CAPÍTULO XII
ASCENSO Y CAÍDA
HE escrito en varias ocasiones en este libro sobre el papanatismo que observo en el pueblo español ante los hechos y hazañas de los miembros de nuestra familia real. Pero ese papanatismo es también extensible al ámbito de los poderosos, como pude comprobar en mis propias carnes.
Muchos de mis conocidos, y supongo que en algún momento yo también lo creí, piensan que el hecho de estar relacionado con Felipe y Letizia te otorga un plus de estatus social y hasta económico. Y que al final, seas de derechas o de izquierdas, te acabas aprovechando de esta situación. No solo porque ellos consientan que te aproveches, sino porque otras personas te ofrecen trabajos o negocios por el simple hecho de que tengas esas relaciones. Nunca te facilitarían esas gangas o esas informaciones privilegiadas si esa relación no existiera, aunque tú seas la misma persona. Así es nuestra sociedad. Así es el juego.
Pero a mí nunca nadie me favoreció en nada ni me retribuyó nada. O quizá sí. Sospecho que una vez pudo ocurrir. Cuando me uní al despacho de Ledesma y Asociados.
Esta firma la dirige Javier Ledesma, hermano del que fue ministro de Justicia con Felipe González entre 1982 y 1988. La invitación a entrar en el bufete me la formuló Fernando Ledesma, hijo del exministro. Me incorporé como socio inmediatamente. La cotización del apellido Rocasolano había subido muchos enteros en la bolsa onomástica española. Este Fernando, que no hace desprecio al dinero fácil, tiene un ojo clínico para acercarse a quien más le interesa. Conmigo se equivocó.
Me recibieron muy cordialmente, me asignaron un despacho y me puse a trabajar. Como un abogado inocente sería tan inútil como un portero de fútbol sin brazos, yo ya imaginaba que una asesoría jurídica blasonada con el apellido Ledesma tendría una buena bolsa de clientes vinculada a los poderes políticos socialistas. Me equivoqué. Tenía una buena bolsa, pero no vinculada exactamente a nada.
Pocas veces entraba a mi despacho un encargo desviado desde los Ledesma, y eso me extrañaba. Mi cartera de clientes me la estaba pescando yo solito, y el bufete se quedaba con un alto porcentaje de la facturación de cada uno de sus abogados. En concreto, un 30 por 100. Yo facturaba unos 90.000 euros anuales.
Así que no me estaba saliendo nada rentable haber plantado mi despacho con Ledesma. Me habían fichado pensando que yo iba a ser una atracción para determinados clientes. Pero no. Trabajé con ellos cuatro años. Rompí la relación porque aquel era un despacho político socialista, demasiado relacionado, al menos en su nombre, con cuestiones filosocialistas. Era la época dorada del ladrillo, de las recalificaciones sistemáticas, de las grandes promociones, y eso que antes llamábamos paisaje estaba en grave riesgo de desaparecer bajo una capa eterna de cemento. No lo digo desde la superioridad ética, ya que ese ha sido mi negocio durante muchos años y detesto la hipocresía. Lo digo porque es un buen resumen del origen del descalabro político y económico de este país. Una marea que me salpicó de manera abrupta en el año 2009 con un asunto de corrupción en Ciempozuelos.
El 23 de octubre de aquel año me desayuné con este titular del diario filofranquista La Gaceta.
EXCLUSIVA
Un primo de Letizia Ortiz, implicado en el «caso Ciempozuelos».
Sacó 385.000 euros de la cuenta de una de las sociedades propiedad del testaferro del exalcalde. Rocasolano compró una de las viviendas de este testaferro cuando ya estaba imputado.
Yo sabía de antemano que La Gaceta estaba preparando un reportaje sobre el asunto, porque la redactora me había llamado días antes. Pero no contaba para nada con el tono sangrante y ofensivo del reportaje ni con la manipulación informativa con la que habían deformado toda la historia. De hecho, ni siquiera tuvieron la decencia de incluir la versión de los hechos que yo les había ofrecido en nuestra conversación telefónica: un cliente, al que le estaba tramitando la compra de una vivienda, me ordena que aborte la operación. Ya no le interesa. Perfecto. Le digo que a mí sí me interesa. Pido un crédito, le devuelvo a mi cliente el dinero y adquiero el inmueble. Fin de la historia.
Aquí comenzó mi idílica relación con periodistas y medios. Hasta ese momento los había evitado a toda costa.
