¿Alguna vez han querido regresar el tiempo para situarse en un momento, un lugar o una situación en particular, ya sea para vivirlo con una mayor intensidad o bien para actuar de forma diferente y cambiar el curso de los acontecimientos? Yo también alguna vez deseé lo mismo. Prácticamente todos los seres humanos en algún momento de la vida hemos querido tener el control del tiempo, sin éxito claro está, pues los minutos y horas nos subyugan, gobernando nuestra existencia, disponiendo de ella a capricho. Precisamente fue en Febrero del año pasado, cuando mi vida se sacudió por una experiencia decididamente paranormal, y aunque en  medio del caos mental, mi instinto de conservación trataba desesperadamente de mantenerme a salvo intentando una vez más convencerme sin éxito de que todo aquello no podía tratarse de otra cosa que un "dejavú" (y de los peores), no hubo entonces–ni hay ahora–posibilidad alguna de que deje de aceptar mi extraña vivencia como lo que es: un suceso paranormal, fuera de toda explicación racional.

Había atravesado una temporada particularmente difícil; una enfermedad emocional me había arrastrado al borde de un infinito y negro abismo, y aunque mi caída a las profundidades era casi inminente, mi perseverancia, y la de los psiquiatras que batallaron conmigo alrededor de casi dos años, evitó que sucumbiera, y finalmente, aunque maltrecha, desorientada, con heridas profundas en el alma, y un constante sentimiento de miedo, logré desprenderme de las negras garras de la depresión. Para la fecha en la que ocurrieron los hechos que sacudieron mi entonces aletargada vida, me encontraba aún bajo el efecto de dosis bajas de los medicamentos, que por orden del psiquiatra sólo podían ser retirados de forma paulatina.

Disculpen ustedes que no me haya presentado, sucede que cuando lo vivido es tan intenso, nosotros mismos pasamos a ocupar un segundo plano, mientras que las experiencias y vivencias van construyendo con total constancia una nueva persona, que ocupa el lugar que antes ocupó nuestro antiguo ser. 

