto de haber venido a esperar un tren, sino sólo a sentarse un rato. Pronto llega la hora de comer, pero no sacan bocadillos. No hablan y no parecen advertir que les filmamos. Es cierto que tampoco nosotros nos movemos ni hablamos. La mujer se abanica con un periódico. Unos gorriones gorjean. Pasan varios trenes, entre ellos el expreso que va a San Petersburgo.

13.30 horas. La pareja se ha ido. El joven solitario se ha dormido con la cabeza gacha y ronca ligeramente. Otro hombre solo viene a sentarse, con un cucurucho de pipas de girasol comprado a la vendedora ambulante que se coloca delante de la estación. Pela las pipas y se las come una tras otra, a un ritmo perfectamente regular. Sigue así hasta vaciar el cucurucho. Entonces se levanta y se va.

Llega Sasha Kamorkin, que se sienta sin remilgos a nuestro lado en el banco. Le explicamos lo que hacemos y se ríe: ¿para qué? Philippe corea su risa: es un antojo que tiene, no intentes comprenderlo. Sasha viene de la estación, donde ha comprado el billete de su hija para San Petersburgo. Va a estudiar allí. Bueno, estudiar: a hacer de puta, más bien. Lo dice bromeando, pero se nota que no es una simple broma, hay en su tono rabia y admiración. Su hija se llama Cristina, como nuestra heroína principal, tiene diecisiete años, igual que la otra Cristina, y también acaba de terminar la escuela, pero la semejanza no pasa de ahí. Sasha nos enseña su foto en el pasaporte y yo me digo que si hubiera visto esta foto antes nuestro documental habría seguido otro curso: es exactamente la clase de chica cuya trayectoria me habría gustado seguir desde un villorrio podrido como Kotelnich hasta las discotecas de San Petersburgo, de Moscú o de Nueva York, donde su belleza y su cinismo ingenuo van a hacer estragos. Es una bonita putilla, ¿eh?, repite Sasha, antes de detallar las medidas de su hija. Nosotros estamos un poco cortados, él en absoluto: tiene un alma de macarra, es su forma de enorgullecerse de su hija.

Una media hora después de haberse ido Sasha, Ania, sin duda avisada por él, viene a visitarnos. Lleva a su hijo contra el pecho, en un arnés tipo canguro. Es la primera vez que vemos al pequeño Léon. Tiene cinco meses. Duerme. Ella le acuna con la mirada y nos lo muestra para que lo admiremos con una ternura que borra todo lo que en otros momentos ella puede tener de ingrato y la vuelve grácil y conmovedora. Dios sabe lo complicadas que han podido ser las relaciones entre Sasha y Ania; hoy son sencillas. Saben que pasamos el día sentados en un banco cerca de la estación, que nos aburrimos un poco, un aburrimiento tranquilo y más bien agradable, y se turnan para hacernos compañía, charlar un rato. Es curioso, pero hoy pienso en ellos como amigos, no amigos íntimos, sino buenos amigos, personas con las que he vivido cosas, y me agrada este charloteo perezoso, sin compromiso.

Sin embargo, pienso en Sophie todo el tiempo. ¿De verdad creo que me ha engañado esta noche y mentido esta mañana? Si lo ha hecho, ¿es tan grave? ¿Me duele realmente? ¿O es que temo sobre todo, antes de la publicación de mi cuento, un conflicto que lo echaría a perder?

Bien sé que esta publicación, dentro de tres semanas, es lo que impide que me afecte demasiado el fracaso de nuestra estancia en Kotelnich. Pero ¿si el fracaso se extendiera? ¿Si la hora de gloria y de amor que nos auguro desembocara también en una catástrofe? ¿Si Sophie me abandonase?

Me he prohibido llamarla, pero es ella la que llama al móvil. Me mantengo frío, lejano, aunque sé muy bien que no podré prolongar esta actitud. Ella no da en verdad la impresión de que vaya a abandonarme. Por tanto, o bien yo me obceco en creer que miente, le doy mil vueltas a la idea hasta que se vuelve insoportable, o bien decido creerla: creer que efectivamente se estaba duchando cuando llamé y que ella, que lo escucha no una, sino tres veces, no escuchó el contestador aquella mañana… No es muy verosímil, pero por otro lado sus protestas amorosas suenan tan sinceras que realmente tendría…, ¿qué? ¿Que mentir muy bien? Sé que ella miente muy bien, ya me ha mentido y me ha reprochado después que yo no haya adivinado nada. Pues para mentir tan bien es preciso que me quiera y para no adivinar nada hace falta que yo la quiera menos. Supongamos que ella se haya acostado con otro aquella noche. Si tanto le importa ocultármelo, quiere decir que me ama a mí. Y si yo lo he presentido significa que yo también la quiero, más y mejor que antes. Se lo digo. Se ríe. Dice: qué retorcido eres. Mi sospecha subsiste, pero sé que hemos empezado a hacer las paces, y yo lo prefiero así.

Como la actividad en la plaza es ya inexistente, suavizo la orden y permito que filmen a Ania y al pequeño Léon. Ella está muy contenta porque me explica que Sasha desconfía hasta tal punto de las fotografías o las filmaciones que prácticamente no tiene una sola foto de su hijo. Es un niño al que no fotografían nunca. Luego, sin cambiar de tono, como de pasada, repite lo que dijo en el barco, que Sasha se dispone a abandonarla, y canturrea con tristeza: el placer de amor sólo dura un instante, la pena de amor dura toda la vida. En ese momento Léon se despierta y se pone a llorar. Le digo que no, los dos sólo duran un instante. Ania canta a su hijo una bonita nana que no entiendo bien pero en la que se habla de un grillo. Después, a petición de ella, tomo al bebé en brazos y, a media voz, le canto mi nana.

Duerme, pequeñito, maravilla mía,

duerme, mi niño, duerme.

Los claros rayos de la luna

velan sobre tu cuna.

Te contaré cuentos,

te cantaré canciones.

Cierra los ojos, duérmete, sueña,

duerme, mi niño, duerme.

El torrente fluye sobre las piedras,

retumba la espuma de las olas.

Te acecha el cruel checheno,

afila su puñal.

Pero tu padre es un hombre valiente,

curtido en el combate.

Duerme, mi amor, tranquilo,

duerme, mi niño, duerme.

Un día, ¿sabes?, llegará la hora

de la vida guerrera.

Montarás a caballo,

empuñarás las armas.

Yo bordaré hilos de oro

para adornar tu silla.

Duerme, hijo de mis entrañas,

duerme, mi niño, duerme.

Tendrás el aire de un héroe

y el alma de un cosaco.

Iré a despedirte,

tú me dirás adiós.

Cuántas lágrimas amargas

derramaré sola esa noche.

Duerme en paz, mi ángel, mi cariño,

duerme, mi niño, duerme.

Serán tiempos de angustia

de espera interminable,

De presagios y plegarias,

de noches insomnes.

Temeré que te entristezcas,

lejos, muy lejos de mí.

Duerme antes de que el mal llegue,

duerme, mi niño, duerme.

Te daré para el camino

un icono bendecido.

Guárdalo sobre el pecho

cuando reces a Dios.

A la hora del combate

acuérdate de tu madre.

Duerme, pequeñito, maravilla mía,

duerme, mi niño, duerme.