EL LOBO
Sangre, fluyendo por el caudal de riego, al ritmo acompasado y cumbanchero de su corazón de niña. Glóbulos, como rojas ovejas, sedosas y dóciles, rebaño de vida y energía, obedientes, sumisas al ritmo que el misterioso sistema central marcaba en cada instante como un patrón de galeras golpeando una y otra vez sobre la tensa piel del tambor de la vida.
En un momento maldito, que no fue distinto de otro cualquiera, una de aquellas ovejas sumisas, rojas y sedosas, que durante años estuvo activa siendo madre de miles de otras células, dejó de escuchar el sonido del tambor, se rezagó, tembló, dejo de fluir serena y confiada, y comenzó a dar tumbos frenéticos, dirigida por otro ritmo más anárquico y hostil que surgía de su propio interior.
El tam-tam del infierno operó en la buena ovejita una metamorfosis salvaje. De entre la lana roja surgieron pelos grises y afilados, el pequeño cráneo servil, se abombó dando paso al hocico obsceno y babeante de la fiera, y las finas patitas que siempre la habían llevado a donde mandaba el patrón, se transformaron en horribles garras, demasiado armadas para pasear entre las mullidas ovejitas.
El lobo feroz, violento, y completamente loco de dolor antiguo y que antes había sido roja ovejita en el caudal, avanzó, casi cegado por la furia y el hambre devorando a sus hermanas sin pudor alguno y sin que su crimen le saciase jamás. Condenado a ser un asesino acometió devorando y destruyendo feroz, avanzando ciego por el caudal y aunque de entre las rojas ovejitas, surgieron hordas de blancos perros pastores, para estas alturas el lobo se había fortalecido ya con la carne de sus hermanas y las dentelladas de los perros blancos apenas le afectaban mientras continuaba devorando en su incursión vertiginosa, ovejas rojas y perros blancos.
Los perros parían incesantes camadas de mastines blancos que nada más nacer, mandaban contra la bestia. Pronto, aquél que había sido un buen rebaño, quedó considerablemente mermado. Fieros perros blancos por doquier, excitados y decididos a defender a cualquier precio al rebaño y a terminar con el enemigo. El efecto fue devastador.
El lobo alcanzó su madurez, y comenzó a dividirse una y otra vez, y en cada nueva división de la célula retransmitía su malformación y su locura, en muy poco tiempo los hermanos del lobo navegaron por el caudal por miles, como hordas de invasores frenéticos dispuestos a establecer sus colonias por todo el organismo de Pacucha.
Aquél fue el comienzo de uno de los tipos más violentos de leucemia. El lobo tardó apenas tres meses en devorarla por completo.
Había que tener doce años, para poder entrar en el hospital durante el horario de visitas, y entonces, eran muy rígidos con la normativa. Por otra parte, las defensas de Pacucha estaban tan bajas que quedaba por completo descartado que pudieran sacarla desde su planta hasta el vestíbulo de la entrada principal, con sus enormes baldosas pulidas, y siempre atestado de gente que parecía la misma en cada ocasión.
Bolsas con comida, cajas de galletas, bocadillos grasientos envueltos en papel de estraza, ancianos en bata y zapatillas, los dos celadores vestidos con uniforme gris y gorra de plato, reminiscencia de tiempos de gloria vana, y un olor espantoso entre orina, penicilina y tienda de ultramarinos.
Aquél era el único lugar al que se permitía acceder a los niños que visitaban a sus familiares enfermos, y allí se mezclaban obscenamente con la muerte y la podredumbre, la peste de vagón de tercera, y la corriente helada que penetraba por la puerta abierta de par en par en infructuoso intento de ventilar aquel osario.
Todos los fines de semana de aquel mes de agosto acudí al hospital acompañada por mi madre.
Mis recuerdos de Pacucha en aquellos días, se limitan a su carita lejana y pálida asomando desde lo alto, en la ventana y sostenida como un bebé entre los exánimes brazos de su padre.
Movía la mano, saludándome, y yo la imitaba desde siete pisos más abajo. Aquellas visitas que con tanta ansiedad esperaba durante toda la semana, me dejaban, sin embargo, un sabor amargo en la boca y una terrible sensación de fraude en el corazón, porque después de verla aparecer en el recuadro oscuro de la ventana y de responder a sus saludos durante poco más de un par de minutos, siempre me asaltaba la sensación de que aquella niña bien podría no haber sido Pacucha, sino otra cualquiera, porque desde aquella distancia su rostro, veinte metros por encima de mí, era poco más que un óvalo pálido en el que sus ojos húmedos de risa y su boca rosada de niña pequeña, aparecían como tres manchas grises e indefinidas como en una mala fotografía ampliada demasiadas veces.
Me preguntaba, si ella también se sentiría así, y si desde allí arriba conseguía distinguir en mi rostro algo más que manchas oscuras en el lugar donde estaban mis ojos y mi boca, y si a ella también le asaltaba la duda de que la niña del vestido de tartán escocés que la saludaba casi perdida entre los coches del aparcamiento era yo.
Así transcurrió aquel agosto de mañanas brillantes y noches azules, húmedas y cálidas como no recuerdo otro.
Una sucesión de días lentos, preñados de lluvia que terminaban en galerna infernal cada tarde, agosto cansado y maldito para siempre, cuatro fines de semana ansiados, cuatro tardes, cuatro visitas que apenas sumaban ocho o diez minutos de fugaz visión del rostro añorado de Pacucha, cuatro domingos angustiosos y fatuos que se han quedado para siempre adheridos a mi piel como una mortaja mojada.
Y de nuevo septiembre. Pareció que la sola mención del mes barría de un plumazo cualquier vestigio de verano. Mañanas de niebla y tardes de sol empobrecido fueron acercando en vanguardia el regreso al colegio.
Como el año anterior, cientos de niños abarrotaban el patio del Virgen del Mar, la mayoría acompañados por sus madres en su primer día, y como el año anterior, allí estaba yo, cogida firmemente a la mano de mi madre mientras observaba descorazonada las incesantes idas y venidas de los niños, los crujidos de la megafonía, la voz impersonal que desde la secretaría nos indicaba donde debíamos colocarnos, chasquidos, acoples y el coro infantil cantando “La parrala” a cuarenta y cinco revoluciones por minuto.
Elevé los ojos hacia mi madre en muda súplica de aliento, suspiré, abrí la boca para decirle que no podía soportar aquello, que la siniestra cantinela brotando entre la niebla desde el maltrecho altavoz, removía dentro de mí vísceras de las que desconocía el nombre, que la letanía ensordecedora de los gritos de los niños me sacudía el alma gastada y enlutada, que no podría soportar el aliento de Lucía Sotillo, y que si me obligaba a entrar en el aula y sentarme junto a la silla vacía de Pacucha, yo huiría volando por la grieta sangrante que era la ventana desmasillada de la escuela, para no regresar jamás.
De mi garganta no salió sonido alguno, los ojos se me llenaron de lágrimas que hirvieron al contacto con la luz, contribuyendo junto a la niebla a borrar aquella visión. Lloré, y fue mi llanto profundo y desgarrado. Brotó desde aquellas vísceras desconocidas, creció como una riada interior, llegó hasta mi garganta y salió a trompicones haciendo tambalear mi cuerpo en bruscas convulsiones de puro pánico.
Mi madre se abrió el chaquetón y yo apoyé el rostro contra su vientre, sin dejar de llorar, abrace su cintura bajo la protección que me brindaba su gabán, buscando quizá recuerdos imborrables de un tiempo pasado y uterino.
Lloré sin intentar contenerme, asustada por la violencia del acto, que hasta me dolía en la espalda cada vez que hipaba, el cuerpecillo temblando arrasado, el tórax sacudido por profundos suspiros y los pulmones ardiendo por la falta de oxígeno.
Así pasé mucho tiempo, abrazada a mi madre bajo la protección que del mundo nos brindaba su chaquetón. Con los ojos cerrados y la cara apretada contra su vestido empapado de mocos y lágrimas saladas, que pegado a su piel, había dejado de ser barrera entre su carne y la mía.
Poco a poco el llanto se agotó y las lágrimas remitieron en una retirada hacia algún lugar oscuro y ominoso en mi interior, dando paso a una resaca de suspiros dolorosos y convulsiones brutales que se empeñaban en tensar mi cuerpo gomoso de pelele, alternados con periodos de absoluta calma húmeda.
Me encontraba exhausta, lastimada, y purificada, como si acabase de nacer en un mundo mojado, cálido, oscuro, y pensé de un modo casi instintivo que sería bueno quedarme allí, respirando el aroma de la piel del vientre de mi madre, fundida y confundida en su abrazo con la perpetua sensación un poco mareante de sofoco uterino.
Tomando mi cabeza con las dos manos, mi madre separó mi rostro de su cintura para poder mirarme. La luz, hizo estragos en mis ojos arrasados, pero aun así, percibí como una entidad manifiesta la quietud casi fantasmal del patio, no había niños, ni madres, la megafonía había enmudecido al fin, solo la niebla seguía allí.
