PRÓLOGO:

“Lo dejé todo y me vine a vivir aquí, así sin más…”

No, eso no es exactamente lo que hice…

Yo nunca hago nada, por muy disparatado que sea, sin meditarlo antes.

Y cuando abandoné mi puesto fijo de maestra en Murcia, ya sabía que el hotel estaba en venta, y que el banco me daría el préstamo. Incluso sabía a quién iba a contratar para la cocina. Pero no podía escribir eso.

En el periódico local me habían pedido que redactara la historia de cómo yo, una chica de treinta y un años, había terminado en aquel pequeño pueblo del norte de España. Para ellos era una especie de heroína, que había dejado la ciudad y el calor de Murcia para estar sola y pasar mucho frío en el Pirineo.

Para mí era un modo de vida, y también mi sueño. Abrir mi propio hotel en Los Pirineos. ¡Eso debía escribir para el artículo! Debía hablar de cómo los sueños se hacen realidad. Aunque aún tengas que levantarte a las seis de la mañana para ir a trabajar…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 1:

Febrero de 2015.

 

En su vida personal las cosas le iban de maravilla. Aunque Maximiliano Ruiz no se consideraba especialmente guapo, cuando las chicas le llamaban Max, en la cama o fuera de ella, se daba cuenta de que no le iba tan mal.

Sin embargo, en la vida profesional las cosas no eran tan sencillas. Su madre, y jefa, le llamaba Maxi cuando estaba de buenas, y Maximiliano cuando estaba de malas, y el día anterior le había llamado Maximiliano…

Así que allí estaba él ahora, de camino al Pirineo para pasar una temporada en una zona aislada en pleno invierno. Donde nadie la llamaría Max…

Soltó el acelerador para dar una curva demasiado pronunciada, y trató de concentrarse en su objetivo, tenía que incluir un nuevo hotel en la cadena hotelera de la familia, y cuanto antes lo consiguiese, antes volvería a la civilización. No tenía por qué ser algo tan difícil, ¿No?

 

No se encontraba bien, pero el motivo de que se hallase en ese instante en la farmacia y tienda de ultramarinos no era ese. Había estado enferma en otras ocasiones. El motivo, o más bien el culpable, era Justin Bieber. Pero no “ese” Justin Bieber, sino su cocinero, José, un niñato de veinte años que cocinaba como los ángeles.

Reina le había apodado así unos meses después de que el chico comenzase a trabajar en su hotel, porque era igual de enclenque que el Bieber de entonces, y ahora el muy pícaro hasta se peinaba igual que el cantante que por cierto ahora había mejorado mucho en su aspecto. Seguramente lo hacía para chincharle.

Y por su culpa ahora estaba allí, perdiendo el tiempo en la farmacia.

Tosió sin poder controlarlo, y mientras se maldecía por ese lapsus, esperó a oír el veredicto.

-¡Ay que esa tos no tiene buena pinta…! -dijo Doña Juana, la dueña de la tienda.

-Pues el doctor Marcos no viene hasta la semana que viene… -añadió preocupada Doña Virtudes.

-Mi hijo baja el sábado a Benasque, si quieres le digo que te acerque… -dijo Doña Irene.

Reina adoraba el pueblo, pero algunas veces…

-Con un antipirético bastará. -dijo ella.

-¿Un qué? -preguntaron las tres mujeres a la vez.

-¿Gelocatil?

Todas volvieron con su labor, cosiendo chaquetas, gorros y bufandas, seguramente pensando en lo terriblemente chalada que estaba ella. Porque Reina sabía lo que pensaban aún después de que hacía ya tres años desde que se conocían, y pese al cariño que le tenían.

-Eso no se quita con Gelocatil…

Lo mismo que había dicho Justin, pensó Reina poniendo los ojos en blanco. Aquella mañana se había levantado a las seis menos cuarto, como cada día, se había duchado y había bajado a la cocina. Antes de desayunar había comprobado el termostato de la calefacción, porque tenía frío, y no podía permitirse una rotura en pleno mes de Enero. Fuera estaban al menos a ocho grados bajo cero. Acto seguido había revisado el ordenador con las reservas para ese día, un hombre que llegaba, y los cinco huéspedes del grupo que habían alargado sus vacaciones de Navidad. Estaban a miércoles y para el sábado estarían completos. Lo que se traducía en mucho trabajo. Y era justo lo que ella deseaba en la época punta del año. Igual que deseaba un chocolate caliente.

Entró en la cocina para encontrarse a José, entre los fogones, y a la madre de esta, Aurelia, sentada desayunando en un taburete junto a la barra.

-Buenos días. -dijo, y la tos traicionera la condenó.

-¡Ah no! La tos está prohibida en mi cocina. -Justin era igual de exigente que el cantante.

-No es nada… -aseguró ella.

Pero Aurelia se le acercó y le puso la mano en la frente, como solía hacer su madre. En realidad, aquellos dos eran lo más parecido a una familia que tenía ahora.

-Tienes fiebre, Reina.

-Reina, no puedes estar aquí… -Justin la abrazó sin posar sus manos sobre ella.

-Se me pasará con un Gelocatil.

-Ve al pueblo y que Doña Juana te dé algo más fuerte.

Algunas veces José, o Justin como ella le llamaba, aparentaba más edad que los veinte años que en realidad tenía. En ocasiones como aquella era como su hermano mayor. El que nunca había tenido.

-Son las seis de la mañana.

-Pues ve arriba, descansa, y luego te bajas a Cerler.

Aurelia la acompañó a la salita.

-Tienes que descansar, mi hijo tiene razón.

Aún así Reina se las apañó para revisar las reservas por segunda vez, el estado de la nieve para el fin de semana, y las existencias que necesitaban para los próximos días.

¡El catorce de febrero era la fiesta de San Valentín! Y tan sólo quedaba algo más de un mes.

Al final se tomó su chocolate con una pastilla y bajó al pueblo para dejar de oír el murmullo de Justin sobre mujeres cabezotas. Cuando se enamorase… Le tendría pena a él.

La campana de la entrada la sacó de sus pensamientos vengativos. Y una voz ronca casi la sacó de su cuerpo del susto.

-Disculpen, me temo que me he perdido, ¿Podrían indicarme dónde queda el Raine Inn?

Reina sintió más que vio las miradas de las tres mujeres mayores fijas en ella. Se giró para mirar al hombre más guapo que había visto nunca.

Era alto, casi no había entrado por la pequeña puerta, y su pelo parecía brillar en tonos azules de lo sumamente negro que era. Sus ojos, su nariz, y su gesto cándido de hombre perdido podían ser los de cualquier otro, pero una barba de una semana muy cuidada daba una personalidad única a su rostro, cubriendo sus pronunciados pómulos, su barbilla y algo de su nuez, y enmarcando unos labios perfectos.

Unos labios que sabían muy bien lo perfectos que eran. Le sonrió mostrándole unos dientes blanquísimos.

-Es mío. -dijo Reina.

-¿Cómo dice? -el hombre frunció el ceño y se acercó un paso a ella.

Reina se maldijo por su estupidez. Ella no se quedaba nunca embobada con un hombre. Con ninguno. Por muy guapo que fuese. Y ese lo era, sin duda… Y también olía muy bien…

-El hotel, es mío. -Debía ser la fiebre la que la volvía atolondrada.

-¿Usted es Reina Pérez?

¿De qué la conocía?

Reina asintió.

-He leído su historia en el periódico local, pero no había foto. -le respondió él como si le hubiese leído el pensamiento.

Su tono parecía acusatorio. ¿Por qué?

Reina decidió embutirse en su traje profesional, nunca le fallaba.

-¿Tiene usted reserva?

El hombre se la quedó mirando un instante, y luego alzó una ceja.

-Sí, ¿Me acompañará ahora?

-Sí.

Se disponía a salir cuando recordó que no estaban a solas, aunque se lo había parecido.

-¿Puedes darme algún antibiótico? -se volvió hacia la tendera.

Doña Juana la miró con ojos golositos, como decía aquella canción infantil. Reina se abstuvo de poner los ojos en blanco. Siempre que un joven llegaba al pueblo intentaban emparejarlo con ella. ¡Por Dios! ¡Si lo habían intentando hasta con Justin…!

La mujer le dio el medicamento, ya olvidado su temor por su tos, y ella se despidió. Salió a la calle seguida del guaperas.

-¿Maximiliano Ruiz? -le preguntó volviéndose, cuando recordó el nombre que había visto en su ordenador esa mañana.

EL chico asintió con la cabeza y le tendió la mano. Ella se la asió para darle un apretón impersonal, pero él no la soltó.

-¿Estás enferma?

¿Tan mala cara tenía? Seguro que sí. Ella no tendría la suerte de estar perfecta en ese instante. Suspiró resignada.

-Un poco de tos.

Él le tocó la frente, como había hecho Aurelia, y Reina se sintió tan aliviada como con el contacto de su amiga. No quería analizar el por qué en ese instante. Empezaba a sentirse realmente mal.

-Tienes fiebre.

¿Por qué la tuteaba? Los huéspedes no la tuteaban. Ni ella a ellos.

-Eso parece. -dijo irónica, apartándose de él.

-Será mejor que yo conduzca. -dijo él.

Y Reina despertó del letargo de su fiebre con la rabia de su corazón feminista.

-Creo que puedo llegar sola. -se controló apenas porque aquel hombre era un huésped.

Maximiliano se encogió de hombros.

-La sigo entonces.

Sí, será lo mejor, pensó Reina, y se dirigió echando humo ante la sonrisa perfecta de suficiencia del Señor Ruiz. Nada de Maximiliano.

 

Decir que no era cono la había imaginado era quedarse corto. Max subió a su BMW M5 de color azul metalizado, y esperó a que la dueña del Raine Inn arrancase, al tercer intento, su MINI de los años sesenta totalmente descolorido que alguna vez había sido rojo.

No, desde luego que Reina Pérez no era lo que esperaba y además, él no había hecho bien su trabajo. Y ambas cosas le cabreaban.

Mientras seguía el camino sinuoso desde la pequeña aldea de Cerler, perteneciente al municipio catalán de Benasque, hasta el hotel, Max recordó que, por el artículo publicado en el periódico, se había imaginado a una mujer de mediana edad, de aspecto rural, cuyo sueño había sido el de tener su propio hotel en Los Pirineos.

Pero aquella mujer que le precedía tomando vertiginosas curvas casi como si fueran rectas de una autopista, no se parecía a la mujer que había esperado.

Esta Reina Pérez era atractiva de un modo innato, bajita y de formas pronunciadas, con unas curvas tan marcadas como las de aquel camino, el pelo negro cortado a la altura de la barbilla, la piel clara y una cara muy bien proporcionada, tenía los ojos azules más expresivos que Max había visto en toda su vida. Unos ojos a los que asomaba una personalidad fuerte, decidida, que le atraía de una manera inexplicable. Max sacudió la cabeza. Le había parecido atractiva incluso con la cara demacrada por su resfriado, y embutida en aquella ropa insulsa pero útil entre aquel frío.

