CAPÍTULO III
—¡Asesinos! ¡Malditos asesinos! ¡Eso es lo que son! ¡Esqueletos asesinos, sin más ni más! ¡Y al fin han demostrado sobradamente su infame condición criminal! ¡La muerte será poco castigo para esa maldita gentuza!
Un clamor acogió esas palabras rotundas, virulentas, del enfurecido alcalde Kowa. Sus largas manos esqueléticas se agitaron con énfasis sobre las cabezas de las gentes reunidas en medio de la calle principal de Silver Springs, ante el edificio consistorial, donde se había montado la tarima en la cual se hallaba el alcalde dirigiendo su proclama al pueblo. Ante él, sobre el carromato de la Compañía Minera, se veían alineados, en la más sangrienta y espantosa evidencia, los cadáveres de los seis hombres, dos alguaciles y cuatro hombres de las minas, cosidos a balazos por los asesinos.
—¡Muerte, muerte a los culpables! —clamaron diversas voces airadas.
—¡Justicia para los asesinados! ¡La horca, el linchamiento para los criminales! —tronaron otros.
Las manos de Kowa volvieron a agitarse pidiendo calma. Junto a él, flanqueándole, se hallaban el Marshall Knox y el presidente minero Leighton, ambos pálidos y sombríos, con templando a la multitud enfebrecida por su justa ira.
—Calma, calma, ciudadanos —pidió el alcalde roncamente—. Os confieso que mi horror e indignación no es menor que la vuestra ante una masacre tan vil, tan abominable e injustificada. Pero debemos mantenernos serenos y decidir lo mejor para resolver esta situación del modo más rápido y justo posible. Lo que empezó siendo un acoso a nuestras minas, a la riqueza de este lugar, ha terminado convirtiéndose en una matanza vergonzosa e infamante de seres inofensivos. No conformes con haber drogado de alguna misteriosa forma a los hombres encargados de guardar la plata, no contentos con robar ésta impunemente, los llamados Esqueletos volvieron al escenario de tropelía y acribillaron a mansalva a nuestros conciudadanos indefensos. De no ser porque el postillón, Lou Klein, salió vivo del lance, aunque nunca volverá a andar bien con sus rodillas rotas, ni a usar su brazo derecho, con el codo destrozado, ahora ignoraríamos quién o quiénes cometieron tal infamia, puesto que el propio Marshall Knox, aquí presente, vio partir a Los Esqueletos una vez robado el mineral, sin causar daño a nadie.
—Así es, amigos —corroboró el Marshall, incorporándose en su asiento—. Yo, personalmente, les vi partir y di gracias porque nos dejasen con vida. Como no parecía existir ya peligro alguno para nadie, me apresuré a venir aquí en busca de ayuda... y entretanto, esos miserables regresaron para culminar su infamia con una matanza colectiva como no se recuerda otra en esta comarca. No sé qué pasó en sus mentes para llegar a ese extremo, la verdad. Pero lo cierto es que ellos lo hicieron, puesto que el pobre Lou así lo ha confirmado, y que ahora ya no se trata de luchar contra una pandilla de ladrones, sino contra un grupo de asesinos de la peor especie, capaces de las más viles felonías imaginables. Y, como el señor Kowa, como todos los ciudadanos honrados de Silver Springs, yo, vuestra autoridad, exijo: ¡Castigo a los criminales, guerra a muerte contra esos malditos ladrones y asesinos disfrazados!
—¡Sí, muerte, muerte! — corearon voces airadas por doquier.
Charles Leighton, en ese punto, se incorporó; su poderosa humanidad lo dominó todo, y su vozarrón se elevó dominan te, autoritario, lleno de ira mal contenida:
—Ahora, escuchadme todos. He investigado en estas últimas horas los sucesos acaecidos, y he confirmado sospechas que albergaba ya en mi mente con anterioridad, queridos con ciudadanos y amigos. Es posible que muchos de vosotros no estéis demasiado de acuerdo con las normas del Consorcio Minero, pero tampoco por ello vais a permitir que se quebranten las leyes y se asesine impunemente a los ciudadanos de Silver Springs. Por ello mismo me voy a permitir deciros que sé quién es el cerebro que dirige a esos criminales, que conozco la identidad de la persona que mueve a esos fantoches en la noche, para causar el terror y la muerte en nuestra comunidad.
—¡Queremos su nombre, Leighton! —clamó alguien.
—¡Si, el nombre del miserable! ¡Su nombre, y la horca para él! —corearon docenas de voces airadas.
