1

Al cabo de una travesía de ocho días, Pablo y su delegación desembarcan en Siria. Allí les reciben algunos adeptos de la Vía, como llaman los lugareños al culto cristiano. En Cesarea, el gran puerto de la región, les hospeda un predicador llamado Filipo, padre de cuatro hijas vírgenes que se dedican a la profecía. Un amigo de la casa, que también se declara profeta, quiere disuadir a Pablo de que vaya a Jerusalén. Mimando la escena, es decir, atándose de pies y manos, le vaticina que los judíos de allá van a detenerle y entregarle a los romanos, que le matarán. Pablo no le hace ningún caso. Su determinación es inflexible. Si es preciso morirá por la causa. Le despiden llorando, y es difícil no pensar que Lucas, al escribir estas escenas treinta años más tarde, no se haga eco deliberadamente de las de su Evangelio, cuyo héroe es Jesús, similarmente decidido a ir a Jerusalén, a pesar de las advertencias reiteradas de sus discípulos.

A pesar de las repetidas advertencias de los suyos, Pablo y su séquito entran en la ciudad santa. Alojados en casa de Mnasón, un discípulo chipriota, al día siguiente de su llegada van en procesión a hacer una visita respetuosa a Santiago, y ha llegado el momento de preguntarse por qué él era el jefe de los adeptos de la Vía en Jerusalén.

Debería haber sido Pedro, el más antiguo de los compañeros de Jesús. Podría haber sido Juan, que se presentaba a sí mismo como su discípulo predilecto. Los dos tenían toda la legitimidad necesaria, así como la tenían Trotski y Bujarin para suceder a Lenin, a pesar de lo cual el que la obtuvo, eliminando a todos sus rivales, fue un georgiano patibulario, Iósif Dzhugashvili, apodado Stalin, sobre el cual Lenin había declarado expresamente su desconfianza.

Lo que había dicho Jesús de su hermano Santiago, y en general de su familia, no era más alentador. Cuando le hablaban de su madre y sus hermanos, movía la cabeza y señalaba a los extraños que le seguían diciendo: «Aquí están, mi madre y mis hermanos». A una mujer que, con una efusión muy oriental, exclamaba: «¡Dichoso el vientre que te ha llevado! ¡Dichosos los senos que te han amamantado!», él respondió secamente: «Dichosos, más bien, los que escuchan la palabra de Dios y la aplican». Hay que confesar que Jesús no parecía sentir un gran interés por los vientres ni los senos. No hacía mucho caso a su familia y esta le prestaba aún menos atención. El evangelista Marcos narrará una escena en la que los suyos tienen la clara intención de hacer que le detengan porque dicen que ha perdido el juicio. Si Santiago hubiera salido, solo, en defensa de su hermano, sin duda nos lo habrían dicho. En vida de Jesús, debió de tenerle, como los demás, por un iluminado que desacreditaba a una familia modesta pero honorable. El hecho de que ese iluminado, ese rebelde, ese mal súbdito, acabara ajusticiado como un delincuente común debería haber dado la razón definitivamente a su hermano virtuoso, pero posteriormente se produjo algo extraño: a pesar de esa ejecución ignominiosa, o a causa de ella, el hermano deshonroso se convirtió después de su muerte en objeto de un auténtico culto, y un poco de su gloria póstuma empezó a salpicar a Santiago. Este se dejó hacer. Gracias a la sangre más que a sus méritos, en virtud de un principio puramente dinástico, llegó a ser uno de los grandes personajes de la Iglesia primitiva, a la altura e incluso más arriba que los discípulos históricos Pedro y Juan, algo así como el primer papa. Extraña trayectoria.

2

Lucas no sabía nada de Jesús la primera vez que encontró a su hermano. No conocía ni su libertad de costumbres ni sus malas compañías ni su desprecio por la devoción. Quizá se imaginó que en vida se pareció a Santiago, de quien la tradición, es decir, el obispo Eusebio de Cesarea, que en el siglo IV escribió una historia de la Iglesia, nos legó este atrayente retrato: «Fue santificado desde el seno de su madre, no bebió jamás vino ni bebidas embriagadoras, no comió nunca nada que hubiese estado vivo. La cuchilla no rasuró nunca su cabeza. No se ungía con aceite y no se bañaba. No se vestía con lana, sino con lino. Entraba solo en el Templo y allí se quedaba tanto tiempo rezando que las rodillas se le habían vuelto tan callosas como las de un camello».

Pablo, rodeado del consejo de ancianos de la Vía, pasa una especie de gran examen oral ante este personaje intimidatorio. Tras las cortesías usuales, el apóstol presenta un informe detallado sobre las obras que el Señor, a través de su intermediario, ha realizado entre los gentiles. Siempre positivo, siempre afanoso de minimizar las disputas, Lucas dice que sus oyentes «glorificaban a Dios por lo que oían», pero guarda un extraño silencio sobre lo que constituía, en suma, el motivo principal de la visita: entregar a la iglesia de Jerusalén el fruto de la colecta. De ahí a pensar que Santiago rechazó la ofrenda de Pablo, como Dios rechazó la de Caín… Ninguna de nuestras dos fuentes dice nada de esto, pero, puestos a pensarlo, aceptar su generosidad equivalía a refrendar el rango de Pablo, y no es seguro que Santiago estuviese dispuesto a hacerlo.

Por positivo que fuese Lucas, no puede ocultar que después de glorificar a Dios, los ancianos, esto es, Santiago, hablaron a Pablo de este modo: «Sabes que miles de judíos han abrazado la Vía sin dejar de observar la Ley. También debes saber que están inquietos por los rumores que circulan sobre ti. Dicen que incitas a los judíos que viven entre paganos a olvidar a Moisés, a no circuncidar a sus hijos, a ignorar los preceptos». Se supone que Pablo escucha sin decir ni pío: todo esto es verdad. «¿Qué hacer, entonces? Se sabe que estás aquí, no vamos a esconderte. Escucha lo que te proponemos para apaciguar a las almas y mostrar que te han calumniado». Pablo tragó saliva con dificultad. «Tenemos aquí a cuatro hombres que han hecho un voto de purificación. Acompáñales al Templo, cumple con ellos los ritos, hazte cargo de sus gastos y así todo el mundo verá que no hay nada de cierto en los horrores que se cuentan de ti».

Al exigir a Pablo melindres tan contrarios a todo lo que profesaba, Santiago se proponía mostrar que era el patrono y sin duda humillar a su enemigo. Pablo se doblegó. No por falta de valor, estoy seguro, sino porque para él aquello no tenía la menor importancia. Porque aquello sólo ofendía a su orgullo y era capaz de emplear su orgullo en humillarse. ¿Es eso lo que queréis? Muy bien. Hizo todo lo que le pidieron. Acompañó a los cuatro devotos al Templo e hizo con ellos todas las purificaciones rituales. Gastó dinero, bastante dinero, en ofrendas y sacrificios, y concertó una cita, al final de un ayuno de siete días, para la ceremonia final del rapado del cráneo. Nos preguntamos cómo le recibieron los cuatro devotos. En sus relaciones con ellos, Pablo seguramente consideró una cuestión de honor recordarse a sí mismo que el amor es dulce y paciente, ofrecer su paciencia a su dios y no impacientarse en ningún momento.

3

Mientras Pablo se sometía a esta semana de novatadas. Lucas y sus camaradas de Asia y Macedonia se ven abandonados a su suerte y no tienen nada mejor que hacer, me figuro, que pasear por Jerusalén. Súbditos del imperio romano, en materia de ciudades están acostumbrados a las ciudadelas romanas, todas más o menos semejantes, blancas, trazadas de un modo regular y simétrico. La ciudad santa de los judíos no se parece en nada a lo que ellos conocen. Además, llegan allí en el momento del Pésaj, la Pascua, que conmemora la salida de Egipto del pueblo de Israel. Una multitud de peregrinos, de comerciantes y caravaneros que hablan todas las lenguas se empujan en las calles estrechas, atraídos por el Templo que tampoco se parece a nada de lo que conocen. Lucas ha oído hablar de él, por supuesto, pero antes de verlo con sus propios ojos sabía lo que era; y no estoy seguro de que le gustara mucho. Lo que sí le gusta realmente son las sinagogas, esas casitas discretas y acogedoras que existen por todas partes donde hay judíos y en las que ha aprendido a apreciar el judaísmo. Las sinagogas no son templos: son lugares de estudio y de oración, no de culto, y menos aún de sacrificios. A Lucas le agrada la idea de que los judíos, a diferencia de los demás pueblos, no tengan templos, o de que el suyo esté en su corazón, pero la verdad es que sí poseen uno, sólo que es el único, de igual manera que sólo tienen un dios, y como creen que ese dios es el más grande de todos, que los de los vecinos son unos impostores irrisorios, su único templo tiene que ser digno de él. En vez de malgastar su tiempo y su dinero en dedicarle en todas partes donde viven pequeños templos insignificantes, los judíos del mundo entero envían cada año una ofrenda para mantener y embellecer el grande, el verdadero, el único Templo. Los más ricos y los más devotos peregrinan allí tres veces al año para las tres grandes fiestas, Pésaj, Shavuot, Sucot, y los demás cuando pueden. Durante estas fiestas, la población se multiplica por diez. Convergen hacia el Templo desde los cuatro puntos cardinales.

Se lo ve desde todas partes, coronado de mármol y de oro, y según la hora del día resplandeciente como el sol, cuyos rayos refleja, o parecido a una montaña cubierta de nieve. Es absolutamente gigantesco, tiene una superficie de quince hectáreas, seis veces la de la Acrópolis, y es casi flamantemente nuevo. Destruido por los babilonios en la época remota en que los judíos fueron conducidos al exilio, fue reconstruido a principios de la ocupación romana, bajo el reinado de Herodes el Grande, un megalómano riquísimo y refinado que lo convirtió en una de las maravillas del mundo helenístico. El historiador inglés Simon Sebag Montefiore, que después de dos libros apasionantes sobre Stalin escribió un compendio sobre Jerusalén a través de los siglos, asegura que cada uno de los bloques ciclópeos de los cimientos, los que actualmente forman el muro occidental y en cuyos intersticios los devotos deslizan sus plegarias escritas en pequeños papeles, pesan seiscientas toneladas. Esa cifra me parece exagerada, pero el propio Simon Sebag Montefiore cita con el mismo aplomo, entre los grandes hechos del rey de Egipto Tolomeo Filadelfo II, el que ordenó en el siglo III la traducción griega de las Escrituras judías conocida con el nombre de Biblia Septuaginta, la organización de una fiesta en honor de Dionisos en la que se podía admirar un odre gigantesco, hecho con pieles de leopardo, que contenía no menos de ochocientos mil litros de vino. La reconstrucción del Templo requirió bastante tiempo porque en vida de Jesús, treinta años antes de que Lucas pisara las explanadas, se le consideraba recién terminado. En la época de la que hablo, Lucas no conocía todavía la respuesta de Jesús a sus discípulos de provincias, que al llegar por primera vez a Jerusalén se maravillaron de tanto esplendor: «¿Admiráis esas piedras y esas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra». No conoce todavía la historia de los mercaderes a los que Jesús expulsó del inmenso atrio donde se tratan los negocios, pero habituado como está al dulce fervor de las sinagogas, lo imagino turbado por el barullo, los empujones, el griterío, los regateos, los animales arrastrados por los cuernos en medio de un concierto de balidos angustiados mientras suenan las trompas que llaman a la oración, y a los que sangran y despedazan y exponen humeantes sobre los altares para agradar al gran dios que sin embargo ha manifestado por medio del profeta Oseas lo poco que le gustan los holocaustos; lo que le gusta es la pureza de alma, y Lucas no encuentra muy puro nada de lo que ve en el recinto del Templo.

Cuando decimos recinto hablamos de varios, encajados los unos en otros y cada vez más sagrados a medida que se hacen más pequeños. El centro del vórtice es el sanctasanctórum, el espacio reservado al dios único y donde sólo el sumo sacerdote está autorizado a entrar una vez al año. Cuando se lo dijeron, el conquistador romano Pompeyo se encogió de hombros: me gustaría ver quién podría impedírmelo. Y entró. Le sorprendió ver que en el último santuario no había nada. Lo que se dice nada. Se esperaba estatuas, o la cabeza de un asno, porque le habían dicho que era eso el misterioso dios de los judíos, pero era un espacio vacío. Volvió a encogerse de hombros, quizá a disgusto. No habló más del asunto. Tuvo una mala muerte: después de haberle ejecutado, los egipcios enviaron a César su cabeza conservada en salmuera; a los judíos les regocijó la noticia. A continuación vienen los patios interiores, donde sólo admiten a los circuncisos. Luego lo que llaman el atrio de los gentiles, por donde pueden pasearse los turistas. Hoy día es más o menos parecido, con la salvedad de que el Templo de los judíos se ha convertido en la Explanada de las Mezquitas, pero los palestinos se niegan a reconocerlo. Quiero decir que se niegan a reconocer que en el lugar donde se hallan sus mezquitas se encontraba antaño el Templo de los judíos, es incluso uno de los obstáculos más irreductibles para la solución del conflicto israelí-palestino y un ejemplo de la chaladura religiosa de esta ciudad en que los judíos, los musulmanes y los cristianos se disputan el menor fragmento de muro, el más mínimo conducto subterráneo, alegando cada litigante que ellos fueron los primeros que estuvieron allí, lo que convierte la arqueología en una disciplina de alto riesgo. En cualquier caso, es aquí, en los patios interiores y en el atrio de los gentiles, donde Jesús enseñó durante los últimos años de su vida y donde se querelló con los fariseos. Es aquí donde Santiago y los antiguos de la Vía, aunque marginados por su extraña creencia en la resurrección de un delincuente común, siguen rezando hasta tener rodillas de camellos. Es aquí donde Pablo, un muchacho llegado de Tarso, siguió en otro tiempo, con un fervor rayano en el fanatismo, las enseñanzas del maestro fariseo Gamaliel. Aquí se juró erradicar a la secta blasfema que profesaba la resurrección del delincuente. Y aquí le reencontramos veinte años más tarde, observando con cuatro devotos como los que te encuentras hoy en cada esquina de Jerusalén —excepto que actualmente van disfrazados de terratenientes campesinos polacos del siglo XVIII— preceptos que a su entender no tienen ya ningún valor, pero que sin duda alguna habría seguido obedeciendo impávidamente si no le hubiera sucedido lo que le ha sucedido. Quizá piensa en esto cuando practica estas devociones, en la vida que habría vivido si no le hubiera ocurrido este suceso increíble: una vida centrada alrededor del Templo, una vida de devoto con rodillas de camello. En lugar de lo cual, arrancado de sí mismo por obra de Jesucristo, y no siendo ahora más que la apariencia de Pablo habitada por Cristo, al que agradece esta metamorfosis prodigiosa, ha recorrido el mundo desde hace veinte años, arrostrado mil peligros, convertido a miles de hombres a esta creencia insensata de la que antes abominaba, y ahora ha regresado al Templo, entre los circuncisos como él pero encabezando a un grupo de incircuncisos que, por supuesto, no pueden franquear los pórticos interiores y se quedan, por tanto, en la inmensa explanada de los gentiles donde la gente se cita como en Moscú se dan citas en las estaciones de metro, y donde abren de par en par los ojos y los oídos.

4

Timoteo es el único del grupo que desde que sigue la estela de Pablo es un viajero avezado. Lucas, en su calidad de médico ambulante, viajaba en círculos alrededor de Filipos y algunas veces llegaba hasta las riberas de Asia. Los demás, Sópater, Trófimo, Aristarco, no han debido de salir muy a menudo de sus ciudades natales. Vagan por Jerusalén como una panda de turistas, no hablan la lengua, no saben nada de las costumbres locales y no pueden esperar que los adeptos de la Vía les sirvan de guías. En la reunión celebrada en la casa de Santiago, ninguno de los barbudos que forman su guardia de allegados les dirigió la palabra ni les ofreció un vaso de agua. El único que les ha acompañado es ese simpatizante chipriota, Mnasón, bajo cuyo techo duermen, enrollados en sus mantas piojosas, y se preguntan qué se les ha perdido en este berenjenal.

En una película o una serie de televisión, yo intentaría hacer de ese figurante un personaje parecido al fotógrafo, enano y sexualmente ambiguo, que recibe en Yakarta al joven periodista interpretado por Mel Gibson en El año que vivimos peligrosamente y le describe las fuerzas que generan la explosiva situación política. El chipriota Mnasón pudo haber prestado este servicio a Lucas. Dicho esto, lo que yo sé de la situación política en Judea, lo que saben todos los historiadores, no lo hemos sabido por Mnasón, sino por un testigo capital que se llamaba Yosef ben Matityahu entre los judíos y Titus Flavius Josephus entre los romanos y, para la posteridad, Flavio Josefo.

Él también se encontraba en Jerusalén el año 58, pero no hay ninguna posibilidad de que se codeara con el humilde chipriota Mnasón, ni con Lucas ni tampoco con Pablo. Aristócrata judío, miembro de una gran familia sacerdotal, desde los dieciséis años había pasado por las diversas sectas de Judea, a las que consideraba otras tantas escuelas filosóficas, y completado esta formación con una temporada en el desierto. Pasaba por ser una especie de niño prodigio del rabinismo, destinado a una brillante carrera de apparatchik religioso. No era en absoluto un místico, sino un hombre de poder y de contactos, un diplomático cuyos escritos le revelan inteligente, vanidoso, imbuido de una conciencia de clase muy fuerte. Más adelante contaré en este libro la trágica revuelta de los judíos y la participación de Josefo en la misma. Por el momento baste saber que tras la caída de Jerusalén, en el año 70, escribió un libro titulado La guerra de los judíos, gracias al cual conocemos la historia de Judea en el siglo I mejor que la de cualquier otro pueblo del imperio, excepto Roma. Esta crónica, totalmente independiente de los Evangelios, constituye su contrapunto, la única fuente que nos permite contrastarlos, lo que explica la pasión que le profesan los especialistas de los orígenes del cristianismo. De hecho, cuando uno se pone a trabajar en este campo, no tarda en darse cuenta de que todo el mundo explota el mismo filón, muy limitado. Primero, los escritos cristianos del Nuevo Testamento. Después, los apócrifos, más tardíos. Los manuscritos de Qumran. Algunos autores paganos, siempre los mismos: Tácito, Suetonio, Plinio el Joven. Por último, Josefo. Es todo, si hubiese otras fuentes lo sabríamos, y lo que se puede extraer de las que existen es también limitado. Con un poco de práctica, las barreras ficticias se vuelven familiares, aprendes a detectar una pista útil y a despachar muy rápido lo que ya has leído diez veces en otra parte. Leyendo a un historiador, sea cual sea su escuela, se ve cómo confecciona su guiso, más allá del sabor que les procura su salsa se identifican los ingredientes que se ha esforzado en utilizar, y es esto lo que me induce a pensar que ya no necesito un libro de recetas, que puedo lanzarme yo solo.

5

Lo que describe Josefo en los primeros capítulos de La guerra de los judíos, lo que quizá describe Mnasón a los discípulos de Pablo extraviados en Jerusalén, es un complicado desbarajuste colonial de nacionalismo religioso, y aunque para nosotros es un retablo político perfectamente conocido, catalogado, no lo era en absoluto para Lucas y sus compañeros. Asia y Macedonia, de donde son oriundos, son países pacificados, que aceptan de buen grado el yugo romano porque la cultura y el estilo de vida romanos son los suyos. Es así en el caso de prácticamente todos los países del imperio, pero no en el de Judea porque es una teocracia, un estado religioso donde la Ley se sitúa por encima de las leyes impuestas por la civilización mundial dominante, que las considera evidentes. Del mismo modo, hoy en día la sharia islámica entra en conflicto con la libertad de pensamiento y los derechos humanos, que nosotros juzgamos aceptables y hasta deseables para todo el mundo.

He dicho ya que los romanos estaban orgullosos de su tolerancia. No tenían nada en contra de los dioses ajenos. Estaban dispuestos a probarlos, como se hace con la cocina exótica y, si les gustaban, a adoptarlos. No se les habría pasado por la cabeza la idea de decretarlos «falsos»; como mucho, un poco rústicos y provincianos, y de todos modos equivalentes a los suyos con otros nombres. Que existan centenares de lenguas y, por consiguiente, centenares de palabras para nombrar a un roble no impide que un roble sea el mismo árbol en todas partes. Los romanos pensaban de buena fe que todo el mundo podía ponerse de acuerdo sobre el hecho de que Yavé era el nombre judío de Júpiter del mismo modo que Júpiter era el nombre romano de Zeus.

Todo el mundo salvo los judíos. Al menos no los de Judea. Los de la diáspora eran distintos: hablaban griego, leían sus escrituras en griego, se mezclaban con los griegos, no causaban problemas. Pero los judíos de Judea pensaban que sólo su dios era el verdadero y que estaba mal y era una idiotez adorar a los ídolos de los demás. Esta superstitio era inconcebible para los romanos. Se habrían emocionado si los judíos hubieran tenido el poder de imponerla. Como no lo tenían, el imperio toleró largo tiempo su intolerancia y, en resumidas cuentas, dio pruebas de tacto en este terreno. Así como los egipcios tenían derecho, si les venía en gana, a casarse entre hermanos, los judíos tenían el de utilizar, en lugar de las monedas romanas con la efigie de César, una propia que no representaba una figura humana. Estaban eximidos del servicio militar, y el capricho de Calígula, que en el año 40 había pretendido que erigieran su estatua en el Templo, no pasó de ser una provocación aislada, interpretada como una prueba de la locura del emperador, que, por otra parte, murió asesinado antes de salirse con la suya.

No obstante estas concesiones, los judíos no se dejaban engatusar. Se sublevaban periódicamente. Vivían en el recuerdo heroico de una revuelta pretérita, la de un clan de guerrilleros llamados macabeos, y en la espera exaltada de un levantamiento futuro que lo cambiaría todo. El imperio romano se creía eterno, pero los judíos del siglo I creían que la eternidad estaba de su parte. Que un día aparecería un segundo David que sería el césar de los judíos y que su reino sería realmente eterno. Que restauraría la gloria a los que habían soportado pacientemente las ofensas, derrocaría a los gloriosos actuales y, para empezar, expulsaría a los romanos. «Lo que sobre todo les excitaba en la guerra», señala Josefo, judío él también, pero que escribía para los romanos y tendía, como Pablo, a hablar de los judíos como si él no lo fuera, «era una profecía ambigua que figura en sus escrituras y anuncia que un hombre de su país sería el dueño del universo». Este hombre sería el Mesías, el ungido del Señor, un guerrero invencible y a la par un juez sereno. En la diáspora se interesaban bastante poco por él, los prosélitos como Lucas escuchaban distraídamente cuando se hablaba de este misterioso personaje, pero a los judíos de Judea les obsesionaba, y tanto más porque Roma les enviaba gobernadores mediocres y corrompidos, cosa que desde hacía treinta años no hacía sino agravar la situación.

El largo capítulo II de La guerra de los judíos abarca esos treinta años que van, en términos de la historia universal, desde el reinado de Tiberio hasta el de Nerón y, para el asunto entonces oscuro que nos ocupa, desde la muerte de Jesús hasta la estancia de Pablo en Jerusalén que ahora estoy refiriendo. A escala local, se trata de las prefecturas de Poncio Pilatos y sus sucesores Félix, Festo, Albino y Floro: cada uno de estos gauleiters era peor que el anterior y, como dice desdeñosamente Tácito, «ejercían el poder de un rey con el alma de un esclavo». También había reyes, la tristemente célebre dinastía de los Herodes, pero eran reyezuelos autóctonos, como los maharajá en la época del imperio de la India, a los que las potencias coloniales gustan de dejar en el trono para complacer al pueblo y a condición de que coman en su mano. Asimismo había alrededor del Templo todo un poder sacerdotal. Llamaban saduceos a esta especie de brahmanes que se sucedían de padres a hijos, amasaban grandes fortunas y sostenían a la autoridad romana. Josefo formaba parte de una eminente familia saducea.