Aún tardaron diez minutos en llegar, y él los usó para tratar de explicarse su reacción ante la arisca Reina. Porque ella se había cerrado a él… Como una Reina. En cuanto había preguntado por ella, su actitud amable había cambiado. Por una más profesional y fría. Luego se había sorprendido cuando le tocó la frente y se había enfadado cuando le sugirió llevarla en su coche, para volver a la actitud profesional. Toda una gama de emociones en aquellos ojos azules. Todo un misterio para Max. Y a él le encantaban los misterios.

Y si ella le había sorprendido, el hotel era gratamente lo que esperaba. E incluso más. En la página web se ofrecía descanso y tranquilidad si se deseaba, pero también la posibilidad de disfrutar del ambiente de la estación de esquí cercana, del pueblo de Benasque e incluso de la visita a la ciudad de Andorra. También se ofrecían rutas turísticas por la zona, tanto para caminantes expertos como a familias. En las fotos de la página web se mostraban veinte habitaciones muy cómodas, una sala de estar y comedor, que podía verse desde donde se encontraba él en ese instante, en la puerta, esperando a Reina.

Reina había aparcado el coche en la zona para empleados y le dirigió una mirada invitándole a cruzar la puerta. Luego ella entró y se colocó tras la mesa abierta de recepción.

Lo primero que sintió Max cuando dejó de pensar en el trasero bien embutido en unos cálidos pantalones de ella, fue que hacía calor. La fachada de piedra y los bien acondicionados ventanales no sólo daban una estética bonita al hotel, sino que proporcionaban verdadero aislamiento del frío exterior.

-¿Desea ver el salón?

La voz ronca de ella le llegó directamente a una parte de su anatomía que no convenía despertar en ese momento.

-Más tarde, estás enferma. -le respondió.

-Puedo enviar a alguien para que se lo muestre… -volvía la mirada guerrera de mujer independiente. Seguramente odiaba estar enferma. Le sonrió para ver si la molestaba más.

-En otro momento… Tengo pensado pasar aquí algún tiempo…

Reina le vio recorrer de nuevo el interior del hotel con mirada de admiración, y quería sentirse orgullosa al verle impresionado, pero aquel hombre la ponía nerviosa.

-¿Quiere registrarse, entonces? -le dijo, aunque al hablarle haría que él volviese a clavar sus ojos oscuros sobre ella, y él no la decepcionó.

-Llámame Max, ¿Quieres? -Max no soportaba que alguien de su edad le tratase de usted. Y se dijo a sí mismo que no era porque además aquella mujer le atraía.

Ella tardó en asentir con la cabeza.

-¿Me das tu carnet?

Él se lo dio y la vio trabajar con un ordenador de último modelo. Su madre había tenido razón. Les iba bien. Pero entonces, ¿Por qué conducía aquel cacharro de coche? Un enigma más.

Reina terminó de registrarle y le sonrió devolviéndole su D.N.I. Fue una sonrisa tímida, pero aún así a él le subió la temperatura. Por un fragmento de segundo vislumbró a la chica joven y alegre bajo aquella capa de formalidad.

-Su habitación es la número doce, en la primera planta. Hoy sólo hay cinco huéspedes más aparte de usted, y no están en su planta, así que disfrute de la tranquilidad durante su estancia.

Había vuelto la mujer profesional.

-Gracias Reina. -cogió la llave y habló con ella de manera informal para hacer volver a la otra chica. -Creo que me gustará ver el hotel después de todo.

Vio que ella evitaba poner los ojos en blanco, y él evitó reírse. Al fin y al cabo ella estaba enferma.

-Ve a descansar preciosa. Ya encontrará a alguien que me enseñe esto…

Pero antes de que ella pudiese contestarle con alguna frase altiva, para su disgusto, una voz masculina les sorprendió.

-¡Reina! ¿Qué haces aquí? Vete a dormir…

Max vio que la actitud de ella cambiaba una vez más. El chico, porque era muy joven, se acercó a ella, y le quitó el abrigo con demasiada familiaridad.

-¿Es el nuevo huésped? Yo le atenderé. El grupo no volverá hasta la cena. -oyó que le decía, en voz baja pero firme.

¿Sería su novio?

Para su sorpresa, ella claudicó.

-De acuerdo. No me encuentro demasiado bien…

Max se asustó. ¿Sería algo más que un resfriado? Ella se dirigió hacia él.

-Señor Ruiz. -se detuvo un momento y suspiró. -Max. -el sonido de su nombre en su boca le excitaba de una manera indecible. -Le dejo con el mejor cocinero de todos Los Pirineos.

¡Vaya, el cocinero! En todos los comentarios de los huéspedes se mencionaba la comida exquisita del hotel. ¿Aquel chico era la figura que se encontraba tras esas palabras de admiración?

-Justin. -se volvió ella hacia el chico, y le lanzó una sonrisa de complicidad que desestabilizó a Max. Quería una igual para él. Sólo para él. Nunca le había pasado algo así. -te presento a Max, nuestro nuevo huésped.

Se comunicaron en silencio con las miradas, excluyéndole totalmente, hasta que el tal Justin se volvió hacia él.

-¿Max? -le tendió la mano. -¿Te gustaría ver el hotel?

Max se la estrechó y asintió con la cabeza. Luego le siguió hacia el salón, mientras que con la mirada seguía a Reina, que se despidió de él y subió las escaleras.

-Descansa. -le dijo Justin.

Y ella le lanzó una palabrota silenciosa.

Desde luego, todo un enigma para Max.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 2:

 

La cocina era el centro del hotel, y Justin el corazón. El día anterior Max ya había probado al buena comida de ese chico, y había visto gran parte del hotel, y esa mañana se había colado en sus dominios con su permiso.

Justin era un chico alegre y espontáneo, joven pero muy responsable. Aquella mañana preparaba magdalenas, y Max se sentó a la mesa junto a Aurelia, la madre de Justin.

Siempre había creído que por las mañanas la gente era diferente en los hoteles, que durante el desayuno las personas se mostraban tal como eran, pues era como estar en tu casa con tu familia, y mostraban más de sí mismos.

-¿Un café? -les preguntó Justin tras los buenos días.

-Sí, por favor. -pidió Aurelia, que ya se había presentado, y le había dicho que ella y su hijo también vivían en el hotel.

-¿Cómo está Reina? -preguntó Max en cambio. El día anterior no lo había vuelto a ver, ya aunque se decía a sí mismo que preguntaba por cortesía, lo cierto era que estaba preocupado por ella.

La mirada que cruzaron aquellos dos fue muy significativa. ¿Acaso las gentes del Pirineo tenían la capacidad de hablarse con la mirada?

Tras un momento de conversación “privada”, Justin se encogió de hombros y continuó sacando las magdalenas del horno.

-Sigue enferma, pero hoy bajará. -le respondió al fin.

-¿Por qué?

Eran las ocho de la mañana y no había nada que hacer. Dos mujeres del pueblo habían empezado a limpiar silenciosas, y los demás huéspedes aún dormían. Y ella estaba enferma, por el amor de Dios.

-Ella es la jefa, ¿Sabe? Y usted debería desayunar en el salón…

Max le sonrió. Su sonrisa siempre se ganaba al género femenino.

-¿No va usted a hacerme desayunar solo, verdad Aurelia? -le dijo con su voz de niño bueno.

Y debió funcionar, porque la mujer se ablandó y le dio un sorbo al café mientras le sonreía.

-Me cae usted bien, señor Ruiz.

-Llámeme Max.

Justin les colocó unas magdalenas calientes delante y se sentó con ellos al otro lado de la barra.

-No te acostumbres Max, a ella no le gustará. -le advirtió el joven.

-¿A quién? -preguntó él haciéndose el tonto.

-A mí. -respondió una voz ronca muy femenina desde la puerta batiente.

Y Max se giró para ver a la mujer enfurecida más bonita del mundo. Con aquel traje de color azul neón parecía una ejecutiva, pero aunque Max estaba seguro de que lo llevaba para marcar las distancias con él, ella se había equivocado. Sólo el hecho de haberse vestido para no gustarle ya le indicaba que a ella le había afectado, y sólo esperaba que la hubiese afectado tanto como ella a él. El segundo punto en que se había equivocado, era con respecto a echarle. Para Max era un reto, y no pensaba dejarlo correr.

-Buenos días para ti también, Reina. -dijo su nombre despacio, y se volvió para seguir desayunando mientras aquellos tres se comunicaban de forma parapsicológica.

-¿Qué hace aquí? -preguntó Reina sin embargo en voz alta.

Pero Justin no parecía compungido.

-Yo he venido, no les culpes a ellos…

La miró para ver saltar las chispas de sus ojos.

Reina suspiró para recuperar la compostura. Ver allí a Max… al señor Ruiz, vestido tan sólo con un pijama de rayas grises y aún despeinado, le había acelerado el corazón. Sus clientes podían desayunar como quisieran, pero aquel hombre era… Tan atractivo… ¡No debería afectarle tanto! ¿Y no debería desayunar allí con ella! ¡Ni con su familia! Le miró para verle allí, analizándola con sus ojos oscuros. Y se dio cuenta de que deseaba besarle.

-Será mejor que en adelante desayunes en el salón. -dijo, y se marchó sin tomar nada en el salón. -dijo, y se marchó sin tomar nada para no enfadarse con nadie más que no fuese consigo misma. Sin tomar su chocolate una mañana más…

 

Reina se dijo una vez más que no le importaba, pero lo cierto era que sí lo hacía. Estaba dolida, enfadada y perdida. Y lo peor era que la culpa era toda suya, única y exclusivamente suya. Cuando había perdido a sus padres casi le había costado la vida a ella también, así que se había prometido a sí misma no volver a acercarse tanto a nadie.

Y ahora Justin y Aurelia eran su familia. Y les quería sólo para ella. De forma consciente o no, no quería que nada ni nadie se les acercase. Ni a ella tampoco. Y aquel hombre… Max.

Reina recordó su sonrisa expresiva, que le afectaba a los ojos y las comisuras de la boca. Y a ella. Casi quiso gritar cuando su ordenador se apagó de forma instantánea mientras entraba al servidor. Debería cambiarlo. Quizá después de San Valentín.

De momento nada funcionaba como ella quería.

Volvió a encender el ordenador y esperó martilleando con los dedos sobre la mesa repleta de papeles sin archivar.

Y allí la encontró Max.

En parte se había sentido culpable de haberla picado antes, en la cocina, y ella seguía enferma. La había buscado para pedirle disculpas y, de paso, decirle el verdadero motivo que le había llevado allí, a su hotel. Trabajo. Y entonces ella le odiaría. Tal vez si dejaba que le conociese un poco vería que él y su empresa millonaria eran la mejor opción para el Raine Inn.

Cuando la encontró en aquel pequeño cuarto del segundo piso con vistas a la montaña, pensó que esa era la mejor decisión. Ella parecía exhausta. Al oírla toser entró en la habitación sin llamar.

-Reina, sigues enferma.

Ella le miró. Nunca había conocido a nadie que pudiese afectarle tanto, ni en tan poco tiempo.

-Lo siento señor Ruiz, no tengo tiempo para usted ahora mismo… -le contestó, intentando no enfadarse.

Esa mañana él vestía de forma informal, con sudadera y pantalones de chandal abrigados. Si con el pijama había querido besarle, en ese momento se le ocurrían otras miles de opciones… Al ver lo que Max llevaba en las manos, se sorprendió. Le interrogó con la mirada y él se encogió de hombros a modo de disculpa.

