CAPÍTULO V

Keith Elker era un hombre grueso, de cabello blanco, ojos redondos y fríos, faz ancha y rugosa, de un tono bronceado, y expresión de implacable hombre de negocios. Era el principal accionista de la Western Pictures, como dijera Wanda. Y, además, productor de «En el litoral», en compañía de Fred Deledda, su actor y socio.

Recibió a la gente que le visitaba, embutido en su smoking blanco, impecable, con una sonrisa muy cinematográfica, para estar a tono con el cariz de la fiesta.

El chalet de Elker era realmente suntuoso, una de aquellas edificaciones de Beverly Hills, que recordaban la época dorada de Hollywood, cuando las figuras del cine mudo levantaban sus palacetes de auténticos nababs, en las mejores parcelas de Sunset, de Santa Mónica, de Culver City, de Burbank y de Hollywood.

Una edificación colonial, con porche de altas columnas, luces indirectas sobre el césped y macizos de flores, de arrietes, jardines y alamedas en torno, senderos de suave grava dorada, sobre la que patinaban las ruedas de los automóviles fabulosos alineados allí, y en el interior de la casa, una serie de músicos elegidos, en una sesión de auténtico jazz, entremezclado de melodías dulzonas y bobas, para animar la fiesta del magnate del cine.

Marty Rhy estuvo seguro de qué Keith Elker era el primero en parpadear, cuando él apareció del brazo de Wanda Leigh, bellísima con su traje de noche en plata y blanco.

—Bienvenido a la fiesta, Rhy —saludó, tras ser anunciado—. Usted trabaja en mi película, ¿no es cierto?

—Sí. Yo y mi yate —dijo irónicamente Marty, antes de penetrar en el salón brillantemente iluminado.

—En cambio, a su acompañante no logro recordarla —objetó Elker—. ¿Es una actriz, una Starlett, una periodista…?

—No es nada de eso —avisó Marty, sarcástico—. Es maquilladora.

—¿Eh? —se asombró Elker—. ¿Maquilladora ha dicho?

—Eso es. Además, es mi prometida. ¿Vamos, querida? —habló, dirigiéndose a ella.

Y avanzó altivamente con ella, a través del salón repleto ya de personal. Mucha gente miraba ahora hacia Wanda Leigh. Parecía como si nunca hubiera estado en Hollywood, y acabaran de descubrirla.

—¿Lo ve, Wanda? —dijo Marty entre dientes—. Es todo un éxito. Alguien va a sufrir un ataque de bilis, no tardando mucho…

—Después de todo, es la primera fiesta a la que asisto —sonrió Wanda—. Nunca me fié de nadie que se ofreciera a escoltarme de noche…

—Hizo bien. Gracias por su confianza en mí, Wanda. ¿Sabía cuándo lo aceptó, que yo soy un tipo de mala fama, un aventurero y rufián de la peor especie?

—Lo he sabido siempre. Pero creo que, a pesar de su fama, es usted un buen muchacho, Marty.

—Sólo con las buenas chicas, Wanda. Y aun de eso, no debe sentirse muy segura…

—Pues me siento segura, diga usted lo que diga.

—Gracias por su confianza —suspiró Marty—. Está empezando a emocionarme…

—¡Oh, señorita Leigh! ¿Pero esto es posible? —estalló de repente una voz cerca de ellos—. Cuando la he visto me preguntaba si podía ser usted…, y ahora veo que, ciertamente, lo es.

Ella se volvió, confusa. Aún pareció más confusa al reconocer a la mujer que hablaba. Era una dama de cabellos plateados, traje de noche azul marino, realmente maravilloso, y una espléndida colección de joyas. El escote, pese a su amplitud, era insuficiente para albergar tanta esmeralda, tanto oro y tanto brillante. Casi resultaba un milagro que la dama se mantuviera en pie.

Wanda Leigh, inclinada ante la dama, manifestó humildemente:

—Oh, señora Devin, nunca pude imaginar que usted me reconociese…

—¿Reconocerla? Oh, querida. Ya le dije que me parecía conocida, y pregunté a mi vecina, la condesa Di Santi, Ella me respondió: «Mi querida Andrea, ¿es que ni siquiera conoces a tus empleadas? Ésa es Wanda Leigh, tu maquilladora de la Western Pictures». Y entonces la he recordado…

Marty estudió a Andrea Devin. Era una mujer que podía haber parecido aristocrática, de no ser por su desmesurado afán de cargarse de chatarra por valor de millones. Por otro lado, era evidentemente una mujer astuta y vivaz, de gran cerebro; Después de todo, era preciso tenerlo, para regir una empresa tan amplia, sólo en cosméticos, perfumes y maquillajes, como era la «Andrea Devin Make-Up». Podía tener cuarenta años. Pero sin duda tenía más.