No sé si los cientos de imputados de este país por delitos de corrupción, blanqueo, evasión de capitales son conscientes de que han trincado. Pero yo ni estuve imputado ni soy consciente de ser un delincuente. Yo soy consciente de haber retirado 385.000 euros de una cuenta de un señor que luego resultó imputado en un asunto de corrupción. Soy consciente de que con ese dinero compré un inmueble, por encargo de un tercero. Y soy consciente de que, cuando compramos el inmueble y pasó un tiempo, este señor me dijo que ya no le interesaba la operación y que si podía devolverle el dinero. Y yo le dije que a mí la operación me seguía interesando. Me quedo el inmueble yo, te devuelvo el dinero y a correr. Fui al banco, pedí la hipoteca, me dieron el dinero y lo devolví. En ningún momento pude pensar que estos señores iban a ser imputados (que no sentenciados) por apropiación indebida y cohecho como testaferro de dos exalcaldes de la localidad.
A pesar de las falacias periodísticas, no fui imputado jamás. Y tampoco soy tan pardillo como para dejarme trincar por 385.000 euros. El día que me trinquen, será por un asunto de millones. Qué coño.
Mi teléfono empezó a sonar a primera hora de la mañana de aquel 23 de octubre de 2009.
—¿David? —era un cliente.
—Sí, soy yo.
—Lo has leído, ¿no? ¿Cómo estás? —mi cliente estaba nervioso.
—¿Cómo voy a estar? Jodido. Muy jodido.
—Bueno, claro… Pero tranquilo… ¿Qué piensas hacer?
—Yo qué sé… Demandarlos… Ir a la redacción y pegarles unas hostias… Aún lo estoy pensando.
—No pierdas la cabeza, no pierdas la cabeza… Pero ¿es cierto? —esto último lo preguntó mi cliente como el sacerdote que le pregunta al reo de muerte si se quiere confesar.
—¿Cómo que si es cierto? ¿Qué quieres decir? —me costaba hablar. Tenía ganas de mandarlos a todos a la mierda.
—Bueno, mira, David… Tú y yo tenemos cosas juntos y… Bueno, ya sabes.
—¿Cómo que ya sé? ¿Me estás preguntando si me van a meter en la cárcel?
—No te ofendas. Pero sí.
Llamadas de este tipo se repitieron durante toda la mañana. Estaba perdiendo clientes. Estaba perdiendo amigos. Estaba perdiendo mi reputación, esa que a día de hoy me importa un bledo.
Los periódicos arrojan la lanza, te la clavan en la frente y después piensan que, retirándotela con una rectificación en página par, ya no queda rastro de la herida. Una mierda.
También estaba perdiendo los nervios, así que dediqué el día a responder llamadas y a no pensar todavía estrategias de contraataque. Soy abogado. No conviene precipitarse. Tenía ganas de apagar ya por fin el teléfono. Pero esperaba una llamada. Una llamada que en ese momento era más importante para ella que para mí. «Un primo de Letizia», había titulado La Gaceta. Ya no soy David Rocasolano. Ahora soy «un primo de Letizia».
Pero nadie me llamó desde Palacio. Ni de la familia. Supuse que estarían intentando consultar con Letizia si era conveniente o no volver a dirigirme la palabra. Telma se encontraría en África, tocada de salacot, salvando niños negros de Photoshop ante una puesta de sol maravillosa, aunque fuera falsa. Érika ya había muerto. Me sentía solo y encendí la televisión.
Me sentía sucio y sintonicé Intereconomía. El gato al agua. Tuve el honor de observarme en primera plana. Me encanta la notoriedad. Y, sobre todo, me encantaba mi notoriedad de aquella noche. Solo. En casa. Jodido pero famoso. La felicidad era esto.
«Hoy publica La Gaceta que el primo de la princesa de Asturias va a ser citado como imputado en la causa penal de corrupción en Ciempozuelos porque se ha llevado 385.000 euros. ¡Otro trincón!», me anunció el presentador del programa.
Los tertulianos, al unísono, soltaron una simpática carcajada. ¡Otro trincón!
Después empezaron a intercambiar agudezas sobre mi persona, sobre la familia plebeya de Letizia, sobre lo paletos que somos los que estamos al otro lado de la pantalla. Ninguno de aquellos autoproclamados periodistas había perdido uno solo de sus indigentes minutos en recabar mi versión, y cacareaban chistes malos alrededor de las cuarenta líneas de texto mendaz que habían leído en La Gaceta aquella mañana. Agradecí que mi hijo no tuviera aún edad para entender lo que estaban hablando sobre su padre, porque, si no, los escasos cojones de esos eunucos estarían hoy servidos como tapa en la cafetería de Intereconomía, y yo me encontraría escribiendo estas líneas desde la cárcel.