-No te he dejado desayunar. -le dijo pasándole un Gelocatil y una taza de chocolate caliente. -Y antes de que digas nada, Justin no ha tenido nada que ver. Ni siquiera me ha dicho dónde encontrarte.

Reina aceptó la taza, recelosa hacia los motivos de ese hombre. Le dio un sorbo a la bebida antes devolver a mirarle.

-Hay una ruta de un par de horas que se puede hacer con buen tiempo. Quizá los Fernández quieran unirse. -le dijo mientras se tomaba el Gelocatil. Le dolía la cabeza.

-¿Qué?

Ella se encogió de hombros.

-Suponiendo que no quiera pasar sus vacaciones aquí encerrado. -dijo Reina señalando las cuatro paredes.

Y a Max le dieron ganas de cerrar la puerta con pestillo y demostrarle lo que podrían hacer allí, entre esas cuatro paredes.

-Depende. -le contestó.

-¿De qué? -preguntó ella sin poder evitarlo.

-¿Sería contigo? -se lo había dicho con intención de bromear, pero de repente el ambiente se tensó.

Reina tardó un momento en recuperarse y contestar.

-Tengo trabajo. -dijo levantándose, para ver si así hacía que se fuese. -Si no te importa…

-Perdona Reina.

Max la cogió de la mano y volvió a sorprenderse de la reacción de ambos. Y de sus palabras. ¿Qué le hacía esa mujer?

-Estás enferma. ¿No puedes descansar? ¿De verdad tienes mucho trabajo?

Ella volvió a enfadarse. ¿Por qué aquel tío bueno le hablaba como si fuese su padre? Ya no era una niña.

-Pues la verdad es que sí. No lo digo sólo porque quiera echarte… -A Reina no le gustaba hablar así a los huéspedes, pero él ya había pasado el límite en demasiadas ocasiones.

Max suspiró.

-¿Qué es lo que tienes que hacer?

-¿De verdad quieres saberlo? -le preguntó ella, y como él seguía mirándola de forma fija, se lo dijo.

-Tengo que usar el ordenador de la recepción porque este no funciona, con lo cual tendré que dejar todo el papeleo para más adelante porque no puedo llevar todo esto abajo. -señaló todos los papeles acumulados sobre la mesa. - Luego tengo que ver las reservas para los próximos días, comprobar las previsiones e ir al pueblo a pedir más, porque la nieve puede dejarnos aislados en cualquier momento. También tengo que asegurarme de la comodidad de mis huéspedes actuales y atender sus demandas, y dedicar todo el tiempo sobrante a preparar la fiesta de San Valentín.

Empezó a toser sin poder evitarlo. Max le acercó una silla.

-Siéntate.

Y misteriosamente ella le obedeció.

Cuando él volvió a pasarle la taza de chocolate, Reina le miró a los ojos.

-No voy a conseguir que te vuelvas a la cama, ¿verdad?- le preguntó.

Y para Reina la palabra cama nunca había resultado tan sensual. Negó con la cabeza.

-Entonces, déjame ayudarte.

-¿Tú? -Reina estaba alucinando. ¿Acaso aquel angelito travieso del amor le había enviado a Maximiliano Ruiz para salvarla?

-¿No estás de vacaciones?

-Reina. -dijo él de forma impaciente. -Algo habrá que pueda hacer. Prueba y verás…

Y así fue cómo Reina se encontró frente a un Mac portátil nuevecito conectado a su servidor, sentada en su despacho mientras Max iba y venía siguiendo todas las órdenes que ella le daba sin rechistar.

A las cinco de la tarde él entró por enésima vez en el despacho y ocupó la silla de enfrente. Reina levantó la cabeza para verle revolverse el pelo corto. Parecía agotado, y estaba más atractivo que por la mañana, con unas pequeñas arruguitas recorriéndole los ojos y enmarcando su barba.

Ella había adelantado mucho sin tener que interrumpirse debido a los problemas y se encontraba mejor del resfriado. Y todo gracias a él. Pese a que seguía dudando de las intenciones de Max, ese día la había ayudado bastante.

-Max, yo… -el levantó la mirada y la clavó en ella, interrumpiéndola con el deseo crudo que se podía ver en sus ojos.

¿La deseaba? Eso la sorprendió. Hacía años que un hombre no la miraba así, si es que alguien lo había hecho alguna vez. Suspiró.

-Quería darte las gracias por ayudarme hoy. Ya puedes irte si quieres.

Le vio cruzar las manos y apoyar los codos sobre la mesa. Asintió con la cabeza aceptando su gratitud.

-¿Tú te vas? -le preguntó entonces.

-Enseguida.

-No me iré hasta que tú lo hagas.

-No tengo más trabajo para ti.

-Pues entonces descansa.

¿Por qué le parecía a ella que le conocía de toda la vida? Sentía esa extraña emoción al verle y le afectaba su voz, y su mirada, pero había además una corriente de calidez y seguridad entre ellos que la desconcertaba.

-Está bien. -claudicó y empezó a recoger el ordenador.

Él la cogió de la mano, y ocurrió lo mismo que esa mañana. Conexión, deseo. Reina miró sus manos unidas antes de mirarle a los ojos.

-¿Puedo volver mañana? -le preguntó.

-¿Por qué? -preguntó Reina, insegura, notando latir su corazón más rápido que nunca.

Y entonces Max se acercó a ella sin soltarla.

-Por esto. -dijo con voz ronca, mirando sus labios.

Y la besó. Sólo posó sus labios en los de ella y presionó, y ambos jadearon a la vez. Pero antes de que Reina pudiese reaccionar, Max se apartó y se acercó a la puerta.

-Descansa Reina, volveré mañana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 3:

 

Durante los días que siguieron a aquel inocente beso, siguieron una especie de rutina. Reina le encontraba por las mañanas desayunando en la cocina, por muy temprano que se levantase. Luego él subía a su despacho y ambos trabajaban preparando la fiesta de San Valentín, para la que apenas quedaban tres semanas.

Pasó el fin de semana, entraron y salieron clientes y Reina estaba completamente recuperada. Max seguía ayudándola, y ella temía que si le preguntaba el por qué, él volviese a besarla.

Mientras tanto ella se movía en una zona no muy confortable de miedo, enfado y esperanza, en la que no había soñado, ni deseado estar. Tenía miedo de que Max le gustase por algo más que por su aspecto físico, de desearle por sí mismo y no por llevar ella demasiado tiempo sin mantener relaciones sexuales, pero sobre todo temía haberse enamorado de un espejismo, porque no le conocía. Y ese miedo la llevaba al enfado, consigo misma y con él. En cuanto a la esperanza… era difícil de explicar.

Esa mañana, al mirar por la ventana de cristales hasta el suelo que tenía en la habitación, un capricho que se había permitido al restaurar el hotel, volvió a dar las gracias de encontrarse allí.

Algunas veces el día a día la hacía olvidar su otra vida, cuando era maestra, y la rutina que la había ahogado tras la muerte de sus padres. Allí en Cerler, en Los Pirineos, se había encontrado de nuevo consigo misma, y al fin volvía a ser feliz.

El inicio del día reflejaba el sol sobre las montañas que se vislumbraban desde la habitación, y Reina decidió en ese instante que iba a disfrutar el momento. Iba a celebrar por tercer año consecutivo la fiesta de San Valentín, pese a que ella no creía en el amor, e iba a pasarlo bien con Max mientras durase. Con ese ánimo se levantó y bajó a desayunar.

Camino de la cocina revisó la calefacción, encendió el ordenador de recepción y las luces del salón del comedor, y se repasó en el espejo lateral para mostrar su mejor aspecto. Se dijo que Max no tenía nada que ver, pero ni ella misma lo creyó. Sonriendo para sí misma, entró por la ventana batiente. Y Max no estaba.

-Buenos días Reina. -la saludó Justin sin volverse. -Todavía no ha bajado.

¿Por qué la conocía tan bien? ¿Acaso ella era trasparente?

-¿Por qué no vas a despertarle a su habitación?

-¡Justin!

-¡José!

Dijeron Aurelia y Reina a la vez.

-¿Qué? -se giró él con cara de inocencia.

-¿Acaso no sabes que por las mañanas los hombres…?

-¡Justin!

-¡José!

Volvieron a hablar las dos al unísono.

-Desde luego… Necesito unos días con los chicos. -refunfuñó el cocinero, y les puso unas tortitas delante.

-Saliste con tus amigos el sábado. -le riñó su madre.

-Sí, y había una chica que por cierto…

-Si sale una palabra más de esa boquita tuya… -le amenazó su madre.

Y entonces entró Max.

-¿Era rubia? -preguntó sin más, uniéndose a la conversación mientras cogía una taza del armario y se servía café.

¿Por qué estaba tan cómodo allí? ¿O estaba cómodo en cualquier sitio? Llevaba unos vaqueros que le marcaban muy bien el trasero, y al darse la vuelta Reina pudo comprobar que también su… Desvió la vista hasta su desayuno.

Justin le hablaba de la chica, pero él se apoyó con las dos manos sobre la encimera y la miró a ella.

-Buenos días Reina. -dijo, y la forma en que pronunció su nombre casi la hizo caerse de la silla.

Desde aquel beso compartido en su despacho, Max no se le había vuelto a acercar, pero aún así…

-Buenos días Max.

-¿Qué tenemos previsto para hoy? -le dijo aquello como si tuviese planeado pasar el día en la cama, con ella.

Le miró. La tenía hechizada. E intrigada. Y ella no era tan tonta. Un hombre así debía tener otras intenciones, ¿Pero cuáles?

-¿Por qué no has ido ni un sólo días a esquiar? -le preguntó sin más, y todos se callaron. El ambiente pareció enfriarse un par de grados.

Y Reina estuvo segura de que él escondía algo. Le vio removerse incómodo.

-Me gusta más estar aquí. -lo cual no respondía a su verdadera pregunta.

-¿Quieres que salgamos Reina? -preguntó Aurelia. Ella y Justin le habían sugerido que diese un voto de confianza a Max, pero a ella le costaba.

Les miró a ambos.

-No, ya nos vamos nosotros.

Max la siguió en silencio mientras ella comprobaba que los huéspedes seguían dormidos. Cuando entraron al despacho continuaban sin hablar.

-Reina… -dijo Max al fin. Algo le decía que ella no le creía, y tenía razón en no confiar en él, pero le dolía. Aunque tampoco quería decirle la verdad. Cuando le dijese los motivos por los que se encontraba allí, ella se alejaría.

-¿Qué quieres Max? ¿Qué haces aquí?

-Ayudarte. -le respondió él, y creía que era cierto, aunque ni el hotel ni ella necesitaban su ayuda para funcionar. -Desearte. -Y eso sí era verdad.

Ella sacudió la cabeza, negando.

-Yo también te deseo… -dijo en voz apenas audible.

Max se adelantó sin querer hacia ella y Reina alzó las manos.

-No entiendo por qué tú me deseas… A mí. -Si iban a ser sinceros, esa era una de sus cuestiones sin resolver.

Max la miró incrédulo.

-¿Quieres que te diga por qué? -la recorrió con la mirada poniéndole los pelos de punta.

Reina negó con la cabeza.

-Sé que hay algo más.