En estas circunstancias, la crónica de los tres decenios que condujeron a la gran revuelta de los años sesenta es una serie fatigosa de prevaricaciones y torpezas, de alzamientos y represalias. Así, cuenta Josefo que Pilatos se distinguió por malversar dinero destinado al Templo para financiar un acueducto, introducir estandartes militares con la efigie del emperador en la ciudad santa y no castigar la provocación de un soldado romano que se había levantado la faldilla y enseñado el culo en la explanada durante la Pascua. Sería provocador, pero falso, decir que Poncio Pilatos trataba a los judíos como Ariel Sharon a los palestinos en los Territorios. Si los judíos protestaban, si se postraban de bruces delante de su residencia de Cesarea y se quedaban tendidos sin moverse cinco días y cinco noches seguidas, lo único que se le ocurría era mandar a la tropa. Por otra parte, él y sus sucesores no cesaban de subir los impuestos, de cobrarlos como gángsters, y cuando se lee en los Evangelios que Jesús escandalizaba al dejarse ver con publicanos, es decir, recaudadores, hay que comprender que eran pobres judíos pagados por el ocupante romano para extorsionar a compatriotas aún más pobres que ellos, y que despertaban algo completamente distinto a la hostilidad de principio con que en todas partes se mira a los empleados del fisco. Eran colaboracionistas a los que los milicianos prestaban ayuda: la hez de la tierra, verdaderamente.

Presión fiscal, corrupción de los funcionarios, brutalidad de una guarnición perpetuamente irritada, que no comprende nada y no quiere comprender nada de las tradiciones del país ocupado: un cuadro conocido, y ya se sabe lo que le acompaña: revueltas populares, bandidaje, atentados, movimientos descontrolados de liberación nacional y —el toque local— de mesianismo. Casi nos sorprende que el caso de Jesús, por oscuro que haya sido, escape a la vigilancia de Josefo, que elabora un censo interminable de agitadores, guerrilleros y falsos reyes: el último hasta la fecha —en el momento en que Pablo y su grupo llegan a Judea— era cierto egipcio que reunió en un campo de entrenamiento, en pleno desierto, a unos miles de campesinos aplastados por los impuestos, sobrendeudados, locos de cólera, y que intentó, con él a la cabeza, marchar sobre Jerusalén. Los masacraron a todos, por supuesto.

Me imagino bien a Mnasón el chipriota contando a Lucas esta historia que acaba de causar sensación y que se narra en los Hechos; el único desacuerdo entre el historiador judío y el evangelista griego consiste en el número de los insurgentes: treinta mil según el primero, cuatro mil solamente según el segundo, lo que corresponde a la ratio que separa tradicionalmente las estimaciones de la policía de las de los organizadores de una manifestación, y me pregunto por qué Lucas, normalmente crédulo y proclive a la mistificación, se muestra tan modesto en este punto. Me imagino también a Mnasón poniendo en guardia a los desdichados turistas contra esos innovadores en materia de terrorismo urbano que son los sicarios. «Asesinaban en pleno día», cuenta Josefo, «en pleno corazón de la ciudad. Se mezclaban con la muchedumbre congregada para las grandes fiestas religiosas, ocultando debajo de sus vestiduras puñales cortos con los que herían a sus enemigos. Cuando caía la víctima, el agresor se sumaba a los clamores de indignación y de espanto. Cualquiera, en todo momento, podía temer que le matase un desconocido. Ya la gente ni siquiera se fiaba de sus amigos».

Ah, y estaban también los zelotes. Podían confundirlos con los sicarios, pero a Josefo le gusta ser preciso, distinguir, clasificar. Los describe como «pícaros que se habían puesto ese nombre como si su celo fuera virtuoso y no lo aplicaran a acciones infames». Josefo es parcial, ciertamente. Se considera un moderado, siendo así que objetivamente es un colaboracionista que tiende a presentar a cualquier movimiento de resistencia como a un hatajo de gamberros. Dicho esto, cuando pone como ejemplo de «celo», es decir, de amor por el dios propio, el del sumo sacerdote Pinhas que, habiendo descubierto a un judío acostado con una extranjera, cogió una lanza y les traspasó a los dos el bajo vientre, estamos bastante de acuerdo con él, y con Pierre Vidal-Naquet, que, en su largo y brillante prólogo a La guerra de los judíos, define al zelote «no como el que adopta un estilo de vida conforme con la Ley, sino el que se lo impone a todos por todos los medios».

Había muchos de esta calaña. Había como mínimo uno, llamado Simón, entre los doce discípulos históricos de Jesús. Aquellos hombres violentos tenían sus motivos. Se sentían ofendidos y, de hecho, lo habían sido. Conocemos todo esto.

6

Santiago y los suyos, al formular exigencias inaceptables para Pablo, ¿esperaban una confrontación, seguida de una escisión y exclusión? ¿Les decepcionó su buena actitud? ¿Les enfureció aún más? Detrás de esta pregunta se perfila otra más grave. Pablo ha sido denunciado y Lucas, nuestra única fuente para estos acontecimientos, que no documenta ninguna otra carta del apóstol, es esquivo respecto a la identidad de quienes lo denunciaron. Habla de «judíos de Asia», pero cabe preguntarse si sus enemigos más encarnizados no eran en realidad los amigos de Santiago y quizá el propio hermano de Jesús.

Concedámosles el beneficio de la duda y optemos por los «judíos de Asia». Los siete días de purificación tocan a su fin cuando, al avistar a Pablo en el Templo, lo señalan con el dedo y vociferan: «¡Es él, hombres de Israel! ¡El que predica contra nuestro pueblo! ¡Contra la Ley! ¡Contra este lugar sagrado! ¡Ha profanado el Templo introduciendo a un gentil!».

Lucas precisa que hablaban de Trófimo de Éfeso, con el cual le habían visto en la ciudad. Claramente, Lucas no hace caso de esta acusación, que Renan por su parte considera inverosímil: para introducir en el recinto sagrado a un griego no circunciso habría sido necesario no tener ninguna conciencia del riesgo que entrañaba o bien arrostrarlo por provocación, y Pablo no era ni un inconsciente ni un provocador. De todos modos, «la ciudad entera se alborotó. El pueblo acudió de todas partes. Agarraron a Pablo, lo arrastraron fuera del Templo y cerraron las puertas. Querían darle muerte».

En ausencia del gobernador Félix, que reside en Cesarea, la autoridad civil y militar en la ciudad santa la ejerce el tribuno de la cohorte, Claudio Lisias. Alertado, envía soldados que interrumpen por poco el linchamiento. Detienen a Pablo, le cargan de cadenas. Preguntan quién es, qué ha hecho, de qué se le acusa. Pero entre el gentío unos creen esto, los otros aquello, y como en aquella barahúnda no se le puede interrogar con calma, Lisias ordena que lleven a Pablo a la fortaleza Antonia, muy cercana al Templo, donde está acuartelada la guarnición. La multitud le sigue gritando: «¡Muera!». Los soldados tienen que llevarse al prisionero para protegerle.

«¿Puedo decir algo?», pregunta Pablo al tribuno, que se asombra.

«¿Hablas griego?». Al parecer Pablo no tiene aspecto de hablarlo. «¿No serás por casualidad el egipcio que recientemente sublevó a cuatro mil bandoleros y se los llevó al desierto?».

La pregunta parece poco plausible, pues el egipcio ha sido ejecutado hace seis meses: sospecho que Lucas deslizó su nombre para hacer alarde de su conocimiento del terreno.

«No», responde Pablo, «soy judío, de Tarso, en Cilicia. Te ruego que me permitas hablar al pueblo».

La escena es muy vibrante, al leerla no se duda de que Lucas estaba allí presente; aun así, las de la Pasión lo son también y él no estaba. En cambio, el discurso que la sigue es uno de esos toscos pastelones retóricos que adoraba escribir, como por otra parte todos los historiadores de la Antigüedad, como Tucídides, como Polibio, como Josefo, que en sus Antigüedades judías, un compendio de la Biblia para uso de los romanos, no se resiste al placer de citar las palabras textuales que dirige Abraham a su hijo Isaac en un pasaje célebre, pero tratado más sobriamente en el Génesis. Y yo tampoco me resisto al de citar el comentario bromista, formulado en tono serio, del historiador inglés Charlesworth, citado a su vez por Pierre Vidal-Naquet: «Abraham, antes de sacrificar a Isaac por orden de Yavé, le inflige una larga arenga mostrando que este sacrificio será mucho más doloroso para él, Abraham, que para Isaac. Este contesta con sentimientos llenos de nobleza. En este estadio, al lector le aterra la idea de que el carnero, enredado en la zarza ardiente, también se ponga a soltar su parrafada».

Total: ante la entrada de la fortaleza, frente a la aglomeración enardecida, Pablo empieza a recordar todo lo que ya sabe el lector de los Hechos, pero lo cuenta en arameo, no en griego, procurando describirse como el judío más judío del mundo. Recuerda que ha cursado sus estudios en Jerusalén y recibido del gran fariseo Gamaliel las más estrictas enseñanzas acerca de la Ley. Que en cuanto al celo por el dios de sus padres, vale ampliamente más que el de quienes hoy quieren lincharle. Que ese celo le indujo a perseguir a muerte a los adeptos de la Vía, a cargarlos de cadenas y arrojarlos a la cárcel, y que había llegado al extremo de ir hasta Damasco a desalojarlos por orden del sumo sacerdote. Pero hete aquí que le había sucedido algo en el camino a Damasco, algo que Lucas ya ha contado una vez y que volverá a contar de nuevo: en total hay tres versiones en los Hechos que contienen ligeras variantes y sobre las cuales piadosos exégetas han consumido una vida entera de trabajo. El tronco común es el gran relámpago de luz blanca, la caída del caballo, la voz que le murmura al oído: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?», Saúl que pregunta: «¿Quién eres tú?» y la voz que responde: «Soy Jesús el Nazareno, al que persigues». Pero la variante número dos, patentemente destinada a un público de judíos ortodoxos, es que en vez de irse al desierto solo, a rumiar su experiencia durante tres años —tal como asegura a los griegos para convencerlos de que no depende de nadie—, Pablo dice en esta ocasión que nada le pareció más urgente que volver a Jerusalén para orar en el Templo. Es ahí, precisa, en el sanctasanctórum de la piedad judía, donde el Señor se le apareció de nuevo y le ordenó que anunciara la buena nueva a los paganos.

«Hasta aquí le escuchaban», prosigue Lucas. «Pero al oír estas palabras la gente empezó a vociferar», a exigir otra vez que diesen muerte al blasfemo. El tribuno ordena que le metan en la fortaleza, para protegerlo y al mismo tiempo para someterlo a interrogatorio con objeto de averiguar la causa del disturbio. Pablo, según su resabiada costumbre, espera a que lo amarren e incluso a que lo azoten un poco para preguntar educadamente si está permitido tratar así a un ciudadano romano. Muy molesto, el centurión encargado de interrogarlo informa de ello al tribuno, que va a ver al preso. «¿Eres ciudadano romano?». «Sí», responde Pablo, gozando del brete en que pone al militar.

7

Al día siguiente el tribuno ha reflexionado. Lo que reprochan a su engorroso prisionero no incumbe al mantenimiento del orden romano. En consecuencia ordena que le desaten para que comparezca ante el sanedrín. Cuando asistió a esta escena, Lucas no debía de saber muy bien lo que era el sanedrín. Cuando la narre, treinta o cuarenta años más tarde, estará mucho mejor informado. Sabrá que Poncio Pilatos, de acuerdo con un procedimiento idéntico, envió a Jesús ante el sanedrín, y no dejará pasar la ocasión de subrayar el paralelismo. Pablo, sin embargo, se defiende más hábilmente que Jesús. Sabe que el sanedrín lo componen saduceos y fariseos, una distinción que tampoco es muy familiar para Lucas en aquel momento, pero que enseguida asimilará. Los saduceos son la élite sacerdotal hereditaria —poderosa, corrompida, arrogante— en la que se apoyan los romanos; los fariseos, hombres de estudios virtuosos, consagrados al comentario de la Ley, que se mantienen al margen de los asuntos políticos y a quienes a lo sumo se les puede reprochar su tendencia a buscarle tres pies al gato. Pablo decide enfrentar a los primeros contra los segundos. «Hermanos», les dice, «yo soy fariseo, hijo de fariseo. Van a juzgarme a causa de nuestra esperanza en la resurrección». No es del todo cierto, si van a juzgarle es por haber entrado con el impuro Trófimo en el Templo, pero sabe que los fariseos creen en la resurrección de los muertos, aunque no los saduceos, y que van a empezar a pelearse. La argucia no falla y el tribuno, cuya tentativa de lavarse las manos ha fracasado, no puede hacer otra cosa que encarcelar de nuevo a Pablo.

Tras lo cual, refiere Lucas, cuarenta judíos sedientos de sangre juran no comer ni beber hasta haber matado al blasfemo. Para que salga de la fortaleza convencen al sanedrín de que pida una investigación complementaria y una nueva comparecencia; ellos se encargarán de darle su merecido durante el traslado desde el cuartel romano al tribunal judío. Aparece entonces un hijo de la hermana de Pablo, del que nunca ha oído hablar y del que nunca oirá nada más. Al enterarse del complot, encuentra la manera de prevenir a su tío en la cárcel. Pablo informa al centurión, que a su vez informa al tribuno, que, cada vez más angustiado por este asunto, opta por enviar al prisionero al gobernador Félix, en Cesarea. De noche, bien custodiado (Lucas dice que por doscientos soldados, setenta jinetes, doscientos hombres de armas y, sea cual sea la diferencia entre los soldados y los hombres de armas, la escolta parece excesiva), acompañado de una carta que da fe del mismo escrúpulo laico que el juicio del procónsul Galión en Corinto o, por otra parte, el de Poncio Pilatos: «Para averiguar de qué acusan los judíos a este hombre, le he hecho comparecer ante el sanedrín. He comprobado que la acusación estaba relacionada con puntos controvertidos de su Ley pero que no entrañaba ningún cargo merecedor de la muerte ni de las cadenas. Advertido de que se prepara un complot contra él, te lo envío e informo a sus acusadores de que deben presentarte a ti su denuncia». Nada que decir, se deshace bien de la patata caliente. En su narración del caso, Lucas insiste en la imparcialidad de los romanos, el fanatismo de los judíos y la habilidad de Pablo. Silencio total por parte de Santiago.

Félix es ese gobernador al que Tácito describía diciendo que «ejercía el poder de un rey con el alma de un esclavo». Tenía fama de venal y libertino, por otro lado su mujer, Drusila, era judía, y Lucas asegura que Félix estaba «muy bien informado de todo lo referente a la Vía». Esta curiosidad por un culto totalmente marginal no deja de sorprender. Testifica una libertad de pensamiento que no poseían altos funcionarios del Estado, viejos romanos virtuosos y distinguidos como Galión. Me recuerda, cuando yo era cooperante en Indonesia, a algunos diplomáticos perezosos, poco fiables, mal considerados, pero que a pesar de todos sus defectos eran los únicos que se interesaban realmente por el país al que el azar de los destinos les había enviado. Juiciosamente, Félix empieza por aplazar el proceso de Pablo. Lo mantiene preso pero «le permite algunas licencias». Esto quiere decir que vive en un ala de su vasta residencia, que dispone de libertad para pasearse bajo la vigilancia de un soldado y sus amigos para visitarle. De vez en cuando, Félix y su mujer le mandan a buscar para que les hable de su fe y del Señor Jesucristo. Sucede que los discursos del apóstol sobre la justicia, la castidad y el juicio venidero incomodan al gobernador, que le reenvía a sus aposentos, supongo que modestos pero muy aceptables. Lucas dice que esperaba obtener dinero de Pablo, pero no dice qué ha sido de las ofrendas traídas de Grecia y Asia. ¿Todavía le quedaba dinero a Pablo? ¿Félix no podría haberse apoderado de él sin la formalidad de un proceso?

8

Estas preguntas quedarán sin respuesta, porque Lucas interrumpe su relato en este punto. Más exactamente, introduce en él una elipsis que, tras la irrupción del «nosotros» en los Hechos, ha sido para mí la segunda puerta de entrada en este libro.

También este acceso es una puertecita. Hay que estar atento, puedes pasar de largo sin verla. Lucas escribe: «Félix esperaba que Pablo le daría dinero, por eso le convocaba a menudo para conversar con él». A continuación: «Dos años después, Félix fue sustituido por un nuevo gobernador, Porcio Festo».

Las ediciones modernas separan estas dos frases con un punto y aparte, pero en los manuscritos antiguos no había ninguno: las líneas iban seguidas, sin puntuación y ni siquiera espacio entre las palabras. En esta falta de espacio se inscriben dos años en blanco, y en estos dos años se encuentra el meollo de lo que quisiera contar.

9

Todo lo que he escrito hasta aquí es conocido y su veracidad está más o menos probada. Rehago por mi cuenta lo que hacen desde hace dos mil años todos los historiadores del cristianismo: leer las epístolas de Pablo y los Hechos, cotejarlos, entremezclar lo que se puede con las exiguas fuentes no cristianas. Pienso que he cumplido honradamente este trabajo y que no he engañado al lector sobre el grado de probabilidad de lo que cuento. Sobre los dos años que pasó Pablo en Cesarea no tengo nada. Ya no hay ninguna fuente. Soy a la vez libre y estoy obligado a inventar.

Veinte años más tarde, véanse con qué palabras inaugura Lucas el relato llamado su Evangelio:

«Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido».

Una sola frase, sinuosa, sin perderse en el camino, en un griego que me aseguran es elegante. Es instructivo compararla con el incipit lapidario de su contemporáneo, el evangelista Marcos: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (el debate ha concluido: si no están de acuerdo, lean otra cosa). Después con el del gran historiador antiguo, Tucídides: «Para referir los acontecimientos que se produjeron durante la guerra [del Peloponeso] no me he fiado del primer llegado ni de mi opinión personal. O bien los he presenciado yo mismo, o bien he investigado recurriendo a terceros con toda la exactitud posible. A menudo me ha costado trabajo establecer la verdad, porque los testigos ofrecen versiones diferentes según sus simpatías y la fidelidad de su memoria».

Entre Marcos y Tucídides, se ve hacia qué lado se inclina Lucas. Aunque reconoce, sinceramente, que también obra como un propagandista (es preciso que Teófilo pueda verificar la exactitud de las enseñanzas que ha recibido), su proyecto es el de un historiador o reportero. Dice que se ha «documentado muy específicamente sobre todo el asunto desde el principio». Dice que ha realizado una auténtica investigación. No veo ningún motivo para no creerle, y mi proyecto consiste en investigar sobre la naturaleza de su investigación.

10

Recapitulemos. Lucas es un griego instruido al que atrae la religión de los judíos. Desde su encuentro con Pablo, un rabino controvertido que hace vivir a sus prosélitos en un estado de gran exaltación, se ha convertido en un compañero de viaje de este culto nuevo, una variante helenística del judaísmo, al que todavía no se lo denomina cristianismo. En su pequeña ciudad de Macedonia es uno de los pilares del grupo convertido por Pablo. Con motivo de la colecta, se presenta voluntario para acompañarle a Jerusalén. Es el gran viaje de su vida. Pablo ha puesto en guardia a sus compañeros: la visita a la casa matriz puede no ser muy descansada, pero Lucas, de todos modos, no se figuraba que sería tan penosa, que su mentor fuera detestado hasta ese extremo en la ciudad santa de los judíos. Vio cómo le acusaban, no unos rabinos ortodoxos, como él se esperaba, sino los dirigentes de su propia secta. Sometido a una prueba humillante, denunciado, casi linchado, salvado en el último minuto y, para acabar, encarcelado por los romanos.

Como contará con claridad y vivacidad en los Hechos, Lucas estuvo mezclado en los sucesos sin comprender gran cosa de lo que pasaba. Durante aquellos días confusos, angustiosos, el pequeño grupo de griegos llegados de Macedonia y de Asia permanecen escondidos en casa de Mnasón el chipriota. Quizá por su sobrino, ese sobrino que aparece el tiempo de una frase, en un circunloquio de los Hechos, y que no volverá a aparecer, saben que Pablo ha sido secretamente repatriado a Cesarea, sede de la administración romana, situada a ciento veinte kilómetros de Jerusalén. Sus discípulos le siguen a distancia. Imagino que regresan a su alojamiento en casa de Filipo, el adepto de la Vía que les ha hospedado hace apenas dos semanas, pero en esas dos semanas han pasado tantas cosas que Lucas tiene la sensación de llevar allí dos meses. Vagan alrededor del antiguo palacio del rey Herodes, donde el gobernador ha instalado su residencia. Completamente blanca, emplazada a la orilla del mar, rodeada de hermosos jardines cuyas palmeras se recortan en el cielo azul, se asemeja a todas las residencias de administradores coloniales o de virreyes de las Indias. Allí sólo se recibe a autóctonos escogidos con sumo cuidado, judíos de la alta sociedad como Flavio Josefo, no a trotamundos como Lucas y sus camaradas. Transcurre una semana más de incertidumbres y de rumores y después las cosas se arreglan. Pablo sigue sometido a detención domiciliaria, con un estatuto confortable y a la vez incierto, que es menos el de un prisionero que el de un refugiado político al que acceden a conceder asilo y protección, sin por ello malquistarse demasiado con sus enemigos. Era exactamente el estatuto de Trotski en los diferentes retiros que jalonaron su exilio, y la vida de Pablo en Cesarea debió de parecerse mucho a la del antiguo generalísimo del Ejército Rojo en Noruega, Turquía o en su último domicilio de México. Paseos repetitivos por un perímetro reducido. Un círculo de relaciones limitado a sus colaboradores más cercanos que tenían que enseñar la patita para visitarle; al gobernador Félix y a su mujer cuando les entraba el capricho de invitarle; y, de la mañana a la noche, a militares que ni siquiera sabían muy bien si eran sus guardaespaldas o sus carceleros, y que más que tratarle groseramente como a un detenido debían de respetarle como a un pez gordo. Vastas lecturas, correspondencia, proyectos de libros para burlar el aburrimiento que debía de pesar cruelmente a un hombre de acción.

Pablo no se imaginaba que esta vida duraría dos años. ¿Quiénes de sus compañeros se quedaron a su lado a lo largo de este período? ¿Quién se volvió a su casa? No sabemos nada a este respecto. Lucas no dice nada. Pero como al cabo de dos años retoma las riendas del relato, como continúa diciendo «nosotros», creo que al menos él sí se quedó. Si, como asegura la tradición, era soltero, en Filipos no le esperaba nadie. Podía prolongar su estancia en el extranjero y quizá lo que aprendía, lo que empezaba a comprender, la excitación que experimentaba cuando dos informaciones encajaban, quizá todo esto le hizo presentir que su lugar estaba allí, que se encontraba un poco por azar mezclado en algo capital, en el acontecimiento más importante de su tiempo, y que habría sido una lástima marcharse. Quizá en Cesarea ejerció su profesión de médico. Lo que me conviene creer es que al menos al principio de su estancia vivió en casa de Filipo y sus cuatro hijas vírgenes, y que los cinco simpatizaron.

11

Aunque en su lista figura un Filipo, este Filipo no era uno de los doce que formaban la guardia próxima de Jesús. ¿Le conoció en persona, oyó su palabra? De ser así, sería de lejos: como oyente anónimo, perdido entre la muchedumbre. En cambio, tuvo un papel de primer rango en la comunidad primitiva, la que, contra todo pronóstico, se desarrolló en Jerusalén, tras la crucifixión de su maestro, en torno a los doce apóstoles. Pienso que Lucas se basa en su testimonio para narrar más tarde, en los ocho primeros capítulos de los Hechos, la historia de esta comunidad hasta la entrada en escena de Pablo.

El acto fundacional es el misterioso episodio de Pentecostés. La fiesta que los cristianos celebran con ese nombre es en realidad, como muchas fiestas cristianas, una fiesta judía, Shavuot, que tiene lugar cuarenta y nueve días después de Pascua. Así pues, han transcurrido menos de dos meses desde la muerte y, piensan ellos, la resurrección de Jesús, cuando sus doce compañeros se encuentran reunidos en la primera planta de una casa amiga, en la misma habitación en que él tomó con ellos la última cena. Judas, el que le ha vendido y a quien su traición no le ha reportado provecho, porque, según Lucas, «habiendo adquirido un campo con el sueldo de su crimen, cayó de cabeza, reventó por el medio y sus entrañas se esparcieron por el suelo» —otros dicen que se ahorcó—, fue sustituido por un tal Matías. Rezan, aguardan. De repente, un ventarrón violento atraviesa la casa y hace restallar las puertas. Surgen llamas que juguetean en el aire, se separan, van a posarse en la cabeza de cada uno. Para sorpresa de todos, empiezan a hablar en lenguas que no conocen. Cuando salen, los extranjeros a quienes dirigen la palabra les oyen hablar cada cual en la suya. Primer caso de glosolalia, que se convertirá, como hemos visto, en un fenómeno corriente en las iglesias de Pablo.

