11
La mujer del criador de gaviotas levanta una ceja para informarme, con su voz de ultratumba, de que el punzó 4 R, el colorante rojo del chorizo, es un genotóxico prohibido en Estados Unidos. Le muestro mi repulsa, ella me acerca su copa. Lleva tres años en crisis en la Nestlé, por motivos que no he entendido muy bien pero que están relacionados con un petit-suisse del que ella era responsable. Entre los dos nos hemos acabado la botella de puligny-montrachet. Los demás no beben, han dejado de beber o beben a escondidas. Ingrid sólo se ha remojado los labios en el champán servido con los entremeses y en su copa las burbujas ascienden inútilmente a la superficie, a la luz de las velas que perfuman a los mosquitos con su aroma de toronjil.
Atravieso el salón en busca de otra botella. Ahí está Raoul, hundido en mitad del sofá, con el mando a distancia en la mano, como si fuera una caña de pescar. Pero no está haciendo zapping como de costumbre. Mira fijamente un programa en el que hijos de divorciados eligen el novio ideal para sus madres. Los críos someten a cada candidato a todo tipo de pruebas: qué éxito musical le cantaría para seducirla, cuánto tiempo es capaz de aguantar patinando, cómo baila a ritmo de rap, a qué jugaría con ellos mientras su madre trabaja… Después les ponen notas. La madre, escondida, lo escucha todo y aparece al final para ver qué candidato le han seleccionado sus hijos. Las pocas veces que habíamos mirado esas gilipolleces, los tres juntos en el sofá, lo hacíamos para cachondearnos. En el espejo de encima de la chimenea veo las lágrimas que brotan de los ojos de Raoul.
Sigo mi camino hasta la cocina, como si no hubiera visto nada, como si él no hubiera notado mi presencia. Echo un vistazo a las mollejas, que se han pegado a pesar de los dos litros de salsa. Louisette ha escogido la cena de cumpleaños de Ingrid para sufrir su crisis mensual de gota, y yo me he hecho viejo de golpe al comprobar cómo he perdido la práctica ante los fogones. Llega Ingrid y me señala la puerta, con la mirada inquieta. Muevo la cabeza en señal de asentimiento mientras descorcho el borgoña. Cuando volvemos al salón, Raoul ya ha apagado la tele y sube la escalera para ir a acostarse.
–¿Y el pastel? – protesta Ingrid.
Sin volverse, Raoul contesta secamente:
–¡Estoy a régimen!
La puerta se cierra tras él, al final de la escalera. Con un gesto brusco le quito a Ingrid la bandeja de las manos.
–Ve a darle un beso y dile que subo dentro de cinco minutos para contarle el cuento.
–¿Se lo vas a decir?
–Lo haré a mi manera, no te preocupes.
Al levantarse con los tenedores que se me habían caído al suelo, veo en su mirada un grito de socorro, un rechazo a soltarlo, un secreto sin contraseña. Estoy seguro de que hay algo más que una simple relación en su vida. Trata de ocultarlo, pero al mismo tiempo le gustaría que yo adivinara lo que no se atreve a confesar.
–Saldremos de ésta -murmura.
–Claro que sí.
Me habría gustado que no se me notara la irritación en la voz. Compartir la angustia que me transmite, en lugar de asestarle el optimismo ciego y perentorio que tan a menudo me sirve de máscara. Sube la escalera. Lleva el vestido rojo con una abertura que me gusta tanto. El puerto de Saint-Tropez, en invierno, nuestro primer año. Ella prefería el azul, yo le compré los dos; siempre se ha puesto el rojo. ¿Cómo puede rechazarme y seguir queriendo gustarme? Hace un rato, mientras cocinábamos juntos, le he dicho que la encontraba cada vez más guapa; sin reproches, sin quejas, sin ganas de empezar una discusión, movido sólo por la sinceridad. Ella me ha dicho que gracias, así, sin más, y luego, mucho más seria, me ha cogido de la muñeca y ha añadido:
–Me alegro.
