El clon que escibió la historia
José Altamirano
Tap-tap-taptaptap-tap-tap. Con asincrónica resonancia,
los caracteres grabados en relieve golpean a través de la cinta
entintada el rodillo de la vieja Olivetti rescatada de entre las
ruinas del Museo Nacional.
Taptaptap-tap-tap. Los signos de la
escritura se imprimen en la hoja al ritmo lento de mi artritis. Una
palabra y otra palabra y otra más. Luego un melodioso campanilleo y
mi brazo izquierdo impulsa dificultosamente la mano hasta la
palanca situada en el extremo del rodillo Un renglón más y un
renglón menos. Es un verdadero suplicio, pero sé que lo extrañaré a
morir cuando al cabo de unas pocas páginas más haya concluido con
la tarea que me he impuesto y que me da razón para seguir
viviendo.
¿Qué habrá más allá de la última
página? Es una inquietante pregunta que me hago por lo menos una
vez al día desde muchos años atrás. Es una inquietante pregunta,
sí. O tal vez debiera decir que fue una inquietante
pregunta.
Porque en verdad, debo reconocer que
cada vez me inquieta menos y me intriga más. Cuando se están
recorriendo los últimos centímetros del metro patrón que mide la
vida, la curiosidad lentamente gana terreno sobre el miedo y la
aprehensión. En mi caso, la curiosidad es por el cómo. ¿Se abrirá a
mis pies el abismo, aterrador y a la vez ¡tan atrayente! por el que
se despeñó la raza como lémures cegados por la urgencia de un
horizonte que les perteneciera por completo, que no fuera
compartido por los piadosos asesinos?
Porque se puede morir sólo con que
una raza inteligente y evolucionada sospeche piedad y conmiseración
en otra raza, más inteligente y más evolucionada que
ella.
Tap-tap-tap. Y basta por el momento.
Las articulaciones de mis dedos gritan por una tregua y los brazos
me pesan como si estuvieran rellenos con estopa mojada. Además, se
adivina a través de las cortinas cerradas de mi ventana que el sol
está por asomar entre las montañas, al Este del valle. Y pronto
llegará Nadine con el desayuno.
Me levanto cargando el peso de mi
cuerpo sobre la mesa y un gemido de dolor, que ya pasa inadvertido
por lo acostumbrado, se me escapa cuando el cuerpo enarbola su
protesta por las largas horas de permanecer sentado.
Mientras atravieso a paso lento la
sala, atestadas sus cuatro paredes y gran parte del suelo con
cientos de libros, saco del bolsillo de mi bata mi vieja pipa,
lustrosa por años de manoseo. Hasta cargarla se ha convertido en
una empresa laboriosa y que se lleva su tiempo, aunque qué puede
importarme el tiempo a mí.
Hasta hace unos años sí. Me veía
envejecer paulatinamente y dudaba de poder culminar el trabajo que
dejó inconcluso mi padre al morir, especialmente la vez cuando
falló el pequeño generador nuclear que alimentaba, entre otras
cosas, al ordenador.
Necesité tres fósforos (los dos
primeros fueron a parar al piso y ni pensé en el atrevimiento de
recogerlos) hasta lograr encender la pipa, pero al fin lo conseguí.
Envuelto en el picante humo del tabaco que cosecho en la descuidada
huerta, salgo a un exterior todavía envuelto en las postreras
penumbras de la noche, ya resignadas a rendirse ante el ineluctable
triunfo del nuevo día.
El aire es tibio y huele a una
naturaleza que está olvidando poco a poco, como se olvida una fea
pesadilla, el ambiente contaminado de otrora. Aún brillan las
estrellas más tenaces y un meteorito de respetable tamaño ingresa a
la atmósfera. Tarda en desintegrarse y su trazo es todo un
espectáculo. Así brillará la Ulises cuando retorne dentro de mucho
tiempo, rozando en las tenues capas de la atmósfera superior para
frenar su desbocada velocidad.
Lo hará, estoy seguro de que a estas
alturas la raza habrá encontrado el incentivo que partió a buscar y
está impaciente por retornar a tomar posesión de lo que por ley le
pertenece.
La humanidad, la vieja humanidad,
necesitaba el desafío del espacio, necesitaba una frontera que
conquistar plantada justo delante de sus narices para no dejar
pasar el tiempo en la contemplación de sus manos vacías desde que
debió asumir el inexorable triunfo acuariano, esa abúlica evolución
con la que la naturaleza, injustamente, decidió reemplazarnos como
reyes de la creación en el escenario donde representa su
obra.
Como si pensar en los acuarianos
oficiara de invocación, a mis espaldas surge la voz de
Nadine:
—¿Tan pronto esperando a la Ulises,
Idelfonso?