Algunos, entre los testigos del acontecimiento, lo atribuirán a la ebriedad. Otros se quedan tan impresionados que abrazan la extraña creencia de los Doce. A partir de ese momento, Lucas lleva la cuenta de las nuevas adhesiones: ciento veinte, luego tres mil, luego cinco mil; tal vez exagere un poco. Pronto el grupo se organiza como una microsociedad comunista. «La multitud de fieles», escribirá Lucas sobre este período heroico del que la Iglesia conserva siempre la nostalgia, «tenía un solo corazón y una sola alma. Ninguno de ellos consideraba bienes suyos los que poseía porque disfrutaban de todo en común. Por eso no había pobres entre ellos. Los que tenían campos o una casa los vendían y llevaban la ganancia a los pies de los apóstoles, y después se repartía su parte a cada uno según sus necesidades. Y cada día partían el pan en concordia, con alegría y simplicidad de ánimo».

Concordia, alegría y simplicidad de ánimo son las recompensas de los que se afilian a la secta sin mirar atrás ni reservarse una vía de escape. La prueba a contrario es la historia de Ananías y Safira. Han vendido su casa y puesto el dinero a los pies de los apóstoles, pero por si acaso se han guardado una parte de la suma. Informado de su fraude por el Espíritu Santo, Pedro se indigna tanto que Ananías, el marido, y después Safira, su mujer, se desploman muertos ante él. Y Lucas prosigue: «Y por la mano de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo [curaciones, no solamente muertes], hasta el extremo de que sacaban a los enfermos a las calles, y los ponían en camas y lechos, para que al pasar Pedro su sombra cayese sobre alguno de ellos».

Como buenos judíos que son, los Doce pasan la mayor parte del tiempo rezando en el Templo. La gente no se atreve realmente a juntarse con ellos, porque las curaciones que realizan y la creencia que profesan les granjean disputas periódicas con las autoridades religiosas, como antaño le ocurría a su maestro. Lo más sorprendente es que hacen todo esto sin ser personas de instrucción ni cultura, sino un hatajo de campesinos galileos que ni siquiera hablan griego.

Con todo, a la larga hay entre los convertidos cada vez más helenistas, como se llama a los judíos social y culturalmente más ilustrados que, en algunos casos, han vivido en el extranjero y frecuentan en Jerusalén las sinagogas donde se leen las Escrituras en griego. Las primeras querellas dentro de la comunidad primitiva enfrentan a los hebreos con los helenistas. Las dos facciones son judías, no es todavía la época en que intervendrán gentiles, pero el conflicto, clásico en todos los partidos que comienzan a triunfar, se esboza ya entre los fundadores, los veteranos, los que poseen la legitimidad de los orígenes, y los que han llegado más tarde pero son más instruidos, más dinámicos, están más al corriente de la marcha del mundo, tienden a querer asumir el mando y, según los primeros, a creer que todo les está permitido. Los hebreos empiezan a refunfuñar porque en el servicio de las mesas, es decir, cuando se reparte la comida, no tienen consideración con sus viudas, ancianas iletradas que no se atreven a protestar. El caso se somete a los Doce, que responden que tienen otras cosas de que ocuparse que la cantina y ordenan que se designe para esta función a siete hombres de buena voluntad. Así nace el cuerpo de los Siete, a los que también llaman diáconos y que dirigen la intendencia: un puesto clave, como saben los revolucionarios. Los Doce son todos hebreos, los Siete todos helenistas. Filipo es uno de ellos.

Otro de los helenistas se llama Esteban. «Lleno de gracia y de poder, realizaba grandes prodigios»: es la estrella en ascenso de la secta. Como Jesús en otro tiempo, como después de él Pablo, es acusado de blasfemar contra el Templo y conducido ante el sanedrín. Esteban, a su vez, acusa a sus acusadores de recibir al Espíritu Santo como sus padres, a lo largo de la historia de Israel, han acogido a los profetas: matándolos. Temblores de cólera, rechinar de dientes. Manos que se cierran sobre piedras. Esteban, en éxtasis, con los ojos hacia el cielo, dice que ve el cielo abierto y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios. En el relato particularmente realista que hace Lucas de su lapidación, con una habilidad literaria que me impresiona, desliza esta frase: «Los asesinos habían depositado sus vestidos a los pies de un joven llamado Saúl». Luego, unas líneas más abajo, después de que Esteban haya expirado: «Saúl estaba de acuerdo con los que le mataban».

El héroe entra en escena. Unas líneas más adelante le vemos, ya no testigo sino actor, «exhalando sólo amenaza y carnicería, devastando la Iglesia, yendo de casa en casa para apresar a hombres y mujeres y arrojarlos a la cárcel». La violencia se desata de tal forma que la mayoría de los helenistas huyen de Jerusalén y se dispersan por los campos de Judea y Samaria. Los Doce son los únicos que se quedan en la ciudad santa, probablemente por su apego al Templo, y probablemente es también en este momento de prueba, en que las filas se deshacen y sólo se mantienen en pie las columnas, cuando Santiago, hermano del Señor, inicia su ascensión dentro del grupo.

Filipo está en Samaria solo, obligado a empezar desde cero. Samaria es un lugar muy especial. Sus habitantes, aunque son descendientes de Abraham y observan la Ley, pretenden adorar a Dios no en el Templo sino en las colinas de su región. En Jerusalén consideran que estos judíos son indignos de serlo. Tienen con ellos incluso menos contacto que con los gentiles. Filipo debe de sentir entre estos cismáticos, acostumbrados a que los desprecien, una afinidad natural con su propia secta, y su predicación sobre el terreno obra maravillas. Va acompañada de los signos y prodigios habituales: curaciones de impotentes, exorcismos de espíritus impuros «que salen lanzando grandes gritos».

Todo el capítulo VIII de los Hechos está consagrado a las proezas de Filipo en Samaria. Sea porque haber empezado su carrera misionera entre los cismáticos le ha inculcado una gran apertura, sea porque Lucas le ha atribuido, retrospectivamente, el mérito de esta innovación, es el primer cristiano del Nuevo Testamento en dar el paso de convertir a un gentil. No a un griego, sino a un eunuco etíope, alto dignatario en su país y lo bastante interesado por el judaísmo como para haber ido en peregrinación a Jerusalén. Filipo le encuentra en el camino de Gaza, sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías. Inspirado por el Espíritu, se ofrece a guiarle en la lectura. El pasaje que leía el eunuco habla de un misterioso personaje al que el poeta llama «el hombre de los dolores». «Lo llevaron como a un cordero al matadero», y Dios quiere servirse de él para salvar al mundo. Filipo explica al etíope que este «hombre de los dolores» es Jesús, cuya historia le cuenta a grandes rasgos. En el primer lugar donde hay agua le bautiza.

Filipo debía de ser un francotirador, uno de esos hombres que opera sobre el terreno y prefiere trabajar solo en su rincón, sin dar cuentas a la sede. Debía de desconfiar de las personas como Santiago y este de los hombres como él, lo cual explica que en Cesarea, donde se había afincado, recibiera tan bien a la oveja negra que era Pablo. Debía de formar parte de quienes, muy raros entre los históricos del movimiento, conociendo su pasado consideraban hermoso que Pablo hubiera llegado a ser lo que era veinte años después de haber guardado las ropas de los que se habían puesto cómodos para lapidar a Esteban.

12

Seguramente Lucas conoció poco a poco, durante sus conversaciones con Filipo, todas estas historias de la iglesia primitiva, que contará en la primera parte de los Hechos. Pero creo que experimentó muy pronto en su compañía una especie de quebrantamiento. Que con él cobró conciencia de que ese Cristo del que Pablo hablaba continuamente, el Cristo que vivía en Pablo y al que Pablo engrandecerá en el interior de cada uno, el Cristo cuya muerte y resurrección iban a salvar al mundo y al mismo tiempo precipitar su fin, ese Cristo había sido un hombre de carne y hueso, que había vivido en la tierra y recorrido aquellos mismos caminos veinticinco años antes.

En cierto modo siempre lo había sabido. Pablo nunca había dicho lo contrario. Pero lo que él decía era tan inmenso, tan abstracto, que aun creyendo que sí, que por supuesto aquel Jesús había existido, Lucas a la vez pensaba que había existido como Hércules y Alejandro Magno, en un espacio y un tiempo que no eran los de los hombres hoy vivos. Ya, entre Hércules y Alejandro, Lucas no debía de establecer una clara diferencia. Creo que sobrepasaba su entendimiento, como el de la mayoría de sus contemporáneos, el hecho de que se puedan trazar diferencias muy marcadas entre mitología e historia comprobada. Más agudos eran los conceptos de lo próximo y lo lejano, lo humano y lo celestial, lo cotidiano y lo maravilloso, y cuando Lucas escuchaba a Pablo todo lo referente a Jesús pasaba de golpe del segundo orden de cosas al primero, lo cual representaba una diferencia enorme.

Intento imaginar sus conversaciones. Filipo más viejo, reseco, intrigado por el itinerario que ha conducido a un médico macedonio hasta debajo de esta higuera, enfrente de su casita de Cesarea. Lucas más tímido, agitado por preguntas que al principio no se atreve a hacer, poco a poco atreviéndose más. Me asalta una idea. ¿Y si la primera historia que ha oído fuese la última del libro que escribirá más adelante: el encuentro de Emaús? Sólo nombra a uno de los dos viajeros. ¿Y si el otro era Filipo? ¿Y si Filipo le había contado esto debajo de la higuera?

13

El texto habla de dos discípulos. Filipo no lo es en un sentido estricto. No forma parte de la banda de los galileos. Sólo es un joven que en Jerusalén ha oído hablar de Jesús. Le entusiasmaba lo que él decía, que no se parecía a nada conocido. Volvía todos los días al Templo para escucharle. Pensaba en someterse al rito del bautismo por el que te convertías realmente en uno de sus discípulos, pero no le dio tiempo. Todo se precipitó en el curso de unas horas: detención, juicio, condena, suplicio. Filipo no lo presenció, sólo oyó los rumores que le conmocionaron de arriba abajo. El día de Pascua, que es para Israel el de la salida de Egipto, de la liberación del alma, del júbilo más grande, lo pasa encerrado en su casa, rumiando su miedo y su vergüenza. Excepto el núcleo de los galileos que aparentemente permanecen unidos, todos los simpatizantes tienen tanto miedo y vergüenza como él, y se desperdigan cada uno por su lado. El primer día de la semana —el que los cristianos llamarán domingo—, Filipo y su amigo Cleofás, otro simpatizante, deciden salir de Jerusalén, donde se sienten realmente mal, para pasar unos días tranquilos en su pueblo natal: Emaús. Está en el camino que lleva al mar, a dos horas de trayecto. Parten por la tarde y confían en llegar a la hora de la cena.

Un viajero camina con ellos. Podría apretar el paso para adelantarles, o reducirlo para que lo adelanten, pero no, camina a su altura, lo bastante cerca para que sea difícil no entablar conversación. Les pregunta de qué hablan con tan sombrío semblante. «Tú debes ser el único de Jerusalén que no te has enterado», dice Cleofás. «¿De qué?», pregunta el extraño; debe de ser, piensan, un peregrino que ha venido a Jerusalén para la Pascua. «Pues de lo que le ha sucedido a Jesús de Nazaret. Era un gran profeta, tan poderoso en sus actos como en sus palabras. Pensábamos que liberaría a Israel. Pero nuestros sumos sacerdotes lo entregaron a los romanos para que lo condenasen a muerte. Fue crucificado anteayer».

Los tres siguen caminando en silencio. Cleofás repite algo que ha oído antes de emprender la ruta. Una vecina, en la calleja donde él vive, le decía a otra: esta mañana, unas mujeres que vinieron de Galilea con Jesús han querido lavarlo. Con perfumes y sustancias aromáticas han ido hasta el lugar donde depositaron su cuerpo después de haberlo bajado de la cruz. Y ya no estaba allí. La sábana en que lo habían transportado estaba manchada de sangre: eso es todo. Las mujeres han corrido a decírselo a los demás galileos. Al principio ellos las han tachado de locas, luego han ido a ver y, efectivamente, el cuerpo no estaba allí. «Quizá los otros discípulos lo han sacado y enterrado», sugiere Filipo. «Sí, quizá…». Entonces el viajero que en primera instancia les ha parecido tan ignorante empieza a citar pasajes de la Ley y de los profetas y a demostrar que de hecho sabía muy bien quién era Jesús e incluso sabía más de él que ellos.

En Emaús quiere continuar su camino. Filipo y Cleofás lo retienen. «Quédate con nosotros», insisten. «Cae la noche». No es sólo porque son hospitalarios. No desean, casi temen que el desconocido se vaya. Sus palabras, aunque oscuras, les reconfortan. Al oírle tienen la sensación de que esta desbandada horrible, desesperante, puede interpretarse de otra manera. El hombre se sienta a la mesa con ellos. Coge el pan y, al partirlo, como tiene por costumbre, pronuncia unas palabras de bendición. Da un pedazo a los otros dos y cuando hace ese gesto Filipo comprende. Mira a Cleofás. Ve que este también ha comprendido.

Filipo no recuerda si han estado allí juntos un minuto o una hora. Tampoco recuerda si han comido. Recuerda que no han hablado, que Cleofás y él no han dejado de mirar al extranjero, a la luz de la vela que habían encendido porque ya casi no se veía nada. Finalmente él se ha levantado y se ha ido después de darles las gracias, y durante un largo rato después de su partida Cleofás y Filipo no se han movido de su sitio. Estaban bien, nunca habían estado tan bien. Luego han hablado durante toda la noche. Han comparado lo que habían sentido, y aunque los dos pensaban que sólo él lo había sentido, se asombran de haber sentido lo mismo en el mismo momento. La cosa había empezado en el camino, cuando el viajero había citado las Escrituras y hablado del Hijo del Hombre que habría de sufrir mucho antes de entrar en su gloria. Esta sensación de que estaba sucediendo algo extraordinario había crecido lentamente. Sin embargo, ninguno de los dos había pensado que era él. No se les había pasado por la cabeza. No había motivo para que se les ocurriera tal cosa porque físicamente no se le parecía en absoluto. Fue en el instante en que les dio el pan cuando de pronto se hizo evidente. Ya no estaban nada tristes. E incluso era extraño que no se lo hubiesen confesado mutuamente: pensaban que ya nunca más volverían a estar tristes. Que se había acabado la tristeza.

«Y es verdad», le dice Filipo a Lucas debajo de la higuera: «Nunca he vuelto a estar triste».

14

>Del mismo modo que hubo forzosamente un primer encuentro entre Lucas y Pablo, encuentro cuyos detalles he imaginado pero que no es imaginario, hubo forzosamente un encuentro entre Lucas y un testigo directo de la vida de Jesús. Llamo Filipo a este testigo porque al leer atentamente los Hechos me parece verosímil, e imagino la conmoción que este encuentro debió de causar en Lucas. Hasta entonces pensaba que Pablo lo sabía todo. Que nadie, en todo caso, sabía más de la vida de Jesús. Y mira por dónde, acaba de pasar una velada con un hombre que ni siquiera es muy viejo y que habla de él familiarmente y tiene la sinceridad de decir que lo conoció muy poco; pero sin duda hay personas que lo conocieron bien. «¿Podría conocerlas?», pregunta Lucas. «Por supuesto», responde Filipo. «Yo te las presentaré, si quieres. Tendrás que ser prudente, porque como eres goy y compañero de Pablo muchos desconfiarán de ti. Además, mi recomendación no te abrirá todas las puertas: no tengo muy buena reputación, ya ves. Pero tú tienes aspecto de hombre que sabe escuchar. Sabes contener la impaciencia de preparar lo que vas a decir mientras los demás hablan: todo debería ir bien».

Me imagino la noche que pasó Lucas después de esta conversación. El insomnio, la exaltación, las horas caminando por las calles de Cesarea, blancas y trazadas en línea recta. Lo que me permite imaginarlo son las ocasiones que me han inspirado un libro. Pienso en la noche siguiente a la muerte de mi cuñada Juliette y nuestra visita a su amigo Étienne, de la cual nació De vidas ajenas. Una impresión de evidencia absoluta. Yo había sido testigo de algo que debía ser narrado, era a mí y a nadie más a quien correspondía contarlo. Después esta evidencia se atenúa, a menudo la pierdes, pero si no existiera, al menos por un momento, no haces nada. Sé que hay que recelar de las proyecciones y los anacronismos, pero estoy seguro de que hubo un momento en que Lucas se dice que esta historia debía narrarse, y que él iba a hacerlo. Que el azar le había situado en el lugar indicado para recoger las palabras de los testigos: primero Filipo y después otros que él le daría a conocer y a los que iría a buscar el propio Lucas.

Debieron de asaltarle mil preguntas. Desde hacía años participaba en comidas rituales durante las cuales, comiendo pan y bebiendo vino, se conmemoraba la última cena del Señor y, misteriosamente, se entraba en comunión con él. Pero esa última cena, que él siempre creyó que se había celebrado en una especie de Olimpo suspendido entre el cielo y la tierra, o más bien que nunca se le había ocurrido imaginar, aquella cena —era consciente de pronto— había tenido lugar veinticinco años antes en una habitación real de una casa real, en presencia de personas reales. Lucas iba a tener que entrar en aquella habitación, hablar con aquellas personas. Del mismo modo, sabía que el Señor, antes de resucitar, había sido crucificado. Colgado del leño, según la expresión de Pablo. Lucas sabía perfectamente lo que era el suplicio de la cruz, que se practicaba en todo el imperio romano. Había visto hombres crucificados en el borde de los caminos. Sentía que había algo de extraño y hasta de escandaloso en el hecho de adorar a un dios cuyo cuerpo había sido sometido a aquella tortura infamante. Pero nunca se había preguntado por qué había sido condenado, en qué circunstancias, por quién. Pablo no lo dudaba, decía: «Por los judíos», y como las cuitas de Pablo venían de los judíos tampoco se cuestionaba su respuesta, no le hacía preguntas más precisas.

Me aventuro, quizá, pero imagino que durante la noche en que concibió su proyecto, todavía confuso pero lleno de cegadora evidencia, pensó en Pablo y, sin explicarse muy bien por qué, se sintió culpable con él. Como si al partir en busca de las huellas del Cristo que había vivido en Galilea y en Judea, al encuentro de quienes le habían conocido, traicionase el anuncio del que Pablo era tan celoso. Si algo horrorizaba a Pablo era que escucharan a otros predicadores, en especial si eran judíos. Para complacerle había que taparse los oídos y no retirar la cera hasta que él abría la boca. A Lucas le gustaba escuchar a Pablo, por complacerle estaba dispuesto a taparse los oídos cuando hablaba un pedagogo ateniense o un rabino de Alejandría como Apolos, pero por nada del mundo hubiera renunciado a escuchar a Filipo. Y era muy consciente de que, a pesar de que los dos hombres se apreciaban, a pesar de que Pablo alababa la altura intelectual de Filipo, no le habría gustado enterarse de que Lucas buscaba a Filipo para saber más cosas de Jesús.

Lucas no tenía en absoluto una mente abstracta. Las discordias entre personas reales, con nombre propio, conocidas por él, le interesaban, y más todavía su reconciliación porque le gustaba que las personas se reconciliasen, pero las grandes evoluciones teológicas le tenían sin cuidado. Le agradaba que un individuo perdonase una ofensa a otro, que un perro samaritano se comportase mejor que un fariseo engreído por su virtud. Bostezaba, en cambio, cuando se trataba de la expiación o redención de los pecados; bueno, de lo que se ha traducido así, pero siempre se puede decir que es culpa de las traducciones: también en griego es abstracto, no se refiere a la vida cotidiana. Lo que más le gustaba de los relatos de Filipo eran los detalles concretos: los dos individuos que vuelven abrumados a su casa, el polvo del camino, el saber a qué distancia exacta de Jerusalén se encontraba su pueblo y la puerta por la que se salía para llegar a él. Era pensar que aquel Filipo que tenía enfrente había estado delante de Jesús. Antes de dormirse, al amanecer de aquella noche de insomnio y de evidencia, imagino que Lucas se haría esta pregunta: ¿qué aspecto tendría?

Tenía un rostro, los que le habían conocido podían describirlo. Si se lo preguntaba a Filipo, se lo diría de buena gana. ¿Se lo preguntó? Si lo hizo, ¿por qué el Evangelio no ha conservado el menor rastro de su respuesta? Lo sé, lo sé: porque semejante afán es absolutamente ajeno al género literario que utilizaba Lucas y a la sensibilidad de su tiempo. No hay más descripciones físicas de los emperadores, cónsules o gobernadores en las obras de Tácito o Flavio Josefo: había bustos, que era algo distinto. Es cierto. Pillado en flagrante delito de anacronismo, me bato en retirada. Pero así y todo me cuesta imaginar que Lucas, que se interesaba apasionadamente por la figura de Jesús y era tan curioso respecto a los detalles no se hubiera preguntado si era alto o bajo, guapo o feo, barbudo o lampiño, y que no se hubiese planteado la cuestión. Lo más difícil de comprender era quizá la respuesta.

15

Los relatos de las apariciones de Jesús, el día después del sabbat que los cristianos llamarán domingo, difieren según los Evangelios pero, aun difiriendo, concuerdan. Primero es una mujer, o un grupo de mujeres, la que va temprano por la mañana al lugar donde está depositado el cadáver para lavarlo. Juan dice que era María Magdalena sola, Mateo esta misma María y otra que también se llamaba María; Marcos y Lucas añaden otra mujer. Los tres coinciden en afirmar que se quedan muy asombradas porque el cuerpo ya no está allí.

A partir de este punto, Juan es más preciso, tan preciso y rico en detalles realistas que te induce a creer que estaba allí, que lo que leemos es el auténtico testimonio del «discípulo amado por Jesús». María Magdalena corre a buscar a Pedro y al «otro discípulo» —el que Jesús amaba, por tanto— y les dice: «Han sacado al Señor de la tumba. No sé dónde le han puesto». Los hombres deciden ir a ver. Ellos también corren, el otro discípulo más rápido que Pedro. Llega el primero a la tumba, descrita como una gruta excavada a ras de una pared rocosa. Pero no entra en ella. Aguarda a Pedro, el cual sí entra, y ve los lienzos en que estaba envuelto el cuerpo. El otro discípulo, cuando entra a su vez, «ve y cree», lo que es, de todos modos, un poco precipitado porque lo único que se puede ver es la ausencia de un cuerpo, una ausencia intrigante, que exige una explicación, pero de la que nadie a priori se le ocurriría deducir una resurrección. Por otra parte, debe reservarse su intuición porque los dos hombres vuelven tan perplejos como las mujeres, pero solamente perplejos.

María Magdalena está llorando cerca de la tumba. En el Evangelio de Juan aparecen entonces dos ángeles vestidos de blanco, tranquilamente sentados donde descansa el cuerpo de Jesús, uno junto a la cabeza y el otro a los pies. En el de Mateo se habla de un solo ángel, pero que desciende del cielo con un retumbo de truenos, tiene aspecto de relámpago y una túnica blanca como la nieve, y a la vista del cual los guardias tiemblan y caen como muertos. En Lucas se trata de dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Y en Marcos, como siempre el más sobrio, de un joven vestido con una túnica blanca. En Juan, los ángeles se limitan a preguntar a María por qué llora. En los otros tres, anuncian a las mujeres que Jesús ha resucitado.

Por bellas que sean las palabras de estos ángeles (según Lucas: «¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos?»), me parecen menos hermosas que la escena siguiente, en la que ellos no participan, en la versión de Juan. María Magdalena, tras decir a los ángeles por qué llora, se separa de ellos y ve a Jesús delante, pero no sabe que es Jesús. «¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?», le pregunta él. Ella le toma por el jardinero y responde: «Si tú has sido el que te has llevado a mi Señor, dime dónde lo has puesto e iré a buscarlo». Jesús le dice entonces: «María». Porque ha pronunciado su nombre, y porque lo ha pronunciado de un modo determinado, ella abre los ojos de par en par y murmura, en arameo: «Rabbouni», que quiere decir «Maestro», subtitulado por Juan para sus lectores griegos. Ella se arroja a sus pies. Jesús dice: «No me toques, porque aún no he subido donde el Padre. Pero ve a buscar a los hermanos y díselo».

