VIERNES 31 OCTUBRE, 2003. Lino, ¿entonces hace ya veinticinco años que murió Maruja? No puede ser, caramba: todo pasa en un abrir y cerrar de ojos. Tú y yo nos conocimos en la peña del Café Buenos Aires. ¿Recuerdas? Te estoy viendo: zapatos de charol, unas polainas, pantalón de filo, saco cruzado y una boina gallega, clarita. Me río. Yo me dije, ¿de qué museo de cera sacaron a ese tipo? Nos presentó Rosa Rosales. Hablamos boberas esa noche. Te dije no sé qué, y tú quién sabe cuánto. Y después, calabaza, calabaza, cada uno para su casa. Me fui y todavía ustedes estaban ahí. Maruja bailaba con la Rosales. Luego nos hemos cruzado en infinidad de ocasiones. Vivimos a unos ochocientos pasos de distancia pero jamás dimos uno adelante para acercarnos. ¿Por qué? Por las fachas, digo yo. A mí me daba una patada en el estómago tu obsoleta corrección, esas camisas azules y verdes, limpias aunque mal planchadas, el brillo de tus zapatos. Y a ti de seguro te repugnaba mi estampa bufonesca. ¿No está gracioso mi pantalón de rombos negros y blancos? ¿Y qué tal las alpargatas, esta camiseta amarilla y mis tirantes fosforescentes que aún conservan su elasticidad intacta? Echale un ojo a la gorrita de los NY. De lujo, ¿no? Pero pasa, Lino, pasa: no te quedes ahí parado como si hubieses visto un muerto. Deja que tu nieto toque mi tambor: es suyo, se lo regalo. Totó, te lo regalo. El orden y la higiene me fascinan. Lo hermoso me mata. Mira esta casa: si encuentras un florero sucio te regalo a mi sobrino Ismael Méndez Antúnez, lo más caro que poseo. Y no me refiero sólo a lo que la inmensa mayoría de la humanidad entiende por lindo, aunque también lo incluyo. Igualo lo horripilante a lo majestuoso, lo vulgar a lo sublime, lo vano a lo sutil, lo somero a lo profundo y lo chambón a lo genial. Yo te llevo cierta ventaja porque soy actor y me cambio la piel a cada rato. Desde joven convivo con mis alteregos exóticos, unos personajes de nombres raros que se me montan como espíritus al menor chance. Luego de tantas representaciones, conseguí ensamblar sus fábulas imaginarias con rigor de relojero que ajusta cada rueda dentada. Mi nombre de bautizo es Arístides Antúnez pero también fui o soy Abdul Simbel, Benito O’Donnel, Pierre Mérimée, Eduardo Sanpedro, Lucas Vasallo, Plácido Gutiérrez, Elizabeth Bruhl y Larry Po. Entre todos, hemos amado a 68 mujeres y a un dentista. Este cuaderno de tapas rojas es el expediente de mi demencia. Aquí registro datos precisos de los amores para no olvidar de quién he sido. Es mi propio réquiem. Elegí por escenario nuestra ciudad, La Habana, mi tersa Habana, una Habana de bolsillo, caminable, y aquí produje la farsa de mi vida sin importarme un pito lo que puedan decir. La obra tendrá remate feliz cuando yo muera. Soy un hombre suave, más suave que un payaso. Por un momento consideré la posibilidad de regresar al punto de partida, una casa de cuatro aguas en mi natal Arroyo Naranjo, pero luego pensé que sería un error porque nadie se baña dos veces en el mismo río. El día que vuelva al pueblo estaré perdido: sus ruinas serán mi ruina. Durante estos años de funciones privadas, siempre busqué alguien que me aplaudiera, un espectador, un testigo. Alguien como tú. Un amigo. Para eso son los amigos.

—¿Lo somos? Acabamos de conocernos, Larry.

—Coño, mi socio, también existe la amistad a primera vista. Déjame leerte algo que escribí en mi cuaderno.

—Dale, pero antes déjame pasar al baño.