El teléfono de Reina comenzó a sonar. Y ella a temblar. Una llamada a esa hora tan temprana siempre traía desgracias.

-¿Sí? -preguntó en apenas un susurro.

Max apoyó las manos en el escritorio para no abrazarla. ¿Por qué se había asustado tanto?

-Es para ti. -dijo ella pasándole el teléfono, con una mirada especulativa.

Max lo cogió para oír la voz de Susana, una ex que no le había creído cuando la dejó dos meses atrás. Seguramente Reina también la oía.

-Max, no puedo creer que estés en un pueblucho en Los Pirineos, ¿Cuándo vuelves, cariño?

-Susana, no vuelvas a llamar… Si no he contestado a tus mensajes era por algo…

Reina, que oía perfectamente la conversación, se dio cuenta de esa faceta de Max que no conocía. La de rompecorazones, la de Don Juan. Y no le gustaba. Como tampoco le gustaba aquella Susana. ¿Esa era la clase de mujeres con las que salía? ¿Y decía que la deseaba a ella?

Reina se dio entonces cuenta de que no quería sólo el deseo de él y disfrutar, como se había propuesto al levantarse esa misma mañana, quería algo más. Y en ese momento ni siquiera estaba segura de querer algo de él.

Max colgó el teléfono y la miró.

-¿Por qué has temblado? -le preguntó.

-¿Qué?

-Antes de coger el teléfono.

Reina se enfadó. ¿Quién se creía que era para exigirle una explicación?

-¿Quién era, una novia insatisfecha?

Max la miró, ladeando la cabeza, analizándola.

-Reina, confía en mí.

Ella negó con la cabeza. Estaban en un punto muerto.

-No puedo. No quiero.

Max la miró, sorprendido. Y dolido. Pero al parecer no pensaba rendirse.

-¿Qué hay que hacer hoy?

Reina suspiró. No le apetecía enfadarse más, estaba cansada.

-Tenemos que hacer un recuento de sillas para la fiesta…

-Bien, empezaré por ahí.

Y Reina supo que no sólo se refería al trabajo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 4:

 

Faltaban apenas dos semanas para la fiesta de San Valentin, ya llevaba allí otras tres, y no quería marcharse. Cuando su madre le llamaba, le respondía con evasivas. El hotel de Reina era viable, estaba en el mejor momento para ser incorporado a la cadena hotelera, pero aunque lo había intentado todavía no le había preguntado nada a Reina. Le parecía que a ella no le haría especial ilusión venderlo, incluso se opondría a dejar que pasase a formar parte de una empresa.

No sabía exactamente los motivos, pero le parecía mezquino preguntárselos cuando aún no le había dado los suyos, aunque intuía que tenía que ver con el temblor de ella ante cualquier llamada de teléfono a deshoras, y con el hecho de ser huérfana.

La admiraba como a nadie, incluida su madre. Estaba sola en el mundo, y había creado un hotel en medio de la nada que era muy bueno. Y también la deseaba. La forma en que se colocaba el pelo por detrás de la oreja, sus pantalones cómodos que marcaban sus preciosas piernas y su trasero, sus ojos azules clavados en él, temiéndole, acusándole, deseándole también.

Para conseguirla tendría que contarle la verdad.

Esa mañana Max estaba desayunando en el salón, con unas cincuenta personas más que saldrían hacia las pistas de esquí en unos minutos. Esperaba a Reina porque iban a Cerler a encargar las flores para la fiesta. Tenía ante sí una dura batalla si pretendía hacerla claudicar de su MINI para ir en su BMW.

-No sabes nada, Max Nieve… -Justin se sentó a su lado para leer el periódico.

A Max le sorprendía mucho aquel chico. Unas veces tenía la filosofía de un anciano y otras sólo era un chico lleno de dudas. Le había cogido cariño, a él y su maravillosa comida.

-¿Qué tal con Paula? -le preguntó, pero el joven negó con la cabeza.

-No tienes ni idea, ¿Verdad?

-¿A qué te refieres?

-Dí más bien a quién…

-Reina.

-Bingo. -Justin bajó el periódico y le miró como en una película de gangsters.

-La fiesta de San Valentín.

-Justin, deja de hablar en clave. ¿Es por las flores? Ella va a bajar de un momento a otro.

-¿Las flores? Estás perdido… Esta es la fiesta más importante para Reina.

-¿En serio? ¿San Valentín? ¿Una mujer? Qué raro… -le dijo con tono irónico.

Justin negó con la cabeza.

-Reina no cree en el amor… -dijo suspirando, y Max se rió.

-Esto empieza a parecer una novela rosa…

Justin se encogió de hombros.

-Sólo digo que la fiesta es importante para ella, y tú ni siquiera tienes traje.

¿Traje? ¿Qué relación había entre un traje, San Valentín y el amor? Suponía que Reina.

-¿Un traje? -preguntó intrigado.

-La fiesta es temática.

-¿Temática?

¿Por qué nadie le había avisado? El otro asintió, y él casi quiso zarandearlo para obligarle a hablar de una vez.

-¿De qué tema? -estaba empezando a perder la paciencia.

-Los exiliados del Pirineo.

-¿Qué? -No tenía ni idea de qué hablaba Justin. Le vio asentir con la cabeza.

-Tal vez mi madre pueda ayudarte con el traje.

-Justin… ¿Qué exiliados?

-Pregúntale a Reina…

Justin se levantó en el momento que ella entraba en el salón. Y volvieron a tener una de esas conversaciones silenciosas que tanto le intrigaban. Luego el cocinero se marchó a sus fogones, y los ojos azules de Reina se clavaron en Max.

-¿Listo?

-Siempre. -le contestó y ambos salieron por la puerta.

Como ella se dirigía al parking de empleados, la cogió del brazo, esperando ya las chispas que saltarían al tocarla.

-Hoy vamos en mi coche.

-No, estos son cosas del hotel…

-Reina, ha nevado…

-Llevo años conduciendo mi coche en peores situaciones…

-Reina. -Max la cogió por los dos brazos y la hizo mirarle. Ella estaba sorprendida por su actitud.

-Vas en mi coche o no vas.

Y misteriosamente Reina claudicó. Cuando subieron a bordo ella seguía en silencio, así que Max bajó la música, puso la calefacción y preguntó.

-¿Qué es eso de los exiliados de Pirineo?

La oyó suspirar con algo parecido a alivio.

-¿No te lo había dicho? La fiesta es temática. El año pasado fue Frozen, y este año se homenajea a los españoles que huyeron de España en los años de postguerra.

-Me gustaba más el tema del año pasado… -bromeó Max.

-Yo hice de Elsa… -le sonrió ella con poco entusiasmo.

-¿La Reina del Hielo? -Le pegaba, ¿Cómo había dicho Justin? Ella no creía en el amor. Ya. Todavía no se había topado con una de esas mujeres. La oyó asentir con un murmullo, cerrada en sus pensamientos.

-¿Por qué viniste a vivir aquí, Reina?

Notó que ella le miraba, pero él no apartó la vista de la carretera. No sabía por qué se le había escapado esa pregunta.

-¿Por qué vives tú en… dondequiera que vivas?

-En Madrid, vivo en Madrid, aunque soy de Oviedo.

-Pues eso.

Max se encogió de hombros.

-Me gusta.

Ella tardó en contestar.

-A mí me gusta esto…

Max sabía que ella no le había contestado. Llegaron a Cerler en silencio, y cuando él detuvo el coche, Reina hizo ademán de bajarse, y Max la detuvo.

-Espera.

Reina sentía el corazón en el pulso de su muñeca, como si le fuese a estallar. Max pronunciando su nombre, su mano sobre su brazo, su aliento, su olor…

Él esperó a que ella le mirase antes de hablar.

-Si te digo por qué he venido me lo dirás. -No era una pregunta, sino una afirmación.

Aún así ella asintió con la cabeza. Era lo justo.

-La semana que viene iremos a un hotel en Andorra y te lo diré. -dijo entonces Max.

Reina negó.

-No puedo dejar el hotel a pocos días de la fiesta.

-Yo te ayudaré, y luego podrás coger dos días para descansar.

Ella estaba dudando.

-Es importante, Reina. -le dijo.

Y ella accedió con un poco de reticencia.

-Está bien.

-Perfecto. Porque también habrá más de esto… -le dijo Max, y sin dejarla reaccionar, la acercó con su mano de un tirón y la besó.

Esta vez no fue un beso suave. En esta ocasión la marcó con el fuego de su aliento, con el sabor de su boca, la abrasó con la textura de su barba mientras descendía con sus besos desde su boca a su mandíbula, y después por su oreja y su cuello. Cuando sus lenguas volvieron a encontrarse, ella gimió y se acercó más a él. Y Max aumentó la intensidad de su beso. Hacía demasiado calor, y Reina necesitaba más…

-Reina… -la mano de él descendió por su espalda, e hizo un movimiento para acercarla a su cuerpo, ella chocó con la palanca de cambios, y entonces recordó dónde estaban y se apartó.

Los dos jadeaban buscando lo mismo, pero cuando Max intentó atraparla de nuevo, Reina le detuvo.

-Aquí no.

Y entonces, para su sorpresa, Max se rió. Soltó una carcajada que atravesó de nuevo todas las sensaciones que su beso le había dejado en la piel. Luego la miró con aquellos ojos tan oscuros como la noche.

-Al menos no es un no… Es un buen… después… -dijo el muy engreído, y se bajó del coche dejándola allí, echando humo del enfado que tenía. ¡Quien se creía que era!

Finalmente, cuando se hubo calmado un poco, porque no podía controlar todas las emociones que la recorrían, bajó del coche. Y encargaron las flores de la fiesta.

Y todo el mundo en Cerler supo que ella se estremecía cada vez que los ojos de él la observaban. Pero sólo ella conocía el sabor de sus labios, y el poder de sus palabras. Sólo ella sentía todavía el calor de sus manos a la altura de la cadera.

Y al parecer no era sólo ella la que deseaba más…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 5:

 

No podía seguir así. Aunque hacía días que había decidido disfrutar de su “especie” de relación con Max, no lo había hecho. Se divertía con él, y él la ayudaba a menudo con todos los problemas que surgían en el hotel. Pero no avanzaban.

Cada mañana Reina se levantaba con la intención de ponerle fin a aquello. A algo que en realidad no era nada. No confiaba en él, pero aún así temía estar cayendo a sus pies.

Enamorada. De un hombre del que sólo conocía su nombre, un poco de su personalidad, y sus besos. Porque desde el beso en su coche él la había vuelto a besar, mucho, demasiado. La besaba cuando se la encontraba, a solas o en compañía, la besaba cuando llevaban todo el día juntos, y en cualquier momento que se le ocurriera.

Y ella simplemente se derretía.

Y entonces Max la tocaba. Y Reina olvidaba cualquier intento de pedirle explicaciones.

Ese día se había levantado para acompañar a un grupo de excursionistas por los pequeños pueblos de la montaña. Quedaban diez días para la fiesta de San Valentín, y todavía había mucho trabajo. Aunque las reservas estaban completas para ese día, con ciento cinco personas, eran al menos doscientas las que asistirían a la fiesta, entre huéspedes, gente del pueblo y visitantes de la zona.

Desde que a Reina se le había ocurrido la idea de esa fiesta en plena temporada, las reservas del hotel habían aumentado de forma exponencial.

