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Donde realiza una excursión con un viejo amigo
a la «ciudad honrada».
—Así pues, ¿te vienes conmigo? —preguntó Kornél Esti.
—¡Con muchísimo gusto! —exclamé. Estoy más que harto de tanta deshonra.
Subí al avión de un salto. El motor rugía, y nos elevamos rápidamente.
Giramos en el aire a una velocidad tan vertiginosa que a nuestro lado las águilas reales se mareaban y las golondrinas se congestionaban.
Pronto aterrizamos.
—Aquí es —señaló Esti.
—¿Aquí? Pero si es igual que la otra.
—Sólo por fuera. Por dentro es distinta.
Emprendimos el camino a la ciudad a pie para apreciar mejor todos los detalles.
Lo primero que me llamó la atención fue que los transeúntes apenas se saludaban.
—Aquí sólo saludan —me explicó Esti— los que de verdad aman y estiman al otro.
Un mendigo de gafas oscuras estaba acurrucado sobre el asfalto, con un plato de hojalata en el regazo. Sobre el pecho llevaba una cartulina que rezaba: «No soy ciego. Sólo me pongo gafas oscuras en verano».
—¿Y ese letrero?
—Es para no confundir a los que dan limosna.
Establecimientos resplandecientes bordeaban la avenida. En un escaparate decorado con espejos decía lo siguiente: «Zapatos que destrozan los pies. Callos y ampollas garantizados. A varios de nuestros clientes les han amputado los pies».
Una ilustrativa imagen en color mostraba a dos cirujanos cortando con una gigantesca sierra de acero el pie de la víctima que bramaba de dolor mientras su sangre manaba en hilos rojos.
—¿Es una broma?
—En absoluto.
—Ajá. Entonces, ¿será una sentencia judicial la que obliga al comerciante a estigmatizarse de esta forma?
—Qué va —repuso Esti, subrayando sus palabras con un gesto despectivo. Es la verdad. En serio: no es más que la verdad. Aquí nadie la oculta. En esta ciudad, la autocrítica ha llegado a tal grado que ya no hace falta disimular.
Proseguimos nuestro camino, y yo continué asombrándome a cada paso.
Sobre unos trajes, un anuncio vociferaba: «Ropa cara y de mala calidad. Regatee, porque si no lo engañaremos».
A la entrada del restaurante se leía: «Platos incomibles, bebidas imbebibles. Peor que en casa».
En la pastelería: «Pasteles pasados, preparados con margarina y sucedáneo de huevo».
—¿Estarán locos? —tartamudeaba yo. ¿Pretenden suicidarse?, ¿es que son unos santos?
—Son sabios —replicó Esti con decisión. Nunca mienten.
—¿Y no se arruinan de tan sabios que son?
—Fíjate en las tiendas. Todo está abarrotado. Todos los negocios prosperan.
—¿Cómo es posible?
—Muy sencillo. Aquí todos saben que ellos (y su prójimo) son honrados, sinceros, humildes y prefieren aparentar ser menos a aparentar ser más, prefieren bajar los precios a subirlos. De modo que la gente de aquí no se toma al pie de la letra lo que oye ni lo que lee, al igual que los habitantes de tu país. La única diferencia entre vosotros y ellos estriba en que, en vuestro caso, a las afirmaciones siempre hay que restarles valor, mucho valor, y aquí en cambio hay que añadirles un poco. Vuestras mercancías y vuestra gente no son tan excelentes como las presentáis. Las mercancías y la gente de aquí tampoco son tan deplorables como las presentan. En realidad, da lo mismo. A mi modo de ver, sin embargo, este último método es más honrado, más sincero y más humilde.
En el escaparate de una librería, las novedades se anunciaban envueltas en cintas de papel de colores:
«Basura ilegible… La última obra de un viejo escritor atontado que hasta ahora no ha vendido un mísero ejemplar… Los poemas más nauseabundos y rebuscados de Ernesto Gruñón».
—Increíble —murmuraba yo, estupefacto. ¿la gente lo compra?
—¿Cómo no lo iban a comprar?
—Pero ¿lo leen y todo?
—¿En tu país no se leen estas cosas?
—Estás en lo cierto. Pero allí, al menos, las anuncian de otra manera.