No mucho después fue el canal amigo, Telecinco. El programa G-20. Una sórdida lista elaborada por un no menos sórdido guionista que despacha a cada personaje en menos de 60 segundos. Aquella noche, me correspondió el puesto de honor.
En el número 20, la posición más deseada, es para el primito de nuestra princesa, el hasta ahora anónimo David Enrique Rocasolano, que podría haber saboreado las dulces mieles de la corrupción.
En la pantalla, empezaron a aparecer imágenes mías y de mi prima. El texto que leyó el locutor tampoco tenía desperdicio:
Noviembre 2003, pedida de los príncipes de Asturias. Ni las poses forzadas ni los vestidos caros hacían pensar que esta bonita estampa podría estar salpicada de corrupción…
Y es que este pijín que ven, además de ser el primo hermano y amigo íntimo de doña Letizia, es uno de los implicados en el caso Ciempozuelos, según La Gaceta Política. Según esta web, David Rocasolano sacó 385.000 euros de una cuenta propiedad de una sociedad del testaferro del alcalde de Ciempozuelos […]. La moda de la corrupción en los ayuntamientos llega hasta la Zarzuela, para que luego digan que son una institución poco actual. Pero ¿cómo le habrá sentado a doña Letizia este desliz de su pariente? ¿Le retirará la real palabra a su primo o le echará un capote por eso de que cuanto más prima más se arrima? Pronto saldremos de dudas en los Juzgados de Valdemoro.
Así se resumieron mis sesenta segundos de gloria.
Me mantuve a la espera. Estaba solo, asqueado y me sentía acorralado. Supongo que el gabinete de crisis familiar estaba a la espera de que Letizia me sentenciara o absolviera. Antes, nadie se iba atrever a mover un dedo.
Y yo, por supuesto, no iba a ser el primero en descolgar el teléfono para ponerme a gimotear.
Letizia, por fin, me llamó un par de días después.
—Hombre, cómo estás…
—Pues, chica, Letizia, estoy bastante mal. Me siento ninguneado. Creo que se están haciendo unas imputaciones contra mí que no tienen ni pies ni cabeza. Lo que están diciendo es falso.
Su tono era bastante seco y agresivo.
—Oye, David. Pero, esto, ¿es verdad?
—Letizia… ¿Me estás insultando?
—No, no, no, no te insulto. De verdad. Es lo que he leído… Yo lo siento mucho… Lo siento mucho, de verdad.
—Pues no te lo noto. No te noto que sientas nada.
—A ver, David. Yo te pregunto. Y esto, si no es así —me dijo Letizia—, ¿tú crees que me va a manchar a mí?
Ahí me bloqueé.
—¿Que si te va a manchar a ti? ¿Cómo que si te va a manchar a ti? A quien está manchando esto es a mí, joder. Si yo no fuera tu primo, esto no me estaría pasando. ¿Lo entiendes?
Yo siempre la había ayudado en todo y ahora no mostraba ningún signo de apoyo personal. Podría haberme dicho algo sencillo. Vente a comer y hablamos. Eso hubiera sido suficiente. Pero no me llamó para comer. Ni me reuní con nadie. Nadie trató de sosegarme. Ni Letizia, ni Telma, ni Paloma… Ni siquiera mi padre.
Me aislaron totalmente (los exculpo, porque soy consciente de que fue por miedo). Y pasaban los días, y yo aquí, planteándome la movida, leyendo y releyendo el artículo. ¿Qué pinto yo en todo esto? El titular daba la clave. «Un primo de la princesa Letizia». No «David Rocasolano».
Dos días más tarde recibí un mensaje de Felipe. Conservo el texto integro, pero me lo reservo. Esta vez el elegido por Letizia para hacer de heraldo negro había sido él. Qué poco me conoces, Letizia, después de tantos años. Pensar que porque tu príncipe me escriba voy a sentir el peso de la autoridad real y a cambiar mi opinión sobre ti… El de Felipe era un mensaje muy diplomático y muy cariñoso, en el que más o menos se disculpaba por lo que me estaba ocurriendo.
Respondí inmediatamente: «Muchas gracias, Felipe. Pero las cosas no son así».
Y aproveché para darle la estocada a su mujer y desentenderme por fin de todos ellos: «Letizia, yo con esta historia ya no puedo más. Tu historia es tuya, tus beneficios son tuyos, no quiero saber nada más ni de tu vida, ni de lo que haces ni absolutamente nada de nada. Hasta luego o hasta nunca».