Sonrío con placer ante la voz algo
chillona y dotada de un perenne retintín burlón que terminaría por
enfadar a cualquiera que no conociera como yo conozco a Nadine. No
pienso en ella como una enemiga de mi raza, de la misma manera que
no pienso a ningún acuariano como enemigo. Nobleza obliga, no
puedes odiar a quién no te odia, a quién no te hace daño y a quién,
no puedo menos que reconocerlo, es el producto de una espectacular
evolución de la raza a la que perteneces. Resentido, sí. Resentido
y un poco envidioso por haber sido ellos los elegidos. Te sabes
inferior y eso duele en el alma. Así se habrán sentido los
neanderthalenses ante la irrupción de los cro-magnones, cuarenta y
cinco mil años atrás.
—Ya volverán, Nadine. No todavía,
pero ya volverán. La Tierra les pertenece y ellos pertenecen a la
Tierra. Volverán cuando estén curados.
—Espero que demoren algún tiempo más;
el planeta recién está empezando a lamerse las heridas.
—No seas impertinente, mocosa
acuariana. Para que sepas, mi raza…
—No empieces a darme la lata con tus
eruditos e injustificados lamentos, anciano humano. Entra a
desayunar; traje leche, huevos, fruta y algunas hortalizas.
¿.Encendiste el fuego al menos?
—No. Me encanta ver cómo cocinas con
tus superpoderes.
Con el brillo cegador propio de una
explosión nuclear, el sol hace su aparición entre los picos de la
montaña y su luz penetra a través de los grandes ventanales de la
casa de campo. Apago el grueso cabo de vela con que me ilumino por
las noches para escribir y descubro, en la cesta de mimbre que
Nadine está descargando sobre la mesa, una media docena más. Me
vendrán bien, no puedo darme el lujo de no escribir do noche. No
con el poco tiempo con que cuento.
Nadine cocina concentrando su energía
personal en las cacerolas y sartenes. Superpoderes, les llamo yo,
tan solo por contestar con algo que se asemeje a su tono zumbón y,
a veces, inconscientemente hiriente. La observo, admirando su
cuerpo todavía juvenil y lo comparo con mi decrepitud. Aparto el
sentimiento de envidia por improcedente e injusto; Nadine tiene
apenas diez años menos que yo y sin embargo es una mujer que apenas
si ingresa en la edad adulta cuando en cambio yo apuro mis últimos
tiempos. Pienso que eso es otro punto a favor de quienes
consideraron no totalmente humanos a los acuarianos: su llamativa
longevidad.
Desayuno con el escaso apetito de los
viejos un par de huevos hervidos y un vaso de leche tibia. No hay
carne ni la habrá; la sola idea de matar un animal para comérselo
pinta un gesto de horror en el rostro de un acuariano. Años atrás
cazaba mi carne, pero Nadine ni nadie da su raza se acercaba a mi
casa hasta que desaparecían del lugar los rastros de la vibración
del asesinato. Y yo vivía esos días embargado por la culpa, como si
fuera un monstruo cruel y despreciable. Lentamente, con
resignación, me adapté al régimen vegetariano.
Nadine toma un vaso de leche sólo por
acompañarme; los acuarianos casi no necesitan alimentos y sospecho
que con el tiempo hasta perderán sus formas físicas, ya que de
hecho se sienten más cómodos en el plano intangible. Charlamos de
cosas insustanciales por un rato, o mejor debiera decir que escucho
su charla por un rato. No quiero ofenderla, por eso no la
Interrumpo, pero ¿qué placer puede encontrar un espécimen de
homo sapiens en una charla con alguien de
esta nueva raza, salvo conocer algún nuevo hallazgo en sus
intrínsecas y al parecer inagotables potencialidades?
Debo volver a mi libro y algo de mi
impaciencia se debe haber reflejado en mi semblante. 0 será
simplemente ese perturbador rasgo acuariano de conocer en todo
momento el estado de ánimo de las personas; el caso es que Nadine
se despide hasta la mañana siguiente
La veo alejarse caminando hasta la
frontera natural del bosquecillo de membrillos, límite arbitrario
que demarca mis dominios, aunque podría tomarme toda la pradera si
quisiera. Los acuarianos no poseen ni siquiera el concepto de la
propiedad privada.
El hecho de caminar hasta estar fuera
de mi vista antes de desmaterializarse es otro rasgo del exacerbado
tacto que demuestran en toda ocasión en la que tratan con un ser
para ellos de una raza inferior y casi extinguida.
«Qué se le va a hacer, si ellos lo
creen así», pienso con resignación no exenta do una pizca de
rencor. Levanto mi viejo esqueleto de la silla y me encamino a la
sala, ahora brillantemente iluminada por la luz de la
mañana.
Tap-tap-taptap-tap, la rutina de las
teclas golpeando el rodillo. Tengo que acordarme mañana de pedirle
más papel a Nadine. Y que vea de conseguirme otra cinta entintada.
Con un cuarto de resma y una cinta más alcanza y sobra, ya falta
poco para la palabra “fin”.
