CAPÍTULO PRIMERO

 

El majestuoso velero entró en el puerto.

Era realmente un hermoso navío de tres palos, con sus velas desplegadas al viento húmedo y frío que venía del mar. Se deslizó entre barcazas, canoas y embarcaciones pequeñas, muchas de ellas de carga, arrimadas al muelle repleto de balas de algodón y de estibadores de raza negra.

Numerosos curiosos contemplaron la llegada del velero con la indiferencia que les era habitual, mientras paseaban por el malecón, luciendo ellas sus pamelas y sombrillas y ellos sus elegantes levitas y sus sombreros de chimenea, de lustroso peluche con reflejos, a la última moda.

Era una de tantas embarcaciones que cruzaban el Atlántico desde la lejana Europa, para llevar al Nuevo Continente remesas constantes de emigrantes en busca del dorado sueño de América.

La mayoría de aquellos navíos fondeaban habitualmente en el puerto de Nueva York o en Boston, cuando no en Norfolk, Virginia. Muy pocos eran los que, sin un motivo eminentemente comercial, iban a echar sus anclas en Nueva Orleáns.

Por tanto, aquel velero no sólo traería pasaje de emigración para buscar fortuna fácil en América, sino también mercancías de Europa. Después, regresaría al Viejo Continente, del otro lado del mar, llevando a cambio sus bodegas repletas de balas de algodón de la Louisiana, de Mississippi o de Alabama, cuando no de Georgia o Tennessee.

Se echó la pasarela desde la cubierta del barco al embarcadero de tablas, húmedo y resbaladizo, apenas se detuvo la nave junto al mismo. Los viajeros comenzaron a descender.

Muchos de ellos llevaban el sello de la emigración en sus rostros y en sus ropas. Eran gente que nada tenían que hacer en Europa y que buscaban su oportunidad dorada en el Nuevo Continente. Había allí armenios, griegos, italianos, holandeses o noruegos, en curiosa mescolanza. Otros se expresaban en húngaro o en eslavo.

Iban descendiendo en riada, con sus petates y bultos, con sus mujeres e hijos, contemplados despectivamente por los caballeros y damiselas del orgulloso Sur, al que una simple derrota en la contienda civil había podido arruinar en parte, pero no doblegar en su arrogancia. La Louisiana, como todas las demás tierras sureñas, seguía imperturbable su vida sosegada, su recolección del algodón, el trato distante y hosco a los negros, por mucho que Lincoln hubiera proclamado la igualdad para todos los hombres.

Pero no todos eran gentes dignas de la compasión o el desprecio de los altaneros paseantes del muelle de Nueva Orleans. Algunas damas y caballeros aparecieron procedentes de los camarotes de primera clase del velero, llevando sus elegantes valijas consigo, para descender a tierra una vez lo hubieran hecho los pasajeros de ínfima categoría, con quienes evidentemente, evitaban mezclarse incluso en el momento de abandonar el navío.

Uno de aquellos viajeros, alto, delgado, de rostro flaco y pálido, ojos astutos y ardientes, se ajustó mejor el sombrero de chimenea sobre sus blancos cabellos bien cuidados, y dio gentilmente su delicada larga mano sensitiva, a una dama joven, que bien podía ser su hija por edad, pero que no parecía serlo a juzgar por la mirada profunda del hombre, que la envolvió en una clara expresión de sensualidad latente, a la que ella respondió con un mohín vicioso de sus labios carnosos, más expresivo que cualquier palabra.

—Vamos, querida —dijo en un perfecto inglés casi académico el caballero del pelo blanco apretando con suave firmeza la mano de ella entre sus marfileños dedos—. Es hora de que pisemos suelo firme que no baile bajo nuestros pies. Empezaba a sentirme ahogado dentro de este cascarón…

—Y yo, cariño —suspiró ella—. Ha sido un largo viaje.

—Que espero valga la pena —sonrió el caballero, con un destello de astucia en sus ojos azules, vivaces y de fría mirada.

Pisaron al fin el suelo de tablas mojadas. Un marinero llevaba sus maletas tras ellos, pesadas y grandes. Depositó todo en tierra, inclinándose ceremonioso ante la pareja. El hombre h tendió unas monedas de plata.

—Oh, no, doctor, ya me ha pagado bastante bien mis servicios durante el viaje — objetó el marinero.

—Vamos, tome eso —pidió el viajero—. Se lo ha ganado, amigo.

Un par de mozos negros abrieron ojos como platos al ver tan generosa propina. El marinero se quitó la gorra, respetuoso, y regresó a borde murmurando palabras de gratitud. Los dos negros corrieron hacia la pareja, solícitos. Eran dos mocetones robustos, cuyos músculos brillaban como tallados en ébano.

—Señor, señor, ¿podemos llevarle el equipaje? —preguntó uno de ellos.

El caballero les estudió críticamente, arrugando el ceño. Sonrió, cambiando una mirada de soslayo con su dama. Luego, asintió, agitando un delgado bastón de puño de plata que llevaba en su diestra.

—Está bien —admitió—. Llevadlo al hotel más cercano de aquí y del puerto fluvial.

  Mañana hemos de tomar un barco de río hacia el Oeste del país.

—Entonces le llevaremos al Hotel Napoleón, señor —se ofreció el otro negro, tomando los primeros bultos, con evidente esfuerzo dado su peso y volumen—. Es el mejor de todos, y está cerca de aquí, pero más cerca aún del puerto del Mississippi de donde salen los barcos de río hasta Saint Louis, que es el punto de partida para las tierras del Oeste.

—Perfecto —aprobó el viajero—. Entonces, vamos allá. Y tratad bien esos bultos. Algunos de ellos contienen cosas muy delicadas. Suelo pagar bien a quien bien me sirve, no lo olvidéis. Tomaremos un carruaje de aquella parada, rumbo a ese Hotel Napoleón que mencionasteis. Pero Dios os libre si tratáis de engañarme. No soy ningún viajero novato ni torpe, sabedlo bien.

—Ni lo hemos pensado siquiera, señor —se apresuró a rechazar uno de los porteadores—. Somos personas honradas, ya lo verá.

Así fue en definitiva, porque el Hotel Napoleón resultó ser un establecimiento lujoso y confortable, situado precisamente frente al río, a escasa distancia del muelle de donde partían los barcos de río, con sus enormes ruedas, rumbo a Missouri, puerta abierta del Oeste para los que llegaban a los Estados Unidos.

Además, trataron con todo cuidado el equipaje. Por ello el viajero puso en sus negras manos callosas un montón de monedas de plata, que dejaron atónitos a ambos servidores.

—Dos habitaciones en el primer piso para ustedes, señores —anunció el conserje, tendiéndoles las llaves—. Ahora, firmen en el registro, por favor, indicando punto de origen y nacionalidad. Es un requisito que exige actualmente la policía de Nueva Orleáns, para evitar que personas indeseables pululen por aquí, compréndalo.

—Lo comprendo perfectamente —sonrió el viajero. Tendió la pluma a su joven y bella compañera—. Tú primero, querida.

Ella sonrió, escribiendo en el libro de registro. El conserje, curioso, siguió sus trazos con poco disimulo:

Procedencia: Londres. Nacida en Birmingham (Inglaterra). Enfermera. Hazel Graves.

Devolvió la pluma a su compañero. El rellenó la línea del libro de registro con fluidez y letra enérgica:

Procedencia: Londres. Nacido en Ginebra (Suiza). Médico cirujano. Victor Frankenstein.

Y recogió las llaves con fría, mecánica sonrisa, mientras una helada luz celeste brillaba en sus pupilas.

 

* * *

 

Drury Talbot bostezó, tirando otro naipe dentro de su sombrero, puesto boca arriba en la alfombra. No falló tampoco esta vez. La baraja entera yacía dentro del cilíndrico recipiente de tela forrada. Era un experto en arrojar cartas a aquella distancia, sin siquiera afinar la puntería.

En realidad, Drury Talbot era experto en muchas más cosas que aquélla con una baraja en su mano. Se le hubiera podido preguntar a algunos de los que desplumaba en los viajes río arriba, y hubiesen dado fe de tal cosa sin la menor vacilación.

Pero Drury Talbot no era un fullero ni un tahúr. Era, simple y llanamente, un jugador profesional. Un hombre capaz de ganar a cualquiera, por suerte y habilidad que tuviera en el juego, sin necesidad de hacer jamás una trampa.

Esperaba ahora la partida hacia Saint Louis, que se produciría al día siguiente, en el barco de río. Durante el viaje, confiaba en ganar algo de dinero, porque sus bolsillos en la actualidad estaban casi exhaustos.

Pero sabía que no era nada fácil ganarse la vida en aquellos garitos flotantes. Numerosos aventureros poco escrupulosos, tahúres auténticos y fulleros de toda laya buscaban en esas travesías fluviales un beneficio fácil, desplumando incautos que se creían muy listos con unos naipes en la mano. De todos modos, él tenía sobre todos ésos la ventaja de no recurrir nunca a las trampas, aunque sabía hacerlas mejor que nadie, confiando sólo en su buena suerte y en su habilidad para estudiar a los contrincantes.

Golpearon en la puerta. Drury frunció el ceño, mirando hacia ella pensativo. No esperaba visitas.

Y normalmente, cuando éstas se producían solían ser poco beneficiosas, en especial cuando eran inesperadas. La llamada se repitió.

—¡Abra, Talbot, sé que está ahí! —sonó una voz fría e impersonal—. El encargado de este fonducho me ha dicho que lo encontraría en su habitación, no se demore en abrir o echaré la puerta abajo.

Drury suspiró, poniéndose en pie. Debía de haberlo imaginado. No era una visita grata, ciertamente. Pero no tenía más remedio que recibirla, le gustase o no.

Fue a la puerta de mala gana. La abrió, mirando ceñudo al individuo enmarcado en su umbral. Tampoco la mirada de éste a Drury Talbot fue amistosa.

—Creí que iba a hacer alguna tontería —gruñó entrando en la estancia.

—Ya la he hecho —rió Drury—. Le estoy dejando entrar, ¿no?

—Muy gracioso. Recuérdeme luego que me ría de su chiste —echó una ojeada crítica en torno, hasta detener sus oscuros ojos en los naipes metidos en la chistera—. ¿Ahora sólo le sirven para eso las cartas, Talbot?

—Estoy de vacaciones, Lamont —bostezó el jugador—. Algo tenía que hacer. ¿O eso constituye delito en su hermosa ciudad?

—Váyase al cuerno —rezongó el otro moviendo sus hombros—. No he venido a escuchar sus tonterías.

—¿A qué ha venido, entonces? Yo no le llamé…

—Cierto. Usted nunca me llamaría —rió entre dientes Lamont—. Ha desaparecido una persona en Nueva Orleáns.

—Ya —Drury se frotó la mandíbula—. ¿Cree que yo la rapté?

—Cállese y déjeme hablar. Esa persona es un hombre. Un hombre importante para mí.

Lo estoy buscando.

—A lo mejor lo pensó mejor y se largó por no verle, Lamont.

—Haga otro chiste y le meto en una celda por varios meses —se irritó el visitante, volviéndose a él con un gesto de desagrado en la cara—. Sabe que puedo hacerlo.

—Claro. Por algo es jefe de policía aquí, ¿no?

—Exacto. De modo que más le vale escucharme. Puedo hacerle encarcelar por holgazanería y por mil cosas más. Pero no intento convertirle en huésped del municipio, Talbot. Ni he venido a eso. El hombre desaparecido era un valioso confidente para nosotros. Nos daba información de los bajos fondos de Nueva Orleáns.

—¿Qué sospecha? ¿Qué alguien le liquidó por chivato y le tiró al río?

—Hemos buscado en el río. Es difícil dar con un cadáver, por lo que podría estar ahí. Pero tengo mis dudas. El tipo se llama, o se llamaba, Orrie Karlson. Le estaba utilizando para obtener informes de cierta gente peligrosa que deambula estos días por la ciudad. Orrie siempre ha sido un tipo astuto y hábil. Pero algo ha debido fallarle. Sospecho que a estas horas está muerto.

—¿Y yo qué tengo que ver en todo eso? No sospechará de mí. Nunca oí hablar del tal Karlson.

—No, no es eso, Talbot. Le necesito a usted ahora.

Y no puede negarse a colaborar conmigo.

—¿Por qué supone tal cosa?

—Porque tengo medios para hacerle entrar en razón. ¿Cree que no podría probar que usted mató en duelo a dos hombres por asuntos de faldas y de juego no hace mucho? Y el duelo está prohibido en Nueva Orleans, usted lo sabe. Podrían caerle hasta diez años por ese delito.

—Abreviemos, Lamont. ¿Qué desea de mí concretamente?

—Eso está mejor. Orrie iba a viajar en el próximo barco que sale para Saint Louis. Su misión era vigilar a un tal Teeny Sylvester, un rico hacendado del Oeste que viajará en ese barco.

—¿Por qué motivo?

—Asesinato. Y trampas en el juego. Sylvester es muy rico, pero siempre ambiciona más. Viaja con unos esbirros peligrosos. Sé que jugó fuerte en esta ciudad, en una timba privada. Hizo trampas. Lo descubrió uno y le acusó. Le mató. Mató también a los otros dos jugadores, testigos del crimen. El y sus hombres ocultaron los cadáveres. Orrie andaba averiguando eso. Y tenía que seguir a Sylvester en ese barco, para obtener pruebas antes de que abandonase el territorio de Louisiana, y escapase a mi jurisdicción. Gente mía estaría esperando en Vicksburg y en Lake Providence para caer sobre él a una señal de Orrie. Ahora, tengo que disponer de otra persona para eso.

—Y esa persona, ha pensado que sea yo —dijo Talbot torciendo el gesto.

—Exacto —sonrió el jefe de policía de Nueva Orleáns—. Si sale bien y coopera conmigo de buena fe, recibirá en ese barco una suma de dinero importante. Y con ella, mi testimonio de gratitud y amistad, cosa que siempre le irá bien en el futuro, cuando vuelva por estos lugares. ¿Qué dice?

—Digo que estoy sospechando que voy a meterme en un buen lío, Lamont. Pero no veo otra salida que aceptar. Está bien, cuente conmigo. ¿Qué prueba espera que obtenga, exactamente? ¿Qué espera en concreto de mí?

—Eso, va a saberlo ahora mismo —suspiró Lamont sentándose frente a él y sacando de su bolsillo de la levita unos billetes de cincuenta dólares que tendió a su interlocutor—. Tome, dinero a cuenta para gastos. Y ahora, le diré lo que espero exactamente de usted, amigo mío, durante ese viaje por el Mississippi…

 

 

CAPÍTULO II

 

—Con cuidado. Con mucho cuidado, amigos. Lo que va ahí dentro es material de laboratorio. Muy frágil. Cualquier golpe podría destrozarlo. Y vale miles de dólares… Así, muy bien. Perfecto —suspiró finalmente el caballero canoso, con gesto de alivio, al ver que los cargadores negros depositaban el último bulto de su equipaje en el no demasiado amplio pero sí confortable camarote de cubierta.

Les pagó el servicio generosamente, y cerró la puerta. Su compañera sonrió.

—Bien, doctor —dijo la bella joven de boca sensual y ojos verdes que formaba su escolta en todo momento—. Todo arreglado.

—Todo, querida. O casi todo —musitó suavemente el viajero, despojándose de su elegante macferlán negro, que tiró con descuido sobre una de las dos literas del camarote—. Al menos, ya en camino del lugar que hemos elegido…

Ella señaló una de las cajas de madera que formaban el equipaje del doctor. Su gesto se hizo significativo, burlón.

—El más frágil de los objetos sigue ahí, intacto, amor —musitó, ya sin disimular con el apelativo ceremonioso de «doctor», que utilizaba habitualmente delante de los demás—.

— ¿Crees que va a serte posible esta vez…?

—Seguro. No puede fallarme —aseguró él, con un destello de determinación y fría tenacidad en sus azules pupilas—. No fallará. Allí no habrá gente que nos lo impida, Hazel… ¡Sé que en esta ocasión estoy camino de mi auténtico triunfo, de mi gloria definitiva como científico, pese a todos esos imbéciles y necios que me lo han impedido hasta ahora, en nombre de su estúpida ética, de la moral o de las leyes! ¡Yo, Víctor Frankenstein, triunfaré al fin en mis propósitos! Y tú, amor mío, vas a ser testigo de ello, porque tu presencia me ha dado suerte en este empeño…

—Víctor, querido mío… —susurró ella, abrazándose a su compañero apasionadamente, y mordiendo su boca con avidez, mientras su cuerpo turgente se estremecía de pasión—. Estaré siempre a tu lado, hasta el día de ese triunfo final, te lo aseguro…

—Sí, Hazel, amor… —jadeó él, devolviendo besos y mordiscos a aquellos gruesos labios, mientras sus delgadas, sensibles manos de cirujano se hundían en su descote Victoriano, en busca de los macizos senos de la mujer, que acarició lúbricamente—. Te necesito. Sigue siempre a mi lado. Siempre…

Rodaron ambos por una litera, fuertemente abrazados. Ella gimió cuando Frankenstein alzó sus crujientes faldas, para acariciar sus muslos enfundados en blancas medias, mientras unos jadeos entrecortados llenaban la habitación y el rostro enjuto, pálido y afilado del doctor, se congestionaba con el deseo.