Marcos dice que María y las demás no han dicho nada a nadie «porque tenían miedo»; son las últimas palabras de su relato. Lucas dice que fueron a buscar a los demás y que a ellos les pareció increíble lo que les dijeron: así pues, no se lo creyeron. Mateo dice que los guardias caídos como muertos se levantaron para ir a informar a los sumos sacerdotes de «lo que había ocurrido», sin que se sepa si por esta frase hay que entender solamente la desaparición del cadáver, el paso del ángel o, ya mismo, el rumor de la resurrección. Sea como fuese, los sumos sacerdotes se emocionaron y tras debatir sobre la conducta que debían adoptar dieron dinero a los guardias para que hicieran correr en la ciudad el rumor de que los partidarios del agitador crucificado tres días antes habían venido a robar el cuerpo. Esta leyenda urbana, añade Mateo, «se ha propagado entre los judíos hasta ahora», y no sólo entre los judíos: Renan no la excluye de sus hipótesis.

Está siempre ese domingo, al final de la tarde, en que se sitúa el encuentro de Emaús, relatado únicamente por Lucas. Después de que el misterioso viajero les dejara, Cleofás y el que yo pienso que era Filipo deciden regresar a Jerusalén. La misma noche, rehacen en sentido inverso las dos horas de marcha y encuentran a los Once en la habitación de arriba, donde, según precisa Juan, que también cuenta el episodio, tienen «las puertas cerradas, por miedo a los judíos». Jesús, de repente, aparece en medio de ellos y les dice Shalom, la paz sea con vosotros. Ellos se espantan, creyendo ver a un fantasma. Lucas dice que les invita a tocarle y que después de haberse dejado tocar les pregunta lo que nunca preguntaría un fantasma: si tienen algo de comer. Sí, un poco de pescado que comparten con él.

Esta cena de pescado figura en la escena final de Juan, cuya lectura por el padre Xavier, en su chalet de Le Levron, desencadenó mi conversión: la pesca en el lago Tiberíades; el desconocido que al alba llama a los pescadores de la orilla y les dice que lancen las redes; Pedro que se pone su túnica, salta al lago y se reúne con el extraño, al cual ha reconocido, y enciende un fuego de ramitas en la arena para asar los peces.

El rasgo más emotivo de estos relatos es que al principio no le reconoces. En el cementerio es el jardinero. En el camino, un viajero. En la playa, un viandante que pregunta a los pescadores: «¿Pican?». No es él y por eso, extrañamente, le reconocen. Es lo que siempre han querido ver, oír, tocar, pero no como esperaban verlo, oírlo, tocarlo. Es todo el mundo y no es nadie. Es el primer llegado, es el último mendigo. Es aquel del que decía, y debieron de recordarlo: «Tuve hambre y no me disteis de comer. Tuve sed y no me disteis de beber. Estuve en la cárcel y no me visitasteis». Quizá también se acordaron de esta fórmula fulgurante, que no han conservado los Evangelios, sino un apócrifo: «Corta la madera: estoy ahí. Levanta la piedra: me hallarás debajo. Mira a tu hermano: ves a tu dios».

¿Y si fuese por esto por lo que nadie describió su rostro?

16

Todo esto es confuso, pero a mí esta confusión me parece realista. Si se interroga a los testigos de un crimen o un accidente, siempre surge este género de relato infestado de incoherencias, contradicciones, exageraciones que lo único que hacen es amplificarse a medida que se alejan de la fuente. Ejemplo típico del testigo alejado de la fuente: Pablo, en su primera carta a los corintios, confecciona una lista, cuando menos personal, de las apariciones de Jesús después de muerto que incluye a su hermano Santiago —quien, sin embargo, no le era simpático— y, directamente, a «más de quinientos hermanos a la vez». Pablo precisa que algunos han muerto desde entonces y que otros todavía están vivos. Sobrentendido: podéis ir a verles, interrogarles. Lucas, que estaba próximo a Pablo y no ignoraba, desde luego, este testimonio, podría haberlo hecho. No lo hizo: o si lo hizo el resultado fue infructuoso y los quinientos hermanos quedaron reducidos a una decena, lo cual, por otra parte, no es ni más ni menos confirmatorio.

Lucas no era un investigador moderno. Aunque asegure «haberse informado con gran exactitud de todo desde el origen», debo resistir a la tentación de prestarle las preguntas que yo me haría y que intentaría formular a mi alrededor si me encontrara en el lugar donde se desarrollaron hechos tan insólitos, veinticinco años después de acontecidos y cuando buena parte de los testigos aún viven. ¿Y había una, dos o tres mujeres? ¿Las creyeron enseguida? ¿Y qué creyeron exactamente? Una vez comprobado que el cuerpo no estaba ya en la tumba, ¿cómo es posible que abandonaran tan pronto la hipótesis realista según la cual lo habían robado y acepten de inmediato la historia estrafalaria de la resurrección? ¿Quién podía ser ese sujeto impersonal que lo había «robado»? ¿La autoridad romana, deseosa, como el comando norteamericano que aniquiló a Osama bin Laden, de evitar que se propagase un culto en torno a sus despojos? ¿Un grupo de discípulos piadosos que quisieron rendir un último homenaje y ocasionaron todo aquel embrollo al no prevenir a los demás? ¿Un grupo de discípulos maquiavélicos que organizaron adrede la colosal impostura destinada a prosperar con el nombre de cristianismo?

17

>«Nadie puede saber lo que ha encontrado Horselover Fat», decía Philip K. Dick a propósito de su álter ego, «pero una cosa es segura: encontró algo».

Nadie sabe lo que sucedió el día de Pascua, pero una cosa es segura: sucedió algo.

Cuando digo que no se sabe lo que pasó me equivoco. Lo sabemos muy bien, sólo que dependiendo de lo que uno crea son dos cosas diferentes e incompatibles. Si eres cristiano crees que Jesús resucitó: en eso consiste ser cristiano. Si no, crees lo que creía Renan, lo que creen las personas razonables. Que a un grupito de hombres y mujeres —a las mujeres primero—, desesperados por la pérdida de su gurú, se les metió en la sesera esta historia de la resurrección y la contaron, y que ocurrió algo nada sobrenatural, pero alucinante, y que vale la pena contarlo con detalle: su creencia ingenua, singular, que normalmente debería haberse marchitado y después extinguido con ellos, conquistó el mundo hasta el punto de que hoy aproximadamente una cuarta parte de los seres humanos que viven en la tierra la profesa.

No dudo de que cuando se publique este libro me preguntarán: «Pero entonces, en definitiva, ¿es usted cristiano o no?». Como, hará pronto treinta años: «Pero entonces, en definitiva, ¿tenía o no bigote?». Podría recurrir a un subterfugio, decir que si me he deslomado escribiendo este libro es para no responder a esta pregunta. Para dejarla abierta y que cada cual la conteste. Sería muy propio de mí. Pero prefiero responder.

No.

No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme que sé mucho más, sin creerlo ya, que los que lo creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en mi punto de vista.

18

Otra cosa debió de turbar mucho a Lucas. Súbdito respetuoso del imperio, consideraba buena su administración, preciosa la paz que garantizaba y, aunque él no era romano, estaba orgulloso del poder imperial. Ni él ni sus compatriotas macedonios tenían la más mínima reivindicación nacional ni la menor indulgencia para con los rebeldes, a los que equiparaban a salteadores de caminos y aprobaban que se crucificase cuando alborotaban demasiado. Pablo les había conquistado tan bien que nunca hablaba de rebelión, sino que por el contrario invitaba a todo el mundo a permanecer en su condición, a acatar escrupulosamente las leyes. Cada vez que había tenido un conflicto con los judíos, los funcionarios romanos le habían sacado del aprieto. Una vez había ocurrido en Corinto, con el juicioso gobernador Galión, y ahora acababa de suceder en Jerusalén, donde la cohorte le había salvado del linchamiento. Si bien el gobernador Félix tenía un aire un tanto turbio, a él le debía Pablo vivir seguro en Cesarea.

No obstante, de creer a Filipo, los que habían seguido a Jesús en vida esperaban que librase a Israel de los romanos, y por este motivo estos le habían condenado. Citaba este hecho como algo evidente, conocido por todos. No parecía asombrarle que, a pesar de ser el Hijo del Hombre, el Salvador esperado por todos los hombres, incluidos los que no lo sabían, Jesús había sido al mismo tiempo el cabecilla de un grupo sedicioso, al igual que otros jefes de grupos semejantes de los que mencionaba los nombres y las proezas: los macabeos, Teudas, Judas el Gaulanita, el Egipcio, todos los individuos que habían tomado las armas, hostigado a las cohortes romanas, tendido emboscadas, y todos, por otra parte, habían acabado mal.

Lucas había oído a Mnasón el chipriota estos nombres que conocemos por Flavio Josefo. Los confundía todos, para él pertenecían a un folclore exótico y amenazador. Decía, asustado: «¿Pero hablas de Jesús? ¿De Jesús el Cristo?». Filipo respondía: «Sí, bueno, el Cristo, como le llamáis vosotros, los griegos. Así le llaman en Antioquía. Aquí le llaman el Mesías, maschiah, y el Mesías es el rey de los judíos. El que ha de venir a liberar a los judíos de la servidumbre, como Moisés en otro tiempo les liberó de la esclavitud bajo el faraón».

Sobre la misma cruz en que había muerto, el centurión encargado de la ejecución había clavado un cartel señalando al condenado, para que los que pasaran se burlasen de él, como «Jesús, rey de los judíos». Cometió un error: los que lo veían no se burlaban. Descontando a algunos seguidores del sumo sacerdote, la mayoría de los habitantes de Jerusalén simpatizaban con la resistencia, aunque no hubieran tenido el valor de participar en la lucha. Los que habían creído que Jesús era el Mesías estaban cruelmente decepcionados. Los que no habían creído que Jesús era el Mesías le compadecían. Nadie tenía corazón para burlarse. Lo había intentado y había fracasado. El horror y la injusticia de su tortura confirmaban que había motivos para rebelarse. Lo que evidenciaban el cartel, la cruz y el pobre hombre que agonizaba en ella era la arrogancia de los romanos.

La cuestión de a quién corresponde la responsabilidad de la muerte de Jesús, si a los judíos o a los romanos, es una cuestión minada. Aflora periódicamente, con ocasión, por ejemplo, de la extraña película naturalista que ha realizado sobre la Pasión Mel Gibson. Sin embargo, el relato de los Evangelios sobre este particular es perfectamente coherente, como son perfectamente claras las razones de la hostilidad que suscita Jesús. No contentándose con ser un curandero de inquietante popularidad, multiplica en un estado religioso las provocaciones contra la religión oficial y sus representantes. Se encoge de hombros ante los preceptos rituales. Se toma la Ley con ligereza. Se mofa de la hipocresía de los virtuosos. Dice que lo grave no es comer cerdo, sino denigrar a tu vecino. A este historial ya cargado, añade desde su llegada a Jerusalén un verdadero escándalo en el Templo: mesas volcadas, mercaderes azotados y, como se diría hoy, usuarios tomados como rehenes. En una sociedad teocrática, un disturbio semejante se asemeja más, habida cuenta del riesgo asumido, a un acting out en medio de la gran mezquita de Teherán que al desmantelamiento de un McDonald’s por los chicos de José Bové. Por ello no sólo son los fariseos, sus adversarios hasta entonces, sino los sumos sacerdotes saduceos los que, al enterarse de esta nueva provocación, deciden que su autor merece la muerte. Como el delito que le imputan es la blasfemia, deberían lapidar a Jesús. Sólo que el sanedrín no tiene el poder de imponer la pena de muerte. Somete el caso, por consiguiente, a la autoridad romana, cuidando de presentarlo no como un asunto religioso —el gobernador Pilatos, al igual que Galión en Corinto, les mandaría a paseo—, sino político. Jesús no ha reivindicado explícitamente que se considera el Mesías, pero tampoco lo ha negado. Mesías quiere decir rey de los judíos, quiere decir subversivo. Este delito se castiga con la pena de muerte, y Poncio Pilatos se resistirá, pero no le queda otra alternativa. Comprende que Jesús no es más, a lo sumo, que un enemigo de la Ley, pero han amañado bien el expediente para presentarlo como un enemigo de Roma.

Los Evangelios no coinciden en los detalles sobre lo que se dijo delante del sanedrín y luego ante Pilatos, pero en conjunto concuerdan sus crónicas del juicio ante los dos tribunales, el judío y el romano. La mayor parte de los historiadores, cristianos o no, acreditan esta versión, que es la de la Iglesia y la que ilustra la película de Gibson. Por otra parte, por el lado judío también la recoge el Talmud. Algunos de los rabinos cuyas opiniones recopila llegan a decir que la sentencia de muerte la pronunció el sanedrín, guardando silencio sobre el papel desempeñado por Pilatos: en suma, los judíos no sólo condenaron a Jesús, sino que se vanaglorian de ello.

Existe, sin embargo, una historia opuesta, relativamente reciente, cuyo representante más radical es un profesor escocés llamado Hyam Maccoby. Esta tesis se propone denunciar la ficción según la cual las autoridades judías hicieron condenar a Jesús y, a continuación, denuncia el antisemitismo cristiano que se dedica, sin excesivo esfuerzo, a detectar en el Nuevo Testamento. En nombre de esta teoría han acusado de antisemitismo a la película de Mel Gibson. Yo la encuentro estimulante, aunque no convincente, y me gustaría tomarme el tiempo de resumir su argumentación.

Hyam Maccoby empieza explicando que los fariseos no eran en absoluto los mandarines hipócritas a los que los Evangelios describen como los adversarios de Jesús y, en última instancia, sus denunciadores, sino hombres piadosos y sabios, con reputación de tener en cuenta las peculiaridades humanas, de ser flexibles a la hora de adaptar la Torá a los problemas de cada cual y tolerantes con las opiniones discrepantes: antepasados de Emmanuel Lévinas. Más pacíficos que Jesús, presentado por Maccoby como un agitador anticolonialista, sin embargo no veían con antipatía su combate político. En el terreno espiritual y moral, decían más o menos las mismas cosas, y cuando surgían entre ellos pequeñas disensiones las debatían afablemente, como muestra una escena imprudentemente transmitida por Marcos antes de que Mateo la reescribiera con arreglo a la ideología dominante, es decir, de que la convirtiese en una disputa odiosa. En realidad, Jesús y los fariseos se entendían bien porque amaban y observaban la Ley, y sus enemigos comunes, después de los romanos, eran los colaboracionistas saduceos, sacerdotes arrogantes y vendidos, traidores tanto a la nación como a la religión judías.

Según Maccoby, cada vez que en los Evangelios aparece la palabra «fariseo» para designar a un malvado, habría que leer «saduceo». Viene a ser lo mismo que utilizar la función «reemplazar» de un procesador de textos. ¿Por qué este trucaje? Porque los evangelistas decidieron, despreciando la realidad histórica, retratar a Jesús como un rebelde de la religión judía y no como un combatiente contra la ocupación romana. La realidad histórica es que era una especie de Che Guevara al que los romanos, secundados por sus hombres de paja saduceos, pero no por los buenos fariseos, detuvieron y ajusticiaron con la brutalidad expeditiva que acostumbraban cuando el orden público se veía amenazado. En suma, lo que los evangelistas presentan como un travestismo de la verdad sería la verdad.

Se explica fácilmente que hayan sostenido e impuesto esta versión revisionista. Las iglesias de Pablo anhelaban complacer a los romanos, y el hecho de que su Cristo fuera crucificado por orden de un gobernador romano les creaba un serio problema. No se podía negar el hecho en sí, pero hicieron todo lo posible por atenuar su alcance. Explicaron, cuarenta años después, que Poncio Pilatos había obrado a regañadientes, forzado por las circunstancias, y que aun cuando formalmente la sentencia y la ejecución fueran obra de los romanos, la instrucción del caso y la auténtica responsabilidad recaían en los judíos, a todos los cuales, posteriormente, metieron en el mismo saco. «Los fariseos y los saduceos», dicen Mateo, Marcos y Lucas, como si en todo momento fuesen ambos de la mano. «Los judíos», dice escuetamente Juan. El partido enemigo. Nacimiento del antisemitismo cristiano.

19

Detrás de esta contrahistoria se oculta un retrato opuesto de Pablo, de quien Hyam Maccoby ha escrito un libro titulado The Mythmaker; en francés, Paul et la invention du christianisme [Pablo y la invención del cristianismo]. La tesis es la siguiente: si Jesús, al que los Evangelios describen como el enemigo jurado de los fariseos, era de hecho su compañero de viaje, Pablo, que se declara de origen fariseo, no lo era. No sólo no lo era sino que, mejor todavía, ni siquiera era judío.

¿Pablo, ni siquiera judío? Veámoslo detenidamente.

Nacido en una familia pagana de Siria, al joven Pablo, según Maccoby, le marcaron a la vez las misteriosas religiones orientales y el judaísmo, que le fascinaba. Ambicioso, atormentado, se soñó profeta o al menos fariseo de primera fila, un gran intelectual como Hillel, Shamai o Gamaliel. Es posible, concede Maccoby, que frecuentara, como nunca pierde la ocasión de recordar, una escuela farisea de Jerusalén, pero sin duda no la de Gamaliel, porque allí sólo aceptaban a alumnos de nivel muy alto y Pablo no lo era. Maccoby dedica un capítulo entero a demostrar que el carácter rabínico de la argumentación de Pablo en sus cartas, aspecto sobre el que concuerdan todos los comentaristas, es una pura invención: en realidad, Pablo era un rabino pésimo al que habrían suspendido en el primer año de cualquier yeshivá.

Viendo que por esta vía no llegaría muy lejos, despechado, lleno de rencor, el joven Saúl se habría vuelto hacia los saduceos e incluso habría entrado al servicio del sumo sacerdote como mercenario o esbirro a sueldo. Es la única explicación plausible de que haya tenido el poder de perseguir a los seguidores del guerrillero del que un rumor extraño dice que ha resucitado después de que los romanos lo hayan clavado en la cruz. Movimiento de resistencia clandestino, jefe carismático martirizado y del que no se sabe si está muerto o vivo: en esta situación, el papel que encuentra el tenebroso Saúl es el de un suplente a sueldo del ocupante, algo exclusivo de él, como los tristemente célebres inspectores Bonny y Lafont que vivieron bajo la Ocupación las horas más prósperas de la rue Lauriston.[3] Entonces sí se comprende que estuviera en condiciones de cargar de cadenas a oponentes, de encarcelarlos y hasta de ir a apresarlos en zona no ocupada, en Damasco, lo cual habría sido totalmente imposible para el fariseo que posteriormente afirmó que había sido: los fariseos carecían de poder policial y si lo hubieran tenido nunca lo habrían ejercido contra personas que les eran tan próximas. También se comprende que estas actividades tan deslucidas entrasen en contradicción con el gran concepto que tenía de sí mismo un joven que se veía profeta entre los judíos y se había convertido en un ejecutor de tareas viles al servicio del gauleiter local. Como bien dirá más adelante: «No entiendo nada: el bien que deseo no lo hago, pero hago el mal, que odio».

Nada más ajeno al judaísmo, observa certeramente Maccoby, que esta culpabilidad, esta desesperación basada en la experiencia de que el esfuerzo humano es inútil, insalvable el foso entre lo que exige la Ley y las fuerzas del pecador. La Torá está hecha para el hombre, hecha a su medida, y todo el trabajo interpretativo de los fariseos aspiraba a adaptarse a las posibilidades de cada uno. En cambio, la frase famosa de Pablo es una descripción perfecta de la desazón de un hombre que ha intentado ser judío sin conseguirlo, de un convertido fracasado, sumido en la abyección. Esta angustia espantosa, este conflicto interior que le desgarra encuentran su solución en el camino a Damasco. El yo dividido, enemigo de sí mismo, se abisma en una experiencia de transformación radical, tras la cual comienza una vida completamente nueva. Totalmente nueva pero enraizada en las supersticiones de su infancia, en aquellas religiones misteriosas donde mueren y renacen divinidades como Osiris o Baal-Tarz, que dio nombre a Tarso, su ciudad natal. Circulaba una creencia de este tipo a propósito del rebelde a cuyos partidarios perseguía Saúl. Pablo echó mano de esta creencia.

Pablo, según Maccoby, no es un convertido propiamente dicho. Para convertirse a ella, habría sido necesario que la religión del Cristo existiera, lo que no era el caso. Al igual que Moisés, en quien no pudo evitar pensar, después de su experiencia límite se retiró al desierto de Arabia y regresó con su religión. Lo extraño aquí es que no rompió ni con la pequeña secta galilea ni con el judaísmo. Que para edificar su construcción continuara aludiendo a aquel judío rústico y oscuro al que sin él todo el mundo habría sin duda olvidado. Que corriera el riesgo suicida, puestos a pensarlo, de volver a Jerusalén y de presentarse solo, desarmado, ante una red de resistentes de la cual había hecho detener, torturar y ejecutar a tantos de sus camaradas. Quizá corrió aquel riesgo insensato porque a pesar de todo conservaba el apego sentimental a Israel. Quizá porque comprendió que valía más asegurar su religión mutante en un fundamento histórico que se remontase a la noche de los tiempos que en su sola personalidad. Quizá, por último (soy yo el que habla, no Hyam Maccoby), porque quería poner a prueba con sus antiguas víctimas las enseñanzas de Jesús sobre que hay que amar a sus enemigos y acoger a su perseguidor.

El ejercicio debió de ser difícil. Los años siguientes, la duplicidad de Pablo es extrema. Por un lado, trata de promover su Evangelio, como él dice, en un ambiente pagano. Entre sus prosélitos encuentra un terreno favorable para una invención teológica cada vez más desenfrenada en la que Jesús adquiere una divinidad cósmica y es un redentor universal, una especie de mito, y en la que el ritual se organiza en torno a una ceremonia totalmente extraña y hasta repulsiva para los discípulos del verdadero Jesús: la eucaristía. Por el otro, su obsesión de no romper con la casa matriz le obliga a recurrir a subterfugios, mentir, afirmar contra toda evidencia que siente un gran respeto por la Ley y asistir a convocatorias para demostrar su ortodoxia. La primera vez la cosa va mal, la segunda peor todavía. La ruptura se consuma. Lo cual no obsta para que Pablo gane la pelea, porque como se verá dentro de un centenar de páginas, el Templo es destruido, la nación de Israel aniquilada y la iglesia de Jerusalén dispersada. Sus tradiciones sólo sobrevivirán en el interior de pequeñas sectas perdidas en el desierto, pero Hyam Maccoby las considera —lo dice con todas las letras más fiables que todo lo que está escrito en el Nuevo Testamento.

Es porque el Nuevo Testamento, dice él, es siempre la historia escrita por el partido de los vencedores, el resultado de una vasta falsificación destinada a hacer creer que Pablo y su religión nueva son los herederos del judaísmo y no sus negadores; que a pesar de divergencias menores, Pablo era aceptado, apreciado, refrendado por la iglesia de Jerusalén; que Jesús no amaba a los fariseos pero, como Pablo, respetaba a los romanos; que no hacía política, que su reino no era de este mundo, que enseñaba, igual que Pablo, el respeto a la autoridad y la vanidad de toda rebelión; que al autoproclamarse Mesías no hablaba en absoluto de un reino terrenal sino de una nebulosa identificación con Dios, incluso con el logos; que los únicos judíos buenos son los que se consideran desligados de la Ley, es decir, los más judíos; por último, que Pablo es el único que conoce el fondo del pensamiento del verdadero Jesús, precisamente porque no le ha conocido en su encarnación mortal, imperfecta y confusa, sino como hijo de Dios, y que toda verdad histórica que amenace con comprometer este dogma no sólo debe declararse falsa sino, lo que es más seguro, borrosa.

He aquí la mentira que se impuso hace dos mil años, con la fortuna que sabemos. Las pocas voces discordantes que se elevaron fueron silenciadas: ya se tratase de pequeñas sectas surgidas en la iglesia de Jerusalén, las únicas que saben y conservan en sus tradiciones lo que ocurrió realmente, o, dentro de la Iglesia dominante, de un paulino honrado y consecuente como Marción, que en el siglo II quería poner fin a la ficción según la cual el cristianismo era la continuación del judaísmo y rechazar de la Biblia las Escrituras de los judíos. En fin, al cabo de dos mil años de tinieblas, ha aparecido el profesor Maccoby.

