XXI. El último día

Carlota y Wilbur se quedaron solos. Las familias habían ido a buscar a Fern. Templeton dormía. Wilbur descansaba tendido tras la excitación y las emociones de la ceremonia. Aún colgaba de su cuello la medalla; aún podía verla si miraba con el rabillo del ojo.

—Carlota —dijo Wilbur al cabo de un rato—. ¿Por qué estás tan quieta?

—Porque me gusta —dijo—. Siempre he sido más bien tranquila.

—Sí, pero hoy pareces más quieta que nunca. ¿Te encuentras bien?

—Un poco cansada, quizás. Pero me siento en paz. Tu éxito de esta mañana ante la tribuna fue, en cierto grado, éxito mío. Tu futuro está asegurado. Vivirás seguro y sin preocupaciones, Wilbur. Nada puede amenazarte ahora. Estos días de otoño serán cada vez más cortos y fríos. Las hojas se soltarán de los árboles y caerán al suelo. Llegarán las Navidades y luego las nieves del invierno. Vivirás para disfrutar de la belleza del mundo helado. Porque tú significas mucho para Zuckerman y nada te hará, nunca. Pasará el invierno, se alargarán los días, se fundirá el hielo sobre la charca de la dehesa. Retornarán los jilgueros y cantarán, despertarán las ranas, soplará de nuevo el viento cálido. Podrás disfrutar de todas esas imágenes, sonidos y olores, Wilbur, de ese mundo encantador, de esos magníficos días…

Carlota se detuvo. Un momento después, una lágrima asomó a un ojo de Wilbur.

—Oh, Carlota —dijo—. ¡Y pensar que cuando te conocí, creí que eras cruel y sanguinaria!

Cuando se recobró de su emoción, habló de nuevo.

—¿Por qué hiciste todo esto por mí? —preguntó—. No me lo merezco. Jamás hice nada por ti.

—Has sido mi amigo —replicó Carlota—. Eso es algo tremendo. Yo tejí mis telarañas para ti porque me gustabas. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida, en cualquier caso? Nacemos, vivimos un tiempo y luego morimos. La vida de una araña no puede dejar de ser una insignificancia con todas sus trampas y comiendo moscas. Al ayudarte, quizás trataba de elevar mi vida un tanto. El cielo sabe que cualquiera puede hacer lo mismo con su existencia.

—Bueno —dijo Wilbur—. No sé decir discursos. No tengo tu facilidad de palabra. Pero tú me has salvado, Carlota, y de buena gana daría mi vida por ti, de verdad.

—Estoy segura de que lo harías. Y te agradezco tus generosos sentimientos.

—Carlota —dijo Wilbur—. Todos nosotros regresaremos hoy a casa. La Feria casi ha terminado. ¿No será maravilloso estar de nuevo en el primer piso del granero con las ovejas y las ocas? ¿No tienes ganas de regresar?

Por un instante Carlota no dijo nada. Luego habló en voz tan baja que Wilbur apenas pudo captar las palabras.

—Yo no volveré al granero —dijo. Wilbur se puso en pie de un salto.

—¿Cómo que no vas a volver? —gritó—. ¿De qué me estás hablando, Carlota?

—Estoy acabada —contestó—. Dentro de uno o dos días habré muerto. Ya no me quedan fuerzas ni para meterme en la jaula. Dudo que tuviera seda suficiente en mis hileras para descender hasta el suelo.

Al oír aquello, Wilbur experimentó un acceso de dolor y de pena. Enormes sollozos estremecían su cuerpo. Gimió y gruñó desolado:

—¡Carlota! —se quejó—. ¡Carlota! ¡Mi única y verdadera amiga!

—Vamos, no hagas una escena —dijo la araña—. Tranquilízate, Wilbur. ¡Y deja de dar vueltas!

—Pero no puedo resistirlo —gritó Wilbur—. No te dejaré morir aquí sola. Si tienes que quedarte, yo me quedaré también.

—No seas ridículo —declaró Carlota—. Tú no puedes quedarte aquí. Zuckerman, Lurvy, John Arable y los demás volverán dentro de un minuto, te meterán en la jaula y allá te irás. Además no tendría ningún sentido que tú te quedaras. Aquí no habría nadie que te trajera comida. El recinto de la Feria pronto quedará vacío y abandonado.

Wilbur era presa del pánico. Dio vueltas y más vueltas por la pocilga. De repente tuvo una idea: se acordó del saco de huevos y de las quinientas catorce arañitas que saldrían de allí en primavera. Si la propia Carlota no podía regresar a la granja, al menos él tenía que llevar a casa a sus hijos.

Wilbur corrió hasta la cerca de su pocilga. Colocó sus patas delanteras sobre las tablas y observó a su alrededor. A lo lejos vio acercarse a los Arable y a los Zuckerman. Sabía que tendría que actuar rápidamente.

—¿Dónde está Templeton? —preguntó.

—En aquel rincón, bajo la paja, dormida —dijo Carlota. Wilbur corrió hacia ella, metió su robusto hocico bajo la rata y la lanzó al aire.

—¡Templeton! —chilló Wilbur—. ¡Presta atención!

La rata, sorprendida en un profundo sueño, pareció primero aturdida y después molesta.

—¿Qué clase de estupidez es ésta? —gruñó—. ¿No puede una rata echar un sueñecito sin que la lancen sin más ni más al aire?

—¡Escúchame! —gritó Wilbur—. Carlota está muy enferma. Le queda muy poco tiempo de vida. No puede acompañarnos a casa en razón de su estado. Por ello resulta absolutamente necesario que yo lleve conmigo su saco de huevos. No puedo alcanzarlo ni tampoco me es posible trepar. Tú eres la única que puede lograrlo. No hay un segundo que perder. Viene la gente, estarán aquí en un instante. Por favor, por favor, por favor, Templeton, sube y consígueme el saco de huevos.