A veces, cuando pienso, cuando medito una estrategia, doy vueltas por la casa. Creo que aquella tarde recorrí unos cuantos kilómetros de parqué. Me estaban apuñalando. Me habían abandonado como a un perro de caza cuando se cierra la veda. Mis padres. Mis hermanos. Mis primas. Pero a mí se me venían a la cabeza los buenos ratos. O los malos ratos compartidos, que unen más.
—Cuando juegue en primera división, te voy a comprar una casa, prima.
—Y yo, si llego a ser una gran reportera, te voy a regalar el coche que quieras tú.
No me di cuenta de que ya había atardecido. Odio las luces intensas y siempre tengo la casa en penumbra. Solo me percaté de lo tarde que era cuando vi la hora en la pantalla del teléfono, que había empezado a sonar. Era Telma. Así que ahora Letizia había escogido a Telma como heraldo. Bueno. A mí nunca me había agradado ese papel. Heraldo o escudero. Descolgué y esperé. Creo que no dije ni hola.
—¿David? —la voz de mi prima era más dulce de lo habitual.
—Sí.
—¿Qué tal?
—Bien. ¿Y tú?
—Bueno. Preocupada. Estamos todos un poco preocupados por ti.
—Pues no se os ha notado mucho —se quedó en silencio—. Mira, Telma. No tengo ganas de hablar ahora. Gracias por preocuparos tanto.
Y colgué. Nada más hacerlo, tecleé un sms y se lo envié: «Telma, esto se acabó. Yo no quiero seguir manteniendo relaciones con vosotros. No me interesan. No me benefician. Todo lo contrario. Adiós».
Al día siguiente, cambié todos mis números de teléfono y llamé a mi exmujer. Por supuesto, no iba a cortar también el grifo de comunicación con mi hijo:
—Patricia, este es mi nuevo número. No se lo des a nadie. Ni a Letizia ni al rey —enfaticé.
Pocos días después, Patricia me llamó. Letizia se había puesto en contacto con ella para pedirle mis nuevos números. Patricia le dijo que no. Que yo se lo había prohibido. Letizia se cabreó muchísimo.
—Vale, muy bien. Ya lo conseguiré por otros mecanismos.
No ha llamado nunca. Desde ese momento, no he vuelto a saber nada de ninguno de ellos. Ni siquiera de mi padre y mi madre. Quizá hayan intentado llamarme desde otros números, pero yo nunca cojo a desconocidos. No lo sé ni me importa.
En junio de 2010, y tras una nueva publicación difamatoria de La Gaceta, comencé a moverme. Había ya asimilado que estaba solo y que tendría que actuar solo. De hecho, ya había comenzado a diseñar mi estrategia para demandar a todos los medios que se habían hecho eco, de forma irresponsable y sin recabar mi versión, de las difamaciones de La Gaceta. En primer lugar, quería conocer quién era mi enemigo y hasta dónde llegan las intrigas.
Marqué el número de La Gaceta.
—Desearía hablar con el director.
—Emmmm… ¿Quién llama?
—David Rocasolano.
El apellido desatascó un montón de cañerías telefónicas en muy pocos segundos. Suele ocurrir. Unos minutos después, Eugenia Viñes al teléfono.
—¿David? ¿Eres tú?
—Sí, así es.
—¿Qué quieres?
La pregunta te invita a contestar con un exabrupto, pero uno se calma.
—Me gustaría tener una conversación con Carlos Dávila.
—¿Para hablar de qué? —nueva pregunta defensiva.
—Eugenia, ¿a ti que te parece?
—Bueno vente para acá y vemos.
Tardé una media hora en llegar. Por el camino intenté enfriar la cabeza. Una vez dentro, me hicieron esperar diez minutos. Aproveché para poner a funcionar mi grabadora. Me recibió Eugenia. La siguiente transcripción es prácticamente literal.
—Cuéntame.
—Lo que tenga que hablar, prefiero hablarlo con Carlos Dávila —me puse rotundo, para empezar.
—Ya… Pero Carlos no creo que te pueda atender, y por eso te atiendo yo. Además —prosiguió—, lo que hables conmigo es como si lo hablaras con él, ¿entiendes lo que te quiero decir?
—No, no creo. Contigo no tengo nada que hablar. A mí me gustaría hablar con el director.
—Ya —contestó Eugenia—. Lo que me propones es un poco difícil.
—Mira, con quien yo quiero hablar es con quien dirige La Gaceta, que parece ser que es Carlos Dávila, salvo que tú seas la consejera delegada de esta empresa. Y lo que tenga que hablar con él tampoco te incumbe a ti. ¿Entiendes?
