Cuando cruce la valla
Pablo J. Muñoz
El almanaque era diferente a los otros. Esa mañana, después de escapar de la escuela polvorienta, había estado entre los hierros, llantas y latas de aceite que formaban el paisaje gris del taller. Pocos disfrutaban de ir al taller en su tiempo libre. Para mí era el lugar predilecto, además del riacho, único lugar con un poco de agua en kilómetros a la redonda. En el taller mecánico, el viejo Buzi me permitía tocar con las yemas de los dedos la superficie lisa de los nuevos modelos. Pero jamás me autorizaba a subir en ellos; podía romper alguna de las valiosas y brillantes piezas que costarían casi lo que Buzi o Madre ahorraron a lo largo de su vida. En medio del taller, sentado en una llanta inútil, volví a observar el extraño almanaque. Por un lado frío, distante, como los que vuelven de Afuera. Del otro lado cálido, cercano… Sentí de nuevo esa sensación de inseguridad, nervios y ansiedad, que más adelante comprendí. Cuerpo esbelto, rosa carne.
Era casi tan bella —si esa era la palabra— como Andrea, la mujer del Loco. El Loco era un tipo que pasaba la mitad del tiempo viajando y la otra durmiendo. Debía estar loco para irse del pueblo. Para salir al Infierno.
Una tarde, casi de noche, Madre me había mandado a buscar al doctor. Creo que la pequeña Vero estaba afiebrada, seguramente a causa de uno de sus caprichos. Pasaba cerca de la casa del Loco cuando por una de las ventanas superiores, que estaba entreabierta y con las cortinas corridas, observé a Andrea ofrendando su cuerpo a las estrellas. Debía extrañar al Loco, que estaba en el Exterior. Un solo segundo había sido necesario para verla y sentir ese nerviosismo, renacido luego en el taller.
El día que encontré el almanaque creí percibir los pasos del viejo Buzi que entraba, y pensé que se enojaría al verme con él. Lo guardé en uno de los bolsillos traseros de mi jean azul, casi blanco de gastado. Recién dos días después me animé a tomar entre mis manos, prematuramente callosas, el almanaque encontrado en el suelo sucio del baño del taller, olvidado, con seguridad, por algún Forastero.
Los Forasteros pasan cada tanto, todos iguales, sucios, taciturnos. Un día, desoyendo a Madre, intenté hablar con uno de ellos, pero sus labios resecos no se despegaron siquiera para toser. Buzi me dijo que tuviera cuidado de hablar con los Forasteros que pasaran por el taller. Menos todavía con los dueños de los nuevos modelos. Decía —yo nunca lo comprobé— que alcanzaban los trescientos por hora con toda facilidad. Madre había sido más terminante. “Nunca hables con un Forastero, es posible que te mate”. Según ella eran bestias. Nunca creí que lo fueran.
El problema se planteaba cuando volvía uno de los nuestros, luego de haber dejado el pueblo para probar suerte. Era mitad humano, mitad Forastero. Ni bien cruzabas la Valla que separaba el pueblo con el resto del mundo, ya no eras el mismo. No solo para Madre, para todo el pueblo. Así y todo se rumoreaba que el viejo Buzi, en su juventud, había transpuesto la Valla.
Recuerdo que cuando vi por primera vez el almanaque sentí, además de nervios, temor. Al igual que cuando llegó ese convertible destartalado, roto. Yo estaba, como siempre, echado sobre al grasa del taller, nadando en tornillos y bujías inservibles. Alto, delgado, rostro curtido, ese era el Forastero recién llegado. Con su mano vendada —vendajes amarillentos adornados con sangre reseca— se había quitado los anteojos opacos, dejando ver unos ojos cansados, grises, sin brillo. Cuando caminó hacia el cuarto de techo de chapa donde Buzi se estaba rasurando con una hojita de afeitar oxidada, sus piernas parecieron quebrarse. A cada paso parecía que iba a dar con el esqueleto contra el piso terroso de la calle o el pavimento engrasado del taller.
Así y todo, mirándolo detenidamente, no debía ser muy viejo. No tanto como Buzi. Quizás sólo duplicaba mis trece años.
El Forastero presionó con la suela de sus botas arratonadas la palanca que permitía salir agua, la poca agua fría, del agrietado bebedero de losa; agrietado al igual que las paredes del taller, los techos de las casas, las calles del pueblo. Luego de mojarse los labios entró en el pequeño cuarto donde se afeitaba Buzi y le preguntó con voz ronca:
—¿Dónde está la casa de los Monte?