—… Además, la acompaña un guapo mozo —estaba diciendo Andrea Devin en esos momentos—. Perrita que la felicite, mí querida señorita Leigh. ¿Puedo saber quién es su compañero?

—Naturalmente, señora —intervino Marty, inclinándose—. Soy Marty Rhy. Trabajo en la película de Keith Elker. La señorita Leigh, es mi prometida.

—¡Su prometida! —se asombró ella, parpadeando. La miró, sorprendida—. Mi felicitación, querida… Y a usted también, señor Rhy… Ambos hacen una buena pareja. Ella es joven, bonita y eficiente… Usted joven, guapo, apuesto… Creo que ascenderá pronto en su puesto, señorita Leigh…

—Oh, señora Devin, mil gracias… —empezó tímidamente Wanda.

—No me las dé, no me las de —cortó jovialmente ella, agitando una mano cargada de pulseras de oro, platino y brillantes. Luego, apartó un poco a Marty, mientras parecía preocuparse de estrechar su mano, y musitó al joven aventurero entre dientes—: Me interesaría hablar con usted, muchacho. Vaya a verme cuando quiera… Cualquier persona en Hollywood le dirá dónde vivo. Y no necesita llamar…

Marty se sintió oprimida con fuerza su mano. Luego, la mujer se alejó. Cuando se volvió a Wanda, estrechaba aún entre sus dedos el pequeño y plano objeto metálico que la directora y propietaria de la firma de cosméticos le depositara disimuladamente en la mano, al oprimirla por última vez.

—Encantadora —decía Wanda, con grata sorpresa—. Es una mujer encantadora, Marty. Dios mío, asistir a una fiesta del gran Hollywood, hace milagros, ¿no cree?

—Sin duda. —Marty contempló fijamente la llavecita «Yale» que oprimían sus dedos. Era muy pequeña y dorada. No le hubiera sorprendido que fuese realmente de oro—. Sin duda, Wanda, no hay como asistir a una fiesta así para encontrarse con milagros increíbles…

No añadió más. En vez de explicarle a Wanda lo que había sucedido, optó por llevarla del brazo, a través de la sala. Tiempo habría de referir a la joven la desoladora afición de ciertas damas ricas e importantes, hacia los galanes mucho más jóvenes que ellas.

—¡Cielos, creo que mañana se suspenderá el rodaje! —oyó decir a alguien, cerca de él, cuando llegaban a la larga mesa repleta de sandwiches, canapés de caviar, cócteles y ponches alcohólicos. Allí, nadie parecía acordarse de que, en una fiesta similar, días atrás, murió una muchacha, al saturarse de narcóticos.

Se volvió al que hablara. Era el inevitable Herman Oates, el cazatalentos de la Western Pictures, charlando con el cameraman pelirrojo y pecoso, Andy Parrish, que asentía, muy solemne, entre mordisco y mordisco a un sandwich de queso indefinible, color de mostaza.

—Sí, creo que no trabajaremos mañana —asentía. Parrish, lúgubremente—. Así podremos acostarnos cuando nos parezca bien, ¿no te parece, Oates?

—¿Por qué no hemos de trabajar? —indagó Marty.

—¿No lo sabe? —Oates se volvió a él, plañidero—. Ha empezado a llover…

Era cierto. Miró a las vidrieras de la casa de Elker. Las gruesas gotas de agua batían los cristales de las ventanas. Ya la tarde había estado nublada. Ahora, rompía en lluvia abierta. Como decían ellos, no habría rodaje si todo continuaba así.

—La lluvia limpia a veces las alcantarillas de la ciudad —sentenció Marty Rhy, sonriendo enigmáticamente—. Esperemos que haga lo mismo aquí…

Parrish y Oates le miraron, perplejos. Si le entendieron, no dieron muestras de ello. Marty y la muchacha, se alejaban ya hacia el fondo de la residencia, donde otros grupos de gentes cinematográficas, charlaban o bailaban a los acordes de la música.