—Insisto: ésta es la ciudad del conócete a ti mismo. Si uno sabe que tiene mal gusto y le atraen los cliches altisonantes (todo lo barato, superficial y fatuo), entonces se comprará los poemas de Ernesto Gruñón y no se llevara una decepción, ya que el libro estará a la altura de sus exigencias. Todo es simplemente una cuestión táctica.
Yo andaba mareado y me vinieron ganas de entrar en una cafetería para reanimarme un poco.
Esti me condujo a un local de mal gusto decorado con rocallas doradas, que se proclamaba el «lugar de encuentro predilecto de sinvergüenzas y holgazanes», y seducía a sus clientes aclarando que sus «precios eran impagables y los camareros, maleducados».
En un primer momento yo no estaba dispuesto a entrar. Fue mi amigo quien me convenció a fuerza de empujones.
—Buenos días —saludé.
—¿Por qué mientes? —me reprendió Esti. Tu aquí lo que deseas no son buenos días sino un buen café, pero no te lo servirán, ya que en este lugar el café se adultera con achicoria y sabe más bien a abrillantador de segunda clase. Mi intención es sólo enseñarte los periódicos.
Había un montón de ejemplares en el local. Sólo destaco La Mentira, Interés propio, El Hipócrita Cobarde y El Adulador.
En primera plana, El Adulador informaba con grandes letras en negrita:
Cada una de las palabras de este periódico está pagada. Estamos al servicio del Gobierno, sea este del color que sea, y nunca emitimos nuestra opinión, salvo que lo exijan nuestros sucios intereses propios. Por eso mismo advertimos a nuestros lectores, a los que desdeñamos y despreciamos profundamente tanto en su conjunto como individualmente, que no tomen en serio nuestros artículos, y los animamos a desdeñarnos y despreciarnos, en la medida de lo posible, tanto como lo merecemos.
—Estupendo —comenté entusiasmado. Mira, esto si me gusta.
—Aquí, la franqueza es tan general —aseveró mi amigo— que todos y cada uno la practican por igual. Escucha, por ejemplo, los siguientes anuncios breves. Y empezó a leer de distintos periódicos: —«Busca empleo cajero con antecedentes penales y varias condenas a sus espaldas… Niñera neurótica se ofrece para cuidar niños… Profesor de idiomas, que habla el francés con un acento marcadamente húngaro, y que desearía aprender de sus alumnos la pronunciación correcta, dispone aún de tiempo para dar clases particulares…».
—¿Y encuentran trabajo? —pregunté, atónito.
—Naturalmente —respondió Esti.
—¿Por qué?
—Pues porque la vida es así —contestó encogiéndose de hombros.
Señaló un grueso cuaderno, en cuya cubierta aparecía algo escrito con letras de imprenta de color gris.
—Ésta es la mejor revista literaria de aquí. Goza de gran difusión.
—Ni siquiera distingo bien el título.
—Aburrimiento —deletreó. Así se titula.
—¿Qué tiene de interesante?
—Pues que se llama Aburrimiento.
—¿Y es realmente aburrida?
—No quiero influir en tu opinión. Hojéala.
Repasé algunas reseñas.
—Bueno —dictaminé con una mueca—, tampoco es tan aburrida.
—Eres muy exigente —me reprochó Esti. Ya lo ves, ninguna de tus expectativas puede satisfacerse plenamente. En virtud del título, esperabas algo peor. Te aseguro que si la leyeras en casa, la encontrarías bastante aburrida. Todo depende de nuestro punto de vista.
En la plaza que se extendía ante el Parlamento, un orador se dirigía a una multitud de miles de personas.
—Basta que os fijéis en mi frente estrecha y mi rostro desfigurado por una avaricia brutal, para que comprendáis como soy. No estoy versado en oficio o ciencia algunos, no sirvo para nada en absoluto, como mucho para explicaros el sentido de la vida y conduciros hacia el objetivo final. ¿Que cuál es el objetivo final? Os lo confío: quiero hacerme rico de un día para otro, amasar una inmensa fortuna, de modo que yo posea lo máximo y vosotros lo menos posible. Por ello debo embruteceros aún más. ¿O es que os creéis que ya sois lo bastante brutos?