Lo que suponía que ese día a las cuatro de la tarde no pudiese echar una siesta que tenía por costumbre dormir, y tuviese que ponerse con listas de decoración, después de comer tarde, tras dejar a los excursionistas en sus habitaciones.

Reina se asomó discreta al salón, donde un fuego cálido iluminaba el centro de la habitación, y al no ver a nadie, colocó todos los papeles y su ordenador portátil sobre la alfombra, lo más cerca posible del calor de la lumbre.

Después de su habitación, ese era su segundo lugar preferido del mundo… Porque a veces se permitía recordar la hoguera de otro lugar… Pero sólo a veces.

Ese día comenzó a trabajar.

Y allí la encontró Justin una hora después.

-Reina. -le dijo, entrando despacio para no asustarla. Y se sentó a su lado en la alfombra.

Le había echado de menos. Aunque le veía en muchas ocasiones a lo largo del día, no tenían tiempo para hablar.

-Eh Justin, ¿Qué tal con… Laura?

-Cristina, ahora es Cristina. -le respondió el chico muy ufano.

-Te encanta vivir en las pistas de esquí, ¿No es así? -bromeó Reina.

-Bueno, lo odio en verano, cuando todas las chicas están en la playa en bikini… -bromeó Justin a su vez. Y los dos rieron.

Luego Justin se puso serio.

-¿Dónde está Max? -le preguntó su amigo.

Reina se enfadó. ¿Acaso tenía que estar pegada a él? Pero no quería discutir con Justin.

-Ha salido a correr.

-¿A las cinco de la tarde? Vaya un novio raro que tienes… ¿No debería estar… durmiendo la siesta con…?

-Justin no me busques que me encuentras…

-Venga Reina, diviértete un poco.

De repente a su amigo le cambió la cara. Estaba tramando algo. Cuando le sonrió, ella negó con la cabeza.

-No a lo que sea que estés pensando.

Pero Justin ya no la escuchaba. Se puso de pie y empezó a andar por la habitación.

-Max ha salido, así que no está en su habitación.

-Ni lo sueñes.

En los años que habían pasado desde que abrió el hotel, nunca se le había ocurrido registrar una habitación. Era inmoral. ¡E ilegal!

-Él no es un huésped como los demás…

-Justin, te estoy diciendo que no.

-Y tú no paras de decir que tal vez si le conocieses mejor…

Y así sin pensarlo, salió disparado del salón con dirección a las plantas de arriba, hacia las habitaciones.

-¡Justin!

Reina recogió todo lo más rápido que pudo, y le siguió. Cuando le alcanzó, Justin ya estaba en la puerta del cuarto de Max.

Max, con su barba de unos días y sus besos cálidos…

-Es como entrar en su casa… -dijo Reina en voz baja, y hasta ella se dio cuenta de que no estaba tan convencida como antes.

No sabía qué le ocurría, pero de repente deseaba conocer a Max mejor.

Justin se encogió de hombros.

-Sé mala por una vez Reina. Arriésgate.

Y sin saber cómo, ambos estaban dentro, curioseando primero con timidez y después a gran velocidad, todas las cosas de Max.

Era muy ordenado. Toda su ropa estaba colgada en perchas, y separada por modelos. Había ropa deportiva, pero también trajes de chaqueta. Y todos olían a él. A frescor y menta.

-¿En qué trabaja? -le preguntó Justin, haciendo la pregunta que ella se había hecho en muchas ocasiones.

-No lo sé…

-Jolines Reina, ¿De qué habláis todas esas horas que pasáis juntos? O tal vez no habláis, claro…

-¡Justin! -le lanzó una almohada y ambos sonrieron.

Entonces Justin le lanzó un cojín y empezó la guerra campal. Reina se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos divertirse, y se olvidó de que no estaban en una habitación desocupada. Buscó nuevos cojines y se atrincheró tras la cama para lanzarlos.

 

Por un momento, Max no lo podía creer. Cuando había visto la puerta de su habitación abierta, había pensado que la camarera encargada de la limpieza la estaba arreglando, porque su cuarto siempre estaba perfecto, y nunca veía allí a la mujer.

Pero lo que vio le dejó impactado.

Reina con el pelo alborotado, tumbada boca abajo sobre su cama, riendo y saltando mientras lanzaba ropa de cama al suelo.

Y un rayo de deseo le llegó directamente a la entrepierna. La quería así para él. A esta Reina desinhibida, alegre y guerrera, y a la otra seria, formal y desconfiada. En su cama, sólo para él.

-Reina creo que es hora de parar.

La voz de Justin le sacó de su visión, y al parecer a Reina también.

-¡Dios Justin! Tenemos que arreglar esto antes de que vuelva…

-¿Yo? -preguntó Max, entrando en la habitación, llenándola por completo con su presencia, sudado por la carrera y más sexy que nunca con aquella ropa manchada por el ejercicio.

Y Reina no se podía mover de aquella cama. Le deseaba.

Él alzó una ceja arrogante, desafiándola a hablar. Reina se incorporó azorada de la cama y miró a Justin. Le deseaba, pero la había hecho buena, y ahora le había perdido. Y ella sí que estaba perdida.

Justin le hizo un gesto instándola a hablar con Max, pero ella estaba paralizada. De vergüenza, de miedo y de deseo.

-Basta. -dijo Max, y Reina y Justin le miraron.

-Lo siento, no tengo palabras…

-Ha sido idea mía…

Los dos hablaron a la vez.

Max se habría reído al sentirse como un padre delante de sus dos traviesos hijos, de no ser porque la deseaba más que a nada en toda su vida.

-Justin sal, por favor.

Justin miró a Reina antes de salir, y no les dejó a solas hasta que ella se lo permitió con la mirada.

Max cerró la puerta al salir Justin y se pasó una mano por el pelo mojada de sudor. Luego la miró.

Reina parecía un reo a punto de enfrentarse a un batallón de fusilamiento, con orgullo, por supuesto.

-Algún día me tenéis que enseñar cómo hablar con la mirada. -le dijo en tono irónico.

-¿Qué? -preguntó ella, y se puso un mechón de pelo corto detrás de la oreja.

Y Max quiso hacerle el amor así, sólo tocándole el pelo mientras entraba en su interior.

-No culpes a Justin, al fin y al cabo yo soy la propietaria. Si nos quieres denunciar…

-Reina. -Max se acercó a ella y Reina retrocedió. Él se detuvo.

-¿Por qué has venido, Reina? Quiero la verdad.

Reina suspiró. Ella también quería la verdad. Pero la vida no era tan sencilla. Se la dijo a medias.

-Quería conocerte.

Entonces Max volvió a acercarse, y esta vez ella no se apartó.

-¿Y qué has descubierto?

Reina se encogió de hombros.

-Eres muy ordenado…

Max casi quiso reírse, pero si lo hacía ella se alejaría otra vez.

En cambio la cogió poniendo su mano derecha en su cara.

-Estoy aquí Reina, conóceme.

Y esta vez fue Reina la que le besó. Max la dejó hacer mientras sólo sus bocas y su mano sobre la cara de ella estaban en contacto. En ese momento Max creyó que tal vez si le conocía confiaría en él. Y no le odiaría cuando le dijese lo del hotel. Él no quería el odio de ella, quería su deseo, quería su pasión, quería a Reina de nuevo en su cama, pero esta vez de otra manera.

Reina sintió el cambio de estado de ánimo de él. Su mano descendió de su mandíbula a su cuello y luego por su pecho, su cintura y su trasero. Y entonces la acercó a su erección, empujándola hacia él, y los dos gimieron a la vez.

Reina le miró a los ojos y Max le sonrió. La cogió de las manos y se las puso sobre su sudadera, en su amplio pecho.

-Conóceme Reina, desnúdame. Hazme tuyo.

Reina se sintió poderosa, y comenzó a tocarle. Descendió con las manos hasta la cintura de él y coló sus dedos por debajo de su camiseta de interior, tocándole la piel sudada. Los dos suspiraron de expectación, y entonces Reina se detuvo.

Max inspiró hondo antes de preguntarle. Le estaba matando.

-¿Qué ocurre? ¿Quieres que me duche?

Reina se mordió el labio con timidez, y negó con la cabeza. Él la besó y le sonrió.

-Dímelo Reina…

-Hace mucho tiempo que yo no…

Max le volvió a sonreír. Cómo la deseaba. No podía parar de reír. La cogió entre sus brazos y la lanzó a la cama haciéndola reír también a ella.

-No debería haberme dicho eso… -se tumbó sobre ella, deseando arrancarle la ropa.

Reina notó la erección de Max en su cadera, su calor, separado apenas por dos cómodos pantalones de algodón, de su propio calor. Levantó las caderas de forma instintiva.

-Ay Reina, ahora te voy a follar bien… Hasta que te rías como antes. -le dijo, y sin dejarla contestar empezó a quitarle la ropa, besándola a intervalos en la boca y en los sitios que iba dejando al descubierto.

Y ella le desnudó a él.

Poco a poco las risas dieron paso a los gemidos, a los escalofríos provocados por el tacto de los dedos en la piel del otro, a las palabras ininteligibles, a las respiraciones entrecortadas. Cuando él se apartó de ella para colocarse un condón, ella le cogió la cara.

-No quiero ser otra de tus Susanas… -le dijo, expresándole así sus miedos.

Max se detuvo y la miró a los ojos.

-Reina, estoy aquí contigo. No hay nadie más. No hay nada más.

Y luego se lo demostró con sus besos, con sus caricias, con su lengua y con sus dientes. Cuando ya no podían aguantar más, Max la besó y la cogió del pelo con su mano derecha.

-Ahora Reina, así. -le dijo, y esperó a verla asentir antes de entrar de una embestida en su interior.

Y todo se volvieron sensaciones. Reina le sentía en todas partes, más adentro, más suave, lento primero y luego más rápido, su mano izquierda sobre su punto más sensible, y entonces explotó. Y mientras llegaba a las estrellas, apenas le oyó decir.

-Ríete para mí Reina, córrete para mí. -mientras se dejaba arrastrar por su placer. El de ella. El de él también.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 6:

 

Reina estaba boca abajo sobre la cama mientras Max la recorría desde el hombro hasta las corvas con su lengua, con el roce de su barba, con sus dedos.

Le mordió en el trasero antes de tumbarse junto a ella, y Reina se abrazó a él.

-He deseado tenerte así cuando te he visto aquí tumbada antes.

Reina levantó la cabeza y frunció el ceño.

-No ha sido algo demasiado profesional.

Max la cogió de la cadera y la acercó a su erección de nuevo incipiente.

-No me quejo… -Bromeó. Pero luego se puso serio ante el gesto de ella. Suspiró. -Está bien Reina, acepto tus disculpas y te entiendo.

Reina le besó en el mentón.

-Te deseo otra vez Reina…

Y ella le deseaba a él.

El teléfono de Max empezó a sonar y él maldijo en voz baja. Miró la pantalla y se disculpó con la mirada.

-Es mi madre. Lo siento. -Y se levantó para entrar en el baño, dejándola con una sensación extraña.

¿No confiaba en ella lo suficiente como para hablar con su madre delante suyo? Reina supuso que se lo merecía. Le había entregado su cuerpo, pero seguía teniendo dudas.