Es curioso. Me toca a mí, un clon,
escribir el final del más largo libro que se haya escrito jamás
sobre la historia humana; un libro que comenzó a escribir mi padre
y cuya culminación fue el motivo de mi existencia. La clonación fue
un esfuerzo más entre otros muchos para ver de perpetrar la raza
humana más allá de la compulsiva decisión genética de desaparecer
como tal. Clonar seres humanos ya era posible a principios del
siglo XXI, pero sólo se puso en práctica como sistema cuando
languideció en el hombre el deseo por el sexo y se verificó la
dramática extinción del instinto maternal en las mujeres. Fue un
fracaso total; los clones de ambos sexos nacimos directamente sin
la compulsión sexual No la conocimos salvo escasas excepciones (yo
soy una) y por lo tanto no fue para nosotros una pérdida Como no
era una vía de recuperación para la raza, los clones hicimos valer
nuestro derecho y nos negamos a reproducirnos artificialmente por
los tiempos de los tiempos. Además, junto con la impotencia
genética, heredamos también la coacción depresiva. Sin motivos para
existir, ¿de qué vale la permanencia? La clonación siguió adelante
sólo en casos especiales, donde la incentivación por una tarea
emprendida proveyera al ser humano así creado de un motivo para
vivir una existencia no deseada.
Es mi caso, mi padre poseía un motivo
para no querer morir e incluso, perpetrarse. Era historiador y
decidió ser el historiador que compilaría la suma de la historia
humana en un libro único. La posibilidad de que jamás fuese leído
no pasó nunca por su mente y el tiempo y el “Proyecto Ulises” le
dieron la razón. Pero como la tarea emprendida era superior al
tiempo que le restaba de vida, decidió clonarse pensando que si su
hijo era producto únicamente de sus genes, no había razón para que
no heredara su pasión por la historia Y así fue, no se equivocó
para nada y estoy agradecido por haberme dado una vida que dedicar
a escribir el final de la historia.
Mi padre vivió hasta compilar la
historia desde su nacimiento como tal, hasta casi finales del siglo
XX. Yo ya era un muchacho en todo parecido a él, también en el amor
por la historia, así que no me costó continuar la tarea en el lugar
mismo donde su muerte la interrumpiera. Mi padre murió siendo muy
anciano y sin enfermedades incapacitantes, así que todo hacía
presagiar igual destino para su clon. Tenía tiempo de sobra,
pensaba. Pero ocurrió el desastre; el generador nuclear que
proporcionaba energía eléctrica a nuestra casa de campo se averió,
y no quedaba nadie en la Tierra capaz de arreglarlo. En verdad,
casi no quedan seres humanos en el planeta, aunque Nadine me
explicó que en algunos lugares subsisten grupos humanos, familias
de pastores y agricultores poco dados a las introspecciones y que
viven una existencia primitiva. Pero hasta entre ellos los
nacimientos son escasos y están enviciados por la obligada
consanguinidad, por lo que también para ellos el futuro está
sellado.
Riiip hace
la hoja cuando giro la rodela de la Olivetti. Una página más y una
página menos. Con obligada parsimonia introduzco otra y cumplo con
el ritual del centrado. Antes de depositar la hoja impresa en la
ordenada pila que se levanta a un costado de la mesa desbordante de
papeles y libros de consulta, copio cuidadosamente el número de
página de la anterior. Cambio, por supuesto, el último dígito.
¿Cuántas veces un escritor de la antigüedad realizo estas mismas,
tediosas operaciones? ¿Cuántos años llevo realizándolas yo? Hace
mucho tiempo que el ordenador me recuerda, cada vez que tropiezo
con su inútil presencia, el colosal cadáver de la tecnología humana
pudriéndose bajo su mortaja de óxido y olvido.
En un lugar de la casa, en una
habitación pequeña y aséptica, casi un cubículo, sin otra abertura
que una puerta de acero inoxidable, resta empero un artilugio
tecnológico destinado a funcionar en un futuro cada vez más
cercano. Es un arcón fabricado con cristal templado, no más grande
que un recipiente de embalaje de mediano tamaño que lleva adosada
una bomba de vacío conectada a una batería aún operativa. Allí
guardaré un día los discos del ordenador y las varias resmas de
papel que llevo escritas y pondré a funcionar la bomba. Y no
importará el tiempo que pase; el arcón está fundido en una sola
pieza, incluida su conexión con la bomba de vacío. No hay cierres
que se pudran, ni posibilidad de retorno a través del cuerpo de la
bomba. El contenido estará protegido por siglos en un ambiente de
vacío casi total, y aunque la casa se derrumbe o un cataclismo
hunda el arcón en las profundidades de la tierra, su cristal, más
duro que el acero, protegerá el contenido hasta que una
inteligencia, terrena o no, encuentre la forma de abrirlo. Y cuando
esa inteligencia logre descifrar la escritura, podrá ilustrarse
respecto a la raza del homo sapiens. Toda
la grandeza de una raza extinta, toda su crueldad, todo el arte,
toda su miseria, toda su nobleza…
En los varios discos destinados a las
ilustraciones renacerán Da Vinci y Rafael, Hitler y Gandhi, el
Kremlin y el Capitolio, Mozart y Piazzola, el bisonte representado
en la roca de la caverna de Altamira y la última pintura de
Binner.
