Acuarela en gris

Leonardo Berlusconi

Los gatos ya no maúllan por aquí. Ni siquiera se escuchan los grillos. Sólo existe una especie de lluvia constante que produce un chisporroteo suave como una sartén de pochoclo. La lluvia no es de agua —algunas veces viene mezclada, pero eso es muy de vez en cuando, los días en que la tristeza se nos escapa por la boca y se evapora hasta las constantes nubes grises que nos cubren como una cúpula—, la lluvia es de ceniza. Una ceniza radioactiva que se nos pega a la piel, a los lentes, que cruje en la lengua y hace arder los ojos. Que aterriza suavemente en el suelo y va formando un colchón de polvo que ni mil siglos ni diez mil escobas podrían barrer.

Todos no miramos resignados y deambulados por las calles sin hablar, sin tocarnos. La dueña del quiosquito de enfrente (ahora una masa de escombros) arrastra su pierna izquierda y se apoya en un bastón invisible. Su cara crispada busca a su gata tuerta entre las piedras; lleva un chal raído, herencia de su abuela italiana que alguna vez amó a alguien; pero no fue eso lo que heredó, sino un gusto por la vida y una manía neurótica de no fiarle a nadie.

Más allá, el arquitecto del cuarto mira al cielo con su pelada y con las palmas hacia arriba, como calculando un temporal que empezó con dos dedos, cada uno en su respectivo botón, y que terminó con una ensalada de champignones con gusto a cementerio. Los lápices todavía le cuelgan del bolsillo de su camisa cuadriculada; esos lápices con los que hacía dibujos ingeniosos para su hija que vivía con su mujer y sólo lograba verla (a su hija) los domingos en la placita de enfrente, justo donde ahora hay un boquete del cual todavía sale humo.

El aire se mueve a mi lado y pasan las de la esquina, madre e hija tomadas del brazo, irguiendo el cuello y dejando una estela; la madre de reproches y recriminaciones, la hija de sumisiones mentirosas y despilfarros encubiertos. Cada una con su historia a cuestas, una reprimiendo los instintos, acusando a su difunto esposo de prematuro abandono y posteriores desgracias, ahuyentando los posibles candidatos para su hija (incluso a ese joven farmacéutico con un futuro prodigioso, repleto de mutuales), la otra fingiendo respeto y siendo una chica trabajadora de día, ya que a la noche desencadenaba su sexo en formol y tenía las más alucinantes historias con su jefe de oficina y con distintos compañeros de escritorio, empachando a su madre con mentiras, mentiras, pero por sobre todas las cosas mintiéndose a sí misma.

La lluvia de vez en cuando amaina, para volver a caer más fuerte un rato después.

En lo que queda de cordón se sientan el albañil de al lado con su esposa y sus tres hijos. Sus pulóveres están apolillados ya desde antes que cayeran las bombas. El mira un punto infinito que coincide con el resto humeante del saucecito que salía de un cuadrado de tierra y era la delicia del perro que tenían los dos viejitos de la casa del pasillo y que murió dignamente entre ruedas de un camión basurero, justo después de despedirse de su arbolito. La esposa le limpia los mocos al menor, con esa inercia que tienen las mujeres como ella, que deben vivir a fuerza de limpiar pañales, lavar ropa y preparar comida, si la hay. El, como participando de su visión, que ahora está un poquito al costado del ex-sauce, le coloca su palma y aprieta dos veces como lo hacía siempre, con esa cuota táctil de esperanza que tienen los resignados.

Desde la otra esquina la veo venir a la hijita del portero arrastrando metafóricamente su muñeca con un hilo atado al cuello, cubiertas de ceniza las dos, y mirándose la mano repleta de eczemas, esa mano que se quebró al caerse del triciclo por las irresponsabilidades viales del pibito del primero, que sabía tanto de manejar bicicletas como ella de motores diesel; accidente que produjo un escándalo en toda la cuadra que llegó a proporciones insospechadas, llegándose a descubrir un amante, dos cheques sin fondo, y una insuficiencia cardíaca.

Cuando camino un poco más; un pedazo de vidrio roto me devuelve relampagueante una imagen mía, con las manos en los bolsillos, la barba de un par de semanas, y todos mis miedos, mis locuras y mis frustraciones colgando de mis hombros. Trato de no agitarme mucho porque pueden caérseme esas historias inconclusas con varias mujeres que nunca me devolvieron la pelota de ping-pong que yo les mandaba cargada de mis deseos y esperanzas, o mi pánico a la muerte sublimándolo con todo castigo corporal deportivo posible, o mis ganas de éxito, o mi sexo oxidado (¿o “mi sexo”?).

Los perros tampoco hacen ruido por acá. Sólo el constante sonido de la lluvia cenicienta y alguna que otra piedra que cae por desgaste. Ni siquiera nosotros molestamos. Nosotros que nos movemos de aquí para allá como almas en pena, que queremos hablarnos pero las palabras se nos agolpan en la laringe y vuelven desilusionadas al diafragma, que nos miramos pero no nos tocamos.

Nosotros.

Que no proferimos el más mínimo sonido.

Seguro.

Como que estamos todos muertos.

“Muerte bajo la lluvia de cenizas”, por Zorgo Janos