 

* * *

 

Las palas de la rueda batían con fuerza las aguas del río. Majestuosamente, con el penacho de humo surgiendo de su larga chimenea, el barco de río, el River Lady, como se podía leer en las doradas letras de su proa, subía Mississippi arriba, dejando atrás la ciudad de Nueva Orleans, rumbo a Baton Rouge, Vicksburg, Lake Providence, Greenville, Memphis y otros muchos puertos ribereños, para, finalmente, rendir viaje en Saint Louis, Missouri, la puerta del Oeste soñado por tantos de sus viajeros.

En la clase inferior, viajaban los inmigrantes más pobres. Otros lo hacían ya a estas horas en caravanas a través de tierra firme. Y en la clase de lujo del River Lady era donde viajaban personas como el doctor Frankenstein y su enfermera Hazel Graves.

O como el potentado ganadero Teeny Sylvester, de Kansas City.

O como Drury Talbot, jugador profesional, ahora con una misión muy especial, encomendada por el jefe de la policía de Nueva Orleans, Jock Lamont.

Drury pidió cartas, tras mirar a sus compañeros de mesa en el suntuoso salón de juego del River Lady.

—Tres —solicitó, descartándose indiferente.

A su lado tenía a un caballero de pelo rojizo que se había presentado como Steve McCarran, de Saint Louis. Al otro, a un tipo bajo y rechoncho, de grasienta calva que, según él, se dedicaba a negocios algodoneros en el Sur y se llamaba Coleman Hollsworth.

Y justo enfrente, tenía al cuarto jugador: Teeny Sylvester, de Kansas City, rico y poderoso ganadero del Estado de Kansas, por el que la policía de Nueva Orleáns sentía tan especial interés en estos momentos.

Sylvester era un hombre inquietante. Enormemente alto, vigoroso, de ojos grises y fríos, cabello entre rubio y canoso, facciones duras como el granito, nariz de halcón y labios delgados, tenía la costumbre de mirar fijamente, pareciendo entonces sus ojos dos cuentas de vidrio. Era rápido con las cartas. Demasiado rápido, incluso. Drury pensaba que igual debía serlo con las armas. Sobre todo, con el voluminoso «45» que lucía bajo su levita de pana azul.

—Dos —pidió Sylvester, mientras Hollsworth pasaba y McCarran pedía una sola.

McCarran sirvió cartas. Drury las tomó calmosamente. Sabía que Sylvester podía tener un trío o estar faroleando. La mesa no era muy alta en estos momentos, pese a llevar ya una hora larga de juego. Apenas doscientos dólares se apilaban en el centro del circular tapete verde.

Drury empezó a mirar sus naipes. Tenía anteriormente dos nueves. Llegó otro. Y una pareja de damas. Era un buen full. Observó entre los párpados a Sylvester, que había examinado sus dos cartas muy despacio. Creyó notar una leve crispación en sus dedos. Pero hablaba ahora Sylvester, y alargó billetes hacia el centro.

—Me juego doscientos —dijo.

McCarran aceptó. Debía haber ligado una escalera. O tal vez un full, si es que no llevaba póquer servido, pensó

Drury. Dejó éste sus naipes en la mesa. Sonrió, alargando sus propios billetes.

—Doscientos —aceptó—. Y cien más.

Sylvester frunció levemente el ceño. McCarran aceptó la subida. Le vio mirar sus cartas de nuevo. Las cerró rápidamente. Drury ni pestañeó. Pero había visto la jugada. El cambio fue fulgurante, casi imposible de ver. Pero él podía ver hasta lo imposible en una mesa de juego: Sylvester había cambiado una carta en una fracción de segundo. Por tanto, se había quedado solo con su trío. Ahora debía de tener póquer, gracias a su trampa.

—Sus cien… y el resto de lo que le queda, señor —sonrió fríamente Sylvester, señalando lo que le quedaba delante a Talbot.

McCarran resopló, tirando sus cartas. Drury comprendió que sólo debía tener dobles parejas, posiblemente de ases. Se preguntó de qué sería el póquer de Sylvester ahora. Si era de reyes, no podía hacer nada. Pero si la carta cambiada correspondía a cualquier otro valor, él podía ganarle… con un póquer de damas. Y sólo tenía dos, acompañando a su trío de nueves.

Su trampa fue infinitamente más veloz aún que la de Sylvester. Cambió los dos nueves de trébol y corazones por otras dos damas, dejando el tercer nueve en su sitio. Había ido prevenido a aquella partida, conociendo la facilidad de Sylvester para hacer trampas. Y él no iba a hacer la tontería de acusarle de tramposo.

—Veo —admitió suavemente, volviendo a dejar sus cartas en la mesa—. Va todo, señor. Veamos sus cartas ahora.

—Lo siento por usted —rió Sylvester, extendiendo los naipes en el tapete, en forma de abanico—. Póquer… de dieces.

Sonrió con amplitud, disponiéndose a recoger todo el dinero acumulado. Talbot negó con la cabeza, sujetándole las manos y depositando calmoso sus cartas en el tapete.

—No sirven, señor —suspiró—. Yo también tengo póquer… de damas. Yo gano, ¿no?

Teeny Sylvester palideció intensamente. Le miró con ojos desorbitados, inyectados repentinamente en sangre. Sus delgados labios temblaron. Vio que su diestra hacía acción instintiva de dirigirse a la culata de su revólver.

—No es posible —dijo roncamente—. ¡Es una trampa maldita!

Talbot entornó los ojos con frialdad. Miró despacio al otro. Entendía su táctica: le estaba provocando a un duelo mediante el insulto. Trató de mostrarse sereno.

—Es muy grave decir cosas así, señor —musitó suavemente—. Hay que saber perder.

—¡Juro que es cierto! —aulló Sylvester descompuesto—. ¡Yo mismo me descarté de una dama, maldito fullero!

Hubo un murmullo en la sala. Muchas miradas acusadoras se fijaron en Talbot. Este sonrió moviendo la cabeza de modo indolente, como si nada de aquello fuera con él.

—Miente, señor —silabeó—. Yo sí que me descarté de un diez…

Y rápido, puso sus cartas boca arriba. Naturalmente, no tuvo un diez en ningún momento. Pero era demasiado diestro manipulando cartas para que nadie viera su trampa. Ahora sí había un diez entre su descarte. El murmullo creció. Todas las miradas convergían en Sylvester, que de un rojo grana pasó a un lívido mortal, contemplando incrédulo aquel naipe acusador, mientras McCarran retenía el resto de cartas del mazo y los descartes, señalándole con voz helada:

—Es usted quien tiene que probar ahora cómo hay cinco dieces en la baraja, señor Sylvester, antes de comprobar su acusación contra el caballero Talbot…

Sudoroso, descompuesto, el hacendado tragó saliva. Su rabia era incontenible. Con el rabillo del ojo, Talbot comprobó que dos hombres apostados en el largo mostrador de la sala de juego, permanecían alerta, con sus manos cerca de los revólveres. Evidentemente, eran los esbirros leales a Sylvester, prestos a intervenir si las cosas se ponían feas para su patrón.

—Todo eso es una burda mentira, otra trampa más de ese cerdo… —silabeó Sylvester frenético—. ¡Juro que he jugado limpio! ¡Le mataré por lo que está haciendo!

—Señor Sylvester, no es ése el modo de justificarse ante todos —señaló con cierta sequedad Hollsworth, pasándose una nerviosa mano por su calva sebosa—. Será mejor que haga lo que dice el señor McCarran, créame. Demuestre su inocencia… si puede.

—¡Es un experto en hacer cambios con los naipes! —aulló el hacendado señalando a Drury con un dedo rígido, acusador—. ¡Cambió sus cartas, como cambió ese diez!

—Yo no he visto nada y estaba mirando sus cartas —confesó McCarran, tajante.

—Yo tampoco —corroboró con frialdad Hollsworth.

—Ni yo. Y eso que no he perdido de vista la mesa ni los naipes un solo instante — declaró una voz repentinamente, junto a los jugadores.

Todos giraron la cabeza, sorprendidos. La voz que había sonado era de mujer. Y, en efecto, una mujer estaba en pie junto a la mesa, tras dar esa afirmación rotunda.

Una mujer que hizo pestañeas a Drury Talbot, fascinado.

Era la más hermosa que había visto en su vida. Alta, arrogante, vestida con elegantes ropas de seda y encajes, cabellos de un rojo intenso, ojos azul oscuros, labios tentadores, piel rosada en su descote y brazos, pero levemente bronceada en rostro y manos, como si expusiera esas partes de su cuerpo al sol durante largos períodos.

—¡Tú! —aulló Sylvester, mirándola con asombro y odio. Evidentemente, la conocía y mucho—. No puedes ponerte contra mí en esto…

—Lo siento, Teeny —sonrió ella burlonamente—. Digo lo que vi, nada más. No trato de ponerme en contra tuya ni de ese caballero, al que no he visto en mi vida. Sólo afirmo que él no tocó ni un solo naipe de forma sospechosa. Puedo jurarlo.

Sylvester se mordió el labio inferior. Era obvio que no le gustaba aquella terrible humillación. Miró colérico a la dama. Luego, a Drury Talbot que seguía sonriendo, ahora con sus ojos fijos en la bella y desconocida aliada que intervenía en la escena.

—No me gusta perder, Talbot —dijo duramente el hacendado.

—A mí tampoco. Pero menos me gusta aún que me llamen tramposo cuando acabo de demostrar que el acusador mentía y que es él quien evidentemente hizo trampas.

—¿Por qué no vemos ahora si hay cinco damas en esta baraja? —sugirió Sylvester con dureza—. Quizás todo se deba a un fallo en el mazo de naipes, y ni usted ni yo tengamos culpa alguna de lo sucedido, y seamos víctimas de una mala manipulación del fabricante de ese paquete.

—Es una sugerencia atinada —admitió McCarran, que parecía deseoso de zanjar el incidente de modo amistoso, sin que la cosa llegara a mayores—. Una vez estuvimos jugando con una baraja que tenía solamente tres ases. Y resultó ser un defecto del empaquetado, como pudimos comprobar por otros mazos de la mismo remesa, caballeros.

—Sería ésa una solución bastante cómoda… para todos, ¿verdad, Teeny? —sugirió sarcástica la dama pelirroja enarcando sus finas cejas.

Este la fulminó con una mirada sin decir nada.

Y silabeó con voz ronca:

—Retiraría mi acusación contra el señor Talbot si él retirase la suya, una vez comprobado ese extremo, caballeros.

—Muy bien —aceptó Hollsworth tomando las cartas con energía—. Veamos…

En efecto, aparecieron cinco damas y cinco dieces, como era de prever. El incidente quedó zanjado devolviendo las cartas al casino flotante, a cambio de otras. El encargado prometió elevar una reclamación al fabricante, aunque era obvio que no creía en esa posibilidad, y la aceptaba para evitar un posible duelo a tiros a bordo, que podía acabar en derramamiento de sangre.

—Admito que me ha ganado, pese a todo —confesó Sylvester con rara suavidad, en tanto McCarran comprobaba un nuevo mazo de naipes carta por carta—. Si yo reuní tres dieces legales, usted logro ligar tres damas. No reclamo nada… pero sí querría pedirle la revancha, señor Talbot. Solos los dos en una breve partida.

—¿Qué sugiere?

—Ha ganado usted una buena suma esta noche —señaló el dinero—. Exactamente mil doscientos dólares en total. Sólo me quedan en efectivo otros trescientos para el resto del viaje y no quisiera quedarme sin un centavo encima todos estos días. ¿Qué tal si me concede el desquite, apostando esos mil doscientos, más lo que ha ganado a los señores Hollsworth y McCarran y su propio fondo… contra mi hacienda en Kansas, La Peregrina?

—¿Qué dices, Teeny? —saltó sorprendida la pelirroja dama—. ¿Qué te juegas La Peregrina a los naipes contra apenas dos mil ochocientos dólares? ¡Si vale al menos cinco veces más!

—No te metas en esto —cortó fríamente Sylvester sacando de su levita una escritura plegada, que tendió a Talbot—. Examínela. Está en regla legalmente. Si la endoso a su nombre, caso de perder, mi propiedad será suya. No es muy grande en acres, pero está bien situada, justo entre mi hacienda y la de esa dama entrometida que ahora tenemos delante, la señorita Silvers. Posee agua abundante, cosa muy valiosa en Kansas, unas pocas cabezas de ganado y una pequeña edificación rodeada de pastos. Puede ser suya si me da la revancha… o perderlo usted todo, señor Talbot. ¿Qué decide?

—Supongamos que no acepto la revancha porque no me ilusiona la idea de convertirme en hacendado —sonrió Drury calmoso.

—Entonces, señor Talbot, se habrá ganado usted un mal enemigo: yo. Y, además, es posible que exija un duelo entre ambos para reparar la situación creada aquí esta noche. Y le aseguro que no suelo salir ni siquiera con una rozadura de cuantos duelos he sostenido en mi vida.

—Yo tampoco —suspiró Drury con indolencia manteniendo fija su mirada en él—. No me asusta usted, Sylvester. Pero puesto que parece tan interesado en resolver esto con los naipes en la mano antes que con el revólver, aceptaré darle esa posibilidad de desquite. Usted dirá en qué condiciones establecemos la partida.

—Será breve. Muy breve —dijo Sylvester poniendo su escritura sobre el tapete—. Una sola jugada. El que tenga la más alta, gana. Sin más.

—Muy bien —Drury se encogió de hombros volviéndose a McCarran y Hollsworth—. Lo siento, señores. Será sólo una partida entre ambos.

—Desde luego —asintió McCarran—. Si hemos de dar naipes alguno de nosotros…

—No, por favor —terció en ese momento la pelirroja—. ¿Pueden concederme a mí ese honor? Me encantaría saber lo que sucede… y ser la mano inocente que resuelva esta cuestión en favor de uno o de otro, si no tienen inconveniente.

Miraron a los dos jugadores. Sylvester arrugó el ceño. Pareció que iba a negarse pero, finalmente, se encogió de hombros.

—No, ningún inconveniente por mi parte —dijo—. Jennifer Garfield es una vecina, aunque no una amiga. Acepto su mano inocente para barajar y dar cartas.

—Yo también —sonrió Talbot, mostrando la silla que McCarran acababa de dejar a la bella pelirroja—. Por favor, siéntese. Confío en su total inocencia, señorita.

—Gracias —devolvió ella la sonrisa, sentándose a la mesa y tomando el mazo de cartas, que comenzó a barajar diestramente.

Talbot empujó al centro de la mesa todo su dinero más el ganado en la partida anterior, con un suspiro de resignación. Miró a Sylvester y señaló, tajante:

—Al acabar la partida, gane quien gane, revisaremos esas cartas para estar seguros de que no hay errores de empaquetado en ella otra vez. ¿Conforme?

—Conforme —admitió secamente Sylvester.

Esa condición impedía toda posible trampa o manipulación. Sylvester tendría que jugar limpio. Y él también, por supuesto.

Jennifer Garfield repartió naipes tras cortar el perdedor anterior. Drury las examinó una a una, con lentitud. No era una jugada demasiado buena: dos treses, un as, un rey y un cinco. Comprobó que los ojos de Sylvester destellaban al ver su propia jugada. Evidentemente, era bastante buena.

Impasible, pidió cartas, guardándose un as junto a los dos treses:

—Dos —dijo mirando a Jennifer sin expresión.

Hubo un leve respingo en su antagonista, que pareció acusar el golpe, imaginado que él llevaba un trío servido. Se tiró de un naipe, pidiendo con voz sorda:

—Una, Jennifer, por favor.

—Claro, Teeny —sonrió ella suavemente, sirviendo las cartas con elegante suavidad, en medio del silencio y la atención curiosa de toda la sala.

—Drury descubrió sus naipes cuidadosamente. El primero era otro as. Su corazón palpitó con fuerza, aunque eso nadie podía saberlo. Su faz era una máscara inescrutable para cualquiera. Y sus manos eran firmes al sostener los naipes.