Taptap-tap-tap-tap. Punto y aparte,
fin del capítulo. Riiip y quedan tres
cuartos de hoja en blanco. Acomodo prolijamente, como cada vez, la
hoja impresa en la pila de la derecha y tomo otra, en blanco, de la
pila a mi izquierda. Estoy cansado, es casi mediodía. Vuelvo a
depositar la hoja en el montón de la izquierda y decido continuar
después de la siesta.
He escrito acerca de la aparición
acuariana en la historia, transcribiendo la opinión de sociólogos,
sicólogos, ecónomos, politicólogos y un montón de “os” más que con
sus conclusiones dieron la razón del cambio. He escrito acerca de
la épica lucha humana por la supremacía, sus métodos poco ortodoxos
y hasta crueles cuando todavía la evolución que se verificaba
parecía cosa de charlatanes y agitadores. También escribí sobre su
posterior aceptación de los hechos consumados. Fue un largo
capítulo donde he Intentado plasmar, sin los debidos conocimientos
de sicología, la depresión incapacitante que precipitó el final.
Escribí sobre cómo la raza se refugió en las megaciudades,
intentando hacerse fuerte con el número y cómo ocurrió el paulatino
deterioro de estos modernos dinosaurios que, como aquellos,
perecieron por la descompensación derivada de su propio
peso
Estoy terminando un corto capítulo
sobre el proyecto Ulises y concluiré con una larga disquisición
filosófica en la que plasmaré mi personal punto de vista sobre la
historia del homo sapiens. Ya la tengo
pensada y será la frutilla que coronará el postre.
Camino hasta la cocina donde como sin
ganas una ensalada que dejó preparada Nadine sobre la mesa y me
sirvo un vaso de jugo de naranjas, que bebo en la pequeña galería
inundada por el sol de principio de verano. Es pasado el mediodía
pero el calor no es excesivo. De hecho el clima ha cambiado, se ha
vuelto más benigno, más gentil; los veranos no son tan bochornosos
como antaño ni los inviernos tan gélidos. Como si el planeta fuera
un gigantesco organismo que hubiera decidido tratar más
bondadosamente al nuevo animal humano que cabalga sobre su lomo,
agradecido porque éste al menos no lo depreda. Siento un ramalazo
de nostalgia y nuevamente en la boca el amargo regusto del viejo
rencor; el planeta nos dio la espalda y su benevolencia se vuelca a
los acuarianos, cada vez menos animales y más espíritu. 0 energía,
como aseguran ellos. Decido caminar un rato antes de dormir la
siesta. Apoyado en un grueso bastón de caña, salgo a lo que llamo
eufemísticamente jardín. Un cómodo sillón de mimbre bajo la sombra
de una gran magnolia es el único lugar libre de maleza y hasta allí
decido que llegara mi caminata en el día de hoy. No es gran cosa mi
ejercicio, diez o doce pasos lo más.
En el aire tibio y perfumado viajan
los mil ruidos del lugar. Está el poderoso canto del zorzal que
suele despertarme por la mañana y que hoy ha decidido darme un
segundo concierto y está el croar de las ranas en el arroyo que
discurre más allá del membrillar. El rumor de hojas movidas por la
brisa y la cacofonía de los insectos. No hay ruido a motores, ni
humo, ni ¡ay! sonido alguno de voces humanas.
Pienso en el extraño camino por el
que discurre la evolución. Al traste fueron a parar los sesudos
tratados que anticipaban una evolución intelectual de la raza, un
aprovechamiento cada vez mayor de la potencialidad dormida del
cerebro y un salto cualitativo y cuantitativo del conocimiento. Las
ambicionadas distancias siderales al fin logradas, y entonces poder
dilucidar la razón del silencio de las previsibles civilizaciones
existentes en el Universo.
¡Qué ironía! Logramos esta última
respuesta sin movernos de casa. El silencio espacial que recogían
nuestros más modernos radiofaros no se debía a incompatibilidades
de radiación ni a la nunca descartada posibilidad de absoluta
soledad, sino a una dramática evolución que libera una increíble
carga de energía que decide, así sin más, sumarse a la Energía
Universal prescindiendo de la tecnología por inútil y
degradante.
Suspiro y levanto mis manos a la
altura de mis ojos. Artríticas, sarmentosas, arrugadas ¡y tan
hermosas! El complemento ideal de un cerebro creativo. Ellas nos
condujeron a donde nuestro libre albedrío mal o bien nos condujo, y
hoy los acuarianos las han reducido a dos meros apéndices de los
que podrían tranquilamente prescindir sin que sufriera merma su
capacidad física.
Pienso en los acuarianos y pienso en
mi amiga, en mi ángel guardián. Una vez traté de explicar a Nadine
los fundamentos de la evolución que transformó tan radicalmente la
raza humana. Y si digo traté, es porque fuimos los sapiens los encargados de formular las teorías y
los porqués de la transformación que era nuestra sentencia de
muerto. Los acuarianos se limitaron a aceptarla con un encogimiento
de hombros y a esperar que la manzana de sus potencialidades cayera
por peso propio sobre la mano abierta, incapaces hasta del esfuerzo
de extender la mano para cortar el fruto directamente de la
rama.