Me llamo Estela, tengo 27 años. Soy Ingeniera Industrial, aunque no he podido desarrollar cabalmente mi profesión. Mi piel es trigueña, y mis ojos negros no combinan nada con el cabello que llevo obstinadamente teñido de un rojo vivo, soy consciente de ello, pero –repito– insisto en mantenerlo de ese color, quizás para que haga juego con la locura que incansablemente tratan de endilgarme.  Mi estatura es la justa como para no pasar desapercibida, no muy alta, no muy baja. Tengo un cuerpo armonioso, suelen decirme que soy bonita, aunque yo no piense lo mismo, pero sé que poseo un fuerte atractivo sexual. Despierto pasiones en los hombres, y aunque hubo una época de mi vida en la que llegué a disfrutar de ello, de un tiempo a esta parte se ha convertido en una "cualidad" que preferiría no tener en mi lista de atributos. Vengo de una familia común y corriente: padre, madre, y un hermano mayor que ha mantenido desde siempre una relación distante conmigo. Actualmente vive en el extranjero donde formó una familia y casi no hablamos. Mi madre ha sido ama de casa toda la vida y mi padre hasta el día de hoy atiende su propio negocio de libros usados. Como pueden ustedes suponer, el dinero nunca fue la constante en mi casa, siempre nos vimos con apuros económicos. Afortunadamente fui lo suficientemente buena estudiante como para que mi promedio me permitiera una beca que pagó mis estudios universitarios, mientras que mi hermano tuvo el coraje necesario para irse fuera del país a trabajar. Parece que con todos estos “rodeos” quisiera retractarme de contar mi historia…pero no es así. Nada ni nadie podría impedirme que lo hiciera…ni siquiera yo misma, ni siquiera mis miedos. Quiero que todo el mundo sepa que  durante mis años en la universidad estuve muy enamorada.  Él no era un muchacho como los demás, ni siquiera tenía la edad de mis compañeros, tampoco estudiaba en la universidad. Era un profesional exitoso, con su vida resuelta. Se llamaba Eduardo y lo amé como nunca he vuelto a amar a nadie. Nos conocimos a la salida del negocio de mi padre, yo había ido a buscar dinero para mis gastos de la semana, Eduardo iba saliendo del local con un paquete de libros viejos en la mano y prácticamente tropezamos en la puerta. Lo primero que percibí de él fue su perfume, cítrico, delicioso, y sin lugar a dudas muy costoso. Sus ojos tenían el color de la miel, se veía en su cara el típico color azuloso de la afeitada, no vestía de jeans ni zapatos tenis, todo lo contrario, iba de pantalones serios, camisa y zapatos de corte clásico. Me miró con intensidad de arriba a abajo, y sentí que yo también le había impactado. Su aspecto era tan cuidado y fino que me sentí un poco intimidada por mi apariencia tan descomplicada y barata. Se excusó brevemente por el tropezón y se presentó enseguida extendiendo hacia mí una mano fuerte y blanca, de uñas bien recortadas y cuidadas. Balbuceé algo parecido a una excusa y también le di mi nombre. Me preguntó si me gustaba leer y qué libros venía a buscar a la tienda, le expliqué mi estrecha relación con el negocio, pero a la vez le aclaré que sí, que me apasionaba leer. Con la pericia propia de una vasta experiencia en mujeres y conquistas, Eduardo divisó en la esquina una cafetería y me invitó a tomar algo, yo sin pensarlo siquiera, acepté, desechando la idea de entrar al negocio de mi papá a buscar absolutamente nada. Esa tarde, pasamos del café a la limonada y de ésta a unas cervezas, hablamos de muchas cosas, teníamos mucho en común, pues a pesar de mi corta edad (veinte años en ese entonces) era muy madura, y la lectura había hecho de mí una mujer culta, con la que se podía hablar de cualquier cosa. Eduardo por su parte era muy distinto a los muchachos de mi edad, estaba a siglos de distancia de cualquiera de mis compañeros de estudio, por supuesto era mayor, tenía entonces treinta años y el mundo a sus pies, era un hombre de negocios, tenía su propia empresa, había surgido con esfuerzo. Según me contó venía de una familia tan o más humilde que la mía, “nada extraordinaria”-según diría-, era un hombre culto, de gustos finos, de viajes, pero sobre todo era un hombre muy interesante. De más está decir que quedé irremediablemente atrapada por sus encantos, esa noche me llevó a casa, intercambiamos nuestros datos y quedó en llamarme. Pasaron quince días sin recibir noticias suyas, yo estaba triste y desilusionada, pensaba qué podía haber sucedido pues aquella tarde había sido muy agradable para los dos. Ya empezaba a abandonar mis esperanzas cuando una mañana de sábado llegó la anhelada llamada. Eduardo me habló disculpándose por no haber llamado antes, y mencionó haber estado muy ocupado en un viaje que lo mantuvo atareado todos esos días. Sin más quedamos en salir esa misma noche. En esa cita nocturna empezó mi extraña experiencia con Eduardo. Salimos, me llevó al mejor restaurante de la ciudad y luego a bailar a una de las discotecas más concurridas y exclusivas, no pude seguir cohibiéndome y terminé en sus brazos, me abandoné en sus besos suaves y experimentados, dejé que las sensaciones me envolvieran, era delicioso estar con él, terminamos amándonos en la cama de un caro hotel.  Era muy fácil dejarse seducir, tan sencillo entregarse cuando el hombre era tan especial y tan experimentado. Lo que vino después lo recuerdo como un tornado de pasión, regalos costosos, detalles sin igual, amor, invitaciones fabulosas. Los días corrían en el calendario como envueltos entre las notas musicales de las canciones que escuchábamos en su auto y en los sitios que frecuentábamos, así como salpicados por las notas olfativas de los caros perfumes que él me regalaba. Dentro del abanico de cualidades de Eduardo había una que sobresalía entre todas y que a mí literalmente me idiotizaba: sabía manejar con facilidad todo tipo de situaciones; podía (¿cómo explicarlo?) adelantarse a los acontecimientos. "Pareces un adivino", solía decirle yo en broma muchas veces, pero en realidad tenía una sabiduría impresionante, una habilidad magistral para los negocios y las apuestas, era como si tuviera en su poder los secretos de la vida y pudiera manejarlos a su antojo. Había algo más en su comportamiento, algo que hacía que una oscura nube de duda opacara mi felicidad, porque a pesar de ser tan espléndido conmigo y de tratarme como una princesa evitaba sin embargo cualquier tipo de acercamiento con mi familia. Siempre nos citábamos en restaurantes, hoteles, o me recogía en la universidad, lo máximo a lo que llegaba era a recogerme en la puerta de la casa, y una vez me subía al auto, arrancaba a toda prisa; intuí que aún no había llegado el momento de involucrarlo con mi familia, que tal vez todavía no estaba listo para intimar con los míos, pero pasados unos meses, comencé a inquietarme, porque tampoco de su parte había la más mínima intención de relacionarme con su familia. Un atardecer, en que abrazados en una cabaña en la playa contemplábamos el horizonte, solté la pregunta con cautela.