—Muy bien. Os lo diré —Leighton miró complacido a la gente. Knox y Kowa cambiaron una mirada preocupada entre sí. Luego, el presidente del Consorcio Minero lanzó su bomba a la multitud—: ¡La persona que debe ser colgada por este infame crimen, no es otra que un viejo resentido y vengativo! ¡Yo acuso formalmente a Duke Kellerman, y tengo pruebas de lo que digo, de ser el responsable directo de todos estos robos y asesinatos! ¡He aquí la prueba, conseguida hoy mismo en su casa!
Y en un gesto dramático, Leighton sacó de debajo de su levita un disfraz que todos conocían ya muy bien, una negra malla de algodón con un esqueleto dibujado en ella, y recubierto con pintura fosforescente.
* * *
—No entiendo cómo ha podido suceder todo esto —jadeó Duke Kellerman, sumamente pálido, dirigiendo una mirada de honda preocupación a su hija—. No encuentro el disfraz, hija mía...
Ella no dijo nada. Sus verdes ojos brillaron, alarmados. Se mordió el carnoso labio inferior, su mirada fija en la silla de montar que los dedos de su padre removían y registraban sin cesar.
—Alguien ha entrado en las caballerizas, estoy seguro —declaró su padre roncamente—. Y ha robado el disfraz. No sé cómo pudo dar con él...
—Nos enfrentamos a alguien muy astuto y despiadado, padre —musitó ella, pálida pero serena—. Nada de esto es casual. Hemos hallado sin vida a nuestros mejores amigos y camaradas, Ricky, Wolf y Sam, asesinados a balazos y arrojados a un barranco. Los pobres yacen ya bajo tierra, al amparo de los buitres, pero los que les sorprendieron, robándoles el mineral y matándoles, siguen libres. Ahora, sabemos que han traído al pueblo seis cadáveres más, y al pobre Lou Klein malherido. Alguien mató a todos los que hablamos drogado para que no defendieran el carromato, y Klein jura y perjura, según he oído, que Los Esqueletos hicieron eso.
—¿Crees que los que mataron a Ricky y los demás... hirieron eso también?
—Claro, papá —afirmó Judy con energía—. Eso es seguro. Hay un cerebro inteligente y cruel en Silver Springs que ha decidido usar en su beneficio nuestro inocente juego de desvalijar al Consorcio sin causar victima alguna. Pero esa persona no se detiene ante cadáver más o menos. Aún peor, está decidido a que Los Esqueletos paguen las culpas de matanzas atroces.
—No me gusta esto, Judy. Presiento algo siniestro en todo ello...
Ella asintió. Fue a la ventana. Un lejano clamor de voces furiosas llegó hasta ella desde la calle principal. Preocupada, volvió junto a su padre.
—Es algo más que eso, padre —dijo, paseando nerviosa—. Sospecho que el que maneja este asunto sospecha de nosotros. Estuvo aquí, debió robarte ese disfraz, y tal vez a estas horas lo está utilizando ya en contra nuestra. Si alguien logra acusarnos de lo sucedido, nuestras vidas no valdrán un centavo. Nos lincharán sin siquiera escuchar nuestras protestas de inocencia.
—Dios mío, si hubiera sabido esto... Yo sólo quería la venganza de esa gente que nos lo robó todo indignamente, tú lo sabes... se quejó su padre, abatido.
—Papá, no tienes que decirme nada de eso —musitó ella tiernamente, apoyando su mano cariñosa en los canosos rizos de Duke—, Yo te comprendo y te conozco mejor que nadie, por eso fui la primera en sugerirte esta forma de revancha. ¿Cómo podía pensar que unos asesinos se aprovecharan de nuestro juego para convertir unos robos de mineral, en una masacre?
—Si ocurre lo peor, me entregaré. Diré que solamente yo fui el responsable. Tú, hija mía, debes quedar al margen. No deben acusarte de nada.
—Eso sería indigno y cobarde por mi parte. Lo que sea de ti, será de mí. Estamos juntos en esto, papá.
—Pero hija mía, eres joven, tienes toda una vida por delante —protestó Duke Kellerman, aferrándola las manos—. Debes salvarte, huir de aquí como sea...
—No huiré, papá. Nunca —afirmó ella rotunda—. Correré tu misma suerte.
El clamor callejero continuaba. Y, lo que era peor, sonaba cada vez más cercano. El temor de ambos se iba volviendo certeza.
