II

Tal como se verá más adelante, la gente había enterrado demasiado pronto a aquella familia. Habían olvidado que la buena suerte tiende a reaparecer en el momento menos pensado, después de una larga ausencia.

Por increíble que pueda parecer, aquel otoño, toda una aldea, una de las cuarenta poblaciones de la isla de la Nobleza, envidió a la viuda del herrero su hijo menor: era el único, en diez años, que había conseguido entrar en una universidad digna de este nombre. Aunque, en opinión de algunos celosos, la especialidad no era muy rentable, el Departamento de Bellas artes de aquella universidad le había abierto sus puertas. Además, disfrutaba de una beca concedida por el establecimiento a los jóvenes procedentes de familias pobres (era desde luego una beca modesta, que solo bastaba para pagar los estudios, el alojamiento y la manutención en la cantina, pero no dejaba de significar que el muchacho podía estudiar gratis).

Todo ello gracias a un pequeño dibujo —o mejor dicho, un esbozo— que había realizado durante una prueba llamada «improvisación». Aunque el muchacho no estuviera en posesión de una gran técnica ni fuera ningún virtuoso, había conseguido —era forzoso reconocerlo— esbozar una escena nocturna emocionante: el decorado lo constituían un patio impregnado de niebla, la polea de un pozo, la silueta de un gran olmo y una gran casa. Un muchacho visto de espaldas, una figura borrosa, casi sin sustancia, sostenía una linterna cuya luz traspasaba la niebla y enfocaba un hombre desnudo con los ojos vendados y atado a un árbol mediante una gruesa cuerda.

El título de aquel dibujo improvisado era «Mi hermano está enfermo».

Durante todo el curso, el hijo menor (curiosamente, aquel apodo le persiguió hasta el campus universitario, a más de mil kilómetros de su casa) no llegó a desarrollar un gran talento artístico, al menos durante los dos primeros semestres. Al haber estado hasta entonces encerrado entre chatarra electrónica, le costaba trabajo avanzar hacia nuevos horizontes. Ninguna clase, ya fuera de dibujo, de perspectiva, de pintura china o de caligrafía, conseguía abrir su espíritu a nuevas aventuras. En cambio se sentía muy cómodo en la biblioteca del Instituto de Medicina, donde se sumergía, no en los manuales de anatomía, sino en las obras especializadas en productos industriales, intoxicaciones químicas, etc. Poco a poco nació en su cabeza una especie de hospital imaginario en el que su hermano se codeaba con los obreros de las minas de hierro y de amianto, que tenían los pulmones destruidos por la sílice; con los de los yacimientos de esmitsonita, siderita, dolomita o rodita, que tenían las vías urinarias obstruidas por el calcio y la vejiga fosilizada; los de las cristalerías, que sufrían trastornos de visión o se quedaban ciegos, e incluso los dentistas, que al contacto con el mercurio que utilizaban en las amalgamas perdían los dientes, el pelo, el oído y al final incluso la razón. Un universo aparte, poblado por ilustres creadores como Goya, que, víctima del plomo y el albayalde, llegó a no poder distinguir los colores y se vio condenado a trabajar en blanco y negro; como Beethoven, que se quedó sordo por intoxicación con mercurio y creó sus obras musicales en un silencio de muerte, sin poder oírlas jamás con sus propios oídos; como aquel gran fotógrafo de los años treinta que había absorbido tanta plata que se había convertido él mismo en una especie de placa fotográfica y sus antebrazos, bajo la luz intensa, se volvían azules como el papel fotográfico durante el proceso de revelado; como el sombrerero de Alicia en el país de las maravillas, que a fuerza de trabajar en la fijación de pelo de conejo mediante nitrato mercurioso para hacer sombreros…