No me soltó de su abrazo, no dijo una sola palabra. Enfilamos el camino embarrado y peligroso de acceso al recinto escolar, y como a una sonámbula, me guió consternada hasta nuestra casa. Me quitó la ropa, me metió en la cama y me dormí inmediatamente.
Como si no hiciese menos de dos horas que me había levantado, un sueño profundo, sólo importunado por los gruesos suspiros que agitaban mi cuerpecillo maltrecho por el berrinche, después, nada, sólo sueño, cuarenta horas seguidas de un sueño denso y profundo, como un corto paso hacia la muerte, cuarenta horas como cuarenta días en el desierto, como cuarenta jornadas de lluvia, cuarenta horas durante las que mi madre no dejó de vigilar mi ausencia, asustada en muchos momentos, tentada de despertarme en otros. Madre, abrumada, sobrepasada, me dejó dormir hasta que desperté dos días más tarde.
Este hecho pasó a formar parte del anecdotario familiar, para ser contado mil veces durante las comidas navideñas y aniversarios. Años más tarde le pregunté por qué no me había despertado:
—Porque no estabas allí. Veía tu cuerpo flácido, como desinflado, tus manos flojas y tu pelo húmedo de sudor,… pero bajo tus párpados no había nada como si hubieses partido a un lugar al que yo no podía llegar. Temí que si intentaba despertarte quizá no pudieras volver de donde quiera que te encontrases, así que me senté a tu lado y esperé hasta que regresaste del desierto.
Volví a la escuela el lunes siguiente, confundida entre el jaleo, que en una semana ya era rutinario en el patio del colegio.
Me colé en mi clase y ocupé mi lugar, silenciosa y discreta. Cuando Lucía Sotillo entró en el aula, deslicé en su mano una nota de disculpa que mi madre había escrito la noche anterior.
La rutina de las horas de clase que se iban sucediendo hueras, me resultaba bastante más soportable que el recreo. Salía al patio a vagar solitaria entre el barullo de los niños y a buscar huellas de Pacucha allí donde nadie parecía recordarla. Apoyada en la barandilla imaginaba que en cualquier momento saldría corriendo de entre los grupos de niños que jugaban ajenos a mis tribulaciones, y se colocaría a mi lado para envolverme en una curiosa conversación o provocarme hacia algún juego misterioso del que sólo ella conocía las reglas.
A veces buscando consuelo, me inclinaba sobre la barandilla para escuchar la nana del infierno, pero sólo lograba oír los sonidos del patio reverberando en el interior del tubo hueco.
Cuando llovía era aún peor, los ecos enloquecedores del vestíbulo atestado se me antojaban insoportables sin ella, tanto, que en media docena de ocasiones fingí dolor de estómago sólo para poder refugiarme en la cocina frente a una humeante y nauseabunda taza de manzanilla.
Otras veces, me sentaba en la escalera y mis ojos vagaban sobre las cabezas de los niños como los de un suicida vagarían sobre las heladas aguas que le acogerían.
Siempre me sentía tan triste, que me parecía imposible que alguien no lo notara, y tan ajena a todo aquello que mi cuerpecillo de niña comenzó a perder sus límites lógicos, desdibujándose como un garabato trazado en la arena a la orilla del mar lamido por las olas hasta desaparecer.
Poco a poco me volví invisible. Cada día asistía al colegio, cada día ocupaba mi sitio en la mesa de los párvulos, leía mi lección en la cartilla, coloreaba absurdos dibujos sin salirme de los márgenes y hacia mis restas y mis sumas, por lo demás, era inmaterial. Nadie me hablaba ni me importunaba, jamás nadie me pegaba ni se metía conmigo, nadie me preguntaba, nadie quería mis respuestas, y de este modo mi carne fue perdiendo consistencia, mi piel se transparentó hasta que fue poco más que niebla en el patio, o sombra en la escalera.
Tomé conciencia del nuevo régimen, un plano y una dimensión nuevos y lo alimenté para reforzarlo y mantenerlo a base de templanza y una breve oración que musitaba casi constantemente, ¡Oh dulce María, que no me vean, que no me vean!
Un nuevo estado de gracia que me elevaba otro grado por encima de los demás permitiéndome el acceso a un mundo que hasta entonces me había estado vedado, y que de pronto se abría ante mí regalándome un abanico inmenso de sensaciones y conocimientos que no me interesaban en absoluto, y que, sin embargo, entendía y absorbía como por osmosis.
Qué maravilloso entender de pronto tantas cosas que antes se me escapaban por pertenecer al mundo de lo invisible, de lo intangible, un lenguaje nuevo en que yo me embebía como en lengua materna, llenando los poros de mi nueva piel con sabiduría antigua que me traían las miradas cómplices, los secretos susurrados al oído de los traidores, los roces intencionados, las palabras torcidas, las lágrimas abortadas, el nombre de la muerte…
Por fin veía lo que hasta entonces me había sido vedado, lo que había permanecido a oscuras salía a la luz como desenterrado de un yacimiento del tiempo y la memoria, en estado puro, una visión de la realidad hace tiempo extinta y olvidada por los caídos, los que han perdido sus dones.
Pero seguramente el privilegio más sagrado de cuantos se alcanzan con la invisibilidad es, poder ver a los otros invisibles, porque hay otros. Pasan a nuestro lado con el gesto armonioso que les proporciona el conocimiento y la templanza de su alma solitaria, no los oímos acercarse, porque sus pasos son silencio y brisa; si nos saludan posando su mirada en nosotros, nos sentimos de pronto desconcertados porque sus palabras son secretos y plegarias, y si nos acarician, no reconocemos sus manos, porque sus gestos son antiguos… y nuevos, y cuando se alejan dándonos la espalda sólo queda paz.
Tenía sesenta y dos años, un traje de mahón azul marino y una boina negra que se ajustaba a la cabeza calva y bronceada. La piel tersa en las mejillas se plegaba como un abanico en torno a sus ojos y a su boca, en la comisura de los labios finos y brillantes colgaba, casi siempre, un coronas negro que fumaba lenta y profundamente, como si del interior de cada cigarrillo extrajese algún tipo de savia oxigenadora y vital para él.
Yo, que hasta aquel momento me había dedicado a dar las vueltas de rigor por el patio, me detuve ante la barandilla en el punto que me ofrecía un ángulo de visión más abierto entre los edificios que circundaban la escuela y apoyando las manos y la barbilla en la superficie plana, dejé que mi mente viajase lejos impulsada por la brisa y el reprís que proporciona ser de aire.
Él había estado recortando los maltratados setos de hortensias que crecían desafiantes, medio asilvestrados, por la campa lampiña de hierba de tan pisoteada y que se extendía en una parcela de terreno un poco inclinado, hasta el muro del edificio de Telefónica. Reunió las ramitas fruto de la poda en pequeños hatillos que fue colocando sobre una carretilla vieja que estaba a mi lado y que hasta aquel instante me había resultado tan transparente como su propietario.
Nuestras miradas se cruzaron, y yo recordé que le había visto antes en muchas ocasiones, vaciando las papeleras, cambiando bombillas fundidas, llevando su carretilla llena de tierra o basura, o barriendo el patio mientras nosotros dibujábamos virgencillas.
Conocía su nombre, Rogelio, Pero eso nada significaba, no era más que un nombre, otros conocían el mío, Lucía Sotillo lo citaba cada día al pasar lista, yo dejaba que viesen mi brazo alzado para justificar mi presencia, y eso era todo. Se equivocan los que creen que es nuestro nombre lo que nos identifica, yo tenía un nombre y nadie podía verme, nadie me conocía.
Me miró, y el desconcierto de sentirme descubierta, dio paso a una alegría casi eufórica al comprender que en medio de aquel desierto de desesperanza había hallado a una entidad gemela, uno de aquellos seres de aire, un oasis en la llanura ardiente de mi soledad.
Me coloqué ante él y le tendí mi mano como lo hacen los niños que aún no saben caminar solos. No me dijo nada, ni siquiera me sonrió, al menos no con los labios, pasó a mi lado y sin dejar de mirarme empujo la carretilla a través del patio atestado hacia el lateral del edificio de la escuela que formaba una calle estrecha y sombreada por la que se accedía al gimnasio.
Había allí una puerta de hierro pequeña y pesada, sin pomo ni asidero y sin ningún tipo de placa o cartel que indicase su utilidad. Rogelio buscó entre el montón de llaves que colgaban de su cadera, sujetas por un mosquetón, una larga y plana con la que abrió la puerta. La oscuridad nos recibió aderezada por el olor a tierra, fuego, y basura seca que durante años relacionaría con las calderas del Virgen del Mar, hasta que treinta años más tarde, trabé amistad con otro de aquellos seres invisibles, un enterrador alcohólico y etéreo que me permitió entrar en su vida y en el pequeño cobertizo donde guardaba sus herramientas, una carretilla muy parecida a la de Rogelio, las sogas que se empleaban para arriar los ataúdes, y las cajitas marrones donde con sus manos, metía los restos que irían a parar al osario. Olía igual.