Le conté de cómo la evolución toma la
forma de líneas en permanente movimiento que convergen sobre un
polo evolutivo, cargándolo con su masa inherente, intentando
llevarlo hasta un punto crítico. Muchas líneas lo interceptan, pero
sólo una llevará la carga necesaria que libere una espectacular o
imparable reacción en cadena. Las líneas evolutivas son casi como
espermatozoides nadando en una corriente primordial a la búsqueda
del óvulo. La diferencia estriba en la potencialidad de cada una de
ellas y tarde o temprano, la más apta lo conseguirá. Y será porque
el proceso racial ha madurado, está listo, ya es fértil al
fin.
Miro mis manos viejas y arrugadas y
concluyo con dolor que no fueron otra cosa que un experimento
descartado. Y pienso con rencor que el homo
fabril merecía, se había ganado una segunda
oportunidad.
Decido que ya basta de aire libre. De
pronto, el entorno caótico de una naturaleza que el hombre ya no
controla ni ordena se me antoja indiferente y casi hostil a mi
presencia. Me levanto y apoyado en el bastón me dirijo a la casa,
paladeando sueños de revanchas que seguramente se concretarán con
el retorno de la Ulises y su carga de humanos, fortalecidos y
decididos a someter otra vez a la naturaleza al viejo orden.
“Someterla. ¡Qué palabra tan humana!”, me parece escuchar decir a
Nadine. “Depredarla, torcer su cauce natural, eliminarla si ello es
provechoso para el animal humano”.
—¡Cállate, inútil parásito buena sólo
para comer hierbas! —le contesto a mi ficción en voz alta, pero en
realidad enojado conmigo mismo.
—¡Y tú también, viejo, estúpido y
senil clon, o terminarás pensando como un acuariano!
Pero ¿y si la Ulises no regresa
jamás? ¿Y si cuando regresa no es más que una cáscara donde lo
único latente son sus entrañas mecánicas? Me niego a pensar en
semejante posibilidad, sobre todo porque ya falta poco para
finalizar la historia y pienso que esperar el retorno de la nave me
ayudará a soportar lo que me queda de vida. Tampoco me es grato
pensar en el momento en que mi fiel Olivetti se llame a silencio
tras la tarea cumplida. No experimento la depresión congénita y la
idea del suicidio una vez terminado mi trabajo no se ha cruzado
hasta ahora en mis pensamientos, pero ¿quién sabe?
Aparto la Idea con un ademán mientras
arrastro mi cuerpo cansado hasta el dormitorio. Lo más probable es
que pase mi último tiempo mimado como un gato viejo por la posesiva
Nadine.
La habitación está fresca. El sol no
la castiga directamente a estas horas y las cortinas corridas la
sumen en una plácida umbría. Vestido, me tiro de espaldas en la
cama e intento dormir pero es en vano; siento en el pecho cómo
crece la carga de angustia, una opresión que se aposenta en mi
ánimo toda vez que me alejo aunque sea por poco tiempo de la
máquina de escribir. No es la pandemia que diezmó a la raza, de eso
estoy razonablemente seguro. La razón es otra y creo conocerla,
pero hasta ahora me he negado sistemáticamente a elaborarla y
finalmente, a asumirla.
Elucubro demasiado, eso es. Me siento
viejo y abandonado y pienso que me sentiré inútil cuando ya no
tenga en el trabajo razón de existir. No creo que busque
voluntariamente la muerte porque aunque suene curioso visto cómo
terminó la raza, la idea del suicidio me repugna. Pasa que me
siento solo, viejo y abandonado, tan solo, viejo y abandonado como
no me sentí jamás, ni siquiera en el tiempo después de la muerte de
mi padre.
Al pensar en mi padre, siento unas
ansias indescriptibles por la presencia de Nadine junto a mí, en la
cama como aquella vez, tantos años hace, que yo era joven todavía,
al menos, tan joven como ella.
Aquella vez la soledad, verdadera,
literal, inédita, era una pesada piedra de molino asentada sobre mi
pecho. No hacía tanto que había abierto con mis manos la tumba
donde descansa mi padre y yo trabajaba en la historia a un ritmo
desenfrenado, aturdidor y a la vez, balsámico. Era en los momentos
en que el cansancio me obligaba a abandonar aquella actividad
febril que me sumergía en el mundo compartido con los fantasmas
amigos de los personajes do la historia, cuando la soledad
aprovechaba para golpear mi animo con la fuerza de un alud. No
podía evitar entonces que mis ojos se inundaran con lágrimas de
rabia e impotencia por un destino que en esos momentos se me
antojaba inusitadamente cruel e injusto.
Esa vez, como ahora, estaba tendido
de espaldas en la cama, vestido y con las manos sobre el rostro,
cuando súbitamente tuve la sensación de no encontrarme solo en la
habitación.