No es por crueldad, ni por descaro ni masoquismo. Quizá sean sólo cables que me echa. Conozco el peso del silencio que se instala entre nosotros; siento cómo me hundo bajo alusiones que soy incapaz de captar. Pero estoy ya demasiado borracho para hacer algo más que sufrir.
Vuelvo a la mesa para atender a los invitados, sin apartar la vista de la luz azulada en la habitación de Raoul, por encima de la glicina. Los ornitólogos hablan entre sí, la depresiva de la Nestlé se ha dormido, la adolescente me toca la rodilla por debajo de la mesa y mi suegra enuncia una serie de ideas que condena categóricamente y se quedan a mitad de camino, sin que nadie se las discuta. Yo les insto a atacar las mollejas, que se enfrían.
Ingrid vuelve a bajar. La señora Tinnemans le pregunta con reprobación si el pequeño está enfermo o, puntos suspensivos. Ingrid no contesta, y con un parpadeo me hace una seña para que suba a contarle el cuento.
Me levanto y voy hacia allá, a paso lento y con una tensión en la nuca que no se debe sólo a la migraña. Por primera vez tengo ganas de que todo termine, de estar solo de verdad, en una nueva vida, de dejar de creer que la felicidad pasada puede aún vencer el presente.
Avanzo entre los montones de ropa tirada al suelo que normalmente recoge su madre. Está concentrado leyendo un manga, uno de esos cómics japoneses que le presta Ludovic Sarres y que han sustituido a mis Astérix, mis Bidochon y mis Spirou. Me sitúo en la cabecera de la cama, bajo la lámpara de la que se despegan los restos de un Marsupilami que ya es historia.
–¿Qué cuento quieres?
–¿Me enchufas el difusor?
Me agacho para introducir en la toma múltiple la bola de líquido antimosquitos, y armado de valor me levanto y empiezo:
–Érase una vez, en el mar, a la altura de Córcega, una familia de delfines que se llamaban Calvi…
–¿Como el farmacéutico? – pregunta distraídamente mientras pasa una página.
–No, es un homónimo. De hecho, los delfines se ponen los nombres que ven en los barcos que pasan. ¿Te importa que hable mientras lees?
–No, no pasa nada -me tranquiliza, sin apartar la vista de las viñetas sangrientas en las que unos robots practican la autopsia a un ser humano para ver cómo es por dentro.
Aprieto los puños y me aguanto las ganas de enviar esa porquería al otro lado de la habitación.
–Bueno, pues érase una vez la señora Calvi, el señor Calvi y Calvi júnior. Un día la señora Calvi le dijo a su marido: «Cariño, necesitamos a uno más». Porque los delfines, por la noche, nunca pueden dormir juntos. Cada diez minutos tienen que subir a la superficie a respirar; si no lo hacen, se ahogan. Por eso, uno de los dos tiene que mantener los ojos bien abiertos para despertar al otro; y eso, para una pareja, no es muy divertido que digamos… Sobre todo si tienen un hijo, porque entonces no sólo…
–Entonces, ¿cómo se las reconoce?
Ha cerrado de golpe el cómic y me ha cortado la palabra.
–¿A quién?
–A las hadas.
Permanezco titubeante delante de la cama. Parece que quiera continuar la conversación de la semana pasada, como si acabara de interrumpirla. ¿Lo hace para que cambie de cuento, porque ya se imagina adónde quiero ir a parar con mis tres delfines? La intensidad y la dureza con las que me mira me incomodan. Nunca había tenido la sensación de ser juzgado, desautorizado, regañado.
–¿Cómo se las reconoce? – repite con impaciencia, como un profe que se ensaña con un alumno que está claro que no se sabe la lección.
Desprevenido, le contesto:
–Depende.
–¿Depende de qué?
–De ti. Cualquier chica que conozcas puede ser un hada.
–¿Pero cómo puedo saber si lo es o no?
La pregunta le ha salido del alma. La severidad y el rencor han desaparecido de golpe. En sus ojos sólo se ve el reflejo de la injusticia. Abro los brazos e inspiro profundamente, en un gesto de derrota, como si la respuesta la tuviera él. Lo único que puedo hacer es darle una pista. Él sugiere tímidamente:
–¿Tengo que pedir tres deseos, para ver si funciona?