Rogelio dejó la carretilla a un lado, y casi a tientas, descendió dos docenas de peldaños de cemento anchos, y no demasiado altos, sin duda ideados para bajar por allí con el carretón cargado. Le seguí, aunque rezagada, pues mientras bajaba iba absorbiendo los detalles de aquel mundo subterráneo y cálido que se abría bajo mis pies en nueva versión de Aladino.
Al final de la escalera, una caldera plateada con Furnex relucía bajo la luz anaranjada de una bombilla de pocos vatios que colgaba demasiado alta, casi perdida en el techo. Las paredes desnudas, de ladrillo refractario y la marea creciente de folios de papel usado, cuyo destino final sería el de contribuir a alimentar las calderas junto al resto de desechos producidos en el colegio y aderezados por el aroma de piel de naranja y bocadillos de Nocilla resecos fruto de las papeleras del patio.
Por lo demás, y a pesar del tufillo dulzón de la basura seca, el sótano estaba limpio y ordenado. Dos grandes cajones de herramientas apoyados contra la pared y una pila de palés de madera y cartón, que en muchas ocasiones me sirvieron como asiento mientras observaba a Rogelio alimentar la caldera. La escasa ventilación la proporcionaban dos estrechos respiraderos a la altura del techo, por los que en ocasiones llegaban flotando los sonidos amortiguados del patio de recreo.
Durante la segunda quincena de septiembre visité la caldera cada día, por la mañana, antes de entrar al colegio, uno de los momentos que más me gustaba, pues la lisura del aroma y la tibieza del fuego redimido en la mañana, me permitieron escapar incólume de la mortecina influencia de la niebla. Sin excepción, durante los recreos, que gracias a mi nuevo refugio, dejaron de ser la tortura durante la que debía mantener a toda costa el particular pulso con la materia, un lugar donde descansar, donde descuidar mis límites y dejar de musitar mis plegarias de invisibilidad.
En ocasiones charlábamos, aunque la mayoría de las veces permanecíamos en silencio, él, abriendo y cerrando la portezuela de la caldera para observar sus entrañas ardientes o vigilando los manómetros que median el particular pulso del volcán. Yo, medio recostada en un montón de cartones, observando sus quehaceres, y adormilada por la nana que surgía del incesante crepitar del fuego.
A menudo me regalaba pequeños tesoros, casi siempre inservibles, que hallaba entre la basura al vaciar las papeleras, aunque de entre todo aquello, alguna que otra vez, salió algún juguetito seguramente muy llorado por su legítimo dueño, además de gomas de borrar, lapiceros casi nuevos, y una colección completa de cabezas de animalitos de plástico de las que se ponían como remate en los lápices.
Yo le correspondía contándole anécdotas del verano con Pacucha, de los cubanos, o de mi Carmen querida, él me escuchaba atento, sonriendo cuando yo sonreía, y sonriendo cuando yo no podía. Le hablé de la bruja Maruja, de la cabeza del negro y del sonido del infierno, y hasta le confesé que sospechaba que la niña que me saludaba desde la ventana del hospital podía no ser Pacucha. Alguna vez lloré, y él me consoló, aunque no recuerdo que jamás me tocara, claro, que tampoco guardo memoria de que hablásemos en concreto de ninguno de estos temas, lo que sí sé, es que cada visita a la caldera, fue una tournée por el confesionario en el que nunca obtuve absolución o perdón, pero si refugio.
No sé que pensaba Rogelio de mí, qué le parecía todo aquello, o si mis visitas se le antojaban como a mí, desconcertantes o curiosas.
Fumaba despacio, mientras me escuchaba, de vez en cuando, se sacaba el cigarrillo de entre los labios y lo miraba, blanco reluciente contra sus dedos oscuros y aplastados, como si fuese un objeto extraño, incongruente, después suspiraba y volvía a colocarlo medio colgado en la comisura de su boca.
Si se hacía alguna pregunta, jamás me la trasladó, y si mi presencia le importunaba lo más mínimo, nunca dio señales de ello.
Yo necesitaba bajar a la caldera, como Dante necesitó bajar al infierno, a por respuestas, a por silencios, a por refugio, y allí los hallé, en el silencio, en la palabra, en lo que se dijo, y sobre todo, en lo que no se dijo, nunca me preguntó por qué iba allí, no se le ocurrió insinuar que aquél no era lugar adecuado para una niña y que debería estar arriba, correteando con los otros, y sobre todo, debo agradecerle que no cayera en la trampa facilona de prometerme que todo se arreglaría y que las cosas volverían a ser como antes.
El domingo, vacío, nefasto y en mi mente maldito para siempre, mi desesperación alcanzó su cota más alta, cuando descubrí aterrorizada que Pacucha ya no podía levantarse de la cama para responder a mis silenciosas suplicas siete pisos más abajo, mientras me horrorizaba la certeza de saber que si bien podía albergar alguna incertidumbre sobre la identidad de la niña que me saludaba desde lo alto en semanas anteriores, no me cupo la más mínima duda de que la niña que agonizaba sin fuerzas ni para saludar, era mi Pacucha.
Frustrada y asustada por el pálpito negro de un hecho que apenas comenzaba a discernir, volví a casa sentada en el asiento trasero del Renault 12 verde oliva de mi madre, intentando parecer interesada en su conversación, sólo para no preocuparla.
Cuando llegamos a casa, mamá me invitó a sentarme frente a ella y debió de pensar que aquél era el momento adecuado, porque intentó explicarme que algunas enfermedades son más importantes que otras, unas duran menos y otras más, una unos días, otras unos meses, otras, las peores, jamás se curan, que Pacucha, tenía la desgracia de sufrir una de las del tipo que no se curan, y que a veces, cuando el cuerpo estaba muy enfermo y ya no podía más, el espíritu volaba lejos para liberarse del dolor y la esclavitud…
Eran palabras que sin duda había ensayado previamente, se notaba por el tono falto de convicción, y porque las palabras salían a chorro, sin modular, como cuando una beata paleta lee en misa el domingo un retazo de la Biblia, y pronuncia el nombre de Yahvé como quien dice un taco.
Cuando terminó se quedó en silencio, mirándome, tratando de atisbar en mis ojos dudas o certezas.
—¿Se va a morir?
La pregunta le hizo retroceder por su crudeza, pero siempre se lo agradeceré, fue honesta.
—Sí —contestó.
Aunque nunca volvimos a hablar de la enfermedad, como no hablábamos de mi padre, ni de por qué estiraba la colcha sobre la cama de aquel modo obsesivo hasta hacerla parecer incómoda o irreal. Nunca hablábamos de las cosas reales, como si el silencio sobre lo que ocurría en nuestras vidas, nos defendiera de la crueldad implacable de la realidad.
Fue una tarde de octubre, después de acabar las clases y de rezagarme como tenía por costumbre acariciando la formica fría de la mesa vacía de Pacucha, salí al vestíbulo agrisado por la escasa luz del atardecer otoñal que agonizaba en las ventanas, no sin antes lanzar una escueta mirada al hueco de la escalera de Maruja. De pronto, su existencia se me antojó ridícula, y el recuerdo imborrable de su ojo azul, un sueño lejano y añorado.
Salí despacio al exterior, dando tiempo a que los últimos grupos de madres y retoños se alejasen por el camino de barro. Acelerando el paso, casi corrí hasta la puerta de la caldera, la empujé con firmeza y un suspiro aliviado se me escapó al sentir como cedía ante mi empeño.
Apenas un par de minutos, para despedirme de Rogelio hasta el día siguiente, tiré del portón para salir y me di de bruces con Maite Sarriá, una profesora añosa y lesbiana, que impartía clases de religión católica a los de segundo grado.
—Vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí, ¿se puede saber que hacías tú en las calderas, señorita?
Maite Sarriá llamaba a todas las niñas señorita y a todos los niños caballerete, se decía que en todos los años de su vida docente, jamás llamó a un alumno por su nombre o apellido.
Yo no contesté, la miré desafiante, un poco fastidiada por el descuido que me había llevado a bajar la guardia haciéndome visible a los mortales y aterrada por la certeza de que aquel suceso no se quedaría en un tropezón fortuito, traería cola.
Huí decidida a no participar en el número circense que se avecinaba. ¿Cómo hubiera podido una mocosa de cinco años explicar a una beata castrense y cincuentona, que mi alma agonizaba en la cama de un hospital mientras el lobo la devoraba sin piedad, que mi mejor amigo era un anciano que ejercía de mudo barquero en el paso del Aqueronte de mi infierno particular?
Un infierno que yo prefería mil veces al ruido del patio, las revisiones de cabezas, o el hambre de los portugueses, que no existían los milagros, mayo pasaría yermo y Carmen ya no cantaría a María, porque estaría trabajando en una fábrica de salazones mientras William tocaba sus sones de tierra caliente que yo nunca volvería a escuchar porque los gallegos tenían mucho carácter y a Macorina le faltaban manos para tapar mis heridas.