—No, no —coreaba la muchedumbre, irritada.
—Por lo tanto, debéis actuar como os dicte vuestra conciencia. Todos conocéis a mi rival. Es un varón noble, altruísta, de brillante intelecto. ¿Hay alguien en la ciudad que apoye su candidatura?
—¡Nadie! —vociferó el gentío al unísono.
—No hay nadie. Y se alzaron puños amenazadores.
Cayó la tarde.
Deambulamos por las calles sumidas en penumbra. De repente, el cielo negro se iluminó, como si hubiera salido el sol, varios soles, un sistema solar entero. Un rótulo llameante manifestaba aparatosamente: «Hurtamos, engañamos, robamos».
—¿Eso qué es? —le pregunté a Esti.
—El anuncio luminoso de un banco —declaró con indiferencia.
Llegamos a casa a altas horas de la noche. Las increíbles vivencias de aquel día me habían agotado. Noté que tenía fiebre. Estornudaba y tosía. Mandé llamar a un médico.
—Estimado doctor —me quejé—, he pillado un resfriado, tengo catarro.
—¿Catarro? —exclamó el médico, alarmado y retrocedió hacia el rincón opuesto de la habitación, tapándose la boca con el pañuelo. Entonces le ruego que vuelva la cabeza hacia otro lado porque podría contagiarme incluso a esta distancia de cinco metros. Tengo hijos, ¿sabe?
—¿No va a examinarme?
—Estaría de más. El catarro no tiene remedio conocido. Es una dolencia incurable, como el cáncer.
—¿No me recomienda que sude?
—Por mí puede sudar. Pero no le beneficiará en nada. Nuestra experiencia científica nos dice que, por lo general, un catarro bajo tratamiento puede durar un mes o más. En cambio, si no lo tratamos, es muy posible que se cure de un día para otro.
—¿Y si degenera en una neumonía?
—Pues entonces se morirá usted —afirmó. Al cabo de un momento, recapacitó y agregó—: Federico el Grande, en una ocasión, recorría el campo de batalla después del combate cuando un soldado moribundo extendió los brazos hacia él. El emperador blandió su fuste en dirección al soldado y le gritó: «¡Sinvergüenza, no pretenderás vivir eternamente!». Ésta es la historia que le suelo relatar a mis pacientes. Refleja una honda sabiduría.
—En efecto —asentí. Pero a mí me duele la cabeza. Siento como si estuviera a punto de estallar.
—Eso es asunto suyo —repuso el médico. No me importa. ¿Sabe qué es lo que me importa? Que a mí, en este momento, no me duele la cabeza. Más importante aún es que usted, por esta consulta nocturna, me pagará tarifa doble. Así que acabemos cuanto antes con esto, que me corre prisa.
No le faltaba razón. Al día siguiente me encontraba mejor. Me encaminé con agilidad y alegría hacia el ayuntamiento para empadronarme y establecerme definitivamente en la ciudad honrada.
—Encantado —balbuceé, al personarme ante el alcaide.
—Pues yo no diría lo mismo —replicó el alcalde con frialdad.
—No entiendo —dije consternado. He venido precisamente para jurarle lealtad.
—El hecho de que no entienda indica sin duda alguna que es un mentecato. Le explicaré por qué no estoy encantado. No estoy encantado, en primer lugar, porque me está usted importunando y yo no tengo la menor idea de quien es. En segundo lugar, no estoy encantado porque pretende entretenerme con asuntos de carácter publico, cuando yo sólo me ocupo de mis trapicheos personales. En tercer lugar, no estoy encantado porque me miente usted al asegurar que está encantado, de lo que deduzco que es usted un tipo hipócrita, por lo que no es digno de residir entre nosotros. Ahora mismo ordenaré su repatriación.
Poco después, me embarcaron en un vuelo extraordinario que me llevó de vuelta a la ciudad de donde había huído.
Desde entonces vivo aquí. Allí muchas cosas me resultaban más agradables. Pero debo confesar que aquí, pese a todo, estoy más a gusto. Porque si bien la gente de allí y de aquí se asemejan en varios aspectos, la gente de aquí posee virtudes innegables. Entre otras cosas, se mienten ocasionalmente unas a otras de forma amena y placentera.