–Por ejemplo.
–¡Pero si no funciona, pareceré un Julián!
Su buena voluntad, su esfuerzo por seguir aferrándose a mis leyendas anticuadas, a pesar de Ludovic Sarres, a pesar de haber defraudado su confianza hace un momento, en el cuarto de baño (si es que me ha oído ensayar la escena de la ruptura), me conmueven. Es como si me diera una última oportunidad, como si me ofreciera la posibilidad de desmentir la realidad de los demás, de demostrarle que hace bien en creerme a mí.
–No se dice «Julián», Raoul. Se dice «julái».
Me da las gracias y suelta un «¡mierda!», acompañado de un puñetazo a la madera de la cama. Pobre hombrecito, que intenta amoldarse a los demás para sentirse menos solo, menos distinto, más adulto. Echo un vistazo a la tabla de crecimiento que cuelga de la pared, con las marcas y sus correspondientes fechas, tan cerca las unas de las otras. A veinte centímetros por encima de la última marca, ha escrito: 1 de enero de 2000. Es su objetivo, su sueño, su deseo. Dentro de cinco meses.
–¿Y a partir de qué edad pueden ser hadas, las chicas?
–Dieciocho, veinte…
Tira el manga y dobla las varillas de sus gafas. Ha dejado de ponerme a prueba, ahora se está documentando.
–¿Has conocido a muchas?
–No lo sé. Conocí a tu madre.
–¡Pero ella no es un hada! – exclama sobresaltado, como si aquello fuera un insulto.
–Ya lo sé. Quiero decir que desde entonces, como soy tan feliz con vosotros, ya no tengo nada que pedirles.
–¿Y por qué no dicen que son hadas?
Su inquietud se ha convertido de nuevo en hostilidad.
–Muchas chicas son hadas que ignoran que lo son; no saben que son mágicas. Dios las ha puesto en la Tierra para que las reactiven. Es parecido a lo que pasa con los espías esos que nos enviaban los rusos. Les habían lavado el cerebro para que se quedaran amnésicos y olvidaran cuál era su objetivo. De este modo se creían su falsa identidad. Un día les llamaban por teléfono y les decían la clave que hacía que recuperaran la memoria, y entonces cumplían la misión para la que los habían programado.
–Entonces, si son como las demás chicas, ¿en qué se distinguen?
Está visto que le importan un rábano tanto los rusos como los delfines. Inclino la pantalla de la lámpara articulada, que me hace daño a los ojos.
–También tienen sus marcas diferenciadoras. Para empezar, son amables, tienen cara de no haber roto nunca un plato y son bonitas, pero siempre hay algo que ayuda a reconocerlas.
–¿Qué?
–Por ejemplo, son un poco bajitas… El pelo les tapa las mejillas para que nadie vea las cicatrices…
–¿Qué cicatrices?
–Es la enfermedad de las hadas. Cuando se les pide que concedan un deseo, se rascan las mejillas para pensar. Así, a fuerza de pensar, les quedan señales.
–Pero si conceden los deseos es que saben que son hadas.
Trago saliva. Es curioso cómo los efectos de la migraña y el vino blanco se disipan a medida que me rompo la cabeza para encontrar respuestas a sus preguntas. O a lo mejor es porque he dejado entrar en la habitación el rostro de la cajera del súper, derribando así el tabique que separa los dos mundos en los que me adentro desde principios de mes.
–Pues no. Precisamente nunca recuerdan nada cuando acaban. Conceden los tres deseos a los que uno tiene derecho y se quedan tan exhaustas que pierden la memoria. Entonces hay que recargarlas.
–¿Con otros tres deseos?
–Exacto.
–¿Es como si les cambiaran las pilas?
–No del todo. Es como tú en la escuela. Todo lo que te enseñan ya lo sabías antes de nacer, pero has tenido que olvidarlo para que te lo enseñen de nuevo; si no, ¿dónde está la gracia? A un hada también hay que volver a ponerla en marcha. De hecho, educar es siempre reeducar.
Mete hacia dentro los labios y frunce el ceño.