El teléfono de la mesilla empezó a sonar. Como Max todavía no había salido, decidió cogerlo, su madre no podía ser…

-¿Sí?

-¡Reina! -Aurelia parecía preocupada. -Perdóname por molestarte, es José…

Reina se incorporó de golpe en la cama.

-¿Qué le ha pasado?

-Se ha quemado en el brazo, y se ha ido solo a Cerler conduciendo. Me ha pedido que no te molestase, y no lo habría hecho de no ser porque creo que es grave.

Reina inspiró hondo.

-Ya bajo Aurelia, no te preocupes por mí.

Empezó a buscar su ropa por toda la habitación, maldiciendo sin cesar a Justin y a sí misma por haberse acostado con Max. ¡Había bajado la guardia! Y no estaba cuando su amigo la había necesitado.

-Le voy a matar… -dijo mientras se colocaba los cálidos pantalones.

-Vaya, no creo haberlo hecho tan mal como para que salgas corriendo… -bromeó Max, al salir y verla ya vestida. Pero luego le vio la cara.

-¿Qué ocurre?

-Es Justin, se ha quemado y tendrá que ir al hospital. Ahora está en Cerler, ¿Me llevarías? Tu coche es más rápido…

-Si Reina, no te preocupes… -intentó abrazarla para tranquilizarla, pero ella le ofreció su ropa.

Max suspiró. Paso a paso, se dijo. Ella le había pedido que la llevase en su coche, al menos habían avanzado algo.

Cuando llegaron a Cerler, el doctor Marcos les tranquilizó, pero también les dijo que había enviado a Justin a Benasque para que en el hospital le evaluasen mejor.

Reina no había hablado en todo el camino, y estaba muy pálida. Max decidió hacerla hablar para que no continuase pensando en lo peor.

-¿Cómo le conociste? -le preguntó mientras continuaban bajando la montaña por las sinuosas curvas.

-¿A Justin?

Él asintió con la cabeza. Por un momento pensó que ella no contestaría, pero al final le habló.

-Hace cuatro años vine al Pirineo de vacaciones. -suspiró. -Soy maestra, ¿sabes? O lo era, ya no lo sé. -Se encogió de hombros, y Max la dejó hablar.

-Un día estaba haciendo una ruta por Cerler cuando me encontré con la casa más bonita que te puedas imaginar. Era enorme y estaba casi derruida.

-El hotel. -dijo Max sin preguntar. Esa parte la había leído en aquel artículo del periódico.

-Sí. Aunque más bien debería decir que el hotel me encontró a mí. Igual que Justin. Era la casa de sus antepasados, y tenían una especie de fonda.

-Así que decidiste comprarlo…

-Bueno, no fue exactamente así… Tenemos una especie de sociedad…

Vaya, pensó Max, eso sería otro problema.

-Por eso viven allí. -dijo más para sí mismo que para ella.

Reina asintió.

-Un año después dejé mi plaza en el colegio donde trabajaba y me vine a vivir aquí. Y como aquel día había cocinado él, un chico de tan sólo dieciséis años, le contraté.

Max no pasó por alto que se había saltado todo un año de su vida, donde debió ocurrir algo. Ese algo que la tenía más preocupada por Justin de los normal.

-Son tu familia. -le dijo Max.

-Sí. -Luego volvió a guardar silencio. -Si le ocurriese algo…

Max le puso la mano sobre la suya.

-Estará bien.

Reina tragó saliva. Al ver sus manos unidas lo comprendió. Se estaba enamorando… Y eso la haría sufrir, de un modo u otro.

Finalmente llegaron al hospital y encontraron a Justin. Le habían puesto el brazo en cabestrillo y llamaba a sus amigos para que fuesen a buscarlo, no podía conducir.

-¡Justin! -dijo Reina, y le abrazó.

La mirada de Justin se cruzó con la de Max.

-Estoy bien. -le dijo a su amiga, pero a Max trataba de mostrarle la vulnerabilidad de ella.

Cuando llegaron al Raine Inn, ya eran más de las doce de la noche, Reina comprobó que todo estaba en orden, y leyó los mensajes de Aurelia, con la que habían hablado antes, que la informaba de que al día siguiente vendría Berta, la cocinera que les ayudaba a veces en la cocina.

Luego lo apagó todo y se fue a su habitación, en la buhardilla. Max se había ido a la suya para ducharse y no la había invitado a subir. ¿Por qué le molestaba? Y Justin ya estaba descansando.

Después de darse un buen baño, apagó todas las luces y se metió en la cama con su pijama afelpado. Como no podía dormir, se dedicó a mirar las estrellas por el ventanal de la pared, y escuchar el crepitar de la lumbre.

Y entonces alguien llamó a la puerta, y su corazón empezó a palpitar. Aunque tardó un poco en decidirse, al final abrió. Y le encontró allí. A Max. Vestido con unos vaqueros y una camiseta cálida y ajustada azul del color de sus ojos, estaba tan sexy que dolía. Y era tan joven…

Cuando él le sonrió y aquel hoyuelo apareció en su barba, ella despertó de su ensoñación.

-¿Cuántos años tienes? -le preguntó sin dejarle pasar.

-Veintisiete, ¿Por qué? -parecía sorprendido.

-Yo casi tengo treinta y dos.

Max se rió.

-¿Casi?

Pero luego vio que ella seguía seria.

-Te deseo. -le dijo en cambio. -No me importa nada más.

-No quiero enamorarme. -le dijo ella, muy seria. Y era la verdad.

Max se apoyó en el dintel de la puerta.

-¿Tú puedes evitarlo? Yo nunca he podido decidir…

-No creo en el amor. No quiero amor. -parecía muy triste ahora.

Max le tocó la cara.

-Pues yo no te creo a ti Reina, lo veo en tus ojos, me lo dice tu cuerpo cuando te toco… -le pasó la mano por el cuello y Reina se estremeció de anticipación.

-Vas a hacer una fiesta en San Valentín, ¿Y dices que no crees en el amor?

Reina bajó los ojos y negó con la cabeza.

-Déjame entrar Reina, déjame seguir con lo que hemos empezado.

Espero a que ella le mirase de nuevo antes de continuar. Había muchas dudas en su mirada.

-Sólo tienes otra forma de amar. Déjame demostrártelo. Déjame amarte a mi manera… Y ámame a la tuya…

Y Reina le dejó entrar, y no volvieron a hablar, dejaron paso a las sensaciones, y se amaron lentamente, bajo la luz de las estrellas y junto al calor de la lumbre.

Luego Reina se durmió entre sus brazos, mientras su corazón comenzaba a creer, incluso aunque ella no lo quisiera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 7:

 

Durante los siguientes días, Max pareció haberse mudado a su habitación. Aún así no había dejado la suya propia. A Reina le gustaba despertarse junto a él, tener su olor a menta fresca en la piel, y las miles de formas en que habían hecho el amor.

Pero, aunque en la cama se daban todo el uno al otro, durante el día seguía habiendo una barrera que les separaba.

Reina no sabía todavía qué había llevado a Max al Raine Inn, o cuándo pensaba marcharse, pero había decidido continuar en su propia nube de normalidad, y preocuparse después.

Mientras tanto, los preparativos para la fiesta temática continuaban, y su viaje a Andorra seguía en pie. Él le contaría todo allí. ¿Pero qué le contaría? Durante ese tiempo a Reina se le habían ocurrido cientos de cosas, pero no tenía demasiado tiempo para pensar.

Inscribió a dos nuevos huéspedes que iban a pasar el fin de semana allí. El miércoles y el jueves se marcharían a Andorra, y todo estaba preparado para el día de la fiesta, con escasos retoques por terminar.

Justin volvía a cocinar, aún con su brazo vendado pero ya mejor, y todo volvía a la normalidad.

O a una normalidad imposible para Reina con Max en su vida…

Le saludó mientras acompañaba a los dos huéspedes a su cuarto, él estaba arreglando una lámpara del pasillo, y Reina notó cómo se erguían sus pezones ante la sola presencia de él.

Cuando hubo instalado a aquella pareja, volvió a pasar junto a Max, y esta vez él le detuvo cogiéndola de la mano.

-Hola preciosa, buenos días…

La besó brevemente. Ella rió.

-Nos hemos visto esta mañana…

-¿Ah sí? He tenido que olvidarme…

Reina, que aún podía sentirle moviéndose en su interior, le puso la mano en el pecho.

-¿Por qué? -le preguntó con tono bromista y seductor.

-Porque si pensara en eso que hemos hecho… No podría apartarme de ti…

Y así transcurrieron esos días, entre la incredulidad de ella, la culpabilidad creciente de él, y la felicidad por los momentos de pasión compartidos.

 

Cuando llegó el día de su viaje a Andorra, Max estaba nervioso y bastante preocupado. No sabía qué era lo que le pasaba con Reina, pero esos días compartidos con ella le habían cambiado. La deseaba, pero no era sólo deseo lo que sentía por ella. Quería protegerla y cuidarla, y respetaba profundamente su forma de ser decidida y protectora de aquellos a quienes amaba.

Así que a esas alturas todavía veía más difícil su cometido, no sabía cómo explicarle sus motivos de cuando había llegado al hotel, motivos que no habían variado, pero que no quería que afectasen o influyesen de alguna manera en su relación. Aunque suponía que eso sería imposible, no estaba dispuesto a rendirse.

Pasaron toda la mañana de camino a la ciudad-país, y llegaron a un hotel de su cadena hotelera hacia mediodía. Cuando dejaron las cosas en la habitación que compartirían, Max propuso comer algo en el restaurante contiguo.

-Vaya. -Dijo Reina, muy animada ante sus primeras vacaciones de verdad en unos años. -Esas toallas calientes me han parecido estupendas. -dijo alabando el servicio del hotel, cuando paseaban por la ciudad después.

Y a Max le pareció un buen punto para empezar la conversación que quería mantener con ella desde que la conoció.

-Te gusta la hostelería, el mundillo digo.

Reina le miró con alegría. Ese tema, además de darle de comer, le apasionaba.

-El hotel es mi vida, Max…

Reina decidió que debía contárselo si ese iba a ser un viaje sincero. No le gustaba hablar de ello, pero era lo justo. Él la instó, con un apretón de la mano que le tenía cogida, a continuar.

-Para mí significa realización, independencia, felicidad… Yo ya tenía todo eso, en Murcia. Ya te he dicho que era maestra, ¿No?

Max estaba paralizado. Ella se estaba abriendo a él cuando quería hablar de negocios. Y necesitaba escucharla. No podía detenerla o la perdería.

-Tenía un novio, Carlos, y nos íbamos a casar… -Tragó saliva con dificultad. -Entonces mis padres… -Las lágrimas empezaron a correr por sus ojos sin que pudiese evitarlo. No lo había hablado con nadie.

Max la abrazó.

-Lo siento Reina. Lo siento, de veras.

Reina trató de serenarse. No quería la compasión de Max, sólo que la conociese. Se apartó de su abrazo, aunque habría querido quedarse allí para siempre.

-No lo superaba. Nadie lo hace en realidad, nunca. Pero yo no podía continuar con mi vida. Simplemente. Llegó un momento que era morir o… venir al Pirineo. -le miró.