He resumido estos criterios, no me adhiero a ellos. Denunciar dos mil años de revisionismo integral me parece el colmo del revisionismo y, por decirlo todo, al profesor Maccoby le encuentro un lado un poco Faurisson.[4] Creo que tiene razón en recordar que los fariseos eran hombres prudentes y virtuosos, pero que se equivoca al sacar la conclusión de que Jesús no pudo malquistarse con ellos. Si se les enfrentó fue precisamente porque eran prudentes y virtuosos y porque su amistad se la ofrecía a los pescadores, a los fracasados, a los desilusionados consigo mismos, no a los prudentes y virtuosos. Yo creo que también tiene razón, mil veces razón, en denunciar el antisemitismo cristiano, pero se equivoca en pretender, contra todos los testimonios, de un modo puramente ideológico, que Jesús fue condenado por los romanos sin que los judíos tuvieran algo que ver. Es tan absurdo como acusar a Platón de antiateniense o antidemócrata porque muestra a Sócrates condenado por la democracia ateniense. En los dos casos se trata de hombres libres, paradójicos, incontrolables, que chocan contra la institución de su tiempo: la ciudadela griega para uno, la teocracia judía para el otro. Señalarlo no es antidemocrático ni antisemita. En cuanto al retrato de Pablo como un goy soplón de la policía secreta, me parece pintoresco, pero en definitiva menos rico, menos complejo, menos dostoievskiano que el que se desprende de sus cartas si se leen adjuntando fe, simplemente, a lo que dice.

Lo que sí es cierto, en cambio, es que circulaban esta clase de rumores sobre Pablo en el entorno de Santiago. Que ni siquiera era judío. Que habiéndose enamorado en Jerusalén de la hija del sumo sacerdote, se hizo circuncidar por sus bellos ojos. Que esta operación, realizada por un aficionado, fue una carnicería y le dejó impotente. Que como la hija del sumo sacerdote se burló cruelmente de él, se puso por despecho a escribir panfletos furiosos contra la circuncisión, el sabbat y la Ley. Y que, en el colmo de su bajeza, desfalcó dinero de la colecta para comprar el favor del gobernador Félix, pues Hyam Maccoby no desaprovecha la ocasión de acusarle también de esto.

Sí, todo lo que dice el profesor Maccoby se decía también, de una forma menos elaborada, en la iglesia de Jerusalén. Lucas debió de oírlo y de turbarse al oírlo.

20

Lucas conservaba un recuerdo penoso de la semana que había pasado en Jerusalén, pero después de lo que le había contado Filipo, sólo debía de soñar con volver a la ciudad. Como no sabía qué mirar, no había visto nada. Había pasado de largo por delante de todo. Ahora quería ver con sus propios ojos el lugar de la crucifixión, la tumba que las mujeres habían encontrado vacía, y sobre todo la misteriosa habitación de arriba donde Filipo y Cleofás, al regresar apresuradamente de Emaús, habían encontrado reunidos a los Once, agitados por el rumor de que alguien había visto a Jesús vivo. Fue en esta habitación donde aquella noche se les había aparecido a todos y les había pedido algo de comer. Fue la habitación donde más tarde unas llamas llegaron a lamerles la cabeza, después de lo cual empezaron a hablar lenguas cuya existencia incluso ignoraban. En esta habitación, sobre todo, se había celebrado la última cena que tomó Jesús con los suyos: en el curso de esta cena había anunciado su muerte próxima e instituido el extraño ritual a base de pan y vino que Lucas y sus amigos practicaban desde hacía años sin interrogarse sobre su origen.

Aquel día la casa no era aún familiar para los discípulos. Era la primera vez que la pisaban. Llegados con su maestro de su Galilea natal, llevaban poco tiempo en Jerusalén. Durante el día Jesús enseñaba en la explanada del Templo, atrayendo a oyentes cada vez más numerosos, entre los cuales se encontraba Filipo. Por la noche todo el grupo dormía al raso en el monte de los Olivos, que está a la salida de la ciudad. Al acercarse la Pascua, y como Jesús presentía que para él sería la última, quiso celebrarla dignamente, es decir, comer el cordero lechal asado debajo de un techo. «De acuerdo», dijeron Pedro y Juan, «¿pero dónde?». Eran como los demás, campesinos sin un céntimo, no conocían a nadie en Jerusalén, allí no se las apañaban bien y estaban avergonzados por su acento. Jesús les dijo: «Entrad en la ciudad por tal puerta. Cuando encontréis a un hombre que lleva un cántaro lleno de agua, seguidle. No le habléis en la calle. Cuando entre en una casa, entrad también detrás de él. Decid que venís de parte del Maestro. Os hará subir al piso de arriba, donde hay una habitación grande con almohadones. Habrá todo lo necesario para preparar la Pascua. Preparadla y esta noche yo me reuniré con vosotros para compartirla».

Estas instrucciones son las de los movimientos clandestinos: juegos de pistas, contraseñas, simpatizantes ocultos con los que se toman mil precauciones para no comprometerles. La propietaria de la casa amiga que durante años sería el cuartel general y en ocasiones serviría de escondrijo, era una tal María. Tenía un hijo llamado Juan Marcos. María debía de haber muerto cuando Lucas llegó a Judea, porque en los Hechos el lugar figura siempre como «la casa de Juan Marcos».

Me imagino a este último como el segundo testigo que Lucas encontró en el curso de su investigación, e imagino también que le conoció por mediación del primero, Filipo, porque así sucede con las investigaciones: conoces a una persona que te presenta a otra que te habla de una tercera, y así sucesivamente. Como en Ciudadano Kane o en Rashomon, esas personas dicen cosas contradictorias con las que hay que conformarse diciendo no que no existe la verdad, sino que está fuera de nuestro alcance y que pese a todo hay que buscarla a tientas.

(Kafka: «Soy muy ignorante. Pero la verdad, de todos modos, existe»).

21

El nombre compuesto de Juan Marcos suena a nuestros oídos como especialmente poco judío y poco antiguo, pero del mismo modo que su madre María, como todas las demás Marías del Nuevo Testamento, se llamaba en realidad Mariam —el nombre de mujer más común en la región—, y así como Pedro se llamaba Shimon, Pablo Shaul y Santiago Yaacob, Juan Marcos, como todos los Juanes del Nuevo Testamento, se llamaba en realidad Yohanan —el más común de los nombres de hombre— y había además elegido, porque era la costumbre, el nombre romano de Marcus.

Quiere la tradición que este Yohanan-Marcus sea el autor del Evangelio firmado por Marcos. Dice también a su respecto algo tan conmovedor que por una vez no me apetece omitir. Es un simple detalle en el relato del apresamiento de Jesús. El evangelista cuenta que se produjo de noche, en el monte de los Olivos. Tras la famosa cena en la habitación grande amueblada con cojines, todo el grupo se había ido a dormir al monte. El lugar preciso de su vivaque se llama Getsemaní. Presa de una mortal angustia al pensar en lo que le espera, Jesús dice a sus discípulos preferidos: «Mi alma está mortalmente triste. Quedaos a velar conmigo». Él reza, ellos se duermen. Por tres veces intenta despertarles en vano. Llega Judas, a la cabeza de un escuadrón de la muerte enviado por el sumo sacerdote. Antorchas, puñales, estacas. Escena violenta y confusa, hecha para Rembrandt o Caravaggio. Los discípulos se dan a la fuga. Sin embargo, añade Marcos, y exclusivamente él, «un joven le seguía, sin más ropa que una sábana. Le atraparon. Pero él se zafó de la sábana y huyó desnudo».

Este detalle es tan extraño, tan gratuito, que cuesta creer que no sea cierto. Y lo que dice la tradición es que aquel joven era el propio Marcos. Era el hijo de la casa, un muchacho de trece o catorce años. Podemos imaginarle loco de curiosidad por aquellos forasteros que recibe su madre, al igual que aquel adolescente, Eutico, que en Troas, en casa de sus padres, oirá más tarde a Pablo y a sus compañeros parlotear toda la noche hasta que se queda dormido en el alféizar de la ventana y se cae al patio. Marcos les ha visto llegar, uno tras otro, con precauciones que inducen a pensar que su reunión es peligrosa. Le han dicho que los deje tranquilos, que no suba a la habitación de arriba. Le han mandado acostarse, pero no consigue dormir. Más tarde, muy tarde, los oye marcharse. Roces de pasos en la escalera, murmullos ahogados en el umbral. Ya están en la calle. El niño no aguanta más y se levanta. Hace calor, está desnudo, sólo lleva una sábana encima, se hace con ella una especie de toga. Sigue a los forasteros a distancia. Cuando ve que salen de la ciudad, vacila. Sería más razonable desandar el camino, pero él continúa. Luego viene el monte de los Olivos, el huerto de Getsemaní y de repente las teas en la noche, la cuadrilla de hombres de armas que vienen a detener al cabecilla. El niño presencia todo esto desde detrás de un arbusto. Cuando los soldados se llevan al prisionero, les sigue. Es algo tan apasionante que ha empezado a seguirles y les seguirá hasta el final. Hasta ahora no le ha visto nadie, pero de pronto un soldado le descubre. «¿Tú qué haces aquí?». El niño sale pitando, el soldado le persigue, atrapa un extremo de la sábana que se le queda en la mano. El niño vuelve a su casa desnudo, primero por el campo y después por las calles de la ciudad, bajo la luna. Vuelve a acostarse. A la mañana siguiente no se lo cuenta a nadie. Se pregunta si no lo habrá soñado.

22

Fuera o no el niño de la sábana, Juan Marcos, como hijo de la casa donde se reunía la secta, no tuvo necesidad de convertirse: se crio allí, era su familia. Como un pequeño mormón, o un pequeño amish, se ha impregnado naturalmente de este culto extraño, de esta atmósfera exaltada, entre aquellas personas que vivían en comunidad, entraban en trance, empezaban a hablar lenguas desconocidas y curaban a los enfermos imponiéndoles las manos.

Tenía un primo llamado Bernabé, también familiar de la casa. De él los Hechos nos dan un rasgo asombroso. Pablo acababa de volver a Jerusalén, tras el camino de Damasco y su retiro en el desierto. Dice Lucas que «intentaba reunirse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, no creían que fuese realmente uno de los suyos». Se comprende: han observado desde fuera excelentes motivos para no creerlo. Pablo corre un riesgo enorme, pero hay en el grupo un hombre que arriesga tanto como él al otorgarle su confianza. Este hombre es Bernabé. Cien páginas más arriba he dicho que no hay en los Hechos ningún episodio comparable al de Quo vadis?, en el que se ve a un cristiano que en vez de vengarse de su acosador, le llama aparte, le abraza, le acoge en la secta. Me equivocaba: es exactamente lo que ha hecho Bernabé.

Formará equipo con Pablo en Antioquía. Juan Marcos se reunirá allí con ellos. Los tres empiezan a evangelizar a los paganos. Parece que se entienden bien. Enseguida extienden su actividad hasta Chipre y desde allí se embarcan rumbo a Panfilia, es decir, la costa meridional de Turquía. Pero allí se pelean: no se sabe por qué, lo más probable es que Juan Marcos soportara mal la creciente falta de respeto que muestra Pablo por la Ley. Se separa de sus dos compañeros y regresa solo a Jerusalén.

Al cabo de uno o dos años, Pablo y Bernabé vuelven de su primer gran viaje, el viaje en que los licaonios les tomaron por dioses. Preparan una segunda gira. Durante los preparativos, nueva disputa porque, informa Lucas, «Bernabé quería llevarse de nuevo a Juan Marcos y Pablo se negaba a que les acompañase alguien que ya les había abandonado una vez. Se acaloraron y acabaron separándose».

Para que el pacífico Lucas diga que se acaloraron es preciso realmente que el asunto fuese candente, y a partir de entonces no volvemos a ver ni a Bernabé ni a Juan Marcos en los Hechos. Cada uno se va por su lado, Pablo por el suyo, y ahora sólo seguimos a Pablo. Liberado de Bernabé, parte lo más lejos posible de Jerusalén, se interna en tierras vírgenes, lejanas, aisladas, evangeliza vigorosamente a los panfilios, los lidios, los gálatas y demás, recluta al joven Timoteo, que en su función de aprendiz celoso sustituirá con provecho a Juan Marcos. Unos años más tarde, lo encontramos en el puerto de Troas, donde conoce a Lucas. Ya sabemos la continuación.

La tradición asegura que después de separarse de Pablo, Bernabé volvió a Chipre, donde murió cargado de años y de virtudes. Juan Marcos, por su parte, llegó a ser en Jerusalén el secretario e intérprete de Pedro, que no hablaba griego. Me parece verosímil que Filipo le presentara a Lucas, previniéndole de que tendría que ser diplomático: Juan Marcos había trabajado con Pablo, la relación no había sido buena, se había vuelto al bando de los enemigos. Lucas era diplomático. No tenía el tono perentorio de Pablo. No creía saberlo todo. Estaba plenamente dispuesto a escuchar a los que habían conocido a Jesús.

Juan Marcos no decía que le había conocido. No lo dirá nunca. Aunque fuera cierto que había sido el niño de la sábana, aunque al escribir más adelante su Evangelio deslizara en él ese detalle misterioso que sólo él podía comprender, como un pintor que se representa en un rincón del lienzo, creo que no hablaba con nadie de esto. Que conservaba un recuerdo semejante a un sueño sepultado muy en el fondo de sí mismo. Es posible, no obstante, que si Lucas se ganó su confianza Juan Marcos le presentara a personalidades de la iglesia de Jerusalén, quizá al propio Pedro, y que lo invitara a la casa de su madre.

He intentado varias veces escribir esta escena. Los dos hombres entran en la casa, una casa de fachada estrecha, por la puerta muy baja que da a la callejuela. Tras empujar esta puerta se encuentran en un patinillo interior. Hay una fuente, ropa blanca puesta a secar en una cuerda. A los que viven allí, hermanos, hermanas, primos, no les sorprende la visita de Juan Marcos: está en su casa, puede llevar a un extraño. Quizá les ofrecen un vaso de agua y dátiles, quizá se sientan un momento para charlar antes de que Juan Marco conduzca al visitante hacia la escalera de piedra por la que suben, uno detrás del otro, hasta la puerta de la habitación de arriba donde se reunían, donde todavía se reúnen, donde ocurrió todo. La habitación no tiene nada de particular. Almohadones por el suelo, una alfombra. Me imagino, sin embargo, a Lucas, en el momento de cruzar el umbral, asaltado por una especie de vértigo, y quizá no se atreve a entrar.

Por lo que a mí respecta, yo no me atrevo.

23

Me bato en retirada. Juan Marcos tenía el aire perfecto, pero me lleva demasiado lejos o demasiado cerca, y entonces busco otros testigos hacia los que encaminar a Lucas. Como se hace en un casting, someto a su Evangelio a un examen detenido, atento a los segundos y terceros comparsas. Anoto sus nombres. Hay personas cuyo camino se cruzó con el de Jesús y que aparecen mencionadas. Podrían no haberlo sido. Lucas podría limitarse a escribir: «un leproso», «un publicano», «un centurión», «una mujer que sangraba desde hacía doce años y a la que nadie había podido curar»; de hecho es lo que hace casi siempre, pero de algunos da el nombre y pienso que si lo hace es porque son los auténticos. La mayoría, por supuesto, ha debido de copiarlos, pero quizá algunos de esos nombres, que él es el único en mencionar, son de personas a las que ha conocido realmente.

Puede ser que Lucas, en Jericó, llamara a la puerta de un antiguo recaudador en cuya casa se decía que había dormido Jesús treinta años antes. En pueblos franceses quedan personas en cuya casa pasó una noche el general De Gaulle y que adoran contar historias sobre una cama tan pequeña que sobresalían los pies del gran hombre. Puede ser que ese recaudador, Zaqueo, haya contado a Lucas lo que este contará en el capítulo XIX de su Evangelio. Jesús pasaba por Jericó en el camino a Jerusalén. Zaqueo, que era curioso, quiso verle, pero al contrario que el general De Gaulle era de baja estatura y había una multitud alrededor de Jesús, por lo que Zaqueo se subió a un sicómoro. Jesús le vio. Le ordenó que bajase para recibirle porque quería ir a descansar en su casa. Muy contento, Zaqueo le abrió la casa, la misma en que recibe a Lucas. Le prometió que daría a los pobres la mitad de sus bienes y que devolvería el cuádruple de dinero a los que había perjudicado. Sé que el acento de la verdad es un criterio muy subjetivo, pero si me pidieran un ejemplo de detalle que posea ese acento, pondría el del pequeño Zaqueo que se sube al sicómoro. O, en una circunstancia similar, el del paralítico al que quieren llevar ante Jesús, pero aquí también hay un gentío enorme en la puerta de la casa donde enseña, y entonces los hombres que transportan al paralítico se suben al techo, hacen un agujero en la terraza y lo baja por él en su camilla.

Puede ser que Lucas, en Betania, llamara a la puerta de dos hermanas que se llamaban Marta y María. El evangelista Juan también habla de ellas, y sobre todo de su hermano Lázaro, al que Jesús habría resucitado. Lucas no dice nada de Lázaro ni de su resurrección, que si se produjo debió de ser un acontecimiento notable. En cambio, cuenta un pequeño episodio muy cotidiano. Jesús se detuvo a descansar en casa de las dos hermanas. Mientras reposa habla de una manera que imaginamos especialmente íntima y familiar. Sentada a sus pies, María no se cansa de escucharle. Entretanto, Marta trajina en la cocina. A la larga, este reparto de tareas acaba irritándola: «Señor», dice, «¿no te molesta que mi hermana me deje a mí sola todo el trabajo? Dile que me ayude». Respuesta de Jesús: «Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas cuando una sola basta. María ha elegido la mejor parte y no se la privará de ella».

En esta escena también encuentro el acento de la verdad, de la anécdota espigada en la fuente original. Al mismo tiempo sirve desde hace siglos para ilustrar la oposición entre la vida activa y la contemplativa, y confieso que me molesta un poco este tema de la «mejor parte», con arreglo al cual Hervé regula su conducta cotidiana: su mujer se ocupa de todo mientras él lee el Bhagavad-Gita. Me parece que sobre este mismo tema podría haberse escrito un sainete de una moralidad exactamente opuesta: el elogio de la buena chica que se ajetrea para servir la comida mientras la remilgada de su hermana toma el té en el salón, sin dar golpe; pero como me señala suavemente Hervé, no es eso lo que escribió Lucas. Lo que escribió es sin duda lo que María, o Marta, o las dos, recordaban treinta años más tarde, y es sin duda lo que dijo Jesús, que también dijo: «Buscad el Reino y lo demás se os dará por añadidura».

Ya que hablamos de las mujeres que rodeaban a Jesús, hay todavía un racimo entero del que Lucas nos dice que le seguían, a él y a los Doce, «y les ayudaban con sus bienes». Nombra a estas compañeras de viaje: «María de Magdala, que expulsó a siete demonios; Juana, mujer de Chuza, el intendente de Herodes; Susana y algunas otras».

María Magdalena, la que expulsó a siete demonios, sería evidentemente la captura más grande. Todos los testimonios concuerdan: esta histérica curada por Jesús fue la primera en hablar de su resurrección, la primera en divulgar el rumor y quizá, en este sentido, la que inventó el cristianismo. Pero a María todo el mundo la conoce. Lucas, cuando habla de ella, no hace más que copiar lo que Marcos escribió a su respecto. No dice una palabra de más, nada que provenga de su Sondergut, su «bien propio», como dicen los exégetas alemanes para calificar lo que se encuentra en cada uno, y sólo en cada persona.

Susana no es más que un nombre. Queda Juana, la mujer de Chuza, el intendente de Herodes.

24

Esta Juana, mujer de Chuza, me ha hecho soñar mucho. Me dije que se podría escribir una novela sobre ella. Llegué a decirme, en un momento dado, que ella sería mi tercera puerta de entrada en este libro.

Juana tiene sesenta años cuando Lucas la conoce. Quizá Chuza y ella viven todavía en un ala del antiguo palacio de Herodes, donde a Pablo le han asignado ahora residencia. Ser intendente de Herodes no era poca cosa: Chuza debía de ser un personaje relativamente importante y Juana una especie de burguesa. Burguesa aburrida, una Bovary judía, la clienta ideal para un gurú. Se hablaba mucho por entonces de aquel curandero que recorría Galilea, pero le confundían más o menos con otro, un energúmeno que comía saltamontes, atraía a sus discípulos al desierto y les sumergía en el Jordán diciéndoles que se arrepintiesen porque el fin de los tiempos estaba próximo. Incluso a Herodes le decía que se arrepintiera. Le decía que estaba mal acostarse con Herodías, la mujer de su hermano, y Herodes se lo tomó tan mal que encarceló al energúmeno y ordenó que le cortaran la cabeza. No es a él a quien va a ver Juana, sino al otro gurú, que le aporta cosas buenas. Vuelve a verle, le sigue. Le rodea gente extraña: recaudadores, prostitutas, muchos cojitrancos. Chuza debe de ver esto con disgusto. Le dice a Juana que no es conveniente, que da pábulo a murmuraciones. Sin embargo, Juana no puede por menos de volver donde el gurú. Inventa pretextos para justificar sus ausencias. Miente. Recurre a su dote, luego a las arcas de Chuza, para dar dinero al curandero y a los suyos. Durante algunos meses es como si tuviera un amante. Luego el curandero parte a Jerusalén y Juana se entera un poco más tarde de que las cosas le han ido mal en la ciudad, que ha terminado como el otro energúmeno. No le han decapitado, sino algo peor: ha muerto en la cruz. Es triste y al mismo tiempo no le extraña. Corren tiempos turbulentos. Chuza se encoge de hombros: ya te lo había advertido. Treinta años después, Juana lo rememora a veces. Está contenta de hablar con ese agradable médico griego que la acribilla a preguntas y, lo que es más raro, que escucha las respuestas. ¿Qué aspecto tenía él? ¿Qué decía? ¿Qué hacía? Ella no se acuerda bien de lo que Jesús decía: cosas bonitas, pero alejadas del sentido común. Lo que más la impresionaba eran sus poderes y, sobre todo, sobre todo, su manera de mirar: como si lo supiese todo de ella.

Alto ahí. Aunque haya dicho que aquí hay una novela, el tema no me inspira. Y si no me inspira quizá se debe a que es una novela. Aparte de que yo no soy de esas personas capaces de hacer que personajes de la Antigüedad digan sin pestañear, en toga o faldilla, cosas como «Salud, Paulus, ven pues al atrio». Es el problema de la novela histórica, y con mayor razón de las grandes producciones cinematográficas de temática histórica: enseguida tengo la impresión de estar en Astérix.

25

A pesar de mis repetidas tentativas, nunca he conseguido terminar las Memorias de Adriano. Me gustan mucho, en cambio, las notas de trabajo que Marguerite Yourcenar publicó como anexo de esta novela, compañera de veinte años de su vida. Como buen moderno, prefiero el boceto al gran cuadro, lo cual debería servirme de advertencia, a mí que sólo puedo planear mi propio libro como una de esas amplias composiciones ultraequilibradas y arquitectónicas, la obra maestra de un artesano, tras la cual se podrá, por fin, respirar un poco, relajarse, pero esto no es para ahora mismo. Ahora mismo me cuesta Dios y ayuda insertar en este cuadro majestuoso miles de notas escritas a lápiz a lo largo de los días, de lecturas, de humores. A veces me asalta la sospecha de que estas anotaciones, tal cual, que retozan libremente en sus libretas o sus ficheros disparejos, son mucho más vivas y agradables de leer que cuando están ordenadas, unificadas, ensambladas mediante hábiles transiciones, pero es más fuerte que yo: lo que me gusta, me tranquiliza y me proporciona la ilusión de no perder el tiempo en la vida, es sudar sangre y tinta para fundir lo que se me pasa por la cabeza en la misma materia homogénea, untuosa, dotada de varias ricas capas superpuestas, y nunca me canso de ellas, como buen obsesivo tengo siempre el proyecto de añadir una más, y sobre ella una veladura, un barniz, qué sé yo, cualquier cosa es mejor que dejar que las cosas respiren, inacabadas, transitorias, fuera de mi control. Resumiendo, veamos cómo Marguerite Yourcenar dice que escribió las Memorias de Adriano:

«La regla del juego: aprenderlo todo, leerlo todo, informarse de todo y, simultáneamente, adaptar a tu propósito los Ejercicios de Ignacio de Loyola o el método del asceta hindú que se desvive durante años en visualizar con un poco más de exactitud la imagen que crea debajo de sus párpados cerrados. Perseguir, a través de miles de fichas, la actualidad de los hechos: intentar restituir su movilidad, su flexibilidad viviente, a esos rostros de piedra. Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen, complacerse en conciliarlos en vez de que se anulen uno a otro; ver en ellos dos facetas distintas, dos estados sucesivos del mismo hecho, una realidad convincente porque es compleja, humana porque es múltiple. Trabajar leyendo un texto del siglo II con unos ojos, un alma, unos sentidos del siglo II; dejar que se bañen en esta agua madre que son los hechos contemporáneos, apartar si es posible todas las ideas, todos los sentimientos acumulados por capas sucesivas entre aquellas personas y nosotros. Servirse, sin embargo, pero con prudencia, pero sólo con carácter preparatorio, de las posibilidades de combinación o de verificación, de perspectivas nuevas elaboradas poco a poco por tantos siglos y acontecimientos que nos separan de ese texto, de ese hecho, de ese hombre; utilizarlos como otros tantos mojones del camino de regreso hacia un punto particular del tiempo. Prohibirse las sombras proyectadas; no permitir que el vaho de un aliento se esparza sobre el azogue del espejo; tomar únicamente lo que hay de más duradero, de más esencial en nosotros, en las emociones de los sentidos y las operaciones del intelecto, como punto de contacto con aquellos hombres que al igual que nosotros masticaron aceitunas, bebieron vino, se pusieron los dedos pegajosos de miel, lucharon contra el viento áspero y la lluvia cegadora y buscaron en verano la sombra de un plátano, y gozaron y pensaron y envejecieron y murieron».