–Si le pido al Niño Jesús que me envíe una, ¿lo hará?
Lo miro a los ojos y le digo que sí a medias, que nunca se sabe. Se calla, pensativo, y levanta el edredón para mordisquear la punta. Con un hilo de voz me arriesgo a preguntarle:
–¿Y qué te gustaría pedirle a esa hada?
–Eso no es asunto tuyo -me contesta, y se vuelve bruscamente.
Le apago la luz. El ruido de la cena se cuela en la habitación a través de la ventana abierta. Permanezco inmóvil, acariciándole la espalda. Al cabo de unos instantes oigo que resopla en la almohada y aprovecho para continuar la historia, en principio destinada a tranquilizarlo, a diluir sus sospechas en la ficción y convencerle de que el futuro no le depara ningún cambio:
–Así que un día el padre Calvi le dijo a su hijo: «Ya está, tu madre ha conocido a otro delfín, pero va a ser genial; ahora tendrás otro papá. Así, siempre habrá alguien contigo cuando el otro esté durmiendo con mamá». Entonces Calvi júnior…
–¡ Estoy durmiendo!
Con la mano en el travesaño de la cama, me trago la frase, le doy un beso en el pelo y regreso al mundo de los mayores. Se han acabado el queso. Le digo a Ingrid que no se mueva, siento a mi suegra, dejo bien claro que yo me ocupo de todo y despejo la mesa. Pero no como a mí me gustaría, me conformo con recoger los cubiertos en lugar de echar a los comensales. Tiro a la basura sus restos de comida, enjuago sus platos sucios antes de meterlos en el lavavajillas, enciendo las velas musicales, apago los focos del peral y traigo el pastel. Todos aplauden y felicitan a Ingrid. ¿Por qué?
¿Por haber cumplido cuarenta y cinco años y denegarme al acceso a su cama con la excusa de una cuenta atrás? ¿O por haberse dado prisa en vivir otra historia de amor antes de que sea demasiado tarde? Le cantan el Cumpleaños feliz. La ninfa holandesa pasea la lengua de un labio al otro, con la mirada penetrante. Mientras retiro el precinto de la botella de champán me pregunto a quién tengo más ganas de saltar un ojo. El tapón sale disparado hacia las ramas del tilo. Ingrid sopla las velas y todos le aplauden. Luego sacan los paquetes de debajo de las sillas y se los dan con un orgullo modesto. Sólo su madre permanece sentada, con los dedos entrelazados y una sonrisa indulgente; se lo guarda para luego.
Ingrid reparte besos y destapa los regalos. El mío descansa en el fondo de un tronco, en la iglesia del pueblo, desde el sábado por la noche. Era una alianza que iba a sustituir a la que había perdido en una playa de Córcega, durante las vacaciones de Semana Santa, las últimas que pasamos los tres juntos.
–¿Has hablado con él?
–Te he preparado el terreno.
Ingrid baja la cabeza. Los invitados se marchan mañana y es la última noche que tengo que fingir que subo a dormir a nuestra habitación, antes de ir a mi despacho (¿a quién pretendo engañar?).
–Mira el regalo que me ha hecho.
Me da un dibujo. Una casa llena de pájaros. En el interior hay una mujer y un hombre que le dan la mano a un niño. Sobrevuela la escena un fantasma montado en una nube que sonríe y dice, en el interior de un bocadillo gigante: «¡Feliz cumpleaños, Ingrid!». Aparto la vista. Los olores de la habitación, su ropa encima de la silla, mi mesilla de noche desierta y ese dibujo de la felicidad… Trato de responder, de la manera menos agresiva posible:
–Es el mismo que el año pasado.
–Ya… Pero ha sido la manera de dármelo. Tendrías que haber visto su cara esta mañana. Ha venido a las seis. Le he dicho que ya estabas trabajando. Ha dejado el dibujo en tu lado de la cama y se ha ido. Perdóname, Nicolas.
Descansa en mí y apoya la cabeza en mi hombro. Yo me quedo quieto.
–Un día intentaré explicártelo… Ahora no puedo, ya no puedo más… Estos tres días, fingiendo delante de los demás…
–¿Y ahora? ¿Y mañana? ¿Qué va a pasar?
