Patricia se pasó la mano con fuerza por el cabello, como queriéndose librar de las horas perdidas del día que acababa de transcurrir. Esperó que Mark llegara a casa, no sólo por la satisfacción de librarse de sus hijos y decirle: «Toma, aquí están», sino también porque quería darle la noticia del día: que la niñera de los Luss -a quien Patricia espiaba a través de las cortinas- había entrado en la casa y cinco minutos después había salido corriendo sin los niños, exactamente como si la estuvieran persiguiendo.

¡Los Luss! Esos vecinos podían ser realmente fastidiosos. Siempre que Patricia recordaba a Joan -ese saco de huesos- describir su «cava de vinos de tierra apisonada al estilo europeo», automáticamente hacía un gesto indecente con el dedo del medio. Se moría por saber qué noticias tenía Mark sobre Roger Luss, y si todavía estaba en Europa. Quería intercambiar impresiones con él; las únicas ocasiones en que ella y su esposo parecían sintonizarse era cuando despotricaban de sus amigos, familiares y vecinos. Tal vez el hecho de alegrarse de los problemas ajenos hacía que los suyos y los de su esposo fueran menos perturbadores.

Las noticias escandalosas siempre se acompañaban mejor con una copa de vino Pinot noir, y ella terminó la segunda de un trago. Miró el reloj de la cocina e intentó controlarse, pues Mark se llenaba de impaciencia cuando llegaba a casa y descubría que ella le llevaba dos copas de ventaja. Al diablo con él: pasaba todo el día en la oficina, almorzando y tomándose el tiempo necesario para hacer sus cosas, codeándose con el uno y con el otro mientras tomaba el último tren de regreso a casa. Entretanto, ella permanecía encerrada con la pequeña, apenas un bebé, con Marcus, con la niñera, con el jardinero…

Se sirvió otra copa y se preguntó cuánto faltaría para que Marcus, ese diablito celoso, fuera a despertar a su hermanita. La niñera había acostado a Jacqueline antes de irse, y la pequeña aún no se había despertado. Miró el reloj de nuevo y reparó en el silencio imperante en su casa. Jacqueline dormía como un auténtico bebé. Reanimada por otro sorbo de Pinot, dejó a un lado la revista llena de avisos publicitarios Cookie, y subió las escaleras para ver qué estaba haciendo el pequeño terrorista de cuatro años.

Entró en el cuarto de Marcus y lo encontró boca abajo, acostado sobre la alfombra de los Rangers de Nueva York, al lado de la cama en forma de trineo y con el videojuego portátil junto a su mano extendida. Se veía extenuado. Por supuesto, pagaría el precio por la siesta tardía cuando el derviche no pudiera dormir de noche; pero entonces sería el turno de Mark.

Atravesó el corredor, intrigada y frunciendo el ceño al ver unos terrones oscuros sobre la alfombra, seguramente obra del diablillo de Marcus, y llegó a la puerta con la pequeña almohada de seda en forma de corazón que decía: ¡shhh-shhh! Angelito durmiendo, colgada del pomo con un lazo ornamentado. La abrió y se espantó al ver a una persona adulta sentada en la mecedora al lado de la cuna. Era una mujer, meciéndose con un pequeño bulto entre los brazos.

Estaba meciendo a Jacqueline. Sin embargo, todo parecía estar bien: la calidez silenciosa de la habitación, la suavidad de la luz difuminada y la alfombra mullida bajo sus pies.

–¿Quién…? – Patricia avanzó con timidez, y la mujer se dio la vuelta-. ¿Joan? ¿Joan… eres tú? – Patricia se acercó-. ¿Qué estás…? ¿Entraste por el garaje?

Joan -pues sí era ella- se levantó de la silla. La lámpara rosada estaba detrás de la mecedora, y Patricia pudo ver con claridad la extraña expresión en el rostro de su vecina, especialmente su boca, pues la tenía retorcida de un modo extraño. Olía mal, y Patricia pensó inmediatamente en su hermana y en el terrible día de Acción de Gracias del año anterior. ¿Sería que Joan también padecía crisis nerviosas?

¿Por qué estaba en su casa, sosteniendo a la pequeña Jacqueline en su regazo?

Joan estiró los brazos para entregarle a la niña. Patricia la meció e inmediatamente supo que algo iba mal. La inmovilidad de su hija iba más allá de la mera placidez del sueño infantil.

Patricia retiró con ansiedad la manta que cubría la cabeza de Jackie.

La niña tenía los labios abiertos. Sus pequeños ojos eran oscuros y miraban con fijeza. La manta estaba húmeda alrededor de su pequeño cuello. Patricia notó entonces que su mano estaba untada de sangre.

El grito que surgió en la garganta de la madre nunca llegó a su destino.

Ann-Marie estaba literalmente desesperada. Se encontraba en la cocina, murmurando plegarias y sosteniéndose del lavaplatos como si su casa fuera un bote atrapado en una tormenta marina. Rezaba sin descanso, pidiendo alivio y orientación; un destello de esperanza. Sabía que Ansel no era malo ni lo que parecía ser. Simplemente estaba muy enfermo. (Aunque había matado a los perros). Cualquiera que fuera su enfermedad, pasaría como una fiebre aguda y todo regresaría a la normalidad.

Miró el cobertizo cerrado en el patio oscuro. Todo parecía estar en calma.

Sus dudas volvieron a agobiarla cuando vio el informe noticioso sobre las víctimas del vuelo 753 que habían desaparecido de las morgues. Algo estaba sucediendo, algo terrible (él había matado a los perros), y su abrumadora sensación de pánico se vio mitigada únicamente por los frecuentes recorridos hasta los espejos y el fregadero, para tocarlos y lavarse, tratar de tranquilizarse y rezar.

¿Por qué Ansel permanecía enterrado durante el día? (El había matado a los perros). ¿Por qué la miraba con tanta ansiedad? (Sí, él los había matado). ¿Por qué no decía nada y sólo gruñía y aullaba (como los perros que había matado)?

La noche se había apoderado del cielo otra vez, justo lo que ella había temido durante todo el día.

¿Por qué él estaba tan quieto y silencioso?

Antes de poder pensar en lo que iba a hacer y de olvidarse de sus temores, Ann-Marie abrió la puerta y bajó por las escaleras del porche, sin mirar las tumbas de los perros en un rincón del patio, y sin perder la calma; ella tenía que ser fuerte ahora. Sólo un poco más de tiempo…

Las puertas del cobertizo estaban aseguradas con la cadena y el candado. Permaneció atenta al más mínimo sonido, apretando el puño contra su boca hasta que le dolieron los dientes.

¿Qué haría Ansel? ¿Le tiraría las puertas si ella intentaba entrar en el cobertizo? ¿Se obligaría a mirarla?

Sí, él lo haría.

Ann-Marie abrió el candado con la llave que colgaba de su cuello. Desanudó la gruesa cadena y retrocedió hasta donde sabía que él no podía alcanzarla.

Sintió un hedor insoportable, una fetidez sepulcral. La pestilencia era tal que empezó a llorar, pues provenía de Ansel, que estaba encerrado allí.

No vio nada y optó por escuchar, pues no se atrevía a entrar.

–¿Ansel? – dijo con un susurro. No recibió respuesta-. Ansel.

Escuchó un crujido, un movimiento en la tierra. ¿Por qué no había traído una linterna?

Estiró las manos para abrir un poco más la puerta; lo suficiente para que entraran los rayos de la luna.

Allí estaba él, acostado entre la tierra, de cara hacia las puertas, con los ojos hundidos, y tenso por el dolor. Ella concluyó que estaba agonizando. Su Ansel se estaba muriendo. Pensó de nuevo en Pap y Gertie, los perros que yacían bajo la tierra, los amados san bernardos que ella había querido más que a unas simples mascotas, los que él había matado, y cuyo lugar había tomado, sí, para salvar a Ann-Marie y a sus hijos.

Ella comprendió que él necesitaba lastimar a alguien para mantenerse con vida.

Ann-Marie tembló bajo la luz de la luna, observando a aquella criatura atormentada en la que se había convertido su esposo.

Ansel deseó que su esposa se rindiera ante él. Ella lo supo: podía sentirlo.

Ansel dejó escapar un bufido ronco que parecía salir de las profundidades de su estómago.

Ann-Marie lloró al cerrar las puertas del cobertizo. Se recostó contra las puertas, encerrándolo como un cadáver que no estuviera ni vivo ni muerto. Su fragilidad no le permitía abrir las puertas, y únicamente escuchó otro gemido en señal de protesta.

Estaba pasando la cadena por las manijas de las puertas cuando escuchó un paso en la gravilla detrás de ella. Se quedó petrificada, pensando que era el oficial de la policía que regresaba a importunarla. Escuchó otro paso y se dio la vuelta.

Era un hombre mayor, calvo, con una camisa de cuello rígido, chaqueta de punto y pantalones de pana. Era el vecino de enfrente, el mismo que había llamado a la policía: el señor Otish, el viudo. Era la clase de persona que barre las hojas hasta la calle para que el viento las lleve a tu jardín. Un hombre al que nunca veía y del cual no sabía nada a menos que ocurriera un problema que, según él, habían causado uno de ellos o sus hijos.

–Sus perros han encontrado formas cada vez más creativas para mantenerme despierto de noche -dijo el señor Otish.

Su presencia, como una aparición fantasmal después de una pesadilla, había desconcertado por completo a Ann-Marie. ¿Los perros?

Él se refería a los ruidos que Ansel hacía en la noche.

–Si uno de sus perros está enfermo, debería llevarlo al veterinario para que lo cure o lo duerma.

Ella estaba demasiado sorprendida como para responderle. Él estaba a la entrada de la casa y avanzó hasta el borde del patio trasero. Miró el cobertizo con desprecio.

Un quejido ronco salió del interior.

El señor Otish hizo una mueca en señal de disgusto.

–Tiene que hacer algo con esos perros; de lo contrario, volveré a llamar a la policía.

–¡No! – El miedo le hizo lanzar un grito antes de poder contenerlo.

Él sonrió, sorprendido por la preocupación de la mujer, y disfrutando del poder que tenía sobre ella.

–¿Qué es lo que planea hacer?

Ella abrió la boca pero no logró decir nada.

–Yo… Yo me encargaré… No sé cómo, pero me encargaré.

El miró el porche, ligeramente intrigado por la luz de la cocina.

–¿Podría hablar con el hombre de la casa? Preferiría hablar con él.

Ella negó con la cabeza.

Otro gruñido quejumbroso escapó del cobertizo.

–Pues bien, más le vale que haga algo con esos malditos animales, o tendré que hacerlo yo. Cualquiera que haya crecido en una granja le dirá que los perros son animales serviciales y es mejor no malcriarlos. Les conviene más el golpe de un látigo que la palmadita de una mano. Especialmente con una raza tan torpe como la san bernardo.

Esas palabras le recordaron algo. Él había dicho algo sobre sus perros…

El golpe de un látigo.

La única razón por la que habían instalado el poste con las cadenas en el cobertizo era porque Pap y Gertie se habían escapado algunas veces y no hacía mucho… Gertie, la consentida de los dos, había llegado a la casa con el lomo y las patas laceradas…

… como si alguien la hubiera azotado.

Ann-Marie, quien normalmente era tímida y reservada, dejó su miedo a un lado. Miró a ese hombre -a esa caricatura desagradable y arrugada de hombre- como si le hubieran quitado un velo de los ojos.

–Usted -dijo ella. Le tembló la barbilla, pero ya no de timidez sino de rabia-. Usted le hizo eso a Gertie. Usted la hirió…

Él parpadeó, pues no estaba acostumbrado a que lo desafiaran restregándole la culpabilidad en su cara.

–Sí, lo hice -dijo, recobrando su condescendencia habitual-. Él se lo tenía bien merecido.

Ann-Marie sintió un estallido de rabia. Se le había rebosado la copa; tener que enviar a sus hijos fuera de casa… enterrar a Pap y a Gertie… la degradación de Ansel…

Ella -dijo Ann-Marie.

–¿Qué?

Ella: Gertie es una hembra.

Se escuchó otro gruñido trémulo en el interior del cobertizo.

Era la necesidad apremiante de Ansel, su ansia…

Ella retrocedió temblorosa. Se sintió intimidada, no por él, sino por aquella sensación de rabia desconocida.

–¿Quiere verla con sus propios ojos? – se oyó diciendo a ella misma.

–¿Qué fue eso?

El cobertizo se estremeció como si hubiera una bestia dentro.

–Vaya entonces. ¿Quiere tratar de aplacarlos? Entre y vea qué puede hacer.

Él la miró indignado. Esa mujer lo estaba desafiando.

–¿Me lo dice en serio?

–¿Quiere solucionar las cosas? ¿Quiere paz y tranquilidad? ¡Pues yo también!

Se limpió la saliva que tenía en los labios y agitó el dedo frente a él.

¡Pues yo también!

El señor Otish la miró fijamente.

–Creo que los vecinos tienen razón -dijo-. Usted está loca.

Ella le lanzó una sonrisa demencial en señal de asentimiento y él se dirigió hacia uno de los árboles del patio. Haló un lazo delgado, le dio vuelta y lo zarandeó hasta retirarlo. Lo agitó en el aire para escuchar el sonido siseante y se dirigió satisfecho hacia las puertas del cobertizo.

–Quiero que sepa -dijo- que hago esto más por su beneficio que por el mío.

Ann-Marie tembló mientras lo veía deslizar la cadena por las manijas de las puertas, las cuales comenzaron a abrirse; el señor Otish estaba muy cerca del poste.

–¿Dónde están esas bestias? – preguntó.

Ann-Marie escuchó el gruñido inhumano y la cadena sonando como si fueran monedas cayendo al piso. Las puertas se abrieron de par en par, el señor Otish dio un paso al frente, y su grito de terror fue sofocado en un instante. Ella corrió y se recostó contra las puertas del cobertizo, apresurándose a cerrarlas mientras su vecino forcejeaba inútilmente para abrirlas. Pasó la cadena por las manijas, cerró el candado… y corrió a su casa, lejos del cobertizo y de la monstruosidad que acababa de cometer.

Mark Blessige estaba en el vestíbulo de su casa con su Black-Berry en la mano, sin saber qué hacer; no había recibido ningún mensaje de su esposa. Ella había dejado el teléfono en su bolso Burberry, su camioneta Volvo estaba a la entrada, y la bañera del bebé estaba en el cuarto de la ropa sucia. No había dejado ninguna nota en la cocina; sólo una copa de vino medio vacía, abandonada sobre el mostrador. Patricia, Marcus y Jacque-line habían desaparecido.

Buscó en el garaje; los coches infantiles y los autos de juguete estaban en su lugar. Miró el tablón de corcho del corredor, pero no había ninguna nota. ¿Sería que ella se había enojado con él por llegar tarde otra vez, y había decidido castigarlo de una manera pasiva-agresiva? Encendió la televisión para hacer tiempo y comprendió que su ansiedad no era infundada. En dos ocasiones tomó el teléfono para llamar a la policía, pero no creyó que pudiera sobrevivir al escándalo de una patrulla llegando a su casa. Salió a la puerta de la entrada y se sentó en las escaleras de ladrillo que daban al césped y al jardín de flores exuberantes. Miró a ambos lados de la calle, preguntándose si su esposa e hijos habrían ido donde algún vecino, y notó que casi todas las casas estaban a oscuras. El resplandor amarillo de las lámparas art-déco sobre los lustrosos aparadores estaba ausente. Tampoco había monitores de computador ni pantallas de televisores de plasma titilando con su halo hipnótico.

Miró la casa de los Luss al otro lado de la calle, con su fachada patricia y elegante, y sus ladrillos blancos y envejecidos. Tampoco parecía haber nadie allí. ¿Se trataba de algún desastre inminente? ¿Habrían emitido una orden de evacuación antes de que él llegara?

Entonces vio a alguien salir de los arbustos frondosos que formaban una cerca ornamental entre su casa y la de los Luss. Era una mujer, y tenía un aspecto desaliñado bajo la sombra irregular de las hojas de los robles. Parecía mecer en sus brazos a un niño de cinco o seis años. La mujer cruzó la entrada, la camioneta Lexus SUV de los Luss la ocultó momentáneamente, y entró por la puerta lateral que había a un lado del garaje. Giró la cabeza antes de entrar y vio a Mark a la entrada de su casa. No lo saludó ni le hizo un gesto de reconocimiento, pero su mirada -aunque fugaz- fue como si a él le hubieran descargado un bloque de hielo en el pecho.