Eché a correr por el desfiladero embarrado y apenas sostenido por varios puntales temblorosos que los operarios del ayuntamiento habían colocado durante la primavera anterior, después de que una tromba de agua se llevase al barranco buena parte del camino.
Poco a poco frené mi paso, hasta recuperar un ritmo normal, me volví para mirar atrás, y me pareció que el patio quedaba muy lejos. Casi a la vez, la sensación de alarma que me había producido el encuentro con Maite Sarriá se diluía en la distancia y su implícita amenaza perdía su fuerza hasta desaparecer.
Vivíamos muy cerca de la escuela y desde que comenzó el curso había logrado convencer a mi madre de que me dejase regresar a casa sola, y no porque no me gustase que mi madre viniera a buscarme, pero me gustaba más aún la sensación de regresar al hogar después de una jornada gris de melancolía y certezas que prefería no afrontar y sentía que era mejor mantenerla alejada de la crueldad de aquel lugar y encontrarla sentada en su sillón sosteniendo entre las manos un libro que desechaba en cuanto me veía entrar, entonces yo ocupaba su lugar en el sillón mientras ella iba a la cocina a prepararme la merienda, un bocadillo siempre dulce del que yo daba cuenta mientras ella se interesaba por los pormenores de mi jornada escolar.
Por eso, cuando la vi a lo lejos, viniendo a mi encuentro por el camino, antes que la sensación de alarma me asaltó otra de fastidio por los placeres perdidos. Según nos íbamos acercando y los rasgos de su rostro iban aclarándose ante mis ojos, presentí que aquel encuentro en el camino tenía otro objeto que el de acompañarme.
Abrumada por el pálpito me detuve en seco, intentando, supongo, detener la inercia de los acontecimientos, incluso pasó por mi cabeza la posibilidad de girar sobre mis talones y regresar corriendo a las calderas, a refugiarme de… Pero no lo hice, esperé allí, incapaz de decidirme, clavada en el suelo, a que mi madre llegara hasta mi lado para decirme que mi niña había muerto.
Se inclinó para hablarme.
—Celeste, hija… —dijo.
Me tomó de la mano y tiró de mí. Yo no me moví.
—¿Qué tengo que hacer ahora? —pregunté.
—Creo que deberías de ir a su casa… quiero decir —suspiró profundamente— …a casa de sus padres.
El portón del varadero estaba abierto. De las argollas clavadas en la pared colgaban huérfanas las cadenas de los mastines que oí ladrar en la distancia tras las puertas de los hangares.
Subí las escaleras advirtiendo apesadumbrada el abandono que presentaban las macetas de geranios y té, secas y amarillentas, reminiscencias de agosto. La puerta de la vivienda estaba cerrada, pero no tuve necesidad de llamar, cuando iba a hacerlo un hombre la abrió desde dentro, pasó a mi lado sin verme y encendió un cigarrillo acodado en la balaustrada.
El amplio recibidor desembocaba directamente en la salita con vistas al varadero desierto. La madre de Pacucha estaba sentada en un sillón parecido al que mi madre utilizaba para leer. Llevaba un traje gris muy elegante que nunca le había visto puesto antes, sostenía en una mano un plato y pocillo de café y en la otra, desmayado sobre el regazo, un pañuelo blanco y pequeño perfectamente planchado y almidonado, que parecía puesto allí como para crear un efecto.
Los ojos de Inma estaban secos, grandes, brillantes, pero vacíos, no había llorado. Se había peinado la melena hacia atrás, y la sujetaba con una diadema de terciopelo negro.
Estaba bellísima, elegante, distinguida, serena, como una reina durante una recepción. A su alrededor otros hombres y mujeres que conocía de vista, llenaban hasta atestarla la reducida salita. Algunos tomaban café, otros cuchicheaban en voz baja, podría haber sido una fiesta, de no ser porque el ambiente era quizá demasiado sosegado.
Como si uno de aquellos enormes carreteles de varadero tirase de mí, fui acercándome a la madre de Pacucha, aterrada por la fuerza de la pregunta que se formaba en mis labios pugnando por salir al exterior, la pregunta que mi mente se negaba a realizar, porque no, no, no quería conocer la respuesta. Por más que me resistí luchando contra el destino, y a pesar de que me arrepentía mientras brotaba de mis labios.
—¿Dónde está Pacucha?
Ella se revolvió un poco, como si acabase de despertar de un sueño largo y profundo, me miró y dijo.
—Pacucha se ha ido al cielo.
Después bajó la mirada hasta el platillo y la taza que sostenía en la mano y pareció sorprenderse de verlos allí, se inclinó y los dejó sobre la mesa con un movimiento suave y silencioso, retomó su postura en el sillón y no añadió nada más.
—No —dije yo y debí decirlo muy alto porque varios de aquellos adultos se volvieron a mirarme. Pero aunque la reté a contradecirme con mi mirada ardiente de furia rebelde y dolor desesperado, solo conseguí que apretase los labios mientras ladeaba la cabeza en gesto de negación—, no, no, no —repetí.
Esquivé su mirada entornando los ojos para no aceptar la terrible verdad que asolaba los suyos, para no saber lo que ella sabía, para no tener aquella sensación de desespero que me trepaba por el pecho, no. Emprendí una absurda huida en dirección al jardín elevado.
Durante los tres meses que el lobo había tardado en devorar por completo a Pacucha, sus padres apenas se habían movido de su lado, y cada uno de los días de aquellos tres meses se evidenciaba en el abandono en general que presentaba el varadero, y que era en el jardín aun más evidente que en las macetas de geranios y té de la entrada.
Me senté en el mismo banco en el que aquella tarde lejana habíamos merendado chocolate sin leche, acompañadas por Carmen, y pensé en las palabras de Inmaculada, (al cielo). Elevé los ojos para verlo, pero una gruesa capa de nubes me devolvió el reflejo rojizo de la potente iluminación del puerto.
—Maldito —musité y rompí a llorar.
Y allí estuve llorando, sola, rota de dolor, de rabia y de pena, sin que nadie viniera a consolarme, a ponerme una mano en el hombro, o a tratar de explicarme que los niños muertos se transforman en ángeles que Dios ama especialmente. Y aunque mientras lloraba estuve segura de que mi llanto no cesaría jamás, casi sin darme cuenta mis ojos se secaron, y a pesar de que conscientemente me esforcé por romperme de nuevo y dejar así salir mi pena, no conseguí que una sola lágrima más brotase de mis ojos.
Y así el dolor se quedó dentro, lo sentí crecer y expandirse en mi interior, desde las diminutas uñas de mis pies, hasta el hueco tras mis ojos yermos, ocupando, conquistando y echando raíces como mala hierba entre las vísceras sin nombre, atenazadas y apenas sostenidas por mi piel transparente.
En ocasiones la realidad nos alcanza de un modo lento, como aletargado. Al igual que el rayo llega antes que el trueno, la certeza es más rápida que el dolor, y nos sacude con la violencia y la precipitación de la realidad mucho antes de que retumbe el trueno ensordecedor en nuestras almas, pero el dolor siempre llega, a mí me sorprendería en silencio suave y napante como la marea que solía lamer mis pies en aquella rampa de hormigón pero sería mucho, mucho más tarde. Me puse en pie, esperé unos minutos a que el mareo remitiese y entré en la casa.
Me recibió el aire un poco viciado y la sensación de vacío que ya antes había percibido y que no había querido reconocer. La casa estaba limpia y ordenada como jamás la había visto.
Ni rastro de los juguetes y cachivaches de Pacucha que a menudo aparecían atravesados por el pasillo, apoyados junto a la puerta del jardín o recogidos en un desordenado montón junto a la leñera.
Desconcertada me dirigí a su habitación, un cuarto amplio y cuadrado como todas las habitaciones de la casa y con un gran ventanal que miraba al mar sobre los carros del varadero, al que hoy alguien le había cerrado los portillos de madera dejándola en la oscuridad.
Encendí la luz. La cama de Pacucha con su colcha de blonda blanca, estaba cubierta de flores que alguien había dispuesto dibujando en el centro un hueco de forma alargada suficiente para que la niña se hubiera acostado allí, a su lado la otra camita gemela, donde yo solía dormir cuando me quedaba en el varadero.
Sobre la colcha impoluta destacaba la pequeña cajita azul en la que dormía la armónica de William. La cogí en mis manos y tras pensarlo un segundo me la metí bajo el jersey sin dejar de vigilar la puerta por si alguien venía.
Al salir pasé de nuevo junto a la cama de Pachuca y me detuve un instante. Tuve de pronto el impulso de tocar la superficie blanca y lisa entre las flores, extendí mis dedos, quizá, esperando hallar tibieza, esencia, una huella de mi niña. Las puntas de mis dedos llegaron a rozar el encaje áspero y duro, y al inclinarme el vapor almizclero de las flores me envolvió por completo, pero no hallé vestigio alguno de Pacucha. Avergonzada por el atrevimiento y azorada como si hubiese osado tocar una reliquia, apagué la luz y salí de la habitación.