La segunda carta era un tres. Dobles parejas de ases, de momento. Se preguntó si Sylvester llevaría un proyecto de escalera o dos parejas cuando pidió una sola carta. Le observó de reojo antes de descubrir su quinta carta. No movía un músculo, no se podía saber si había ganado o perdido. Pero algo le dijo que había ligado jugada. Era puramente instintivo, pero un jugador siempre se guía por su instinto por encima de cualquier otra cosa.

Le faltaba ver la otra carta, la última. De ella dependía todo: ganar o perder. Si no era un tres o un as, estaba perdido, lo sabía. Sylvester le miró con un asomo de sonrisa en sus labios.

—Usted habla, Talbot —advirtió—. Estoy esperando a ver su jugada.

—Claro —asintió Drury calmoso, depositando sus cartas en la mesa sin descubrir la última—. Como ve, hay ya dos ases y dos treses a la vista. Todo depende de lo que falta por ver.

Sylvester se removió inquieto. Evidentemente, de esa carta dependía la suerte de la apuesta, acababa de confirmarlo. Le apremió, casi brutal:

—No me venga ahora con jueguecitos emocionantes ni tonterías, Talbot. Descubra su carta de una maldita vez. Seguro que pierde.

—Bien, veamos si es cierto —sonrió Drury, empezando a descubrir la quinta carta.

Todos los ojos estaban fijos en ello. La descubrió. Un murmullo de decepción recorrió la sala.

Drury Talbot tenía solamente parejas de ases y treses. La última carta era un ocho de diamantes.

—Lo siento, amigo —rió Sylvester descubriendo su jugada—. Yo gano: escalera al as.

Y allí estaba, efectivamente: escalera al as. Un tres o un as hubiera vencido. Así, la derrota de Drury Talbot era definitiva. Sylvester ganaba la revancha.

 

 

CAPÍTULO III

 

Teeny Sylvester se dispuso a recoger dinero y título de propiedad, con gesto triunfal, usando sólo una mano, mientras la otra recogía las cartas para tirarlas junto a las demás.

—¡Un momento, Teeny! —cortó fríamente Jennifer Garfield, deteniendo en el aire la mano de Sylvester con las cinco cartas—. Quiero supervisarlo todo para evitar posibles jugarretas en esta mesa. Talbot tiene ahí sus cinco cartas extendidas en la mesa, de modo que no es preciso examinar nada. Dame las tuyas.

—¿Estás loca? —gruñó el hacendado. Pero había palidecido levemente—. Son los cinco naipes que habéis visto, ahora podrás revisar toda la baraja como quedamos…

—No, Teeny. Prefiero hacerlo con vuestras diez cartas a la vista —dijo ella con energía, sin soltar la muñeca del hacendado—. Vamos, suéltalas.

Y antes de que Sylvester pudiera evitarlo, descargó un golpe en sus dedos, dejando caer los naipes boca arriba sobre el tapete verde. Una exclamación general de asombro invadió la sala de juego.

Allí no había ninguna escalera. Sólo un diez, una jota, una Q. y una K. Faltaba el as, que ahora era un simple siete.

Otro golpe de Jennifer, esta vez a la mano que aferraba certificado y dinero, hizo salir de la manga de Sylvester el as de corazones que faltaba en la escalera. Lívido, el hacendado se puso en pie de un salto, llevando la mano a su revólver.

Los del mostrador hicieron otro tanto en ese momento, mientras Jennifer, descubriendo el resto del mazo de un solo golpe, mostraba la presencia de un segundo as de corazones entre las cartas.

—¡Tramposo! —aulló McCarran.

—Lo sabía —jadeó Drury, levantándose con celeridad.

Y en su mano aparecía un revólver que se había anticipado en décimas de segundo a la intención de Sylvester y sus esbirros.

Llamearon las armas de fuego, en medio del griterío de terror de los presentes, que empezaron a correr en todas direcciones, dejando un amplio claro en medio de la lujosa sala del barco de río.

El arma voló de manos de Sylvester, junto con su dedo pulgar, que se cubrió de sangre, astillándose sus huesos. Luego, el Colt de Drury giró hacia el mostrador, rugiendo por dos veces.

Los tipos apoyados en la barra recibieron el plomo candente cuando se disponían a apretar los gatillos de sus armas. Aun así, dispararon, pero sus balas zumbaron inofensivas por el aire. Una astilló un espejo, la otra reventó una lámpara de petróleo del techo.

Cayeron los dos, como fulminados, ante el pavor de camareros y clientes.

Lívido, Sylvester contempló a Drury, que sonreía duramente, empuñando el humeante revólver con mano firme, nuevamente amartillado y presto a disparar.

El hacendado retiró con rapidez su zurda de la levita, donde se disponía a penetrar. Drury rodeó la mesa con movimientos veloces, y arrancó de un bolsillo de esa levita un derringer de cañones chatos.

—Hizo bien en no intentar empuñarlo, Sylvester —dijo el jugador—. Le hubiera matado sin piedad, maldito tramposo. Su jugada era astuta, ¿eh? Cambiar un siete por un as, pero sólo en el momento de mostrar la jugada, volviendo luego a hacer el cambio a la inversa para que no fuesen hallados cinco ases en la baraja…

—Pero no contó conmigo —sonrió Jennifer, que parecía tremendamente serena, sentada a la mesa todavía, pese al tiroteo habido momentos antes—. Preveía alguna jugarreta así. Sé que Teeny fue siempre un tramposo en todo.

—Maldita… —silabeó el hacendado con tono de rabia—. Pagarás esto…

—De momento va a ser usted quien lo pague, Sylvester —rió Talbot duramente—. Se le acusa de trampas en el juego e intento de estafa, así como de usar armas de fuego y llevar con usted esbirros armados para apoyarle. Creo que el capitán de este barco le encerrará en una celda, hasta que en Baton Rouge le entreguen a las autoridades del Estado de Louisiana. Allí pagará sus culpas en este buque y en tierra firme, amigo.

—Eso, lo veremos —farfulló Sylvester sujetándose el dedo roto, que goteaba sangre en abundancia.

—Claro que vamos a verlo, señor Sylvester —dijo a sus espaldas una fuerte voz—. Está arrestado por escándalo, por usar armas de fuego y por intento de estafa. No oponga resistencia o será peor.

El capitán del River Lady era quien le conminaba, escoltado por dos marineros. Otros marinos de la tripulación retiraban los cuerpos sin vida de los esbirros de Sylvester.

—Usted también ha usado un arma de fuego a bordo, señor Talbot, pero dadas las circunstancias le eximo de responsabilidad en ello, por hacerlo en defensa propia —dijo el capitán a Talbot—. Procure, sin embargo, en lo sucesivo, no recurrir a la violencia en mi barco.

—Lo haré, siempre que no sea atacado previamente, capitán —prometió Drury con tono grave. Y contempló cómo era esposado Sylvester, antes de ser conducido fuera de la sala de juego. Le despidió irónico—: Cuando quiera encontrarme, ya sabe dónde hacerlo. Después de todo, ahora soy el dueño de La Peregrina. Como todos pudieron ver, mi jugada era superior a la suya. Dos parejas siempre superan a un proyecto de escalera…

Sylvester, ya en la salida del casino flotante, se volvió, lívido, para jurar entre dientes, mirando amenazador a Talbot:

—No disfrutará esa propiedad, téngalo por seguro. Volverá a ser mía, pese a quien pese. Y para entonces, usted estará muerto, maldito bribón.

Drury sonrió, una vez fuera del casino el tramposo hacendado. Sus ojos fueron derechos hacia Jennifer, que se estaba poniendo en pie tras dejar sobre el tapete todo el mazo de naipes, junto al as que Sylvester tratara de manipular tan astutamente.

—Gracias, señorita —dijo—. ¿Por qué hizo eso en mi beneficio? Esta vez admito que no llegué a ver la trampa…

—Teeny es muy hábil con las cartas en la mano. Y con las armas, aunque usted hoy le ha ganado en toda línea. No me gusta que se gane con malas artes. Por eso dije lo que tenía que decir. Le conozco demasiado bien para fiarme de él.

—No sé cómo mostrarle mi gratitud, señorita…

—Pues no diciendo nada, simplemente. Creo que es lo mejor. Ya le dije por qué lo he hecho. No le conozco de nada. Sólo sé que frente a una trampa, hizo usted otra. Eso tampoco estuvo bien, pero tuvo cierta justificación a fin de cuentas. De cualquier modo, creo que ahora seremos vecinos, a menos que venda usted a alguien esa propiedad que ganó de buena ley.

—No pienso hacerlo —Drury guardó en su bolsillo el título de propiedad—. Puede ser emocionante convertirse en ganadero durante un tiempo…

—Emocionante… y peligroso, si me permite avisarle.

—¿Peligroso? ¿Por qué? ¿Acaso tendré que enemistarme con usted?

—No, conmigo, no —sonrió ella—. Es más, me gustaría tenerle por vecino en La Peregrina en vez de a Teeny y su pandilla. Pero aunque Sylvester siga en prisión, tendrá allí a muchos adversarios, empezando por el socio de Teeny, Ralph Conrad, o por su hombre de más confianza, Lester Lennox. Ellos no dejarán que usted viva tranquilo en su flamante propiedad, seguro.

—Correremos ese riesgo —rió Talbot—. Me encantan los riesgos, señorita.

—Entonces, allí nos veremos. Y ojalá todo le salga bien. Sabe que, pase lo que pase, podrá contar al menos conmigo como aliada, llegado el caso.

—Es una oferta tan generosa como noble. Gracias otra vez —dijo Talbot, inclinándose ceremonioso ante ella.

La pelirroja y elegante dama abandonó la sala majestuosamente. Drury se disponía a hacerlo también, tras depositar en la caja fuerte del casino el dinero y el título ganados, cuando una suave, educada voz, hablando un inglés correcto pero de leve acento extranjero, habló tras él:

—Mi sincera enhorabuena, joven caballero. He presenciado todo lo sucedido y, realmente, le felicito por su valor y su astucia, así como por su habilidad en el manejo de las armas.

  Se volvió, para encontrarse con un caballero canoso, impecablemente vestido de negro, escoltado por una rubia damisela de verdes ojos y formas llamativas. Hizo un leve saludo cortés a los dos desconocidos.

—Gracias, señores —dijo—. Temo no haberles visto antes de ahora…

—Así es —sonrió el desconocido—. Acabamos de vernos por primera vez, pero no pude resistir la tentación de darle mi más sincera enhorabuena. Soy europeo y me dirijo al Oeste de su país, como tantos otros. Mi profesión es la de médico cirujano. Me llamo Víctor Frankenstein. Esta dama es mi enfermera y ayudante personal, la señorita Gazel Graves…

—Es un placer conocerles. Me llamo Drury Talbot, soy jugador profesional… pero me temo que en el futuro me convertiré en un hacendado allá en Kansas City, doctor Frankenstein…

—Interesante —sonrió suave el médico suizo, mirando a su interlocutor—. Muy interesante, mi joven amigo…

 

* * *

 

El viaje transcurría sin alteraciones tras lo ocurrido aquella noche en la sala de juego.

El River Lady remontaba el Mississippi tras dejar en Baton Rouge a Teeny Sylvester en manos del sheriff, quien telegrafió de inmediato a Jock Lamont, a Nueva Orleáns con la noticia. Ahora creían poder obtener una confesión del hacendado, admitiendo sus homicidios durante una partida de cartas en esa última ciudad. También confiaban en que admitiría su culpa en la desaparición de Orrie Karlson. A Drury se le abonó la suma convenida por sus servicios, y el asunto pareció quedar definitivamente zanjado allí mismo.

Drury vio a Jennifer Garfield varias veces durante el viaje. Pero aunque inicialmente logró mantener con ella alguna charla animada, poco a poco fue observando que la bella hacendada de Kansas se distanciaba de él, a medida que crecía su amistad con otro de los viajeros del barco del río: aquel caballero europeo de modales suaves y fría mirada que atendía al nombre de doctor Frankenstein. Definitivamente, a medida que se aproximaban a la divisoria estatal con Arkansas, su relación con la pelirroja joven se había enfriado del todo, y ella no parecía demasiado dispuesta a reanudarla en ningún momento, limitándose a un seco saludo o a fingir ignorarle cuando se cruzaban en cubierta o en los salones del barco.

—Extraña mujer —se dijo Drury, pensativo—. Ha cambiado mucho en estos últimos días. Hubiese jurado que era una persona más sociable y cordial de lo que aparenta ahora, la verdad. En cambio, parece encantada con sus nuevas amistades, ese cirujano europeo y su enfermera… En fin, allá ella. Tal vez cuando coincidamos en Kansas City, como nuevos vecinos, cambie de actitud.

Y trató de apartar definitivamente de su mente ese problema, no pensando más en la hermosa Jennifer. Pero todavía, durante aquel viaje, iba a tener oportunidad de romper esa decisión íntima suya, a causa de ciertos acontecimientos.

Ello sucedió justamente cuando la divisoria con Louisiana quedó atrás, y el River Lady se internó en Arkansas, en su ruta hacia Memphis. Justamente habían hecho ya la parada reglamentaria en los embarcaderos de Greenville, ciudad situada en la ribera del Estado de Mississippi, y reanudaban aquella tarde su marcha río arriba, a buena velocidad, cuando empezaron a suceder cosas a bordo.

Una compañía de circo, la Little Barnum, viajaba en el barco rumbo a Memphis, para debutar allí en fecha próxima. Su director denunció al capitán del River Lady la desaparición de una de sus principales figuras, el forzudo atleta Hércules Storm.

Drury recordaba el nombre. Había visto actuar a aquella troupe circense en Nueva Orleans. Era un hombretón de casi dos metros de estatura, enormes músculos y fuerzas ciclópeas, que asombraba al público con sus alardes atléticos. Ahora no aparecía por parte alguna.

Se revisó todo el barco, y se envió un mensaje a las anteriores ciudades por las que pasaron, por si el atleta, inexplicablemente, había abandonado el barco por su propia voluntad. El dueño del circo aseguró que eso era imposible.

—Hércules no bebe ni se deja engatusar por las mujeres —explicó al capitán—. Y es hombre muy profesional y serio, aunque de carácter algo infantil. Ha tenido que sucederle algo, seguro.

—Pues si ha caído al río en un descuido, olviden el asunto —dijo con pesimismo el capitán—. El viejo Mississippi rara vez devuelve el cuerpo de aquel a quien se traga en un descuido.

Eso parecía zanjar definitivamente el incidente. Y así hubiera sido, de no mediar cierta declaración confidencial de un camarero de a bordo a Drury Talbot, cuando éste se hizo servir la cena en su camarote, por sentirse cansado de la vida social a bordo.

Comentando el suceso, el camarero se inclinó hacia el viajero, informándole en voz muy baja:

—No sé lo que habrá sido de ese forzudo, señor, pero lo cierto es que la otra noche le vi entrar en un camarote de primera clase, justo el día antes de darle por desaparecido sus compañeros. Y usted sabe que todo el circo viaja en segunda…

Drury asintió, arrugando el ceño. Miró al camarero con curiosidad y le preguntó:

—¿Y recuerda usted quién ocupa el camarote donde entró Hércules esa noche?

—Bueno, estaba muy oscuro, la verdad, y yo le vi entrar justo desde el inicio del puente, de modo que no podría estar seguro, pero juraría que era muy cerca de este mismo camarote, todo lo más a dos o tres puertas del de usted, señor Talbot.

Drury meditó, mientras entregaba una generosa propina a su servidor, que se ausentó tras darle la información. Probó un sorbo de vino, y miró su cena sin sentir demasiado apetito, pese al buen aspecto del menú.

—Con que el forzudo estuvo por aquí, en una clase que no es la suya… y entró en un camarote cercano al mío —reflexionó hablando consigo mismo—. Veamos quiénes ocupan camarotes en este puente…

Hizo un esfuerzo de memoria. No le resultó difícil recordar que Jennifer Garfield ocupaba la última puerta del puente. Y que dos puertas antes de ella y dos después de la suya propia, se alojaban aquella extraña pareja, el doctor Frankenstein y su enfermera. Probó un poco de ensalada y pechuga de pollo rebozada, mientras daba vueltas a la cuestión en su mente.

—Extraño… —murmuró—. Muy extraño. Viene por aquí, cambiando de clase, y luego desaparece sin dejar rastro… Espero que esa damisela tan bella no resulte una devoradora de hombres.

La idea le hizo sonreír. Ninguna dama podía deshacerse fácilmente de un hombretón de dos metros de altura y repleto de músculos, por fuerte y hábil que fuese, se dijo de inmediato.

—Y si fue al camarote del doctor… ¿por qué motivo lo haría? A bordo existe un médico gratuito que atiende a los viajeros enfermos. Y para ir de segunda a primera clase, hace falta un permiso especial, a menos que se haga clandestinamente, aprovechando una noche oscura… ¿Y por qué habría de hacer nadie tal cosa para entrevistarse con un médico extranjero a bordo de este barco?