Comprendió que no era Joan Luss, pero podría tratarse de su empleada.

Esperó infructuosamente que una luz se encendiera en la casa. Lo que acababa de ver era algo completamente extraño, pero a excepción de esto, no había visto a nadie más en el vecindario. Entonces cruzó la calle con las manos en los bolsillos, avanzó en línea recta desde la entrada para no pisar el césped, y llegó a la puerta lateral de la casa de los Luss.

La puerta exterior estaba cerrada, pero la interior permanecía abierta. En vez de tocar el timbre golpeó el cristal de la puerta, entró y dijo:

–¿Hola? – Cruzó la cocina y encendió la luz-. ¿Joan? ¿Roger?

El piso estaba salpicado con huellas sucias de pies descalzos. Algunos de los armarios y bordes del mostrador tenían huellas de manos manchadas de tierra. Unas peras se estaban pudriendo en un cesto de alambre de la cocina.

–¿Hay alguien en casa?

Concluyó que Joan y Roger habían salido, pero quiso hablar de todos modos con la empleada. Ella no le diría que los Blessige nunca sabían dónde estaban sus hijos, o que Mark no podía controlar a su esposa alcohólica. Y si él estaba equivocado y Joanie estaba allí, entonces él le preguntaría a Joan por su familia como si llevara una raqueta de tenis en la mano. «¿ Cómo haces para mantenerte al tanto de tus hijos si siempre están tan ocupados?». Y si alguien le decía algo sobre su carnada caprichosa, él respondería mencionando el caso de la horda de campesinos descalzos que habían irrumpido en la cocina de los Luss.

–Soy yo, Mark Blessige, el vecino de enfrente. ¿Hay alguien en casa?

No iba allí desde mayo, cuando asistieron a la fiesta de cumpleaños del niño. Sus padres le habían comprado uno de esos coches eléctricos de carreras, pero como no tenía remolque -aparentemente, el niño estaba obsesionado con los remolques- él lo chocó contra la mesa donde estaba el pastel de cumpleaños, poco después de que el empleado disfrazado de Bob Esponja hubiera servido los jugos sobre ella. «Bien», había dicho Roger, «al menos sabe lo que le gusta». Todos esbozaron una sonrisa forzada y bebieron su jugo.

Mark llegó a la sala de estar y contempló su casa desde las ventanas de la fachada. Disfrutó de la vista durante un momento, pues no siempre podía ver su casa desde el ángulo de una ventana vecina. Definitivamente, su casa era linda, aunque ese mexicano estúpido había vuelto a cortar disparejos los setos del costado occidental.

En las escaleras del sótano también había pisadas. Más de una; eran muchas.

–¿Hola? – dijo, intrigado por el origen de esa profusión de pies descalzos-. Hola, soy Mark Blessige, el vecino de enfrente. – Ninguna voz le respondió-. Siento haber entrado así, pero me estaba preguntando… -Empujó la puerta de vaivén y se detuvo. Unas diez personas lo estaban mirando. Dos de ellas eran niños que salieron de detrás de la isla de la cocina, pero no eran sus hijos. Reconoció a algunas de estas personas; vivían en Bronxville, y los había visto en Starbucks, en la estación del tren o en el club. Una de ellas, Carole, era la mamá de un amigo de Marcus. Otro era un empleado del UPS, vestido con el tradicional uniforme de camisa caqui y pantalones cortos del mismo color. Era un grupo bastante disímil para estar congregado allí. No había ningún integrante de la familia Luss ni de la Blessige. – Disculpen. ¿Interrumpo algo…? Entonces comenzó a verlos realmente, su complexión y la expresión de sus ojos mientras lo miraban en silencio. Nunca lo habían mirado así. Sintió que sus cuerpos emitían un calor que contrastaba con la expresión helada y siniestra de sus rostros.

Atrás estaba la empleada, completamente enrojecida, sus ojos al rojo vivo y una mancha del mismo color en la blusa. Tenía el pelo greñudo y lleno de barro. Su piel y su ropa no estarían tan sucias si hubiera dormido en la misma tierra.

Mark se retiró el mechón de pelo de los ojos. Sintió que sus hombros tocaban la puerta de vaivén y se dio cuenta de que estaba retrocediendo. Las personas venían hacia él, a excepción de la empleada, quien se quedó observando. Uno de los niños, un chico inquieto y con las cejas recortadas, se paró sobre un cajón abierto y se subió a la isla de la cocina. Tomó impulso y se abalanzó sobre Mark Blessige, quien no tuvo otra opción que forcejear con sus brazos. El niño abrió la boca, agarró a Mark por la espalda y sacó su pequeño aguijón. Era como la cola de un escorpión, enrollada antes de estirarse y penetrar en la garganta de Mark. Desgarró la piel y el músculo para posarse en su arteria carótida, y el dolor fue como si le hubieran enterrado un pincho caliente.

Trastabilló contra la puerta y cayó al suelo; el niño seguía aferrado a él y a su garganta, sentado sobre su pecho. Comenzó a succionar y a dejarlo seco.

Mark intentó hablar, gritar, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Se quedó paralizado. Algo cambió o fue interrumpido en su interior, y no pudo emitir ningún sonido.

El niño presionó el pecho contra el suyo, y Mark sintió el latido de su corazón, o de algo, con toda nitidez. A medida que la sangre manaba de su cuerpo, Mark sintió que el ritmo cardiaco del niño se aceleraba y se hacía más fuerte: tump-tump-tump, alcanzando un paroxismo frenético cercano al placer sexual. El aguijón del niño se inflamó mientras se alimentaba, y la parte blanca de sus ojos se hizo carmesí mientras miraba a su presa. El niño pasó sus dedos huesudos y retorcidos por el cabello de Mark, presionándolo con fuerza…

Los demás entraron por la puerta, se abalanzaron sobre él y le desgarraron la ropa. Los aguijones atravesaron su piel, y Mark sintió un cambio en la presión de su cuerpo; no era una descompresión, sino una compresión. Un vacío, como el de una caja de jugo consumido.

Y al mismo tiempo, un olor lo envolvió, invadiendo su nariz y sus ojos como una nube de amoniaco. Sintió una erupción húmeda y cálida sobre su pecho, como sopa recién preparada, y al agarrar con sus manos al pequeño demonio, sintió otro rastro de humedad. El niño se había ensuciado, defecando sobre Mark mientras se alimentaba, aunque la excreción se asemejaba más a un compuesto químico que a heces humanas.

El dolor fue insoportable y corpóreo, penetrando en todas partes, en las puntas de los dedos, en el pecho, en el cerebro. La presión se desvaneció de su garganta y Mark permaneció allí como una estrella blanca y reluciente de dolor fulgurante.

Neeva entreabrió un poco la puerta del cuarto para ver si los niños ya se habían dormido. Keene y Audrey Luss estaban acostados en sacos de dormir al lado de la cama de su nieta Narushta. Los niños Luss se comportaban bien la mayoría del tiempo; después de todo, Neeva había sido su única niñera desde que Keene tenía apenas cuatro meses, pero los dos habían llorado esa noche. Extrañaban sus camas y querían saber cuándo los llevaría Neeva de regreso a casa. Su hija Sebastiane le reclamaba constantemente que la policía no tardaría en golpear a su puerta, pero esto no le preocupaba a su madre en lo más mínimo.

Sebastiane había nacido en los Estados Unidos, y después de completar sus estudios, se le quedó grabada una cierta arrogancia americana. Neeva la llevaba cada año a Haití, pero ella sentía que no era su hogar; rechazaba el país y sus antiguas tradiciones. Renegaba de las antiguas enseñanzas porque sus nuevos conocimientos le parecían más modernos y sofisticados. Pero que Sebastiane creyera que su madre era una tonta supersticiosa iba más allá de lo que Neeva estaba dispuesta a soportar. Especialmente después de haber hecho lo que hizo, al rescatar a esos dos niños malcriados aunque potencialmente redimibles, poniendo en riesgo a los miembros de su propia familia.

Aunque había crecido en el seno de la religión católica, el abuelo materno de Neeva era vodou y bokor de su aldea, una especie de houngan o sacerdote -algunos los llaman brujos- practicante de magia, tanto de la negra como de la blanca. Aunque se decía que tenía un gran ashe (mucho poder espiritual) y se dedicaba a curar zombis astrales, es decir, a encerrar un espíritu en un fetiche (un objeto inanimado), nunca intentó el arte más oscuro: el de reanimar a un cadáver y levantar a un zombi de un cuerpo muerto cuya alma ya había partido. No lo hizo porque decía que respetaba mucho la magia negra, y que cruzar ese límite infernal era una afrenta directa a la loa, a los espíritus de la religión vudú, los cuales son semejantes a los santos o ángeles que actúan como intermediarios entre el hombre y el Creador impasible. Pero él había participado en ceremonias que eran una especie de exorcismo ancestral, enmendando los errores de otros houngan caprichosos. Neeva lo había acompañado a los rituales y había visto el rostro de los muertos vivientes.

Joan se había encerrado en su cuarto aquella noche -una habitación tan lujosa como la de cualquiera de las suites de los hoteles que Neeva había limpiado en Manhattan, recién llegada a América-, y Neeva entró para mirarla una vez que dejó de escuchar sus quejidos. Los ojos de Joan parecían apagados y distantes, su corazón acelerado y las sábanas empapadas de un sudor pestilente. La almohada estaba manchada con una sangre blancuzca y espesa. Neeva había cuidado a personas enfermas y agonizantes, y después de ver a Joan Luss supo que su empleadora no se estaba hundiendo simplemente en la enfermedad, sino en la maldad. Fue entonces cuando se llevó a los niños.

Neeva volvió a echar un vistazo por la ventana. Vivía en el primer piso de una casa multifamiliar y sólo podía ver la calle y las casas de los vecinos a través de los barrotes de hierro. Las rejas eran efectivas contra los ladrones, pero aparte de eso, Neeva no estaba muy convencida de su utilidad. Esa tarde había salido de la casa y las había halado con fuerza para comprobar su resistencia. Como medida de precaución adicional -y a escondidas de Sebastiane, no fuera a ser que le diera un sermón-, Neeva aseguró los marcos contra los alféizares con clavos, y tapó la ventana del cuarto de los niños con un estante de libros. También -y sin decírselo a nadie- untó cada uno de los barrotes con ajo. Ella tenía una botella pequeña con agua bendita consagrada por el sacerdote de su parroquia, aunque recordó que su crucifijo había sido ineficaz en el sótano de los Luss.

Abrió todas las persianas y encendió cada una de las luces con nerviosismo, pero también con aplomo. Se sentó en su silla y estiró los pies. No se quitó los zapatos negros de suela gruesa que utilizaba en su casa por si tenía que correr, a fin de estar preparada para vigilar otra noche. Encendió la televisión a bajo volumen, simplemente a manera de compañía.

Estaba más molesta por la condescendencia de su hija de lo que realmente debería. A los inmigrantes les preocupa que sus hijos acepten su cultura adoptiva a expensas de su patrimonio cultural. Pero el temor de Neeva era mucho más específico: le asustaba que la excesiva confianza de su hija derivada de la aculturación terminara por hacerle daño. Para Sebastiane, la oscuridad de la noche era simplemente una molestia, una deficiencia de luz que desaparecía tan pronto como encendía un interruptor. La noche era para ella tiempo de relajarse y jugar, y de dedicarse al ocio, de soltarse el pelo y bajar la guardia. Para Neeva, la electricidad era poco más que un talismán contra la oscuridad. La noche es real. La noche no es una ausencia de luz; realmente, el día es una tregua de la oscuridad imponente…

El débil sonido de un rasguño la despertó sobresaltada. Tenía el mentón contra el pecho y vio que en la televisión estaban pasando un programa de televentas sobre una mopa que hacía también las veces de aspiradora. Neeva escuchó con atención; era un clic, proveniente de la puerta de la casa. Inicial-mente pensó que se trataba de Emile -su sobrino conducía un taxi de noche- pero él habría tocado el timbre en caso de haber olvidado las llaves.

Alguien estaba afuera, pero no tocó el timbre ni la puerta.

Neeva se puso en pie tan rápido como pudo. Atravesó el corredor y se detuvo frente a la puerta para escuchar. Sólo una lámina de madera la separaba de quien -o de lo que- estaba afuera.

Sintió una presencia. Imaginó que sentiría calor si tocaba la puerta, aunque no lo hizo.

La puerta de su casa era simple, sin ventana y sin antepuerta de malla metálica. Sólo tenía un antiguo buzón del correo en la parte inferior.

La bisagra del buzón chirrió y la tapa se movió. Neeva retrocedió asustada y se apresuró al baño. Abrió la canasta de los juguetes y sacó la pistola de agua de su nieto. Abrió la botella de agua bendita y la echó por la pequeña ranura, derramándola casi toda mientras intentaba llenar el tanque de la pistola de plástico.

Se dirigió hacia la puerta con el juguete. No escuchó ningún ruido pero sintió la presencia. Se arrodilló con dificultad sobre su rodilla hinchada, y su media se enredó en una astilla del piso de madera. Estaba lo suficientemente cerca para sentir el susurro del aire nocturno contra la tapa de cobre y ver el movimiento de la sombra.

La pistola tenía un cañón grande y largo. Neeva se acordó de halar el mecanismo de bombeo para mejorar la presión y levantó la tapa del buzón con el cañón. La bisagra emitió un chirrido quejumbroso; ella introdujo la pistola y hundió el gatillo.

Apuntó hacia arriba y hacia abajo, de lado a lado, y lanzó agua bendita en todas las direcciones. Imaginó que Joan Luss se quemaba y que el agua atravesaba su cuerpo como si fuera la espada dorada de Jesús, pero no escuchó ningún gemido.

Una mano entró por la ranura y agarró la pistola con la intención de arrebatársela. Neeva la haló y pudo verle los dedos: estaban tan sucios como los de un sepulturero. Tenía las uñas rojas, como teñidas de sangre. El agua bendita resbaló por la piel, limpiándole un poco la mugre, pero sin quemarla ni producir vapor.

No produjo ningún efecto.

La mano haló el cañón con fuerza y la pistola se atascó en el buzón. Neeva comprendió que la mano trataba de agarrarla a ella y soltó la pistola. La mano se movió hasta que el juguete de plástico rechinó y expulsó el último chorro de agua. Neeva se alejó del buzón apoyándose en las caderas y en las manos, mientras la presencia comenzó a golpear la chapa. Las bisagras se estremecieron y la pared tembló. Un cuadro se desprendió del clavo y el vidrio del marco se hizo añicos. Neeva se dirigió al otro extremo del pequeño corredor y se golpeó con el paragüero donde también había un bate de béisbol. Neeva agarró firmemente la empuñadura de cinta negra y aguardó sentada en el piso. La vieja puerta que ella odiaba porque se dilataba en el verano y se adhería al marco era lo suficientemente sólida para soportar los golpes, como también lo eran el pasador y el pomo de hierro. La presencia que había al otro lado de la puerta se silenció. Seguramente ya se había marchado.

Neeva miró el charco con las lágrimas de Cristo en el suelo. Cuando el poder de Jesús te falla, entonces sabes que realmente la suerte te ha abandonado.

Lo único que podía hacer era esperar a que amaneciera.

–¿Neeva?

Keene tenía una camiseta y unos pantalones de deporte. Ella se movió más rápido de lo que creía ser capaz, tapándole la boca al niño y arrastrándolo hasta el rincón. Permaneció allí, recostada contra la pared y con el niño envuelto en sus brazos.

¿La presencia habría oído la voz del niño?

Neeva intentó escuchar. El niño forcejeó para desprenderse y poder hablar.

–Silencio, niño.

Entonces lo escuchó; era el chirrido otra vez. Agarró al niño con más fuerza y se inclinó hacia un lado para mirar la puerta.

Un dedo sucio abrió la tapa del buzón. Neeva se refugió de nuevo en el rincón, no sin antes ver un par de ojos rojos y centelleantes escudriñando el interior de la casa.

Rudy Wain, el mánager de Gabriel Bolívar, tomó un taxi para regresar a su casa localizada en la calle Hudson, después de cenar con algunos funcionarios de BMG en el restaurante Mr. Chow. No había podido hablar con Gabe por teléfono, pero ya habían comenzado a circular rumores sobre su salud después de lo del vuelo 753, y de la foto en silla de ruedas que le había tomado un paparazzi. Rudy tenía que verlo personalmente. Se detuvo frente a la puerta en la calle Vestry y no vio ningún paparazzi, sólo algunos fans góticos que parecían drogados, fumando en la acera.