—Perfectamente —contestó seca—. Voy a ver cómo tiene la agenda Carlos. Espera un momentito para ver cuándo puede atenderte él.
Salió de su despacho a puerta abierta y me hizo un hueco en la superagenda del inaccesible director.
A la tarde siguiente tenía cita con Carlos Dávila en su despacho madrileño de Intereconomía, Paseo de la Castellana 36. Estaba más calmado. Cuando vas agarrado a la cola de un caballo al galope, es normal que te pongas ligeramente nervioso. Pero ahora empezaba a manejar yo las riendas, y sentía una rara placidez. El taxi me dejó a las puertas de Intereconomía. A la entrada, enseñé mi carné, me colgaron una credencial y me hicieron pasar por un arco detector de metales. No pitó el aparato, porque mis armas nunca son metálicas. Una grabadora Sony IC. Una señorita muy bien puesta me acompañó hasta la cuarta planta del edificio y me abandonó en una sala de espera.
—El señor Dávila le atenderá enseguida.
Y se marchó. La sala era estrecha, cutre y mal ventilada. Sabía que tendría que esperar, porque todos los petimetres acojonados hacen esperar a los que les acojonan. Yo aproveché la espera para comprobar que mi grabadora seguía en funcionamiento. Buena chica. Y, finalmente, una mujer abrió una puerta y me permitió pasar los umbrales de eso que ahora llaman libertad de expresión.
Y allí estaba Carlos Dávila. Más pequeño de lo que parece en la televisión, pero igual de blandito y de calvo. Descubrí que no estaba solo en su despacho, y eso me alegró. Dávila necesitaba escudero para hablar conmigo. Perfecto. Ha captado el mensaje. Sabe que no tiene todas las cartas a su favor.
—Bueno, cuéntame —cruzó las manos sobre la barriga y se inclinó en el respaldo de la silla para trasmitir seguridad.
—A ver, Carlos —le dije sin rodeos mostrándole el artículo—. Parcialmente cierto, parcialmente falso. Es evidente, leyendo esto, que tú no vas a por mí. Tú vas a por mi prima. Vas a por Letizia. Empecemos siendo sinceros, ¿no?
—Estás muy equivocado, David. Aquí no se va a por nadie. Queremos saber la verdad. Aquí se cuenta una información, se contrasta su veracidad y se publica.
—Mira, Carlos, si tú pones en el titular «un primo de la princesa de Asturias», es evidente que a quien estás intentando manchar es a mi prima. Y ten el valor, si quieres manchar a mi prima, de manchar a mi prima, y no de cogerme a mí para joderla —aunque las palabras fueron brutales, las pronuncié con calma.
Saqué la documentación que demostraba que había acudido a aquella vista del caso Ciempozuelos como testigo, y acreditado, ante el juez, el fiscal y los abogados de la defensa y la acusación. No como imputado, como había publicado el panfleto de Dávila. La testigo de la conversación, una tal Maite, haciendo alarde de sus conocimientos jurídicos, me informó:
—Ya, pero aún sentencia.
—Disculpa. Este no es mi juicio. Yo no formo parte del procedimiento. Del procedimiento forman parte una serie de imputados, entre los que no estoy yo.
—Bueno, bueno —intentó contemporizar—. Entonces, por avanzar un poquito… David…, ¿hay algo que pueda interesarnos informativamente?
—Lo que tú ya sabes. Nada más.
—¿A qué has venido aquí? —intervino Carlos.
Yo he venido aquí a llegar a un acuerdo. Y el acuerdo es que me dejes en paz. Que me dejes de sacar en tu periódico. Que no me cites. Y, si me tienes que citar, que lo hagas con conocimiento de lo que estás haciendo —dejé entrever que, en caso contrario, les pensaba demandar.
—Bueno, como quieras. ¿Quieres un acuerdo? —se envalentonó—. Pues este va a ser el acuerdo. Si me cuentas todo lo que sabes sobre la financiación ilegal del PSOE, yo prometo llamarte cada vez que vaya a escribir sobre ti. Un pacto entre caballeros.
Ni me digné a contestar. Me despedí, me levanté y me fui. Ya le había dejado el mensaje. La próxima vez, el careo lo tendremos delante de un juez. Salí a la calle, conseguí un taxi rápidamente, di mi dirección, saqué la grabadora del bolsillo y comprobé que la conversación se había registrado perfectamente. La trinchera del frente periodístico estaba cavada y con los cañones apuntando.