—Judy, siempre fuiste una chica razonable, inteligente, práctica —se exasperó su padre—. ¿No te das cuenta de que presos ambos no resolveremos nada, ni nadie puede ayudarnos?
—Tal vez ni siquiera nos arresten, papá. Pueden lincharnos...
—No creo que lleguen a tal grado de barbarie. Pero aun así, ¿ganarías algo sacrificándote estúpidamente así? No, Judy. Ten sentido común. Si me encarcelan, tú en libertad podrías intentar algo, tratar de sacarme de allí, descubrir lo que sucede, demostrar nuestra inocencia. Pero encerrada, no lograrías nunca nada.
Judy Kellerman reflexionó, pensativa. Miraba a su padre con inquietud.
—Está bien —musitó—. De momento, quedaré al margen. No pensarán que una mujer se metió en todo esto. Te acusarán sólo a ti. Yo permaneceré alerta. Si intentan lincharte, entablaré una lucha a muerte, caiga quien caiga. Si Knox te mete en la cárcel y logra protegerte de la chusma, buscaré ayuda para sacarte de allí, sea como sea.
—Ayuda... —los ojos de Kellerman brillaron con repentina inteligencia—. Eso es lo que necesitamos, querida mía: ayuda. Y urgente, apremiante.
—Sí, pero ¿de quién? Nuestros tres mejores amigos han sido asesinados, no contamos con nadie...
—Espera. Aún queda alguien, hija mía —susurró roncamente su padre—. Un viejo amigo. Lo recuerdo todavía, de mis años mozos, un hombre duro y fuerte donde los haya.
—Pero papá, tus años mozos quedan lejos. Ese amigo tuyo será tan anciano como tú mismo, ¿Qué esperas que pueda hacer?
—No, no. Yo tenía treinta años cuando él... él era sólo un muchacho de dieciocho recién cumplidos. A los cuarenta dejamos de vernos. El tenía ya veintiocho años y era el amo de Barbary Coast, un hombre temible...
—¿Barbary Coast? ¿San Francisco, en California? —se mostró ella desolada.
—Sí, ¿y qué? No está tan lejos. Puedes escribirle, pedirle que venga, que me ayude... Tenemos una vieja deuda pendiente. Una vez le salvé la vida... Juró que me pagaría ese favor como fuese... y cuando fuese.
—A estas horas, ese hombre tendrá ya cuarenta y tres años, papá. También es una edad muy madura para esperar ayuda de un hombre...
—No importa. Sé que hará lo imposible por ayudarnos si se lo dices —escribió apresurado un nombre y unas señas en un papel, mientras el clamor ciudadano se acercaba ya de forma inconfundible a la casa. Se lo tendió a su hija—. Toma, querida. No dejes de llamarle de inmediato. El hará algo, lo sé. Sólo en él confío.
Judy asintió, no demasiado convencida. Leyó lo escrito en el papel:
ULYSSES CARTLAND THE FIVE DIAMONDS SAN FRANCISCO, CALIFORNIA
—Muy bien —asintió, yendo a por su revólver resueltamente, tras guardar el papel escrito—. Pero recuerda bien, papá. Si intentan lincharte... tiraré a matar. Y que sea lo que Dios quiera...
Duke Kellerman, sombrío, amargado, asintió en silencio, mirando patéticamente a su bella hija.
* * *
—Estaba esperando este momento durante años, Cartland. Ya nos vemos otra vez frente a frente...
Ulysses Cartland dejó de jugar y puso sus naipes sobre el tapete verde, mirando larga, fijamente, al hombre erguido ante él, revólver en mano. Los demás jugadores de la mesa se apresuraron a retirarse, dejando abierto el terreno entre ambos hombres.
—Hola, Russell —saludó despacio el hombre de pelo rubio, algo canoso ya, elegantemente vestido con levita negra de terciopelo, camisa rizada de blanca seda y lazo granate, con una gruesa perla en el alfiler. Sonrió débilmente, con un brillo frío en sus azules ojos—, ¿Ya te soltaron de la penitenciaría?
—Escapé por mis propios medios —rió el tipo alto, flaco, de ropas de sucio ante, con flecos, barba descuidada y ojos malévolos y torcidos a ambos lados de la aguileña nariz—. Lo primero que hice es venir a buscarte, Cartland.
—Era de suponer. Te condenaron a quince años, ¿no?
—Veinte —silabeó el otro, moviendo inquieto su revólver amartillado—. Sólo he cumplido diez. Y no pienso volver a aquel sucio y asqueroso nido de ratas.