-"Mi amor... ¿por qué no quieres relacionarte con mi familia, ni permites que yo me acerque a la tuya? ¿No serás casado verdad?"- le dije y sonreí haciéndole cosquillas como para amortiguar la seriedad de la pregunta. Me miró y sus ojos parecieron un cristal ambarino con reflejos de colores, fue una mirada extraña, profunda en extremo. Era como si recién hasta ese momento, me mirara por primera vez; vi melancolía, antigüedad. Algo desconocido y nada familiar se vio reflejado a través de sus pupilas...me sobrecogí.

-"No te vas a poner en esas ahora Estela, sabes que si fuera casado te lo habría dicho, y en cuanto a mi familia…no te pierdes de nada bueno, algún día de estos te llevo y te sentirás tan aburrida que me reclamarás el haberte llevado, y bueno, a tu padre lo conozco soy su cliente"-.

Así dio por terminada la conversación, lanzándose encima de mí y sometiéndome a un ataque de cosquillas que concluyó en besos. De esa manera olvidé mis preocupaciones y decidí no darle más color al asunto, ya encontraría la manera de llevarlo a casa.

Cada día que pasaba lo amaba más. Cuando él se ausentaba por sus viajes, yo me debatía en un insoportable desasosiego, lo extrañaba demasiado, y lamentablemente para mí, sus salidas eran frecuentes y permanecía fuera nunca menos de quince días. En cierta ocasión me puse a sacar las cuentas del tiempo que permanecía en la ciudad, y conmigo, y me sorprendí al darme cuenta que compartíamos juntos, escasos diez días en el mes, a veces menos, el resto del tiempo se lo pasaba de viaje y ocupado con sus reuniones y asuntos de negocios, así que una vez calmado el apasionado torbellino de los comienzos de nuestro amor, comenzaba a darme cuenta de lo disfuncional de nuestra relación. Pero el miedo a perderlo me llevaba a guardar silencio y tragarme mis reclamos o preguntas. Mi vida giraba en torno a sus idas y venidas, a sus invitaciones, a los momentos que me regalaba, me convertí en una chica taciturna y solitaria. En la universidad prácticamente no me relacionaba con mis compañeros, no tenía amigos, nadie sabía de la existencia de Eduardo, era como si yo misma me hubiera impuesto un voto de silencio que no estaba dispuesta a quebrantar por ningún motivo. Por increíble que parezca, mantuve mi relación con él por dos años. Mi amor era tan grande que prefería soportar toda la incertidumbre con la que la misteriosa vida de Eduardo lo apuñaleaba sin compasión, que pensar en aguantar la idea de perderlo para siempre. Una noche nos vimos en uno de sus apartamentos; él había decorado de forma particularmente hermosa la estancia, con un gusto exquisito había comprado las flores que perfumaban la sala, la mesa puesta con el rigor máximo de etiqueta, incluso contrató un mesero que nos atendió durante toda la velada, llenando nuestras copas de vino, sirviendo la comida hecha exclusivamente para nosotros por el chef del Hotel Cayena. Yo me vestí para la ocasión con un vestido escogido por Eduardo y que habíamos comprado juntos el día anterior; era azul, mi color favorito, y muy corto para dejar ver mis piernas que eran la parte de mi cuerpo que a él más le gustaba, Me coloqué los aretes que me trajo de uno de sus viajes, eran hermosos, con un diseño precolombino, una réplica perfecta de las valiosas piezas que se veían en el museo del oro, pesaban una barbaridad, tanto que tuvimos que mandar a cambiar los postes por clics para que los lóbulos de mis orejas no sufrieran desgarros. Mis zapatos, mi perfume, absolutamente todo era escogido y comprado por él. Recuerdo lo tremendamente guapo que se veía esa noche, siempre vestía de una forma diferente a los demás hombres, pero con impecable buen gusto. La respuesta de él cada vez que le preguntaba de donde había sacado tal o cual atuendo era "es la última moda en.." y mencionaba cualquiera de los lugares en donde había estado. Yo estaba acostumbrada a los detalles espectaculares y a veces estrambóticos de Eduardo, pero esa noche, hizo un despliegue absoluto de atenciones: a las doce, se escuchó el timbre para dar entrada a un grupo de músicos con violines, las lágrimas se deslizaron por mis mejillas de la emoción. Abrazados escuchamos el concierto exclusivamente para nosotros, y justo cuando pensé que no podía haber más sorpresas maravillosas, Eduardo sacó un impresionante anillo de diamantes y lo puso en mi dedo, boquiabierta lo escuché decirme "cásate conmigo, mañana mismo", parpadeé y le eché los brazos al cuello para decirle entre lágrimas "sí, sí,". Jamás olvidaré aquella noche sublime y perfecta. Tan perfecta... como irreal. Recuerdo que el calor del vino me hizo dormir antes de lo que yo hubiera querido; escuché la voz de Eduardo diciéndome "por ti, dejo de ser un nómada, me quedo aquí por ti".