-Dios Reina, yo… no lo sabía, no tenía ni idea…

De haber sabido aquello, Max no habría retrasado tanto su conversación sobre la cadena hotelera y los planes de incorporar el Raine Inn en ella.

-Hazme el amor, Max… -dijo ella con voz ronca por las lágrimas, y a él se le paró el corazón.

-¿Qué?

-Ahora, hazme el amor…

Luego Reina no recordaba haber llegado hasta el hotel, Max apenas la dejó cerrar la puerta antes de comenzar a besarla. Era todo lo que necesitaba, la pasión y el deseo recorriéndola, barriendo todos los pensamientos de su mente.

Le colocó las manos en el pelo, y Max aumentó su beso. Comenzó a recorrerle el lóbulo de la oreja mientras se desabrochaba los pantalones.

-Max… -murmuró ella. No quería que sus cuerpos se separaran ni un centímetro.

Max lanzó con los pies los pantalones de una patada, tras coger el preservativo que guardaba en el bolsillo trasero, luego la hizo envolverle la cadera con su pierna derecha, y le levantó la camiseta para acceder a sus pechos, que parecían esperarle impacientes.

No podía pensar, quería estar dentro de ella y eliminar así toda la tristeza de Reina, y todo el miedo a perderla que sentía él.

Cogiéndola de las caderas, se la subió a horcajadas y la tumbó en la cama, cayendo después sobre ella. Enseguida la tuvo desnuda bajo él, deseándole tanto como la deseaba él.

Reina quería demostrarle su poder, que no era débil, que podía sobrevivir a lo peor, y a lo mejor. Cuando él se colocó el condón, le hizo dar la vuelta en la cama y se colocó sobre él.

-Hazme el amor, Max… -volvió a repetir.

Entonces colocó las manos de él sobre sus pechos, y se arqueó para recibirle en su interior.

-Reina… -dijo él, maldiciendo casi.

Luego ella se movió sobre él, y Max la cogió de las caderas, marcando el ritmo de sus embestidas. Y cuando Reina ascendía hacia su orgasmo, Max la acompañó, y llegaron a la cumbre casi a la vez.

Reina se dejó caer jadeando sobre él, y max la abrazó.

-Gracias. -Por hacerme olvidar, por escucharme, quiso añadir, pero supuso que Max lo sabía, porque se había puesto tenso. Quiso explicárselo, pero se quedó dormida antes de dejarle si quiera hablar.

Max se sentía roto por dentro, con Reina dormida entre sus brazos. No sabía cómo continuar. Estaba perdido como no lo había estado nunca. Sinceridad. Para ella era importante.

La oyó moverse mientras se despertaba.

-¿Max?

-¿Sí?

-Me he dormido. -le miró con una sonrisa, y Max le tocó el pelo alborotado.

-¿Qué ocurre? -le preguntó entonces Reina, notando su humor en ese momento.

Max la miró a los ojos.

-Tenemos que hablar… Mejor vestidos.

Se apartó de ella e intentó levantarse, pero ella le cogió la mano. Estaba tan preciosa allí desnuda, con toda su piel cremosa sobre la cama.

-Max dímelo. -Reina pareció comprender la importancia del momento, y se cubrió con la colcha, ya alejándose instintivamente de él.

Max suspiró pasándose una mano por el pelo. Luego se colocó los pantalones y se sentó a su lado. Sinceridad.

-Mi madre tiene una cadena hotelera. -le dijo mirándola de forma fija. Quería ver la reacción de ella en su rostro, tan expresivo.

-¿Qué? -sorpresa, duda, miedo.

-De hecho este hotel es nuestro…

-¿Vuestro? -incredulidad.

-Fui al Raine Inn para comprarlo.

Negación. Ella no quería creer.

-No. -fue todo lo que Reina dijo. Y con eso lo decía todo.

Nunca habría podido imaginarse aquello. Él la había usado para llegar hasta el hotel.

Negocios. Dinero.

Max intentó tocarla y ella se apartó. Volvió a pasarse la mano por el pelo.

-Yo no sabía que esto ocurriría… -Hasta él mismo se daba cuenta de que sonaba a excusa. -Reina escúchame, podemos hacer que esto funcione…

-¿Esto?

Reina no lo podía creer. Nunca se había sentido tan estúpida. Seguramente porque nunca había sido tan tonta como con Max.

-Tú, yo, el hotel.

-¿Cómo puedes decir eso Max? ¿No has oído nada de lo que te he contado? ¿O acaso no te importa? ¿No tienes corazón? ¿Quién eres?

-Sólo quiero lo mejor para ti Reina. La cadena hotelera…

-Vete. -le dijo ella sin dejarle continuar. No podía soportar ni una palabra más. Le amaba, ahora lo sabía. Y él le había roto el corazón.

-¿Qué?

Reina se levantó, atándose la colcha al cuerpo.

-No quiero volver a verte.

-No me voy a ninguna parte, Reina.

Cuando Max intentó acercársele, ella dio un paso atrás.

-Max, vete por favor…

Max no se sorprendió al verla tan fuerte y tan vulnerable a la vez.

-Esta bien Reina, buscaré otra habitación. Pero no me voy, no sin ti.

Cuando se marchó, reina se tumbó sobre la cama, una cama que todavía olía a él, a Max, en la que se habían amado por última vez. Aunque ya no le conocía, ni le creía, ni confiaba en él. Luego todo la alcanzó, y ella se dejó engullir por la oscuridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 8:

 

-Me quedaré hasta la fiesta.

Aquellos días en Andorra se convirtieron en tan sólo uno. Luego Max la trajo a Cerler y se despidió de ella ese día con aquellas palabras.

Y Reina hizo lo que siempre hacía cuando no quería sentir. Trabajó.

Y la noche de la fiesta llegó un año más.

Estaban al completo, había miles de cosas que hacer, pero en ese momento Reina se colocaba su vestido de estilo años cuarenta, muy austero, pero con un toque de actualidad debido al escotado jersey din espalda que se escondía bajo un típico traje de dos piezas de falda y chaqueta.

No sabía por qué, pero quería estar deslumbrante. Tal vez para demostrarse a sí misma que superaría ese nuevo terremoto en su vida. Una vida que no sería la misma sin Max en ella. Pero tenía el hotel.

Reina se colocó los pendientes de estilo retro con perlas colgando de forma sencilla, y bajó al salón. En unos instantes comenzaría la cena que daría el pistoletazo de salida a la fiesta. Todo estaba perfecto. Ese año, en honor a quienes huyeron de la vida difícil en España, se había decorado todo con detalles de época, y se serviría un menú especial también basado en esa temática. Habían trabajado mucho, y esa era la recompensa. Toda suya. Pero no podía disfrutarla sin Max, que la había ayudado tanto…

Los huéspedes comenzaron a entrar en el salón, y Reina compuso su mejor sonrisa. max sólo la había ayudado por su propio interés. Y ella sobreviviría a esa noche. Y a él.

Tres horas después, la cena había concluido con gran éxito, y ahora se estaba transformando el salón en una especie de pista de baile. Habían contratado a unos bailarines para que enseñasen típicos bailes españoles como el pasodoble, aunque los mayores los conocían de sobra.

Muchos de los habitantes de Cerler habían sido exiliados de guerra, y le habían agradecido a Reina la fiesta.

Ella, por su parte, entró en la cocina, en donde un trasiego de gente entre camareros, cocineros y personal de cocina cuadruplicaba a sus ocupantes originales. Justin se encontraba allí, tan joven, gobernando su mundo sin ningún problema. Al verla allí en la puerta fue a buscarla y la sacó al frío de la noche por la puerta de atrás.

Reina le agradeció el gesto en silencio. Era una noche muy fría, pero había estrellas que no se veían desde ningún otro punto del mundo. Los dos permanecieron en silencio un buen rato, disfrutando del momento.

-No se ha ido. -dijo entonces Justin.

Y Reina suspiró. La realidad hacía acto de presencia.

-Lo sé.

Había visto a Max durante toda la noche, tan guapo que dolía, vestido con un traje gris que Reina sabía que había pertenecido al abuelo de Justin. Él, como en todos los días transcurridos tras su vuelta de Andorra, había intentado acercarse a ella, pero ella no le había dejado.

-No dejaré que se quede con el hotel.

Reina le había contado todo a Justin y Aurelia, que la habían apoyado de forma incondicional, incluso cuando ella les dijo que con su parte del hotel, que era un sesenta y seis por ciento, podían vender si así lo deseaban. Odiaba admitir que una cadena hotelera podría mejorar la posición del Raine Inn, porque era toda su vida. Y detestaba la forma en que Max la había despertado de su ilusión. Eso era lo que más derrotada la tenía.

Justin le pasó un brazo por los hombros.

-No llores Reina…

Reina sorbió por la nariz, no sabía que estaba llorando, lo hacía demasiado últimamente.

-He hablado con Max y está muy arrepentido…

-No Justin, no sigas.

Se apartó de su amigo y este suspiró.

-La fiesta ha sido un éxito. -dijo Justin, y cuando ella sólo asintió con la cabeza sin mirarle, él se encogió de hombros y volvió a entrar en la cocina.

Tenía que volver, pensó Reina, al fin y al cabo aún había que supervisar el baile. Esa noche no podría descansar hasta bien entrada la mañana. Dio la vuelta al Raine para evitar el jaleo de la cocina y entró por la puerta principal.

Max no podía creer que una mujer le afectase tanto. Desde que había conocido los motivos de Reina para irse a vivir al Pirineo… No, negó mentalmente, se había enamorado de ella aquel primer día, cuando ella se negó a dejar que la ayudase. Y ahora la había perdido.

Al principio creyó que podría solucionarlo, pero de repente todo se le había ido de las manos, y Reina sobre todo. Ni siquiera hablaba con él… Ni siquiera esa noche.

Entonces la vio entrar, evaluando la calidad de la fiesta como había hecho toda la noche, y no pudo evitar intentarlo por última vez.

-Reina. -la acorraló de una manera en la que tendría que dar un espectáculo si se apartaba.

-¿Qué quieres Max? -le preguntó ella, mirándole con aquellos ojos dolidos y enfadados.

-Has llorado. -afirmó él, y no pudo evitar tocarle la cara.

Reina se apartó.

No podía soportarlo. Incluso odiándole su cuerpo le respondía, su corazón le amaba.

-Lo siento Reina…

Ella levantó la cabeza, recuperando el orgullo una vez más.

-Yo también.

Luego los dos se quedaron en silencio. No tenían nada más que decir.

-Baila conmigo. -dijo entonces Max, sorprendiéndola.

-¿Qué?

-Pasa esta noche conmigo, Reina, dime adiós a tu manera…

Reina recordó cómo él le había pedido que le amase a su manera, y le amaba, aunque le fuese a perder. Y ahora se despediría de él, para siempre. Era irremediable.

-Si. -fue todo lo que dijo, y le miró a los ojos solemne, pero no pudo descifrar nada en los de él.

Luego bailaron, y charlaron con la gente, y Max no la soltó en ningún momento. Cuando la gente se marchó, recogieron algunas cosas, y de repente se encontraron a solas en la entrada, junto a recepción.

Y esta vez no hubo palabras, sólo la sensación de pérdida que ninguno de los dos quería sentir. Ambos deseaban alargar el momento de separarse, cuando ya no se tendrían, ni se sentirían más.