Caminé hasta la entrada, atraída como una polilla por la luz de la salita que se reflejaba piadosa en el cabello suelto de Inmaculada, maravillosa entre el humo de los cigarrillos, el tintineo de las copas y el susurro quedo de aquellos adultos asustados que musitaban como si Pacucha durmiese en la habitación contigua y fuera a despertarse en cualquier momento y aparecer en camisón, descalza y despeinada caminando por el pasillo.
Me empapé de aquellos detalles, de aquel mundo detenido, los sillones de cuero las flores azules de plástico, la pequeña mesita de té con su revistero perfectamente ordenado…
Con la mano puesta en la manilla de la puerta, dediqué una última mirada al grupo, y por casualidad mis ojos se encontraron con los de la madre. Al verlos comprendí que aquella elegante serenidad que exhibía, solo era el traje que la profunda pena lleva por fuera, que en ella, como en mí, había echado raíces fuertes y profundas, y que para hacernos más insufrible el tormento, nos secó los ojos de lágrimas, y dejó en ellos algo que con los años vi demasiadas ocasiones en otros ojos de otras gentes, una mañana, casi veinte años después, llegaría a reconocerlo en mi propia mirada, al verme como una desconocida reflejada en el espejo del baño del hostal más asqueroso de la tierra, el lugar donde moriría.
No me despedí, a pesar de que cuando empujé la puerta, sabía que nunca regresaría a aquella casa. Bajé las escaleras y los pies me condujeron a la rampa de hormigón.
En el silencio de la tarde bien entrada, la marea creciente fue bálsamo en mis heridas. Hubiera dado cualquier cosa por estar en otro momento, en otro tiempo, pero no deseaba estar en otro lugar, así, que allí permanecí un buen rato, quieta, sin adelantar un paso, esperando ansiosa que las olas me anegasen los zapatos. La presencia húmeda y peluda de Filis me sorprendió de pronto, y di un respingo al sentir su hocico empujándome en la palma de la mano.
—¡Filis! —me agaché y lo abracé contenta de verlo.
El perro consintió que durante unos segundos su cabeza peluda reposase en mi hombro, después se deshizo del abrazo y se alejó lentamente caminando por la orilla mojándose levemente el pelaje que como zarcillo se enredó en torno a sus patitas en homenaje a sus días de perro de aguas.
Sentí como mis zapatos se encharcaban de agua de mar, de su frialdad y su sal que una vez seca dibujaría un cerquillo blanquecino en el cuero granate.
Regresamos a casa caminando en silencio. Las calles resplandecían bajo la fina lluvia que había comenzado a caer, los focos huidizos de los coches arrancaban destellos fugaces del suelo mojado y yo temblaba de fatiga y de frío consumida por un fuego interno que como fiebre afloraba sólo en algunos puntos de mi cuerpo.
Al entrar de nuevo en aquel lugar familiar de aromas y presencias, todo se me antojó distinto, más pequeño y gastado, como si en lugar de unas horas, hubiera estado fuera durante varios años, y al regresar a la casa de mi infancia, los recuerdos engrandecidos por mi mente infantil se ajustasen bruscamente a una realidad vulgar y gris.
Caminé por el pasillo recorriendo cada estancia y apreciando detalles que hasta aquel momento habían escapado a mi atención.
Los agujeros de polilla en el marco del espejo de la entrada, las viejas fotografías, bodas enlutadas de abuelos que no había conocido, desvaídas, incongruentes sobre el papel floreado del comedor.
La cama inmensa y dura como un potro de tortura que mi madre cubría con una colcha de ganchillo que ella misma había tejido y que después alisaba con las manos durante largo rato, hasta que el resultado final la complacía y la cama parecía un monumento a la desesperanza, la fotografía de mi padre con el uniforme de la marina, la sonrisa perpetua detenida para siempre en la pose ensayada y manida de militar español, y el sempiterno velón de aceite ardiendo frente al retrato y cubriendo el cristal con una pátina oscura, como de incendio.
La cocina pequeña y atestada por los nuevos electrodomésticos que alineados ocupaban toda una pared enfrentados en franca competencia con la carbonera, la antigua cocina de leña y un pilón tan profundo, que mi madre solía bañarme allí y que constituía el mobiliario original de la cocina, mamotretos inmensos e inamovibles que mi madre aborrecía y cubría con tapetes de cuadros y macetas de alegrías empeñada en disimularlos.
El balcón grande para balcón, estrecho para terraza, desde siempre había habido allí un banco largo y demasiado alto, que cuando yo era más pequeña estuvo destinado a sostener macetas con el fin de evitar que yo trepase sobre él y pudiera asomarme a la barandilla. Durante el último verano, nuestras macetas también habían sufrido lo suyo aquellos bochornos interminables de finales de agosto.
Mamá las había exiliado bajo el banco dejando libre toda la superficie. Me senté allí, apoyé los brazos sobre la barandilla y la cabeza sobre estos. Mamá se sentó a mi lado y permaneció en silencio pasándome suave una mano por la espalda, arriba y abajo, arriba y abajo. Carraspeó un par de veces y tragó saliva antes de hablar.
—Quizá no deberías de ir a la escuela durante unos días.
El ofrecimiento me pareció magnífico, en cualquier otro momento lo habría acogido encantada.
—Quiero ir —dije.
Ella se removió un poco, confusa.
—¿Estás segura?
—Sí.
Yo sabía que ella estaba pensando en aquella mañana al comienzo del curso y en los dos días durante los que estuve durmiendo, sin embargo, no insistió.
—Está bien, pero si cambias de idea…
Apoyé la cara contra la barandilla fría, maciza, agradecí que la piedra no trajese sonidos del averno.
—Hija, si tú quieres este fin de semana podemos ir al cementerio… es la fiesta de los santos difuntos y el campo santo estará precioso.
—¿Difuntos?, ¿qué es eso?
—Quiere decir el día de todas las personas que han muerto —explicó.
—¿De Pacucha también?
—Sí, también de Pacucha —la voz se le quebró un poco y tardó un par de minutos en volver a hablar.
—¿Entramos ya?, hace un poco de frío.
—Yo voy a quedarme un poco más —musité— a mirar el cielo.
—El cielo —repitió ella muy despacio.
—Inmaculada dice que Pacucha está allí —dije elevando los ojos.
—Y tú, ¿qué crees?
Tardé un poco en responder.
—Yo… todavía no sé dónde está.
No quise mirar de frente a mamá, porque sabía que estaba llorando, pero aún así no se me escapó el gesto con el que calibró la altura del banco, mi grado de tristeza y la posibilidad de que un día me decidiese a volar tras Pacucha y así lo hice, aunque eso fue mucho después, casi en otra vida.
—Voy a preparar algo para cenar —dijo y entró en la cocina. Esperé hasta oír la tele para volver a elevar mi plegaria al cielo.
—Maldito, maldito, maldito… seas.
El día después de morir Pacucha amaneció brillante y despejado y, a pesar de que ya estaba muy entrado el otoño, el sol templó mi espalda mientras caminaba hacia el colegio. El patio, todavía poco poblado, brillaba como un espejo por efecto del rocío en el pavimento pulido hasta el desgaste por miles de pequeños pies.
Me dirigí a la caldera casi reconfortada por la sola idea de hallar refugio. Empujé la puerta con el hombro, apoyando todo mi peso esperando el ansiado alivio de notar cómo se abría. Antes incluso de dejar de empujar, tuve la seguridad de que estaba cerrada con llave. Retrocedí un paso para mirar el portón, la angustia crecía dentro de mí, nunca en todo aquel tiempo la había encontrado cerrada. A aquella hora de la mañana Rogelio debería de estar alimentando la caldera. Dudé unos instantes. Volví a acercarme y haciendo bocina con las manos me apoye en la rendija de la junta y le llame a gritos:
—Rogelio, Rogelio —asustada.
No hubo respuesta, cerré el puño y llamé con los nudillos, pero entre mi escasa fuerza y el tamaño y consistencia de la puerta, el efecto fue apenas audible.
Me desesperé, ¿por qué no contestaba?, ¿dónde podría estar si no estaba allí?
Me invadió entonces una nueva sensación, más fuerte, de estar siendo observada, de ser la víctima propiciatoria de una conspiración, de saberlo con absoluta certeza y, sin embargo, no poder hacer nada por evitarlo.
Loca de pánico lancé una patada a la puerta, y luego otra, y otra, que resonaban en el interior como martillazos. Con cada golpe se me resquebrajaba la piel invisible y una masa informe, como gelatina, brotaba desde mi interior mientras docenas de ojos de los ya muy numerosos pobladores del patio se posaban sobre la niña que sin dejar de llamar a gritos aporreaba la puerta de la caldera con todas sus fuerzas.
La mano increíblemente pesada y caliente de Lucía Sotillo casi me abrasó la piel al agarrarme por los hombros. Ayudada por una profesora auxiliar, una chica joven que llevaba un corrector en los dientes y se cubría la boca con la mano cada vez que hablaba.