Claro que todavía eran pocos los estudios relativos al caso de envenenamiento por chatarra electrónica, pero algunos informes aparecidos en revistas especializadas demostraban que, en un televisor, el tubo catódico, el circuito integrado y la caja de plástico resultaban tóxicos. En cuanto a los ordenadores, la cosa era peor: la fabricación de uno solo de aquellos chismes exigía más de setecientas materias químicas, la mitad de las cuales resultaban venenosas, y solo un monitor ya contenía más de un kilo de plomo. En los obreros que reciclaban aquellos desechos, resultaba difícil calibrar la intoxicación por estaño, plomo, berilo, cobre, cadmio o mercurio; todo dependía de las condiciones en las que el enfermo había sido intoxicado, generalmente por las vías respiratorias o el contacto físico. Dado que, en el caso de su hermano, el proceso de intoxicación por desechos electrónicos se había prolongado a lo largo de diez años, la conclusión era que teóricamente no tenía ninguna posibilidad, estrictamente ninguna, de curarse.

El factor decisivo que permitió al hermano menor no caer en un profundo abatimiento fue la amistad de un joven jardinero que era tartamudo y poeta a la vez, el único amigo en cuya compañía se sentía un poco menos abrumado por la pena.

Decir que aquel amigo era jardinero es solo una manera de hablar, pues en la universidad no había realmente ningún jardín, exceptuando el campus, aquel inmenso jardín en el que se cultivaba a los jóvenes socialistas chinos, entre los cuales existía un equipo dedicado a los «trabajos verdes», que plantaba árboles por todas partes.

Sin la menor duda, aquel poeta tartamudo era el más «enrollado» de todos los jóvenes obreros, con sus largos cabellos que se ondulaban sobre sus hombros y el mono de trabajo rojo con perneras en pata de elefante, siempre impecable —en vez del mono gris y grasiento de sus colegas— y con unas sobrecosturas dobles que eran tema de conversación entre las estudiantes que hacían cola en la cantina.

Entre otras semejanzas, el jardinero también era el hijo menor de su familia (su hermano mayor estudiaba en Japón). Igual que su amigo, no tenía padre, solo una madre que enseñaba japonés en la universidad y con la que compartía un apartamento en el segundo piso de una casa de madera. Delante de la casa había un gran árbol (como en casa de su amigo, pero este era un ginkgo, no un olmo), bajo el cual en las noches de verano los dos amigos se sentaban ante una mesa redonda para fumar, beber y charlar sobre cualquier cosa. De vez en cuando el jardinero le daba a leer algún poema suyo, conteniendo la respiración, con la mirada desviada, inquieto por la reacción de su amigo. Pasadas las doce de la noche, se duchaban en calzoncillos bajo el único grifo del patio, que recordaba la polea de cierto pozo. Después ambos subían a la habitación del jardinero y tumbados en la cama seguían discutiendo sobre Eliot, Rilke, Saint-John Perse, Valéry… Privilegios de la juventud: cada dos días descubrían un nuevo dios en el panteón de la Literatura.

Una noche de tormenta, hacia las dos de la madrugada, el hijo menor se despertó por alguna razón desconocida al lado de su amigo borracho, que estaba durmiendo. Unas gotas de agua que colgaban del borde de la ventana atrajeron su atención: a la luz de la lámpara parecían diminutos planetas de cristal. Estuvo un momento contemplándolas y luego se levantó de puntillas para acercarse a ellas, convencido de que vería su reflejo en cada una de ellas. De repente se quedó inmóvil al oír el ruido de una esponja, o mejor una toalla que alguien mojaba en el agua del barreño de hierro, una sonoridad cuyo eco le recordaba otro barreño de hierro, el de su casa, en la isla de la Nobleza, obra de su padre y que él consideraba parte del patrimonio familiar.

Como agarrado por una mano invisible, volvió sobre sus pasos y a tientas en la penumbra sacó de debajo de la cama su carpeta de dibujo, que llevaba semanas sin tocar.