Cualquier palabra, cualquier idioma, oscuro, extraño, agresivo, podría haber quedado natural saliendo del Forastero. Pero en vez de eso se había limitado a preguntar por una familia. Por la mía. No había otros Monte en todo el pueblo.
Buzi dejó de afeitarse en el momento que el Forastero había pronunciado mi apellido. Se había cortado la cara con la hojita oxidada.
—No sé, forastero, para qué quieres saber eso —dijo con lentitud. Creo que los años no le pasaban en vano, cada vez le costaba más hablar. ¿Problemas con la garganta?
Madre decía que estaba senil. El diccionario lo definía como “arteriosclerosis”. ¿Qué importaba la denominación? Al Forastero no le había gustado la respuesta evasiva del viejo. Recuerdo que lo tomó por los hombros, presionando con fuerza (debo jurar que, por su estado, no pensé que pudiera permanecer parado por mucho tiempo más) y le dijo lenta, pero fuertemente:
—Viejo, decime dónde viven ahora los Monte. Ya no están en la casa del aljibe. ¿Se fueron del pueblo?

Me quedé asombrado. El arrebato de violencia del Forastero me había prevenido de su peligrosidad, por lo que me escondí debajo de una chevrolet del siglo pasado. Si no había oído mal, el Forastero sabía dónde habíamos vivido Madre, Pequeña Vero y yo hasta hacía poco tiempo. Pero lo que había dicho después me sombró el doble. “Irnos del pueblo”, ¿qué estupidez era ésa? Ninguna familia cuerda abandonaría el pueblo para internarse en el Infierno.
Cuando volví de mis pensamientos, pude observar a ras del piso (aún estaba debajo de la camioneta con el caño de escape picado) que Buzi estaba de nuevo en pie, con los pies protegidos por unas zapatillas manchadas con aceite. El Forastero subía en esos momentos a su convertible destartalado. Salí de mi escondite cuando oí el rugido del motor. Buzi estaba apoyado contra la pared del cuarto con techo de chapa. Su mano seguía aferrando la hojita oxidada, manchada de sangre por el corte. En la pequeña palangana flotaban todavía los restos de la espuma de afeitar, sobre el agua tibia. Buzi parecía estar durmiendo con los ojos abiertos. Al rato de estar sentado frente a él, su mirada errática se posó en mi persona. Su enflaquecido cuerpo cobró vida en una fracción de segundo, y comenzó a agitarme por los hombros en forma convulsa. Creí que se había vuelto loco, que la esclerosis le había avanzado de repente.
—Hijo —sus ojos desgastados por la edad, rojizos por una conjuntivitis mal curada, me miraron—, corre a tu casa, rápido.
No sé, quizás me acordé de cuando murió Tito y le hice caso inmediatamente. Tito había muerto un día lluvioso. Ese día las gotas delicadas chapoteaban, jugando con el barro que dominaba la calle donde vivía antes. Tito había salido fuera de la Valla. Pero no era un desertor. Ni siquiera un loco. Era un héroe, o algo así. Recuerdo que en esa época —Madre me lo ha contado un par de veces— muchos tuvieron que cruzar la Valla e internarse en el exterior. Nunca pregunté por qué, y si lo hice Madre se limitó a callar o cambiar de tema. Tito había muerto en el exterior. No era para extrañarse, él era bueno, no podía sobrevivir en el Infierno. Madre había llorado, recuerdo como si fuera hoy que tenía una carta de papel muy blanco en sus manos agrietadas por el trabajo duro. No podía entender cómo un simple papel podía llevar consigo tanto horror. Tito, me dijo Madre, había muerto a causa de un raro virus. Nunca me había vuelto a hablar de ese virus. En realidad, sólo hablaba de Tito poniéndolo como ejemplo para que yo nunca intentara ir al exterior. Sí, le hice caso de inmediato al viejo Buzi, porque noté en su mirada la misma desesperación que en la de Madre cuando lo de la carta.