Al copiar este texto me parece hermoso. Apruebo el método, orgulloso y humilde. La lista tan poética de invariantes me deja pensativo porque roza una cuestión trascendente: ¿qué es eterno, inmutable, «en las emociones de los sentidos y las operaciones del intelecto»? ¿Qué es lo que, en consecuencia, no depende de la historia? Vale, el cielo, la lluvia, la sed, el deseo que empuja a los hombres y mujeres a acoplarse, pero en la percepción que tenemos de estas cosas, en las opiniones que nos formamos de ellas, la historia, es decir, lo cambiante se insinúa enseguida, ocupa continuamente espacios que creíamos fuera de alcance. En lo que no coincido con Yourcenar es en lo de la sombra proyectada, en el aliento sobre el azogue del espejo. Yo creo que eso es algo inevitable. Creo que siempre se verá la sombra proyectada, que se verán siempre las argucias con las que se intenta borrarla y que más vale, por tanto, aceptarla y exponerla. Es como cuando se rueda un documental. O bien se intenta hacer creer que en él se ven a las personas «de verdad», es decir, tal como son cuando no se las filma, o bien se admite que el hecho de filmarlas modifica la situación, y entonces lo que se filma es esta situación nueva. Por mi parte, no me molesta lo que en la jerga técnica se llaman las «miradas a cámara»: al contrario, las conservo, hasta llamo la atención sobre ellas. Muestro lo que designan esas miradas, que en el documental clásico se supone que quedan fuera de campo: el equipo que está filmando, yo que dirijo al equipo, y nuestras disputas, dudas, nuestras relaciones complicadas con las personas a las que filmamos. No pretendo que sea lo mejor. Hay dos escuelas, y lo único que se puede decir en favor de la mía es que encaja mejor con la sensibilidad moderna, amiga de la sospecha, del lado oscuro y de los making of, que la pretensión, a la vez altanera e ingenua de Marguerite Yourcenar, de borrarse para mostrar las cosas tal como son en su esencia y su verdad.

Lo divertido es que, a diferencia de Ingres, de Delacroix o de Chassériau, que buscaban el realismo en sus representaciones de los romanos de Tito Livio o de los judíos de la Biblia, los maestros antiguos practicaban ingenuamente, como Monsieur Jourdan en la prosa, el credo modernista y el distanciamiento brechtiano. Si se les planteaba la cuestión, muchos de ellos, tras reflexionar, sin duda habrían admitido que la Galilea de quince siglos antes no debía de parecerse a Flandes o la Toscana de su tiempo, pero a la mayoría no se le ocurría esta cuestión. La aspiración al realismo histórico no entraba en el marco de su pensamiento, y pienso que en el fondo tenían razón. Eran verdaderamente realistas en la medida en que lo que representaban era realmente real. Eran ellos, era el mundo en que vivían. El hogar de la Santa Virgen era el del pintor o el de quien le encargaba el cuadro. Sus vestidos, pintados con tanto esmero, con tanto amor por los detalles y la materia, eran los que llevaban la mujer de uno o la amante de otro. En cuanto a los rostros… ¡Ah, los rostros!

26

Lucas era médico, pero una tradición que se ha conservado mejor en el mundo ortodoxo quiere que también fuera pintor y que hubiera pintado el retrato de la Virgen María. Eudoxia, la encantadora esposa del emperador Teodosio II, que reinó en Bizancio en el siglo V, se vanagloriaba de poseer este retrato, pintado sobre madera. Habría sido destruido en 1453 durante la toma de Constantinopla por los turcos.

Diecisiete años antes, en 1435, el gremio de pintores de Bruselas encargó a Rogier Van der Weyden, para la catedral de Santa Gúdula, un cuadro representando a San Lucas, patrono de su corporación, en el momento de pintar a la Virgen. Rogier Van der Weyden, uno de los grandes maestros de la escuela flamenca, es uno de mis pintores preferidos, pero nunca he visto el original de este cuadro porque se conserva en el Museo de Bellas Artes de Boston, donde nunca he estado.

Nunca he estado en Boston, pero tengo en Moscú un amigo muy querido que se llama Emmanuel Durand. Es un muchachote barbudo, saturnino, grave y tierno, que lleva el faldón de la camisa sobresaliendo siempre del jersey y tiene una vasta frente de filósofo: de hecho ha escrito una tesis sobre Wittgenstein. Desde hace quince años hemos vivido juntos no pocas aventuras en Rusia y, en compartimentos de tren, en comedores de restaurantes desiertos, en Krasnoiarsk o Rostov del Don, le hablé a menudo de este libro que estaba escribiendo. La mujer de Manu, Irina, es ortodoxa y pintora de iconos, y él es uno de los raros cristianos de mi entorno. Después de algunos vodkas, empieza de buen grado frases que no termina nunca sobre los ángeles y la comunión de los santos. Una noche traté de describirle el cuadro de Rogier Van der Weyden, quejándome de la dificultad de encontrar buenas reproducciones de sus obras. Me habría gustado tener una conmigo, velando sobre mi trabajo como esas madonas con las que mi madrina recubría las estanterías de su despacho. Al regresar a París encontré en el correo un grueso paquete que contenía la única monografía disponible sobre Van der Weyden. Bueno, disponible no: está agotada, es inhallable, pero Manu la encontró y es espléndida.

No obstante lo que pesa, me la llevé a Le Levron, adonde fui aquel otoño a caminar con Hervé. Tenía el proyecto de trabajar unas horas al día en un capítulo del que sólo tenía una idea confusa, pero que debía versar sobre el cuadro que representa a Lucas y la Virgen. Al leer con más atención el libro de Manu supe que la figura de Lucas se considera en general un autorretrato del artista, y pensé: me viene bien. Me imagino tan bien a Van der Weyden como a Lucas, con esa cara alargada, seria, meditabunda. Que el primero se pintara con los rasgos del segundo me gusta tanto más porque a veces yo hago lo mismo.

Me gusta la pintura de paisajes, las naturalezas muertas, la pintura no figurativa, pero por encima de todo me gustan los retratos, y en mi terreno me considero una especie de retratista. Algo que a este respecto me ha intrigado siempre es la diferencia que cada cual establece por instinto, sin formularla forzosamente, entre los retratos hechos a partir de un modelo y los de personajes imaginarios. He admirado hace poco un ejemplo sorprendente: el fresco de Benozzo Gozzoli que representa El cortejo de los Reyes Magos y cubre las cuatro paredes de una capilla en el palacio Medici-Riccardi de Florencia. Si miras la procesión de los Magos y su séquito, ves una infinidad de gentes cuyas figuras nobles son personalidades de la corte de los Médicis y viandantes corrientes sacados de la calle, y no cabe ninguna duda sobre el hecho de que todos han sido pintados del natural. Aunque no conozcas a los modelos, pondrías la mano en el fuego para acreditar el enorme parecido. En cambio, en cuanto llegas al pesebre aparecen ángeles, santos, legiones celestiales. De golpe las caras se vuelven más regulares, más idealizadas. Pierden en vida lo que ganan en espiritualidad: puedes estar seguro de que no se trata de personas reales.

El mismo fenómeno se observa en el cuadro de Rogier Van der Weyden. Aunque no supieras que San Lucas es un autorretrato, de todos modos tendrías la certeza de que es el retrato de alguien que existe. No así la Madona. Está pintada maravillosamente —a decir verdad, son sobre todo sus ropajes los que están pintados de maravilla—, pero el cuadro se inspira en otras madonas, en la idea convencional, etérea, un poco remilgada, que se hacen de una madona, y es el caso de la mayoría de las madonas representadas por la pintura. Hay excepciones: la de Caravaggio, increíblemente sexys, en la iglesia de San Agustín en Roma. Se sabe que el modelo era la amante del pintor, una cortesana llamada Lena. Van der Weyden también era capaz de pintar mujeres sexy, como demuestra el retrato extraordinario que decora la cubierta del libro que me regaló Manu: uno de los rostros de mujer más expresivos y sensuales que conozco. Pero Van der Weyden no era un golfo como Caravaggio: no se habría permitido tratar así a la Santa Virgen.

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Que los atardeceres son tranquilos en un pueblo de montaña del Valais es decir poco, y consagro algunos —a decir verdad, casi todos— a ver pornografía en Internet. Gran parte de los temas me dejan indiferente, hasta me repugnan: gang bangs «extremos», úteros cacheados por una máquina, mujeres embarazadas que se hacen penetrar por caballos… Mi tropismo personal más constante es la masturbación femenina. Así que una noche tecleo «chicas que se hacen una paja» y entre decenas de vídeos bastante semejantes doy con uno increíblemente excitante de «una morena que se goza y que tiene dos orgasmos» (es el título). Excitante hasta tal punto que lo he incluido en mis «favoritos» del ordenador y que la chica ha perturbado seriamente, pero en definitiva estimulado, mis esfuerzos de concentración diurnos sobre el cuadro de Rogier Van der Weyden. Al principio pensé que eran dos temas distintos, pero es como en el psicoanálisis: basta afirmar que dos cosas no tienen nada que ver entre ellas para estar seguro de que, al contrario, tienen todo que ver.

A la pregunta, que el cuadro me suscita, de si un retrato está pintado o no con ayuda de un modelo, corresponde en la pornografía la de saber si se trata de un vídeo comercial o el vídeo de un aficionado. Dicho de otro modo, si la chica se filma o se hace filmar por placer o si es una actriz porno más o menos profesional. Los sitios de la red, por supuesto, prefieren decir que son estudiantes impúdicas que lo hacen por divertirse, pero la mayoría de las veces nos parece dudoso. Un indicio bastante seguro: ¿muestra la cara la chica? Me inclino a creer que la que lo oculta es una aficionada a la que le excita hacerse una paja delante de todo el mundo, pero ansiosa de evitar que sus colegas de oficina, sus amigos, su familia la reconozcan en Internet. Ciertamente corre un verdadero riesgo social exhibiéndose así, y me pregunto si hay tanta gente lo suficientemente liberada para tomárselo a la ligera, quizá sí, de hecho, quizá sea uno de los grandes cambios de civilización producidos por Internet. Por otra parte, hay más cosas que la cara, está el cuerpo, el decorado, un determinado número de indicios que permiten a sus allegados reconocer a alguien. Otro indicio es el conejito. Todas las profesionales se lo han depilado y sin duda también un buen número de aficionadas, pero un coño velludo es un signo bastante fuerte, y hasta bastante enfático, de autenticidad, lo cual obviamente no escapa a las profesionales: entre las opciones que proponen, existe el hairy e incluso el super-hairy.

El vídeo que me excita tanto está rodado en plano fijo. La cámara no se mueve, no utiliza zooms y de este modo tiende a indicar que la chica está sola. Ella lo hace quizá para alguien, pero no está con la otra persona. Está tumbada en la cama, en vaqueros y con un corpiño corto. Es bonita, sin ser una belleza deslumbrante, y no tiene nada, absolutamente nada de una actriz porno. Ni el físico ni la expresión. Poco más de treinta años, morena, cara inteligente. Parece soñadora, deja flotar sus pensamientos. Al cabo de un minuto, empieza a tocarse los pechos, pequeños, bonitos, no rehechos. Después de lamerse los dedos, se excita los pezones con las puntas. Se incorpora a medias para quitarse el corpiño, titubea un instante y luego se desabrocha los vaqueros, desliza una mano dentro de la braga. Podría acariciarse así, pero puestos a ello, no, es más cómodo quitarse el pantalón, después la braga, desvestirse por completo, y si no estuviera la cámara, que ha habido que colocar al pie de la cama con un propósito en mente, se diría que la idea se le ha ocurrido de pronto, sin premeditación. Su conejito es moreno, medianamente velludo, para mí muy atractivo. Se lo roza, empieza a masturbarse con las piernas bien abiertas, pero aun así no se parece en nada a lo que hacen las chicas en los sitios de la web: nada de guiños maliciosos, nada de sonrisas insistentes de gran puta, nada de jadeos enfáticos; tan sólo la respiración un poco más fuerte, los ojos entornados, el toqueteo de los dedos entre los labios. Nada que se dirija a un espectador. Realmente se creería que está sola, segura de que no la ve nadie, y que no hay cámara. Pensativa al principio, casi negligente, se excita poco a poco, reclina la cabeza hacia atrás, jadea (pero una vez más sin exagerar, sin tomar de testigo a nadie), se arquea, comba las piernas, goza violentamente. Tiembla, tarda en calmarse. Pausa. Da la impresión de que ha terminado, pero no, sus dedos se demoran y luego empieza de nuevo, se provoca placer una vez más, más fuerte aún. Al cabo de algunos sobresaltos que me parecen realmente magníficos, se queda inmóvil un momento, recuperando el aliento, su vientre liso se alza suavemente. Abre los ojos, exhala un ligero suspiro como alguien que vuelve a la vida. Después se estira con una gracia extrema, extiende los brazos para recoger las bragas, levanta las piernas para ponérselas, luego se pone el pantalón, el corpiño, sale de campo. Se ha acabado.

Podría ver este vídeo veinte veces seguidas. De hecho, lo he visto veinte veces y lo seguiría viendo. La chica me gusta muchísimo, es una quintaesencia de «mi tipo», sexualmente hablando. A diferencia de todas las chicas que aparecen en esta clase de sitios, que tienen los pechos operados, los coños afeitados con más o menos cuidado, tatuajes, piercings en el ombligo, y que se ponen en pelotas sin quitarse los tacones altos o, más a menudo, sus gigantescas zapatillas de deporte, ella se parece a mujeres que conozco, a mujeres de las que podría enamorarme, con las que podría vivir. Tiene algo grave, incluso me da la impresión de que si se concede esa pausa es porque está inquieta, un poco triste, que tiene necesidad de recurrir a esta fuente de sosiego que posee entre las piernas y que nunca la ha traicionado; eso también se ve, que su cuerpo es para ella un amigo.

Entonces me interrogo. ¿Es posible que, contra toda apariencia, la heroína de este vídeo no sea una actriz porno profesional, sino una mujer que ejerce la pornografía de un modo intermitente y que, por doscientos o quinientos euros —no tengo la menor idea de las tarifas—, está dispuesta a hacer esto como estaría dispuesta, y no es incompatible, a cobrar por acostarse con alguien para pagar el alquiler? Quizá soy un ingenuo, pero no lo creo. Esta chica es una burguesa, eso se ve, o al menos una bobo. La imagino, por ejemplo, traductora o periodista free-lance que trabaja en su casa, que no sabe qué hacer hacia media tarde, y que si no va a tomar un café con una amiga que vive en el barrio se acuesta en la cama y se hace una paja. Sus sábanas lisas, de color gris topo, se parecen a las sábanas en las que dormimos Hélène y yo, mientras que la ropa de cama en el porno suele ser espantosa, ya tipo nórdico de flores, ya, en versión más elegante, tipo dentista aficionado al sexo en grupo, de satén negro o piel de animal. Lo que se entrevé de su apartamento podría pertenecer al nuestro. Debe de haber libros, cajas de té, quizá un piano. Lo más probable es que la chica se llame Claire o Élisabeth en vez de Cindy o Loana. Le atribuyo una voz bonita y cierto dominio del lenguaje. Quizá voy demasiado lejos en mi idealización, pero pienso incluso que no debe de decir a cada rato: «no hay problema», como la cuasi totalidad de nuestros contemporáneos. Hay en su abandono una especie de compostura, de reserva, que no se ve nunca en la pornografía. Desentona en este sitio. No debería estar ahí. Pero está.

¿Qué le ha inducido a instalar una cámara al pie de la cama antes de abandonarse a ese momento de intimidad absoluta? A priori, el deseo de ofrecérselo a un hombre amado; o a una mujer, pero me decanto más bien por un hombre. Es la clase de regalo que me encantaría que me hicieran, que podría hacerme Hélène. Muy bien, pero ¿qué explica que después de haber filmado la escena la haya colgado en la red? Se me ocurre una idea, muy desagradable: no ha sido ella, sino el hombre para quien la ha filmado. Estas cosas suceden. Hay incluso sitios dedicados explícitamente a esto. ¿Tu amiguita te ha abandonado? ¿Engañado? Véngate, cuelga on-line los vídeos de sexo que has conservado de ella. Pero ¿si no es así? ¿Si ha sido ella? ¿Por qué? ¿Qué se propone al mostrar esa escena a todo el mundo? ¿Qué puede explicar que una chica así —quiero decir, una chica a la que, con razón o sin ella, incluyo en la misma casilla sociocultural que a Hélène, Sandra, Emmie, Sarah, Ève, Toni, nuestras deliciosas amigas de las clases de yoga— se exhiba masturbándose en Internet? A no ser que me equivoque de cabo a rabo en el análisis que acabo de hacer, hay en esto algo enigmático que influye mucho en mi turbación y me empuja a desear más datos; de hecho, a desear conocerla.

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Como nos gusta comunicarnos nuestros ensueños eróticos, le envío a Hélène la dirección del sitio acompañada de un e-mail que es, en síntesis, el capítulo que ustedes acaban de leer: apenas lo he pulido un poco. Ella me responde lo siguiente:

«No ha sido fácil de encontrar, tu morena de los dos orgasmos. He tenido que adivinar la clasificación del logaritmo del sitio para que aparezca por fin en la lista de vídeos que ofrecen en pantalla. He seleccionado a las morenas, las masturbaciones, y descartado a las lesbianas, las parejas, las sodomías, las maduras, y no sigo. Durante esta búsqueda me he cruzado con algunas perlas vintage: pornos con puestas en escena, patas de elefante y coños superpeludos salidos directamente de los años setenta, ya te enseñaré. Cuando aparecieron la viñeta y la leyenda, fue un poco como encontrar a una persona de quien te han hablado muy bien con la esperanza de que te hagas amigo de ella.

»Estoy de acuerdo contigo: es una muchacha muy bonita. Sobre todo, se mueve con gracia. Infunde elegancia a la masturbación: es eso lo que te gusta. Respecto a si es una profesional, es muy difícil de decir. Como tú, creo que no, pero ante todo está claro que goza de verdad. Si finge, lo hace tan bien que ha debido de acordarse de momentos de placer intensos, lo que en sí mismo es una forma de placer (y el secreto de todas las mujeres que han simulado un día u otro). Es muy raro encontrar orgasmos tan convincentes en el porno. Pero no puedo evitar pensar que es muy reconocible en el vídeo y que esos ocho minutos de su vida en Internet son una forma de suicidio social, o de asesinato si es un regalo que ella hace a un amante que los ha colgado en la red. Hay en ello, por encantador que sea observarlo, algo muy cruel.

»También me he preguntado por lo que tú decías en este texto sobre tu deseo. En principio, y lo divertido es que da la impresión de que ni siquiera te das cuenta de ello, es algo completamente sociológico. Si esta chica te gusta tanto es porque en tus fantasías la concibes como una burguesa extraviada entre las proletarias del porno. No voy a reprochártelo: eres así, me gustas así. Y luego, cuando describes el efecto que te producen sus temblores, la expresión de su deleite, dices otra cosa: que lo que te excita por encima de todo es el placer de las mujeres. Tengo suerte.

San Lucas, de todos modos, tiene mucho aguante».

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En las horas que siguieron a la recepción de este e-mail, pensé a mi vez no en dos sino en tres cosas. Primero que yo también tenía suerte. Después que, si yo fuese pintor y me hubiesen encargado un retrato de la Madona —con las manos juntas, los ojos castamente bajos—, me habría proporcionado un gran placer, a semejanza de Caravaggio, hacer posar a la morena de los dos orgasmos. En suma, que la diferencia que salta a la vista, en la pintura, entre los retratos realizados con un modelo y los retratos imaginarios existe también en la literatura, y que se puede observar en el Evangelio de Lucas.

Una vez más, sé que es subjetivo, pero aun así se percibe esta diferencia entre personajes, palabras, anécdotas que evidentemente han podido ser alterados, pero que poseen un origen real y otros que pertenecen al mito o a la imaginería piadosa. El pequeño recaudador Zaqueo que trepa a un sicómoro, los hombres que hacen un agujero en el techo para bajar a su amigo paralítico hasta la casa del curandero, la mujer del intendente de Herodes que a escondidas de su marido va a auxiliar al gurú y a su grupo, todo esto posee el acento de la verdad, de cosas que se cuentan simplemente porque son ciertas y no por moral ni para mostrar que se cumple un lejano versículo de las Escrituras. Mientras que en el caso de la Santa Virgen y el arcángel Gabriel, lo siento mucho, pero no. No sólo digo que no existe una virgen que da a luz a un niño, sino que los rostros se han vuelto etéreos, celestiales, demasiado regulares. Que hemos pasado, de un modo tan evidente como en la capilla de Benozzo Gozzoli en Florencia, de las caras pintadas del natural a las nacidas de la imaginación.

Ella existió realmente, sin embargo. La Santa Virgen no lo sé, sinceramente no lo creo, pero la madre de Jesús sí. Puesto que Él existió, puesto que nació y murió, lo cual cuestionan únicamente algunos ateos idiotas que se equivocan de diana, es preciso que haya habido una madre y que esta madre también haya nacido y muerto. Si todavía vivía a finales de los años cincuenta, cuando formulo la hipótesis de que Lucas pasó un tiempo en Judea, debía de ser una mujer muy anciana: diecisiete años cuando nació su hijo, cincuenta cuando murió y ochenta treinta años más tarde. Así pues, no digo que Lucas la haya conocido, y menos aún que hizo su retrato, como quiere la leyenda, o que ella le confió recuerdos. Digo solamente que este encuentro fue posible porque los dos se hallaban cada dos años en el mismo y pequeño país, en la misma época, y porque se situaban al margen del mismo orden de realidad. No había por un lado, como en el cuadro de Rogier Van der Weyden, como en la mayoría de los cuadros religiosos, como en el Evangelio que escribirá más tarde Lucas, un ser humano con una expresión humana, arrugas humanas, una polla o un coño humanos debajo de la túnica, y por otro lado una criatura sin sexo, sin arrugas, sin otra expresión que una mansedumbre infinita y convencional. Había dos seres humanos, igualmente humanos, y uno de ellos, que habitaba la misma realidad que el otro, debía de ser en esta realidad una mujer muy anciana vestida de negro, como las que se ven en todas las medinas del Mediterráneo, sentada en el umbral de su casa. Uno de sus hijos, porque tenía varios, había muerto hacía muchos años de una muerte violenta y vergonzosa. No le gustaba hablar de eso o bien sólo hablaba de eso. En un sentido, tenía suerte: personas que habían conocido a su hijo, y otros que no le habían conocido, veneraban su recuerdo, y por eso le mostraban a ella un gran respeto. Ella no comprendía gran cosa. Ni ella ni nadie habían llegado a imaginar todavía que había alumbrado a su hijo permaneciendo virgen. La mariología de Pablo se resume en pocas palabras: Jesús «nació de una mujer», punto. En la época de que hablo no pasamos de aquí. Esta mujer conoció hombre en su juventud. Perdió la flor. Quizá gozó, esperémoslo por ella, y quizá hasta se masturbó. Probablemente no con tanto abandono como la morena de los dos orgasmos, pero al fin y al cabo tenía un clítoris entre las piernas. Ahora era muy anciana, toda arrugas, un poco chocha, un poco sorda, a la que se podía visitar, y tal vez Lucas, después de todo, fue a visitarla.