Para no despertar a su amigo, se refugió en la cocina. Cuando apenas hubo tallado un primer carboncillo (tenía media docena, fabricados con madera de olmo quemada), empezó a dibujar, por miedo a que la imagen que había surgido ante sus ojos se desvaneciera, que aquella escena del pasado fuera a desaparecer para siempre. Sobre el papel grueso como el cuero apareció un primer rasgo, una primera curva, la de un dedo doblado, mojado, en cuyo extremo quedó fijada, en algunos trazos de lápiz, una uña mordida, estropeada, manchada de negro. La mano sostenía una toalla empapada de agua. No tenía por costumbre empezar dibujando una mano.

Estuvo cuatro horas trabajando. La luz de la mañana todavía no había apuntado. Cuando terminó, volvió a la habitación, agotado. El jardinero seguía durmiendo. Lo empujó hacia la pared para poder meterse él en la cama.

Su amigo abrió los ojos.

—Ha ocurrido algo —le susurró el hijo menor. El jardinero se dio un susto.

—¿Un a-a-a-accidente?

—Ve a ver a la cocina.

Unos minutos después, el jardinero no había vuelto, y el hijo menor fue a reunirse con él.

Las cortinas de la ventana estaban descorridas; fuera, el sol iniciaba una tímida aparición. Sobre la mesa, la aurora acariciaba un dibujo, del que el jardinero no podía apartar los ojos.

—Sal-salvados —murmuró—. Estamos salvados.

—Salvados —repitió el hijo menor.

—Dios te ha elegido para ser artista.

Después de un silencio, preguntó:

—¿Cómo se titula?

—Mi madre.

—¿Es tu madre?

—Cada noche, en una cabaña como esa, mi madre lava a mi hermano mayor.

El hermano mayor ya no estaba atado con cuerdas, ninguna corbata le vendaba los ojos, ni tenía la boca amordazada, pero estaba totalmente desnudo, con la cabeza baja, agachado, acurrucado, como si quisiera meterse dentro de sí mismo, encogerse, liberarse por fin de la cadena de hierro que le sujetaba los pies, en cuyos eslabones brillaba el reflejo duro, angular, de unas gotas de agua centelleantes, como si fueran diminutos planetas de cristal.

—¿Por qué hay tres gorrinos que destacan sobre el fondo de la cabaña? —preguntó el jardinero, fascinado.

—La mitad de la cabaña es una pocilga.

—Deberías titular este dibujo «La Virgen china».

Esta frase la pronunció sin tartamudear lo más mínimo.

Durante el invierno, la madre del jardinero se fue al Japón dejando el campo libre al amigo de su hijo, que en los escasos momentos de ocio que tenía entre las clases de la universidad y su trabajo en el servicio nocturno de un restaurante, siguió trabajando en «La Virgen china» con un perfeccionismo extraordinario, en la misma cocina donde la obra había visto la luz.

Su trazado violento y su manía de borrar continuamente lo que acababa de dibujar exigían tal cantidad de carboncillo, que el linóleo de la cocina y pronto también el del pasillo quedaron cubiertos de una fina película negra, ligeramente grasa, que la humedad del aire volvía pegajosa.

Incluso el jardinero, que solía ser víctima de los escrúpulos en sus propias creaciones y cubría los borradores de sus poemas con infinitos añadidos hasta hacerlos ilegibles, para después tachar páginas enteras, a veces el poema casi entero, se quedó atónito cuando, una mañana, descubrió a su amigo en la cocina, apoyado en la nevera y dormido al lado de su dibujo. «La Virgen china» no tenía ya cabeza ni cuerpo, era tan solo una mano que sostenía una toalla mojada.

Solo aquella mano, como una reliquia, había escapado a los crueles borrados, al trapo fatal, a las destrucciones sucesivas que le infligiera su creador, tal como demostraba el fondo embrollado del dibujo.