—Si no vuelves, será porque te habrán matado —sonrió Cartland—. No es fácil permitir que siga libre un tipo que mató a tres personas a sangre fría.
—Cuatro, Cartland. Cuatro —rectificó el otro, glacial—. Tú me enviaste a presidio por aquellas tres. Ahora yo te mataré a ti por eso, y serás mi cuarta víctima.
—No te envié yo a presidio, Russell. Pude haberte matado, lo sabes. Te vencí en duelo leal, en igualdad de oportunidades. Habías matado a mi mujer, a mi hermano y a un sobrino mío. Deseaba matarte, y vengarme de ti. Luego, llegado el momento, pensé que era más justo que la Ley se ocupara de un ser como tú. Por eso te herí simplemente, y te entregué al sheriff. Si aún vives, es gracias a mí.
—Pues cometiste un grave error. He vuelto para matarte.
—Y sin darme oportunidad para defenderme, como yo hice contigo, aun siendo tú un miserable asesino de la peor ralea, ¿no, Rusell?
—¡Basta de insultos! —rugió el otro, nervioso su dedo en el gatillo—. No voy a darte oportunidad alguna, bastardo. Eres demasiado rápido, demasiado hábil para eso. Te mataré ahora. Así mismo, sin dejarte tocar siquiera un arma. Con tus manos de tahúr sobre el tapete de esa mesa, en tu propio negocio, en tu emporio de riqueza... Ulysses Cartland, el gran jugador y pistolero, muerto en Los Cinco Diamantes, su fastuoso casino de la Costa Bárbara... Eso será suficiente para mí, aunque luego me ahorquen, maldito seas.
—Cometes otro grave error, Russell. Debes dejarme luchar contigo. Nadie intervendría para ayudarme, sabes que eso va en contra de mis principios.
—Tú no necesitas ayuda de nadie —jadeó sordamente Russell—. Te bastas a ti mismo, eres demasiado rápido y hábil para que yo te permita defenderte. No, Cartland, esta vez, no. No habrá duelo. Te voy a matar. Adiós cerdo. Buen viaje a la eternidad...
Iba a apretar el gatillo. Ulysses Cartland le contempló fríamente, sin moverse, sus manos sobre el tapete verde, entre naipes, monedas y fichas, bajo las resplandecientes arañas de luz del lujoso casino de su propiedad.
En ese momento, una voz potente, seca, incisiva, llamó desde un punto de la sala:
—¡Russell! ¡Defiéndete!
El pistolero juró entre dientes y giró la cabeza y el cuerpo con rapidez, buscando con su arma al nuevo antagonista. Lo encontró erguido, a alguna distancia, con dos o tres mesas de juego vacías entre ambos.
El enfrentamiento de los dos duró unas simples décimas de segundo. Durante las mismas, Russell se encontró con alguien que era la viva imagen de Ulysses Cartland pero... con veinte años menos. Una figura alta, enjuta, rubia, elegante, de claros ojos azules, fríos y taladrantes.
También empuñaba un revólver Colt, reluciente y amartillado, en su mano diestra. Cuando Russell trató de disparar sobre él, llegó tarde. El joven rubio disparó antes. Su Colt llameó con seco estampido.
Russell lanzó un alarido ronco. Vaciló, disparando en vano, con su pulso ya perdido. La bala se perdió en el aire y restalló al quebrar uno de los quinqués de una gran araña del techo, con una llamarada. Los vidrios pulverizados llovieron sobre los tapetes de juego.
Luego, con gesto de enorme estupor, comenzó a doblarse, dirigió primero una mirada de rabia y de asombro al hombre que le habla clavado una bala en el corazón. Luego, sus ojos angustiados fueron hasta Ulysses Cartland, que seguía quieto, inmóvil en la mesa de juego, sus manos sobre el tapete.
—Te lo dije, Russell —suspiró Ulysses—. Fue un error no batirte conmigo. Yo sufro una dolencia artrítica en mi mano derecha. Y en mis piernas. Apenas puedo moverme, apenas si puedo disparar... Pero tú eso no lo sabías y preferiste asegurarte. Mi hijo esperaba. No hubiese intervenido si tú hubieras aceptado batirte conmigo, aun sabiendo que yo sería entonces hombre muerto... Has perdido, Russell. Siempre fuiste un perdedor, aparte de ser un canalla sin conciencia...
Fueron las últimas palabras que oyó Russell antes de hundirse en la negrura de eterno y dejar este mundo. Lentamente, la vida volvió a la sala de juego. Lento, el rubio joven enfundó en silencio tras soplar en el cañón para extraer de él volutas de humo gris. Caminó despacio hacia el dueño del lujoso casino.