Ya no puedo aguantar más. Siento demasiado dolor para seguir fingiendo. Ingrid se aparta de mí, con los labios temblorosos, los ojos humedecidos y sin tener donde agarrarse. Llaman a la puerta. La abro de golpe. La señora Tinnemans pregunta en un tono afirmativo si no nos molesta, y mientras le entrega un sobre a su hija aclara que no quería que la gente se imaginara cosas. Le doy la razón y ella se irrita instintivamente. La atención que le he dedicado estos tres días la desconcierta. De pronto me parece interesante, esta valona imponente con el moño en forma de caracola y el cuello cerrado con una cruz de plata, que sólo se expresa mediante puntos suspensivos y sobrentendidos. Es como si lo que ella no dice pudiera ayudarme a descifrar lo que no dice su hija.
El sobre-regalo contiene dos billetes abiertos de ida y vuelta París-Venecia. Otra de sus artimañas para que le dejemos a Raoul, que nunca quiere ir a su casa en Namur porque se aburre como una ostra. Una leve sonrisa me viene a los labios al imaginarme diciendo a mi suegra que, esta vez, si tiene que cuidar a uno de los tres, será a mí. Ella le quita importancia a la cosa, nosotros protestamos: no era necesario, claro que sí, cuarenta y cinco años, para una mujer, sabes, Nicolas, por más que digan, mientras os tengáis el uno al otro, bueno, que durmáis bien.
Cierra la puerta detrás de ella. Ingrid se pasa las manos por el pelo, en tensión, con la nuca rígida, como siempre que se ven. En su familia son viudas de madres a hijas. El día de nuestra boda, la señora Tinnemans me dijo la que sin duda fue una de las pocas frases enteras que he oído salir de su boca: «Esperemos que a usted, al menos, lo conserve».
Me siento en el sillón Voltaire. Ingrid se sienta al borde de la cama, con el billete de avión sobre las rodillas y la mirada perdida en el suelo.
–Muy amable por su parte -le digo para quitarle hierro al asunto.
–Todos te quieren -contesta con un tono de voz neutro-. Eres una bendición en mi vida. Nos has salvado, nos haces felices a todos, ¿qué quieres que te diga? No tengo perdón.
Dejo que el silencio le dé la respuesta en forma de eco. ¿Para qué discutir, esforzarse, arrancarle las palabras, buscar argumentos? Me he consumido ante ella y no he conseguido nada, he recurrido inútilmente al término medio de la ternura amistosa, y tampoco espero ya nada de la frialdad comprensiva en la que intento contener mi dolor, por dignidad, por respeto, por ósmosis.
Se dirige al tocador y se sienta delante del espejo para quitarse las lentillas.
–Si al menos ya no te quisiera -suspira.
–Hago lo que puedo -digo mientras me levanto.
Voy hacia la puerta. Ingrid no hace nada para retenerme. Le anuncio que mañana tengo una cita en Ruán, ella toma nota. Salgo de la habitación y, con voz clara y normal, digo, por si alguien nos escucha:
–Voy a trabajar un momento. Hasta luego.
La puerta se cierra detrás de su «vale», que mañana ya no tendrá razón de ser.
Sobre el césped, apoyado contra la pared de la pajarera, el de Amberes se fuma un porro contemplando las estrellas. En su francés atropellado me anuncia que han obtenido el permiso de las autoridades de Sri Lanka para ir a estudiar la curruca de Ceilán. Le doy mi enhorabuena, no necesito preguntarle a quién incluye ese plural. De nuevo veo a Ingrid saltándole al cuello a las siete menos cuarto. Me ofrece el porro. Yo niego con la cabeza. Me da las buenas noches y me mira mientras me dirijo a mi despacho.
No paro de dar vueltas en el sofá cama. Me levanto para tomarme un somnífero y acabo tirándolo. Son las dos de la madrugada. Enfrente, todas las ventanas están apagadas. Vuelvo a atravesar el césped. Ingrid está sola en nuestra habitación. Casi estoy decepcionado. Es tan fácil echarle las culpas a un tercero, cuando en verdad el problema es nuestro.