Igual que la mano, como escapada de las cenizas de una batalla mental, la cadena de hierro había sobrevivido al prisionero, que había sido totalmente borrado para que así pudiera seguir obsesionando sin fin el alma de su autor.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó el jardinero.

El hijo menor trabajaba varias horas al día como pinche de cocina en un restaurante con el fin de no llegar con las manos vacías cuando fuera a visitar a su familia para celebrar el Año Nuevo en la isla de la Nobleza.

Muchos años más tarde, con la manivela de una cámara en la mano, el jardinero, convertido en director de cine, recordaría aquel restaurante que su amigo le había descrito: se hallaba a la orilla del famoso río de la Seda, tan cantado por los poetas de la dinastía Tang. Una lámpara de poca potencia iluminaba el muelle. Se acercó un bicitaxi, pero el rostro del conductor permanecía en la penumbra.

(Una voz: ¿de dónde vienes? Él: de la colina de la Habichuela Verde. Vengo a hacer una entrega al quinto piso).

Se abrió la reja. El hombre entró y cruzó un aparcamiento, al fondo del cual, delante del restaurante, había dos hombres esperándolo. Aparcó su bicitaxi y sacó de él una jaula oculta bajo un hule negro.

(Tienes que seguir el pasillo de la derecha, después girar a la derecha, tomar la escalera de la derecha; a cada piso gira a la derecha y sube otra escalera, siempre a la derecha).

Al cabo de unos minutos, la jaula llegaba al quinto piso. En la cocina, el repartidor levantó el hule negro y apareció un curioso animal —por no decir un monstruo— de unos cincuenta centímetros, patas cortas, con el cuerpo y las patas recubiertos por gruesas escamas triangulares, estriadas, mates, que en algunos puntos se superponían como las tejas de un tejado, formando una auténtica coraza. La cabeza, pequeña y alargada, se parecía a la de una boa, con sus ojos minúsculos.

(El repartidor sacó de una caja unas hormigas y las puso en un plato, delante del animal, que inmediatamente las untó con su baba, tal como hacen los reptiles con sus presas).

Sus armas más temibles eran las fuertes garras que brillaban en el extremo de sus dedos. (Normalmente tenía cinco en cada pata; pero el hijo menor, durante su breve carrera de pinche de cocina, solo había visto patas con tres dedos). Aquellas garras, robustas, de una longitud exagerada, le servían para destrozar termiteros o cavar largos túneles en la montaña, cosa que le valió su nombre en chino: «el acorazado que pasa a través de las montañas». Científicamente se le denomina pangolín.

Inmediatamente el jefe telefoneó a un rico cliente que había reservado mucho tiempo atrás aquella entrega especial y estaba tan impaciente por probarla que no quiso esperar hasta el día siguiente y exigió que le cocinaran inmediatamente el animal.

Si hemos de creer lo que dice La Enciclopedia, de las siete especies de pangolines conocidas en el mundo, cuatro viven en África y las otras tres se encuentran en la India, Malaisia, Birmania y el sur de China.

Los especímenes chinos habían sido casi todos exterminados, y los que habían sobrevivido eran considerados por el gobierno animales protegidos, que estaba prohibido matar.

Sería imposible comprender la extinción de esta especie sin tener en cuenta una particularidad poética de la medicina china: por ejemplo, si los murciélagos vuelan en la oscuridad, se puede asegurar que sus excrementos curarán la ceguera humana; puesto que el pepino de mar se parece a un falo, se afirma que es afrodisíaco y que el hombre que lo consuma obtendrá un sexo de una talla tan faraónica como la de dicho animal marino. En el caso del pangolín, lo que fascina a los chinos es su capacidad para cavar en la montaña. Y ¿qué es lo más parecido a una montaña horadada por grutas profundas y oscuros torrentes, si no es un cuerpo de mujer? Así, comer carne de pangolín proporciona la seguridad de poder penetrar tan profundamente como este animal en los misteriosos túneles femeninos.