Mi cuerpo, ya totalmente transformado en gelatina fría, se escurría entre sus dedos como helados garfios de estibar. El fuego que ardía en sus manos derritió mi piel, y aunque apenas me resistí, me condujeron casi arrastras hasta el despacho de dirección.
Abrí los ojos cuando me soltaron sobre un asiento de fieltro frente a la mesa de la directora.
Ana María Garrido me miraba como a un insecto desde detrás de sus gafas gigantescas de montura de concha, fumaba un cigarrillo tras otro, dejando por doquier un rastro de ceniza y humo, a pesar del cartel metálico, que sobre su mesa recordaba la prohibición de fumar y que yacía medio sepultado entre papeles y ceniceros. Fumaba de ese modo obsceno en que lo hacen algunas mujeres, como si estuvieran haciendo una mamada, y aunque con cinco años nada sabía sobre este tema, distinguía perfectamente la diferencia entre el modo pausado y casi descuidado de fumar de Rogelio, con el cigarro medio colgado, abandonado entre sus labios, las caladas lentas y profundas, y aquella especie de succión babosa que era el modo en que fumaba Ana Garrido.
La miré desconcertada y un poco sorprendida por el efecto que me brindaba la ventana que tenía a su espalda. Dos plantas tan marchitas como ella misma agonizaban a los lados de sus hombros y la luz cruel de aquella mañana se filtraba entre sus escasos cabellos dibujando un cráneo blanco y grande que yo percibía con total nitidez.
—He tenido noticia de que en las últimas semanas has pasado demasiado tiempo en las calderas en compañía del bedel, el señor Rogelio —al nombrar a mi amigo hizo un gesto hacia un ángulo muerto a mi espalda y comprendí, aún sin volverme, que él también estaba allí.
»Este hecho no ha escapado al claustro de profesores, que reunidos, decidieron informarme a mí y a la asociación de padres. Has de comprender que a todos nos llame la atención que una niña tan pequeña pase su tiempo con el bedel de la escuela, en lugar de estar jugando con sus compañeros, que es lo que debería de hacer una buena niña.
»Por más vueltas que le he dado no alcanzo a comprender que atractivo puede tener para ti estar metida allá abajo entre basura y telarañas, y luego, —carraspeó— está la otra cuestión, la razón por la que te hemos hecho venir aquí y por lo que tu madre será informada.
Yo la miraba desafiante y abrumada a la vez por aquel despliegue de contingencia sintiendo como mi corazón latía loco de miedo en mi pecho mientras en mi mente germinaba una pequeña semilla de insurrección mezclada con los retazos rotos de mi oración inútil que ya ningún dios escuchaba.
Se tomó unos segundos durante los que fumó en silencio sin dejar de mirarme.
—Dime, ¿qué hacíais allí abajo?
No contesté.
—¿De qué hablabais?
—Déjeme a mí —rogó Lucía Sotillo.
La directora se repantigó en su sillón cediendo a mi profesora la voz cantante en el interrogatorio. Se acuclilló ante mí y me habló con dulzura evidentemente fingida.
—Dinos la verdad, no tengas miedo, no va a pasarte nada —sonrió con la boca torcida y acercándose más a mí susurró ansiosa—: Rogelio… el señor Rogelio, ¿te tocaba? —tragó saliva— ¿te… besaba? —Su aliento amargo me envolvía y la proximidad de su rostro, casi me permitía sentir el calor de su piel tensa y enrojecida—. ¿Te pidió alguna vez que le tocases tú a él? Piénsalo y dinos la verdad. ¿Acaso te ha dicho él que no lo cuentes?, ¿te ha amenazado?
Me giré en la silla y le vi sentado en otra idéntica a la mía, el rostro ceniciento, el gesto asqueado. En el espacio que cubrían nuestras miradas percibí como un golpe lanzado desde muy lejos y con lentitud pasmosa, la envergadura real del abismo que ahora discernía con cruel claridad, y que hasta aquel momento ni siquiera había vislumbrado.
—¡Rogelio! —chillé— Pacucha… —y rompí a llorar incapaz de terminar la frase, mi vejiga se aflojó y la orina caliente empapó mis bragas, mi vestido y la silla de fieltro azul chorreando hasta el suelo, nadie pareció reparar en ello.
—¿Qué ha dicho? —preguntó una voz a mi espalda.
—¿Qué es lo que ha dicho? —le coreó otra.
Lucía Sotillo se irguió, apartando su rostro del mío, y esa fue la única ocasión en la que percibí algo parecido a una emoción en su voz.
—Pacucha es… era una de mis alumnas de su misma edad, ellas eran muy amigas, siempre estaban juntas… Pacucha tenía leucemia, falleció ayer.
—Por el amor de Dios, ¡pobre niña!, ¿por qué no se me ha informado antes de este aspecto? —pregunto la directora.
Un tenso silencio campeó entre los asistentes al circo, roto únicamente por mi llanto mal contenido por las manos con las que me ocultaba el rostro.
—Está bien, acabemos con este desagradable episodio de una vez. A partir de este momento te queda terminantemente prohibido volver a las calderas o a cualquier otro lugar en compañía del señor Rogelio. Durante las horas de recreo permanecerás en el patio donde tu profesora pueda verte. Cuando vengas al colegio entrarás directamente a tu aula y a la salida te irás a tu casa sin entretenerte por el camino. ¿Ha quedado claro? Y a usted Rogelio —dijo dirigiéndose al ángulo muerto a mi espalda— ya le hemos dicho bastante, si estas circunstancias vuelven a repetirse, será despedido de modo fulminante y, además, me encargaré de que no encuentre trabajo en esta provincia. No tengo nada más que decirle, vaya a ocuparse de sus quehaceres.
Lucía Sotillo me tomó de la mano y de un tirón me sacó del despacho arrastrándome por el pasillo con paso firme. Apretaba tanto mi mano que me hacía daño. Alejándose, aún alcancé a ver la espalda de Rogelio, caminaba rápido, como si huyese de allí, de toda aquella mezquindad.
Al fondo del pasillo distinguí la figura de mi madre y en su rostro ese gesto de alarma que comenzaba a ser habitual en ella.
Transcurrieron los días lentos y silenciosos, así es como pasan los días de duelo, solo la llegada del fin de semana consiguió animarme ante la perspectiva de la visita al cementerio en el día de todos los difuntos.
El sábado por la mañana acompañé a mamá al mercado, allí compró un gran ramo de gladiolos blancos y rosados, yo no estuve muy segura de que a Pacucha le hubieran gustado, ella nunca había tenido flores como aquellas.
Había tenido campanitas blancas, las flores que los niños llaman zapatitos del niño Jesús, margaritas rosadas, flores meonas, esas flores amarillas que si las coges por la noche te meas en la cama y las lilas perfumadas que crecían como plaga en su jardín elevado, pero nunca tuvo unas tan grandes y vistosas, lo pensé largo rato, pero no le dije nada a mamá que se afanaba disponiéndolas en un gran ramo que por la tarde llevó hasta el cementerio recostado en el hueco del brazo, como si en lugar de flores llevase entre los brazos a un niño muy pequeño.
Aquel lugar me pareció majestuoso. La gran verja de hierro negro mate que franqueaba la entrada, estaba abierta de par en par, en el interior, tal y como mamá había prometido, flores por todas partes, velas encendidas a pesar de que apenas eran las cuatro de la tarde y bastante gente vestida de domingo que pululaba entre los panteones. Y sin embargo, había allí algo que no terminaba de convencerme, algo que no cuadraba, un vestigio de irrealidad propio de un decorado.
Caminé detrás de mi madre por los pasillos que separaban las tumbas. Sin titubeos ella se dirigió hacia el paseo central, buscó con la mirada como cuando se busca en un bar a un amigo con el que se ha quedado.
—Aquí es —dijo mostrándome una superficie cubierta por varios ramos y algunas velas, todas apagadas. Me había sorprendido la facilidad con que mi madre la había encontrado, a mí, todas las tumbas me parecieron similares, así que se lo pregunté:
—Ya conocía el panteón, del día del entierro, además, su nombre está escrito en la lápida, ¿lo ves, ahí?
Mientras mi madre disponía las flores, leí con bastante trabajo todos los nombres que aparecían grabados a cincel, pero no pude encontrar el nombre de mi amiga.
—Su nombre no está —dije.
—Sí que está —y me indicó— ¿ves?, ahí. Francisca Imaz Romero.
—¡Francisca! —exclamé— esa no es Pacucha.
Mamá trató de explicarme que su verdadero nombre era Francisca, que Pacucha solo era un diminutivo cariñoso. Pero yo sabía que se equivocaba, yo conocía a Pacucha desde hacía mucho tiempo, los profesores la llamaban Pacucha, sus padres la llamaban Pacucha y ella me lo había dicho el día en que la conocí. Me llamo Pacucha.