¡Si tan sólo no me hubiera vencido el sueño… hubiera podido saber qué pasó realmente! Las sombras me cubrieron profundamente y no supe más de nada hasta el día siguiente, cuando un golpe de luz me dio en la cara. Abrí los ojos... mi corazón se llenó de espanto, un helado estupor me invadió al verme… ¡en mi habitación! Mis ojos desorbitados daban vueltas por el pequeño espacio como pasando una aterrorizada revista a los objetos presentes. Los posters de mis estrellas favoritas en la pared, mis trofeos de canto, mis libros, mi armario. Salté de la cama y lo abrí de un golpe. Ahí estaba mi humilde ropa, mis dos únicos pares de zapatos, no había ni rastro de las cosas que Eduardo me había regalado, no estaban las joyas, los perfumes, ni nada. Todo rastro de su paso por mi vida había desaparecido. Me miré en el espejo, estaba con una bata de dormir amarilla, de las mías, las de siempre. Pensé en los raros aretes precolombinos y recordé que me los había quitado al acostarme con Eduardo la noche anterior. Sentí un dolor profundo y punzante… ¡no podía respirar!. Me llevé las manos al pecho sintiendo que me ahogaba, abrí la puerta de la habitación y salí al comedor, mi padre leía el periódico, al verme se levantó de un salto…y es lo último que recuerdo. Ese día permanecí en la sala de urgencias de un hospital. Estuve bajo observación médica unas horas, y salí de ahí, en medio de la opinión médica de que lo que me había sucedido era producto del estrés de los exámenes en la universidad. Los días siguientes fueron espantosos. Nada volví a saber de él, nunca más. Sencillamente se lo tragó la tierra. Amante de su privacidad como era, jamás tuvo una cuenta en ninguna red social, - “no me gusta vivir expuesto”- alegaba, cuando lo trataba de antisocial-, y nunca conocí en persona a ninguno de los pocos amigos que mencionaba. Al tratar de contactar a los pocos camareros y chefs de los lugares que frecuentábamos, sólo obtuve una amarga desazón, porque o no los conocía nadie…o simplemente no existían, o tal vez tenían otra identidad…qué sé yo. Busqué el edificio donde estaba ubicado el apartamento en el que habíamos estado la última noche y que él decía que era suyo, para comprobar con horror que tal edificio no existía. En su lugar encontré un terreno baldío. Casi enloquezco, pero como por instinto de supervivencia continué estudiando hasta terminar mi carrera. Me volví casquivana con los hombres, coqueteaba sin control, casi diría que encontraba un alivio en las reacciones que provocaba en ellos, y ver cómo podía manipularlos con mi cuerpo y mis atributos. Transcurrieron tres años, en los que los excesos de todo tipo dominaron mi vida proporcionándome escapes sin sentido, que me ayudaban a evadir por momentos la realidad de mi mente perturbada. Logré graduarme como Ingeniera Industrial, y casi de inmediato conseguí empleo en una compañía comercializadora de acero. Comencé a salir con uno de mis compañeros de trabajo, para mí era otra más de mis aventuras, aunque él estaba visiblemente entusiasmado conmigo, sin embargo yo tenía bien claro que no quería nada serio. Llegó el día de mi cumpleaños, me invitó a cenar, una vez estábamos sentados frente a nuestras copas de vino, sacó de su maletín ejecutivo una caja envuelta en papel de regalo.

