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Los dos habían decidido juntos construir su ciudadela en las Verdugo Mountains debido a su significado espiritual para los tongva (el pueblo de la tierra), quienes gobernaron la cuenca de Los Ángeles durante miles de años antes de la llegada de los españoles. En una parcela de ocho hectáreas, que habían convencido de vender al condado de Los Ángeles durante la crisis presupuestaria, su adivinador, su creciente comunidad de seguidores y él habían erigido con discreción quince pequeñas viviendas de piedra, cada una con capacidad para alojar a cuatro miembros. Habían conseguido los permisos necesarios, entablado amistad con los excursionistas habituales y rellenado los documentos de constitución en sociedad anónima de una comunidad agraria autosostenida situada a treinta kilómetros de la ciudad.

—Nosotros hicimos esto —les había dicho hacía tan sólo un mes, mientras su adivinador los observaba con orgullo—. Todos nosotros. Juntos.

Y lo decía en serio. Lo habían hecho, aunque alguno de los veintiséis hombres, mujeres y ahora dos niños nacidos en la comunidad no fueran conscientes de haber participado en el logro. Aquel día, algunos le habían pedido que hablara desde lo alto de la colina, y no desde el humilde portal de su casa. Pero él se había limitado a sonreír.

—Podría surgir un rey de entre nosotros algún día —dijo—, pero hoy no, y desde luego no seré yo.

Había sido soldado. Había pasado casi toda su vida en los desiertos: Arizona, Kuwait, Arabia Saudí. La primera vez que le habían enviado a Guatemala, apenas podía respirar el aire húmedo. Apenas podía soportar estar atrapado bajo el espeso dosel de árboles que absorbía toda la luz. Pero después se había enamorado del lugar. De Ciudad de Guatemala y de sus ladrones y mendigos, no; ni de los soldados con su chulería inmerecida, a los que había ido a entrenar. Se enamoró del mundo escondido de la selva.

Al principio, los indígenas eran figuras borrosas en las cunetas de las carreteras rurales, que apenas levantaban la vista de sus tareas mientras él pasaba a toda prisa en un jeep militar. Pero después exploró las ruinas de Tikal y Copán los fines de semana que no estaba de guardia en la base. Leyó sobre la cultura que había sobrevivido a los conquistadores, y después a siglos de hombres como él, enviados para destruirla. Empezó a comprender las profecías de sus antepasados, lo mucho que sabían de los designios secretos del mundo. Cuando conoció al adivinador, ya sabía lo que debía hacer.

Porque había sido soldado, comprendía el valor de una autoridad firme, y la había utilizado para domeñar a sus seguidores. Pero también sabía que la autoridad sólo servía hasta cierto punto. Un soldado aprendía a seguir a su líder adonde fuera, a cualquier precio. Eso enseñaba a los hombres a ganar batallas, pero no servía para que las culturas perduraran. No enseñaba a los seguidores habituales a convertirse en líderes y sacerdotes, a poner los cimientos de una ciudad que sobreviviría al adivinador y a él. Los seguidores que le suplicaban que subiera a la colina y pronunciara discursos lo hacían porque necesitaban órdenes. Necesitaban que alguien gobernara desde arriba. Habían construido una ciudad de la nada con sus propias manos, pero los aterrorizaba construir una civilización. Habían sacrificado muchas cosas por sus creencias (familia, trabajo y más), y ahora había sucedido algo terrorífico: se había demostrado que tenían razón.

Miró por la ventana de su pequeña casa de las montañas, quizá por última vez. Después de todos los preparativos, de toda la planificación, resultaba que aquellas colinas no eran el refugio que necesitaban. Por lejanas que estuvieran, se encontraban todavía en la zona de la cuarentena, entre los miles que morían en esta ciudad y las decenas de miles que pronto fallecerían. Tenía que guiar a su pueblo hasta un lugar que sólo conocían por los libros, y sabía que no todos sobrevivirían al viaje.

Apartó los ojos de la ventana y serenó la expresión para que aquellos miembros de mayor categoría (los dos hombres y la mujer sentados alrededor de la mesa del comedor) sólo vieran certidumbre inspiradora.

—Dieciocho meses de construcción —estaba diciendo Mark Lafferty—. Y ahora tendremos que empezar de nuevo.

Lafferty era un ingeniero estructural de edad madura que se había criado cerca de Three Mile Island, lo cual le daba derecho a una actitud trágica ante la vida. No obstante, era útil. Había supervisado toda esta construcción.

En lugar de responder, su líder se levantó con un movimiento ostentoso y paseó por la pequeña estancia. Recibieron la impresión de que intentaba ordenar sus pensamientos. A veces, le entristecía lo fácil que era satisfacer el deseo de autoridad de la gente. Si no pudiera hablar con el adivinador, se habría muerto de aburrimiento.

—Mark —dijo—, piensa en el fantástico trabajo que habéis hecho aquí. Imagina cuánto mejorará cuando podáis usar los materiales originales. Arcilla, madera, la paja adecuada. Y allí también tendremos más espacio para cultivar. Mucho más del que jamás tendríamos aquí. Además, interroga a tu corazón. Sabes tan bien como yo que estas colinas nunca fueron apropiadas para nosotros. Siempre necesitamos ir al sur.