Allí, rodeado por un grupo numeroso de admiradores, estaba el inevitable Fred Deledda, con su impecable smoking color crema claro, fumando y conversando con su tono de eterno dominador de todo grupo.

Marty vio cerca de él a una muchacha, la misma pelirroja que le acompañara anteriormente en su «Cadillac». Llevaba un traje de noche color magenta. Tan reducido, que parecía a punto de caer de su seno.

También estaban allí Sam Fletcher, con un «Martini» seco en la mano, Gladys Vernon, empeñada en rivalizar con la Starlett pelirroja en cuanto a profundidad en el escote, y un par de hombres morenos y enjutos, latinos sin duda alguna, sentados muy cerca de Deledda, y pendientes de sus más mínimos gestos. Marty estuvo seguro de que eran gente de su clan, y Wanda se lo confirmó:

—Mike Contiano y Georgio Costello. Son ésos, Marty.

Rhy asintió, estudiándoles en silencio. Contiano era el más delgado y moreno. Costello no era mucho más gordo ni más rubio, pero sí había una ligera diferencia. Además, Costello era casi calvo en el centro de su cabeza, y llevaba lentes con montura de oro. Ambos vestían smoking oscuro y bebían combinados. Como un invitado vulgar. Pero no eran vulgares.

De repente, Fred Deledda fijó su mirada oscura y penetrante en Wanda. Fue igual que un pinchazo en su carne. Dio un leve respingo. Dejó de interesarle todo lo que decía la pelirroja de turno. Clavó sus ojos en Wanda Leigh. Parecía sugestionado por la presencia de la muchacha.

Con igual brusquedad que había fijado en ella sus ojos, apartó de repente a los que le rodeaban, y tomando un «Tom Collins» de una bandeja que le ofrecía un camarero de Elker, se encaminó derecho, con paso elástico y firme, hacia la joven maquilladora.

—Buenas noches —saludó—. Creo que nos conocemos, señorita Leigh. Pero jamás la vi tan hermosa como esta noche. ¿Un combinado?

—No, gracias —dijo ella, nerviosa, mirando de soslayo a Marty Rhy, tan rígido e inexpresivo como una columna del salón o un poste de telégrafos—. No bebo.

—Señorita, usted no debe recordar quién soy yo, ¿no es cierto? —sonrió desafiante Fred Deledda.

—Desgraciadamente, le recuerdo muy bien —replicó ella.

—Oh, olvide aquello. Tome, querida —le tendió el «Tom Collins», ignorando por completo a Marty Rhy—. Haga una excepción. Nadie rechazó nunca una bebida a Fred Deledda… Tome esto y acompáñeme… Podemos divertirnos mucho esta noche.

Al tiempo que obligaba a la joven a tomar la copa de «Tom Collins» entre sus dedos, la rodeó los hombros con su brazo, empezando a arrastrarla consigo. Evidentemente, Wanda Leigh pretendía evitar el desastre que se avecinaba. Pero no le era posible, sin violencias que aún empeorarían las cosas, oponerse al reyezuelo del Hollywood nocturno, el invulnerable e irresistible Fred Deledda.

Marty Rhy esperó justamente lo preciso. No intervino antes, porque quería hacerlo sobre seguro.

—Un momento, hermano —avisó de pronto.

Luego tomó a Deledda por un brazo. El actor se volvió, mirándole con sorpresa. Le reconocía muy bien, aunque fingía no ser así. La mirada se tornó irritada al ver que Marty no le soltaba.

—Escuche, actorzuelo —replicó a su vez—. Vaya soltándome o le pesará. A Fred Deledda, nadie le impone nada. Lárguese por ahí, y déjenos en paz.

Marty aún le sujetaba el brazo cuando con su otra mano, arrancó suavemente la copa de «Tom Collins» de los dedos fláccidos de la muchacha, a la vez que decía:

—Mi novia no quiere beber con usted. Y yo no quiero ver su asqueroso brazo en ella…

Hizo dos cosas. La primera, tirarle el contenido de la copa a la cara. La segunda, arrancar su brazo de un tirón, de encima del hombro de Wanda. Con tal fuerza, que el actor latino reculó unos pasos, dando trompicones.