Abrí los ojos y a través del velo de
lágrimas que los enturbiaba, la vi. Una muchacha de formas rotundas
y pelo color canela cortado casi a ras del cráneo, sentada en una
silla al pie de la cama. Por un loco instante me asaltó la
imposible idea de que se trataba de alguien de mi raza.
—No soy humana… bueno, lo que tu
consideras como humano. —Esto dicho como preámbulo y presentación a
la vez, y poniendo de manifiesto el inquietante poder que contaba
mi padre acerca de los acuarianos respecto a que podían leer el
pensamiento de los demás. Yo nunca había tenido tratos con nadie de
su raza, a pesar de haber visto en ocasiones su manifestación
espiritual en forma de luces brillando en la oscuridad, punteando
las laderas de la montaña.
Iba a preguntarle cómo había llegado
hasta mi habitación, pero aunque todavía me embotaba la sorpresa,
tuve la lucidez suficiente para colegir lo estúpido que sonaría mi
pregunta a alguien que podía materializarse y desmaterializarse a
voluntad. Otra vez pareció leer mis pensamientos y se adelantó a
mis palabras:
—¿Hice mal en invadir tu privacidad?
Paseaba por los alrededores cuando me golpeó una potente emisión de
angustia y soledad. Pensé que era un pedido de ayuda y sólo seguí
la fuente. ¿Me equivoqué, verdad? En el asentamiento me tienen por
algo tonta y me parece que yo hago todo lo posible para
confirmarlo.
La joven había expresado este
parlamento con un desparpajo tal que ni en mi sorprendida condición
era posible creerlo, y así se lo dije. Se encogió de hombros y miró
a un costado con expresión ofendida.
—No negarás que estabas angustiado y
te sentías solo. Eres el único humano en la zona, capté esos
sentimientos y tuve miedo de que decidieras suicidarte como los
demás. Me preocupan todos los seres vivos, incluidos los no
evolucionados. Vine a ofrecerte ayuda y me tratas de mentirosa.
Dime si eso no es ser tonta.
La declaración sonó tan falsa como la
del principio, pero su desenfado era demasiado para mi cortedad de
solitario, así que opté por pedirle unas disculpas a las que ella
restó importancia con un regio movimiento de la mano. Después
charlamos.
Charlamos como dos amigos que se
conocieran de toda la vida. Me contó del asentamiento acuariano en
la ladera de la montaña y le conté de mi trabajo como historiador.
Comulgué con su amor por la naturaleza y la asombré con la
descripción de la rutina de mi espartana soledad. Le mostré los
discos de ordenador que contenían la mayor parte de la historia
humana y las resmas de papel escritas a máquina con la última. Le
di una parte que consideraba especialmente bien lograda para que la
leyera.
—No sé leer —me dijo
simplemente.
—¿Cómo que no sabes leer? —me
asombré.
—¿Para qué tendría que saber
leer?
—Por ejemplo, para saber qué cosa
dice aquí.
—Pero es que sí sé lo que dice allí.
El concepto, claro.
—¿Estás fanfarroneando?
—¿Respiras tú en estos precisos
momentos?
—¡Claro! ¿Qué tiene que ver
con…?
—En el asentamiento te dirían que
eres algo lerdo y tonto, humano. Te obligarían a emparejarte
conmigo, que también soy algo lenta y tonta.
Diálogos de este tipo fueron y son
frecuentes en mi relación con Nadine. Tardo mucho tiempo, demasiado
quizás, en captar las sutilezas que hacen interesante a una
conversación; toda mi vida había transcurrido inmersa en la
omnipresente historia. Las veces que le pregunté por los motivos de
sus visitas y de sus cuidados para conmigo, recibí como respuesta
un encogerse de hombros que en ella es habitual.
Cuando se fue la primera vez, pensé
que nunca más la vería y me embargó una inédita sensación de
extrañamiento. Que estaba equivocado lo descubrí a la madrugada
siguiente, cuando me despertó un ruido deslizante, como el que hace
uno al vestirse En el claroscuro del amanecer, vi a Nadine de pie
junto a mi cama y no se estaba vistiendo, sino todo lo
contrario.
—¿Qué haces? —fue lo único que atiné
a decirle como saludo. Ella terminó de quitarse la blusa por sobre
la cabeza. Con los brazos en alto, sus pechos se erguían con la
armónica rotundez de dos lomas gemelas de suave pendiente. Se pasó
una mano por el cortísimo cabello, como si le hiciera falta
peinarlos antes de contestar:
—No me gusta dormir con ropa. Hazme
un lugarcito, hace frío.
Al contacto de su cuerpo deslizándose
bajo las sábanas, me embargó una profunda turbación que encendió mi
rostro y que Nadine fingió no advertir.
—¿Hace mucho que no duermes con una
chica? —Al caer en cuenta de lo ridículo de su pregunta, soltó una
de sus habituales y enervantes risitas—. ¡Qué estúpida soy! ¿Ahora
te das cuenta por qué dicen que soy algo tonta?