Volvió a sentarse. Sobre la mesa había planos de Los Ángeles, el litoral occidental y el sendero que, atravesando México, se adentraba en Centroamérica. Había lugares a lo largo del camino donde podrían abandonar a Lafferty, si se convertía en una carga para la moral del grupo. Este tipo de decisiones pertenecía al futuro. Lo primero era escapar…, y la tarea que quedaba por hacer.

Sabía que el siguiente hombre en hablar sería David Sarno. Este había sido uno de los primeros reclutas. Era un ex granjero industrial al que habían desagradado los organismos modificados genéticamente. Un hombre que conocía suelos y cosechas, poseía también una autoridad que podía cultivarse.

—Basándome en la temperatura media del lugar, no nos costará nada cultivar maíz o frijoles, por supuesto. El trigo tal vez nos cueste más, pero no necesitamos trigo.

—¿Qué opina el adivinador? —preguntó Laura Waller. Cuando había conocido y reclutado a Laura, era una profesora de treinta y dos años, recién divorciada tras cuatro devastadores fracasos de fertilización in vitro. Ahora estaba embarazada de treinta semanas del niño que habían concebido mediante el método natural.

—Está de acuerdo. El sur es el único camino.

Lafferty volvió a hablar.

—Necesitamos ocho camiones para transportarlo todo. ¿Cómo vamos a pasar tantos camiones por la frontera?

Revolvió los planos con tranquilidad.

—Nos lo llevaremos todo en cuatro camiones como máximo, dando prioridad a las semillas, los suministros médicos y las armas.

La puerta principal se abrió. El adivinador. El hecho de que hubiera llegado sano y salvo inundó de alivio la habitación. No por primera vez, cayó en la cuenta de lo mucho que significaba su socio para esta gente. Era cariñoso. Amable. Solidario con ellos y con sus vidas.

—Ven, adivinador, siéntate. ¿Tienes sed?

—Estoy bien, Colton. Gracias.

Victor se secó unas gotas de sudor de la frente y se sentó a la mesa.

—Es posible que ésta sea la única parte tranquila de la ciudad que queda —dijo.

Lafferty empezó a insistir de nuevo en la logística, pero Shetter le atajó enseguida.

—Gracias a todos por vuestros consejos. ¿Me concedéis unos minutos a solas con el adivinador, por favor?

Shetter besó a Laura en la mejilla cuando se marchó con los demás.

—¿Se están adaptando al cambio de planes? —preguntó Victor cuando estuvieron solos.

—Tienen miedo —contestó Shetter.

—Todos deberíamos tener miedo.

—Pero también son más fuertes de lo que creen.

Incluso antes de conocerse, Shetter estaba enterado del trabajo de Victor. En reuniones de sus primeros reclutas por Internet, había leído con frecuencia sus escritos sobre la Cuenta Larga. Después, dieciocho meses atrás, los dos hombres se habían encontrado sentados uno al lado del otro en la ceremonia ritual del incienso celebrada en las ruinas de El Mirador. Shetter sabía que no podía ser una coincidencia. Habían sido socios perfectos desde el primer momento. Victor poseía unos conocimientos sin paralelo de la historia antigua y la capacidad de inspirar a su gente, y dejó la planificación a Shetter.

Victor sacó un montón de papeles de su cartera.

—Estas son las últimas páginas que han traducido. Si alguien alberga dudas todavía, esto las disipará por completo.

El códice era la prueba definitiva de su destino colectivo. Demostraba no tan sólo que los antiguos habían predicho 2012, sino que algunos clarividentes habían previsto el desastre y sobrevivido cuando abandonaron las ciudades. Ahora, Victor y él guiarían a su pueblo hacia un lugar seguro.

Shetter leyó las nuevas partes de la traducción.

—Algún día, los niños se sabrán de memoria estas líneas tan bien como el Juramento de Lealtad. Increíble, ¿no crees?

Cuando estaba con Victor, permitía aflorar el entusiasmo y la admiración que disimulaba ante los demás.

Victor asintió, pero parecía distraído.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Shetter.

—Sí.

—¿Tenemos algún problema?

—Ninguno en absoluto.

Shetter volvió poco a poco a lo que importaba. A los detalles que faltaban por resolver.

—¿Conseguiste los planos?

—No los vamos a necesitar.

El diagrama que Victor le entregó era un simple plano para visitantes del Museo Getty. No había dimensiones, ni conducciones eléctricas, ni esquemas de seguridad. Victor sería valiosísimo en el nuevo mundo, pero no estaba preparado para éste.

—Confía en mí —dijo—. No será difícil entrar.

—Confío en ti.

Shetter ya había decidido no hablar de las armas con el adivinador. Victor culpaba en gran parte del declive del mundo a la tecnología de la guerra. Insistía en que la nueva sociedad ni siquiera debía hablar de esas cosas. Por lo tanto, Shetter le seguiría la corriente de momento, con la Luger P08 guardada en el bolsillo.