- "Sé lo mucho que te gustan los perfumes Estela. Te he comprado el último que ha salido, está causando sensación, estoy seguro de que no lo tienes, espero que te guste”.

Le estampé un beso y me dispuse a romper el papel para sacar la caja blanca que contenía al perfume. Al ver el nombre: “Feu du temps”, mi corazón comenzó a galopar desenfrenadamente. Quedé sin habla, casi sin respiración. Mi acompañante se apresuró a darme de beber un poco de agua, mientras yo lo miraba sin escuchar lo que decía, porque mi mente había regresado unos años atrás a una tarde en la que Eduardo, quien recién había llegado de uno de sus viajes había puesto entre mis manos una caja de ese mismo perfume “Feu du temps”, idéntica a la que mis aterrados ojos estaban viendo delante de mí. No sé de donde saqué fuerzas para preguntarle a mi amigo.

-"¿Dónde lo compraste?".

El pobre hombre parecía confundido y se limitó a contestar.

-"Lo compré a un amigo que vino de New York esta semana.  ¿No te gusta? lo puedo cambiar".

- “No, no te preocupes...me gusta. Y... ¿estás seguro de que es nuevo?".

Sonriendo seductoramente, y pensando quizás que estaba frente a una mujer frívola, contestó pavoneándose - "recién salido del horno"- y al escucharlo, mi corazón pareció detenerse por una fracción de segundo.

La cena fue un martirio interminable, pues a la primera oportunidad me había escabullido hacia el baño para buscar por internet como una posesa en mi teléfono celular el nombre del perfume. Efectivamente, pude comprobar con espanto que recién lo habían lanzado hacía apenas un mes, en una fiesta con la presencia de varias celebridades. Aquel único suceso fue suficiente para provocar en mi pobre humanidad un efecto devastador. Toda la extrasensorial experiencia vivida durante el inexplicablemente largo periodo de dos años, cayó sobre mí en ese instante. Sentí terror, desamparo. Durante esos tres años que sucedieron a la extraña última noche con Eduardo, me forcé a no investigar nada y preferí obligarme a pensar que tal vez sufrí un periodo de locura, y que lo mejor era enterrar en lo más profundo de mi mente inconsciente todo aquello. Había entrado en una etapa de “negación” de lo ocurrido, –así hubieran dicho los sicólogos en caso de haber conocido ( y aceptado ) la verdad de mi caso- pero en ese momento, SABÍA que sí había sucedido, y que en aquella ocasión, algo aún no acontecido en el tiempo me había hecho partícipe de la primicia de un suceso. Caí en una profunda depresión. Una enfermedad terrible como esa agarra con fuerza sus víctimas y se ensaña con ellas de una forma cruel, para arrancarles las ganas de vivir, la alegría, la fuerza, el sueño y la tranquilidad. Mi familia preocupada buscó la ayuda de un psiquiatra y comencé a caminar por el viacrucis de los antidepresivos y de los sedantes. Mi enfermedad no remitía y se hacían necesarias dosis cada vez más altas de medicamentos, la psicoterapia era un fracaso, pues yo era un baúl cerrado, sin la menor disposición de contar mi experiencia paranormal. Así transcurrieron dos largos años en los que perdí mi empleo, se murieron casi todos mis sueños, y la poca alegría que aún sobrevivía a la hecatombe, me abandonó por completo. Poco a poco, sin embargo, iba recuperando algo de la normalidad de antaño, fui al extremo obediente con lo concerniente a las dosis de los medicamentos y a las indicaciones del médico, obligándome como en el pasado a no pensar siquiera en Eduardo y su paso por mi vida. Así, progresivamente una débil mejoría fue extendiendo sus redentoras manos sobre mí. Transcurrieron otros dos años, y una tarde de febrero, recibí un mensaje por las redes sociales de una antigua compañera de colegio; quería que nos reuniéramos en el Hotel Cayena para un reencuentro de ex alumnas. Mi reacción inicial fue pensar que por ningún motivo iría, al fin y al cabo no estaba de ánimos para eso, pero luego al hablar con mi psiquiatra, me recomendó que hiciera esfuerzos para ir, “una actividad como esa te vendría bien”-opinó-. Fue así como la noche del 20 de febrero del año pasado, me sobrepuse a mis temores y conflictos, me arreglé lo mejor que pude, introduje en mi bolso el porta pastillas con la pequeña dosis de ansiolítico que debía tomar a las 9 de la noche sin falta por recomendación estricta de mi médico y tomé un taxi que me llevaría a encontrarme con algo que la mente humana (aún) no está preparada para aceptar.