Se levantaron casi con aprehensión cuando Rudy se acercó a la puerta.

–¿Qué ha pasado? – les preguntó Rudy.

–Supimos que está dejando entrar a gente.

Rudy miró hacia arriba pero no vio ninguna luz en la casa, ni siquiera en el ático.

–Parece que la fiesta terminó.

–No hay ninguna fiesta -dijo un chico rechoncho con bandas elásticas de colores que colgaban de un gancho en su mejilla-. También dejó entrar a un paparazzi.

Rudy se encogió de hombros, marcó su clave personal, entró y cerró la puerta. Al menos Gabe se estaba sintiendo mejor. Rudy pasó al lado de las panteras de mármol y llegó al vestíbulo en penumbra. Las luces estaban apagadas y los interruptores desconectados. Rudy pensó un momento, sacó su BlackBerry y cambió la pantalla a encendido permanente. Alumbró con la luz azul del aparato y notó que al lado del ángel alado había una gran cantidad de sofisticadas cámaras digitales de fotografía y de vídeo, las armas preferidas por los paparazzi. Estaban apiladas allí como zapatos al lado de una piscina.

–¿Hola?

Su voz se oyó apagada en los pisos aún sin terminar. Rudy se dirigió a las escaleras de mármol valiéndose de la luz azul de su BlackBerry. Necesitaba motivar a Gabe para el show que iba a dar en Roseland, y definir también algunas presentaciones para las fechas cercanas al Día de Brujas.

Llegó a la planta superior, donde estaba la habitación de Bolívar, pero todas las luces estaban apagadas.

–Oye, Gabe. Soy yo, chico. No me dejes tropezar contra algo.

Había mucha quietud. Se dirigió a la alcoba principal; la inspeccionó con la luz de su aparato, notó que la cama estaba sin hacer pero no vio a Gabriel. Seguramente había salido a una de esas fiestas que se prolongaban hasta el amanecer, como era usual en él. Gabe no estaba allí.

Fue a orinar al baño principal. Vio un frasco abierto de Vico-din y una copa que olía a licor. Lo pensó un momento, tomó dos Vikes, enjuagó la copa y se tomó las pastillas con agua del grifo.

Estaba dejando la copa en el mostrador cuando percibió un movimiento detrás de él. Se dio la vuelta con rapidez; Gabriel caminaba en la oscuridad hacia el baño. Las paredes cubiertas de espejos lo multiplicaban por decenas.

–¡Cielos, Gabe! Me has asustado -dijo Rudy. Gabriel lo miró en silencio y Rudy dejó de sonreír. La luz azul de la BlackBerry era indirecta y tenue, pero la piel de Gabriel se veía oscura, y sus ojos rojos. Llevaba una bata negra y delgada que le llegaba a las rodillas, y estaba sin camisa. Tenía los brazos rígidos y no le ofreció a su mánager ningún gesto de saludo-. ¿Qué te pasa? – Sus manos y su pecho estaban sucios-. ¿Dormiste en una caja de carbón?

Gabriel permaneció allí, repetido hasta el infinito por el efecto de los espejos.

–Realmente apestas -dijo Rudy, tapándose la nariz-. ¿En qué diablos te has metido? – Rudy percibió el extraño calor que emanaba de Gabriel. Acercó el teléfono para iluminarlo, pero sus ojos no reaccionaron a la luz-. Oye, creo que te maquillaste demasiado.

Las pastillas comenzaron a hacerle efecto. El cuarto, con las paredes de espejos, se expandió como en una alucinación. Rudy movió el interruptor de la luz, y el baño se iluminó.

–Oye -dijo Rudy, preocupado por la pasividad de Gabriel-. Puedo regresar después si estás en un viaje de ácido.

Intentó pasar por el lado izquierdo de Gabriel, pero el cantante no se movió. Lo intentó de nuevo, y Bolívar no lo dejó salir. Rudy retrocedió, iluminando a su cliente con su aparato.

–Oye, Gabe, ¿qué diablos…?

Bolívar se abrió la bata, extendió sus brazos como un par de alas, y la prenda cayó al piso.

Rudy jadeó. Gabriel tenía el cuerpo gris y enjuto, pero lo que realmente lo dejó perplejo fue el pubis del cantante.

No tenía vello, era terso como el de una muñeca, y sin órganos genitales.

Gabriel le tapó la boca con fuerza. El mánager comenzó a forcejear, pero ya era muy tarde. Rudy lo vio reírse, pero la risa se desvaneció y algo semejante a un látigo se agitó en su boca. La luz trémula del teléfono -mientras buscaba frenéticamente los números 9, 1 y 1- le permitió ver el aguijón que salía de su boca. Unos apéndices poco definidos se inflaban y desinflaban a los lados, como bolsas de carne esponjosa, flanqueados por ventosas que se abrían y cerraban.

Rudy vio todo esto un instante antes de que el aguijón se clavara en su cuello. El teléfono cayó al piso del baño, detrás de sus pies estremecidos, sin que él alcanzara a hundir la tecla MARCAR.

Jeanie Millsome, una niña de nueve años, no se sentía cansada mientras regresaba a casa con su mamá. Haber visto La Sire-nita en Broadway había sido una experiencia tan maravillosa que nunca había creído estar tan despierta en su vida. Ya sabía realmente qué quería hacer cuando fuera mayor. Ya no pensaba ser instructora de ballet (pues Cindy Veeley se había fracturado dos dedos mientras daba un salto), ni gimnasta olímpica (el potro de gimnasia la asustaba). Iba a ser (que suenen los tambores, por favor…) una ¡actriz de Broadway! Se teñiría el pelo de rojo y actuaría en La Sirenita representando el papel protagonista de Ariel, y al final se despediría del público con una venia profunda, y después de los atronadores aplausos hablaría con sus jóvenes admiradores, les estamparía su autógrafo en los programas, y sonreiría mientras se tomaban fotos con ella con sus teléfonos móviles. Y entonces, en una noche muy especial, ella escogería a la niña de nueve años más amable y sincera que hubiera entre el público, y la invitaría para que fuera su suplente y su Mejor Amiga Para Siempre. Su madre sería su estilista, y su padre -que permanecía en casa con Justin- sería su mánager, al igual que el papá de Hannah Montana. Y Justin…, bueno, Justin podía permanecer en casa a sus anchas.

Estaba sentada con el mentón sobre la mano, dada la vuelta en la silla del vagón del metro que se deslizaba debajo de la ciudad en dirección sur. Se vio reflejada en la ventana y percibió el resplandor del vagón detrás de ella; las luces titilaban algunas veces, y durante una de esas intermitencias se quedó mirando el espacio abierto que había en la interconexión entre dos túneles. Luego vio algo. No era más que una imagen fugaz y subliminal, como un fotograma perturbador insertado en la cinta de una película aburrida. Todo sucedió tan rápido que su mente consciente no tuvo tiempo de procesar esa imagen que no comprendió. Ni siquiera pudo decir por qué estalló en lágrimas, despertando a su madre, que estaba hermosa con su abrigo y su elegante vestido, y quien la consoló mientras le preguntaba por la causa de su llanto. Jeanie sólo atinó a señalar la ventana. Permaneció apretujada contra el brazo de su madre durante el resto del trayecto.

Sin embargo, el Amo la había visto. El Amo lo veía todo, especialmente cuando se alimentaba. Su visión nocturna era extraordinaria y casi telescópica, con una percepción muy aguda a todas las tonalidades de grises, y registraba las fuentes de calor con un blanco espectral y resplandeciente.

Acababa de terminar, aunque no estaba saciado -nunca lo estaba-, y dejó que su presa se desplomara, soltándola con sus manos enormes en la gravilla, al lado de las traviesas de la vía férrea. Los túneles soplaban vientos que le agitaban la capa, y los trenes aullaban en la distancia, el hierro chocando contra el acero como el grito de un mundo que hubiera advertido súbitamente su regreso.

LA EXPOSICIÓN

Sede de Canary, Undécima Avenida con

calle 27

La tercera mañana después del aterrizaje del vuelo 753, Eph llevó a Setrakian a la sede del proyecto Canary del CDC, localizada en el extremo oeste de Chelsea, a una manzana del río Hudson. Antes de que Eph comenzara este proyecto, la oficina de tres niveles había sido la sede local del Programa de Monitorización Médica de Trabajadores y Voluntarios del World Trade Center, liderado por el CDC, el cual investigaba la relación que había entre las tareas de rescate del 11-S y las constantes afecciones respiratorias.

Eph se sobresaltó cuando llegaron a la Undécima Avenida. Dos patrullas de la policía y un par de automóviles con placas oficiales estaban estacionados afuera. El director Barnes finalmente se había salido con la suya, y ellos recibirían la ayuda que tanto necesitaban. Era imposible que Eph, Nora y Setrakian pudieran entablar solos semejante batalla.

La puerta del tercer piso estaba abierta, y Barnes conversaba con un hombre sin uniforme que se identificó como un agente especial del FBI.

–Everett -dijo Eph, aliviado al saber que su jefe había participado personalmente en la gestión de los trámites gubernamentales-. Has llegado en el momento indicado. Era a usted a quien quería ver aquí. – Eph fue directo al pequeño refrigerador que estaba cerca de la puerta. Los tubos de ensayo se sacudieron cuando sacó la botella de leche. Retiró la tapa y bebió con avidez. Necesitaba el calcio del mismo modo en que anteriormente necesitaba el licor. Y comprendió que los seres humanos sustituyen una dependencia por otra. Por ejemplo, la semana anterior Eph había dependido por completo de las leyes de la ciencia y la naturaleza, pero ahora había encontrado el antídoto en unas espadas de plata y en los destellos de la luz ultravioleta.

Apartó la botella de sus labios y comprendió que acababa de saciar su sed a expensas de otro mamífero.

–¿Quién es él? – preguntó el director Barnes.

–Es el profesor Abraham Setrakian -dijo Eph, limpiándose la leche del labio superior. El anciano tenía el sombrero en la mano, y su cabello de alabastro se hacía más notorio bajo las luces del techo-. Han pasado tantas cosas, Everett -dijo Eph, bebiendo el resto del contenido de la botella para mitigar el ardor de su estómago-, que no sé por dónde empezar.

–¿Por qué no comenzamos por los cuerpos que han desaparecido de las morgues? – sugirió Barnes.

Eph retiró la botella de su boca. Uno de los policías se había acercado a la puerta que estaba detrás de él. Otro agente del FBI estaba sentado frente al computador portátil de Eph y parecía examinar sus archivos.

–Oiga -le dijo Eph.

–Ephraim, ¿qué sabes de los cadáveres desaparecidos? – preguntó Barnes.

Eph se quedó un momento estudiando la expresión del director del CDC. Miró a Setrakian, pero el anciano permaneció impasible, sosteniendo el sombrero con sus manos deformes.

Eph miró a su jefe.

–Regresaron a sus casas.

–¿A sus casas? – exclamó Barnes, sacudiendo la cabeza como para oír mejor-. ¿Quieres decir que se han ido al cielo?

–No, Everett. Regresaron al lado de sus familiares.

Barnes miró al agente del FBI que tenía los ojos clavados en Eph.

–Están muertos -señaló Barnes.

–No lo están. Al menos no de la forma en que lo entendemos.

–Sólo hay una forma de estar muerto, Ephraim.

Eph negó con la cabeza.

–Ya no.

–Ephraim. – Barnes dio un paso adelante-. Sé que has estado muy estresado últimamente. Sé que has tenido problemas familiares…

–Un momento. No creo entender qué diablos está pasando aquí -señaló Eph.

–Doctor, se trata de su paciente -intervino el agente del FBI-. El capitán Doyle Redfern, uno de los pilotos del vuelo 753 de Regis Air. Queremos hacerle algunas preguntas sobre él.

Eph ocultó su temor.

–Traiga una orden judicial y con mucho gusto responderé a sus preguntas.

–Tal vez quisiera explicarnos esto.

El agente sacó un lector de vídeo portátil del escritorio y hundió la tecla Play.

Se veía el cuarto de un hospital en una imagen tomada por una cámara de seguridad. La cámara mostraba a Redfern desde atrás, tambaleándose con el camisón abierto en la espalda. Parecía estar herido y confundido, y no mostraba la menor señal de ser un predador violento. El ángulo de la cámara no permitía ver el aguijón que salía de su boca.

Sin embargo, mostraba a Eph sosteniendo el trépano y cercenándole la garganta a Redfern con la cuchilla circular.

Había un corte en la grabación, y después aparecía Nora en el fondo, tapándose la boca mientras Eph estaba junto a la puerta, con Redfern derrumbado en el piso.

Luego apareció otra secuencia, captada por una cámara en un ángulo más amplio y a una altura mayor que la primera.

Mostraba a dos personas, un hombre y una mujer, irrumpiendo en la morgue donde estaba el cadáver de Redfern, y después salían cargando una bolsa pesada.

Las dos personas se parecían mucho a Eph y a Nora.

El agente detuvo la grabación. Eph miró a Nora, quien estaba conmocionada, y luego al agente del FBI y a Barnes.

–Eso fue… esto fue editado con mala intención. Tiene un corte. Redfern había…

–¿Dónde están los restos del capitán Redfern?

Eph no podía pensar. No podía apartar su mente del fraude que acababa de ver.

–No éramos nosotros. La cámara estaba muy alta como para…

–¿Está diciendo que no eran la doctora Martínez y usted?

Eph miró a Nora, quien hizo un gesto negativo. Ambos estaban demasiado perplejos como para esgrimir una defensa coherente.

–Déjame preguntarte una vez más, Ephraim -dijo Barnes-. ¿Dónde están los cadáveres que han desaparecido de las morgues?

Eph miró a Setrakian, quien estaba cerca de la puerta. Después miró a Barnes. No se le ocurrió nada que decir.

–Ephraim, a partir de este momento cerraré el proyecto Canary.

–¿Qué? – exclamó Eph, reponiéndose de inmediato-. Espere, Everett…

Eph se acercó a Barnes con aprehensión. Los policías se le interpusieron como si se tratara de un criminal peligroso, y Eph se detuvo completamente desconcertado.

–Doctor Goodweather, tiene que acompañarnos -dijo el agente del FBI.

–Ustedes… ¡Un momento!

Eph se dio la vuelta pero Setrakian ya no estaba en la puerta.

El agente envió a dos policías para detenerlo.

Eph miró a Barnes.

–Everett, usted me conoce; sabe quién soy. Escuche lo que voy a decirle. Hay una peste que se está propagando por toda la ciudad; es una plaga como nunca antes se había visto.

–Doctor Goodweather -interrumpió el agente del FBI-, queremos saber qué le inyectó a Jim Kent.

–¿Qué le… qué?

–Ephraim -dijo Barnes-, llegué a un acuerdo con ellos. Dejarán libre a Nora si aceptas cooperar. Le evitaremos el escándalo del arresto y conservaremos su reputación profesional. Sé que vosotros dos… sois cercanos.

–¿Y en qué se basa para sostenerlo? – Eph miró a sus acusadores, pasando de la sorpresa a la rabia-. Esto es un maldito engaño, Everett.

–Ephraim, apareces en un vídeo atacando y asesinando a un paciente. Has estado presentando unas pruebas de laboratorio con resultados fantásticos que no pueden explicarse bajo ningún parámetro racional, que son infundados y probablemente manipulados.

Eph miró a Nora; quedaría en libertad y tal vez pudiera seguir luchando.

Barnes tenía razón; él no tenía ninguna opción en ese cuarto lleno de representantes de la ley, al menos no en ese momento.

–No dejes que esto te detenga -le dijo a Nora-. Tal vez seas la única que pueda llegar a saber lo que realmente está sucediendo.

Nora negó con la cabeza y se dirigió a Barnes.

–Señor, esto es una conspiración, independientemente de que usted forme parte de ella conscientemente o no…

–Por favor, doctora Martínez -respondió Barnes-. No quede en ridículo una vez más.

El otro agente empacó los computadores portátiles de Eph y Nora, y les pidió que lo acompañaran a las escaleras del edificio.

Se encontraron en el corredor del segundo piso con los dos policías que habían ido tras Setrakian. Estaban lado a lado, casi de espaldas el uno contra el otro, y esposados.

