Prólogo

Poe nació en Baltimore en 1813. Pero no murió. Goza del dudoso privilegio de haber sido adoptado por una veleidosa matrona: la posteridad. Lo meció en sus brazos hasta nuestros días, pero no siempre se mostró maternal. Inicialmente, seducida e incestuosa, le proporcionaba a su hora el biberón de gloria, o de bourbon, tanto da, hasta que, cansada de acunarlo en su regazo, dejó de ser la madre protectora para abandonarlo a la merced de la marejada de las modas. Hubo quien dijo entonces (Poe par lui même, Ed. du Seuil, París) que Edgar Allan Poe era sólo un autor para niños. Tamaño imbécil de cuyo nombre no quiero acordarme ignoraba que los genios siempre son niños, niños borrachos para más señas, y que únicamente los niños y los borrachos dicen lo que sienten. O sea, la verdad, Edgar Allan Poe tenía eso que nuestro Claudio Rodríguez ha dado en denominar el don de la ebriedad. Una suprema lucidez que sólo los místicos y los poetas, valga la redundancia, alcanzan. Poe era un poeta, su propio nombre casi lo enuncia. Y su misticismo, revestido de cosmogonía, deviene lógica fulgurante remando entre la intuición y el intelecto, para convertirse en auténtica aventura de narrador. Penalizar a Poe como a Stevenson, por su inocencia, es una burda manera de tratar de conjurar, en vano, el vértigo que suscita en los que, borrachos o no, todavía perseguimos al niño que un día fuimos para volver a formular las preguntas a las que nuestros mayores nunca respondieron y experimentar los miedos que ellos, hipócritamente, fingían haber superado. La carta que buscamos está sobre la mesa, y en este libro, pero el sobre sigue cerrado. Nadie osará abrirlo porque contiene un secreto que puede acarrear la destrucción. Ésa es la causa de nuestro muy racional terror. Y también el desafío.

De la imaginación nos empecinamos en apreciar solamente lo que consideramos ingenioso y nos apresuramos a relegarla al mundo de la fantasía sin comprender hasta qué punto es la única herramienta de que disponemos para atisbar la realidad. Hasta los científicos la utilizan vergonzosamente, sin nunca nombrarla. Tarde nos sorprendemos de que Frankenstein, por ejemplo, haya cobrado carta de existencia. Pues bien, los relatos de Edgar Allan Poe no son pirotecnia literaria y su vigencia necesita ser reivindicada, redescubierta diría yo, espabilando la memoria, como en su día lo fue por Charles Baudelaire, su hermano francés, que nos reveló el abismo de su mirada. Una mirada compartida por ambos. Basta confrontar sus retratos. Nacidos para conocerse sin encontrarse, y no por etílicas coincidencias, sino porque proyectaban la misma sombra, desde diferentes continentes. Lo que demuestra que los nexos no son únicamente genéticos, como ahora creemos. Y las distintas patrias de origen son también lo de menos. Baudelaire se reconoció en Poe como en un espejo. Y de él nos habla como de un sí mismo y nos dice las cosas que de sí hubiera querido oír. Proclama su amor a la belleza y el genio muy especial que le permite abordar, deforma impecable e implacable, terrible por consiguiente, la excepción en el orden moral. Y lo exalta como el mejor escritor que jamás haya conocido. No exagera. Lo sabe y confirma como cosa experimentada en su interior que no requiere parámetros establecidos ni salvoconductos culturales. Destaca el ardor con el que Poe se zambulle en lo grotesco por amor a lo grotesco y en lo horrible por amor a lo horrible, lo que verifica la sinceridad de su obra y la imbricación del hombre con el poeta. Ensalza la voluptuosidad sobrenatural que el hombre experimenta al ver correr su propia sangre, las repentinas sacudidas, inútiles y violentas, los gritos lanzados al aire, sin que el espíritu haya impelido al gaznate. A Poe le gusta agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en los que se revela la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. Eleva su arte a la altura de la gran poesía, concluye. Y pierde la compostura, delatándose, cuando nos habla del opio que dota de sentido mágico a las bocanadas de luz y color que hacen vibrar los ruidos con significativa sonoridad. Baudelaire, no cabe duda, ha hecho, por derecho, de Poe su propia experiencia y la expresa con la desfachatez y vehemencia del artista que se sumerge de rondón en las profundidades desdeñando las apariencias. Hoy sonará a vacua retórica a los que sólo sean capaces de percibir el eco de su muy postmoderna vacuidad. Pero Baudelaire era, y es, Baudelaire. Y nosotros, mal que nos pese, sus herederos. No podremos zafarnos de Poe, por digerido que haya sido, con el subterfugio del ninguneo, palabra de moda, ni la irrisión, actitud tarantínesca con la que creemos soslayar la soledad. Navegamos en el mismo barco. Rumbo a lo desconocido. También somos él. Y podríamos hacer nuestra la exclamación de otro hermano maldito, Guy de Maupassant, cuando en presencia de su doble profiere: ¡Existe únicamente porque estoy solo!

Disfrutemos de la lectura de estos cuentos de Edgar Allan Poe para sentirnos en inquietante y honrada compañía.

GONZALO SUÁREZ