Cientos de personas se congregaron como obedientes abejas en torno a su reina, la misa de todos los santos difuntos dio comienzo y durante la hora larga que duró la ceremonia yo no dejé de leer y releer los nombres de la lápida, en particular aquel que mi madre asignaba a Pacucha. En dos o tres ocasiones tironeé de la manga de su abrigo y conseguí que se inclinara lo suficiente como para susurrarle al oído.
—¿Estás segura de que es aquí?
—Sí cariño, es aquí.
Terminó la misa, y las mujeres formaron grupitos de paseo por todo el cementerio. Se detenían ante cada panteón y comentaban entre ellas el estilo con el que estaban dispuestas las flores, si había suficiente cantidad o si las familias venían a visitarlas a menudo o no. Con ojo de tasador experto calculaban el precio de las flores y mostraban especial interés por los ramos que mostraban un membrete de floristería cuidadosamente colocado a tal efecto.
Me agaché y cogí dos minúsculas florecillas, unos zapatitos del niño Jesús que crecían en el murete entre las grietas embarradas y las deposité sobre la losa fría que cubría a Francisca. Una señora bastante vieja se paró a charlar con mi madre, mientras yo insistía en releer una vez más aquel nombre tallado en la piedra y que por más que me esforzaba en asimilar, seguía pareciéndome imposible, como un nombre extranjero.
De muy lejos, me llegaba a retazos el eco de la conversación, palabras que la anciana repetía una y otra vez como una letanía. Lástima, niñita, resignación, voluntad de Dios, desgracia, pena, angelito…
Tiré de la manga de mi madre hasta que me prestó atención.
—¿Cuándo va a empezar la fiesta mamá?
—¿Fiesta? ¡Ah, la fiesta! Ya ha comenzado, durante todo el día de hoy se celebra la festividad de todos los santos difuntos esta es la fiesta cariño —se volvió y continuó hablando con la vieja.
Me separé unos pasos, deslicé una mano en mi bolsillo y saqué la armónica de William. De pronto, me trajo recuerdos de brisa caliente del aroma del varadero, las manos de William, noches de fiesta y Pacucha.
Tomé aliento, me la llevé a los labios y comencé a interpretar “Tengo un clavel”. No había tocado cuatro acordes, cuando de un tortazo la vieja me hizo callar. En mi mejilla florecieron rojas y calientes las huellas de sus dedos de arpía y la armónica salió despedida yendo a parar entre las flores que cubrían la lápida.
—¿Pero qué haces? —me gritó a la vez mi madre.
Comencé a llorar y mis lágrimas eran de pura vergüenza. Humillada y sorprendida al mismo tiempo, el rostro arrebatado, la mejilla encendida, inflamada.
La ira de mi madre se volvió contra la vieja.
—¿Por qué le ha pegado a mi hija? ¿Con qué derecho? ¿Quién se cree usted que es?
Y ni en aquel momento de furia dejó de tratarla de usted, aleccionada como estaba la generación de mi madre en el respeto a los mayores.
—Deberías de darle más educación y un tortazo a tiempo para que tuviera más respeto en un lugar sagrado como este —fue su respuesta mientras me dedicaba miradas llenas de desprecio y se giraba buscando apoyos entre las parroquianas.
Mi madre bajó la cabeza y yo la miré a medias decepcionada y segura de que no replicaría, pero se adelantó un paso hacia la vieja y le dijo:
—Usted no es quien para ponerle la mano encima, usted no entiende nada, solo tiene razón en una cosa —la vieja hizo un gesto de complacencia al comprobar que le daba la razón al menos parcialmente—, este —dijo mi madre— es un lugar sagrado, porque si no llega a serlo, le doy una hostia que la mato, hija de puta.
La vieja abrió la boca incrédula ante aquel desacato. Cuando salimos del cementerio me volví a mirarla, todavía seguía allí plantada ante la tumba de aquella niña desconocida, boqueando como un pez fuera del agua.
Mi madre me cogió de la mano de un modo muy parecido a como me había cogido Lucía Sotillo días atrás y me arrastró hacia la puerta del cementerio. Yo entre lágrimas iba sollozando.
—¿Pero no es la fiesta de los muertos?, yo solo quería tocar para ellos, para Pacucha, a ella le gustaba…
—¡Cállate! —ordenó mi madre.
Yo me di cuenta de que algunas personas se habían vuelto para mirarnos con gesto adusto. Insistí:
—A ella no le gustaban esas flores, nunca tuvo flores como esas y no se llamaba Francisca, se llama Pacucha.
Me di cuenta entonces, de que lo que había percibido al entrar en el cementerio era lo mismo que noté en casa de Pacucha.
El mismo olor almizclero de flores para difuntos, parafina, humo y perfume barato sobre la ropa sudada del domingo que volvería a su percha esta noche a esperar al domingo siguiente. Incluso la gente hablaba igual, susurrando, como si temiesen despertar a alguien. Lo grité a pleno pulmón.
—¿Tenéis miedo de despertarlos?
Mi madre se paró en seco, me miro a la cara y me dijo:
—No debí traerte aquí.
—No, claro que no, te has equivocado mamá, este no es un lugar bonito, aquí no hay ninguna fiesta y, además, Pacucha no está aquí.
El vínculo estrecho de mágica intimidad casi sacra que nos había unido a mi madre y a mí desde mucho antes de que yo naciese, cuando apenas era una sombra de vida, y que ambas nos habíamos comprometido a mantener, se rompió en el momento en que entre dientes musitó:
—Estás loca.
Bruscamente sobrevino el vacío. Sentí que en ese abismo se desvanecían todos los deseos, las esperanzas y el límite estrecho de la realidad en el que había pugnado por mantenerme toda mi vida. El vacío se había abierto bajo mis pies como la ladera de un acantilado que se precipita hasta el mar. Cada gesto, cada sonrisa, cada canción se agotaron y se consumieron sobre sí mismos como una llama que se extinguiera en mitad de la noche.
Con un último tirón, mi madre me condujo hasta la reja del cementerio, yo me dejé llevar silenciosa y sumisa, roto el hechizo para siempre nada me importaba. Con pasos de borracha salí del camposanto embebida por la calidez cerosa de las velas que ardían proclamando con fuerza el aroma mareante de los crisantemos.
Definitivamente perdida mi condición etérea, dejaba pasar los días largos y silenciosos, preñados únicamente del anhelo de salir al patio y permitirme agarrada a la vieja barandilla metálica, ignorar con desdén enfurruñado la mirada cansina pero implacable de Lucía Sotillo.
Había momentos en que los dos meses transcurridos desde la muerte de Pacucha se me antojaban muy poco tiempo, algo tan reciente y raro como el despertar de una pesadilla.
Todo había sido tan precipitado desde el momento de su muerte, que a menudo me ensoñaba rememorando los días cálidos de julio con su placida y lenta tibieza, o los otros más densos de agosto, y hasta imaginaba que a lo mejor Pacucha no había muerto y lo que ocurría es que aún estaba en el hospital, que poco a poco mejoraría y una de estas mañanas neblinosas y brillantes se detendría a mi lado junto a la barandilla y me diría: “¿Quieres escuchar algo fascinante?”
Otras veces, dos meses me parecían una eternidad, eran esos los días en que la echaba más de menos, quería a toda costa recordar su voz, sus gestos, o sus ojos siempre húmedos de risa, y sólo lo conseguía a medias, notaba entonces como su recuerdo se me iba nublando, y aunque recordaba por ejemplo el modo delicioso en que pronunciaba las erres, no lograba escuchar en mi recuerdo la inflexión de su voz. Dibujaba en mi mente las breves líneas que definían su cuerpo, imaginaba su silueta grácil y pequeña, y en un par de ocasiones, hasta creí adivinarla en los cuerpos de otras niñas, o entre los jirones de niebla.
La incipiente sonrisa se me abortaba en la boca al comprobar una y otra vez que Pacucha ya no estaba. Y así el frío, hijo bastardo de la profunda pena que me secó los ojos para que no pudiera llorar, se adueñó de mi mente anestesiándome el recuerdo y dándome a cambio nada y no la nada piadosa en la que poder refugiarme, una nada vacía, yerma, seca y cruel.
Me aupé un poco y apoyé melancólica la oreja sobre la superficie plana y fría de la barandilla, de inmediato me llegó el eco lejano del averno y durante un par de minutos estuve escuchando, absorta, desencantada, sintiéndome traicionada, como el niño inteligente y lógico, pero aún muy pequeño, que descubre la verdad sobre los reyes magos y que llora desconsolado, maldiciendo, no porque no existan, sino por la crueldad de haber sido privado demasiado pronto de un privilegio al que no tenía menos derecho por no ser cierto.
Aquello no era el infierno, sino el sonido viajando por el interior de la barandilla plana, el roce de cientos de pequeñas manos y pies tocando, golpeando, y el eco de otras tantas gargantas infantiles, los llantos o los grititos de placer o excitación infantil.
Sentí una caricia breve en la espalda y me incorporé sorprendida como alcanzada por un rayo. Me volví. Rogelio me miraba fijamente desde el centro del patio. Bajé de la baranda y camine hacia él.