Las preguntas y teorías no conducían a nada en concreto. Drury acabó tomando una decisión mientras atacaba el resto de su cena:

—Esta noche trataré de saber algo más, qué diablos. El asunto me intriga mucho. Y ese doctor, pese a sus modales educados y su aire caballeroso, no me cae simpático…

Resueltamente, apenas apurada su cena, se dispuso a llevar a cabo su determinación, no sin antes tomar medidas adecuadas. Se aseguró de que su revólver funcionaba perfectamente y, no contento con ello, se puso un chato derrringer de dos cañones en un bolsillo interior de su levita, por lo que pudiera ocurrir.

Cuando la noche estaba bien avanzada y la oscuridad reinaba en el río, salvo en los puntos alumbrados por las lámparas de a bordo, salió sigilosamente de su camarote con las luces apagadas. Y se encaminó al final del puente de primera clase donde él se alojaba durante aquel viaje…

 

 

CAPÍTULO IV

 

No había luz alguna en el camarote de Jennifer Garfield. Tal vez ella dormía ya, porque habían dado las once de la noche. Drury se pegó sigilosamente al muro de camarotes, avanzando cauteloso hacia el que ocupaba el médico suizo y su enfermera. Como esperaba, vio luz por las rendijas de la rejilla de madera de la puerta. Y oyó murmullo de voces en tono apagado.

  Era imposible ver nada así. Y muy difícil escuchar algo. Drury pegó su oído a la madera de la puerta, junto a las ranuras de la misma. Difusamente, le llegaron palabras susurradas, cadenciosas, en la voz del caballero europeo:

—…siempre a mi servicio… siempre… Obedecerás… órdenes… Olvidarás luego…

Olvidarás… Pero eres mi sierva fiel… Siempre lo serás… Repítelo…

Una pausa. Drury contenía la respiración, sin entender bien todo aquello. Y ahora, otra voz, apagada, de mujer, repitiendo tenuemente:

—Siempre lo seré… sierva fiel… Siempre obedecer… y olvidaré…

—Juraría que es la voz de Jennifer Garfield —pensó Drury—. No parece la de esa enfermera… Pero ¿qué es lo que están diciendo? ¿Qué sentido tiene?

Se esforzó por oír algo más, pero le era imposible. Los murmullos de voces resultaban inaudibles. La luz producía leves parpadeos, como si la llama temblase allí dentro por alguna razón. Eran extrañas cosas las que sucedían en el camarote del doctor Frankenstein…

Tuvo que apartarse bruscamente, casi a la desesperada, cuando de repente se abrió la puerta. No se asomó luz alguna al puente, por la sencilla razón de que habían apagado la lámpara del interior. Oyó la voz de Frankenstein, despidiéndose suavemente desde el interior:

—Buenas noches, señorita. Ha sido un placer recibir su visita…

—Buenas noches, doctor. Hasta mañana, Hazel —respondió la voz de Jennifer.

Ella abandonó el camarote. Caminaba como sonámbula. Pasó junto a Drury, pegado al muro, sin verle siquiera. Se alejó, entrando en su propio camarote. Al cerrarse la puerta, Drury permanecía pegado a las tablas de la pared, totalmente confuso. Y justo en ese momento, como si hubiera sido capaz de intuir su presencia allí, el doctor Frankenstein apareció en el pasillo, en mangas de camisa, plantándose bruscamente ante él.

—Buenas noches, señor Talbot —saludó con rara suavidad—. ¿De paseo por cubierta?

—Pues… sí —admitió con rápida reacción Drury irguiéndose y apartándose de la pared—. Estaba harto de permanecer en mi camarote… Pero la noche está algo húmeda.

—Bastante —los azules ojos del médico se fijaban en él. Un raro destello burlón aparecía gracias al lejano reflejo de una luz de a bordo en sus pupilas frías, clavadas en él—. ¿Desea entrar y tomar una copa con nosotros?

—No, no, gracias —rechazó Drury vivamente—. Creo que será mejor que vuelva a mi camarote…

Hazel Graves había aparecido también en el umbral ahora. Borrosamente, en la penumbra, Drury captó la rotundidad de sus pechos, dibujados por una blusa de seda blanca. Eran turbadores. Al verle, ella frunció sensualmente sus gruesos labios.

—Señor Talbot, qué sorpresa —murmuró la joven dulcemente—. ¿De veras no quiere pasar? Nos encantaría tenerle como invitado. El doctor lleva consigo un brandy excelente… Auténticamente francés, no esas imitaciones horribles que se venden por aquí. Todo lo francés es lo mejor, señor Talbot…

Humedecía sus labios con la lengua al hablar, provocadoramente. Drury apartó de sí la tentación. Aquella hembra era un verdadero diablo de sensualidad. Y eso, al doctor, parecía divertirle.

—No, gracias —negó de nuevo—. Otro día, señorita. Buenas noches a ambos.

Se alejó con paso firme. Se sabía seguido por las miradas de Frankenstein y de ella. Al pasar junto a la enfermera, sus pechos le rozaron el brazo. Eran duros como piedras, erectos y vibrantes.

Cuando la puerta se cerró tras ellos a su espalda, se detuvo un momento. Estaba seguro de que ahora la pareja daría rienda suelta a sus pasiones. Era obvio que médico y enfermera formaban un dúo de amantes. Lo raro eran las palabras pronunciadas allí dentro por él y por Jennifer Garfield. Y el modo de moverse de ella, camino de su camarote, sin que pareciera advertir nada a su alrededor, como en trance.

—Algo extraño sucede aquí —se dijo Drury—. Y tengo que averiguar lo que es…

De regreso en su camarote, se desvistió, acostándose y apagando la luz. Pero le costó dormirse. El recuerdo de lo sucedido, le intrigaba y atormentaba. Pero también, no podía evitarlo, el pensar en aquella viciosa hembra que parecía ser Hazel Graves, la inglesita que decía ser sólo enfermera, pero que compartía camarote con el doctor.

Por fin, logró conciliar el sueño, pese a sus inquietudes de diferente carácter, aunque tuvo pesadillas en las que se mezclaban Jennifer, Hazel, el doctor e incluso el hercúleo atleta desaparecido, cuya cabeza emergía del río dando gritos espeluznantes.

No supo si era ese mal sueño el que de repente le despertó en su litera, bañado en sudor, o la sensación de un peligro inminente. Lo cierto es que abrió los ojos en la oscuridad, comprobando que algo sucedía.

Sus pupilas se clavaron en la puerta enrejada del camarote. Por las rendijas de las tablas en forma de persiana, entraba algo de claridad, muy poca. Y sombras en movimiento. Sombras pegadas a la madera. Algo chirrió en la cerradura.

Estaban abriendo la puerta desde fuera.

Saltó del lecho vivamente, sin hacer ruido, en busca del revólver, que colgaba de su funda en una silla, algo alejada de él. Apenas pisó el suelo descalzo, la puerta se abrió de pronto. Y asomaron varias sombras humanas recortándose en su umbral.

Una hizo llamear un revólver. La claridad reveló su presencia en pie, mientras la bala disparada se clavaba en las sábanas revueltas, en medio de un seco estampido que resonó huecamente en el silencio de la noche. A su resplandor, lograron verle, y el arma giró hacia él, mientras otra mano accionaba un cuchillo. La hoja de acero silbó en el aire, buscando su cuerpo, coincidiendo aquel escalofriante sonido con el segundo estampido del arma de fuego que buscaba darle alcance.

Por fortuna, para él, Drury era hombre de fulminantes reacciones y reflejos velocísimos. Cuando todo eso sucedió, él ya rodaba por el suelo, dando volteretas, lejos del acero y del plomo que buscaban su cuerpo. Procuró hacerlo de modo que se aproximase a la silla donde colgaba su Colt, pero aun así, el peligro era cierto, porque los agresores —que le pareció eran tres—, a la luz del segundo fogonazo le habían visto maniobrar, y ahora el arma ladró por tercera vez, buscando su cabeza. Sintió cómo la bala se hundía a dos o tres pulgadas de su rostro, en la alfombra. Alargó la mano en busca de la culata de su revólver, a la desesperada.

Y justo entonces, allá fuera, una nueva arma rugió poderosamente, despertando ecos formidables en el silencio ribereño. Uno de sus asaltantes rugió con expresión de dolor. Otro gritó con voz ronca:

—¡Vámonos, viene alguien disparando! ¡Pronto, fuera de aquí!

Drury, en ese momento, cerró sus dedos en torno a la culata de su Colt, que logró sacar de la pistolera. Disparó contra la puerta abierta dos veces, pero ya los asaltantes habían desaparecido a toda prisa, mientras sonaban nuevas detonaciones en el pasillo de cubierta, provocando el escándalo a bordo. Las balas de su «45» levantaron astillas en la madera, pero nada más.

Drury se incorporó de un salto, corriendo al exterior con su arma amartillada. Ya no llegó sino a descubrir unas lejanas sombras saltando a la cubierta inferior, la de segunda clase, a toda velocidad. Una le pareció que se movía con dificultad. Disparó de nuevo, pero no estuvo seguro de alcanzar a nadie. A sus espaldas, una voz suave le interpeló:

  —Creo que es inútil ya, amigo. Esos tipos se fueron. Uno va herido, seguro. Le di de lleno, no hay duda. Vea, hay sangre en el suelo…

Era cierto. Gotas oscuras salpicaban el umbral y el corredor de puertas. Numerosos camarotes empezaban a iluminarse. Pisadas rápidas venían de la distancia.

Drury miró al hombre que le hablaba. Era alto, delgado, joven, de pálida faz, sonrisa cínica y ojos oscuros. Vestía de negro y empuñaba un humeante «44».

—Usted ha intervenido en esto… —murmuró Drury bajando el arma—. Me ha salvado, imagino. ¿De dónde salió, si puede saberse? No le he visto antes de ahora…

—Subí a este barco en Lake Providence, amigo —rió el otro bajando también su revólver—. Oí disparos y salí a ver qué sucedía, eso es todo. Me alegra haber hecho algo por usted. Esos tipos eran tres, y usted uno solo. No era una pelea justa.

—Ni siquiera era una pelea. Me sorprendieron durmiendo —Drury se frotó el mentón, con gesto furioso—. No entiendo por qué me atacaron. Pensé que ya no tenía enemigos a bordo…

—Eso nunca se sabe —sonrió el otro, tendiéndole la mano, tras enfundar el arma—.

Me llamo Wess Steele.  Es la primera vez que viajo por río. Y no me gusta demasiado.

—A mí tampoco me gusta, pero viajo a menudo —Drury le estrechó la mano con calor—. Drury Talbot. Gracias por todo. Tiene en mí a un amigo de verdad.

—Igual le digo —señaló al fondo del pasillo de cubierta—. Ahí vienen ahora. Un poco lentos, ¿no cree?

Drury sonrió, asintiendo. Un oficial y varios marineros acudían al estruendo de los disparos. Numerosos viajeros salían también de sus camarotes a medio vestir, somnolientos y alarmados. Vio entre ellos al doctor Frankenstein, así como a Hazel Graves, ambos envueltos en batas de seda. Ella dejaba asomar casi un seno fuera, como con descuido. El gesto del doctor era de sorpresa y extrañeza, pero sus ojos no revelaban emoción alguna.

—Dios mío, señor Talbot, ¿qué es lo que ha sucedido? —preguntó el médico con su voz de leve acento extranjero, impersonal y fría—. Ese tiroteo, esta sangre…

—Lo ignoro en realidad, doctor —replicó Drury secamente clavando en él sus duros ojos—. Pero esta noche, alguien intentó asesinarme, sin aparente motivo, mientras dormía. Por fortuna, es difícil sorprenderme. Y además, ha surgido un amigo providencial al que, sin duda, debo la vida. Doctor, éste es Wess Steele, mi salvador. Wess, el doctor Frankenstein, de Europa, un vecino de camarote, y su enfermera, la señorita Graves.

—Celebro conocerles —dijo Wess estudiando a ambos mientras ellos le saludaban—. Posiblemente alguien a bordo precise pronto de sus servicios como médico. Sé que he herido a uno de los tres asaltantes.

—Lo lamento, pero soy cirujano —replicó Frankenstein con frialdad—. Y dudo que esos tipos se delaten a sí mismos pidiendo un médico para atender una herida de bala, señor Steele.

—Muy cierto —asintió éste sin pestañear.

—Celebramos que no le sucediera nada, señor Talbot —habló ahora Hazel Graves, envolviendo al jugador en una de sus miradas ardientes—. ¿Vamos, doctor?

—Sí, querida —asintió Frankenstein—. Vamos ya, por fortuna nuestro joven amigo no ha sufrido daño, y eso es lo importante. Buenas noches a todos.

Regresaron a su camarote. La puerta de Jennifer Garfield seguía cerrada herméticamente. El oficial de a bordo comenzó a hacer preguntas a ambos hombres. Drury le contó con rapidez lo sucedido y el marino ordenó investigar a bordo, especialmente en las clases segunda y tercera del barco, en busca de un posible herido y de tres individuos que viajasen juntos. Se alejaron al fin todos, quedando solos Drury y su providencial aliado, Wess Steele.

—Entre —invitó Talbot—. Sólo tengo un frasco de whisky, si quiere echar un trago.

—No está obligado a nada conmigo, pero acepto el convite —sonrió Steele, entrando.

Se acomodó ante la litera, mientras Drury sacaba el frasco para servir a ambos. Tras un silencio, Steele comentó:

—No me gusta nada ese médico, el doctor… ¿Frankenstein dijo? ¡Qué raro nombre!

—A mí tampoco me gusta. Es frío como un reptil.

—En cambio su enfermera… —silbó Steele—. Es fuego puro, Talbot.

—Pero tampoco me fiaría demasiado de ella. He llegado a pensar…

—¿Qué?

—Que posiblemente lo de esta noche sea cosa de ese hombre y de ella.

—¿Por qué dice eso? ¿Tiene algo contra usted en especial esa pareja?

—No lo sé. Le voy a contar algo. Luego, decida usted mismo.

Le narró todo lo sucedido a bordo desde la partida de Sylvester, sin omitir lo de aquella noche en el camarote de Frankenstein, así como la extraña ausencia de Jennifer Garfield tras el tiroteo. Steele le escuchó en silencio.

—Todo eso es muy raro. ¿Sospecha que a esa dama le pasa algo?

—Pudiera ser. Si mañana no aparece, contaré todo al capitán.

—No parece significar nada delictivo ni acusador contra ese médico —objetó Steele—.

Y menos, afirmando usted que vio regresar a esa dama a su camarote…

—Es cierto —Drury meneó la cabeza—. De todos modos, esperaré a mañana. Y se ella no da señales de vida, actuaré en consecuencia. Ahora hablemos de otra cosa, Steele. He observado que es usted muy diestro con las armas.

—Aprendí a manejarlas en Arkansas —sonrió Wess—. A veces había que defenderse de los granujas y ser más rápido que ellos. Ahora voy al Oeste.

—¿Qué espera hacer allí? ¿Dedicarse a pistolero tal vez?

—Es una posibilidad. Pero preferiría tener un buen trabajo, encontrar ocupación en un rancho, puesto que tengo experiencia en asuntos ganaderos y todo eso.

—Entonces, ya tiene ese trabajo.

—¿Cómo ha dicho? —se sorprendió Steele, mirándole con ojos muy abiertos.

—Que ya tiene trabajo. En Kansas. Soy dueño de esa propiedad que gané a los naipes. Necesitaré en quien confiar, puesto que si alguien trabaja allí ahora, será leal a Sylvester y eso no me conviene. Usted se ha ganado hoy el puesto, Steele. Será mi empleado de confianza en todo terreno. Como vaquero… y como tirador. ¿Qué dice a eso? El salario podemos decidirlo ahora mismo.

—Trato hecho —le tendió Steele la mano, sonriendo—. De salario hablaremos entonces, a la llegada a Kansas. Pero tiene a su hombre ya. Ojalá no se equivoque al elegirme.

—Sé que no habrá error, Steele. Creo conocer bien a la gente.

Apuraron el trago de whisky y se despidieron hasta el otro día. Esta vez, Drury tuvo sueños menos desagradables que antes, pese a la experiencia vivida.

Al otro día, en el comedor de a bordo, pudo ver a Jennifer Garfield comiendo con Frankenstein y su enfermera como si tal cosa. Se la veía risueña, amable y cordial. Como si no se hubiese enterado de nada. Y, ciertamente, nada parecía ocurrirle tampoco.

—No puedo denunciar nada al capitán —murmuró para sí contrariado—. ¿Qué está ocurriendo aquí?

Supo por el capitán del River Lady que la búsqueda había sido infructuosa. Ni rastro de tres presuntos viajeros unidos. Ni huella de un hombre herido en todo el pasaje. Nada de nada.