Fue otra de las cosas que debo
agradecer a Nadine: descubrir que la impotencia de la raza era sólo
funcional y que había mil y una formas de despertar el deseo
aletargado, si uno de los componentes está decidido a lograrlo. No
quiero decir que la cosa fue fácil o natural, ni esa ni las veces
siguientes. Sólo que hubiera sido posible sólo con…
Vuelvo al presento con un sobresalto
y me doy cuenta admirado que presento el principio de una erección.
A mi edad no puede ser nada espectacular y ni siquiera utilizable,
pero por un momento siento la tibia sensación de bombeo del flujo
sanguíneo en mi zona inguinal.
Me levanto de la cama, no veo ya como
algo posible dormir la siesta y siento urgencia por continuar con
mi trabajo. Es como si algo me estuviera avisando que mi tiempo se
acaba.
Tap-tap-tap-taptap-taptap, escribo la
parte final del capítulo sobre el “Proyecto Ulises”, el postrer
manotazo de una raza que se ahogaba en un mar de apatía, espeso
como aceite derramado.
Se consiguieron voluntades férreas
que no querían darse por vencidas y se despertaron otras con el
incentivo que fuera tan caro a la raza: la del último desafío, la
de la última Frontera.
La Ulises fue armada en órbita y
veinte parejas, todas fértiles pero impotentes, Iniciaron un viaje
de cien años por el espacio. Más que una nave espacial, la Ulises
es un ecosistema cerrado, autosuficiente por el lapso de un siglo.
Sus granjas, huertas y plantas procesadoras pueden alimentar
durante ese tiempo a una población diez veces mayor y un novedoso
sistema colector de moléculas la provee del necesario y
relativamente abundante hidrógeno y el más escaso pero también
existente oxígeno sideral.
La Ulises es una nave lenta pero
segura. No es un medio para llegar a ninguna parte; es un hábitat
para que los exponentes cuidadosamente elegidos encuentren
respuesta al interrogante que se planteó la raza desplazada por los
acuarianos. La Ulises es un ingenio automático, programado para que
en cincuenta años justos (o antes si sus tripulantes asumen el
comando manual) inicie el retorno al lugar de su partida, portando
en sus entrañas a una nueva generación nacida del desafío o a los
cadáveres incorruptos de sus tripulantes originales. La Ulises no
es una mera nave espacial, es un gigantesco útero habitado por
espermatozoides y por óvulos que sólo esperan el alzarse de una
pesada barrera síquica para fertilizarse.
Cae la noche sobre el paisaje serrano
y las teclas de mi máquina siguen, dale que dale, golpeando cada
vez con menos prisas el rodillo. No es mi culpa, sino de la
artritis que endurece mis dedos. Traté de enseñarle el arte de la
escritura a Nadine, si tuviera alguien a quien dictar seguro podría
llegar hasta el fin sin esta sensación de urgencia que implanta un
dolor sordo en medio de mi pecho, tan viejo y tan
cansado.
Tap-tap… taptap-tap, escribo
alumbrado por dos de las velas que esta mañana me trajo Nadine.
Afuera, los definidos sonidos de la noche son un concierto
interpretado por una naturaleza plena y renacida. Gracias a los
acuarianos, planteemos las cosas como son en realidad.
Saco la hoja de la máquina y la
releo. Con sorpresa descubro que estuve escribiendo acerca de mi
relación con Nadine en vez de mi erudita disquisición filosófica
final, tan de antemano estudiada que puedo recitarla de
memoria
Me flaquea la concentración y es
frecuente que olvide cosas triviales, como cenar o irme a dormir a
tiempo. Acomodo prolijamente la página escrita en la cima de las
demás porque de pronto he decidido que Nadine se merece un lugar al
final de mi historia.
También pienso que tendría que
escribir la palabra FIN en algún momento, por si no llego a
terminar el epílogo. ¿Y qué pasará si retorna la Ulises con un
cargamento do nuevos humanos? La palabra “fin” carecerá de sentido,
obviamente. Pero aparto el interrogante, ya que es tonto
preocuparse por una nimiedad; si tal cosa ocurriera, seguramente
habrá quien la reemplace por la debida “continuará”.
Inserto una hoja en blanco y hago
girar el rodillo. Emparejo los extremos y vuelvo el rodillo atrás,
hasta lograr el margen superior deseado. ¿Cuántas veces realicé la
misma operación en los últimos cuarenta o cincuenta años?
Esta vez sí. Flexiono los dedos
doloridos, aunque eso de flexionarlos es un decir, más bien una
expresión de deseos. Estoy listo y esta vez escribiré mi
disertación; un compendio culto, ingenioso y poético a la vez. Que
haga justicia a la raza humana y justicia a mis méritos de
escritor. No tengo que pensar en las palabras que usaré para
realizar la tarea, ya está escrito de pe a pa en mi
mente.
Tap E-tap P-tap I-tap L-tap 0-tap
G-tap 0, y después me quedo mirando el resto de la hoja en
blanco.
Lo tengo todo en la mente pero estoy
cansado y me duele el pecho. Me levanto y camino hasta la cocina.