Habitualmente, el trabajo del hijo menor en la cocina consistía en quitar las escamas del pangolín muerto con un cuchillo, los pelos de la espalda y el abdomen con unas pinzas, y lavarlo con agua caliente.

El derecho a matar al pangolín quedaba reservado a otro ayudante de cocina, que debía tal privilegio a su antigüedad. Era un hombre de unos cuarenta años, barbudo, corpulento y de brazos fuertes, a quien le gustaba el trabajo bien hecho y cada ejecución suya era admirable por la rapidez del tajo: neto, limpio, sin rebordes. Detestaba los movimientos superfluos y no blandía jamás su cuchillo por el mero placer de contemplar su filo brillante. Con un palillo entre los labios, se encargaba del pangolín de un solo golpe de gancho en el cráneo: el animal se derrumbaba y, antes de enterarse de lo que le estaba pasando, el cuchillo del barbudo ya le había cortado el cuello, la cabeza caía sobre las baldosas y la sangre manaba dentro de un bol de porcelana.

Aquella noche, la vida quiso que las cosas ocurrieran de otro modo. En cuanto salió de su jaula, el animal, avisado por su olfato muy desarrollado, sintió el peligro y adoptó su postura de defensa: se enrolló sobre sí mismo y la cabeza, el tronco, las patas, las temibles garras desaparecieron bajo una enorme bola de una inmovilidad absoluta.

A primera vista recordaba un erizo de esos que nos cruzamos en la carretera por la noche; pero al prestar más atención se advertía que aquello era un animal en estado de guerra, que presentaba por todas partes sus armas defensivas, aquellas escamas triangulares, apretadas por el miedo, ligeramente temblorosas.

El encargado de cocina, un hombre experimentado, no pareció inmutarse ante aquella bola tan herméticamente cerrada que no presentaba falla alguna en la que se pudiera hincar un cuchillo o un gancho.

Con un palillo sujeto en la boca, apagó la luz, cosa que no extrañó a nadie, pues todo el mundo sabía que durante el día el pangolín se enrolla sobre sí mismo, al fondo de una madriguera, y que solo se desenrolla al caer la noche.

Pero aquel animal, por alguna razón que nadie conocía, resistió la tentación de las tinieblas y se negó a abrirse.

El ayudante de cocina, sorprendido de su fracaso, decidió ahogarlo. Lo agarró con las manos, se dirigió hacia un fregadero lleno de agua, y lo sumergió en ella. Solo se oyó la respiración de los hombres reunidos alrededor del fregadero y la explosión de las burbujas de aire que surgían del fondo. El animal se resistía. Hasta parecía divertirse. Se movía ligeramente, las pequeñas ondulaciones del agua iluminaban con una luz misteriosa su duro caparazón, sobre el que se deslizaban, casi imperceptibles, estremecimientos de oro, de nácar y de esmeralda.

Llegaron los coches del rico cliente y sus invitados. Se oyeron chirridos de frenos, portazos, risas, voces, alegres pasos.

El pinche de cocina no se dio por vencido. Sacó la bola escamosa del agua, la colocó en el medio de la cocina y, con el torso desnudo, de rodillas, se puso a combatir con ella sin más ayuda que la de sus puños.

Como no tenía ningún asidero donde agarrarse y el tiempo apremiaba, varios cocineros interrumpieron su trabajo para echarle una mano.

—¡Venga, venga! —gritaba el jefe de cocina—. ¿A qué estáis esperando? ¡Necesitamos más gente!

Cinco robustos mozos se lanzaron al asalto de la bola de escamas. Lógicamente, ningún animal habría podido resistir un minuto más, salvo que estuviera dotado de una fuerza sobrenatural.

Y de eso es de lo que se trataba. La bola no se abrió. Ni siquiera se entreabrió. La noticia de aquel increíble incidente llegó hasta el comedor en el que estaban esperando los comensales y mandaron a dos guardaespaldas como refuerzo.