El Hotel Cayena, con su republicana arquitectura, se erguía imponente y amenazador delante de mí.  Fue inevitable que una ráfaga de prohibidos recuerdos se cruzara por mi atormentada cabeza, cerré los ojos como para hacerlos desaparecer con artimañas de aprendiz de maga. Violenté mi voluntad, que a toda costa quería salir a refugiarse en el seguro mundo de mi habitación con la pacificadora compañía de los medicamentos y me obligué a entrar. Caminé por los brillantes pasillos buscando el área de la piscina, donde según habíamos acordado, nos encontraríamos para departir. Una mezcla de disgusto y alivio me saturó al comprobar que sólo yo había llegado. Mascullando para mis adentros improperios en contra de la impuntualidad y la falta de seriedad de la gente, me senté a una de las mesas alrededor de la piscina. Miré el reloj: las ocho y treinta… esperaría quince minutos y me iría a casa donde sentada en mi cama, podría tomar mi medicina y acostarme a dormir.

Cerré los ojos un instante. Un soplo de brisa fresca retiró el cabello de mi rostro y erizó mi piel. Abrí los ojos, frente a mí una botella de vino y dos copas. Mi corazón golpeó con fuerza, presas de un temblor imparable mis manos buscaron frenéticas dentro del bolso el porta pastillas que no encontraron.

A mis espaldas, una voz que yo había llegado a conocer muy bien dijo…

- “Al fin llegaste”-

Mi cabeza giró lentamente, al tiempo que en la silla a mi lado, tomaba asiento Eduardo, idéntico a como yo incansablemente me había obligado a olvidar. Las lágrimas bañaban mi rostro, sentí que podía morir. No pronuncié ni una palabra, me limité a escuchar.

–“Estela, tu empeño en borrar lo sucedido retrasó este encuentro. Traté muchas veces de traerte a algún punto del tiempo en el que pudiera verte para poder explicarte, pero fue en vano, tu insistencia en olvidar todo lo que vivimos lo impidió”-Con pasmosa tranquilidad abrió la botella de vino, y llenó ambas copas, alargando una hacia mí, que rechacé negando con la cabeza.

- “¿Qué ocurre? Míralo, -se inclinó hacia mí, enseñándome la botella. - “Es el vino que tanto te gustaba”.

- “Ya no tomo licor, el alcohol y yo no somos buenos amigos desde hace mucho tiempo”-contesté, aparentando tranquilidad y dándole órdenes a mi mente con gritos mudos “¡despierta, reacciona!”.

- “Estela, ¡cuánto hemos sufrido!”- Su mano tibia cubrió la mía, helada y sudorosa- “Hoy facilitaste un poco las cosas al venir a este sitio, donde estuvimos juntos tantas veces. En fin, sólo tengo un breve instante para decirte que todo fue real. Una condena pesa sobre mí, soy parte de una nada envidiable estirpe cuyo destino es viajar para siempre a través del tiempo y del espacio. Ilusamente pensé, que, al amar de verdad a alguien, podría quitarse de mí ese juicio, pero no fue así, estoy condenado a servir indefinidamente a ese tirano implacable que es el tiempo. Sin embargo, no puedo quejarme, tuve la fuerza para traerte este instante y que supieras la verdad. Perdóname amor mío, causar tu sufrimiento ha sido peor castigo que mi errante naturaleza”-.