De espaldas a la luz de la luna, me pregunta si me he dejado algo.
–Hay otra mujer en mi vida.
Se queda callada. No se da la vuelta. Se lleva un brazo a la espalda y me abre la mano. ¿Le hablo de César? ¿De una historia todavía virgen, de un fantasma que podría colarse en la realidad si yo quisiera? No. Parecería un chantaje, una medida de represalia. No quiero amenazarla, sólo quiero sorprenderla. Hacer que vuelva atrás y demostrarle que no me conoce del todo, que yo también puedo ser un extraño, alguien mitad en la sombra, un hombre nuevo. Y al mismo tiempo asegurarme de que no albergaba ninguna sospecha que haya podido contaminar nuestra relación sin yo ser consciente.
Sentado al borde de la cama, mis dedos se entrelazan con los suyos. Sin apartar la mirada de su pelo, dejo que mi voz rompa el silencio, lo que no nos hemos dicho, las medias palabras; todas esas falsas connivencias que han acabado con nuestra armonía.
–No te he engañado, Ingrid. Ya la conocía antes que a ti. Pero nunca he querido olvidarla, borrarla a causa de lo nuestro… Para luego reprochártelo. ¿Lo entiendes?
No responde. El viento cierra los postigos.
–Nunca he podido hablarte de ella, pronunciar su nombre… Te decía que tenía un seminario, un viaje de negocios, una feria del juguete… Pensaba que era posible mantenerse fiel a dos mujeres a la vez, compaginar dos historias sin estropear nada, sin romper nada… Como tú no me hacías preguntas, pensaba que no sospechabas nada. Dejabas que callara, que mintiera, que pensara que os estaba protegiendo a una de otra, cuando en realidad os hacía infelices a las dos. ¿Y eso desde cuándo? ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Desde que apagas la luz para hacer el amor? ¿Desde que ronco?
Un suspiro, una presión en mis dedos. Eso es todo. No espero ninguna respuesta, sólo preguntas, pero no dice nada. Me deja ir hasta el fondo.
–Nos conocimos en Savoya, sobre la tumba de mi padre. Ella fue quien me avisó; éramos los únicos en el entierro. Había sido su última compañera. Yo era dos años menor que ella. Él le había hablado de mí varias veces, y siempre de forma distinta: yo era su remordimiento, su orgullo, una carga… Vamos, que tenía donde escoger. Ambos lloramos su muerte del mismo modo: ambos lo habíamos querido por sus defectos, por sus misterios, por su manera de acelerar la vida cuando reaparecía sin previo aviso, por su generosidad egoísta, por su indiferencia, que quizá fuera una forma de respeto, porque se negaba a atar a los demás por sus sentimientos…
Mis palabras toman posesión de la habitación; hablo a los muebles que escogimos juntos, al vestido rojo encima de la silla, al espejo en el que ya no volveré a verla gozar, a su nuca inmóvil sobre la almohada…
–Abandonamos el cementerio, intercambiamos lo poco que sabíamos de él e hicimos el amor. En memoria suya. Dejé el instituto para irme a vivir con ella. Casi enseguida se quedó embarazada. Yo tenía dieciocho años y ningún futuro. Ella tampoco. Nos decíamos que ya veríamos. Lo perdió a los seis meses de embarazo, en un accidente de autocar. Tardó años en superarlo. Y ese niño que nunca llegó a nacer sigue ahí, entre nosotros, igual que mi padre.
–¿Por qué no me lo habías dicho?
Sus palabras se hunden en la funda de la almohada. No se ha movido, ni siquiera se ha dado la vuelta. Su respiración apenas levanta un poco la sábana amarilla.
–No es que haya dejado de quererte por su culpa. Para mí es un maravilloso recuerdo, una herida que nunca llegó a cicatrizar. Ella ha rehecho su vida varias veces, como yo; entre una historia y otra solíamos reunimos para contrastar nuestros errores, nuestros fracasos… Contigo enseguida tuvo la corazonada de que habría pasión de por medio. Me habría gustado tanto que ella también conociera a un hombre que la hiciera feliz…
–¿Me conoce? ¿Me odia? ¿Me detesta?