—Créame que lamento lo ocurrido, señor Talbot —le dijo el capitán—. Están sucediendo cosas demasiado raras a bordo en este viaje. Pero no podemos hacer nada por resolver el asunto. Ni ese atleta del circo ni esos tres asaltantes parecen estar a bordo. El médico del barco no ha asistido a nadie herido de bala. Y podemos confiar en él, es un hombre honrado. Tal vez su vecino de camarote se equivocó.

—Tal vez, capitán —admitió vagamente Drury, sin añadir más.

No quiso decirle que dudaba mucho que Wess Steele se hubiera equivocado. Aparte de las manchas de sangre en el suelo, el joven pistolero le aseguró que el herido lo era de alguna consideración. Estaba seguro de que Steele no cometía errores así.

Por otro lado, una idea hormigueaba en su mente mientras tanto.

—Estoy convencido —se dijo Drury—. Esos hombres trabajan para el doctor Frankenstein. Y han entrado a bordo por separado, sin relacionarse para nada con él. Ahora, tal vez el propio doctor curó la herida del rufián. Pero ¿por qué? ¿Por qué todo esto, maldita sea?

De momento, era una pregunta sin respuesta.

 

 

CAPÍTULO V

 

La Peregrina estaba situada a cuatro millas al sudoeste de Kansas City.

Era una propiedad de unos mil acres o poco más, con una pequeña edificación en su centro, sobre una suave loma que dominaba todos los pastos. Poseía un pozo de agua y un estrecho arroyuelo cruzando sus tierras cercadas por alambradas.

Tras pasar por Kansas City, decorada en aquellos momentos toda la ciudad por numerosas banderas de la Unión, gallardetes y colgaduras, dando la bienvenida al presidente Ulyses Simpson Grant, en su viaje preelectoral de aquel año de 1873, Drury Talbot y su nuevo compañero, Wess Steele, llegaron al rancho utilizando unos caballos comprados en unos céntricos establos de la población. El largo viaje en tren y diligencia desde Saint Louis, a través de todo Missouri, les había dejado realmente fatigados. Pero ahora, ya estaban en su nuevo hogar.

Dos hombres de Sylvester cuidaban de la pequeña hacienda, vecina a Sylvester Ranch, la gran propiedad ganadera del encarcelado ranchero, pero Drury les pagó salarios atrasados y una gratificación, dando por terminados sus servicios en La Peregrina.

No quería tener cerca de sí a nadie leal a Sylvester. Contrataría nuevo personal en Kansas City, apenas hubieran recuperado un poco las fuerzas de tan largo viaje.

Los hombres se fueron a disgusto, pero sin replicar nada. Luego, Drury comprobó que sólo contaban en la hacienda con una escasa veintena de reses, una media docena de caballos en los establos y un pequeño granero con escaso heno por toda reserva.

—Habrá que trabajar duro aquí, para levantar esto. No hay duda de que Sylvester tenía bastante abandonada su pequeña propiedad, para dedicarse de lleno a la grande. Lo cual no quiere decir que nuestra presencia aquí vaya a ser grata para sus asociados y gente de confianza que residen en la propiedad vecina, esa que se extiende al norte —dijo Drury pensativo, tras recorrer la pequeña hacienda.

—¿Y esa otra hacienda? —indagó Wess, señalando al sur.

—Esa es Shawnee Ranch, la propiedad de Jennifer Garfield —explicó Drury—. Otro gran rancho ganadero, el único que rivaliza con el de Sylvester y su socio Conrad.

La población más próxima a todas aquellas propiedades era Linwood, un villorrio de no más de quinientos habitantes, que vivía virtualmente de la riqueza ganadera de la comarca. Poseía un sheriff llamado Ian Walcott, al que Drury saludó al hacer su primera visita al pueblo. El sheriff, un hombre maduro, de largos bigotes blancos y lacios, le presentó a las otras autoridades locales, el alcalde Matt Gruber, un hombretón de seis pies de estatura y más de doscientas libras de peso, y al delgado y calvo juez Aaron Jordach, dependiente del cercano juzgado de Kansas City.

—Sabemos que ha obtenido esa propiedad en una partida de naipes a bordo de un barco del Mississippi —sonrió el sheriff Walcott al entrevistarse con Talbot—. Le felicito por su buena suerte y celebro que el maldito Sylvester se haya quedado sin su pequeña finca y sin su libertad, por tramposo y granuja. Pero deseo advertirle que tenga mucho cuidado. Aunque Sylvester no esté aquí ahora, no por ello estará a salvo de problemas. Ralph Conrad, su socio, es duro como el pedernal. Y tan vil como su camarada y asociado. En cuanto a Lester Lennox, su capataz y hombre de confianza en Sylvester Ranch, es un pistolero profesional peligroso y sin escrúpulos. Creo que con eso, está ya bien advertido de los riesgos que puede correr, amigo Talbot.

—Gracias por la información, sheriff —suspiró Drury—. Sabía algo de todo eso, y veo por sus palabras que no me avisaron en vano. Pero estoy dispuesto a arrastrar toda clase de dificultades. Siempre he sido simplemente un jugador profesional. Ahora poseo una propiedad legítimamente ganada frente al mayor tramposo que he conocido. Y no estoy dispuesto a renunciar a una nueva vida más digna y estable, por culpa de una pandilla de caciques y facinerosos.

—Me gusta su valentía, Talbot. Pero yo he obrado en conciencia al advertirle. Si desea contratar gente de confianza, no lo haga aquí, en Linwood, porque casi todo el mundo en este pueblo es leal a Sylvester, por servilismo, por miedo o por interés. Vaya a Kansas City y contrate allí a cuantos necesite. Creo que con dos o tres hombres experimentados, podrá llevar adelante su nueva hacienda sin problemas.

—Eso pensaba yo también, sheriff —le tendió la mano lealmente—. Creo que vamos a ser buenos amigos.

—Sí, creo que sí —le miró preocupado, atusándose los bigotes—. Cuídese, muchacho.

No me gustaría verle muerto cualquier día.

Drury enarcó las cejas. Sonrió, sin decir nada, y salió de la oficina, reuniéndose con Wess Steele, que le esperaba fuera.

—Vamos a Kansas City ahora mismo —dijo Drury—. En Linwood, todo el mundo está al lado de Sylvester, como imaginaba.

Partieron sin perder tiempo en dirección a la ciudad. Cuando entraron en su calle principal, les sorprendió ver a dos personas subidas en un calesín tirado por dos briosos caballos, justo ante el más importante hotel local.

—Mira eso, Wess —dijo Drury parando su caballo—. Víctor Frankenstein y Hazel Graves. Están en Kansas City. ¿Qué han venido a hacer aquí esos dos?

—Sospecho que vamos a verlos bastante a menudo desde ahora —resopló Steele señalando a la puerta del hotel—. Mira quién sale ahora de ahí para reunirse con ellos.

Drury arrugó el ceño. Jennifer Garfield, espléndida de belleza con un vestido color malva, pamela y sombrilla de igual color, salía del hotel, sonriente, para subir al calesín, junto a la pareja europea. Pudieron oírla dirigirse al cochero con voz firme y autoritaria:

—En marcha, Peter. Vamos a la hacienda. Estos señores son mis huéspedes hasta que ellos quieran.

El calesín partió entre una nube de dorado polvo, perdiéndose en la distancia. Wess y Drury cambiaron una mirada de perpleja preocupación.

—¿Has oído eso? —preguntó Steele sordamente.

—Claro. Invitados suyos… Me pregunto qué busca realmente esa pareja en esta región. Pero de lo que no hay duda, es de que se han ganado la confianza total de esa mujer. Y, no sé por qué, esa circunstancia me asusta…

 

* * *

 

—Una cena excelente, señorita Garfield —aprobó suavemente el doctor Frankenstein enjugándose los labios con la servilleta tras tomar un último sorbo de vino.

—Gracias, doctor —sonrió la anfitriona halagada—. Celebro que nuestras modestas costumbres culinarias sean de su agrado.

—¿Modestas? —Frankenstein enarcó las cejas—. Digamos que todo era exquisito, al tiempo que natural. Detesto las comidas sofisticadas, créame. He pasado demasiado tiempo de hotel en hotel por Europa, y sé bastante de eso, ¿no es cierto, Hazel?

—Así es, doctor —la bella enfermera dirigió una sonrisa dulce a Jennifer—. Le aseguro que se agradecen alimentos tan naturales como éstos, y tan bien cocinados.

—Como ves, querido Jarvis, nuestros invitados nos abruman con su cortesía —dijo Jennifer volviéndose al cuarto y silencioso miembro de aquella cena, sentado a la mesa del amplio comedor de Shawnee Ranch—. Cada día me siento más feliz de haber entablado esta relación de amistad con el doctor y con la señorita Graves.

Jarvis Garfield, el primo de Jennifer, asintió cortésmente, aunque su mirada al dirigirse al médico cirujano y su compañera era más bien fría y hostil que otra cosa. Jarvis era un hombre de aspecto sólido, fornido, de facciones algo duras, aunque con un indudable parecido familiar con su bella prima. Habitualmente, ejercía las funciones de capataz y administrador de la finca, sobre todo en ausencia de Jennifer.

—Ha sido una excelente velada, desde luego —dijo algo evasivo—. Pero ahora, si me disculpan, debo regresar a mi trabajo.

—¿Trabajar tan tarde? —se sorprendió Hazel Graves envolviéndole en una de sus ardorosas y tentadoras miradas—. Me sorprende usted, señor Garfield.

—Una finca como ésta tiene numerosos problemas durante todo el día, que a veces deben resolverse durante la noche, señorita —se disculpó Jarvis, poniéndose en pie—. Debes estar cansada, querida prima. ¿Por qué no te retiras a descansar pronto?

—Así lo haré, Jarvis, descuida —suspiró ella—. En cuanto termine de hacer los honores a nuestros invitados. Por cierto, he logrado persuadirles para que nos hagan el honor de compartir esta casa durante algunas semanas. Ocuparán la Casa Roja desde mañana por la mañana, aunque hoy se alojen en las habitaciones de los huéspedes.

—¿La Casa Roja? —se extrañó Jarvis, parándose camino de la salida y frunciendo el ceño—. Pero Jennifer, habíamos quedado en que sería habilitada para el nuevo personal…

—He cambiado de idea —sonrió dulcemente Jennifer—. Será el alojamiento del doctor y de la señorita Graves. Así podrán utilizar el sótano para sus trabajos de laboratorio durante el tiempo que permanezcan aquí. El doctor Frankenstein no sólo en un eminente cirujano en Europa, sino que también dedica su tiempo a la investigación médica y química. Por eso la Casa Roja será ideal para ellos, Jarvis.

—Sí, claro —dijo secamente el primo de Jennifer dirigiendo una mirada recelosa a los dos invitados—. Lo dispondré todo mañana temprano. Algunos de los hombres no podrán ayudarme porque estarán en el pueblo a primera hora, para asistir a la ejecución.

—¿Ejecución? —preguntó Jennifer con gesto horrorizado.

—Sí. Al amanecer ahorcan a un malvado sin conciencia, un asesino llamado Slim Carruthers, que cometió varios crímenes abominables, entre ellos la muerte de una mujer y de su hijo. Mucha gente está deseando verle colgar de la soga, querida prima. Ahora, disculpen. Buenas noches a todos.

Abandonó la estancia. Frankenstein y su enfermera se miraron. Jennifer parecía afectada por las palabras de Jarvis.

—Es horrible… —murmuró Hazel—. Una ejecución… Y la gente va a verla.

—Así son por estas tierras —sonrió Jennifer algo forzada—. Deberán perdonar la bárbara costumbre de nuestras gentes y su amor por la violencia. Esto es el Oeste.

—Me doy perfecta cuenta, señorita —sonrió suavemente Frankenstein—. Y lo disculpo. También en muchos países de Europa siguen siendo públicas las ejecuciones. No es un espectáculo agradable, pero la gente acude a él como si fuese al teatro. Y aquello no es el Oeste.

Siguió la charla de forma amena entre los tres, acompañada por unas copas de brandy. Finalmente, los dos invitados se trasladaron a sus habitaciones, situadas en la planta alta, en el ala posterior de la hacienda de Jennifer.

Una vez a solas ambos, Hazel se echó en brazos del médico apasionadamente. El la besó, pero apartándola luego con firmeza, sus ojos se clavaron en el vacío, pensativos.

—¿Oíste eso, querida?

—Sí, amor. ¿Y qué? —musitó ella, acariciando voluptuosamente a su pareja.

—Que puede sernos muy útil esa ejecución, cariño. Mañana estaremos ya en la Casa Roja. Ya viste dónde está, cerca de los límites de la hacienda. No se darían cuenta si Murdock, Hickory y Riordan nos visitan de noche…

—¿No será muy arriesgado hacerles venir, Víctor? Además, Riordan sigue cojeando mucho por causa de esa herida que el pistolero amigo de Talbot le causó en el barco de río. Tiene el muslo destrozado, tú lo sabes.

—Cojeando y todo, Riordan es astuto y sigiloso como un felino. Ellos vendrán a vernos mañana, querida Hazel. Y les haré un encargo sumamente especial, que puede dar el impulso decisivo a mi nuevo experimento…

—¿Y si Jennifer llegase a sospechar algo? —dudó Hazel, preocupada.

—No te preocupes por eso. Está bajo nuestro control. Y si llegase a sospechar de nosotros en algún sentido, la hipnosis a que la tengo sometida evitaría que pudiera hacer uso de esas sospechas contra nosotros, no temas.

—Me tranquilizas siempre, amor —jadeó ella, como una gata en celo, enroscándose en torno al médico—. Ahora, sacia esta sed de pasión que me consume, Víctor…

—Eres un diablillo, Hazel —rió él con ojos encendidos—. Pero un diablillo adorable…

La empezó a desvestir entre caricias voluptuosas que hacían gemir a la hembra. Poco después, ambos rodaban sobre el lecho, en una encarnizada batalla sexual.

 

 

CAPÍTULO VI

 

—Ya están elegidos los tres hombres —dijo Wess Steele complacido, señalando a tres fornidos mocetones, todos ellos vaqueros de profesión—. Podemos volver con ellos a la hacienda, Drury.

—Sí, de inmediato —asintió Talbot, apurando su whisky en el mostrador del amplio saloon de Kansas City donde acababan de elegir y contratar a su nuevo personal—. Como ves, en esta ciudad no hemos tenido los problemas que hubieran existido en Linwood para encontrar personal adecuado. Creo que hicimos buena adquisición con estos tres vaqueros. Y no tendremos que meter en casa a esbirros o servidores fieles a Sylvester y sus aliados. En marcha, Wess, muchacho. Vamos, amigos. Cuanto antes os hagáis cargo de las labores de mi propiedad, tanto mejor. Aquello está muy descuidado.

—Lo haremos encantados, patrón —aseguró uno de los vaqueros con ruda nobleza—.

Ya sabemos en Kansas City la clase de gentuza que trabaja para Sylvester y

Conrad en esa comarca. Suelen ser buenos como pistoleros, pero pésimos como vaqueros.

Rieron los tres recién asalariados de buen humor, y los cinco hombres se encaminaron hacia la salida del saloon. Justo en ese momento, las puertas batientes se abrieron ante ellos. Y cuatro hombres entraron en el local.

La diferencia entre ellos y aquellos cuatro, es que los vaqueros contratados por Wess no lucían armas de fuego en su cintura. Y aquellos tipos, todos ellos portaban voluminosos «45» a la cadera.

Los dos primeros vestían levita bien cortada, bajo la cual asomaba la culata de sus «Colt» respectivos. Uno era alto, flaco y rubio. El otro, fornido, de pelo rojizo y grandes mostachos. Los dos tipos de atrás tenían la apariencia habitual en los pistoleros profesionales, fríos y astutos, de mirada calculadora.

—Vaya, qué casualidad —dijo el tipo rubio, sonriendo al fijar sus ojos claros en Drury Talbot y Wess Steele—. Si son nuestros nuevos vecinos de Linwood…

Drury comprendió, cambiando una mirada con Wess. Aquellos eran Ralph Conrad, el socio de Sylvester, y Lester Lennox, su capataz y esbirro de confianza. Los acompañantes, sin duda alguna, eran sus guardaespaldas personales.

—Imagino que ustedes son Conrad y Lennox —dijo fríamente Drury.

—Así es. Dos personas que aprecian muy sinceramente a Teeny Sylvester. Tengo entendido que se conocieron durante un viaje en barco por el Mississippi…

—Entendió bien, Conrad. Nos conocimos. Y no fue una relación grata ni amistosa.

—Me consta —terció Lennox con voz áspera—. Por culpa suya, Talbot, nuestro amigo y patrón está ahora encarcelado en Louisiana, acusado de un montón de infamias.