Casa no estaba muy lejos del taller, pero tampoco lo suficientemente cerca como para llegar con rapidez. Creo que pasaron varios minutos hasta que llegué a su conocido jardín. Pasé por entre las escasas flores que aún quedaban, cuidándome de no pisar los claveles, ya que Madre los quería mucho más que al resto de las flores. La puerta recién pintada de blanco (la pintura nos la había regalado el Loco, que, aunque se la pasaba viajando, cuando volvía se portaba como un gran vecino, quizás para ser aceptado y no ser catalogado como un Forastero) estaba abierta de par en par. Me preocupó. Madre se cuidaba siempre de cerrar la puerta a toda hora del día. Pensé por un momento que la pequeña Vero había salido a jugar y la había dejado entreabierta. Pero cambié de opinión de inmediato: el convertible destartalado estaba estacionado frente a casa. Entré. Todo estaba oscuro. Sentí un escalofrío en la nuca y las palmas de mis manos manchadas con grasa y aceite se cubrieron de sudor. El comedor siempre me había parecido común, familiar. Ahora se veía envuelto por una neblina tenue, extraña. Noté que no se oían siquiera las pisadas de Perro viéndome a saludar. Cuando entré a la cocina vi a Madre arrodillada en el suelo de baldosas, teniéndose la cara. Creo que lloraba, pero lo hacía en silencio. Me acerqué a ella y con mis manos sucias y sudadas intenté acariciar su cabello, cuidándome de no mancharlo, de no arruinar ese brillo perfecto. Procuré volverla a la realidad. Oí un sonido de pasos detrás de mí. Me di vuelta. Era el Forastero. Alto, viejo y joven a la vez, más de lo que me había parecido en el momento de verlo por primera vez, de pie ante mí. Retornó mi miedo. Su mirada estaba clavada en mi rostro. Se arrodilló, poniéndose a mi altura, y me murmuró:
—Nos veremos fuera, te aseguro que te encontraré donde sea que vayas.
Y se fue.
Creo que Madre volvió en ese instante al mundo real. Se quedó observándome, me vio sentado junto a ella y me abrazó. Lloró y rezó, agradeciendo que el Forastero se hubiera ido. Me hizo repetir hasta el cansancio que él no me había dicho nada. ¿Nada de qué?
Pasaron los días. Hice más visitas al Taller. Comencé a concurrir al árbol de duraznos, mi lugar de juegos de tiempo atrás, donde jugaba con Tito, el más grande, el más inteligente, el hermano bueno. Yo no había sido igual con pequeña Vero, claro que ella es muy estúpida; sólo le gusta mirar bichos y reírse. Tito era un buen compañero de juegos. A veces —las más— peleábamos, pero en seguida nos arreglábamos, cortábamos un par de duraznos del árbol y disfrutábamos comiéndolos… tan frescos. Tito podía ser recio al jugar, pero siempre me defendía y consolaba mi tristeza. Tenía unos ojos grises… tan parecidos a los del Forastero del convertible. Cuando se arrodilló junto a mí pude contemplar bien su rostro. No pasaba de los veinte, aunque sus arrugas… no arrugas, sus marcas, parecían duplicarle la edad. Marcas, cicatrices. Como las del viejo Buzi, surcaban su frente y mejillas.
Recuerdo uno de los juegos que jugaba con Tito. Era un invento de los dos, y por eso muy querido. Escondíamos algo, por lo general un carozo de durazno, y el otro debía buscarlo. El que lo encontraba en menos de media hora podía elegir el castigo para el perdedor, para el que había escondido mal el carozo.
El castigo bien podía ser un puñetazo en el brazo derecho. El castigo también podía ser la confesión de una mentira. Decidí probar “castigo” con el viejo Buzi.
Se estaba cocinando un pescado. Amaba todo lo que se podía cocinar con abundante aceite. Madre decía que algún día “tanta fritura” lo mataría. Lo encaré sin perder tiempo. Le pregunté si conocía al Forastero del convertible, lo negó. Le pregunté cien veces, lo negó otras tantas, hasta que se cansó, me miró, sacó la sartén sin mango de la hornalla y me lo contó todo. Creo que si Madre hubiera estado presente lo hubiese matado con tal de que no me contara la verdad. Mi mente comenzó a recibir información vedada tantos años. En la escuela tampoco la contaban; nunca confié realmente de lo que me decían en la escuela. Guerra, la única guerra que estudiamos, sacada de unos libros polvorientos, había ocurrido antes de que Madre, o incluso el mismo Buzi, hubieran nacido. Pero de pronto me enteré de que había guerra ahí afuera, cruzando la Valla. Buzi había luchado en ella, de modo que era verdad que él también había sido Forastero. Pero, ¿cuántos años había durado? Buzi, rostro mal afeitado, marcado, no supo contestarme. ¿Quién sabía? Todos creían que seguía aún. No hacía muchos años, sólo un par, todavía se reclutaban soldados. Claro que antes era obligatorio. Ahora, si uno no cruzaba la Valla estaba exento de la responsabilidad de luchar. Buzi me contó todo esto con fervor, con ojos que empezaban a brillar febrilmente por sobre el rojo apagado de la conjuntivitis. Supuse que añoraba sus tiempos de soldado. Cuando llegó a la cuestión planteada por mi pregunta, todo mi universo, al igual que mi estómago, giró enloquecidamente. Creo que vomité. Sé que corrí y corrí hasta el esquelético árbol de duraznos.