Los Evangelios de la infancia que escribirá más tarde abundan en escenas magníficas del estilo etéreo y edificante, pero también contienen una muy distinta en la que se ve a Jesús a los doce años. Sus padres le han llevado al Templo a celebrar la Pascua. Se marchan después de la fiesta, en el alboroto de la caravana creen que su hijo está con ellos y al final de un día de camino se percatan de que no; lo han olvidado en Jerusalén. Enloquecidos, vuelven, lo buscan durante tres días y al final lo encuentran en una explanada del Templo donde constituye la admiración de los devotos. Alivio teñido de reproche. «Te hemos buscado por todas partes», dice su madre, «estábamos muertos de inquietud». «¿Por qué me buscabais?», responde el niño. «¿No sabéis que debo ocuparme de los asuntos de mi padre?». Ellos no entienden nada. De regreso en Nazaret, su madre se guarda en el corazón todas estas cosas.

Aparte de la solemne frase de Jesús, todo en esta escena suena a verdadero. El margen de la TEB, donde, señaladas enfrente del texto, figuran las referencias a las Escrituras, sigue estando excepcionalmente vacío. Los detalles, en lugar de citar versículos de profetas o de los salmos para mostrar que los cumplen, dan la impresión de estar allí tontamente porque han acontecido. En todas las familias se cuentan historias parecidas: el niño que se pierde en el supermercado o en la playa, al que creían en el asiento trasero del coche, cuando en realidad lo han dejado en la gasolinera, donde lo encuentran tan tranquilo tras haber hecho amistad con los camioneros. No cuesta imaginar a una señora mayor contando este recuerdo, y al periodista ávido que la hace hablar y que lo anota, encantado, porque suena tan verídico…

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Claramente, me atasco. Y desde que concebí el proyecto de este libro siempre me atasco en el mismo sitio. Todo va bien cuando se trata de contar las disputas de Pablo y de Santiago como las de Trotski y Stalin. Mejor aún cuando hablo del tiempo en que creía ser cristiano; si hablo de mí, siempre se me puede tener confianza. Pero en cuanto tengo que hablar del Evangelio me quedo mudo. ¿Porque hay demasiado imaginario, demasiada piedad, demasiados rostros sin modelos de la realidad? ¿O porque si no me embargaran, al abordar estos parajes, el temor y los temblores, no valdría la pena?

En mayo de 2010, Hervé y yo sustituimos nuestra estancia ritual de primavera en Le Levron por un viaje por esa zona de la costa turca que antaño se llamaba Asia. Los dos queríamos ver Éfeso, tan turístico y polvoriento que no nos quedamos mucho tiempo. Llegamos en coche a la península de Bodrum, en la punta de la cual se encuentra el emplazamiento de Cnidos, célebre desde hace mucho porque allí se podía ver a la primera mujer de la estatuaria antigua. Todo el mundo quería tocarla, cascársela encima de ella, robarla, y en vista de la codicia que inspiraba no es sorprendente que ya sólo existan copias. Ninguna de ellas está en el Museo Arqueológico de Atenas, donde en cada una de mis visitas tropiezo con el mismo enigma: durante siglos, los griegos han representado a los hombres desnudos y a las mujeres vestidas. Los mismos escultores que glorificaban sin freno la anatomía viril, en cuanto se trataba de mujeres ponían todo su talento en plasmar no la redondez de sus pechos o las curvas de sus muslos, sino los pliegues de sus túnicas. Esto cambió en el siglo IV, sin que, que yo sepa, se expliquen en ninguna parte las causas de este cambio radical. Entonces siempre se puede decir, y en general es lo que dicen los historiadores, que este tránsito al desnudo femenino es fruto de una maduración lenta y subterránea, pero por muy lenta y subterránea que haya sido, el momento en que el fruto cae es un momento preciso. Un buen día, del que no conocemos la fecha pero que fue aquel buen día y no otro, un escultor que era aquel escultor concreto y no otro, tuvo la audacia de retirar los ropajes y representar a una mujer en cueros. Ese escultor fue Praxíteles, y el modelo de su Afrodita una cortesana llamada Friné, que era su amante. Ignoro por qué motivo ella había comparecido ante la justicia y su abogado la había defendido pidiéndole que se remangara la parte superior de su túnica: ¿podía el tribunal condenar a una mujer que tenía unos pechos tan hermosos? El argumento, parece ser, convenció. Los habitantes de Cos, que habían encargado la estatua, la juzgaron escandalosa y la rechazaron. Los de Cnido la recuperaron: durante algunos siglos constituyó su fortuna. Lucas, en los Hechos, menciona a Cnido pero no dice nada de su atracción principal, y lamento decir que en el curso de su viaje hacia Jerusalén el viento no permitió que el apóstol y su séquito abordasen la península. Lástima: Pablo frente a Afrodita habría sido una escena para no perdérsela.

Hervé y yo hicimos un alto en un bonito pueblo balneario que se llama Selimiye y pasamos allí dos semanas nadando, comiendo yogures de miel, trabajando cada uno en su balcón para después reunirnos a comer. Sólo se oía el chapoteo del agua, los cacareos de las gallinas, los rebuznos de los burros y el ruido relajante de una balsa empujada sobre los cantos rodados por un hotelero que mataba el tiempo como podía a la espera de la estación turística. Éramos los únicos clientes del hotel. Debían de tomarnos por una vieja pareja de gays avejentados que duermen en habitaciones separadas porque ya casi no follan pero se entienden bien sin hablar apenas.

Cuanto más se acercaba el final de esta estancia más excitado estaba yo porque desde allí tenía que ir al Festival de Cannes en calidad de miembro del jurado. El retiro con Hervé seguido por la turbulencia de Cannes: este gran contraste me agradaba. Una novedad para mí, estaba contento con mi vida. Me decía que si me mantenía vigilante debería ser posible ganar en los dos tableros. Ser un artista serio, amante de las profundidades, y al mismo tiempo tener éxito, disfrutarlo, no escupir sobre la notoriedad y el glamour. Como decía Séneca cuando le reprochaban predicar el ascetismo cuando era multimillonario: si no tienes apego a tus bienes, ¿qué hay de malo en ello? Hervé sacudía la cabeza: de todos modos, ten cuidado. Mientras yo embarcaba en el avión a París, donde me aguardaba Hélène y nuestras maletas llenas de ropa de gala, él pensaba continuar hacia el sudeste, explorar la costa licia y después buscar un barco para Patmos, donde en la época de su difícil adolescencia había conocido un momento de apaciguamiento y hasta de éxtasis. Estaba terminando Les choses comme elles sont [Las cosas como son], su libro sobre el budismo ordinario, del que iba a entregarme el manuscrito para que lo leyera en Le Levron el otoño siguiente. Yo dediqué mi estancia allí a tomar notas sobre el Evangelio de Lucas que llenaron un cuaderno entero.

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Releo esas notas tres años después. Son lo opuesto a las que tomé sobre el Evangelio de Juan, veinte años antes. No creo ya que lo que leo sea la palabra de Dios. Ya no me pregunto, en todo caso no en primer lugar, cómo cada una de esas palabras puede guiarme en la conducta de mi vida. En vez de eso, ante cada versículo me hago la pregunta: ¿de dónde saca Lucas esto que ha escrito?

Tres posibilidades. O lo ha leído y lo copia, la mayoría de las veces del Evangelio de Marcos, del que se admite generalmente que es anterior al suyo, y del que más de la mitad se encuentra en el de Lucas. O bien se lo contaron, y, entonces, ¿quién? Aquí entramos en la maraña de las hipótesis: testigos de primera, de segunda, de tercera mano, hombres que han visto al hombre que ha visto al oso… O bien, directamente, se lo inventa. Es una hipótesis sacrílega para muchos cristianos, pero yo no soy cristiano. Soy un escritor que trata de comprender cómo se las ha arreglado otro escritor, y me parece evidente que a menudo inventa. Cada vez que tengo motivos para incluir un pasaje en esta casilla, estoy tanto más contento porque muchas de estas capturas no son menudencias: es el Magnificat, es el buen samaritano, es la historia sublime del hijo pródigo. Lo aprecio como hombre del oficio, tengo ganas de felicitar a mi colega.

Abordo ahora como agnóstico este texto que en otro tiempo abordé como creyente. En aquel tiempo quería impregnarme de una verdad, de la Verdad, y hoy intento desmontar los engranajes de una obra literaria. Pascal diría que tras haber sido dogmático me había convertido en un pirrónico. Añade, con razón, que en este asunto no se puede ser neutro. Es como las personas que se declaran apolíticas: lo cual quiere decir simplemente que son de derechas. El problema es que si no crees no puedes evitar ser de derechas, es decir, sentirte superior al creyente. Y tanto más cuando uno mismo ha creído o querido creer. Llegas a eso, ya se sabe, como los comunistas arrepentidos. Resultado: la lectura de alma enérgica a la que me consagré durante nuestra estancia en Selimiye, disfrutando de verme a la vez como un hombre grave, apacible, ocupado en comentar a San Lucas en un pueblo de la costa turca, fuera de temporada, y como ese people que diez días más tarde ascendería del brazo de Hélène los peldaños del Festival de Cannes en el papel más halagador que existe, porque francamente, aparte de ser presidente del jurado hay pocas situaciones tan gratificantes socialmente como ser miembro del mismo. En aquel teatro de humillación perenne, donde todo está hecho para recordar a todo el mundo que hay cosas más importantes que uno, tú eres intocable, estás fuera de concurso, no tocas suelo, estás situado en un empíreo de semidioses donde, dado que además tienes prohibido decir algo sobre las películas en competición, cada una de tus palabras evasivas y hasta tus expresiones se reciben como un oráculo. Singular experiencia, que sólo dura dos semanas pero permite comprender por qué las personas muy célebres, o muy poderosas, las que nunca abren una puerta por sí mismas, pierden tan a menudo la cabeza.

No quiero hacerme más tonto ni más vanidoso de lo que soy. Mientras me entregaba a esta lectura de avispado, algo dentro de mí conservaba la conciencia de que no hay mejor manera de no ver el Evangelio, y de que una de las cosas más constantes y claras que en él dice Jesús es que el Reino está cerrado a los ricos y a los inteligentes. Por si yo lo hubiera olvidado, me reunía con Hervé para comer y para cenar, siempre en el mismo restaurante del puerto, porque aparte de que no había muchos otros abiertos, a los dos nos gusta, cuando estamos en algún sitio, adquirir costumbres y no modificarlas. Cada vez que al hablar de mi trabajo yo me deslizaba hacia la ironía y el escepticismo, podía contar con que Hervé me dijese, por ejemplo:

«Dices que no crees en la resurrección. Pero en principio no tienes ninguna idea de lo que significa. Y además, al formular de entrada esta incredulidad, al transformarla en un conocimiento y una superioridad sobre las personas de las que hablas, te prohíbes todo acceso a lo que ellas eran y creían. Desconfía de ese conocimiento. No empieces por decirte que sabes más que ellas. Esfuérzate en aprender de ellas en vez de darles lecciones. Esto no tiene nada que ver con la coacción mental que consiste en intentar creer en algo en que no crees. Ábrete al misterio en vez de descartarlo a priori».

Yo protestaba, por pura formalidad. Pero aun sin creer en Dios, siempre le he agradecido, a Él y a nuestra madrina, que colocara cerca de mí a Hervé.

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Nuestra conversación siempre acaba confrontando su visión de las cosas, que yo llamo metafísica, y la mía, que es histórica, novelesca, agnóstica. Mi posición, en síntesis, es que buscar el sentido de la vida, el lado oculto de esta realidad última a la que con frecuencia se designa con el nombre de Dios, es, si no una ilusión («No sabes nada al respecto», objeta Hervé, y yo lo admito), al menos una aspiración a la cual algunos son propensos y otros no. Los primeros no tienen más la razón ni están más adelantados en la vía de la sabiduría que los que dedican la vida a escribir libros o a generar puntos de crecimiento. Es como ser rubio o moreno, que te gusten o no las espinacas. Dos familias espirituales: la del que cree en el cielo, la del que no cree; la del que piensa que estamos en este mundo cambiante y doloroso para encontrar la salida, la del que considera que el mundo es cambiante y doloroso pero que eso no implica que exista una salida.

«Quizá», responde Hervé, «pero si admites que este mundo es cambiante y doloroso, lo cual es la primera de las nobles verdades budistas, si admites que vivir es estar en un aprieto, entonces la cuestión de si hay una salida del atolladero es suficientemente importante para merecer que se abra una investigación. Tú piensas titular tu libro La investigación de Lucas». Era mi título entonces: todavía no me habían señalado que suena como un retruécano. «Sería una lástima hacer como si supieras desde el principio que esta investigación no tiene objeto, o librarte del problema diciendo que a ti no te concierne. Si tiene objeto concierne a todo el mundo, no puedes negar esto».

No, no puedo negarlo, y lo reconozco tan de buena gana como los interlocutores de Sócrates que, en los diálogos de Platón, dicen sin cesar cosas como: «Es verdad, Sócrates», «Te lo concedo, Sócrates», «Veo que otra vez tienes razón, Sócrates»…

«Entonces reconoces», prosigue Hervé, «que si hay una razón, incluso tenue, para creer que es posible pasar de la ignorancia al conocimiento, de la ilusión a la realidad, este viaje justifica consagrarse a ella, y desviarse de ella, creerla vana sin haberla intentado, es un error o un signo de pereza. Sobre todo porque precisamente algunos lo han intentado. Han vuelto con un informe detallado, con mapas que permiten lanzarse sobre sus pasos».

Al hablar de estos exploradores, Hervé piensa en Buda, sobre el cual está escribiendo ahora, pero también en Jesús, sobre el cual me he exigido escribir porque es preciso que en un momento u otro, si uno se ocupa de Lucas o de Pablo, hable de quien han hablado los dos. Entonces sí, ciertamente, se puede decir como Nietzsche, al que admiro, como los nietzscheanos, a la mayoría de los cuales detesto, como algunos nietzscheanos a los que, haciendo una excepción, aprecio —el historiador Paul Veyne, el filósofo Clément Rosset, el actor Fabrice Luchini—, se puede decir que toda doctrina filosófica o religiosa es siempre una excrecencia del yo y una manera particular, conveniente para los gustos de algunos, de entretenerse a la espera de la muerte, pero incluso yo, que se supone que debo sostener este criterio en nuestro diálogo, estoy obligado a conceder que es un criterio bastante insuficiente. Ello no impide quizá que sea justo; el problema es que nadie sabe nada al respecto. Y además debo ser sincero: desde hace más de veinte años hago tai-chi, yoga, meditación, leo textos místicos, tengo a Hervé por mi mejor amigo, doy vueltas alrededor del Evangelio y nada me garantiza obviamente que este camino me conducirá al objetivo que se desea alcanzar cuando uno lo emprende: el conocimiento, la libertad, el amor, que yo creo que es una única y misma cosa, pero por mucho que en nuestro diálogo yo adopte el papel del relativista, por muy narcisista, vanidoso que sea y por más que haga de pavo real en el Festival de Cannes, no puedo negar que estoy en ese camino.

La enorme diferencia entre Hervé y yo no es sólo que yo vivo en el culto y la preocupación permanentes de mi persona, sino que creo en ella con una tenacidad férrea. No conozco nada más que el «yo», y creo que ese «yo» existe. Hervé cree menos. O ¿cómo decirlo? Él no concede particular importancia a ese individuo que se llama Hervé Clerc, que hace poco no existía, que pronto no existirá y que en el intervalo se ocupa, por supuesto, de sus inquietudes, sus deseos, su sinusitis crónica, pero sabe que es algo transitorio, volátil, un vaho, como dice el Eclesiastés. Lo dice de un modo cómico en Les choses como elles sont: la ventaja de tener un «yo» no muy robusto, con el que no has logrado gran cosa, es que no te apegas demasiado a él.

En nuestra última estancia en Le Levron, ya dos años después de Selimiye, tomábamos nuestro ristretto habitual en nuestro café habitual de Orsières antes de subir a caminar por el Val Ferret. Él estaba pensativo, y en un momento dado, de improviso, dijo: «Al final estoy decepcionado. Cuando era joven pensaba superar la condición humana. Pero acabo de cumplir sesenta años y debo rendirme a la evidencia de que he sido un fracaso, al menos en esta vida».

Me reí, afectuosamente. Le dije que una de las razones de quererle era que es la única persona que conozco capaz de decir plácidamente una cosa semejante: «Esperaba superar la condición humana». Ja, ja.

Mi asombro asombró a Hervé. El deseo de superar la condición humana le parecía algo bastante natural y nada raro, desde luego, aunque es verdad que la gente habla poco de esto. «Si no, ¿para qué ibas a hacer yoga?».

Podría responderle: para estar en buena forma física o, como dice Hélène, que ejerce con tanta gracia en nuestra pareja el papel de la materialista: «para tener un culo bonito», pero Hervé tiene razón. Lo cierto es que espero del yoga más o menos —aunque lo confiese más o menos, según los interlocutores— lo que esos ejercicios prometen explícitamente a quien los practica: la ampliación de la conciencia, la iluminación, el samadhi, a partir del cual, según los relatos de los viajeros, se ve de una forma totalmente distinta lo que hasta entonces se llamaba la realidad.

Bueno, eso de una forma totalmente distinta es discutible. Al comienzo del camino, dice un texto budista que Hervé cita en Les choses comme elles sont, una montaña tiene aspecto de montaña. Cuando has recorrido un poco más de camino, ya no tiene en absoluto un aspecto de montaña. Y después, al final del camino, vuelve a tenerlo; es una montaña. La ves. Ser sabio es encontrarte delante de una montaña y ver esta montaña y ninguna otra cosa. Una vida, en principio, no basta para ello.

33

En Selimiye elaboré la lista de los milagros referidos por Lucas en su Evangelio.

El primero tiene lugar en la sinagoga de Cafarnaúm y es un exorcismo. Sintiéndose amenazado por las palabras de Jesús y sobre todo por la autoridad misteriosa de la que emanan, un hombre poseído por un demonio arremete contra él. Jesús ordena al demonio que salga del hombre y el demonio obedece sin hacerle daño. Al salir de la sinagoga, Jesús va a casa de Pedro, que le sigue desde hace poco. La suegra de Pedro tiene fiebre. Jesús le toca la frente con la mano y la fiebre desaparece. A continuación cura a un leproso, a un paralítico y a un hombre con la mano seca. Yo no sé lo que es una mano seca, pero un día apreté la de un hombre que sentía los primeros accesos de la enfermedad de Charcot. Era una mano fría, inerte. Sonriendo tristemente, el hombre me dijo: «Es sólo el principio, dentro de un año tendré así todo el cuerpo y dentro de dos años estaré muerto».

Del paralítico ya he hablado a propósito de los detalles que no se inventan: es el hombre al que otros cuatro bajan sobre su camilla a través del techo, a causa de la multitud que hay en la casa donde se encuentra Jesús. A este tullido no le cura de buenas a primeras. Al principio se limita a decirle que sus pecados están perdonados. Decepción, pero también murmullos escandalizados de los devotos: «¿Qué ha dicho? ¡Blasfema! Sólo Dios puede perdonar los pecados». Al oír esto, Jesús les provoca: «A vuestro entender, ¿qué es más fácil? ¿Decirle a un hombre: tus pecados te son perdonados o decirle: levántate y anda? Pues para mostraros que el Hijo del Hombre tiene el poder de perdonar los pecados, te ordeno que te levantes, que cojas tu camilla y que camines». El paralítico obedece, el público se queda estupefacto. Lacan diría: la curación se da por añadidura.

Después le toca el turno al pequeño esclavo de un centurión, que está gravemente enfermo, a punto de morir. Este centurión ama a los judíos: ha dado dinero para construir una sinagoga, debe de ser un prosélito como Lucas. Demuestra una fe ejemplar al comunicar a Jesús a través de terceros que no se considera digno de recibirle bajo su techo: bastará una palabra suya, a distancia. Jesús no pronuncia esta palabra, pero cuando los emisarios del centurión regresan a la casa encuentran al pequeño esclavo perfectamente sano.

De esta historia, me gusta sobre todo la frase: «Señor, no soy digno de recibirte, pero di una sola palabra y mi pequeño estará curado», que en la misa viene a ser: «Señor, no soy digno de recibirte en mi morada, pero di una sola palabra y estaré curado».

Una historia muy parecida es la del jefe de la sinagoga Jairo, cuya hija de doce años está moribunda. Al igual que el centurión, Jairo pide socorro a Jesús. Este se dispone a ponerse en camino cuando se abre un paréntesis en el relato. Nota que alguien toca el borde de su manto. Se detiene, pregunta: «¿Quién me ha tocado?». «Nadie en particular», dice Pedro: «Maestro, las gentes te aprietan y te oprimen». «No», dice Jesús, «alguien me ha tocado, porque he sentido que una fuerza ha salido de mí». Entonces una mujer se arroja a sus pies. Sangra desde hace mucho tiempo por donde sangran las mujeres, pero ella continuamente, y esta impureza permanente convierte su vida en un infierno. «Hija mía», dice Jesús, «tu fe te ha salvado. Ve en paz». Cerrado el paréntesis, va a reemprender el camino cuando llega de casa de Jairo un criado que porta la terrible noticia: la niña ha muerto. El padre se desploma. «No temas», le dice Jesús. «Si tienes confianza se salvará». Y por más que le digan lo que diría yo, que es demasiado tarde, que si está muerta está muerta, Jesús va. Al entrar en la casa con el padre y la madre les dice: «No lloréis, no está muerta. Duerme». Después despierta a la pequeña, que al instante se pone a jugar.

En cuanto Jesús llega a alguna parte, los ciegos recuperan la vista, los sordos oyen, los cojos andan, los leprosos se curan y los muertos resucitan. (De acuerdo, resucitan. Muy bien. Ya he dicho lo que pienso de este exceso de resurrecciones a propósito del adolescente Eutico; dejemos este asunto). Por muy médico que fuera Lucas, se nota que adora estos episodios. Yo, menos, y Renan menos todavía. «Para los auditorios groseros», escribe, «el milagro demuestra la doctrina. Para nosotros, es la doctrina la que hace olvidar el milagro». Y añade, muy imprudentemente, a mi entender: «Si el milagro posee alguna realidad, entonces mi libro no es más que una cadena de errores».

De hecho, Renan y nosotros, los modernos, preferimos olvidar los milagros, esconderlos debajo de la alfombra. Nos parecen muy bien el maestro Eckhart, las dos Teresas, los grandes místicos, pero preferimos desviar la mirada de Lourdes o de Medjugordjé, esa localidad de Herzegovina que fascinaba tanto a mi madrina y donde, según la descripción de mi amigo Jean Rolin, que durante la guerra de los Balcanes anduvo mucho por aquellos parajes, «la Santa Virgen cumple en fechas fijas prodigios tales como esparcir en el aire un perfume de rosas, hacer que ardan espontáneamente cruces o ejecutar pasos de ballet al sol, atrayendo así a centenares de miles de peregrinos y procurando a sus habitantes dinero suficiente para construir alrededor del santuario, ya de por sí espantoso, todo tipo de edificios de carácter comercial y de una fealdad blasfema».

El único recurso que nos queda a «nosotros», el público no grosero, para no arrojar al bebé con el agua del baño, es dar a lo que nos gusta un sentido más refinado. Convertir a Jesús no en un taumaturgo que impresiona a un público ingenuo mediante poderes sobrenaturales, sino en una especie de psicoanalista capaz de curar heridas secretas, sepultadas, tanto psíquicas como físicas, con la sola virtud de escucharlas y de su palabra. Hace veinte años se hablaba mucho de las tesis del obispo alemán Drewermann, incluido en el índice por el Vaticano y que había escrito un libro titulado La palabra de salvación y sanación. Françoise Dolto, en las conversaciones sobre el Evangelio que acabo de citar, decía cosas del mismo género y estas cosas, por mi parte, me convienen totalmente. Sólo que estoy obligado a reconocer que si a mí me gusta leer la Biblia así, no es en absoluto así como fue escrita. No es nada nuevo: Filón de Alejandría ya desplegaba un gran talento para transponer en términos espirituales y morales textos cuya rudeza literaria le chocaba y chocaba a sus oyentes. Cuando, en el libro de Josué, los israelitas exterminan hasta al último habitante de Canaán para ocupar su lugar, y se vanaglorian de ello, no deseo nada mejor que suscribir la explicación de Filón según la cual se trata de algo tan respetable como el combate del alma contra las pasiones que la habitan, pero me temo que el autor de Josué tenía más bien en la cabeza algo parecido a la limpieza de Bosnia por parte de las tropas serbias. En suma: de acuerdo en que leer la Biblia de este modo me conviene, siempre que sea consciente de lo que hago. De acuerdo con proyectarme en Lucas, siempre que sepa que me proyecto.