—Infamias que eran totalmente ciertas —sonrió Drury—. Es un fullero y un bribón. Conrad apretó los labios con fría ira. Sus ojos claros destellaron como acero.

—Eso no se lo dice a nadie a Teeny en mi presencia —dijo con acritud—. O al menos, el que lo dice no vive para contarlo, Talbot.

—¿Trata de asustarme acaso? —bromeó Drury, mientras sus tres vaqueros, prudentemente, se apartaban de la posible línea de fuego entre el cuarteto y sus nuevos patrones.

—No, Talbot. Trato de decirle que, para mí y para Lester, usted y su compinche son dos sarnosos que harán bien en recoger sus petates y largarse de Linwood antes de que sea demasiado tarde. Ya que le ganó vilmente a Teeny su hacienda pequeña, con sucios manejos en los naipes, le compraremos su propiedad por un precio razonable, y se largarán ambos de aquí. Tiene de plazo hasta mañana a esta hora.

—¿Y si no aceptase, Conrad? —sonrió duramente Talbot.

—Lo pasarían muy mal todos. Ustedes dos… y esos infelices a quienes ha contratado — echó una mirada agresiva y ominosa a los tres vaqueros, que se miraron inquietos—. En Linwood, nadie sobrevive estando indispuesto con nosotros. De modo que elija: o se van y nos venden su hacienda, o se quedarán aquí para siempre, en una caja de madera de pino, bajo unos palmos de tierra.

—Escuche, Conrad. Nadie me amenaza con bravatas —silabeó Drury, tajante—. Me quedo en Linwood, pese a quien pese. Y ahora soy yo quien le avisa: si usted o alguno de sus esbirros nos molesta lo más mínimo o pone un pie en La Peregrina, le aseguro que lo pagará caro. Sylvester está en prisión porque es un rufián de la peor especie, e incluso es posible que logren probar sus culpas en unos asesinatos cometidos en Nueva Orleáns, lo que significaría su ejecución en la horca. Pero ustedes, Conrad, ni siquiera tendrán la oportunidad de verse entre rejas si me molestan, porque serán esas cajas que mencionó las que recogerán sus malditos restos. Y ahora, vámonos, muchachos. La conversación se ha terminado. Dejen paso, Conrad.

Justo en ese momento, los dos esbirros de Conrad y Lennox desenfundaron velozmente sus armas. Los vaqueros se echaron atrás, mientras uno avisaba a los dos amigos:

—¡Cuidado!

No era necesario el aviso en absoluto. Cuando los dos pistoleros alzaban sus revólveres, amartillándolos con la velocidad del profesional en tales menesteres, ya Drury y Wess tenían sus propias pistolas en la mano, y estaban llameando rabiosamente, en medio de violentos estampidos.

Los dos individuos saltaron atrás, heridos de lleno por las balas disparadas por los dos amigos. Ni siquiera tuvieron tiempo más que de disparar una sola arma, con escaso tino, aunque Wess Steele lanzó una imprecación al sentir el roce candente del proyectil sobre el dorso de su mano derecha. Del rasguño producido por el plomo, goteó algo de sangre.

Conrad y Lennox intentaron desenfundar en ese momento, mientras sus esbirros golpeaban las puertas oscilantes, yendo a rebotar en la acera, antes de caer dando tumbos a la calzada, entre salpicaduras de sangre.

Velozmente, las armas de Drury y de Wess se volvieron hacia ellos, amartillándose secamente. El socio de Sylvester y el capataz, se quedaron como clavados, con los dedos rozando levemente las culatas de sus armas, sin llegar a rodearlas.

—Un movimiento más y les dejamos secos —dijo burlón Wess con el índice tenso en el gatillo—. Y Dios sabe bien lo que me gustaría hacerlo.

—Quieto, Lennox —jadeó Conrad—. Ellos llevan las de ganar esta vez.

  El pistolero asintió, clavando sus ojos rabiosos en Drury Talbot. Este sonrió.

—Lárguense de aquí antes de que me arrepienta y les envíe con sus compinches, Conrad —habló el jugador—. Y la próxima vez, si quiere darnos un escarmiento, tráiganse mejor gente y en mayor número. Con ustedes cuatro no teníamos ni para empezar.

— ¡Vamos, fuera de aquí, pronto!

Humillados, lívidos, Conrad y Lennox se encaminaron a la salida. El primero silabeó con voz ronca, dirigiéndoles una ojeada de cólera y odio:

—Nos veremos otra vez, Talbot. Y pagará esto muy caro, se lo juro. Usted también, Steele. No olvidarán lo de hoy ninguno de los dos, palabra de Ralph Conrad.

Salieron de la cantina, montando en sus caballos y partiendo, tras recoger los cuerpos de sus malheridos pistoleros. Una carcajada general acogió su retirada.

—¡Bravo, patrón! —aprobó uno de los vaqueros—. Menuda lección les han dado a esos fanfarrones. Lástima no haber tenido armas para apoyarles… No somos gente violenta pero dada la situación creo que nos armaremos en lo sucesivo, por si acaso. Nos tienen incondicionalmente a su lado. Son ustedes dos tipos estupendos.

—Gracias, muchachos —sonrió Drury—. Ahora, tomemos otro trago, yo invito. Luego, saldremos hacia Linwood. Pero no debemos confiamos en lo sucesivo. Esa gentuza nos guardará el rencor mientras viva. Una humillación así es difícil de perdonar.

—De eso puedes estar seguro —rió Wess—. Yo, al menos, pienso vivir alerta.

Y se echó whisky en su rasguño de la mano derecha, que tenía forma de letra zeta.

 

* * *

 

Eran tres individuos que parecían salidos de la misma tumba. Lívidos, de aspecto ruin, barba rala, mirada huidiza, profundas ojeras, expresión repulsiva, pelo lacio y sucio.

Aquéllos eran Lew Murdock, Doug Hickory y Brad Riordan, los tres compinches de confianza del doctor Frankenstein. Contratados en los bajos fondos de Nueva Orleans, habían viajado con él en el barco de río, Mississippi arriba. Y ahora se alojaban en Linwood, no lejos de la hacienda de Jennifer Garfield. Riordan cojeaba acentuadamente, recuerdo del balazo disparado por Wess Steele una noche a bordo.

Los tres hombres estaban en los sótanos de la Casa Roja, nueva morada del doctor suizo y de su indispensable enfermera. Allí, rodeados de retortas, matraces, tubos de ensayo, mecheros de gas y una serie de artilugios de laboratorio, esperaban a que el doctor Frankenstein pusiera en sus sucias manos grasientas unos billetes de banco.

—Habéis sido muy hábiles —aprobó el cirujano, contemplando complacido el bulto que, envuelto en una manta, reposaba sobre su mesa de trabajo del laboratorio—. Pero procurad que en ningún momento os asocien conmigo.

—Descuide, doctor —rió Murdock guardándose el dinero con ojos relucientes de codicia—. Nadie sospechará nada en ese villorrio. Decimos que somos comerciantes de armas, y la gente se lo cree. Robar ese cadáver fue lo más fácil del mundo. Apenas ahorcaron esta mañana a Slim Carruthers, dejaron su cuerpo abandonado en la funeraria, para sepultarlo mañana. No había nadie cuando entramos y nos lo llevamos, apenas oscurecido. Pero, claro, les extrañará ver su desaparición, se preguntarán cosas…

—¿Y eso qué importa? —rió Frankenstein burlonamente—. Nadie puede ni remotamente sospechar la verdad. El cadáver de un asesino ahorcado, nada puede tener que ver con un ilustre médico europeo, invitado además por una dama como Jennifer

Garfield. Ahora marchaos sin ser vistos. Volved a Linwood y esperad allí instrucciones mías, como siempre. Si me servís lealmente como hasta ahora, os daré a ganar mucho dinero.

Los tres se ausentaron rápidamente, abandonando la Casa Roja en plena noche, de regreso a Linwood. Sus figuras furtivas no fueron advertidas por nadie.

Triunfalmente, Frankenstein apartó la manta, contemplando el cuerpo inerte, el rostro convulso y lívido del asesino, la señal de la soga en su cuello, el céreo color de la piel del difunto, bajo sus ropas desaseadas. Hazel permanecía en pie junto a la mesa.

—Vamos, deprisa —habló roncamente el médico tomando un escarpelo brillante y afilado—. El cerebro todavía puede responder a los impulsos eléctricos del aparato reanimador, Hazel. Pero si dejamos pasar más horas, todo se habrá perdido.

Y rápidamente, introdujo el acero en el cuello del cadáver, comenzando a cortar sin contemplaciones, bajo la fría, inexpresiva mirada de Hazel.

 

* * *

 

—¿Desaparecido un cadáver? ¿El del asesino ajusticiado?

—Así es, Talbot —suspiró el sheriff Walcott meneando la cabeza con desaliento—. Extraño, ¿no? ¿Para qué querría nadie robar el cuerpo de ese desgraciado de la funeraria?

—Tal vez algún amigo, una mujer enamorada, no sé… —murmuró Drury perplejo.

—No, no. Conocía bien a Carruthers. Era un enfermo, un psicópata. Disfrutaba matando, haciendo sufrir a sus víctimas. No tenía amigos. Y menos aún mujeres que pudieran sentir por él algo que no fuese terror. Las violaba a todas brutalmente. Era una bestia feroz, sin entrañas. Murió riendo. Sólo la soga cortó su risa, Talbot.

—Entonces, no lo entiendo —Talbot acabó de cargar los materiales que había ido a buscar a Linwood aquella mañana, en el carromato de carga, para emprender las obras de reparación de La Peregrina. Se quedó mirando el sheriff pensativo—. ¿Es la primera vez que ocurre aquí algo parecido, Walcott?

—Pues sí, en efecto. El Linwood la gente no toca a los difuntos. Lo único que merece algo de respeto en estas tierras, es precisamente la muerte.

—La muerte…—repitió Drury, arrugando el ceño—. Es curioso…

—¿Qué es lo curioso?

—Oh, una idea absurda que se me acaba de ocurrir… En Nueva Orleáns desapareció un hombre, Orrie Karlson. Era un confidente de la policía, un granuja. Se le conocía por su astucia, su agilidad y rapidez de movimientos. Desapareció de repente sin dejar rastro. Luego, a bordo del River Lady, un forzudo atleta de un circo, también desapareció, sin que nadie supiera nada de él jamás. Y ahora, aquí, en Linwood… desaparece otro ser humano, esta vez un difunto, un asesino muerto en la horca.

—Eso no tiene sentido, Talbot. ¿O tal vez sí? —dudó el sheriff.

—Tal vez lo tenga, no sé. Es un disparate, pero cuando Orrie Karlson desapareció en Nueva Orleáns, allí se hallaba un hombre llamado Víctor Frankenstein. Cuando desapareció el forzudo Hércules Storm, a bordo estaba Víctor Frankenstein. Y cuando ahora se evapora un cadáver de la funeraria… aquí reside Víctor Frankenstein. Curioso, ¿verdad, sheriff?

—Curioso, pero sin sentido alguno. Ese tipo, Frankenstein, es el médico que se aloja en el Shawnee Ranch de la señorita Garfield, ¿no?

—Así es. Creo que valdría la pena hacerle una visita a ese caballero cuando menos lo pueda esperar, sheriff —comentó Drury, acabando de cargar el carromato.

Subió al pescante, dejando a Walcott perplejo. Wess, sentado al pescante, afirmó con la cabeza.

—Pienso como tú —dijo—. Habría que hacerle una visita a ese médico en cualquier momento, Drury…

Y en los ojos risueños de Steele brilló una lucecita astuta que Drury no captó.

 

* * *

 

El zumbido de la extraña máquina que el doctor Frankenstein había instalado en su laboratorio de la Casa Roja se intensificó. Fuera, restallaba la tormenta aquella noche. Caía agua torrencial y los rayos trazaban fulgurantes desgarros en el negro cielo.

Parecía como si el mecanismo del doctor cobrase vida más intensa a cada descarga de chispazo eléctrico en la atmósfera, produciéndose un lívido arco voltaico entre sus polos. Y esa electricidad, arrancada de la propia naturaleza, a través del curioso ingenio, se transmitía a los fragmentos humanos que reposaban en la mesa de trabajo, cosidos unos a otros, formando una espantosa forma humana.

Una forma sólo provista de torso, cabeza y piernas. Sin brazos ni manos. Aquel incompleto, en el que se veían profundas costuras en ingles y cuello, se agitaba en espasmos cada vez que la electricidad obtenida por la máquina pasaba a sus miembros.

—¡Magnífico, Hazel! —jadeó Frankenstein con los ojos relucientes de gozo—. ¡Lo estamos logrando! ¡La nueva Criatura pronto será una realidad! Todos sus órganos y miembros responden al impulso eléctrico…

Hazel asintió, humedeciéndose los labios nerviosa, fija su mirada en aquella forma horrible de la mesa, cuya piel cadavérica, tirante, era la imagen misma de la muerte, pese a las reacciones de vida aparente que el arco voltaico provocaba en ella.

—Pero aún está incompleto, Víctor —susurró—. ¿Qué más esperas conseguir ahora?

—Sus brazos… Sus manos… —silabeó el cirujano con fanática expresión—. Mira su torso es el de un auténtico hércules. Por algo perteneció a aquel desgraciado atleta de circo al que conseguimos a bordo del River Lady… Músculos, poder, fuerza… Y los pies y piernas de un tipo ágil, ladino, cauteloso y rápido como una ardilla: Orrie Karlson, el maldito confidente que me seguía pegado a los talones en Nueva Orleáns… ¿Y la cabeza, el cerebro? ¡El de un feroz asesino, capaz de destruir todo lo que se le ponga por delante, Hazel! La mente criminal y perversa del Slim Carruthers, el homicida ahorcado…

—¿Y por qué esa elección, Víctor? Pudiste elegir un cerebro de inteligencia privilegiada…

—Ya lo hice una vez, hace muchos años. Y fracasé por un estúpido error de mi ayudante. Eso no volverá a suceder. No quiero crear un genio. No aún, cuando menos. Mi objetivo tú sabes bien cuál es ahora: la venganza. Si, Hazel. Vengarme de la sociedad que me condenó. Vengarme de las instituciones que me acosaron y persiguieron, que me encarcelaron y casi me ejecutaron. Vengarme de la Ley, de la Justicia, del Poder Político, del Orden establecido… Para eso estamos ahora aquí, en  América, donde nadie conoce al doctor Víctor Frankenstein, donde nadie sabe que estoy expulsado del Colegio Médico, acusado de asesinato y prácticas prohibidas con cadáveres, acosado por la justicia de varios países europeos… Aquí será posible mi venganza, querida. Ya está casi a punto. Cuando la Criatura cobre vida y esté entera, será el momento soñado.

»Hay gentes que representan todo lo que odio: jueces, alcaldes, sheriffs… Y, sobre todos, el propio sistema de gobierno. ¡El presidente! Sí, Hazel. Dentro de pocas fechas, tendremos aquí mismo, en Kansas City, al presidente de esta gran nación, a Ulyses Simpson Grant… Viene de visita para pedir su reelección, como a tantos otros lugares está yendo ahora. En Kansas City le esperará la muerte. Porque él es el Poder, es la Autoridad, es el Gobierno. Todo cuanto odio. Primero será él. Luego… ¿quién sabe? Reyes, gobernadores, presidentes de Repúblicas… ¡Yo lograré demostrarles a todos que soy el más fuerte, que tenía razón, que de la materia muerta se puede crear vida, que el hombre puede ser como el mismo Dios…!

—Víctor, cálmate —rogó ella—. ¿Qué esperas lograr con… con tu Criatura? ¿Qué brazos y manos vas a ponerle ahora?

—Algo que le haga invencible, Hazel. Las manos del hombre más rápido con el revólver, las del mejor pistolero que yo conozca. Imagina entonces: la inteligencia criminal de Carruthers, el poder físico de Hércules Storm, la agilidad de Karlson, las manos hábiles de un gran tirador… ¡Será el superpistolero! ¡Un ser invencible!

—El superpistolero… —repitió Hazel, contemplando la forma de la mesa—. ¿Pero de quién serán las manos, Víctor? ¿De quién?

—Creo que ya lo imaginas —rió suavemente Frankenstein, apagando la máquina de producir corrientes eléctricas, mientras fuera volvía a tronar violentamente—. Las manos de Drury Talbot, pongamos por caso…

Lanzó una sorda carcajada de felicidad. Y justo en ese momento, se abrió la puerta del sótano, con un áspero chirrido que hizo girar a ambos la cabeza, sobresaltados.