La rata bostezó. Enderezó sus bigotes. Luego alzó la vista hacia el saco de huevos.

—¡Bien! —dijo enfadada—. ¿Así que otra vez hay que recurrir a Templeton? Templeton haz esto, Templeton haz lo otro; Templeton, haz el favor de bajar al vertedero y traerme un pedazo de periódico; Templeton, haz el favor de prestarme un pedazo de cuerda para que yo pueda tejer una tela de araña.

—¡Aprisa, Templeton! —dijo Wilbur—. ¡Aprisa, Templeton!

Pero la rata no tenía prisa. Empezó a imitar la voz de Wilbur.

—Y ahora «Aprisa Templeton». ¿Eh? —dijo—. Vaya, vaya. ¿Y qué es lo que saco yo con todo esto? Me gustaría saberlo. Jamás una palabra amable para la buena Templeton, sólo insultos, pullas y alusiones despectivas. Jamás una palabra amable para la rata.

—Templeton —dijo Wilbur desesperado—, si no dejas de hablar y te pones manos a la obra, todo se perderá y yo moriré del disgusto. ¡Por favor, sube!

Templeton estaba tendida panza arriba sobre la paja. Perezosamente, metió sus patas delanteras bajo su cabeza y cruzó las traseras, en una actitud de completa calma.

—Moriré del disgusto —repitió burlona—. ¡Vaya, vaya, qué enternecedor! Me parece que sólo te acuerdas de mí cuando estás en apuros. Pero jamás supe de nadie que se muriera de disgusto por mí. Ah, no. ¿A quién le importa Templeton?

—¡Levántate! —chilló Wilbur—. ¡Deja de comportarte como una niña mimada!

Templeton se sonrió y permaneció inmóvil.

—¿Quién hizo viaje tras viaje al vertedero? —preguntó—. ¡Pues Templeton! ¿Quién salvó la vida de Carlota, ahuyentando al chico de los Arable con un huevo podrido de oca? Bendita sea mi alma, me parece que fue Templeton. ¿Quién te mordió en el rabo y te puso en pie esta mañana cuando te desmayaste ante la multitud? Templeton. ¿Has pensado alguna vez que ya estoy harta de hacer recados y favores? ¿Qué crees que soy, una rata para todo?

Wilbur estaba desesperado. Llegaban las personas. Y la rata estaba fallándole. De repente, se acordó de la glotonería de Templeton.

—Templeton —dijo—. Te haré una solemne promesa. Si me traes el saco de huevos de Carlota, a partir de ahora dejaré que tú comas primero cuando venga Lurvy a alimentarme. Te permitiré que elijas de todo lo que haya en la artesa y no tocaré nada hasta que tú hayas terminado.

La rata se enderezó.

—¿De verdad? —dijo.

—Lo prometo. Te lo juro.

—De acuerdo, trato hecho —dijo la rata. Se dirigió hacia la pared y empezó a trepar. Aun tenía hinchado el estómago por culpa de la comilona de la noche anterior. Gruñendo y quejándose se alzó lentamente hasta el techo. Se deslizó por la madera hasta llegar al saco de huevos. Carlota se hizo a un lado para que pasara. Estaba muriéndose pero aún le quedaban fuerzas para moverse un poco. Luego Templeton enseñó sus largos y horribles dientes y comenzó a cortar los hilos que sujetaban el saco al techo. Wilbur observaba desde abajo.

—¡Con muchísimo cuidado! —dijo—. No quiero que le pase nada a ninguno de esos huevos.

—Esssta cosssa ssse me pega a la boca —se quejó la rata—. Parece caramelo.

Pero Templeton llevó a cabo su trabajo y consiguió soltar el saco y bajarlo hasta el suelo en donde lo dejó caer frente a Wilbur. El cerdo lanzó un gran suspiro de alivio.

—Gracias, Templeton —dijo—. Jamás olvidaré esto mientras viva.

—Tampoco yo —dijo la rata, limpiándose los dientes—. Me siento como si me hubiese comido un ovillo de hilo. Bien. ¡Vámonos a casa!

Templeton se metió en la jaula y se enterró bajo la paja. En un instante desapareció de la vista. En aquel momento llegaron Lurvy, John Arable y el señor Zuckerman, seguidos por la señora Arable, la señora Zuckerman, Avery y Fern. Wilbur había decidido ya cómo llevaría el saco de huevos; no existía más que un modo posible. Se llevó cuidadosamente a la boca el paquetito y lo retuvo en la punta de la lengua. Recordó lo que le había dicho Carlota, que el saco era impermeable y fuerte. Era gracioso tenerlo en la lengua y le hacía babear un poco. Y naturalmente, no podría decir nada. Pero cuando lo empujaban para meterlo en la jaula, alzó los ojos hacia Carlota y le guiñó un ojo. Ella sabía que estaba diciéndole adiós de la única manera que podía. Y supo que sus hijos estaban a salvo.

—¡Adiós! —murmuró. Luego hizo acopio de todas sus fuerzas y alzó una de sus patas delanteras hacia Wilbur.

No volvió a moverse. Al día siguiente, cuando desmontaban la noria y metían los caballos de carreras en camiones y los feriantes recogían sus cosas y se marchaban en sus remolques, Carlota murió. El recinto de la Feria pronto apareció desierto. Los cobertizos y construcciones quedaron vacíos y olvidados. El ferial estaba cubierto de botellas vacías y de inmundicias. Entre los centenares de personas que habían acudido a la Feria, nadie supo que una araña gris había desempeñado allí el papel más importante. Nadie estuvo a su lado cuando murió.