Las pautas más importantes de mi vida en los últimos tiempos parecían estar regidas por la influencia fatídica de las fechas. Un par de meses desde aquella visita al cementerio, un par de meses desde el fin de la magia con mi madre, un par de meses desde aquella mañana en el despacho de Ana Garrido, solo un par de meses, y en ese tiempo, miles de minúsculas arrugas se habían congregado en torno a sus ojos y su boca y el tono de su rostro era gris y apagado como sus ojos, aun así sonrió un poco. Me detuve frente a él.
—Rogelio —pronuncié su nombre con voz queda pero preñada de una fuerza sobrenatural, como un encantamiento contra el mal.
—Me voy —dijo— …me han jubilado…, aunque de cualquier modo, yo ya no podía continuar aquí.
Le miré en silencio, asimilando lo que aquello supondría para mí. Él debió de reconocer la desesperación en mis ojos, porque se acercó un paso más y trató de explicarme lo que yo ya sabía.
—No te traiciono pequeña, no quiero que pienses eso, es sólo, que esto me resulta insoportable y aquí ya no puedo serte de ninguna ayuda. Lo entiendes ¿verdad?
Yo asentí. Quería decirle que no se preocupara, que yo también huiría si pudiera y que…, pero secos los ojos y helada mi alma… me quedé mirándole en silencio.
Un chillido como de gaviota nos forzó a volver la mirada. Lucía Sotillo venía hacia nosotros casi corriendo, forzando los pasos dentro de su falda gris de tubo.
Rogelio me tendió la mano, había en el gesto algo de desesperación y yo no lo entendí muy bien, pero le ofrecí la mía, desconcertada. Él me la estrecho como suelen hacerlo los adultos y recuerdo que pensé que quizás lo hacía por evitar el revuelo que causaría si me abrazaba. En el hueco que quedó entre nuestras manos adivine la presencia de un papelillo en varias dobleces. Lucía Sotillo casi llegaba a nuestra altura mientras él me rogaba:
—Llámame.
Una mano increíblemente pesada aterrizó sobre mi hombro y de un fuerte tirón me aparto de él. El papelillo revoloteo desde nuestras manos y como una mariposa muerta quedó tendido mis pies. Furiosa, Lucía Sotillo se agachó lo justo para manotear el papelillo que rebelde se escurrió de entre sus dedos hasta en tres ocasiones, cuando al fin lo atrapó, lanzó un gritito de satisfacción y deshizo la doblez, leyó el mensaje del interior y lo deslizo en el bolsillo de su bata.
—¡Fuera de aquí! —bramó— si vuelve alguna vez o se acerca a la niña, le denunciaré a la Guardia Civil.
Rogelio no respondió, pero la miró con feroces ojos llenos de desprecio y hastío.
Ella retrocedió un paso intimidada y sólo cuando él se alejó dándonos la espalda se atrevió a repetir:
—¡Fuera! —pero lo hizo en tono suficientemente bajo como para que Rogelio no pudiera oírla.
Gelatina. En eso se transformó mi cuerpo sometido a la presión constante de Lucía Sotillo con sus miradas sucias y preocupadas, de mi madre, con sus miradas cobardes y preocupadas y de los otros niños crueles y preocupados únicamente por su mundo despótico y pequeñito.
Apenas dos semanas duró mi gesta de resistencia, al cabo de ese tiempo caí enferma presa de terribles fiebres que me mantuvieron en cama durante casi dos meses. Y cuando ya parecía que estaba a punto de recuperarme, paperas, sarampión, varicela, como por ensalmo, una tras otra muy probablemente contraídas en la atestada salita de espera de mi médico de cabecera de donde apenas salía para volver a entrar.
Sufrí casi todas las enfermedades infantiles, y cuando no tenía ninguna, tenía fiebre. Mamá estaba desesperada y como no confiaba demasiado en el criterio de los médicos de la seguridad social, comenzó un peregrinaje que nos llevó por las consultas de al menos media docena de médicos y otros tantos curanderos sin que ninguno acertara a explicar la causa de mi débil salud.
Fue una vecina, la señora Antonia, una mujer que siempre había tenido el pelo blanco, tomaba el fresco a la entrada del portal y nunca se mezclaba con las demás comadres porque había tenido un hijo de soltera y eso, según decía mi madre, marcaba para toda la vida.
Regresábamos de una de aquellas infructuosas visitas al médico y mi madre se disponía a cogerme en brazos pues yo me encontraba exhausta, incapaz de subir sola las escaleras hasta el tercer piso.
—Lo que le pasa a esa niña, es que no quiere ir a la escuela.
Mi madre adelantó un pie, lo apoyó en el primer escalón y alzándome por las axilas me sentó sobre su muslo.
—Ese colegio le trae malos recuerdos, después de lo de su amiguita, es normal, Alicia, párate a pensarlo, ir allí cada día debe resultarle insufrible.
Mi madre la miró con gesto a medias preocupado e incrédulo.
—Créeme, sé bien lo que digo, mi hijo fue al Virgen del Mar hasta que tuvo ocho años y aunque él nunca se quejó, yo sé que le despreciaban, incluso algunas de esas hijas de puta le tomaron ojeriza y a menudo, esto lo he sabido con el tiempo, hacían comentarios al respecto de su padre. Yo le notaba triste y un día hablé con él, bendita la hora. ¿Quieres saber que me dijo? Dijo: “mamá, si tengo que volver, me mataré”. Me faltó tiempo para solicitar plaza en el seminario y con todo lo que puedan decir de los curas allí le fue bien, con el tiempo hizo carrera y ahora se gana bien la vida. Pero lo más importante es que yo sé que aún me está agradecido por sacarle del Virgen del Mar.
—Antonia, hace mucho tiempo de eso, ahora las cosas ya no son como antes y yo soy viuda no… bueno no es el mismo caso —dijo mamá.
—Alicia, hija. Hay cosas que no cambian y siempre, siempre son como antes.
Aquella noche mamá se sentó a los pies de mi cama y me observó en silencio mucho tiempo. Yo sabía que por su cabeza rondaban oscuros pensamientos y por dos veces estuve casi segura de que se disponía para decirme algo, algo que preparaba en su mente con exquisito cuidado.
En otro tiempo, tiempo de magia entre nosotras, la abría ayudado iniciando yo la conversación o invitándola a arrancarse con mirada expectante. En lugar de hacerlo, cerré los ojos y la ignore fingiendo dormir. Al fin se levantó, me arropó, me besó en la frente y salió de la habitación. Regresó al instante, encendió una pequeña lamparilla de aceite que mantenía ardiendo toda la noche a los pies del niño Jesús que descansaba en su cunita perdido en el amplio estante. Rezó una oración breve, y se inclinó de nuevo sobre mí.
—Hija, ¿quieres volver a esa escuela?
—No —contesté.
Aquel curso ya no regresé al Virgen del Mar, en septiembre comencé a asistir al Colegio Eucarístico de las Hijas de Jesús.
El Colegio Eucarístico de las Hijas de Jesús no era ni remotamente parecido al Virgen del Mar. Era como marcaban las reglas de la época un colegio femenino y de uniforme. De amplias instalaciones casi lujosas comparadas con los colegios del estado.
Gimnasio, sala de proyecciones, salón de actos, capilla, un patio cubierto para cuando llovía y otros dos exteriores en los que, para mi tranquilidad no había vestigio de barandillas metálicas. Una valla de madera rodeaba el contorno del patio de recreo y un muro de piedra antigua protegía de miradas del exterior todo el perímetro del convento.
Pronto descubrí que podía desarrollar de nuevo mis facetas más etéreas, que por lo visto la invisibilidad estaba bien vista en los colegios religiosos y me atrevo a decir que era, además, bastante recomendable, casi una norma implícita en los amarillentos estatutos, mantenerse en el anonimato, no sobresalir del montón, no hablar a menos que fueses preguntada y no salirte jamás de la fila, en suma, ser invisible.
Durante los años que pasé en aquel colegio esa fue mi norma. Ocupaba mi lugar anónimo entre el grupo casi marcial, sensación reforzada por los oscuros uniformes y los cuellos duros de almidón.
Transparente mi carne y mis gestos, sin apenas mezclarme, durante los recreos permanecía solitaria dando vueltas por el patio como un recluso entumecido. En raras ocasiones me vi obligada a participar de los juegos, y cuando lo hacía, el hecho formaba parte de la estrategia de camuflaje dirigida a pasar lo más desapercibida posible.
Afortunadamente un par de años más tarde descubrí que podía refugiarme siempre que quisiera en la oscura capillita del colegio. Ni que decir tiene que poco había de fervor religioso en mi gesto, simplemente iba allí.
Nadie me hizo jamás un comentario al respecto, pues si ya estaba bien vista la introspección y el silencio en todo el colegio, mis constantes visitas a la capilla, lejos de verse como una huida o un síntoma de insociabilidad, se aceptaban como un rasgo de responsabilidad e inteligencia, recogimiento y sentido común, que tan solo se vieron reflejadas en forma de escuetas notas apreciativas al pie de mi boletín de calificaciones.