Reina no supo quién se acercó a quién, pero Max la agarró por la cintura y comenzó a besarla.

-Max…

-Chis, no hables Reina. Sólo hazme el amor… A tu manera…

Luego la arrastró de la manos hasta su habitación, y Reina no habló, sólo sintió y se dejó llevar. Cada uno desnudó al otro lentamente, recordando y aprendiendo de nuevo, el sabor, el olor, el tacto del otro. Cuando se tumbaron en la cama Max la besó como si no hubiese un mañana, y así era. Ella le cogió del pelo y él la besó por la mandíbula, la garganta y el pecho. Cuando le pasó la lengua por el ombligo y descendió hacia su centro, ella gimió.

-Max…

-Dime preciosa.

-Yo… yo no quiero amarte…

Max regresó a su boca y la besó.

-No llores cariño, no llores. -le suplicó casi. -No lo hemos podido evitar…

¿Él también la quería? ¿Cambiaba eso algo?

Max comenzó a besarla y les invadió la pasión. Había algo desesperado entre ambos, y cuando él se tumbó sobre ella y se colocó el condón, ambos se miraron a los ojos.

-Reina… -Max le lanzó una súplica, pero ella no podía perdonarle.

Entonces él la penetró con fuerza. Si no podía convencerla con sus palabras, lo haría con su cuerpo. Tal vez así Reina comprendería al fin lo que sentía por ella, lo que había entre los dos.

Luego Reina le rodeó las caderas con sus piernas, y él accedió más adentro. Cuando ambos gimieron a la vez, Max olvidó todo lo que estaba pensando, y se perdió en su interior.

Reina notaba cómo Max le destrozaba un poco más de su alma con cada embestida, y cuando llegó al orgasmo, casi oyó los cristales rotos de su corazón esparcirse por todas partes.

Era el final.

Al amanecer, apenas dos horas después, Max la tenía abrazada y seguían sin dormir.

-Reina vente conmigo… Te necesito… O yo me quedaré aquí si lo prefieres… -le dijo él.

Pero Reina no contestó. Sólo le abrazó hasta que se quedó dormido.

¿La necesitaba?¿Hasta cuándo? Ni siquiera le había dicho que la quería, y ella, ¿Qué? ¿Tenía que dejarlo todo por él?

Se levantó de su lado, notando ya el frío que la invadiría en el futuro, y le lanzó una última mirada.

Su vida estaba allí, en el Raine Inn, y la de Max no. Aquel hombre que la había cambiado para siempre, a quien quizá nunca olvidase, debía volver a su propio mundo, le miró un segundo más y luego se armó de valor y salió de su habitación, y de su vida, en apenas un instante.

Cuando llegó a su habitación se sentó junto a la lumbre, ya algo apagada, y se acurrucó sobre la alfombra. Pensó que jamás se dormiría, pero el cansancio la venció, y se quedó allí dormida, sin pasado ni futuro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 9:

Se había ido. Reina le había contestado de una forma muy clara. Aunque estaba seguro de que le amaba, no se iba a arriesgar por él.

Max se despidió de Justin y Aurelia y se subió en su BMW sólo, como había llegado a Cerler, pero desolado de una forma que no había sentido nunca.

Ahora Reina le parecía un sueño que quedaba atrás mientras él avanzaba por la carretera de camino a Madrid. Se había despertado para quedarse sin un futuro con ella.

-Habla con ella. -le había pedido Justin cuando le despidió en la puerta esa mañana. Al parecer Reina seguía dormida.

Él había negado con la cabeza.

-No tengo nada más que decir…

Se sentía dolido, le había pedido perdón, le había dicho que la amaba, y le había hecho una promesa de pasión y deseo. Y aún así ella le había rechazado…

Reina, con su porte regio como su nombre, su pelo corto y sus expresivos ojos, cuando se dejaba llevar por la pasión… Y tan vulnerable cuando le había dicho que no quería amarle… Porque temía perderle.

De repente Max lo comprendió. Y las palabras que había dicho Justin antes de dejarle arrancar.

-No sabes nada, Max Nieve…

¡Reina temía perderle! Y él, marchándose, le había dado la razón. Ahora lo sabía. Tenía que volver y decirle cuánto la amaba. ¡Se casaría con ella! Incluso firmaría un contrato que dijese que el Raine Inn no le importaba más allá de que era algo que pertenecía a Reina. Y amaba todo lo de ella. Pero no quería el hotel.

Todo eso pensaba decirle. Y Reina le tendría que escuchar.

Max sacó el intermitente para girar en la siguiente curva y frenó, pero el hielo de la mañana deslizó el coche a un lado, y Max perdió el control. El último pensamiento que tuvo antes de caer por el barranco fue para Reina. Aquello la mataría. Luego todo se volvió oscuro.

 

El teléfono no dejaba de sonar, y los golpes en la puerta no cesaban. Reina abrió los ojos, dolorida tanto por dentro como por fuera. Max se habría ido a esas horas, y dormir encogida en el suelo no la haría sentir mejor.

-¡Reina despiértate! ¡Estoy preocupado joder!

La voz de Justin terminó por sacarla de su entumecimiento y fue a abrirle. Debía tener un aspecto horrible porque Justin la miró blanco de preocupación.

-¿Tan mal estoy? -Trató de bromear, pero se sentía fatal.

-Vístete. -le dijo Justin sin oírla, buscando ya su anorak.

Aquello no era normal…

-Justin, ¿Qué pasa?

El teléfono volvió a sonar, y ella lo agarró aunque Justin quiso evitarlo.

-Raine Inn. -dijo, aunque ya sabía o que vendría a continuación. Ya había recibido una de aquellas llamadas cuatro años atrás.

-Gracias al cielo. -dijo la voz de una mujer al otro lado. -¿Es usted Reina Pérez?

-Si, soy yo. -Reina se había sumido de nuevo en el estupor, y nada la sacaría de allí, lo sabía de sobra.

Luego la voz se lo confirmó.

-Es por Maximiliano Ruiz, ha tenido un accidente.

Reina no supo cómo había llegado hasta allí, pero lo había hecho. Era como la otra vez, era peor, porque sabía lo que ocurriría a continuación. Max estaba muerto. Nadie se lo había dicho, pero nunca lo decían…

Justin y Aurelia estaban a su lado, y ella podía sentirlos, pero nada la salvaría. ¿Qué había hecho para merecer esa vida?

-Pase por aquí, Señorita Pérez. -era la voz de la enfermera que la había llamado. La siguió hasta un quirófano, más por inercia que por otra cosa. Sus padres no habían sobrevivido.

-Quiere que le diga que fue volviendo. -dijo la enfermera.

-¿Qué? -estaba desconcertada.

-Su novio. Me lo dijo antes de llamarla, pero se me olvidó con toda la información…

Un rayo de esperanza atravesó el corazón y la mente de Reina.

-Volviendo…

La mujer asintió.

-También ha insistido en que deseaba verla antes de ser operado.

-¿Está… vivo? -le daba miedo preguntar.

-¿Vivo? -la mujer la miró como si estuviese loca. Tal vez lo estaba.

-De momento sí cariño, aunque me duele horrores…

Allí estaba Max, más guapo que nunca. Tenía una brecha fea en la frente, y con el brazo derecho se sujetaba el izquierdo. Le lanzó una sonrisa.

-No te vas a librar de mí tan fácilmente.

Y para sorpresa de todos Reina se tumbó sobre él llorando.

Reina no supo cuánto tiempo estuvo allí llorando sin consuelo, pero al final Max la agarró de un brazo, y la subió por su cuerpo para besarla.

-No me voy Reina, estoy aquí.

Reina se apartó para mirarle. Al parecer les habían dejado a solas, ella se dio cuenta en ese mismo instante.

-Max…

-Te quiero. -le dijo él.

Y como ella no contestaba, Max continuó.

-Lo siento, pensé que si me conocías, si me querías… -negó con la cabeza. Se le habían borrado todas las palabras que pensaba decirle.

Reina le miraba como si fuese algo único. Y él se sentía así con ella.

-Me he enamorado de ti Reina. No quiero el hotel. Firmaré un papel renunciando a él si es lo que quieres.

-¿Qué?

-Cásate conmigo Reina. Te quiero.

Reina notó cómo todo el universo dejó de rotar en ese instante, y sin darse cuenta, le sonrió.

-Sí.

-¿Sí, qué? -Max quería oírselo decir, todo.

Ella se acercó más a él procurando no hacerle daño en las heridas.

-Te quiero. Me casaré contigo. -Lanzó una carcajada. -Creo en el amor…

Max también rió y la abrazó.

-Ya te lo decía yo…

Los dos se besaron.

-Ha debido ser por culpa de San Valentín. -dijo Reina bromeando.

-Estoy seguro. -dijo Max, y sólo la soltó para que le arreglaran el brazo, y poder estrecharla con los dos otra vez.

 

EPÍLOGO:

Un año después…

La fiesta había vuelto a ser un éxito. Reina no sabía cómo, pero en un año su vida había cambiado por completo. No sabía el cómo, pero sí el quién…

Max.

Eran las cuatro de la mañana y la gente comenzaba a retirarse a sus habitaciones. Ella le vio allí, en mitad del salón, ordenando unas mesas. Se acercó a él por detrás y le abrazó.

-Me muero por tenerte dentro de mí… -le susurró.

Y Max se revolvió en sus brazos y en un segundo la estaba besando.

-Ah Reina, ¿Qué me haces?

La empujó con las manos en sus caderas a su cuerpo duro y musculoso, para que ella notase en su erección lo que sus palabras habían provocado.

Pasaron un momento encerrados en la pasión, hasta que un carraspeo les detuvo.

-Creo que tenéis una habitación arriba…

Ambos se giraron sin soltarse para ver a Justin cogido de la mano a una chica rubia monísima.

-Encantada de conocerte… Claudia. -dijo Reina sonriendo.

-Era Marta. -le susurró Max en el oído.

-Mi nombre es Inés. -dijo la rubia muy digna, y salió por la puerta.

-Muchas gracias… -Justin les lanzó una mirada asesina y siguió a la chica.

Cuando los dos dejaron de reír, Max la llevó arriba y le hizo el amor lentamente, sobre la cama. Luego él se levantó para azuzar la lumbre, y Reina le habló, colocándose boca abajo en la cama.

-Creo que ya sé cuál será el tema de la fiesta del año que viene.

Esperó a que Max se girase antes de continuar. Ella todavía no podía creer que ambos se hubieran encontrado.

Estaba espléndido allí desnudo junto a la lumbre. Le miró mientras se pasaba una mano por los dientes.

-¿Cuál? -dijo Max, muerto de nuevo de deseo por su mujer. A esas alturas ya sabía que no dejaría de desearla. Nunca.

-El amor. -dijo ella siguiéndole con la mirada hasta que él se colocó a horcajadas sobre ella y comenzó a besarle el cuello, a lamerle la espalda.

-Siempre ha sido el amor Reina… -la hizo colocarse de rodillas agarrándola por la cadera.

Reina gimió.

-Será el amor. A mi manera. -añadió entonces ella con la voz ronca de deseo.

Y entonces Max le colocó una mano entre las piernas y la penetró.

-Esa es mi preferida… -contestó él apenas.

Y se amaron siempre así.

Como celebrar San Valentín…
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