Eduardo hablaba, y mientras lo hacía, unas lágrimas parecidas a pequeños cristales corrían por su cara deslizándose con dificultad por su barba. Nunca antes había visto llorar a un hombre. Aquel llanto silencioso y sobrenatural se me clavó en el alma para siempre. Eduardo no era un hombre como cualquier otro.

- “Te he traído hasta este momento cuatro años antes de tu presente”-continuó hablándome con la voz entrecortada- “para decirte que no sufras más, no estás loca, viviste algo real, algo que el mundo se niega a aceptar. Ahora que lo sabes, puedes irte tranquila Estela, siempre te amaré… a través del tiempo”-. 

Tuve al instante una sensación incontrolable de vértigo y coloqué mis manos en la cara apretando los ojos, todo fue tan fugaz, que sin tregua, me encontré sentada en medio de mis antiguas compañeras de colegio, quienes inocentes de lo que acababa yo de vivir, hablaban y tomaban de sus bebidas, hasta que una de ellas alertó a las demás.

- “¡Pronto, llamen a un médico. Es Estela, está muy mal!”-

Lo último que recuerdo antes de desvanecerme y caer al piso, es la imagen de mis compañeras levantándose de sus sillas en medio de gritos que se diluyeron en mi cabeza.

Al despertar, me encontraba en una clínica y mis padres a mi lado. Había llegado la hora de romper el silencio. Comencé a hablar, tratando de mantener la calma para lograr que me creyeran, pero logré todo lo contrario. Mi padre fue a llamar a dos médicos, que me miraban como si estuviera loca.

- “Es cierto… se los juro, es verdad que existen los viajes en el tiempo, he viajado al pasado esta noche. Nunca he estado enferma de los nervios, viví una experiencia con un viajero en el tiempo hace años, y sólo hasta esta noche lo supe. Ya no me voy a callar más, me niego a seguir tomando la medicación”.

- “Tranquila Estela”- me habló uno de los médicos, con el típico tono que se utiliza para convencer a los niños- “te vamos a colocar una inyección, para que descanses un poco”-

Mansamente me dejé inyectar, aún presintiendo lo que vendría después. Sabía que no valía la pena negarse, así que recibí la inyección con el medicamento para dormir mientras mis lágrimas bañaban la almohada.

Fui diagnosticada con Esquizofrenia. Estuve interna en un hospital siquiátrico por cuatro meses, en los que batallé con los siquiatras y sicólogos que insistían en que yo me empeñaba en mantener en secreto las alucinaciones y voces. Nada de eso es cierto. Nunca volví a ver a Eduardo, nunca más viajé en el tiempo, no volví a escuchar su voz, aunque bien hubiera valido el precio de mi cordura. Siempre dije la verdad, nunca me creyeron. Me dieron de alta con una fuerte medicación, que me mantenía aletargada, con la boca seca y las manos temblorosas, convencidos de que yo continuaba teniendo alucinaciones y empeñándome en negarlas.

Una semana después visité el museo del oro. Al llegar a las piezas de ornamentación chibcha, encontré expuestos como preciado tesoro arqueológico las dos figuras precolombinas que Eduardo me obsequió un día y que convertimos en pendientes. En la tablilla se leía: Donado por un ciudadano anónimo, quien sólo pidió a cambio que se colocara la siguiente leyenda: “Eran de Estela”.

Esa noche, mi medicación se quedó en el pastillero, nunca más he vuelto a tomar medicamentos, ni siquiera para dormir. Un tranquilo sueño me ha acompañado desde entonces.

Tenía razón mi psiquiatra al decirme “una actividad como esa te vendría bien”. Sí, esa noche de febrero del año pasado, libré la última lucha personal con la locura. Vencí, aunque reconozco que tal vez cuando este relato salga a la luz, vuelvan a internarme, podrán volver los medicamentos con sus detestados síntomas adversos, y las terapias tratando de convencerme de mi Esquizofrenia. Puede suceder cualquier cosa, pero hoy sé lo que no sabía antes… que los viajes no son exclusividad del espacio, el tiempo también ha reclamado como propio ese derecho.

 

 

 

 

 

  FIN