De pronto he decidido quo tomaré una cena tardía a base de fruta,
sentado en el sillón de mi eufemístico jardín, mirando las
estrellas. Todas las noches lo hago, fantaseando con que la
tripulación de la Ulises haya decidido adelantar el regreso porque
descubrieron que ya están curados.
Pelo una banana y me la como muy
despacio. La noche es cálida y las estrellas brillan en un oscuro
firmamento de luna nueva. Quisiera que Nadine estuviera conmigo,
charlando de sus cosas con ese tono medio en serlo y medio burlón.
0 cantando sencillas canciones de cuna con su admirable voz de
soprano. Banalidades de mujer simple y no demasiado brillante, ya
que con el tiempo descubrí que no en vano su gente la considera
algo tonta. Tal vez por eso busca mi compañía; es bueno saber que
alguien lo necesita a uno.
Un meteorito raya el vidrio oscuro
del firmamento. Pequeño, se desvanece no bien nacido. Nada que ver
con la magnífica estela que dejará la Ulises en su frenado contra
las capas superiores de la atmósfera. Siento el brazo izquierdo
adormecido y lo muevo para restablecer la circulación. La noche
finalizará en pocas horas más y resuelvo que lo mejor sería irme a
dormir. Seguramente mañana o pasado escribiré la palabra “fin” en
la Historia de la Humanidad más completa que jamás se haya escrito
y necesito todas mis fuerzas. Y estar bien despierto y alerta, por
supuesto. Después de todo el epílogo que escribiré es mi aporte
personal, el broche literario a un trabajo de pura
compilación.
Me levanto y doy un par de pasos,
todavía apoyándome con una mano en el brazo del sillón De repente,
el paisaje parece animarse con un movimiento oscilante y caigo al
suelo sobre mi costado izquierdo. Lo primero que me viene a la
mente es la idea de un terremoto.
Quedo inmóvil hasta que el movimiento
cesa. Cautelosamente intento levantarme y asombrado descubro que no
puedo, que no tengo la suficiente fuerza para hacerlo y que aunque
no experimento dolor, tal vez me haya quebrado algo. Me invade una
extraña e inoportuna somnolencia. Lo que me falta ahora es que
Nadine me encuentre por la mañana durmiendo tirado en la maleza de
lo que llamo jardín. La voy a tener que aguantar regañándome por un
buen tiempo.
De pronto, sin previo aviso, siento
una mano que me levanta la cabeza por la nuca y la apoya sobre un
regazo tibio. Aspiro un aroma a hierbas y ropa limpia, y mentiría
si digo que estoy sorprendido de encontrar a Nadine a mi lado. Me
habla y creo que hay tristeza en su voz, aunque tal vez no. Tal vez
sea porque el sonido me llega desde muy lejos.
No entiendo lo que dice. Quiero
explicarle que ya me iba a la cama cuando me sorprendió el sismo,
pero en vez de palabras, de mi boca escapa un balbuceo como de
bebé. Es gracioso y me dan ganas de reír. Repentinamente me asalta
la Idea de que tal vez me esté muriendo. Si es así morir no es algo
tan malo, ni siquiera doloroso.
No es tan malo pero no puedo morir
ahora, pienso sobresaltado. No por lo menos hasta mañana. Tengo que
escribir el epílogo para la historia. Lo voy a resumir, eso sí ya
está decidido, acabo de decidirlo. Y tengo que guardar todo en la
urna de cristal templado y accionar la bomba de vacío para que los
tripulantes de la Ulises lo encuentren a su regreso en perfecto
estado de conservación.
Lo haré mañana. En este momento me
siento muy bien así, la nuca descansando en el regazo acogedor de
Nadine y su mano acariciando mi frente con lentos movimientos, tan
suaves, tan cariñosos…
Trato de enfocar su rostro pero en la
oscuridad sólo diviso un manchón que se hace cada vez más borroso.
Lo que sí veo de repente es un fulgor en el cielo. Una ancha banda
blanca que se desplaza de Este a Oeste. Quiero señalárselo a mi
amiga y que me diga si a su juicio es un gran meteorito o si será
al fin la huella del frenazo de la Ulises.
Pero no sólo pasa que me agoto en el
intento, sino que de pronto estar así, cómodamente mecido por
Nadine, que ahora canta para mí una dulcísima canción de cuna, me
parece más Importante que el retorno de la Ulises. Mejor duermo y
le pregunto mañana.
José Altamirano es un autor excepcional, con una
extensa obra que los lectores de Axxón han tenido la suerte de
conocer en numerosas oportunidades. Tiene una extrema sensibilidad
humana y social, más un contacto genuino con el mundo, la tierra y
la naturaleza que pocas veces se ve en la ciencia ficción. Esto se
nota enormemente en este texto, donde nos muestra algo así como una
conclusión, en el sentido histórico, de su serie de cuentos
relacionados con una Tierra donde los humanos han evolucionado para
convertirse en una raza nueva, los “acuarianos”.
Ilustración de Valeria
Uccelli
Axxón 110 - Enero de 2002