Broching: El arte del cuidado y la crianza del broche
Misia Calistenia Ortiz
Es de madrugada, el
sol ha comenzado a clarear el cielo, destiñendo el violeta oscuro
de la noche a un índigo que estalla en el naranja y amarillo del
clásico amanecer de invierno en la capital porteña. Luego de una
semana de tormentas y lluvia, este sol promete algunos días
soleados, con los vientos correctos que se necesitan para el
Broching, tema de nuestra crónica de hoy.
La humedad no es elevada en extremo, lo que podría complicar la
cosecha.
El experto sube las escaleras,
con paso tan seguro que es inconfundiblemente furtivo en su
silencio. Los franceses lo llamarán Brèâucheliér, los alemanes Frilck, o será Fulickën
para los daneses. Algunos niños rusos todavía recordarán las
leyendas del Bniervat, el cosechador de la
madera. Pero esta antigua costumbre, que ha salido del
oscurantismo de la tradición para quedar a las puertas del arte,
recobró en los últimos años los favores del connoisseur, y un
selecto círculo porteño ha retomado las antiguas prácticas de esta
actividad.
No se crea que la moderna
tecnología no realizó su aporte en este ámbito. Hasta aquí, donde
quizás nadie hubiera pensado que los hados electrónicos hubieran
podido incidir, nos encontramos con la parafernalia de apoyo al
Brocher, término que finalmente han
decidido adoptar los practicantes de esta actividad en el
continente americano.
Estamos con Juan Polonio
Piedrabuena, nieto del conocido criador Armando Piedrabuena, y
quinta generación en este oficio. Él nos cuenta que “Mi abuelo, a
quien en casa todos llamábamos cariñosamente ‘el imperdible’, nos
inició a los nietos en esta actividad, así que puedo decir que los
dos, mi hermana y yo, nos encontramos ‘abrochados’ en el tema desde
antes de dar nuestros primeros pasos”. Juan nos pide —con una
sonrisa cómplice— que sepamos disculpar la broma fácil.
Pero a la hora de contarnos sus
secretos, notamos la seriedad que rodea la actividad. Lo seguimos,
entonces, con el respeto que nos provocan su silencio y su silueta
recortada contra el amanecer porteño. Sin decir una palabra, quizás
silenciado por el frío matutino, Juan nos lleva a la terraza de su
edificio y allí pone en nuestras manos los hilos que harán las
veces de guía para las plantas. Esta será la primera cosecha del
año. Según nos contaran las mujeres de la familia luego de la cena
tardía de anoche, la abuela decide con algo de anticipación cuando
será la primer siembra. Y luego de esta semana lluviosa, el
pronóstico de unos días soleados parece ideal para la actividad. No
hay mucho tiempo disponible entre siembra y cosecha, así que la
familia entera trabaja con los minutos contados.
Atamos las guías entre unas
columnas y antenas previamente marcadas por Ana, la menor de los
Piedrabuena. Juan destaca las características del hilo, de 3-4/78
mmps,² (1), una calidad que
solamente logran los monjes del convento trapense de Milano,
Italia.
La siembra es fundamental.
Tiene que efectuarse luego de varios días grises de lluvia pesada y
con la perspectiva segura de al menos unos dos o tres días de cielo
claro. Pero el éxito dependerá también de la estructura de la
terraza del edificio, y de la presencia o no de balcones privados
en cada departamento. Como bien acota el abuelo Piedrabuena, la
tecnología ha hecho avanzar la actividad a pasos agigantados: “En
mis años mozos, el regreso imprevisto de una sudestada podía
arruinar toda la planificación del mes, hoy los chicos usan la
Internet y con eso ya sabemos cómo va a estar la semana”. No puede
ocultar su orgullo mientras abraza a Juan y Ana, la siguiente
generación de Brochers
Piedrabuena.
Luego de amarrar los hilos-guía
con nudos especiales, Juan prueba la resistencia del mismo con unos
movimientos nacidos de la práctica frecuente. Esta cronista
confiesa que, aunque intentara varias veces producir el seco
“toing” que demuestra el punto justo, le fue realmente imposible
conseguirlo —aunque casi se escuchó un “tuaan-gg”—. En fin, que
habrá que asistir a alguno de los seminarios que dictan Juan y Ana
en el hotel Panamericano (ver Agenda) para lograr “el toque”, como
le dicen los conocedores.
Nos retiramos de la terraza
comunal por un par de horas, a disfrutar del tradicional desayuno
con té y masitas que nos ofrece Mara Ezpeleta de Piedrabuena, la
matrona de la familia y viuda de Alberto Polonio Piedrabuena, el
recordado hijo de Armando —fallecido en Montevideo, Uruguay en el
’78, apenas cuatro años después de haber contraído matrimonio—.
Mientras los chicos y Armando descansan, ella nos muestra algunas
de las instantáneas del álbum familiar. Nos llama la atención
varias dramáticas escenas en las que se muestra al grupo bajando
por las escaleras de manera precipitada, quizás sorprendidos en su
actividad por algún portero receloso. Otra —casi minimalista—
tomada por Ana el año pasado, un balde azul, vacío, destacando
contra las baldosas rojas de una terraza desierta. Una acusación
palpable contra la soledad de la vida edilicia y la progresiva
pérdida de los espacios comunales.
Finalmente subimos, luego de
que me hicieran recorrer la azotea en solitario, verificando que se
encontrara libre de neófitos. Los Piedrabuena llaman “bautismo” a
esta actividad de reconocimiento previo de la terraza. Verla
desierta a media mañana causa una extraña impresión, pero nuestra
actividad en la madrugada ha rendido sus frutos y el milagro de la
vida se ha producido. Los broches esperan, algunos todavía húmedos
de rocío tardío, o quizás de la humedad de algunos de los pétalos
multicolores, que —broma cruel— debemos despojar y desechar. Es
recomendable, me sugieren enigmáticamente los Piedrabuena en voz
baja, que estos descartes se dejen sobre las sogas-guía, para
evitar “problemas con los neófitos”. Aún sin entender de todo esta
última tradición, hemos aprendido que la sabiduría antigua no se
cuestiona, y ayudamos a plegar los suaves tejidos sobre las
guías.
Y, así, bajamos en silencio las
escaleras, sobrecogidos por el calor que todavía guardan estos
frutos maduros y dispares, algunos de maderas suaves y otros del
color más chillón. Ya en el departamento, Ana nos muestra —no sin
orgullo— su pequeña colección de los más excéntricos representantes
de cosechas anteriores y agrega uno más de esta última: Un
rechoncho bloque de metal pulido en el que nos reflejamos mientras
cierra la caja y donde creo que todavía puede verse el cielo
celeste y puro que disfrutábamos hace unos pocos minutos en la
terraza.
Y así nos despedimos de los
Piedrabuena, modernos herederos de esta antiquísima tradición,
traída por sus antepasados de las planicies de Europa del Este,
huyendo de quien sabe qué historias mundiales.