No podía aceptar —pero al fin lo hice— que el Forastero del convertible fuera Tito, que mi joven hermano no hubiera muerto a causa de un virus raro, que Madre me hubiera mentido todo este tiempo. Anocheció. Fui a casa. Madre estaba dándole de comer a pequeña Vero, y cuando me vio llegar me retó. La vi preocupada, y eso me frenó unos segundos. Luego la miré y le grité que era una mentirosa. Creo que Pequeña Vero lloró. Madre corrió a abrazarme, a besarme. Me dijo muchas cosas. Que el papel blanco decía que Tito había sido elegido para el servicio; que a partir de entonces ella de verdad lo creía muerto. Le dije que hubiese sido más fácil decirme la verdad. Argumentó el temor de que yo siguiera los pasos de Tito, de que yo también me internara en la guerra, siguiendo a un fantasma, igual que mi hermano…
¿Qué fantasma perseguía Tito?
Madre se puso más blanca aún.
Volví a preguntar.
—Tu padre —dijo con tristeza, mientras se revolvía el brilloso cabello negro, ahora cubierto de hebras grises.
Padre. Lo había borrado de mi memoria. Ella me lo había hecho borrar. Padre, igual que el viejo Buzi, había cruzado la Valla. También era soldado. Imaginé a Padre con un traje gris verdoso, un casco del mismo color (creo que tomé el modelo de un viejo texto escolar) y botas negras, portando un arma gris. Gris metal. Letal.
Pero Padre no había muerto. Y Tito lo había ido a buscar. Mi enojo con Madre aumentó. Tito había vuelto y ella lo había echado. Tito, hermano… ¿Por qué? ¿Acaso querías llevarme contigo? Voy, Tito. Nos veremos afuera.
Perdoné a Madre, pero no la comprendí. Todo parece haber vuelto a la normalidad. Visito al viejo Buzi con la misma frecuencia que antes, quizás más. Ya no tengo nada que hacer debajo del árbol de los duraznos. En el taller nunca pierdo la ilusión de toparme con un Forastero y enterarme de lo que pasa más allá de la Valla. Por lo que siempre se dijo, debe ser un infierno, o lo fue. Quién sabe… Tito.
Estoy caminando por un sendero de piedras y lajas. A cien metros se erige, circunvalando todo el pueblo, la Valla. La miro, grande y lejana. Igual que el exterior. ¿Seguirá la guerra? ¿Con quién? ¿Por qué? Meses después de la supuesta muerte de Tito, de la llegada del papel, mientras comía un trozo de chocolate (el último que he comido en los últimos tiempos) me acerqué hasta tocar el suelo del otro lado de la Valla con la suela de mis zapatillas. Afuera.
Casi instintivamente he vuelto a ella, y he repetido la acción. De nuevo la planta de mi pie izquierdo tomó contacto con el exterior. Sentí un escalofrío. Así y todo, no sentí terror. Más bien era excitación.
Me senté frente a la Valla, del lado del pueblo. Detrás de mí se yerguen casonas de madera podrida, ladrillos rotos, cemento pintarrajeado con aerosol, graffitis —según el diccionario— y calles de tierra empantanada. Con cuidado, tomo el diminuto almanaque del bolsillo de mi gastado jean. Dos mil veintinueve, doce recuadros, uno por mes, del otro lado la mujer. Debe haber muchas como ella en el exterior. Quisiera conocerlas. De este lado sólo está Andrea, que será vieja cuando yo sea hombre, y además tiene al Loco. Me recuesto contra una roca, no, no una roca, un paragolpes descascarado que ha quedado abandonado. Quién sabe dónde estará el resto del automóvil. Estoy pensando. Acabo de tomar una decisión que rondaba mi mente desde hace mucho tiempo, desde los tiempos en que pensaba que tras la Valla se extendía el Infierno. He decidido que tal vez lo haga, creo que me animaré. Dejaré a Madre, que no estará sola, sino acompañada por pequeña Vero. Sí, creo que cuando me crezcan pelos en el mentón tal vez desobedeceré a Madre y cruzaré la Valla.