Aquel par de mozos eran realmente macizos, dos veces más que el barbudo, que al final había perdido el palillo. Pero ni siquiera ellos consiguieron rendir al animal.

A las diez, decidieron encender un horno destartalado que servía para asar los patos laqueados. La pira fue el último suplicio que infligieron al pangolín, pues, desgraciadamente, sus escamas, por muy sólidas que fueran, eran también inflamables.

«Yo oía el crujir de las escamas en el horno; era como si estuviera oyendo la armadura de Juana de arco chirriando en la hoguera», recordó más tarde el hijo menor.

De repente, una bola humeante surgió del horno y rodó por el suelo, dejando tras ella un rastro rutilante. Un estante tallado en un bloque de madera de palisandro le sirvió de tajo al cocinero. Bajo los golpes de cuchillo el caparazón resonó como si estuviera hecho con dientes de tiburón. El ejecutor era el jefe de cocina en persona, que ya había tenido la idea del horno, y ahora quería forzar la abertura. Finalmente apareció el signo de la victoria: surgió una baba, que se derramó. La bola se entreabrió. Apareció un morro escamoso, después la cabeza entera, y las patas, cubiertas de finas escamas.

Como un relámpago, el gancho de hierro se abatió sobre el cráneo del animal. Fue un golpe dado con odio, tan lleno de cólera que la punta del instrumento se clavó en la madera con un ruido tremendo. Finalmente, un cuchillazo fatal atravesó al pangolín. Saltó un chorro de sangre.

Cuando el animal se hubo desenrollado totalmente, se vio no solo que era una hembra, sino también una futura madre, con el vientre extremadamente hinchado.

Su boca abierta de par en par mostraba una ausencia total de dientes, era solo un agujero negro, profundo. Por encima de la mandíbula destrozada los minúsculos ojos se negaban a cerrarse, mientras que las pupilas se dilataban de terror.

—Tú —dijo el jefe señalando al hijo menor con el dedo—, deshazte de lo que tiene en el vientre ese animal.

Antes de salir de la cocina, se dirigió a todos:

—Nadie hablará de esto, si no el cliente se negará a pagar, con la excusa de que comerse a una hembra de pangolín preñada trae mala suerte.

La mano del hijo menor estuvo a punto de dejar caer la navaja de mango de bronce. Con la punta de la hoja hizo una incisión en el flanco del animal, debajo de las costillas, pero fue un corte vacilante. Más lo fue todavía el que por descuido le abrió el estómago, llego de hormigas y termitas.

—Cuando hice el segundo corte, ahora en el flanco izquierdo —le contó al jardinero—, di con una vena muy hinchada. Debajo había una bolsa rojo carmín. La saqué y la puse sobre un plato, la corté y dentro encontré un feto de pangolín tan pequeño que no te lo puedes ni imaginar. Estaba envuelto por una fina membrana. Yo no quería que quedara así, quería que viniera al mundo, sin importarme que estuviera vivo o muerto. Entonces le quité la membrana centímetro a centímetro. En el cráneo, todavía mal formado, apenas se distinguían la boca, la nariz y los ojos. Yo estaba emocionado. Era tan bonito… No te lo puedes figurar. Con la punta de los dedos rocé las minúsculas escamas anacaradas, blandas y resbaladizas.

»Después del trabajo, fui a la orilla del río de la Seda. Me imaginaba que el cachorro de pangolín tendría ganas de nadar en el agua de allí. Entré en el agua y dejé que se alejara siguiendo la corriente, dentro de la cajita metálica que le servía de ataúd.

»Me dio pena no haber podido enterrarlo con su madre, aquella Virgen de su especie, aquella bola escamosa que se negó a abrirse y que me tiene obsesionado tal como me tiene obsesionado la mano de mi madre lavando a su hijo encadenado al fondo de una cabaña.

»Y es por eso que mi dibujo sufrió aquel despojamiento radical.