En el acto hubo movimiento en la sala. Sus inseparables e incondicionales Contiano y Costello, saltaron de sus asientos, avanzando hacia él, en apoyo de su compañero injuriado ante el «todo Hollywood» que, sorprendido, asistía al brote de rebeldía de aquel joven desconocido.

Fred Deledda rió agriamente, apretando los dientes con un gesto bilioso, en tanto sus compinches y amigos ya llegaban muy cerca de Marty. Contemplaba a su antagonista con un aire de suficiencia irritante.

—No sabe en lo que se ha metido —dijo, con rencor—. El hecho de que mendigue un papelito a mi sombra, rebañando unos dólares, no significa que tenga derecho a nada, imbécil. Fred Deledda está muy por encima de la gentuza como usted…

Pero el cobarde ni siquiera se movió. En vez de eso, azuzó a sus compinches contra él, con una sola mirada. Y, evidentemente, tanto Contiano como Costello se tenían bien aprendida la lección elemental del clan, que les dictaba la defensa inmediata del patrón.

Fueron hacia Marty a dúo, dispuestos a machacarle. Eran perros viejos en luchas callejeras y en granujerías de barrio bajo. Sólo que se tropezaban con alguien que se había criado en sitios peores que ellos.

Marty Rhy les dejó llegar hasta él. Luego, incluso les permitió que disparasen sobre él sus puños. Y fue todo lo que hicieron los peligrosos defensores de Deledda.

Los puños contrarios silbaron, inofensivos, en el aire. Pasaron muy lejos de Marty. Éste se había desplazado con un salto lateral, realmente felino. Y, a su vez, cargó contra ellos.

Un asombrado cúmulo de famosos de Hollywood, asistieron, atónitos, a la exhibición rápida y contundente de Marty. Las manos de éste se cerraron como tenazas musculosas y potentes, sobre los cuellos de Contiano y de Costello. Les atrajo a uno contra otro, con virulento impulso.

Las cabezas chocaron como cocos llenos. Un crujido escalofriante, marcó el impacto. Cuando Marty les soltó, ambos italianos rodaron pesadamente al suelo, inertes y sin conocimiento.

Jamás una cosa fue tan terriblemente simple y eficaz. A Fred Deledda empezó a fallarle su famosa seguridad. Perdió color, se humedeció los labios y miró duramente a Marty. Casi llevó la mano al sobaco. Evidentemente, no era para rascárselo.

Marty no le dejó hacer la maniobra entera. Le sorprendió con un mazazo de abajo arriba, que lo proyectó aparatosamente contra la cortina que había tras él. Ya la mano de Deledda se hundía en el smoking claro cuando la zurda de Marty le alcanzó de refilón en la sien, disparándole contra una columna, en la que rebotó igual que una marioneta. Osciló, a punto de doblarse ya, para encontrarse con otro «uppercut» de Marty, rematado finalmente con un zurdazo terrible, que lo envió, dando tumbos, sobre el bruñido pavimento del salón.

Después de la paliza, se hizo un silencio de muerte en la residencia de Keith Elker, el productor. Fred Deledda, el terrible, con todo el poder de su clan, era ahora un guiñapo caído en el suelo, sangrando por su rota nariz y por una ceja partida. El smoking producía lástima. Su bello color se había echado a perder para siempre.

—Hacía mucho tiempo que lo necesitaba —observó Marty Rhy, sacudiéndose las manos de imaginario polvo—. Esta bazofia de ciudad iría mucho mejor, con gentes que supieran que cosas como ésta, siempre se pueden hacer… si uno tiene reaños para ello.

Tomó a Wanda por un brazo nuevamente, disponiéndose a seguir hacia la pista de baile, ante la asombrada orquesta. Entonces observó que Contiano se disponía a incorporarse de nuevo, quejándose de la cabeza.

Marty disparó sin contemplaciones su pie izquierdo. El zapato pegó con la puntera en la mandíbula del caído, brutalmente. Contiano, con un gruñido de dolor, se abatió de bruces, ahora definitivamente.

—¿Bailamos, querida? —preguntó con asombrosa sangre fría Marty a la joven.

—Oh, Marty, ¿es posible que…? —comenzó ella, pero Rhy no la dejó concluir, y comenzó a arrastrarla por la sala, mientras los músicos reanudaban la pieza, interrumpida durante la pelea.

Terminaron de bailar la pieza, ante el general estupor, mientras los criados de Keith Elker procedían a sacar de la sala a los inertes componentes del «clan Deledda», incluido su propio jefe.