—No pude esperar más, papá —dijo—. Iba a asesinarte.
—Claro, hijo —sonrió Ulysses apaciblemente—. Hiciste lo que debías. No tenías ninguna ventaja sobre él. Sólo tu propia rapidez... Hiciste más de lo que él merecía: avisarle previamente. Eso él jamás lo hubiera hecho contigo. No era de esa clase.
—Retirad el cuerpo de ahí —dispuso Cartland hijo, dirigiéndose a unos empleados del casino—. Y que siga el juego. El incidente ha terminado.
—Lance, hijo mío, estoy orgulloso de ti —manifestó Ulysses Cartland—. Te veo y me de cómo era yo hace veinte años... Sólo espero que tú no cometas nunca mis riñamos errores.
—No serían tantos, papá, cuando has levantado este imperio —sonrió Lance jovialmente.
—Ah, mi imperio económico... —suspiró su padre—. No me refería a eso. Perdí a una mujer hermosa una vez. Se casó con otro, con mi mejor amigo. La otra, aquella que fue tu madre, fue víctima de ese canalla, como sabes. Debí matarlo entonces, no entregarle a la justicia... Ahora, si no fuera por ti, estaría solo en la vida.
—Pero estoy yo, padre. Sabes que nunca te faltaré.
—No, no. Tú debes seguir tu propio camino, no te ates nunca al mío, hijo. A veces pienso que este mundo no es para ti, que estos casinos y locales de lujo no te gustan, que San Francisco y su mundo no te caen bien. Y lo aceptas todo por mí.
—Vamos, vamos, deja esa cuestión y sigue jugando —lo calmó su hijo afectuosamente—. No te pongas ahora sentimental. Yo daré una vuelta por ahí.
En ese momento, un empleado uniformado llegó hasta Ulysses Cartland y le tendió un sobre amarillo de la Western Union.
—Es para usted, señor —dijo—. Urgente, acaban de entregarlo abajo.
Ulysses Cartland arrugó el ceño, tomando el despacho, que miró perplejo.
—Un telegrama —murmuró—. No espero noticias de nadie de ninguna parte... ¿Qué podrá ser?
—Si no lo lees, no podrás saberlo —sonrió Lance.
—Tienes razón, hijo —rasgó el sobre y extrajo el documentó. Lo desplegó, clavando en él sus azules pupilas. Se estremeció ostensiblemente.
Su hijo le vio arrugar el telegrama entre los dedos de su mano izquierda, la más sana de las dos.
—¿Malas noticias, papá? —se inquietó.
—Malas, sí. Malas... y lejanas —suspiró Ulysses—. Dios mío, después de tantos años...
—¿Qué ocurre?
—Toma, lee —le pidió su padre, tendiéndole el mensaje.
El joven Lance lo tomó. Sus ojos siguieron el breve texto:
Mi padre encarcelado. Acusado injustamente de varios crímenes va a ser ajusticiado si no lo linchan antes. Me ha pedido que solicite su ayuda. Estoy desesperada. Sólo usted puede salvarle.
Judy Kellerman.
El telegrama estaba expedido aquel mismo día en Silver Springs, Nevada.
—No entiendo nada —confesó—. ¿Quién es Judy Kellerman?
—No la vi jamás. Es la hija de mi mejor amigo. También de quien pudo haber sido tu madre. Pero le prefirió a él. Un día, él salvó mi vida y dejé de odiarle por tener más suerte que yo. Juré que le devolvería el favor alguna vez. Creo que ha llegado el momento.
—Pero papá, tú... tú no puedes...
—Claro que no —alzó su diestra, su famosa diestra, veloz como el rayo, semiparalizada ahora por la artrosis—. Pero tú sí, hijo mío... Lance, ¿crees que podrías ir en mi lugar y tratar de devolver ese viejo favor a un amigo?
Lance suspiró hondo. Miró a su padre fijamente. Luego, asintió.
—Si gracias a ese hombre tú sigues vivo, mi deber es devolverle el favor. Iré, papá. Pero no sé si seré capaz de hacer las cosas como tú las harías...
—Eres mi hijo. Vales tanto o más que yo mismo. Sé que lo harás mejor que nadie.
Y la mirada azul de Ulysses Cartland, fija en su hijo, revelaba una fe, una confianza ciega, como si se viera a si mismo redivivo en plena juventud, como si el pasado volviera de nuevo con toda su fuerza...