Setrakian apareció detrás del grupo blandiendo su espada. La puso en el cuello del agente principal del FBI. Tenía una daga pequeña en la otra mano, también de plata, y la mantuvo cerca de la garganta del director Barnes.

–Caballeros -dijo el anciano-, ustedes son rehenes de una batalla que está más allá de su comprensión. Tome esta daga, doctor.

Eph tomó el mango del arma y la acercó a la garganta de su jefe.

–¡Santo cielo, Ephraim! – dijo Barnes-. ¿Has perdido la razón?

–Everett, esto es más grave de lo que sospecha; va más allá de la jurisdicción del CDC, e incluso de las agencias de seguridad del estado. Se ha propagado una enfermedad nefasta en esta ciudad, como nunca habíamos visto. Y esto es apenas el comienzo de la catástrofe.

Nora se acercó al agente del FBI para pedirle que le devolviera los computadores.

–Ya tengo toda la información que necesitamos de la oficina. Parece que no regresaremos.

–Por el amor de Dios, Ephraim. Recupera la razón -le suplicó Barnes.

–Everett, me contrató para hacer este trabajo, para hacer sonar la alarma cuando se presentara una crisis de salud pública. Estamos al borde de una pandemia a nivel mundial. De una extinción masiva. En algún lugar hay alguien que está haciendo todo lo posible para lograr su objetivo.

Grupo Stoneheart, Manhattan

Eldritch Palmer encendió los monitores para ver las noticias en seis canales distintos. El que más le interesó fue el del ángulo inferior izquierdo. Bajó la silla, dejó sólo ese canal y subió el volumen.

El reportero se encontraba fuera del Precinto 17, en la calle 55 Este. Un oficial de la policía acababa de decir «sin comentarios», con respecto a una serie de informes sobre casos de personas desaparecidas que se habían presentado en toda la ciudad de Nueva York en los días anteriores. Una fila de personas estaba fuera del precinto; eran tantos que no cabían dentro y se vieron obligados a cumplimentar sus formularios allí. El reportero informó sobre otros incidentes aparentemente inexplicables, como, por ejemplo, asaltos a casas donde no parecía haberse sustraído ningún objeto de valor, pero en las que tampoco había señales de sus moradores. Lo más extraño de todo era que la tecnología moderna no había servido de nada para encontrar a las personas desaparecidas: los teléfonos móviles, casi todos equipados con GPS, habían desaparecido con sus propietarios. Esto llevó a algunos a especular que ciertas personas estaban abandonando voluntariamente a sus familias y sus trabajos, y a señalar que las desapariciones parecían coincidir con la reciente ocultación lunar, sugiriendo así una conexión entre ambos eventos. Un psicólogo habló del riesgo de histeria colectiva de bajo grado que puede presentarse después de ciertos eventos astronómicos. El informe terminó con el reportero mostrando a una mujer que lloraba y sostenía el retrato de una madre desaparecida.

Luego apareció el comercial de una crema «que desafía la edad», diseñada para «ayudarte a vivir más y mejor».

El magnate congénitamente enfermo apagó el audio. El único sonido, además del de la máquina de diálisis, era el zumbido detrás de su sonrisa de avaricia.

En otra pantalla se vio una gráfica que mostraba el declive de los mercados financieros y la devaluación progresiva del dólar. El mismo Palmer estaba alterando los mercados bursátiles, retirando sus acciones de las bolsas de valores y comprando metales: lingotes de oro, plata, paladio y platino.

El comentarista sugirió que la nueva recesión también ofrecía oportunidades para negociaciones futuras. Palmer estaba en total desacuerdo. Él estaba acortando futuros: los de todo el mundo, menos el suyo.

Recibió una llamada a través del señor Fitzwilliam. Era un agente del FBI que llamaba para informarle de que el doctor Ephraim Goodweather, el epidemiólogo del proyecto Canary, había escapado.

–¿Escapó? – preguntó Palmer-. ¿Cómo puede ser?

–Estaba con un anciano que aparentemente es más astuto de lo que parece. Está armado con una espada de plata.

Palmer guardó silencio momentáneamente y sonrió con dificultad.

Las fuerzas se estaban confabulando en su contra. Pero no había ningún problema; todas podían aliarse en una sola, así sería más fácil eliminarlas.

–¿Señor? – dijo su interlocutor.

–No es nada… -respondió Palmer-. Simplemente me acordé de un viejo amigo.

Préstamos y curiosidades Knickerbocker, Calle 118, Harlem Latino

Eph y Nora estaban con Setrakian detrás de las rejas metálicas de su negocio. Los dos epidemiólogos todavía estaban agitados.

–Les di su nombre -dijo Eph, mirando por la ventana.

–El edificio está a nombre de mi difunta esposa. Aquí estaremos seguros por el momento.

Setrakian estaba ansioso por ir a la armería del sótano, pero los dos médicos todavía estaban asustados.

–Ellos vendrán por nosotros -señaló Eph.

–Y le despejarán el camino a la epidemia -replicó Setrakian-. Pues el virus avanzará con mayor rapidez en una sociedad normal que en una en estado de alerta.

–¿A quiénes se refiere? – preguntó Nora.

–Quienquiera que tenga la influencia para haber traído ese ataúd en un vuelo transatlántico a pesar de todos los controles que hay en esta era del terrorismo -contestó Setrakian.

Eph caminó de un lado para el otro y comentó:

–Nos tendieron una trampa. Enviaron a una pareja que se parecía a nosotros para robar los restos de… Redfern.

–Usted es la autoridad encargada de detonar la alarma general para el control de enfermedades. Agradezca que sólo intentaron incriminarlo.

–No tendremos ninguna autoridad si no recibimos el apoyo del CDC -comentó Nora.

–Debemos continuar por nuestros propios medios, y controlar la enfermedad de la manera más elemental -dijo Setrakian.

Nora lo miró.

–¿Se refiere a… asesinarlos?

–¿Y qué preferiría usted: convertirse en uno de ellos, o permitir que alguien la libere?

–De todos modos es un eufemismo amable para el asesinato -comentó Eph-. Además, es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Cuántas cabezas tendremos que cortar? Apenas somos tres.

–Existen otras formas además de cercenar la columna vertebral -replicó Setrakian-. Por ejemplo, la luz solar es nuestro aliado más poderoso.

El teléfono de Eph vibró en su bolsillo. Lo sacó y leyó cuidadosamente la pantalla.

Era un compañero de la sede del CDC en Atlanta.

–Es Pete O'Connell -le dijo a Nora, y contestó.

–¿Dónde permanecen durante el día? – le preguntó Nora a Setrakian.

–Bajo tierra. En sótanos y alcantarillas. En las entrañas oscuras de los edificios, en los cuartos de mantenimiento de los sistemas de calefacción y del aire acondicionado. Algunas veces en los muros pero más comúnmente bajo tierra. Es allí donde prefieren hacer sus nidos.

–Entonces… duermen durante el día, ¿verdad?

–Sería lo más conveniente. Varios ataúdes en un sótano, y todos los vampiros durmiendo allí. Pero no; ellos no duermen. No de la manera en que nosotros lo entendemos; se aplacan por un momento si están saciados. Se fatigan cuando consumen mucha sangre, pero no por mucho tiempo. Buscan lugares oscuros durante el día únicamente para escapar de los rayos mortales del sol.

Nora estaba completamente pálida y lívida, como una niña pequeña a la que le acaban de contar que a los muertos no les crecen alas ni se van al cielo para convertirse en ángeles, sino que en realidad permanecen bajo tierra y les crecen aguijones debajo de la lengua, después de haberse convertido en vampiros.

–¿Y qué fue lo que dijo antes de decapitarlos? – le preguntó ella-. Era algo en otro idioma, como un conjuro o una especie de maldición.

El anciano se encogió de hombros.

–Es algo que digo para calmarme. Para afinar el pulso antes del golpe final.

Nora esperó que él aclarara el significado de sus palabras, y Setrakian vio que ella sentía necesidad de comprenderlas.

–Digo: «Strigoi, mi espada canta en la plata». – Setrakian se sintió incómodo al decir esto-. Suena mejor en el idioma original.

Nora vio que el viejo asesino de vampiros era básicamente un hombre modesto.

–Plata -dijo ella.

–Sólo plata -señaló él-. Reconocida en todas las épocas por sus propiedades antisépticas y germicidas. Puedes cortarlos con un arma de acero o dispararles una bala de plomo, pero la plata es el único metal que puede destruirlos.

Eph tenía la mano libre cubriendo su oído, tratando de escuchar a Pete, quien iba conduciendo por las afueras de Atlanta. Pete le preguntó:

–¿Qué está pasando allá?

–¿Qué has escuchado?

–Se supone que no debo decírtelo. Que estás en problemas. Que has traspasado los límites, o algo así.

–La situación está muy complicada aquí, Pete. No sé qué decirte.

–Bueno, de todos modos quería llamarte. Estoy examinando las muestras que me enviaste.

Eph sintió un nudo adicional en el estómago. El doctor Peter O'Connell era uno de los directores del Proyecto de Muertes Inexplicables del Centro Nacional para Enfermedades Zoonóticas, Entéricas y de Origen Vectorial del CDC. El UNEX era un grupo interdisciplinario conformado por viró-logos, bacteriólogos, epidemiólogos, veterinarios y personal clínico del CDC y de otras entidades oficiales. Cada año ocurren muchas muertes inexplicables en los Estados Unidos, y una fracción de ellas, casi setecientas, son enviadas anualmente al UNEX para su investigación. Sólo el quince por ciento se resuelven satisfactoriamente; se toman muestras de las demás y se guardan en un banco para un análisis futuro.

Cada investigador del UNEX ocupaba una posición en el CDC, y Pete era el jefe de Patología de Enfermedades Infecciosas, un especialista en las causas por las cuales un virus afecta a su anfitrión. Eph había olvidado que le había enviado las primeras biopsias y muestras de sangre que le había tomado al capitán Redfern.

–Es una cepa viral, Eph. No cabe la menor duda. Hay una cantidad considerable de ácido nucleico.

–Espera, Pete. Escúchame…

–La glicoproteína tiene unas propiedades de enlace sorprendentes. Es asombroso, como una llave maestra. Este parásito no sólo se apodera de la célula anfitriona, sino que la engaña para que reproduzca más copias. Se fusiona con el ácido ribonucleico; se derrite junto a él y lo consume… y, sin embargo, no lo utiliza. Lo que realmente hace es sacar una copia de sí mismo apareado con la célula anfitriona y toma sólo la parte que necesita. No sé qué has visto en tu paciente, pero en términos teóricos esto puede replicarse indefinidamente, y muchos millones de generaciones después esta cosa puede reproducir la estructura de sus órganos en términos sistémicos, y de una forma realmente rápida. Puede transformar a su anfitrión; en qué, es algo que no sé todavía, pero obviamente me gustaría descubrirlo.

–Pete… -La cabeza le daba vueltas a Eph. Aquello tenía mucho sentido. El virus dominaba y transformaba las células, así como el vampiro dominaba y transformaba a sus víctimas.

Estos vampiros eran virus encarnados.

–Me gustaría hacerle un examen genético, y ver qué es lo que lo hace funcionar… -continuó Pete.

–Escúchame, Pete. Quiero que lo destruyas.

Eph oyó los parabrisas del auto de Pete.

–¿Qué?

–Conserva lo que has descubierto, pero destruye esa muestra de inmediato.

Volvió a escuchar los parabrisas, como un par de metrónomos midiendo la perplejidad de Pete.

–¿Me estás diciendo que destruya lo que estoy investigando? Tú sabes que siempre guardamos algunas muestras, en caso de…

–Pete, necesito que vayas al laboratorio y destruyas el virus.

–Eph. – Ephraim escuchó el leve sonido de las luces de estacionamiento. Pete se detuvo a un lado de la carretera para terminar la conversación-. Sabes muy bien que somos bastante cuidadosos con cualquier patógeno potencial. Tenemos un protocolo de laboratorio sumamente estricto, y no puedo quebrantarlo sólo por tu…

–Cometí un error terrible al enviarte la muestra. En ese momento no sabía lo que sé ahora.

–¿Cuál es el problema, Eph?

–Sumérgela en cloro. Si eso no funciona, utiliza ácido. Quémala si tienes que hacerlo. No me importa: yo asumo toda la responsabilidad…

–No se trata de la responsabilidad, Eph, sino de la utilidad de la ciencia. Además, tienes que ser sincero conmigo. Alguien dijo que había visto algo sobre ti en las noticias.

Eph tenía que ponerle fin a eso.

–Pete, haz lo que te digo, y te prometo que te lo explicaré todo cuando pueda.

Colgó el teléfono. Setrakian y Nora habían escuchado el final de la conversación.

–¿Envió el virus a otro lugar? – preguntó Setrakian.

–Él va a destruirlo. Pete pecará por exceso de precaución: lo conozco demasiado bien. – Eph vio los televisores exhibidos para la venta. Que había visto algo sobre ti en las noticias…-. ¿Hay alguno que funcione? – le preguntó al anciano.

Encontraron uno y no tardaron en enterarse.

La televisión mostraba una foto de Eph con la tarjeta de identificación del CDC, un fragmento de su ataque a Redfern y una toma vertical de una pareja sacando una bolsa grande del cuarto de un hospital. Afirmaron que el doctor Ephraim Good-weather estaba siendo buscado como «una persona de interés» para el esclarecimiento de la desaparición de los cadáveres del vuelo 753.

Eph se quedó petrificado. Pensó que Kelly o Zack podían verlo.

–¡Cabrones! – masculló para sus adentros.

Setrakian apagó la televisión.

–Lo único bueno de esto es que consideran que eres una amenaza, y eso significa que todavía hay tiempo. Aún hay esperanzas… una oportunidad.

Nora dijo:

–Parece como si tuviera un plan -dijo Nora.

–No es un plan, sino una estrategia.

–Cuéntenos -le instó Eph.

–Los vampiros tienen sus propias leyes; son antiguas y rudimentarias. Una de ellas es que un vampiro no puede atravesar una masa de agua en movimiento sin ayuda humana.

Nora hizo un gesto negativo.

–¿Por qué no?

–La razón puede encontrarse tal vez en su propia creación, hace muchísimo tiempo. Las tradiciones folclóricas han existido en todas las culturas del planeta desde tiempos inmemoriales. Entre los antiguos mesopotámicos, griegos, egipcios, hebreos, romanos, etcétera. Soy viejo, pero no lo suficiente para saberlo. Sin embargo, esa prohibición sigue vigente a día de hoy, lo cual nos da cierta ventaja. ¿Saben qué es la ciudad de Nueva York?

Nora comprendió de inmediato:

–Una isla.

–Un archipiélago. Estamos rodeados de agua por todas partes. Los cuerpos de los pasajeros fueron llevados a morgues en los cinco distritos, ¿verdad?

–No -respondió Nora-. Sólo a cuatro. No a Staten Island.

–Si pudiéramos sellar los puentes e instalar barricadas al norte del Bronx, y al este de Queens, en Nassau… -dijo Eph.

–En estos momentos eso es hacerse demasiadas ilusiones. Sin embargo, no tenemos que destruirlos individualmente a cada uno. Ellos obedecen a una voluntad única y operan con una mentalidad de colmena, pues son controlados por una sola inteligencia, la cual está probablemente atrincherada en algún lugar de Manhattan.

–Es el Amo -comprendió Eph.

–El que vino en la zona de carga del avión. El propietario del ataúd desaparecido.

–¿Cómo sabe que no está cerca del aeropuerto? Después de todo, no puede cruzar el East River por sus propios medios -señaló Nora.

Setrakian sonrió.

–Estoy seguro de que no vino a América para esconderse en Queens. – Abrió la puerta trasera que conducía a las escaleras de la armería del sótano-. Lo que debemos hacer a continuación es perseguirlo.

Calle Liberty, zona del World Trade

Center

Vasiliy Fet, el exterminador que trabajaba en la Oficina de Control de Plagas de la Ciudad de Nueva York, estaba junto a la valla de la «bañera», el enorme hueco donde anteriormente había estado el complejo del World Trade Center. Dejó el carro de mano en su furgoneta, la cual estacionó en un aparcamiento de la Autoridad Portuaria en la calle West, al lado de otros vehículos de la construcción. En una mano tenía raticida y ropa liviana para túneles que llevaba en una bolsa deportiva roja y negra marca Puma. En la otra llevaba una barra que había encontrado en alguna ocasión; era una varilla de acero de un metro de largo, ideal para sondear nidos de ratas, introducir cebos y golpear roedores agresivos o asustados.