—Dios, mío, Marty… —susurró la joven, cuando volvían de la pista—. ¿No habrá sido pasarse de la raya?

—Claro que no. Ese cerdo merece mucho más. Lástima que California no sea la del siglo pasado, y las cosas no se puedan solventar a tiros, como entonces…

Nada más abandonar la pista de baile, se encontraron con Keith Elker en persona. El productor y dueño de la casa, aparecía flanqueado por tres criados de aspecto poco tranquilizador.

—Espero salga de mi casa en el acto, señor Rhy —dijo fríamente el productor—. Su actitud es incalificable, siendo mi invitado.

—Seguro. Usted sólo puede elogiar la actitud de su compinche, Fred Deledda, ¿no es cierto? —dijo duramente Marty—. Hasta hoy, nadie se atrevió a tanto. Tal vez porque viven en una ciudad de ratas, y éstas siempre se asustan fácilmente. Lástima que hayan tropezado con Marty Rhy. Los gangsters no me asustan.

—Le repito que se vaya. Esta fiesta se ha estropeado con su presencia. No creo que necesite llamar a la policía para…

—Cielos, claro que no —rió Marty entre dientes—. Su casa huele mal, señor Elker. Como usted y sus compinches del clan. Sin duda, hay algo podrido en ustedes. ¿Aún no se han dado cuenta?

Tomó contra sí a Wanda, y echó a andar hacia la salida, sin más explicaciones. Aunque fuera seguía lloviendo, no se asustó demasiado por ello. Se detuvo en el porche, oteando los arbustos del jardín, brillantes de agua, y con el tamborileo de la lluvia cayendo en ellos de forma monocorde.

—Dios mío, Marty —susurró Wanda Leigh—. Por mi culpa ocurre todo esto. Salió en mi defensa, y la cosa se complicó. No debió traerme aquí. Hubiera sido mejor para usted. Ahora, Elker puede anularle el contrato.

—Me tendría sin cuidado. Pero no lo hará. Un escándalo en su casa, no tiene nada que ver con la labor profesional.

—Pero se ha buscado enemigos muy peligrosos. Deledda, Elker, los amigos de Deledda… —ella le contempló con temor—. Las cosas van a ser difíciles ahora, Marty.

—Eso es lo malo que tienen ustedes. Tienen miedo. Y con el miedo, no se va a ninguna parte. De eso se aprovecha el rufián de Deledda y otros como él. El temor al escándalo, los prejuicios, el sometimiento a los ídolos de barro… Es parte de la basura que conviene barrer, para que Hollywood huela un poco mejor algún día…

Marty Rhy tiró del brazo de Wanda, llevándola consigo a través del sendero de grava, más allá del porche batido por la lluvia, y subieron ambos al automóvil de segunda mano que Rhy había adquirido el día anterior. Era un «Pontiac», modelo 1957, aún en buen uso, junto a los mastodónticos ejemplares último modelo de otros magnates de Hollywood, aparcados allí fuera, aquél era un coche lamentable. Pero a Marty le agradaba. Y él era un hombre sin complejos. Acababa de demostrárselo así a un puñado de cretinos y de acobardados.

—Vamos, Wanda —dijo, entrando en el coche y cerrando la portezuela tras la joven—. La llevaré a algún sitio de Los Ángeles donde uno se divierte sanamente, lejos de esa gentuza, para que se le borre un poco el mal sabor de lo de esta noche.

Arrancó a buena marcha, hacia el centro de Los Ángeles. Atrás, como un simple manchón de luz en las sombras, quedó la residencia suntuosa del productor Elker, borrada por la creciente cortina de lluvia que caía copiosamente sobre Beverly Hills y sus onduladas colinas salpicadas de bungalows, cottages y grandes palacetes o residencias fastuosas.

* * *

Después de todo, Wanda no se había aburrido.

Cenaron en el «Mocambo», bailaron en el «Cyro’s» y en «Scholtz’s», y se despidieron con champaña en «Sunset Inn».

Luego, Marty Rhy dejó en la puerta de su apartamiento a la joven maquilladora, con un saludo respetuoso y honesto, como la muchacha merecía.