Yo soy en verdad Arístides Antúnez, un actor sin suerte, extra de la televisión, don Juan de pura sangre, viejo verde y cursi. Nací y crecí en el pueblo de Arroyo Naranjo, allá en las afueras de La Habana, donde mi padre paleaba ladrillos en un tejar del siglo XIX. Hijo de José Ismael y de Gabriela, hermano de Gabriela y tío de Ismael, llevo tres cuartos de siglo dando lata. Me considero afortunado: la gente que me mira no me ve. Soñé con ser Electra, Angelito, Chacha, Agamenón, Tota, Tabo, Mefistófeles, Flor de Té, personajes todos de Virgilio Piñera y tuve que conformarme con papelitos terciarios, Voz de Altoparlante, El Coro, Hombre No. 2, Voz No. 3. No soporto el escandaloso silencio de la soledad ni el fragmentado desparpajo de los tumultos. He sido anacoreta, ermitaño y penitente, también soberbio, altanero y desdeñoso. Después de incontables volteretas, de una carrera con más penas que glorias, luego de pretender a doscientas mujeres y desnudar a cien de ellas y poseer a unas setenta, de las que perviven seis o siete aunque solamente amé a una, que llevaba trenzas, después de beberme quinientas botellas de ron y aprenderme de memoria cincuenta obras de teatro, el balance de mi vida arroja una enorme confusión: en este bullicioso palacio donde vivo, en medio de una muchedumbre de fantasmas, entregué mi corazón al desparpajo y aquí me tienen convertido en un anacoreta soberbio, un ermitaño altanero, un penitente desdeñoso. Me gusta la rumba y el rocanrol, Frank Sinatra y Beny Moré. Soy un mar de contradicciones. «Traiga su vacío», se leía en las pizarritas de las bodegas cubanas para advertir a los clientes que debían llevar el envase para el aceite y una cazuela donde cargar manteca. Yo traigo mi hueco: estoy vacante. Cuando me toque el turno de la cola, cuando oiga decir «el siguiente, compañero», me iré volando. Al nacer ya estás en fila. Dejaré la casa arreglada, la cocina limpia, la cama tendida, los papeles en regla y me fumaré el último cigarro en el balcón, hasta el cabito. ¡Todos a escena! Abdul Simbel, Benito O’Donnel, Pierre Mérimée, Eduardo Sanpedro, Lucas Vasallo, Plácido Gutiérrez, Elizabeth Bruhl, Larry Po, vengan conmigo en filita india. Acá los dejo, en la inmortalidad de esta página. Si quieren quédense. Los conozco, mascaritas. Siempre me consideré vuestro Geppeto pero no era cierto: ustedes movían mis hilos desde la alta sombra. Se han ganado la libertad en la palabra. Sean felices. Jueguen. Diviértanse. Búrlense de mí. Y no me extrañen, se los ruego. No quiero que me lleven flores. ¡Todos a la Plaza! Canten en mi tumba El Rock de la Cárcel. La añoranza es un estorbo y la nostalgia, tremenda calamidad. Si dan con su paradero, díganle a la de las trenzas que me alejo amándola. El último que apague la luz. Estiro los elásticos de los tirantes y me encasqueto la gorra hasta las cejas. A la una, a las dos, a las tres: ¡entro en mi vacío! Chao. P. D. Todo para acabar de esta manera.

Mi casa es tu casa. Lino, te invito a almorzar mañana o pasado mañana. No cocino mal, modestia aparte. Déjame ver qué encuentro en el agro. Ayer sacaron yuca y plátanos más verdes que un lagarto. De Pascuas a san Juan, mi sobrino Ismael se busca unos dólares por ahí y va al mercadito del Focsa y me compra papel higiénico, detergente, jabón. Como diría Tota a Tato, los personajes de Virgilio Piñera en Dos viejos pánicos. «No soy otra cosa que un cadáver sin miedo a las consecuencias.» Te prometo una sopita de aire. Mago, no me mires con esa cara: somos ya grandes amigos. Te repito, ¿acaso no existe la amistad a primera vista? La amistad es un romance. Te dije a saltos mi carta de despedida, el final de esta farsa inconclusa. La escribí hace una pila de años para que fuese encontrada en la primera mañana de mi muerte. ¿Qué? ¿Quién es quién?

—¿Quién es la de las trenzas?

—Pusiste el dedo en la llaga. Se llama Esther Rodenas.

Yo sabía que tanta belleza me iba a costar caro. Nuestros caminos se cruzaron a los catorce años, el jueves 5 de junio de 1947, santo del beato Fernando de Portugal. Recuerdo que lloviznaba con el sol afuera y mi padre me dijo que el Diablo se estaba casando. La vida es un juego, Lino: hay que jugar. Apostar. Divertirse. No hay arte sin riesgo, créeme. El que no juega, pierde, mi socio. El recuento de nuestro efímero noviazgo no tiene fisura, ni siquiera falta el sabor a mandarina de sus labios, prueba que el tiempo no es tan demoledor ni tenaz ni traicionero como muchos afirman pues si lo fuera algo se habría corroído en cincuenta y siete años de haberla perdido aquella mañana insoportablemente gris, cuando la familia Rodenas atravesó el puente a bordo de un automóvil negro y mi última imagen de Esther se evaporó en el éter. Todo lo cuento en este cuaderno. Léelo. A medida que envejezco, ella rejuvenece en proporción inversa a mi depauperación, y ya no hay madrugada que no sueñe con sus ojos.