Estaba en la esquina de Church y Liberty entre las barreras del lado oeste y las cercas de construcción, en medio de los conos de seguridad anaranjados y blancos ubicados a ambos lados del amplio sendero peatonal. La gente pasaba, dirigiéndose hacia la entrada provisional del metro al otro extremo de la calle. Había una nueva atmósfera de esperanza allí, cálida como el sol pródigo que bendecía ese sector destruido de la ciudad. Los nuevos edificios estaban siendo construidos después de varios años de planificación y excavaciones, y era como si esa terrible herida abierta finalmente estuviera comenzando a sanar.

Vasiliy Fet fue el único en notar las manchas grasosas en los bordes verticales de la acera, así como los excrementos alrededor de las barreras de estacionamiento. Las señales de mordidas en la tapa del cubo de la basura que había en una esquina eran signos evidentes de la presencia de ratas en la superficie.

Un albañil lo condujo a la cuenca. Se detuvieron al pie de la estructura de la futura estación WTC PATH del metro, que contaría con cinco líneas de trenes y tres andenes subterráneos. Los trenes plateados circulaban al aire libre y avanzaban hacia el fondo de la «bañera», en dirección a los andenes temporales.

Vasiliy bajó de la camioneta y miró los siete pisos que se levantaban sobre él. Estaba en el lugar donde habían caído las torres, un motivo suficiente para quitarle el aliento.

–Éste es un lugar sagrado -dijo Fet.

El albañil tenía un bigote espeso y gris. Llevaba una camisa de franela suelta sobre otra ajustada, ambas untadas de tierra y sudor, vaqueros azules y unos guantes cubiertos de lodo en el cinturón. Su casco estaba lleno de adhesivos.

–Yo pensaba lo mismo -dijo-. Pero ahora no estoy tan seguro.

Fet lo miró.

–¿Lo dices por las ratas?

–Claro que sí. Han salido de los túneles durante los últimos días como si hubiéramos encontrado petróleo. Pero ya no. – Negó con la cabeza, mirando la capa de cemento fresco en un muro debajo de la calle Vesey: veintiún metros de hormigón cubiertos con lonas.

–¿Y qué más? – preguntó Fet.

El trabajador se encogió de hombros. Los albañiles suelen ser orgullosos. Construyeron la ciudad de Nueva York, su metro y alcantarillas, cada túnel, muelle, rascacielos y cimientos de puentes. Cada vaso de agua limpia sale del grifo gracias a un albañil. Es un oficio hereditario, y distintas generaciones trabajan juntas en las mismas obras. Es un trabajo sucio pero muy bien hecho. Por lo tanto, el albañil no quería parecer reticente.

–Todos están acobardados. Mis compañeros desaparecieron. Comenzaron su turno, bajaron a los túneles y nunca regresaron; nunca más salieron de allí. Trabajamos veinticuatro horas al día y siete días a la semana, pero ya nadie quiere trabajar de noche. Nadie quiere estar bajo tierra. Y eso que son jóvenes y valientes.

Fet miró las aberturas de los túneles, donde las estructuras subterráneas estarían conectadas debajo de la calle Church.

–¿Entonces no han continuado con las obras? ¿No han seguido excavando?

–No desde que la cuenca se hundió.

–¿Y todo esto comenzó con las ratas?

–Por la misma época. Algo se ha apoderado del lugar en los últimos días. – El albañil se encogió de hombros y le ofreció un casco de color blanco a Vasiliy-. Y yo que creía tener un trabajo sucio. ¿Quién quisiera trabajar atrapando ratas?

Vasiliy se puso el casco y sintió que el aire cambiaba cuando se acercó a la entrada del túnel subterráneo.

–Supongo que soy partidario del glamour.

El albañil miró las botas, la bolsa Puma y la varilla metálica de Vasiliy.

–¿Has hecho esto antes?

–Tengo que ir donde está la plaga. Debajo hay una ciudad tan grande como la que está en la superficie.

–¿Tienes linterna? Espero que sí. ¿Algunos pedazos de pan?

–Creo hacer bien mi trabajo.

Le estrechó la mano al albañil y entró.

El túnel era amplio al comienzo, donde había sido reforzado. Dejó atrás la luz del sol, y las lámparas amarillas estaban casi cada nueve metros de distancia. Cuando estuviera terminado, este túnel conectaría la nueva estación PATH con el centro de transportes del WTC, localizado entre las Torres Dos y Tres, a media manzana de distancia. Se habían construido otros túneles para los sistemas de acueducto, energía y alcantarillado de la ciudad.

Siguió internándose más y no pudo dejar de notar el polvo tan fino como el talco que cubría las paredes del túnel original. Era un lugar sagrado, una especie de camposanto, donde cuerpos y edificios habían sido pulverizados y reducidos a átomos. Encontró guaridas, caminos y excrementos, pero no ratas. Inspeccionó las madrigueras con la varilla y escuchó, pero no oyó ningún sonido revelador.

La luz de las lámparas finalizaba en un recodo del túnel, y una oscuridad profunda y aterciopelada se anunciaba más adelante. Vasiliy llevaba una lámpara muy potente en la bolsa; una Garrity de color amarillo provista de una agarradera semejante a la de un megáfono, y dos mini-Maglites. La luz artificial en un ambiente oscuro limita la visión nocturna, pero a Vasiliy le gustaba cazar ratas en ambientes como ése, oscuros y silenciosos. Sacó un monóculo de visión nocturna que fijó a su casco con una correa, y lo colocó sobre su ojo izquierdo. El túnel adquirió una tonalidad verde.

No vio nada. A pesar de todas las evidencias que parecían sugerir lo contrario, las ratas se habían ido, como si hubieran sido sacadas de allí.

Eso le sorprendió. Era muy difícil erradicar a las ratas. Incluso cuando se elimina su fuente de alimento, pueden pasar semanas -pero no días- antes de que se note algún cambio.

El túnel tenía trayectos muy antiguos, y Vasiliy llegó hasta las carrileras del tren llenas de inmundicia que habían sido abandonadas hacía años. La calidad de la tierra había cambiado, y, por su textura, Vasiliy supo que había pasado del «nuevo» Manhattan -el relleno con el que habían construido Battery Park- al «viejo» Manhattan: la roca que sostenía la isla.

Se detuvo en un cruce para tomarlo como punto de referencia. Observó la extensión del túnel y vio un par de ojos brillando como si fueran los de una rata, aunque más grandes y a una mayor altura del suelo.

Los ojos desaparecieron de su vista instantáneamente.

–¡Oiga! – gritó Vasiliy, oyendo el eco de su voz-. ¡Escuche!

Después de un momento, una voz le respondió retumbando por las paredes.

–¿Quién está ahí?

Vasiliy percibió un deje de miedo en la voz. Entonces asomó la luz de una linterna, proveniente del final del túnel, mucho más allá de donde Vasiliy había visto brillar aquel par de ojos. Retiró el monóculo a tiempo, pues de lo contrario le hubiera afectado la retina. Se identificó, sacó una linterna pequeña con la que hizo señales y siguió su camino hacia delante. El viejo acceso al túnel estaba al lado de otro que parecía estar en uso, allá, donde creía haber visto los ojos. Miró con el monóculo pero no vio nada, y siguió caminando hacia el próximo cruce.

Vio venir a un grupo de trabajadores subterráneos con gafas y cascos llenos de adhesivos, vestidos con camisas de franela, vaqueros y botas. Un cárter tenía una fuga de agua. Las potentes luces halógenas instaladas sobre trípodes alumbraban el nuevo túnel como en una película del espacio. Los trabajadores estaban tensos y permanecieron juntos hasta que vieron a Vasiliy de cerca.

–¿Fue a uno de vosotros a quien vi hace un momento? – preguntó.

Los tres trabajadores se miraron entre sí.

–¿Qué viste?

–Creí ver a alguien cruzando las vías férreas -dijo señalando con la mano.

Los tres trabajadores se miraron de nuevo, y dos de ellos comenzaron a empacar sus cosas. El otro le preguntó:

–¿Eres el tipo que anda buscando ratas?

–Sí.

El trabajador negó con la cabeza.

–Ya no hay ratas aquí.

–No pretendo contradecirte, pero eso es casi imposible. ¿Cómo podría ser?

–Tal vez porque tienen sentidos más afinados que los nuestros.

Vasiliy miró de nuevo el túnel iluminado donde estaba la manguera del cárter.

–¿Ésa es la salida del metro?

–Así es.

Vasiliy señaló en la dirección contraria.

–¿Y allí?

El trabajador dijo:

–Te aconsejo que no vayas por allí.

–¿Por qué no?

–Olvídate de las ratas. Sigúenos; ya hemos terminado aquí.

El agua seguía manando, y formaba charcos semejantes a los de un abrevadero.

–En un momento los alcanzaré -dijo Vasiliy.

El trabajador le lanzó una mirada penetrante.

–Haz lo que quieras -le dijo, apagando la lámpara y colgándose el morral al hombro antes de dar alcance a sus compañeros.

Vasiliy los vio alejarse y la intensidad de las bombillas de sus cascos disminuyó a medida que avanzaron por el túnel, desapareciendo cuando los trabajadores doblaron por un recodo. Escuchó el chirrido producido por las ruedas de un vagón del metro. Era tan cercano que se asustó un poco. Siguió caminando y cruzó la nueva vía, esperando que su visión se adaptara de nuevo a la oscuridad.

Encendió su monóculo y todo volvió a ser verde y subterráneo. El eco de sus pisadas se transformó cuando el túnel se hizo más amplio, en un cruce de rieles a cuyo lado había un montón de escombros. Las vigas de acero remachadas se alternaban a intervalos regulares, como las columnas de un salón de baile industrial. Vasiliy vio una caseta de mantenimiento abandonada al lado derecho. Sus paredes derruidas tenían nombres en grafitis toscos, y un dibujo apocalíptico de las torres gemelas en llamas. Uno de ellos decía: «Sadam», y otro «Gamera».

En otra época, un viejo aviso les había advertido a los trabajadores:

CUIDADO

TRENES EN LA VÍA

El aviso estaba en mal estado, y la T y la N habían sido borradas. Alguien había modificado el letrero con cinta aislante y ahora decía:

CUIDADO

RATAS EN LA VÍA

De hecho, este lugar remoto y olvidado debería haber sido una central de ratas. Vasiliy decidió utilizar luces negras. Sacó una pequeña linterna de su bolsa Puma, la encendió, y la bombilla despidió una luz fría y azul en la oscuridad. La orina de los roedores brillaba bajo la luz oscura debido a su contenido bacterial. Inspeccionó las bases de las vigas; era como un paisaje lunar lleno de basura y porquería resecas. Distinguió unas manchas opacas que parecían de orina, pero no eran recientes; al menos no hasta que alumbró el bidón oxidado de aceite que estaba a un lado. Alumbró bien y vio que era el charco de orina más grande y brillante que había visto en su vida. Era enorme, y si se comparaba con los que había encontrado antes, este rastro permitiría concluir que la rata tenía casi dos metros de extensión.

Sin embargo, eran de un animal más grande, posiblemente de una persona.

El goteo del agua sobre las vías antiguas resonaba en los túneles casi fríos. Vasiliy percibió algo, un movimiento distante, o tal vez estaba comenzando a sugestionarse. Retiró la luz negra y examinó el lugar con su monóculo. Detrás de uno de los refuerzos de acero volvió a ver un par de ojos brillantes acechándolo en la oscuridad.

No sabía a qué distancia estaban. Su percepción de la profundidad era limitada, debido al patrón geométrico de los rieles simétricos.

Esta vez no dijo «hola» ni nada, y más bien apretó la varilla con fuerza. Los vagabundos con los que solía toparse casi nunca eran agresivos, pero él sintió que esta ocasión era diferente; todo gracias a su sexto sentido de exterminador, a su capacidad para detectar infestaciones de ratas. Sin saber por qué, Vasiliy se sintió superado en número.

Sacó su potente lámpara y observó la recámara. Antes de retirarse, sacó una caja de polvo de rastreo y roció una buena cantidad de raticida. El efecto del polvo era más lento que el de los cebos sólidos, pero mucho más eficaz. Tenía la ventaja adicional de mostrar las huellas de los roedores, permitiendo descubrir sus nidos con mayor facilidad.

Vasiliy vació tres cartones, se dio la vuelta con la lámpara y regresó por los túneles. Llegó a unas vías en uso que tenían un riel adicional, y vio el cárter y la manguera larga. En un momento sintió que el viento cambiaba en el túnel, y se dio la vuelta para mirar la curva iluminada detrás de él. Retrocedió rápidamente y se agarró del muro; el ruido era ensordecedor.

El tren avanzó con velocidad y Vasiliy vio las caras de los pasajeros en las ventanas antes de taparse los ojos para evitar la nube de arena y polvo.

Siguió las vías férreas y vio un andén iluminado. Subió con la bolsa y la varilla, y se detuvo en un andén semivacío, al lado de un cartel que decía: si ve algo, diga algo. Subió las escaleras del entresuelo, pasó el torniquete y llegó de nuevo a la calle bañada por los tibios rayos del sol. Se dirigió a una valla cercana y se encontró de nuevo frente a la construcción del World Trade Center. Encendió un cigarrillo con su encendedor Zippo e inhaló el humo para alejar el miedo que había sentido debajo de las calles. Caminó y vio dos avisos hechos a mano pegados a la cerca. Mostraban las fotografías escaneadas de dos trabajadores, uno de ellos con su casco y con la cara sucia. Las letras azules sobre ambas fotos decían:

DESAPARECIDO.

Interludio final

Las ruinas

La mayoría de los fugitivos fueron capturados y ejecutados en los días posteriores al amotinamiento de Treblinka. Sin embargo, Setrakian sobrevivió en el bosque, hasta donde llegaba el hedor del campo de concentración. Arrancaba raíces y cazaba las presas pequeñas que lograba agarrar con sus manos fracturadas, mientras buscaba ropas raídas y zapatos gastados y dispares para abrigarse.

Evitaba las patrullas de búsqueda y los perros durante el día, y procuraba su sustento en horas de la noche.

En el campo había oído a los polacos hablar con frecuencia de las ruinas romanas. Tardó casi una semana en buscarlas, hasta que al final de una tarde, y bajo la luz precaria del crepúsculo, se encontró en las escalinatas cubiertas de musgo, sobre la cima de unos escombros antiguos.

La mayoría de los vestigios estaban bajo tierra, y sólo algunas piedras asomaban a la superficie. Una columna alta sobresalía por encima de un montículo de piedras. Reconoció algunas letras, pero casi todas se habían borrado hacía tanto tiempo que era imposible descifrar su significado. También era imposible permanecer a la entrada de las oscuras catacumbas sin sentir un escalofrío.

Abraham estaba seguro: la guarida de Sardu estaba allí abajo; él lo sabía. El miedo se apoderó de él, y sintió un vacío ardiente propagándose por su pecho.

No obstante, su determinación era más fuerte que esta sensación, pues sabía que su misión era encontrar a esa cosa hambrienta, matarla e impedir que siguiera cobrándose más víctimas. La rebelión en el campo de concentración había alterado sus planes, después de dos meses de buscar el pedazo de roble blanco, pero no su deseo de venganza. Aunque había mucha injusticia en el mundo, él podía hacer lo correcto. Eso le daría un significado a su existencia, y ahora se disponía a cumplir esa misión.

Labró una estaca rudimentaria con un canto de piedra, utilizando la rama más dura que pudo encontrar. No era de roble blanco, pero le serviría para su propósito. Lo hizo con sus dedos destrozados, y sus manos doloridas quedaron estropeadas para siempre. Sus pisadas resonaban en la recámara de piedra que formaba la catacumba. El techo era muy bajo, lo cual era sorprendente, dada la desproporcionada estatura de la Cosa, y las raíces se habían filtrado por las piedras que sostenían precariamente la estructura. La primera cámara conducía a una segunda y, asombrosamente, a una tercera. Cada una era más pequeña que la anterior.

Setrakian no tenía con qué alumbrar sus pasos, pero los resquicios de la derruida edificación permitían que algunos rayos de luz crepuscular se filtraran en la oscuridad. Avanzó con cautela por las cámaras, y se sintió sobresaltado por estar próximo a cometer un asesinato. Su rudimentaria estaca parecía un arma completamente inadecuada para combatir a la Cosa hambrienta en la oscuridad, y sobre todo con sus manos fracturadas. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo iba a matar a ese monstruo?