—Buenas noches, doctor —saludó irónicamente una voz—. Acabo de comprobar que está usted rematadamente loco. Pero es una locura peligrosa la suya. He escuchado cuanto dijo, he visto a… a eso agitarse en la mesa con la extraña energía de aquella máquina. Será mejor que me acompañen los dos. Voy a llevarles al sheriff, para que la Ley caiga sobre usted con todo su peso, antes de que pueda crear un horrible monstruo, Frankenstein.

—Usted… —jadeó el cirujano, lívido, contemplando la juvenil apostura del inesperado visitante—. Wess Steele, ¿no es cierto? El amigo fiel de Drury Talbot…

—Exacto, doctor. Ahora ya sé lo que fue de aquel atleta, del cadáver del ahorcado y del tipo a quien la policía puso tras de su rastro de Nueva Orleáns… ¿De modo que pensaba añadir a Drury a esa macabra colección de despojos? —Wess rió duramente—. Lo lamento. Su siniestra experiencia criminal ha terminado, doctor. Vamos ya, salgamos de aquí. A la señorita Garfield le encantará saber la clase de monstruo que alojó en su propia casa… Y usted no intente nada tampoco, señorita. Ambos son merecedores de igual castigo. En marcha, no perdamos un minuto más.

Y movió el revólver amartillado que empuñaba, indicando la salida a la pareja. Frankenstein y su amante se dispusieron a seguirle, sombríos y contrariados, con un brillo maligno en sus ojos. Wess se hizo a un lado para dejarles pasar delante de él.

En ese preciso instante, unas sombras sigilosas aparecieron a espaldas de Wess, y algo cayó sobre su cráneo, sin darle tiempo más que a volver sobre sí mismo, disparando instintivamente su Colt.

Uno de los tres esbirros del doctor gritó con acento desgarrador. La bala destrozó su rostro y se llevó parte de su cabeza en medio de un estallido de sangre y huesos triturados por una bala de calibre 45 vomitada a quemarropa. Pero a cambio de eso, Wess Steele había recibido un impacto tremendo con el cañón de otro revólver en su nuca, desplomándose a tierra como fulminado.

—¡Maldito cerdo! —jadeó el que le golpeara—. ¡Ha matado a Hickory! ¡Le volaré la cabeza por lo que ha hecho a mi camarada!

Y apuntó a la cabeza del inerte Wess, dispuesto a clavarle una bala en el cráneo.

—¡No, quieto, Murdock! —gritó roncamente Frankenstein alzando un brazo—. ¡No dispares! ¡Es una orden!

El pistolero se detuvo, con su índice temblando en el gatillo del arma. Miró a su jefe sin entender.

—Pero doctor, este tipo estaba espiándole, lo sabe todo ahora… —murmuró.

—Lo sé, lo sé, Murdock —asintió Frankenstein duramente—. Traedlo aquí entre los dos. Necesito a Wess Steele para algo mejor que verlo muerto sin utilidad alguna.

Entre Murdock y el cojeante Riordan, llevaron a Steele a otra mesa vecina a aquella donde reposaba la incompleta Criatura, depositando allí al joven pistolero. Los ojos azules y fríos del cirujano le contemplaron con perversa complacencia.

Alargó sus manos, tomando un serrucho de cirugía. Y señaló a Hazel:

—Suminístrale una droga letal. Tardará unos segundos en causarle la muerte, y entre tanto su inconsciencia será absoluta. Vamos a obtener, al fin, lo que necesitábamos, querida: ¡los brazos y manos de un magnífico y diestro pistolero! Y entonces, la Criatura estará completa…

Hazel asintió. Llenó una jeringuilla con un licor opaco, color verdoso, y lo inyectó en una vena del inconsciente Wess. Luego, apenas transcurridos dos minutos el doctor Frankenstein avanzó hacia el joven con el serrucho.

Un escalofriante ruido de huesos serrados llenó la sala del laboratorio subterráneo, cuando el acero dentado cortó los brazos de Wess Steele entre un baño de sangre…

 

 

CAPÍTULO VII

 

Drury Talbot miró de nuevo el reloj de bolsillo. Lo cerró, inquieto.

Eran las diez de la mañana. Wess Steele seguía sin aparecer por parte alguna. Y eso no era habitual en él. Desde que se hiciera cargo de las labores de La Peregrina, su joven amigo jamás faltaba a la tarea a las siete en punto, apenas amanecido.

Se acercó a los tres vaqueros, que estaban trabajando duro con el ganado en los pastos.

Su gesto era de honda preocupación.

—Vamos a buscar a Wess —dijo secamente—. Anoche se ausentó de la casa, acabo de comprobarlo. Con la tormenta que estalló, ni siquiera oí que se marchase, pero falta un caballo y no hay rastro de él en la casa ni en la hacienda toda. Eso no me gusta, muchachos.

Asintieron ellos. Y los cuatro se dedicaron a recorrer la propiedad entera, sin dar con rastro alguno del desaparecido. Al terminar la búsqueda, el rostro de Drury era una sombría máscara de contrariedad y temor.

—No tiene sentido —gruñó—. Algo le ha sucedido a Wess. Y voy a averiguarlo sea como sea.

Montó a caballo, tomando un rifle Springfield que cargó al completo. Se alejó él solo, a todo galope, mientras sus hombres reanudaban las tareas en la pequeña hacienda.

Recorrió millas y millas en derredor, penetrando en las propiedades de Jennifer Garfield y de Teeny Sylvester, aun a riesgo de que pudieran dispararle por pisar sin permiso una propiedad ajena. En ninguno de esos lugares halló nada positivo.

Desolado, regresó a mediodía, con el sol muy alto sobre su cabeza, hacia La Peregrina.

Lo hizo por el vado del arroyo grande y la cañada cercana.

Y allí encontró a Wess Steele finalmente.

Su cuerpo yacía boca abajo entre el cañaveral y las aguas que bajaban turbias de barro rojizo. Se estremeció al ver su cadáver empapado en sangre, con sus brazos mutilados hasta el mismo hombro. El aspecto del cuerpo sin sus brazos y manos, era realmente estremecedor. Lívido, Drury examinó sus mutilaciones, cargando luego a su leal amigo en una manta para cruzarlo a lomos de su montura.

Partió con él hasta Linwood, deteniéndose ante la oficina del sheriff. Descabalgó, cargando con el cuerpo antes de entrar en la oficina. Walcott le miró con sorpresa.

Drury depositó su macabro bulto sobre una mesa, apartando luego la manta. Walcott lanzó una sorda imprecación, contemplando con horror el cuerpo mutilado.

—¡Dios mío! —jadeó—. ¿Qué es esto? ¿Qué le ha ocurrido a su amigo?

—Como ve, le han asesinado. Y no contentos con ello, le han quitado los brazos. Lo hallé en la cañada. De no pasar por allí, hubiesen transcurrido días, quizás semanas sin que nadie diera con el cuerpo, ya que es zona poco o nada frecuentada. Y los buitres se hubieran encargado de disimular esas mutilaciones, dando la impresión de que ellos eran los que le habían arrancado los brazos —dijo duramente Talbot—. Pero como ve, sheriff, le han sido cortados limpiamente con algún instrumento cortante muy afilado. Y la mutilación se hizo con suma destreza, no hay duda de ello.

—¿Qué pretende sugerir con eso, Talbot?

—Cirugía, sheriff.

—¿Cirugía? —pestañeó Walcott.

—Eso es. Conozco a un solo cirujano en esta comarca, lo bastante hábil como para una mutilación así: Víctor Frankenstein.

—Ese hombre… Pero ¿por qué haría él una cosa semejante?

—Lo ignoro. El cadáver no tiene herida alguna de bala ni de otra arma. Juraría que le mató una droga venenosa, dado el aspecto hinchado de su boca y lengua. Todo eso sólo apunta a una forma científica de matar, impropia de estas regiones, donde los hombres se matan a tiros o en una pelea abierta y leal, sheriff.

—¿Y qué puedo hacer? No es prueba suficiente contra ese hombre. Un buen abogado le sacaría enseguida de apuros. Y la señorita Garfield tiene dinero, buenas influencias. Y él es su invitado…

—Veo que no quiere arriesgarse, sheriff. ¿No va a arrestar a ese cirujano maldito?

—Lo siento, Talbot. No puedo correr ese riesgo. No todavía… Hablaré con el juez, con el alcalde…

—¡No necesita hablar con nadie! —bramó Talbot airado—! ¡Ese médico es culpable, lo sé! ¡No tengo idea de lo que busca, pero mutiló a Wess por alguna horrible razón relacionada con sus trabajos médicos! Si usted no interviene, tendré que hacerlo yo.

—No haga locuras. Si hace algo a ese forastero, me vería obligado a detenerle a usted, recuérdelo. Quebrantaría las leyes de este Estado.

—¡Al diablo con sus leyes! —rugió Drury lívido, apretando los puños y mirando lastimosamente a su difunto amigo—. ¡Si Frankenstein mató a mi mejor amigo, juro que yo acabaré con él, aunque eso me lleve a la horca, sheriff Walcott!

Y salió de allí, dando un portazo tremendo. Subió a su caballo, partiendo al galope de regreso a su hacienda. Una mirada febril ardía en su rostro demudado, trémulo y lleno de odio.

 

* * *

 

La llama del quinqué parpadeaba, movida por Hazel, que accionaba pausadamente el graduador del quinqué mientras su luz se reflejaba en un reloj reluciente que mantenía Frankenstein como un espejo, ante los ojos fijos y vidriosos de Jennifer Garfield.

—Está ahora en mi poder otra vez, Jennifer —hablaba pausadamente Frankenstein—.

Hará lo que yo le diga.

—Sí —susurró ella como en trance—. Haré lo que usted me diga. Estoy en su poder.

—Perfecto, Jennifer. Va a firmar ese documento que he preparado, mediante el cual me transfiere usted todas sus propiedades por una suma de dinero que jamás recibirá, pero que usted admitirá haber recibido cuando alguien se lo pregunte. Me donará sus bienes de buen grado, sin arrepentirse luego de ello ni hacer nada por recuperarlos.

—Le donaré todos mis bienes y propiedades de buen grado —repitió ella—. Sin arrepentirme de nada.

—Cuando despierte, habrá olvidado que yo le obligué a firmar bajo hipnosis, y aceptará que, en un rasgo de generosidad, y cansada de llevar por sí sola una hacienda tan grande, ha decidido transferirme todo a mí y retirarse a vivir tranquila.

—Habré olvidado que me obligó a firmar. Aceptaré todo cuanto ahora haga.

—Perfecto, Jennifer —suspiró Frankenstein haciendo un guiño de complicidad a Hazel y poniendo en manos de la dueña de la casa una pluma mojada en tinta—. Firme ahora el documento, y su propiedad de Shawnee Ranch será mía para siempre. Yo la convertiré en mi nuevo santuario, desde donde partirá mi venganza contra todos. Pero usted no recordará nada de todo esto.

—No recordaré nada de todo esto —tomó la pluma—. Y voy a firmar la cesión de mis propiedades, a nombre del doctor Víctor Frankenstein.

—Buena chica —sonrió el cirujano—. Adelante. Firme. Y luego, despierte y olvide todo, Jennifer.

Ella se inclinó para firmar el papel mediante el cual dejaba todo en manos de su huésped a cambio de nada. Los ojos de Frankenstein relucían de placer.

—¡Un momento! ¡No firmes eso, Jennifer! —aulló una potente voz.

Y en la estancia, apareció, armado con un rifle, Jarvis Garfield, el primo de la joven. Hazel lanzó un grito ronco de sorpresa. Frankenstein se irguió, mirando colérico al recién llegado.

—¡No grite, no la asuste! —clamó el cirujano—. ¡Está bajo hipnosis y peligra su vida, estúpido!

—¡Conque hipnosis! ¡Así se ganó la voluntad de mi prima, miserable! —acusó Jarvis, furioso—. Ahora entiendo muchas cosas… No tema, no dañaré a Jennifer, es lo último que haría en este mundo. Pero usted, hijo de perra… ¡Usted y esa zorra se van a ir ahora mismo de aquí! Y corran cuanto puedan, porque voy a denunciarles de inmediato al sheriff. Yo…

En ese momento, Hazel, la más pasiva del grupo, hundió su mano cautelosamente entre sus generosos, abundantes pechos. De la canal extrajo con rapidez un pequeño derringer de dos cañones. Lo disparó sobre Jarvis cuando él alzaba ya su rifle hacia ella, alarmado por el movimiento de su brazo.

La bala se clavó entre las cejas del primo de Jennifer. Se paró en seco, con gesto de estupor, miró a su asesina con ojos desorbitados, mientras de un redondo orificio negro goteaba sangre negruzca, y osciló, empezando a caer. En su mano, rugió el rifle por un movimiento reflejo de su dedo en el gatillo.

El estampido lo atronó todo. La bala destrozó el reloj del doctor y, tras hacer estallar el tubo de vidrio del quinqué usado para la hipnosis, se clavó en un espejo situado al fondo de la estancia.

Jennifer despertó de su estado hipnótico con un grito agudo. Sus ojos miraron en torno, sin entender. Dejó caer la pluma, aturdida, y vio cómo Jarvis se desplomaba sin vida. Pudo descubrir el humeante derringer en manos de Hazel, la expresión cruel en el rostro hermoso de Hazel…

—Dios mío… —gimió—. ¿Qué ocurre aquí? Asesina… Has matado a Jarvis… Doctor, me están engañando… No puedo entender…

Osciló, desplomándose desvanecida, a causa sin duda del shock provocado por su repentino despertar. Frankenstein la miró, angustiado.

—Pronto, Hazel, llevemos a Jennifer al laboratorio. Si muere ahora, lo perdemos todo.

No ha llegado a firmar. Y una vez muerta no nos sirve de nada. Ese maldito Jarvis lo estropeó todo. ¡Pronto, hay que impedir que sufra un colapso!

Cargaron con ella, llevándola prestamente al laboratorio de la Casa Roja. Frankenstein la inyectó dos soluciones diferentes, respirando hondo después.

—Bien… —jadeó—. Esperemos ahora el resultado. Una vez haya firmado ese papel puede ocurrirle lo que sea, pero no antes. Mientras tanto, hay que apresurarse. El tiempo apremia, Hazel. Mañana por la mañana, el presidente Grant llegará a Kansas City. Hay que acabar con él cuando le estén dando la bienvenida. Mi Criatura lo hará. Pero antes conviene hacer la prueba definitiva esta misma noche, puesto que hay una nueva tormenta y la atmósfera está repleta de electricidad… ¡Vamos a resucitar a mi Criatura ahora mismo! ¡Y esta misma noche, demostrará de lo que es capaz, antes de asesinar al propio presidente de los Estados Unidos delante de todo el mundo!

Una agria carcajada escapó de sus labios, mientras Hazel preparaba el transformador de energía eléctrica, creación del propio doctor Frankenstein, para proceder a dotar de vida animada a los fragmentos humanos cosidos sobre la mesa de operaciones del laboratorio.

Fuera, relampagueaba, entre sordos truenos, aviso de la inminente tormenta. Una tormenta que iba a dar vida, en pleno Oeste americano, al superpistolero más siniestro y terrible jamás imaginado.

 

* * *

 

Drury Talbot cerró la ventana mientras el relámpago rasgaba la negrura nocturna con un destello cegador. La lluvia batía furiosamente los cristales.

Acabó de engrasar el rifle que tenía sobre la mesa y llenó su cámara de cartuchos.

Luego hizo igual operación con su revólver. Los tres vaqueros le miraban en silencio.

—¿Qué piensa hacer, patrón? —preguntó uno de ellos.

—Creo que lo sospecháis ya. En este lugar la Ley sirve de poco, como en muchos otros lugares. Pero esta vez no es una simple disputa entre vecinos como lo ocurrido con Conrad y Lennox el otro día. Es un asesinato vil, cometido por un monstruo de maldad. Mi mejor amigo ha muerto. Y yo le debía la vida. Juré vengarlo. Y voy a hacerlo, pese a quien pese.

—Señor, podemos ir con usted —se ofreció otro vaquero.

—No, gracias, muchachos —rechazó Drury—. Sois gente de ganado, no de armas. Haced vuestra labor. Yo haré la mía. Me he visto en ocasiones frente a tipos peores que ese tal Frankenstein, aunque no más perversos ni diabólicos.

—Pero usted mismo ha dicho que tiene varios esbirros a sus órdenes…

—Claro. Los que me atacaron en el barco del Mississippi. Pero puedo encararme a todos ellos si hace falta. Ninguno es un superhombre, a fin de cuentas —suspiró, cerrando secamente el cilindro repleto de balas de su «Colt» calibre 45, que puso en su cintura—. Ahora, vamos a por ese maldito maníaco. Estoy seguro de que su mano estuvo también tras la desaparición de otros hombres… e incluso del cadáver del ahorcado en Linwood.