Lino, la vida es un simulacro. La verdad es que he amado de cuerpo presente a 68 mujeres, sin contar a Esther. La mitad de ellas se murió, la mitad de la mitad se fue del país, y la mitad de la mitad de la mitad restante andan perdidas o sé que no quieren verme ni en pintura, por lo que si saco cuentas (sesenta y pico entre dos, entre dos, entre dos, tanto por cuanto, la mitad de la mitad de la mitad de la mitad arroja una cifra enclenque), apenas quedan seis disponibles, probables, reales, completas, y el lío es averiguar cuál de ellas quisiera cargar conmigo, después de lo mal que les quedé. ¿La profesora Ruiz, Rafaela, Bárbara, La Jabá, Julieta, Huesitos Betancourt? Para unas fui el ingeniero O’Donnel o el acuarelista Mérimée y, para otras, el Dr. Sanpedro o el empresario Simbel. Sólo me siento Arístides cuando evoco a Esther, algo que cada día me sucede con menos frecuencia. La semana pasada me hice unos chequeos y la doctora me dijo que mi corazón era un chiquero de nicotina. Un día hubo una fiesta aquí en la prisión, la orquesta de los presos empezó a tocar, tocaron rock and roll y todo se animó…

Durante el inicio de mi carrera artística, regresé a mi nombre de bautizo pues debía acreditar mi identidad con documentos oficiales, pero fuera del ámbito laboral seguía cambiando de piel para sentirme a gusto. Eso lo aprendí de los camaleones. Algunos conocidos me tienen por Lucas Vasallo (mi seudónimo para créditos artísticos). Una vez me atreví a encamar en las caderas de Elizabeth Bruhl, una chica de ascendencia belga que sostuvo un romance por correspondencia con un estomatólogo de Santa Clara, mayor que ella. En serio. Lo pasional de una historia no debe hacernos negar de su autenticidad. Yo quería saber en carne propia qué se siente cuando un hombre te enamora —y de paso confrontar otras virilidades con la mía. Pensaba que si mantenía la cautela, podría incluso descubrir esa parte femenina que los hombres siempre tratamos de esconder porque los hombres-hombres no suspiran. El pretendiente de Elizabeth resultó un maníaco sexual. Llegó a ofrecerle a la chica cuatro colmillos de oro si le regalaba una tarde bien relajada en su trono de dentista. Lo cierto, quiero decir lo que más se aproxima a la verdad, es que fui el comediante Arístides Antúnez desde la mañana de mi nacimiento hasta la noche que me tocó interpretar el personaje de un maletero en una pieza de teatro que trasmitió la televisión: ¿Quién mató a Larry Po? No elegí a Larry: él me secuestró. Al comenzar la obra, yo aparecía muerto en un hotel de escupitajos, tumbado al pie de la cama, y en esa posición me mantenía cincuenta minutos sin cortes, aguantando a buchitos la respiración. Rosita Fornés pasaba sobre mi cuerpo y yo la vacilaba con el rabito del ojo, como al descuido. El fantasma del Larry encamó en mi cuerpo con tanta terquedad que ya nadie volvió a llamarme por mi nombre sino por el de ese misterioso oriental del que muy pocos sabían algo, ni siquiera los verdaderos protagonistas del drama —y lo poco que se rumoraba de mí era tan contradictorio que el detective encargado de esclarecer el asesinato concluyó que el difunto había sido muchas personas a la vez, ninguna en verdad importante. El día de la función estuve estelar, modestia aparte. Larry acabó usurpando el espacio de Sanpedro, O’Donnel, Mérimée, Simbel, el doctor Gutiérrez, la Bruhl. No estorba. De alguna manera me complementa. Con el tiempo, hemos llegado a ser una misma persona.

—¿Qué fue de Lucas?

—Lo liquidé, Lino.

El actor Lucas Vasallo carga todas mis frustraciones. Guardo de él pocos recuerdos gratos. Hace cuatro años lo enterré en el Malecón, frente al hotel Nacional. No resulta fácil, lo reconozco, sepultarse a uno mismo. Busqué en el cuarto de atrás los recortes de periódicos donde mencionaban su nombre, las carpetas de fotos, los libretos de las obras, y les prendí fuego en la terraza para que los vecinos fueran testigos de mi propio asesinato. Esa misma tarde eché mis cenizas al mar sin darme cuenta que el viento batía en contra y me embarré la cara. Lucas se negaba a abandonar mi cuerpo y me clavaba las uñas en la piel: quería llevarme consigo. Pataleaba. Por un segundo me arrepentí de lo que había hecho. Me ganó la sed de revancha. Al ponerle fin a su anodina existencia, esperaba sentirme ligero. La ceniza en mi cara dejó en claro que Lucas Vasallo también me aborrecía. ¡Ay!, no te vayas. Totó puede dormir en el sofá, si le entra sueño. Anda, quédate un rato. Eres la primera persona a quien le cuento mis aventuras —y el primer guanajo que me escucha—. Te presto mi cuaderno. También necesito un lector.

—Una duda, Larry… ¿Alguna vez se supo quién mató al maletero?

—Sí. Lo mató la perra.

—¿Cómo que la perra?

—La perra vida, Lino: una calavera que aúlla.

¡Veinticinco años sin Maruja! Caramba. ¡Qué viento se W desató el día de su entierro! ¿Te acuerdas del olor a panetela del Café Buenos Aires? ¿De Rosa Rosales? Qué tiempos. Perdóname conciencia, querida amiga mía…