Una ácida oleada de miedo le quemó la garganta cuando entró en el último recinto, y ese reflujo aquejaría a Setrakian por el resto de su vida. El lugar estaba vacío, pero, allá en el centro, Setrakian vio con claridad la silueta de un ataúd en el piso de tierra. Era una caja enorme, de dos metros y medio de largo por uno de ancho, y noventa centímetros de altura, que sólo las manos de una cosa dotada de una voluntad monstruosa podrían sacar de allí.

Escuchó unos pasos arrastrándose detrás de él. Setrakian se estremeció, blandiendo la estaca de madera, atrapado en el interior de la cámara donde moraba la Cosa. La bestia había entrado a resguardarse, y había encontrado a una presa merodeando en el lugar donde dormía.

Aquellos pasos fueron antecedidos por una sombra sumamente tenue. Sin embargo, no fue la Cosa la que apareció por el muro de piedra para amenazar a Setrakian, sino un hombre de estatura normal; un oficial alemán, con el uniforme sucio y hecho jirones. Tenía los ojos rojos y aguados, llenos de un hambre convertida casi en un dolor maníaco. Setrakian lo reconoció: era Dieter Zimmer, un oficial joven no mucho mayor que él, un verdadero sádico, un verdugo de las barracas que se jactaba de tener que limpiar sus botas todas las noches para retirar las gotas de sangre judía.

Y ahora estaba sediento de la sangre de Setrakian o de cualquier otra hasta hartarse de ella.

Setrakian no se dejaría capturar tan fácilmente. Ya había escapado del campo, estaba decidido a no rendirse después de soportar aquel infierno, y esta vez no iba a sucumbir a la voluntad nefasta de aquella maldita cosa-nazi.

Se abalanzó sobre él, sujetando la estaca con fuerza, pero la cosa fue más rápida de lo que había esperado. Se la arrebató de sus manos inservibles, rompiéndole los huesos del brazo, y arrojando la vara a un lado mientras Setrakian se desplomaba contra uno de los muros de piedra.

La cosa avanzó hacia él resollando de placer. Abraham retrocedió, comprendió que estaba en el centro de la marca rectangular del ataúd, y se lanzó contra la cosa con una fuerza inexplicable, golpeándola duramente contra la pared. Las partículas de tierra se desmoronaron de las paredes. La cosa intentó sujetarlo por la cabeza, pero Setrakian volvió al ataque, golpeando al demonio en el mentón con su brazo fracturado, y echándole la cabeza hacia arriba de tal manera que no pudiera sacar el aguijón para beber su sangre.

La cosa recobró el equilibrio y empujó a Setrakian, quien cayó cerca de su estaca. La agarró, pero la cosa sonrió, lista para arrebatársela de nuevo. Setrakian la clavó debajo de un muro de piedra y la cosa empezó a abrir la boca.

De repente, las piedras cedieron y el muro de la entrada de la cámara se derrumbó instantes después de que Setrakian lograra salir arrastrándose. El estruendo duró unos cuantos segundos y la cámara se llenó de polvo, ahogando la poca luz disponible. Setrakian se arrastró sobre las piedras y una mano lo agarró con fuerza. La nube de polvo se dispersó ligeramente; Setrakian vio que una roca le había aplastado la cabeza a la cosa, desde el cráneo hasta la mandíbula, y que, no obstante, seguía moviéndose. Su corazón oscuro o lo que fuera seguía palpitando con ansia. Setrakian le pateó el brazo, logró desprenderse y la roca se movió. La parte superior de la cabeza estaba partida en dos, con el cráneo ligeramente agrietado, como un huevo hervido.

Setrakian se agarró la pierna y se arrastró apoyado en su brazo indemne. Salió de nuevo a la superficie, fuera de las ruinas, en medio de los últimos vestigios de la luz diurna que se filtraban por la floresta espesa. El cielo estaba anaranjado y difuminado, pero la luz era suficiente. La cosa se retorció de dolor y se quedó inmóvil en el suelo.

Setrakian levantó su rostro hacia el sol moribundo y dejó escapar un aullido animal. Fue un acto imprudente, pues todavía lo estaban buscando; era el desahogo de su alma por su familia asesinada, por los horrores de su cautiverio y por los nuevos que acababa de encontrar… y finalmente, por el dios que lo había abandonado a él y a su gente.

Juró tener a su disposición las armas apropiadas la próxima vez que se encontrara frente a una de esas criaturas. Haría todo lo que estuviera a su alcance para tener la oportunidad de combatirla; fue algo que supo en ese instante con la misma certeza de estar vivo: seguiría las huellas de aquel ataúd durante los próximos años… durante las próximas décadas si fuera necesario. Esta certeza le dio un nuevo propósito a su existencia y le brindó fuerzas para emprender la búsqueda que lo mantendría ocupado el resto de su vida.

LA REPLICACIÓN

Centro Médico del Hospital Jamaica

Eph y Nora pasaron sus credenciales por la puerta de seguridad y entraron con Setrakian en la sala de emergencias sin llamar la atención.

–Esto es demasiado arriesgado -dijo Setrakian mientras subían las escaleras que conducían al pabellón de aislamiento.

–Jim, Nora y yo llevamos trabajando un año juntos. No podemos dejarlo abandonado -respondió Eph.

–Se ha transformado. ¿Qué podrán hacer por él?

Eph se detuvo un momento. Setrakian estaba jadeando y agradeció la pausa mientras se apoyaba en su bastón.

–Puedo liberarlo -contestó Eph.

Dejaron las escaleras y vieron la entrada del pabellón de aislamiento al final del corredor.

–No hay policías -dijo Nora.

Setrakian observó a su alrededor, pues no estaba tan seguro.

–Allí está Sylvia -señaló Eph, después de ver a la novia de Jim sentada en una silla plegable junto a la entrada del pabellón.

Nora asintió para sus adentros, se preparó y dijo:

–De acuerdo.

Fue hasta donde estaba Sylvia, quien se levantó cuando la vio llegar.

–Nora.

–¿Cómo está Jim?

–No me han dicho nada. ¿Eph no está contigo? – le preguntó Sylvia después de mirar el corredor.

Nora negó con la cabeza.

–Se fue.

–No es cierto lo que andan diciendo, ¿verdad?

–No. Se te ve agotada; vamos a la cafetería para que comas algo.

Nora preguntó por la cafetería para distraer a las enfermeras, y Eph y Setrakian se escurrieron al interior del pabellón. Eph pasó por el dispensador de guantes y camisones como un asesino renuente, entró y corrió las cortinas de plástico.

La cama estaba vacía; Jim se había marchado.

Eph inspeccionó rápidamente las otras camas. Todas estaban desocupadas.

–Seguramente lo trasladaron -señaló.

–Su amiga Sylvia no estaría fuera si supiera que lo habían trasladado -argumentó Setrakian.

–¿Entonces…?

–Se lo llevaron.

–Ellos -dijo Eph, mirando la cama vacía.

–Vamos -señaló Setrakian-. Esto es muy peligroso. No tenemos tiempo.

–Espere. – Fue a la mesa de noche, pues vio el auricular de Jim colgando del cajón. Encontró su teléfono y lo miró para asegurarse de que estuviera cargado. Sacó el suyo y comprendió el peligro. El FBI podía detectar su paradero por medio del GPS.

Dejó su teléfono en el cajón y se llevó el de Jim.

–Doctor -dijo Setrakian con impaciencia.

–Por favor, llámeme Eph -respondió, metiéndose el teléfono de Jim en el bolsillo-. Últimamente no me he sentido como un doctor.

West Side Highway, Manhattan

Gus Elizalde iba sentado en la furgoneta de transporte de prisioneros del NYPD con las manos esposadas a un tubo metálico. Félix iba casi al frente, dormido, su cuerpo agitándose con el movimiento del vehículo, y cada vez más pálido. Estaban en Manhattan y avanzaban con tanta rapidez que debían de ir por la West Side Highway. Otros dos prisioneros iban con ellos; uno al frente de Gus, y otro a su izquierda, al otro lado de Félix. Ambos dormían, el sueño siempre les llega fácil a los mentecatos.

Gus sintió el humo del cigarrillo proveniente de la cabina. Los habían subido a la furgoneta al amanecer y estaban somnolientos. Miraba constantemente a Félix, y pensaba en lo que le había dicho el viejo prestamista, alerta a cualquier señal que pudiera revelar su cambio.

No tuvo que esperar mucho. Félix movió la cabeza. Se sentó completamente erguido y examinó los alrededores. Observó a Gus, pero su mirada no denotaba en lo más mínimo que hubiera reconocido a su viejo compadre.

Había una oscuridad en sus ojos, un vacío.

El estruendo de una bocina despertó al tipo que iba al lado de Gus.

–Mierda -dijo, sacudiéndose las esposas que tenía detrás-. ¿Adonde diablos vamos? – Gus no respondió. El tipo miró a Félix, quien tampoco le quitaba la vista de encima, y pateó a Félix en el pie-. Te he preguntado que adonde demonios vamos.

Félix lo observó con una mirada vacía, casi estupidizada. Abrió la boca como para responder y su aguijón salió, atravesándole la garganta al prisionero indefenso, quien sólo alcanzó a darle una patada. Gus se sintió atrapado y comenzó a gritar, y a dar puños y patadas, despertando al prisionero que iba dormido. Todos empezaron a gritar y a darle patadas a la furgoneta para llamar la atención de los policías, pues el prisionero atacado pareció perder el conocimiento. Mientras tanto, el aguijón de Félix se hacía tan rojo como la sangre.

La división que había entre la zona de los prisioneros y la cabina se abrió. Un policía con casco abrió la pequeña ventanilla y los amenazó:

–¡Maldita sea!, callaos, o, de lo contrario, os…

Gus vio que Félix se estaba alimentando del otro prisionero. Su apéndice inflamado se dilató y se contrajo poco después. La sangre brotó del cuello de la víctima y se escurrió por el cuello de Félix.

El policía les gritó y se dio la vuelta.

–¿Qué sucede? – preguntó el conductor, tratando de mirar hacia atrás.

Félix disparó su aguijón y lo hundió en la garganta del conductor. Un grito salió de la cabina y la furgoneta perdió el control. Gus alcanzó a agarrarse con sus dedos del riel, y por poco se fractura las muñecas, pues la furgoneta se sacudió con fuerza antes de darse un golpe en un costado.

El vehículo siguió descontrolado antes de chocar contra la barrera de seguridad de la autopista; rebotó y dio varias vueltas antes de quedar inmóvil. Gus cayó sobre uno de los costados, y el prisionero que estaba al frente gritó de dolor y de miedo con sus brazos fracturados. El pestillo que mantenía a Félix sujetado a la barra se rompió, y su aguijón colgaba y se retorcía como un cable de alta tensión rezumando sangre.

Entornó sus ojos muertos y miró a Gus.

Gus sacó sus esposas del poste al ver que éste se había partido y pateó la puerta hasta abrirla. Bajó a un lado de la autopista y los oídos le zumbaron como si hubiera acabado de explotar una bomba.

Seguía con las manos esposadas a sus espaldas y los autos comenzaban a detenerse para contemplar el accidente. Se puso en cuclillas y pasó rápidamente sus muñecas por debajo de los pies para que sus brazos quedaran delante. Le lanzó una mirada a la furgoneta, calculando el momento en que Félix saldría a perseguirlo.

Luego escuchó un grito. Miró a su alrededor en busca de un arma, y tuvo que conformarse con el tapacubos abollado de una de las ruedas, que usó como escudo para acercarse a la puerta abierta de la furgoneta volcada.

Allí estaba Félix, alimentándose del prisionero aterrorizado y amarrado al tubo de las esposas.

Gus maldijo, asqueado por lo que acababa de ver. Félix disparó su aguijón. Gus levantó el tapacubos, esquivando el golpe con el protector metálico antes de que éste saliera rodando por la autopista.

Félix se quedó inmóvil y Gus intentó reponerse. Miró el sol, suspendido allá en lo alto, entre dos edificios al otro lado del Hudson, rojo como la sangre; la sangre que anuncia el ocaso.

Félix se ocultó en la furgoneta esperando a que oscureciera; en tres minutos estaría libre.

Gus miró consternado a su alrededor buscando con qué defenderse. Vio los cristales del parabrisas en el pavimento, pero eran pequeños. Trepó al chasis para ir a la puerta del pasajero y sacar el espejo. Estaba halando los alambres para arrancarlo cuando el policía le gritó:

–¡Alto!

Gus miró al policía, quien sangraba por el cuello, agarrado de la manija del techo y con el arma desenfundada. Gus arrancó el espejo de un fuerte tirón y saltó al pavimento.

El sol se estaba derramando como una yema de huevo perforada. Gus sostuvo el espejo sobre su cabeza para capturar sus últimos rayos, y vio el reflejo brillando en el suelo. Era un reflejo vago, demasiado difuso como para producir un efecto considerable. Quebró el cristal con sus nudillos, dejando que los pedazos quedaran adheridos al soporte. Miró de nuevo y los rayos reflejados se hicieron más nítidos.

–¡Te dije que alto!

El policía bajó de la furgoneta esgrimiendo el arma. Los oídos le sangraban debido al golpe, y se agarraba el cuello picado por el aguijón de Félix. Se acercó tambaleante para revisar el interior de la furgoneta.

Félix estaba acurrucado, con las esposas colgando de una mano. La otra había sido cercenada a la altura de la muñeca por la fuerza del impacto, pero él no parecía sentir ninguna molestia. La sangre blanca manaba libremente de su muñón.

Félix sonrió y el policía abrió fuego. Las balas penetraron en su pecho y piernas, arrancándole pedazos de carne y hueso. Fueron siete u ocho disparos, y Félix cayó hacia atrás, recibiendo dos tiros más en su cuerpo. El agente bajó la pistola y Félix se sentó derecho y sonriente.

Aún sediento. Por siempre sediento.

Gus apartó al policía y levantó el espejo. Los últimos vestigios del sol naranja y moribundo asomaban sobre el edificio al otro lado del río. Llamó a Félix por última vez, como si al decir su nombre pudiera sacarlo de aquel estado y hacerlo regresar milagrosamente a la realidad…

Pero Félix ya no era Félix. Era un vampiro hijo de puta. Gus recordó esto mientras colocaba el espejo de tal manera que los reflejos anaranjados de la luz solar entraran en la furgoneta volcada.

Los ojos muertos de Félix se llenaron de terror al ser traspasados por los rayos del sol. Lo cegaron con la fuerza de un rayo láser, quemándole las cuencas de los ojos y la carne. Un aullido animal escapó de su interior, como el grito de un hombre aniquilado por una bomba atómica mientras los rayos destrozaban su cuerpo.

El sonido retumbó en la mente de Gus, quien siguió dirigiendo los rayos hasta que Félix quedó convertido en una masa chamuscada de cenizas humeantes.

Los rayos débiles se desvanecieron y Gus bajó el espejo.

Miró hacia el río.

Ya era de noche.

Sintió deseos de llorar, todo tipo de angustias y de dolor se mezclaron en su corazón, hasta que su desolación empezó a transformarse en furia. Un charco de gasolina se extendía debajo de la furgoneta hasta sus pies. Gus se acercó al policía que parecía ido, como alelado. Hurgó en sus bolsillos y encontró un encendedor Zippo. Gus le quitó la tapa, detonó la chispa y una llama asomó.

–Lo siento, 'manito.

Acercó el encendedor al charco y la furgoneta estalló en llamas, lanzando a Gus y al policía contra el separador de la autopista.

–Te contagió -le dijo Gus al policía-. Te chingó. Te vas a convertir en uno de ellos.

Le quitó el arma y le apuntó con ella. Las sirenas se estaban acercando.

El policía lo miró, y un segundo después su cabeza se desplomó. Gus siguió apuntándole al cuerpo con la pistola humeante hasta llegar a la otra orilla. Lanzó el arma al suelo y pensó en buscar las llaves de las esposas, pero era demasiado tarde. Las luces de los autos se estaban aproximando. Gus se dio la vuelta y corrió por el borde de la autopista hacia la noche nueva.

Calle Kelton. Woodside, Queens

Kelly aún tenía la misma ropa con la que había ido a la escuela; una camiseta oscura sin mangas debajo de un top cruzado y una falda larga y estrecha. Zack hacía las tareas escolares en su cuarto, y Matt estaba abajo, después de trabajar hasta el mediodía porque esa noche hacían inventario en la tienda.