–Ella me quiere tal como soy, es decir, estando contigo, sin ambigüedades.
El sonido que se ahoga en la almohada es quizá el eco de una sonrisa. No sé si su voz denota burla, ternura o decepción.
–¿Crees que si te dejo es por su culpa, Nicolas? ¿Es eso lo que tratas de decirme?
–Lo que intento decirte es que puedes querer a otra persona sin necesidad de dejarme.
De pronto se da la vuelta. No hay lágrimas en sus ojos. Nada de hostilidad, nada de alivio; sólo una violencia contenida que viene de muy lejos.
–¿Por qué? ¿Qué te he dado yo, aparte de Raoul? ¿Te he ayudado en algo? ¿Has empezado a construir algo conmigo? Eres el mismo que conocí en el aeropuerto hace cuatro años y medio. Exactamente el mismo al que quise desde el primer momento. ¿Era ése el objetivo? ¿No te habrás quedado estancado por miedo a perderme, para que yo también siga siendo la misma? Lo nuestro no va a ninguna parte, Nicolas. ¿Adónde pensabas que llegaríamos? Ya hemos sido bastante felices, y el sexo tenía que acabarse algún día. ¿A qué quieres que nos aferremos? ¿Qué es lo que quieres que conservemos? ¿La costumbre, la comodidad, el estancamiento? ¿Quieres que hagamos como las demás parejas, que esperan a que los hijos sean mayores para vivir nuevas experiencias? ¿No crees que nos merecemos algo más?
–¿Quieres que deje de verla?
–¡Yo no te pido nada, joder! No soy una cárcel, ni una obligación. Y tampoco soy una excusa. Sabes que no dependo de ti, y Raoul tampoco. ¡Sólo quiero que seas libre!
–¿Libre de qué? ¿De perderte?
–A mí también me gustaría ser para ti un… un «bonito recuerdo».
El llanto ahoga esas dos últimas palabras. Me echo a sus brazos, le suplico que confíe en el presente, que me dé otra oportunidad, que me perdone esa doble vida, ese otro yo que acabo de desvelarle.
–Ya basta. No tengo nada que perdonarte. ¿Eso es lo que crees, que ahora estamos en paz?
–¿Por qué nos hacemos tanto daño?
–No, al contrario. Hace tanto tiempo que espero que me hables así… Que pongas en peligro nuestra relación, que dejes de protegernos, que nos abras la puerta, que confíes en nosotros… ¿Cómo se llama ella?
–Béatrice.
–Ven aquí.
Levanto la sábana y me tumbo a su lado vestido. Los minutos pasan, nuestros cuerpos pegados se respiran entre sí, la acaricio con mi aliento, inmóvil, con la nariz sobre el tirante de su camisón, cierro los ojos y noto cómo se duerme. Aliviada, vacía, confiada. ¿Pero en qué confía? Quizá en que tenga razón. Quizá debamos separarnos ahora para algún día volver a unirnos y envejecer juntos; dejar que se apague del todo la llama para más adelante encenderla de nuevo con una leña más combustible, que haya tenido tiempo de secarse lo suficiente.
Sólo una mentira podía hacerme hablar esta noche y valerme una respuesta. En el 79, cuando el autocar cayó al barranco, Béatrice murió, y con ella el bebé que esperaba. Creía que no lo superaría, que ya nunca más querría vivir un amor apasionado ni tener hijos, que a partir de entonces las chicas sólo serían cuerpos anónimos, polvos de una sola noche o amigas, y que la verdadera felicidad, al igual que el verdadero sufrimiento, sólo se vive una vez.
Me levanto a las cuatro de la mañana, procurando no despertar a Ingrid, y atravieso el rocío como un amante clandestino para volver a ocupar mi sitio en el sofá cama, antes de que la casa se despierte.
¿Es necesario aceptar la pérdida de una mujer para entender por qué y hasta qué punto se la quiere? Si dejo que se vaya, ¿hay alguna posibilidad de que después vuelva?