Condujo, silbando jovialmente, a través de la lluvia, en dirección a su propio bungalow. Había alquilado uno en Beverly Hills, para no ser menos que cualquier otro de los indescriptibles tipejos que vivían del celuloide, y por las mañanas se trasladaba en el «Pontiac» hasta el lugar de rodaje, en Long Beach.

A través de la lluvia, le costó localizar su bungalow. Los condenados edificios eran todos iguales, cuando la visibilidad no era muy buena, ni la firmeza del ocupante se distinguía por su abundancia.

—El maldito champaña me debió sentar mal —comentó para sí, como intentando explicarse la razón de sus indecisiones—. Será mejor que siga lloviendo mañana, o haré un papel bastante feo en el rodaje… ¡Peste de gente! ¿Por qué se me ocurriría a mí meterme en el cine?

Encontró su bungalow finalmente. Por lo menos, recordaba que era el que tenía un número 513 en su globo de luz de la cerca de acceso a los jardincillos. Y allí vio, a cosa de tres o cuatro palmos de sus narices, sobre el globo luminoso, el cinco, el uno, el tres…

Frenó. Saltó a tierra. Antes, el sendero de su vivienda era relativamente firme. Ahora, la gravilla estaba tan mojada, que se hundía bajo los pies. Abrió el portón para el coche. Entró con él, pugnando por ver a través de la cortina de agua, con los faros de su coche perforándola insistente, pero ineficazmente.

Llevó el coche hasta la puerta del garaje. A través de la cerca de separación, podía ver el bungalow vecino. El que construyó aquella serie, no se calentó mucho los cascos. Todos eran iguales, gemelos unos de oíros.

Encerró el coche, con un juramento, y se, encaminó al porche en sombras. Fue a escasa distancia de él, cuando estuvo a punto de caer. Apoyando las manos en el suelo, impidió irse de bruces, y se mantuvo precariamente de rodillas. Tanteó. El suelo, además de blando y mojado, tenía ropa.

Eso era una tontería, se dijo enseguida. Pero era verdad. Tanteó, palpando algo más. La tontería se confirmó. Estaba tocando ropa, por absurdo y sin sentido que pudiera parecer aquello.

Poco a poco, la idea de que aquello que tocaba no era tierra, sino la forma concreta de un cuerpo humano, inmóvil y cruzado sobre la grava de la senda, entre el garaje y el porche, penetró en su mente.

Zarandeó más al caído, sin que pareciera hacer otros movimientos que los propios de una sacudida tan enérgica. Por lo demás, pareció perfectamente inanimado.

—Oiga, amigo, si está borracho será mejor que… —comenzó, refunfuñando entre dientes.

Pero el tipo no se movió tampoco. Quizá, después de todo, estaba inconsciente o herido. Y si no era un borracho, podía ser un ladrón, un merodeador nocturno. En un lugar como Hollywood, donde abundaba el dinero, todo era no sólo posible, sino incluso factible.

Rápido, Rhy se acercó al porche, recordando que allí estaba el interruptor de una luz. Lamentaba no llevar encima su pistola, pero había juzgado que no era prudente ir armado a una fiesta social de cineastas. En lo sucesivo, cualquier situación sería prudente para ir prevenido.

Dio la luz. Se volvió, contemplando al caído, por si se movía. Le sorprendió ver que llevaba un smoking blanco. Un ladrón puede ser distinguido, pero no tanto, pensó en el acto, lanzándose a la carrera hacia el caído.

Llegó junto a él. Se inclinó, volviéndole de un tirón en su chaqueta de smoking, empapada de agua. No era blanca, sino de un tono beige claro. A cierta distancia, podía pasar por blanca.

El hombre no era ningún desconocido, ciertamente. Se trataba de Fred, Deledda, el ídolo y tirano de Hollywood. Marty Rhy contempló sus manos. Estaban manchadas. Manchadas de algo oscuro y viscoso que no era agua de lluvia. Ni tampoco barro. Algo escuro que aparecía con abundancia en la chaqueta del smoking, en la blanca pechera de la camisa, y en el rostro mismo del actor.

Un horrible agujero negro, redondo y sangrante, se abría en medio de sus dos cejas, sobre la recta, afilada nariz latina.

A Fred Deledda le habían matado. Una bala certera, en el entrecejo, cortó su vida de cuajo.

Y eso, había sucedido en su bungalow, pensó Rhy, con la misma alegría con que hubiera podido enterarse de que le habían dejado un cadáver bien conservado en su frigorífico.