La noticia que habían pasado sobre Eph en la televisión la había dejado anonadada, y no tenía manera de comunicarse con él por teléfono.

–Finalmente lo hizo -dijo Matt, con su camisa de Sears por fuera-. Finalmente se rajó.

–Matt -le dijo Kelly en tono de reproche. Pero ¿se había rajado de verdad? ¿Qué significado tendría esto para ella?

–Delirios de grandeza por parte de un gran cazador de virus -continuó Matt-. Es como uno de esos bomberos que se sacrifica en un incendio de manera heroica. – Matt se arrellanó en su silla-. No me sorprendería que estuviera haciendo todo esto por ti.

–¿Por mí?

–Claro, para llamar la atención. «Mírenme: soy importante».

Ella negó enfáticamente con la cabeza, como si él le estuviera haciendo perder el tiempo. Algunas veces le molestaba que Matt se equivocara tanto con las personas.

El timbre sonó y Kelly dejó de caminar con nerviosismo. Matt se puso de pie, pero Kelly se adelantó y abrió la puerta.

Era Eph, acompañado de Nora Martínez y de un anciano con un abrigo largo de tweed.

–¿Qué estás haciendo aquí? – le preguntó Kelly, mirando hacia ambos lados de la calle.

Eph entró.

–Vine a ver a Zack, y a explicarle.

–Él no lo sabe.

Eph miró alrededor, ignorando por completo a Matt, quien estaba frente a él.

–¿Está haciendo las tareas en su computador?

–Sí -respondió Kelly.

–Lo sabrá cuando navegue en Internet.

Eph subió las escaleras de dos en dos.

Nora permaneció en la puerta con Kelly. Se sentía completamente incómoda y le dijo:

–Disculpe por irrumpir de esta manera.

Kelly negó suavemente con la cabeza, en un leve gesto de aprobación. Sabía que había algo entre ella y Eph. El último lugar de la tierra donde Nora querría estar era en la casa de Kelly Goodweather.

Kelly reparó en el anciano que llevaba el bastón con cabeza de lobo.

–¿Qué está sucediendo?

–Supongo que usted es la ex esposa del doctor Goodweather. – Setrakian le ofreció su mano con la cortesía propia de las generaciones ya desaparecidas-. Abraham Setrakian. Es un placer conocerla.

–El gusto es mío -respondió Kelly, sorprendida y dirigiéndole una mirada de incertidumbre a Matt.

–Él necesitaba hablar con ustedes y explicarles -dijo Nora.

–¿Esta visita repentina no nos convierte en cómplices criminales o algo así? – preguntó Matt.

Kelly tuvo que contrarrestar la rudeza de Matt.

–¿Le gustaría tomar algo? – le preguntó a Setrakian-. ¿Un poco de agua?

–Cielos -exclamó Matt-, podrían caernos veinte años de cárcel por ese vaso de agua…

Eph se acomodó en el borde de la cama de Zack, quien estaba sentado en su escritorio.

–Estoy en medio de algo que realmente no entiendo -le dijo-, pero quería contártelo personalmente. Nada de lo que se dice sobre mí es cierto, salvo el hecho de que me están persiguiendo.

–¿No vendrán a buscarte aquí? – preguntó Zack.

–Tal vez.

Zack miró atribulado hacia el suelo, pensando en esa eventualidad.

–Tienes que deshacerte de tu teléfono.

Eph sonrió.

–Ya lo hice. – Le dio una palmadita en el hombro a su hijo cómplice y vio que tenía la cámara de vídeo que le había regalado en Navidad a un lado del computador.

–¿Todavía estás trabajando en esa película con tus amigos?

–Sí, ya la estamos editando.

Eph tomó la cámara, tan pequeña y liviana que le cupo en el bolsillo.

–¿Podrías prestármela unos días?

Zack asintió.

–Papá, ¿es por el eclipse que las personas se están convirtiendo en zombis?

Eph reaccionó sorprendido, pues comprendió que la verdad no era mucho más plausible que eso. Intentó ver las cosas desde el punto de vista de un niño muy perceptivo y sensible. Y de la reservada profundidad de sus sentimientos afloró algo que no admitía dilación. Se levantó y abrazó a su hijo. Fue un momento extraño, frágil y hermoso, entre un padre y un hijo. Eph lo sintió con una claridad absoluta. Le acarició el cabello y no hubo nada más que decir.

Kelly y Matt estaban hablando en voz baja en la cocina, después de dejar a Nora y a Setrakian en el patio de invierno. Abraham tenía las manos en los bolsillos y miraba distraído los tonos que adquiere el cielo en las primeras horas de la noche, la tercera desde que había aterrizado el avión maldito.

Nora sintió su impaciencia y dijo:

–Él… mmm… él tiene muchos problemas con su familia. Desde el divorcio.

Setrakian movió los dedos en el pequeño bolsillo de su chaleco, tanteando su caja de pastillas de nitroglicerina, que hacían que su corazón latiera con regularidad, aunque no con vigor. ¿Cuántos latidos le restarían? Esperaba que los suficientes para poder concluir su misión.

–No tengo hijos -comentó-. Mi esposa Anna falleció hace diecisiete años, y no fuimos bendecidos. Usted pensará que el dolor por la falta de hijos desaparece con el tiempo, cuando en realidad se agudiza con la edad. Tuve mucho para enseñar, pero no discípulos.

Nora miró su bastón, recostado contra la pared cerca de su silla.

–¿Dónde lo halló?

–¿Se refiere a cómo descubrí su existencia?

–Sí, y también me gustaría saber por qué se ha dedicado a esto durante todos estos años.

Él permaneció un momento en silencio, apelando a sus recuerdos.

–En esa época yo era joven. Estuve encerrado involuntariamente en la Polonia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. En un pequeño campo al noreste de Varsovia, llamado Treblinka.

Nora permaneció tan inmóvil como el anciano.

–En un campo de concentración.

–No, en un campo de exterminio. Son criaturas brutales, más que cualquier predador que uno tenga la desgracia de encontrar en este mundo; oportunistas que se aprovechan de los jóvenes y los débiles. En el campo, mis compañeros prisioneros y yo éramos sin saberlo un festín servido ante él.

–¿Él?

–Sí, el Amo.

La forma en que pronunció esa palabra aterrorizó a Nora.

–¿Se refiere a un alemán? ¿A un nazi?

–No, él no tiene ninguna filiación. No es leal a nadie ni a nada, pues no pertenece a ningún país. Deambula por donde quiere y se alimenta donde encuentra comida. El campo era para él como una venta de remate[4]. Éramos presas fáciles.

–Pero… sobrevivió. ¿No podría habérselo contado a alguien…?

–¿Quién habría creído en los delirios de un hombre convertido en una piltrafa? Tardé semanas en aceptar lo que está usted procesando ahora. Fui testigo presencial de esa atrocidad, que está más allá de lo que la mente puede aceptar, y preferí no ser tildado de loco. Si su fuente de alimento desaparecía, el Amo simplemente se iba a otro lugar. Y, en aquel campo, me hice un juramento que nunca he olvidado. Durante muchos años le seguí el rastro al Amo. Alrededor de Europa Central y los Balcanes, a través de Rusia y de Asia Central; durante tres décadas. En ciertas ocasiones llegué a pisarle los talones, pero nunca pude agarrarlo. Fui profesor en la Universidad de Viena, donde pude investigar sobre las tradiciones folclóricas centroeuropeas. Acumulé libros, armas e instrumentos mientras me preparaba para encontrarme de nuevo con él. Es una oportunidad que he esperado durante más de sesenta años.

–Pero… ¿quién es él?

–Tiene muchas formas. Actualmente se ha encarnado en el cuerpo de un noble polaco llamado Jusef Sardu, quien desapareció durante una excursión de cacería en el norte de Rumania, en la primavera de 1873.

–¿1873?

–Sardu era un gigante. Medía casi dos metros de estatura aunque era todavía un joven. Era tan alto que sus músculos no podían sostener sus huesos largos y pesados. Se decía que los bolsillos de sus pantalones eran del tamaño de costales de nabos. Y para apoyarse utilizaba un bastón cuya empuñadura tenía el símbolo heráldico de la familia.

Nora miró de nuevo el enorme bastón de Setrakian y su empuñadura de plata. Abrió los ojos de par en par.

–La cabeza de un lobo.

–Los restos de sus familiares fueron encontrados muchos años después, al igual que el diario del joven Jusef. En éste, refirió de manera detallada que el grupo de familiares había sido perseguido por un predador desconocido que los raptó y mató uno por uno. En la última entrada del diario, Jusef relataba cómo, después de haber descubierto los cadáveres a la entrada de una cueva, los había enterrado antes de regresar para enfrentarse a la bestia y vengar a su familia.

Nora no despegaba los ojos de la cabeza de lobo.

–¿Cómo lo consiguió?

–Le compré este bastón a un coleccionista de Amberes, en el verano de 1967. Sardu regresó finalmente a la propiedad de su familia en Polonia varias semanas después, solo y muy cambiado. Llevaba su bastón, pero ya no se apoyaba en él, y con el tiempo dejó de utilizarlo. No sólo se había curado aparentemente del dolor que le producía su gigantismo, sino que comenzaron a circular rumores sobre su gran fortaleza. Los aldeanos empezaron a desaparecer, se dijo que la aldea había recibido una maldición, y finalmente fue abandonada. La casa de Sardu quedó en ruinas y el joven nunca volvió a ser visto.

Nora midió mentalmente el tamaño del bastón.

–¿Ya era así de alto a los quince años?

–Sí, y seguía creciendo.

–El ataúd tenía por lo menos dos metros y medio por uno.

Setrakian asintió con solemnidad.

–Lo sé.

Ella también asintió, y le preguntó:

–¿Y usted, cómo lo sabe?

–Lo vi en una ocasión; o al menos, las marcas que dejó en el suelo. Hace mucho tiempo ya.

Kelly estaba sentada frente a Eph en la pequeña cocina. Tenía el cabello más claro y corto; más ejecutivo, más maternal quizá. Puso la mano en un borde del mostrador y él notó las pequeñas cortadas de papel que tenía en los nudillos, un legado de su oficio de maestra.

Ella le había pasado una caja de leche del refrigerador.

–¿Todavía compras leche entera? – le preguntó él.

–A Z le gusta; quiere ser como su padre.

Eph bebió un poco. La leche lo refrescó, pero no lo sació como de costumbre. Vio a Matt sentado en una silla al otro lado del corredor, fingiendo no mirar hacia ellos.

–Se parece mucho a ti -dijo ella. Se estaba refiriendo a Zack.

–Lo sé -comentó Eph.

–Cuanto más crece, más obsesivo, terco, exigente y brillante se vuelve.

–Es algo muy difícil para un niño de once años. Ella esbozó una amplia sonrisa. – Creo que recibí una maldición de por vida. Eph también sonrió. Fue una reacción extraña, un ejercicio que sus músculos faciales no habían hecho en varios días.

–Mira -dijo él-. No tengo mucho tiempo. Yo sólo… quiero que las cosas estén bien entre los dos, o que al menos sean aceptables. Sé que todo ese lío de la custodia nos afectó. Me alegro que haya terminado. No vine a darte un sermón; simplemente… creo que es un buen momento para despejar el ambiente. – Kelly estaba sorprendida, sin saber qué decir-. No tienes que decir nada, yo sólo…

–No -le interrumpió ella-. Quiero decirte algo. Lo siento; nunca sabrás cuánto lo siento. Te pido disculpas por la forma en que terminaron las cosas. De verdad. Sé que nunca quisiste esto; sé que hiciste todo lo que estuvo a tu alcance para que estuviéramos juntos, simplemente por el bien de Z.

–Por supuesto.

–Sólo que yo… no podía hacerlo: realmente no podía. Me estabas chupando la vida, Eph. Además, yo también… quería hacerte daño. Lo hice y lo reconozco. Y separarme fue la única forma en que podía hacértelo.

Él suspiró con fuerza. Kelly estaba reconociendo finalmente algo que él siempre había sabido, pero él no cantó victoria por eso.

–Sabes que necesito a Zack. Z es… creo que yo no podría existir sin él. No sé si esto será sano o no, pero es lo que siento. Él lo es todo para mí… así como una vez lo fuiste tú. – Hizo una pausa para que él pensara en sus palabras-. Sin él, yo estaría perdida; estaría…

Kelly dejó de hablar.

–Estarías como yo -dijo Eph.

Ella se quedó estupefacta y se miraron fijamente.

–Mira -continuó Eph-. Acepto una parte de la culpa. Por nosotros, por ti y por mí. Sé que no soy el… bueno, el hombre más fácil del mundo, el esposo ideal. Yo pasé por lo mío. Y en cuanto a Matt, sé que he dicho algunas cosas en el pasado…

–Una vez dijiste que era la resignación de mi vida.

Eph hizo una mueca.

–¿Sabes qué? Si yo fuera el administrador de un Sears, si tuviera un trabajo que fuera simplemente un empleo y no otra forma de matrimonio… tal vez no te habrías sentido tan excluida y decepcionada. Tan… relegada a un segundo plano.

Permanecieron un momento en silencio, y Eph comprendió que los asuntos más importantes tendían a nublar los más irrelevantes.

–Sé lo que vas a decir: que debimos hablar sobre esto hace varios años -señaló Kelly.

–Debimos hacerlo -coincidió él-. Pero no lo hicimos. No habría funcionado. Primero teníamos que pasar por toda esa porquería. Créeme, habría pagado lo que fuera para no… para no haber vivido esto un solo segundo. Y sin embargo, aquí estamos, como un par de viejos conocidos.

–Las cosas no suceden de la forma en que las imaginamos.

Eph asintió.

–Después de lo que vivieron mis padres y de lo que me hicieron vivir, siempre me dije: nunca, jamás.

–Lo sé.

Eph dobló la boquilla del cartón de leche.

–Así que olvídate de lo que hicimos. Lo que necesitamos hacer ahora es compensar las cosas por el bienestar de Zack.

–Lo haremos.

Kelly hizo un gesto de aprobación. Eph asintió, agitó el cartón de leche y sintió el frío contra la palma de la mano.

–¡Cielos, qué día! – dijo. Pensó de nuevo en la niña de Freeburg que había encontrado tomada de la mano de su madre, y que tenía la edad de Zack-. Siempre me dijiste que si sucedía alguna catástrofe biológica y yo te lo ocultaba, te divorciarías de mí. Pues bien, creo que es muy tarde para eso.

Ella se acercó y lo miró fijamente.

–Sé que tienes problemas.

–No se trata de mí. Sólo quiero que me escuches y que no pierdas los estribos. Hay un virus propagándose por la ciudad. Es algo… asombroso… es lo peor que haya visto en toda mi vida.

–¿Lo peor? – Kelly estaba pálida-. ¿Se trata de SARS?

Eph casi sonrió por lo disparatado y absurdo que era todo.

–Lo que quiero es que salgas de esta ciudad con Zack; y también con Matt. Cuanto antes: esta noche, ahora mismo, y que te vayas tan lejos como sea posible, lejos de las zonas pobladas. Tus padres… ya sabes que no me gusta meterme en sus cosas, pero… todavía tienen la casa en Vermont, ¿verdad?, la que está en la cima de la montaña.

–¿Qué estás diciendo?

–Ve allá al menos por unos días. Mira las noticias y espera mi llamada.

–Un momento. La paranoica soy yo, no tú. ¿Y… qué hago con mi escuela y con la de Zack? – Entrecerró los ojos y preguntó-: ¿Por qué no me dices de una vez de qué se trata todo esto?

–Porque no te irías. Confía en mí y vete -dijo él-. Espero que podamos controlarlo de algún modo, y que todo esto pase rápidamente.

–¿Qué? – exclamó ella-. Realmente me estás asustando. ¿Qué pasa si no puedes controlarlo… y… si te pasa algo a ti?

Él no podía permanecer frente a ella y expresar abiertamente sus propias dudas.

–Kelly… tengo que irme.

Intentó darse la vuelta, pero ella lo agarró del brazo, lo miró fijamente a los ojos para ver si estaba bien y lo rodeó con sus brazos. Lo que comenzó como un simple abrazo improvisado se transformó en algo más, y un momento después ella lo estaba apretando con fuerza. «Lo siento», le susurró al oído, y le dio un beso en su cuello sin afeitar.

