XII

Laure no ha escrito nada sobre esa última semana en el hospital. Más adelante, cuando abra esos cuadernitos garrapateados día a día, manchados, desgarrados, encontrará solamente esta frase, minúscula, escrita unas horas antes de salir: tengo miedo.

Por la mañana, ha subido a la balanza, había tomado té, no había hecho pipí, se había apretado estrechamente el kilo de arroz con el cinturón. Cincuenta kilos clavados. La víspera, le habían dejado elegir su menú del día, por si acaso. El doctor Brunel acudió temprano, justo después del desayuno. También él tenía miedo, se le notaba. Y eso que sabía que no servía de nada prolongar la hospitalización, que lo demás ya debía transcurrir fuera. Laure le dijo un día que si recaía, ese camino que acababa de hacer —las infusiones, las bolsas de agua caliente, la sonda, esa recuperación lenta y balbuceante— no podría hacerlo una vez más. Que no se vería con fuerzas.

Él la ha dejado hacer el equipaje, ha vuelto un poco más tarde para despedirse. Sabía lo frágil que se sentía ella ese día de diciembre, con la pesada mochila al hombro, sabía que podía desplomarse hacia uno u otro lado, que aquel pequeño edificio de huesos y grasa se mantenía en equilibrio como un juego de palillos chinos.

Ella nunca dijo nada del kilo que le había robado.

Al no haberla pesado nunca por sorpresa, al no haber pedido nunca a nadie que lo hiciera, le quitó de la cabeza esa mentira como lo demás. La dejó marcharse con ese kilo imaginario, esa pequeña victoria que había arrancado, que bastaba sin duda para borrar las profundas capitulaciones que la habían precedido. La dejó marchar, como aquella primera vez que ella fue a verle, le otorgó su confianza, esa confianza intacta que ella nunca podría traicionar, le hubiera gustado sin duda meter en su mochila esa energía vital, viva, que tenía para ella y que tendría para todas las demás, para sacarlas de aquello.

Laure describió con todo detalle aquellas semanas que pasó luchando contra sí misma. El tiempo con cuentagotas que veía transcurrir en la punta de su bolígrafo, ese tiempo suspendido, asfixiado. Devoraba como un ogro para mantener su peso de salida, había pegado en el frigorífico el programa de la dietista, era una barbaridad, la verdad, toda aquella manduca que tenía que tragarse.

Laure acudía a la consulta los miércoles. Esperaba en su silla de plástico verde a que se abriese la puerta, a que él la llamase, Laure te toca pasar a ti. Le hubiera gustado instalarse allí, dormirse en la mesa de exploración, quedarse junto a él para no volver a tener miedo. Iba a sollozar a la consulta del doctor Brunel, llenaba la papelera de pañuelos de papel. Sólo él sabía que luchaba con todo su cuerpo, que luchaba a cada instante para conservar intacto el deseo de vivir que había recobrado. Él la ayudaba a resistir, contestaba a sus cartas, a sus llamadas, construía con ella una nueva coraza de sal y de confidencias. Quería curarse. No era tan sólo un asunto de cubrir de grasa los huesos, él lo había entendido. Laure volvía a su casa soñando con los kilos que le ofrecería muy pronto a él, esos kilos radiantes que sería capaz de engordar sola, en la vida de verdad. Esa vida que algún día sabría plantearse seriamente.

Ostenta la huella indeleble de aquel año, una cicatriz indolora. El precio que ha pagado.