La escritura del dios
Este cuento expresa mejor que ningún otro la forma en que Borges se veía a sí mismo. En La escritura del dios está la manera en que Borges, tímidamente, presentía al Borges triunfante; y está el prisionero Borges, que nunca iba a dejar de ser un prisionero.
Como ya he dicho, La escritura del dios fue inventado una mañana de otoño en que paseábamos por el Jardín Zoológico. Nos hicimos retratar.
Jorge Luis Borges y Estela Canto en el Jardín del Zoológico, 1946.
En la instantánea Borges aparece con una bufanda atada al pescuezo, a la manera de los compadritos. Era un regalo que yo le había hecho. El diseño escocés no era bonito. Yo había procurado elegir colores discretos y el resultado había sido incoloro y aburrido. La bufanda sólo fue usada una o dos veces; probablemente doña Leonor la hizo desaparecer… con toda razón. A Georgie la bufanda le daba un aire desaliñado, justamente el aire que su madre quería evitar. De todos modos, quedó constancia del regalo, ya que nos fotografiamos cerca de la jaula de los monos.
El otoño y la primavera son las estaciones del celo en los animales; esto crea cierta tensión. Alguna vez yo había visto aquí una carrera enloquecida de ciervos; el sexo en forma de martillo del rinoceronte; los renovados juegos eróticos de los monos. En las fieras el sexo, más discreto, es desgarrador. El león ruge, como reclamando; el tigre se pasea, desesperado, moviendo la cabeza, refregándose a veces contra los barrotes, incesante, continuo.
A Borges, en el Zoológico, sólo le interesaba la jaula de las fieras, como ya he dicho, y en especial aquel magnífico tigre de Bengala. Era un animal enorme que salía a la parte externa de la jaula y volvía a entrar en la lóbrega y húmeda parte interna, con su hedor a orines, a carne de caballo podrida, a animal martirizado.
Ante los animales yo siempre he sentido una mezcla de piedad y adoración, como si en ellos estuviera encerrado un gran misterio. La tortura de un animal siempre me ha parecido el peor de los crímenes. Comenté algo de esto con Borges. Él miró hacia la jaula del león, inmóvil y digno, soportando su cautiverio como si nada tuviera que ver con él. Luego miró de nuevo al tigre; sintió, como yo, la fuerza y el milagro de la fiera, pero su alma no se llenó de compasión: él vio otra cosa.
Me detengo por segunda vez en esta anécdota que muestra, en las fuentes de su creación, la dualidad que sentía Borges dentro de sí mismo.
Me habló de un hombre enterrado en una mazmorra. El hombre era alimentado por un agujero y a través de este agujero, por unos segundos todos los días, llegaba la luz. En esa luz él veía pasar, en sus incesantes paseos, a un tigre. El hombre supone que en las rayas del tigre Dios, o un dios, ha escrito un mensaje. Este hombre dedicaba su vida a descifrarlo. Y la mazmorra dejaba de ser una mazmorra, el hombre ya no estaba preso. Tratando de descifrar esas rayas, de leer la palabra que en ellas está escrita, se siente libre, como lo había sido Funes en su camastro.
Siguiendo la descripción de Borges, imaginé visualmente el cuento. Pero lo imaginé en la India, de donde provenía la esplendorosa fiera.
Dimos unas vueltas más por el Zoológico, pero él ya no estaba interesado. Después de contemplar con cierta indiferencia el pabellón de los cóndores y las águilas, nos fuimos del jardín.
Al escribir el cuento, Borges cambió elementos, hizo escamoteos. El relato final no fue el que él me había contado, el que yo había imaginado. En La escritura del dios el protagonista es un sacerdote azteca, prisionero de un español, Pedro de Alvarado. El autor reemplazó la luminosa religión brahmánica por los sangrientos ritos aztecas, la acabada forma del tigre de Bengala por la forma agazapada y disminuida de un tigre de las Américas, con manchas en vez de rayas. El sacerdote recuerda los corazones en los pechos abiertos de las víctimas que ha inmolado. El duro piso de la mazmorra se asemeja al suelo del sótano en el cual él ha visto el aleph. El sacerdote azteca, ese oficiante de una religión de escasa espiritualidad, descubre finalmente el secreto de la escritura del dios. Y comprende que ese secreto, en caso de ser enunciado, hará desaparecer las paredes que lo rodean y le dará la libertad. Pero el sacerdote no dice la palabra, como Borges rechazando el zahír. Como Borges cuando niega haber visto el aleph. Sabe que tiene el poder y eso le basta. Se conoce el nombre de Dios, ese nombre que, al ser pronunciado, es capaz de cambiarlo todo. Pero tal vez no valga la pena pronunciarlo. O tal vez quiere Borges disimular con un aparente desdén su falta de osadía.
Es extraña la divergencia entre la versión oral de esa mañana en el Zoológico y la versión final que se publicó. Se siente una disminución y una pérdida deliberada. El prisionero de la versión oral no descubría el secreto de la escritura del dios: se dedicaba a descubrirlo. El personaje de la versión escrita descubre el secreto pero no lo utiliza.
Años después hablé con él de este cuento y le expuse una interpretación que le gustó: le dije que él era a la vez el prisionero y el tigre.
Al inventar el cuento había creído ser sólo el hombre. Pero el tigre también estaba en él, ansioso por ser liberado. «Eres un tigre», le dije, «el tigre es tu animal. Hasta tienes garras afelpadas que rozan o desgarran, pero que no aprietan… y que alguna vez han dejado a alguien con un brazo de menos».
Esto lo hizo reír, lo halagó. Le dije también que en el poema Israel, el verso final, «hermoso como un león al mediodía», podía reemplazarse por «hermoso como un tigre a medianoche» y que, en ese caso, el tigre habría sido Jorge Luis Borges. (Ésta era mi manera de piropearlo). Él reía, divertido. Añadí que él había sido el tigre enjaulado, ahora en libertad y suelto por el ancho mundo.
De los dos prisioneros sólo comentamos a uno, el tigre. El sacerdote que con una palabra puede hacer caer las paredes de la mazmorra y no la pronuncia repite la actitud de El Aleph y El Zahir: la negativa a compartir. En última instancia, Borges el Tahúr escamoteaba, no compartía.
También a veces, al saludarlo, solía decirle: «¿Cómo te va, Tahúr Afortunado?», aludiendo a los versos de Almafuerte que tanto le habían gustado. Una vez, ya no en tono de broma, creo que sin falsa modestia, me dijo: «Bueno…, creo que los suecos tienen razón. Yo no tengo una obra que justifique el Premio Nobel». Debí decirle —como lo hice alguna otra vez— que éste era un consuelo y, como casi todos los consuelos, falso. Era por culpa de sus declaraciones y su actitud personal ante las dictaduras (cuando no era la peronista o la estalinista) que el Nobel se le había escapado de las manos. Es verdad que estaba rodeado por gente que le presentaba los hechos como en 1945, cuando la alternativa en la Argentina había sido un gobierno democrático fraudulento o un gobierno democráticamente elegido y encabezado por Perón. Ésta era la disyuntiva calamitosa que había enfrentado a los argentinos años antes. La situación había cambiado, pero no la actitud mental de sus amigos.
En él hubo terquedad al negarse a ver el lado criminal de las dictaduras militares. Cuando la inmoralidad y el crimen estaban del lado del antipopulismo, él no quería verlo, hacía un escamoteo de tahúr y eludía el problema. Aquí no era ciego por naturaleza, sino por elección.