Calle Vestry, Tribeca

Eldritch Palmer esperaba sentado en una silla dura, confortado por la suave brisa nocturna. La única luz directa provenía de una lámpara de gas situada en un rincón. La terraza estaba en la última planta de la más baja de las dos construcciones contiguas. El piso era de baldosas de barro cuadradas, desgastadas por el tiempo y la intemperie. Un escalón bajo precedía a un muro alto en el costado norte, con dos arcos grandes de hierro forjado. Un mosaico de baldosines terracota acanalados remataba la pared y los salientes a cada lado. Las puertas de la residencia estaban a la izquierda, al fondo de unos arcos más amplios. Detrás de Palmer, quien se encontraba junto a un muro de cemento blanco en el costado sur, había una estatua de una mujer sin cabeza enfundada en una túnica, los hombros y brazos oscurecidos por las inclemencias del clima. La hiedra crecía en la base de la estatua. Aunque se veían algunos edificios más altos al norte y al este, el patio era bastante privado, una terraza tan escondida como pocas en el Bajo Manhattan.

Palmer estaba escuchando los sonidos provenientes de las calles de la ciudad, los cuales cesarían muy pronto. Si sólo supieran esto, acogerían esta noche de mejor grado. Todas las cosas simples de la vida se hacen infinitamente preciosas ante la muerte inminente, y Palmer lo sabía muy bien. Había sido un niño enfermizo y toda su vida había tenido problemas de salud. Algunas mañanas se despertaba sorprendido de ver otro amanecer. La mayoría de las personas no sabían lo que era contabilizar la propia existencia con cada salida del sol; ignoraban lo que era depender de las máquinas para poder sobrevivir. La salud era un derecho de nacimiento para casi todo el mundo, y la vida, una serie de días por vivir. Nunca habían experimentado la cercanía de la muerte, la intimidad de la verdadera oscuridad.

Eldritch Palmer no tardaría en materializar su sueño: un menú ininterrumpido de días extendiéndose ante él. Pronto sabría lo que era no preocuparse por el mañana, ni por el después del mañana…

Una brisa meció los árboles del patio y se coló entre algunas plantas. Palmer, quien estaba a un lado de la habitación más alta, escuchó un susurro; un murmullo, como el del dobladillo de un manto rozando el suelo; una capa negra.

Creí que no querías ningún contacto hasta después de la primera semana.

La voz -a la vez familiar y despiadada- le hizo sentir al magnate escalofríos en su espalda encorvada. Si Palmer no le estuviera dando deliberadamente la espalda desde el centro del patio -tanto por respeto como por aversión humana- habría visto que la boca del Amo nunca se movía. Él nunca emitía sonidos en la noche. El Amo le hablaba directamente a su mente.

Palmer sintió la presencia encima de su hombro y mantuvo sus ojos lejos de él.

–Bienvenido a Nueva York.

La voz le tembló más de lo que hubiera querido, pero no hay nada tan perturbador como un ser que no sea humano.

El Amo permaneció en silencio y Palmer intentó ser más enfático.

–Tengo que decir que no apruebo lo de Bolívar. No sé por qué lo elegiste.

No me importa quién sea.

Palmer comprendió de inmediato que tenía razón. ¿Qué más daba que fuera él u otro? Palmer creía estar pensando como un ser humano.

–¿Por qué dejaste a cuatro pasajeros con vida? Eso ha causado muchos problemas.

¿Me estás interrogando?

Palmer tragó saliva; era una persona muy influyente que no se sometía ante nadie. La sensación de servilismo abyecto le era tan extraña como repugnante.

–Alguien sabe de ti -dijo Palmer con rapidez-. Un científico médico, un investigador de enfermedades. Aquí en Nueva York.

¿Qué importancia tiene un hombre para mí?

–Él… su nombre es Ephraim Goodweather, es un experto en control de epidemias.

Tus monitos glorificados. Tu especie es la epidémica, no la mía.

–Goodweather está siendo aconsejado por alguien; por un hombre que tiene un conocimiento detallado de tu especie. Conoce las tradiciones populares e incluso un poco de biología. La policía lo anda buscando, pero pienso que se requiere una medida más contundente. Creo que esto podría marcar la diferencia entre una victoria rápida y decisiva, y una lucha dilatada. Tenemos muchas batallas por librar, tanto en el frente humano como en los demás.

Yo prevaleceré.

Palmer no tenía dudas en ese sentido.

–Sí, por supuesto. – Quería conocer personalmente al anciano y confirmar de quién se trataba antes de transmitirle cualquier información al Amo. Era por eso precisamente por lo que se esforzaba en no pensar en el anciano, pues sabía que cuando se está ante el Amo, uno debe proteger sus pensamientos…

Me he encontrado con ese anciano. Cuando no estaba tan viejo.

Palmer se sintió completamente derrotado.

–Usted recordará que tardé mucho tiempo en encontrarlo. Mis viajes me llevaron a los cuatro rincones del mundo; hubo muchos callejones sin salida y caminos que no conducían a ninguna parte. Tuve que lidiar con muchas personas, y él fue una de ellas. – Intentó cambiar de tema, pero tenía la mente nublada. Estar en presencia del Amo era como el combustible frente a una mecha ardiente.

Veré al tal Goodweather y me encargaré de él.

Palmer ya había preparado un informe sobre los antecedentes del epidemiólogo del CDC. Sacó la hoja de su chaqueta y la extendió en la mesa.

–Aquí está todo, Amo. Su familia, sus conocidos…

Se escuchó un arañazo en la mesa y el papel desapareció. Palmer sólo se atrevió a mirar la mano de reojo. El dedo corazón, retorcido y con la uña afilada, era más largo y grueso que los demás.

–Lo único que necesitamos ahora son unos días más -dijo Palmer.

Se había desatado una discusión en el interior de la residencia de la estrella del rock, en la casa sin terminar que Palmer había tenido el infortunado placer de conocer para asistir al encuentro en el patio. Había sentido un profundo disgusto por el dormitorio del ático, la única parte terminada de la casa, con su decoración excesiva y recargada, que apestaba a lujuria primaria. Palmer nunca había estado con una mujer. No lo hizo durante su juventud debido a su enfermedad y a los sermones de las dos tías que lo educaron; y por elección propia cuando alcanzó la edad adulta. Había concluido que nunca contaminaría la pureza de su mortalidad con el deseo.

La discusión se hizo más acalorada y adquirió un tono indiscutiblemente violento.

Tu hombre tiene problemas.

Palmer se sentó derecho. El señor Fitzwilliam estaba allí, aunque Palmer le había prohibido expresamente que ingresara en el patio.

–Dijiste que su seguridad estaría garantizada aquí.

Palmer oyó que alguien corría. Escuchó unos gruñidos y un grito humano.

–Detenlos -dijo Palmer.

Como siempre, la voz del Amo era lánguida e imperturbable.

El no es a quien ellos buscan.

Palmer se levantó del susto. ¿El Amo se estaba refiriendo entonces a él? ¿Se trataba de una trampa?

–¡Hemos suscrito un acuerdo!

Siempre y cuando sea de mi conveniencia.

Palmer escuchó otro grito cercano, seguido de dos disparos. Una de las puertas se abrió hacia adentro, y la reja fue empujada. El señor Fitzwilliam, el ex marine que pesaba ciento dieciocho kilos, entró corriendo, agarrándose el brazo izquierdo con la mano derecha, y la mirada desencajada por la angustia.

–Señor, vienen detrás de mí…

Sus ojos dejaron de mirar el rostro de Palmer y se posaron en la figura increíblemente alta que estaba detrás de él. La pistola cayó de las manos del señor Fitzwilliam y rebotó contra el piso. El señor Fitzwilliam se puso pálido, se balanceó un momento como si estuviera en la cuerda floja y cayó de rodillas.

Detrás de él venían los transformados, ataviados con diversos atuendos que iban desde la ropa de marca a los vestidos góticos, pasando por el prét-a-porter de los paparazzi. Todos ellos apestaban y estaban cubiertos de tierra. Entraron en el patio como criaturas obedeciendo a una señal.

Al frente de ellos estaba Bolívar, enjuto y casi calvo, con una bata negra. Como todo vampiro de primera generación, era más maduro que el resto. Su piel tenía una palidez de alabastro; era casi brillante y desprovista de sangre, y sus ojos eran como dos lunas muertas.

Detrás de él había una fan a quien el señor Fitzwilliam le había disparado un tiro en la cara en medio de su desespero. El hueso de la mejilla estaba abierto hasta la oreja, de modo que sonreía de manera atroz con la otra mitad de su boca.

Los demás vampiros ingresaron en la noche naciente, emocionados por la presencia de su Amo. Se detuvieron para mirarlo sobrecogidos.

Eran niños.

Ignoraron a Palmer, pues la presencia del Amo irradiaba una fuerza tal, que los mantuvo embelesados. Se congregaron frente a él como seres primitivos frente a un túmulo sagrado.

El señor Fitzwilliam permaneció de rodillas, como si hubiera sido golpeado.

El Amo habló de un modo que Palmer creyó estar dirigido exclusivamente a él.

Me has traído hasta aquí. ¿No vas a mirarme?

Palmer había visto una vez al Amo, en un sótano oscuro de otro continente. No con mucha claridad, aunque sí lo suficiente. Esa imagen nunca lo había abandonado.

Era imposible evitarlo ahora. Palmer cerró los ojos para armarse de valor, los abrió y se obligó a mirar, como arriesgándose a quedar ciego después de observar el sol.

Deslizó su mirada del pecho del Amo a…

… su rostro.

El horror. Y la gloria.

La impiedad. Y la magnificencia.

Lo abyecto. Y lo sagrado.

El terror desmesurado hizo que la cara de Palmer se transformara en una máscara de miedo, esbozando una sonrisa triunfal con los dientes apretados.

Era Él, trascendente y horroroso. Ahí estaba, el Amo.

Calle Kelton, Woodside, Queens

Kelly cruzó rápidamente la sala. Traía una bolsa con ropa limpia en una mano, y un par de baterías en la otra. Entretanto, Matt y Zack veían las noticias en la televisión.

–Vamonos -dijo Kelly, metiendo las cosas en una bolsa de lona que había sobre una silla.

Matt se dio la vuelta y le sonrió, pero ella no estaba para esas galanterías.

–Kelly, por favor…

–¿Acaso no me has escuchado?

–Te escuché con mucha atención. – Se levantó de la silla-. Mira, Kel, tu ex esposo se está interponiendo de nuevo entre nosotros; ha lanzado una granada en nuestro hogar. ¿Acaso no te das cuenta? Si se tratara de algo realmente serio, las autoridades oficiales ya se habrían pronunciado al respecto. ¿No crees?

–Claro que sí, los funcionarios públicos nunca mienten. – Se dirigió al armario y sacó el resto del equipaje. Kelly tenía la bolsa recomendada por la Oficina de Emergencias de la ciudad de Nueva York para una evacuación. Era una fuerte bolsa de lona con agua, barritas de cereales, un radio AM/FM de banda corta marca Grundig, una linterna Faraday, un botiquín de primeros auxilios, cien dólares en efectivo, y un paquete impermeable con las fotocopias de los documentos de identificación.

–En tu caso, ésta es una profecía cumplida -continuó diciendo Matt mientras la seguía-. ¿No lo ves? Él sabe cuál es la tecla que debe presionar. Es por eso por lo que no pudisteis vivir juntos.

Kelly sacó dos raquetas viejas del armario y le dio una patada a Matt por hablar así delante de Zack.

–Estás equivocado, Matt. Yo le creo.

–Lo están buscando, Kel. Ha sufrido un colapso, una crisis nerviosa. Todos estos supuestos genios son básicamente personas frágiles, como los girasoles que siembras en el jardín de atrás: tienen la cabeza muy grande y se derrumban por su propio peso. – Kelly le lanzó una bota de invierno que él alcanzó a esquivar-. Sabes que esto tiene mucha relación contigo. El suyo es un caso patológico y tampoco ha podido olvidarte. Planeó todo esto para mantenerse cerca.

Ella estaba agachada frente a uno de los cajones del armario y lo miró por debajo de sus lentes con suspicacia.

–¿Realmente piensas eso?

–A los hombres no les gusta perder. Nunca se rinden.

Ella sacó una maleta y salió del armario.

–¿Es por eso por lo que no quieres irte de aquí?

–No me iré porque tengo que trabajar. Créeme que lo haría si pudiera utilizar la excusa apocalíptica de tu esposo chiflado para evitarme el inventario de la tienda. Pero sucede que en el mundo real te despiden si no vas a trabajar.

Ella se dio la vuelta, descompuesta con su terquedad.

–Eph dijo que nos fuéramos. Nunca antes se había comportado así ni se había expresado en esos términos. Se trata de una amenaza real.

–Todo se debe a la histeria provocada por el eclipse. Lo están diciendo en la televisión. La gente está enloqueciendo. Si yo fuera a huir de Nueva York a la primera ocurrencia, hace mucho que me habría ido de aquí. – Matt puso las manos en los hombros de ella. Kelly lo rechazó inicialmente, pero luego dejó que la abrazara-.Cada vez que pueda iré a la sección de artículos electrónicos y le echaré un vistazo a las noticias televisivas; así me enteraré de lo que suceda. Sin embargo, todo sigue funcionando, ¿no es verdad? Por lo menos para los que tenemos trabajos reales. Quiero decir, ¿vas a abandonar tu trabajo en la escuela así sin más?

Las necesidades de sus estudiantes eran muy importantes para ella, pero Zack estaba por encima de todas las demás.

–Es probable que cierren la escuela durante algunos días. Ahora que lo pienso, muchas niñas faltaron hoy a la escuela sin explicación alguna…

–Son niñas, Kel. Seguramente se resfriaron.

–Creo que realmente es por el eclipse -intervino Zack, al otro lado del cuarto-. Fred Falin me lo dijo en la escuela. Todos los que observaron la luna sin la debida protección quedaron con el cerebro tostado.

–¿Cuál es tu fascinación por los zombis? – le preguntó Kelly.

–Ellos existen -respondió el chico-. Hay que estar preparados. Apuesto a que ni siquiera sabéis cuáles son las dos cosas más importantes que se necesitan para sobrevivir a una invasión de zombis.

Kelly no le hizo caso.

–Me rindo -dijo Matt.

–Un machete y un helicóptero.

–¿Un machete? – Matt negó con la cabeza-. Yo preferiría una pistola.

–Estás equivocado -replicó Zack-. Los machetes no necesitan recargarse.

Matt aceptó su argumento y se dirigió a Kelly.

–Fred Falin realmente sabe de qué está hablando.

–¡Callaos los dos! – Ella no estaba dispuesta a tolerar una confabulación en su contra. Le habría encantado ver a Zack y a Matt bromear juntos en otras circunstancias-. Zack, lo que estás diciendo es absurdo. Se trata de un virus real. Tenemos que irnos de aquí.

Matt estaba al lado de la maleta y la bolsa.

–Cálmate, Kel. ¿De acuerdo? – Sacó las llaves del auto y las hizo girar con el dedo-. Toma un baño y respira profundamente. Por favor, piensa en términos racionales. No confíes en la supuesta información «confidencial». – Se dirigió a la puerta principal-. Os llamaré después.

Salió de la casa y Kelly se quedó mirando la puerta.

Zack se acercó a ella con la cabeza ligeramente inclinada, tal y como lo hacía cuando preguntaba qué era la muerte o por qué algunos hombres se tomaban de la mano.

–¿Qué te dijo mi papá sobre esto?

–Él sólo… quiere lo mejor para nosotros.

Ella se llevó la mano a la frente para taparse los ojos. ¿Debía alarmar a Zack? ¿Debía irse con Zack y abandonar a Matt? Pero si ella confiaba en Eph, ¿no tenía acaso la obligación moral de advertírselo?

El perro de los Heinson comenzó a ladrar en la casa de al lado. No era el ladrido rabioso de siempre, sino un gruñido agudo y nervioso. Eso bastó para que Kelly saliera al patio de atrás, donde observó que la lámpara se había encendido al detectar un movimiento.

Permaneció allí con los brazos cruzados, observando el jardín en busca del origen del movimiento. Todo parecía inmóvil, pero el perro seguía gruñendo. La señora Heinson lo metió en la casa, pero el perro todavía ladraba.

–¿Mami?

Kelly saltó, asustada por la mano de su hijo, y perdió el control.

–¿Estás bien? – le preguntó Zack.

–Odio esto -dijo ella, conduciéndolo de nuevo a la sala-. Simplemente odio todo esto. Decidió empacar por los tres. También decidió vigilar. Y esperar.