De todos modos, Jesús no tenía el monopolio de aquellos prodigios. Lucas no tiene empacho en decir que Filipo, en Samaria, también los hacía, y Pedro, y Pablo, y toda clase de magos paganos con los que los apóstoles entablaban competiciones de superpoderes. Si sólo hubiese hecho esto, habríamos olvidado hasta el nombre de Jesús algunos años después de su muerte. Pero no fue lo único que hizo. Dijo algo, de cierta forma, y es de ese algo, de esta manera de decirlo, de lo que quiero hablar al cabo de muchos rodeos.

34

Especular sobre las fuentes de los Evangelios no es un deporte moderno. Los ilustrados cristianos lo hacen desde el siglo II y la opinión dominante desde hace mucho tiempo es la de Eusebio de Cesarea (cuando se dice «la tradición» se refieren en general a él), según la cual Mateo escribió el primero. La exégesis alemana no estableció hasta el siglo XIX la precedencia cronológica de Marcos y la hipótesis denominada de las «dos fuentes», que hoy casi nadie impugna.

Según esta hipótesis, tanto Mateo como Lucas, independientemente uno de otro, tuvieron acceso al texto de Marcos y lo copiaron en gran parte: es la primera fuente. Pero también habrían tenido acceso a una segunda, ignorada por Marcos, y aún más antigua que su Evangelio, y que debió de perderse muy pronto. Aunque no existe ningún rastro material, todo el mundo admite (bueno, casi todo el mundo, pero empiezo a estar harto de escribir «casi» a cada frase), todos admiten, entonces, que este documento debió de existir y que debía de parecerse mucho a la reconstrucción que propuso en 1907 el exégeta liberal Adolf von Harnack bajo el nombre de Q, por Quelle, que significa «fuente» en alemán.

El principio que permitió esta reconstrucción es simple: se presume que pertenecen a Q todos los pasajes comunes a Mateo y Lucas que no proceden de Marcos. Son numerosos pasajes y figuran en el mismo orden en los dos Evangelios. Pero, se dirá, si cada uno ha utilizado dos fuentes iguales, y en el mismo orden, ¿sus textos no deberían ser idénticos? No, porque los dos tenían además una tercera fuente, exclusiva de cada uno. A esta tercera fuente el exégeta alemán le da un nombre que ya he mencionado y que me agrada mucho; son Sondergut, esto es, su «bien propio». Para resumir, y muy sucintamente, se puede decir que el Evangelio de Lucas se compone de una mitad de Marcos, una cuarta parte de Q y otra cuarta parte de Sondergut.

Ya está: ya saben lo que hay que saber sobre Q.

Este Evangelio anterior a los Evangelios debía de servir de prontuario a los misioneros judeocristianos de Palestina y de Siria como Filipo, a través del cual Lucas debió de tener acceso a él. Se presenta como una recopilación de una pequeña decena de páginas, 250 versículos, y lo primero que llama la atención es que las nueve décimas partes de esos 250 versículos no son relatos, sino palabras de Jesús. Al principio de este libro yo escribía: «Nadie sabrá nunca quién era Jesús ni, a diferencia de Pablo, lo que dijo realmente». Lo mantengo. Hay que resistir a la tentación de leer este documento virtual, resultante de una hipótesis filológica, como una transcripción verbatim. Ello no obsta para que en ninguna parte estemos más cerca del origen. En ninguna parte se oye más claramente su voz.

Escuchen.

35

Alzando los ojos hacia los que le siguen, dice:

Bienaventurados los pobres porque vuestro es el Reino de los cielos.

Bienaventurados los que tenéis hambre porque seréis saciados.

Bienaventurados los que lloráis porque seréis consolados.

Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen.

Al que te abofetee en la mejilla ofrécele también la otra. Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica dale también el manto.

A quien te pida da, y al que pida prestado, no le reclames el dinero.

Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué más queréis?

No juzguéis y no seréis juzgados. Porque con la medida con que midáis se os medirá. Medido con la medida con la que has medido a los demás.

¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? Saca primero la viga de tu ojo.

No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto.

¿Por qué me llamáis: «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo?

Escuchar mis palabras y ponerlas en práctica es construir sobre piedra: si sopla el viento y cae la lluvia, la casa resistirá. Escucharlas y no ponerlas en práctica es edificar sobre arena: cae la lluvia, los torrentes se desbordan, el viento sopla, todo se desploma.

Yo os digo: pedid y se os dará. Buscad y hallaréis. Llamad y se os abrirá. El que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama le abren. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide pan, es tan malvado que le da una piedra? Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre, que es bueno, dará a los que le pidan!

Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los muy pequeños.

El que no está conmigo, está contra mí. El que no recoge conmigo desparrama.

¡Ay de vosotros, los fariseos, que pagáis escrupulosamente el diezmo de la menta, del eneldo, del comino, y que dejáis a un lado la justicia, la piedad y la fidelidad! Vosotros purificáis por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro estáis llenos de rapiña y de codicia. ¡Ay de vosotros, que fabricáis fardos y los cargáis sobre los hombros de la gente, y no levantáis ni el meñique para transportarlos vosotros mismos!

No amaséis tesoros en la tierra. Los destruirán las polillas y la herrumbre, los robarán los ladrones. Mejor es amasarlos en el cielo. Allí donde está vuestro tesoro, allí está también tu corazón.

Por eso os digo: no andéis preocupados por lo que comeréis ni por la ropa con que os vestiréis. Mirad a los pájaros. Ni siembran ni cosechan, no acumulan, y sin embargo Dios los alimenta. ¿No valéis más vosotros que las aves? Así pues, dejad de inquietaros diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Con qué vamos a arroparnos? Son preocupaciones de paganos. Vuestro Padre sabe bien que tenéis necesidad de todas esas cosas. Buscad su Reino, y se os darán por añadidura.

¿A qué es semejante el Reino de Dios? A un minúsculo grano de mostaza que un hombre ha arrojado en su jardín. Germina sin ruido, sin que nadie lo vea, y después crece, un día se convierte en un árbol grande y las aves del cielo anidan en sus ramas.

Me preguntáis cuándo llegará el Reino de Dios. No se puede tocar, no se puede decir: ¡está aquí! ¡Está allá! Está entre vosotros. Está en vosotros. Para entrar en él hay que pasar por la puerta estrecha.

Los últimos serán los primeros, los primeros serán los últimos. El que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado.

Estad en vela. Si se supiera cuándo vendrá el ladrón nadie se dejaría robar. El Reino es como un ladrón, viene cuando no se le espera. No os adormiléis.

Un pastor que tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja las noventa y nueve y se va a buscar la que se ha perdido? Y cuando la encuentra, ¿no estará más dichoso por haberla hallado que por las noventa y nueve que no se han perdido?

36

He traducido libremente, elegido textos a los que ya estoy acostumbrado. Y me parece que este pequeño compendio evangélico justifica la frase de los guardias que van a apresar a Jesús: «Nunca ha hablado nadie como este hombre».

No se declara Cristo ni Mesías ni Hijo de Dios ni hijo de una virgen. Solamente «el Hijo del Hombre», y esta expresión que, traducida al griego y después en todas las lenguas, parece nimbada de misterio, los comentaristas nos dicen que en arameo significa simplemente «el hombre». El que habla en Q es un hombre, sólo un hombre, que nunca nos pide que creamos en él, sino únicamente que pongamos en práctica sus palabras.

Imaginemos que Pablo no haya existido y tampoco el cristianismo, y que de Jesús, predicador galileo en tiempos de Tiberio, sólo haya subsistido esta pequeña selección. Imaginemos que haya sido añadida a la Biblia hebraica como un profeta tardío, o que haya sido descubierta dos mil años más tarde, entre los manuscritos del Mar Muerto. Pienso que su originalidad, su poesía, su acento de autoridad y de evidencia nos dejarían atónitos, y que al margen de toda iglesia ocuparía un lugar entre los grandes textos de la sabiduría de la humanidad, al lado de las palabras de Buda y de Lao-Tsé.

¿Es posible que haya sido leída así, y solamente así? Del hecho de que en Q no se habla ni de la vida ni de la muerte de Jesús, sino únicamente de sus enseñanzas, el exégeta que presenta mi edición deduce osadamente que en los primeros círculos judeocristianos se le veneraba porque era un sabio y no porque había resucitado. Esta tesis desorientadora no me convence. No creo que los usuarios de Q ignorasen la resurrección de Jesús o la tomasen con indiferencia, sino, al contrario, estoy seguro de que le leían o le escuchaban porque creían en la resurrección. Pero no haría falta empujarme mucho para hacerme decir que, incluso sin creer en él, se puede extraer de esta recopilación lo que el apologista Justino, en el siglo II, llamaba «la única filosofía segura y provechosa». Que si existe una brújula para saber si se toma o no una ruta falsa en cada instante de la vida, aquí la tenemos.

37

La escena tiene lugar en Jerusalén o en Cesarea. Lucas tiene en las manos el rollo de papiro que le ha prestado Filipo diciéndole que tenga mucho cuidado porque sólo tiene un ejemplar. Digo Filipo, puede ser cualquier otro, sólo se sabe que no es Juan Marcos, puesto que el rollo contiene todo lo que no está en su Evangelio. Lucas descifra estas palabras, por primera vez se expone a su radiación.

Si nos ceñimos al sentido, no tiene por qué sentirse en un terreno desconocido. Durante los diez años en que frecuenta a Pablo, se ha habituado a la inversión sistemática de todos los valores: sabiduría y locura, fuerza y debilidad, grandeza y pequeñez. Puede oír sin pestañear que más vale ser pobre, hambriento, pesaroso y odiado por todos que rico, bien alimentado, risueño y dueño de una buena reputación. Nada de esto es nuevo para él. Lo nuevo, lo totalmente nuevo, es la voz, el fraseo, que no se parecen a nada que él conozca. Son las pequeñas historias tomadas de la realidad más concreta; una realidad campesina, siendo así que Pablo y él, Lucas, son hombres de ciudad que no saben cómo es un grano de mostaza ni cómo se comporta un pastor con sus ovejas. Es también esta manera particular de no decir: «Haced esto, haced esto otro», sino más bien: «Si hacéis esto sucederá esto otro». No son prescripciones morales sino leyes de la vida, leyes kármicas, y Lucas, por supuesto, no sabe lo que significa el karma, pero estoy seguro de que siente intuitivamente que hay una diferencia enorme entre decir: «No hagas a otro lo que no quisieras que él te hiciese» (lo cual es la regla de oro, de la que el rabino Hillel decía que resumía la Ley y a los profetas) y decir: «Lo que le haces a otro te lo haces a ti mismo». Lo que le dices de otro lo dices de ti mismo. Tachar a alguien de estúpido es decir «Soy un estúpido», escribirlo en un cartel y pegártelo en la frente.

El Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles están escritos exactamente de la misma forma: la misma lengua, los mismos procedimientos narrativos. Es una de las numerosas razones para pensar que son del mismo autor. Pero no hay nada en común entre las palabras de Jesús en el primer libro y los discursos que, en el segundo, los personajes pronuncian a la menor ocasión que se les presenta. Largos, retóricos, intercambiables, estos discursos los compone Lucas, que cree hacer lo correcto y que adora los alegatos. Josefo y todos los historiadores de la época escribían discursos similares. Lo que dice Jesús es lo opuesto: natural, lapidario, a la vez totalmente imprevisible y completamente identificable. Este modo de manejar el lenguaje no tiene equivalente histórico. Es una especie de hápax que a alguien que tiene simplemente un poco de oído le prohíbe dudar de que este hombre haya existido, de que hablaba así.

38

El hombre que habla en el rollo diserta continuamente sobre el Reino. Lo compara con un grano de mostaza que germina en la tierra, en la oscuridad, sin que nadie lo sepa, pero también a un árbol inmenso en el que los pájaros hacen su nido. El Reino es a la vez el árbol y el grano, lo que debe advenir y lo que ya ha ocurrido. No es un más allá, sino más bien una dimensión que la mayoría de las veces es invisible para nosotros pero que aflora en ocasiones, misteriosamente, y en esta dimensión tiene quizá sentido creer, contra toda evidencia, que los últimos son los primeros y viceversa.

Creo que es esto lo que más conmovía a Lucas. Los pobres, los humillados, los samaritanos, los pequeños de todo género de pequeñez, las personas que no se consideran gran cosa: el Reino es para ellos, y el mayor obstáculo para entrar es ser rico, importante, virtuoso, inteligente y orgulloso de tu inteligencia.

Hay dos hombres en el Templo: un fariseo y un publicano; les recuerdo que publicano quiere decir recaudador, colaboracionista, quiere decir pobre diablo y hasta cabronazo. El fariseo, de pie, reza así: «Señor, te agradezco porque no soy como otros hombres que son ladrones, malhechores, adúlteros, o como ese publicano de ahí. Yo ayuno dos veces por semana, estoy en regla con el diezmo, estoy en regla con todo». Un poco más atrás, el publicano no se atreve a levantar los ojos hacia el cielo. Se golpea el pecho y dice: «Señor, apiádate de este pecador». Pues bien, concluye Jesús, la oración que vale algo es la de este, no la del otro, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.

Un joven rico va a ver a Jesús. Quiere saber lo que tiene que hacer para ganar la vida eterna. «Conoces los mandamientos», le dice Jesús. «No matarás, no robarás, no cometerás adulterio, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre…». «Conozco los mandamientos», responde el joven, «y los observo». «Bien», dice Jesús. «Entonces sólo te falta una cosa. Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el Reino». Al oír esto, el joven se entristece porque tiene grandes bienes. Y se va.

Ante estas historias que más adelante escribirá Lucas, me pregunto con quién se identificaba. ¿Con el publicano o con el fariseo? ¿Se veía a sí mismo como un pobre que se regocijaba al conocer la buena nueva? ¿O como un rico al que ponían en guardia?

Lo ignoro, aquí sólo puedo hablar por mí.

Yo me identifico con el joven rico. Tengo grandes bienes. Durante mucho tiempo he sido tan infeliz que no me daba cuenta. El hecho de haberme criado en el lado bueno de la sociedad, dotado de un talento que me ha permitido vivir la vida un poco a mi aire, me parecía poca cosa comparado con la angustia, con el zorro que día y noche me devoraba las entrañas, con la impotencia para amar. Vivía en el infierno, realmente, y era sincero al enfurecerme cuando me reprochaban haber nacido con una cuchara de plata en la boca. Después algo cambió. Toco madera, no quiero tentar al diablo, sé que no estoy a salvo, pero de todos modos he aprendido por experiencia que es posible salir de la neurosis. Encontré a Hélène, escribí Una novela rusa que supuso mi liberación. Dos años más tarde, cuando publiqué De vidas ajenas, un montón de gente me dijo que les había hecho llorar, que les había ayudado, que les había hecho bien, pero algunos me dijeron otra cosa: que a ellos les había hecho daño. En ese libro sólo se habla de parejas —Jérôme y Delphine, Ruth y Tom, Patrice y Juliette, Étienne y Nathalie, in extremis Hélène y yo— que a pesar de las pruebas terribles que atraviesan se aman de verdad y pueden aferrarse a ello. Una amiga me dijo, amargamente: es un libro de un rico en amor, es decir, de un rico a secas. Tenía razón.

Acabo de releer a la carrera los cuadernos que he llenado desde que empecé a escribir sobre Lucas y los primeros cristianos. En ellos he encontrado esta frase, copiada de un copto apócrifo del siglo II: «Si haces que advenga lo que está en ti, lo que harás que advenga te salvará. Si no haces que advenga lo que está en ti, lo que no has hecho que advenga te matará». No es tan conocida como la de Nietzsche: «Lo que no nos mata nos fortalece», o la de Hölderlin: «Donde crece el peligro crece también lo que salva», pero merecería, a mi entender, figurar junto a estas últimas en los libros de desarrollo personal un poco altos de gama, y lo que es seguro es que la copié para felicitarme por haber hecho advenir lo que llevo dentro. De una manera general, cada vez que me detengo para hacer balance desde hace ahora siete años, es para felicitarme por haber llegado a ser, contra todo pronóstico, un hombre feliz. Es para maravillarme de lo que ya he conseguido, figurarme lo que aún voy a conseguir, repetirme que estoy en el buen camino. Una gran parte de mis ensueños sigue pendiente, y me abandono a ellos invocando la regla fundamental tanto de la meditación como del psicoanálisis: consentirse pensar lo que se piensa, ser atravesado por lo que te atraviesa. No decirse: está bien, o está mal, sino: está, y debo establecerme en lo que hay.

Sin embargo, una vocecita testaruda viene a perturbar periódicamente estos conciertos de autosatisfacción farisea. Esta vocecita dice que las riquezas de que disfruto, la sabiduría de que me jacto, la esperanza confiada que tengo de estar en el buen camino, todo esto es lo que me impide el logro verdadero. Estoy ganando siempre, cuando para ganar realmente habría que perder. Soy rico, talentoso, elogiado, tengo mérito y soy consciente de mi mérito: ¡por todo esto, ay de mí!

Cuando se hace oír esta vocecita, las de la meditación y el psicoanálisis tratan de acallarla: basta de dolorismo, basta de culpabilidad mal emplazada. No hay que flagelarse. Hay que empezar por ser benévolo con uno mismo. Todo esto es más cool y me conviene más. Sin embargo, creo que la vocecita del Evangelio dice la verdad. Y como el joven rico, me voy pensativo y triste porque tengo grandes bienes.

Este libro que escribo sobre el Evangelio forma parte de ellos, de mis grandes bienes. Me siento rico por su amplitud, me lo represento como mi obra maestra, sueño para ella un éxito mundial. El cuento de la lechera… Entonces pienso en el abrigo de la mujer de Daniel-Rops.

Daniel-Rops, un académico católico, escribió en los años cincuenta un libro sobre Jesús que tuvo un prodigioso éxito de librería. Su mujer se encuentra con François Mauriac en el guardarropa del teatro. Le entregan su abrigo: un visón suntuoso. Mauriac palpa la piel y suelta una risita: «Dulce Jesús…».

39

No tengo derecho a quejarme, nadie me obligó a hacerlo, pero conservo de los años dedicados a escribir El adversario el recuerdo de una larga y lenta pesadilla. Me avergonzaba de que me fascinase esta historia y este criminal monstruoso, Jean-Claude Romand. Con la distancia, tengo la impresión de que lo que tanto me asustaba compartir con él lo comparto, lo compartimos él y yo con la mayoría de la gente, aunque la mayoría de la gente no llega, por suerte, a mentir durante veinte años ni acaba matando a toda su familia. Creo que hasta los más sólidos de nosotros experimentan con angustia el desfase entre la imagen que bien o mal se esfuerzan en proyectar a los demás y la que tienen de sí mismos en el insomnio, la depresión, cuando todo vacila y se agarran la cabeza entre las manos, sentados en la taza del retrete. Hay en el interior de cada uno de nosotros una ventana que da al infierno, hacemos lo que podemos para no acercarnos, y yo, por mi cuenta, he pasado siete años de mi vida estupefacto delante de esa ventana.

El Adversario es uno de los nombres que la Biblia da al demonio. Nunca pensé, al poner a mi libro este título, que se lo aplicaba al desdichado Jean-Claude Romand, sino a esa instancia que existe tanto en él como en cada uno de nosotros, salvo que en él adquirió todo su poder. Tenemos por costumbre asociar el Mal con la crueldad, el deseo de hacer daño, el placer de ver sufrir al prójimo. Nada de esto había en Romand, que era, según confesión de todo el mundo, un hombre amable, deseoso de agradar, temeroso de causar disgustos, y que hasta tal punto temía causarlos que prefirió matar a toda su familia antes que llegar a este extremo. En la cárcel se convirtió. Pasaba, y que yo sepa sigue pasando, una gran parte de su tiempo rezando. Agradece a Dios que inunde de luz su alma en tinieblas. Cuando comenzamos a cartearnos me preguntó si yo también era cristiano y le respondí que sí. A veces me he reprochado esta respuesta, porque en aquella época también podría haber respondido que no. Dos años habían transcurrido desde el final de lo que yo, en mi fuero interno, llamaba ya «mi período cristiano», ya no sabía en absoluto dónde me encontraba desde este punto de vista y fue un poquito por granjearme el favor de Romand que entre el sí y el no opté por el sí.

Un poquito; no sólo.

Su neurosis, el vacío que se creó en él, todas esas fuerzas negras y tristes que yo llamo el Adversario condujeron a Jean-Claude Romand a mentir durante toda su vida, a los demás y en primer lugar a sí mismo. Suprimió a los demás, al menos a los que importaban: su mujer, sus hijos, sus padres y el perro. Su mentira se reveló a plena luz. Quiso suicidarse, sin excesiva convicción. Sobrevivió, solo y desnudo, en un desierto hostil. Pero encontró un refugio, el amor de Cristo, que nunca ocultó que había venido para las personas como él: recaudadores, colaboracionistas, psicópatas, pedófilos, locos al volante que se dan a la fuga, individuos que hablan solos por la calle, alcohólicos, vagabundos, skinheads capaces de prender fuego a un vagabundo, niños martirizados que al llegar a adultos martirizan a su vez a sus hijos… Ya sé que es escandaloso mezclar a los verdugos con las víctimas, pero es esencial comprender que las ovejas de Cristo son las dos cosas, tan verdugos como víctimas, y nadie, si le desagrada, está obligado a escuchar a Cristo. Sus clientes no son sólo los humildes —tan dignos de estima, tan agradables para poner como ejemplo—, sino también, sino sobre todo, todos los que son odiados y despreciados, los que se odian y se desprecian a sí mismos y tienen buenos motivos para hacerlo. Con Cristo nada está perdido, aunque hayas matado a toda tu familia, aunque hayas sido el peor de los crápulas. Por bajo que hayas caído, vendrá a buscarte, de otro modo no es Cristo.

La sabiduría del mundo dice: es muy cómodo. Un tipo que, como Romand, afirma que es médico cuando no lo es, fatalmente acaba siendo descubierto. A un tipo que, de nuevo Romand, pretende conversar familiarmente con el Señor Jesús, vete a demostrarle que cuenta o se cuenta historias. Esa mentira, si lo es —y los psiquiatras, los periodistas, las personas honradas tienen todos los motivos para pensarlo—, constituye una fortaleza inexpugnable. Nadie podrá desalojarle de ella. Está cumpliendo cadena perpetua, de acuerdo, pero es intocable.

Esto lo he oído muchas veces, durante el juicio de Romand y después. Lo decían con indignación, con ironía, con asco, y yo, desde luego, no tenía nada que objetar. Salvo lo siguiente: Romand se dice también a sí mismo lo que dicen a propósito de él la sabiduría del mundo y las personas honradas. Tiene un miedo horrible, constante, no de mentirnos, creo que eso ya no es su problema, sino de mentirse a sí mismo. De ser esta vez también el juguete de lo que miente en el fondo de sí mismo, que siempre ha mentido, a lo que yo llamo el Adversario y que ahora adopta el rostro de Cristo.

Entonces lo que yo llamo ser cristiano, lo que me indujo a responder que sí, que yo era cristiano, consiste simplemente en decir, ante la duda abismal de Romand: ¿quién sabe? Consiste, estrictamente, en ser agnóstico. En reconocer que no lo sabes, que no puedes saberlo, y porque no puedes saberlo, porque es indecible, en no descartar totalmente la posibilidad de que Jean-Claude Romand tenga que lidiar en el secreto de su alma con algo distinto al mentiroso que lo habita. Esta posibilidad es lo que llamamos Cristo, y no fue por diplomacia por lo que dije que creía en él, o intentaba creer. Si Cristo es eso, incluso puedo decir que sigo siendo creyente.