No sé lo que se propone, pero me da escalofríos imaginarlo siquiera. Hay algo en la mirada de Frankenstein que resulta aterrador.

Avanzó hacia la salida resueltamente, empuñando el rifle de repetición con firmeza. Se cubrió con el sombrero «Stetson» y una lona impermeable para desafiar la noche de lluvia torrencial.

Justo cuando alcanzaba el porche, surgieron los caballos y sus jinetes en la noche. Venían de la negrura surcada por la lluvia. Drury alzó su rifle instintivamente. Lo bajó al reconocer al sheriff Walcott que iba a la cabeza de un grupo de ocho o diez ciudadanos, todos ellos armados.

—¿Qué ocurre, sheriff? —demandó con aspereza. ¿A qué viene ahora aquí?

—¡Estamos batiendo esta comarca, Talbot! —clamó el hombre de la Ley—. ¡Ha ocurrido algo espantoso en Linwood esta noche!

—¿Y qué es ello? Yo tengo otras cosas de qué ocuparme…

—Han sido el juez Jordach… y el alcalde Gruber… —masculló Walcott demudado, chorreando agua las alas de su sombrero—. ¡Los han asesinado! Y los que han visto al asesino… juran que es horrendo, Talbot… ¡Es un gigante poderoso, que lo avasalla todo, fuerte como un toro, veloz como un gamo, rápido en el disparo como una centella… y con el rostro de la misma muerte, la faz de Slim Carruthers, el asesino ahorcado!

—Dios mío… —Drury palideció, mirando con estupor a Walcott—. Es eso…

Del grupo emergieron dos hombres. Talbot se sorprendió. Eran Ralph Conrad y Lester Lennox, los hombres leales a Sylvester.

—Tiene que ayudarnos en esto —dijo Conrad—. Creo que usted conoce bien a ese forastero que se aloja en casa de Jennifer… Ese doctor europeo… Walcott asegura que usted le acusó de matar a su amigo Steele… Y de otras cosas horribles.

—Es cierto, Conrad. Pero como dice Walcott, no puedo probarlo.

—Me temo que no haga falta probar nada —jadeó Conrad—. Mire, Talbot, acabemos nuestras disputas personales. Esto afecta a todos. Si ese doctor trae consigo a un monstruoso criminal, será mejor acabar con él y con su asesino cuanto antes.

—Estoy de acuerdo, Conrad. Y me complace que nos unamos todos contra ese monstruo. Yo no creo que trajera consigo a asesino alguno. Tengo una idea espantosa que explicaría muchas cosas. Y deseo comprobarla. Ahora mismo voy para allá, a la hacienda de Jennifer. Dios quiera que aún sea tiempo de salvarla a ella. Ustedes síganme a prudencial distancia. Su llegada provocará la alarma en Frankenstein y puede ser capaz de todo, incluso de asesinar a Jennifer. A mí solo, no me sentirá llegar, yo me encargo de eso. Lleven sus armas preparadas. Creo que vamos a enfrentarnos a algo desconocido y terrible.

Asintieron todos. Drury montó en su caballo, partiendo al galope a través de la cortina de lluvia. El grupo de hombres capitaneado por Walcott y Conrad, esperó unos minutos, antes de partir también a todo galope en pos de Drury Talbot, la avanzadilla de aquella fuerza ciudadana, dispuesta a enfrentarse decisivamente con el monstruo que había llegado al Oeste procedente de la lejana Europa.

 

 

CAPÍTULO VIII

 

Lew Murdock y el cojitranco Brad Riordan se incorporaron rápidamente, tomando sus revólveres. No pudieron hacer nada más.

De la lluvia y de la tormenta surgió un Némesis implacable, rígido, de dura y helada mirada, empuñando un rifle de repetición que empezó a llamear, vomitando plomo contra los dos esbirros del doctor Frankenstein. Sus estampidos se confundieron con un formidable trueno que restalló en la noche.

Murdock y Riordan, mortalmente heridos por las balas de Drury Talbot, se desplomaron con gesto de asombro y dolor, sin haber siquiera llegado a apretar el gatillo de sus armas. Drury les contempló fríamente, con su sombrero empapado chorreando agua, con su reluciente lona impermeable sobre los hombros, serena la mirada, inexorable la expresión vengadora.

—Estos van por ti, Wess, querido amigo —silabeó roncamente—. Pero aún falta el principal culpable de todo ello…

  Avanzó hacia la Casa Roja. Alrededor todo era lluvia y tinieblas. El personal de la hacienda Shawnee, propiedad de Jennifer Garfield, dormía a esas horas en sus alojamientos, bien ajena a lo que estaba desarrollándose en la vivienda de los huéspedes de su patrona.

Drury esperó a que otro fulgor de tormenta surcara el cielo. Y apenas comenzó a bramar el trueno, disparó contra la cerradura de la puerta. Saltó hecha añicos, mezclándose disparo y trueno en un solo sonido imposible de distinguir. Dentro de la casa, nadie debió darse cuenta de nada.

Penetró en la vivienda, ahora en sombras. En alguna parte, sin embargo, se vislumbraba luz difusa, allá al fondo. Avanzó decidido, quitándose la lona mojada de sus hombros. El rifle era sujeto con firmeza. Vislumbró una rendija de luz en una puerta cerrada, de gruesa madera. Cuando llegó allí, para su sorpresa, accionó el tirador y la puerta cedió suavemente, sin ruido alguno. Tenía sus goznes bien engrasados. La luz venía de abajo, de un sótano al que se descendía por una serie de siete u ocho peldaños de piedra. Drury preparó el arma, presta a disparar. Y bajó paso a paso, con la mayor cautela. Se quedó junto a la puerta. Estaba entreabierta solamente. No había duda de que Frankenstein confiaba demasiado en su propia seguridad dentro de aquel recinto de rojos ladrillos.

Drury entreabrió levemente la madera. Y vio algo que heló la sangre de sus venas.

El doctor Frankenstein y su amante y enfermera, Hazel, estaban en pie junto a una mesa donde aparecía tendida Jennifer Garfield, despierta, con los ojos abiertos, pero sujeta por unas correas. Ante ella, Frankenstein agitaba una pluma y un papel.

—Firme, Jennifer —exigía con voz dura, cortante—. Firme ahora mismo. Y la dejaremos tranquila.

—¡No! —rechazó ella con decisión—. Me matarían luego… como mataron a mi primo Jarvis. Son mis propiedades las que buscan. Cuando sean suyas me matarán. Por eso me hipnotizaban, para manejarme a su antojo. Pero ahora sé sus planes, doctor. Y no me dejaré hipnotizar de nuevo. No firmaré por nada del mundo.

—Mi Criatura puede hacerle cambiar de opinión —rió Frankenstein, señalando a un punto del laboratorio, invisible en esos momentos para Drury—. ¿Quiere que le ordene hacerle algún daño, querida?

Jennifer miró en ese momento con supremo horror al mismo punto, y Drury notó su convulsión.

—No, Dios mío… —sollozó—. Eso… no. Ese monstruo horrible… ¡No, doctor, eso no!

—Entonces, firme —indicó suavemente el cirujano—. Nada más sencillo, Jennifer.

Ella se dispuso a firmar, entre sollozos, temblándole la mano. Drury decidió intervenir justo en ese momento. Empujó con violencia la puerta y enarboló su rifle, gritando con voz potente:

—¡Quietos todos! ¡No firme, Jennifer! ¡Esta vez le he cazado, Frankenstein, maldito loco!

Se quedó plantado ante ellos tres, que le miraban con sorpresa. Pero al mismo tiempo, el monstruo, la Criatura, se precipitó sobre él.

Drury Talbot se enfrentó por primera, acaso también por última vez, al ser demoníaco creado por Frankenstein a partir de la materia humana muerta…

 

* * *

 

Jamás había visto Drury nada más espantoso en toda su vida. Cualquier pesadilla, al lado de aquella visión demencial, hubiese sido suave e incluso amable.

La Criatura era un horrible remedo humano, hecho de costurones, de deformes proporciones, de gigantesco y enorme torso, de brazos normales, de piernas cortas y veloces, de rostro cadavérico, terriblemente cruel. Saltó sobre Drury con una rapidez increíble. Parecía que sus piernas se moviesen como auténticos relámpagos.

Sus manos le arrancaron el rifle antes de que pudiera hacer uso de él. Se hinchó el torso hercúleo del monstruo, y las manos destrozaron el rifle, doblándolo y astillándolo increíblemente en un segundo. Los ojos vidriosos de la faz del asesino ahorcado le contemplaban malignos, feroces.

Drury llevó su diestra, tras el primer momento de sorpresa y pavor ante la presencia de aquel horror viviente, a la culata de su Colt. Pero no pudo hacer nada.

La Criatura le ganó en rapidez, desenfundando de modo centelleante su arma, que disparó sobre él sin vacilar. De sus dedos huyó el revólver, sintiendo en la piel el candente roce del plomo. Goteó sangre de los desollados índice y pulgar de la diestra de Talbot.

Nunca había visto a nadie tan rápido con un arma en la mano. Era tan veloz o más que él o Wess Steele, su difunto amigo…

Y entonces vio la mano derecha del monstruo. La mano surcada por una reciente, leve cicatriz en forma de zeta…

El horror estalló en toda su dimensión, invadiendo su cerebro de una luz cegadora. De golpe, supo que sus más ocultos temores eran ciertos.

¡Aquellas eran las manos de Wess Steele, su mejor amigo!

—Dios, no… —masculló desarmado, encarándose a aquel monstruoso ser capaz de exhibir fuerza, agilidad y rapidez en el manejo de las armas, al servicio de un cerebro criminal, perverso como pocos—. No puede ser… Usted, Frankenstein… ha creado un ser… con trozos de otros. ¡Ha cosido miembros distintos, para producir una bestia humana capaz de todo!

—Un superpistolero, Talbot —rió el médico burlón—. Eso es lo que he creado. El ser más ágil, más cruel, más rápido, más fuerte y vigoroso del mundo… La combinación perfecta para acabar con el orden establecido, con Justicia, Ley y gobiernos…

—Cielos, entiendo ahora… El juez, el alcalde… Luego sería el sheriff…

—¡Y el presidente, Talbot, y el presidente! —se mofó Frankenstein a carcajadas—.

¡Mañana será su presidente Grant quien encuentre la muerte a manos de mi superpistolero! Ahora, Criatura mía ¡mata! ¡Mata a Drury Talbot sin contemplaciones! ¡Mata!

Desarmado como estaba, Talbot vio la luz asesina en los ojos del ahorcado, el impulso criminal en el dedo índice de Wess, convertido ahora en máquina de matar al servicio de una mente maligna, de un cerebro diabólico…

El superpistolero iba a matarle. Nada podía hacer contra él. Era invulnerable.

Jennifer gritó, aterrorizada, cerrando sus ojos. Hazel sonrió. Frankenstein esperó, con ojos brillantes, el final de su enemigo…

 

* * *

 

La mano iba a disparar. La mano marcada por la pequeña cicatriz que le causara su duelo con Lennox y Conrad en la cantina… La mano de Wess, ahora al servicio del cerebro de un criminal ahorcado, iba a ser su ejecutora, por siniestra ironía.

Pero la mano vacilaba. Los dedos se contraían. Algo en ella parecía resistirse a actuar, a obedecer. Los ojos de la Criatura fulguraban, llenos de odio. Su mente se esforzaba por dar la orden a la mano armada…

—¡Mata! —rugió Frankenstein airado—. ¡A qué esperas, maldita Criatura! ¡Mata!

La mano seguía vacilando. Algo luchaba en aquel miembro humano por negarse a obedecer no sólo a Frankenstein, sino a su actual dueño, la Criatura. Drury, fascinado, contemplaba los efectos de aquella extraña lucha entre un impulso mental y sólo Dios sabía qué e extraño impulso más allá de este mundo…

De repente, Frankenstein se enfureció. Sacó de su ropa un revólver, para apuntar a Drury Talbot.

—¡Yo le mataré, entonces! —bramó—. Y tú, Criatura, me explicarás luego lo que te sucede…

El revólver apuntó a Drury. Y la Criatura giró su brazo armado.

La mano de Wess disparó al fin. Pero no sobre Drury, sino sobre Frankenstein.

Este se encogió, sacudido por el horror, la sorpresa, el desconcierto, el dolor… Miró sin poder dar crédito a sus ojos a su propia creación viviente, que empuñaba el arma humeante, mientras el rostro del asesino ahorcado reflejaba estupor.

—¿Por… qué? —jadeó el cirujano—. ¿Qué es lo que… me ha fallado?

Se desplomó sobre la mesa donde reposaban sus tubos de ensayo, sus mecheros y el quinqué encendido. Todo se derrumbó con él, estallando la lámpara, rompiéndose vidrios y extendiéndose combustible sobre el suelo, hasta los cajones de madera y la máquina de producir electricidad. Varios estallidos iluminaron el laboratorio, que comenzó a arder rápidamente.

Drury logró agacharse, empuñar el arma perdida poco antes. La alzó, disparando rápido contra el cerebro de la Criatura en medio del desconcierto que a ésta producía el incendio, la caída de Frankenstein y la propia desobediencia de su mano diestra.

El proyectil de Drury penetró por uno de los vidriosos ojos del monstruo, reventándolo, antes de alojarse en su cerebro. Un berrido animal escapó por los contraídos labios del ser. Drury volvió a disparar. Una, dos, tres, cuatro veces. Vació el arma, llenando de boquetes el rostro y cabeza de la Criatura.

Tambaleante, ésta se fue contra una mesa, derribándola con su enorme torso de atleta. El corpachón deforme, lleno de costuras quirúrgicas, se agitó entre alaridos roncos. Frankenstein había caído contra las cortinas y maderas envueltas en llamas, empezando a arder también sus ropas y cabellos. Hazel chilló, tratando de precipitarse sobre Jennifer empuñando un afilado bisturí hacia su rostro atemorizado…

Drury se volvió a tiempo, arrojándole el revólver a la cabeza. Golpeó de lleno a Hazel en sus dorados cabellos con el arma. La sangre goteó entre su melena rubia, haciéndole soltar el bisturí con un tambaleo brusco. La Criatura rodó pesadamente por el suelo, hasta caer sobre las llamas que lamían el sótano. Drury vio borrosamente una mano con una cicatriz en forma de zeta, agitándose entre el fuego, como en una despedida…

Se precipitó sobre Jennifer, cortando sus correas con el bisturí que cayera de manos de Hazel. Esta se arrojaba ahora encima de Frankenstein, tratando de arrastrarle lejos de las llamas que lo envolvían. El fuego se extendió a su melena dorada, empezando a prender.

—¡Talbot! —gritaron voces en el exterior—! ¡Talbot, responda! ¿Qué sucede ahí?  ¡Vamos a entrar!

—¡No, no! —voceó Drury—. ¡No entren! ¡Esto es un infierno, sheriff!

Jennifer le miraba angustiada. Drury cargó con ella como si fuese una pluma, corriendo hacia la salida a través de las llamas cada vez más intensas y abundantes. Hazel estaba rodeada por el fuego, igual que el agonizante doctor Frankenstein y su espeluznante Criatura.

Los dejó atrás a todos, como a un mundo de pesadilla, alcanzando las escaleras, subiendo con Jennifer hasta la planta alta, donde Walcott, Conrad, Lennox y los demás aguardaban, con sus armas preparadas. Logró salir al exterior, bajo la lluvia torrencial, que apagó la llama que acababa de prender en sus ropas. Jadeante, depositó a Jennifer en el suelo, lejos de la Casa Roja, que era ya pasto del fuego devastador. En el laboratorio estallaban productos químicos, precipitando el desastre. Nadie salió de allí. El edificio entero era ya una pira inmensa alumbrando la noche tempestuosa.

—Dios mío, Talbot… —musitó Jennifer entre sollozos—. Fue horrible. Me tenía sometida con la hipnosis, hoy lo descubrí. Era un juguete en manos de ese monstruo…

—Lo sé, Jennifer, lo sé —la calmó Drury—. Repose ahora, ya está a salvo de todo.

—El me apartó de usted… Pensaba que seríamos buenos amigos… Y él se interpuso, me convirtió en su marioneta…

—Calma, calma —sonrió Drury amargamente—. Ya quedó atrás todo eso. Podemos reanudar nuestra amistad ahora, Jennifer. Después de todo, seremos vecinos. Buenos vecinos. No tema nada. La verá un médico, olvidará esa pesadilla…

—La Criatura… Era espantoso, Talbot. El la hizo de… de…

—Sé de qué lo hizo, Jennifer —la interrumpió él con suavidad—. Una parte de ese horrible ser era entrañable para mí. Y algo en esa parte dominó incluso al cerebro de un asesino loco… Algo que nunca entenderé lo que fue. Tal vez el alma… el alma de un hombre bueno que, incluso en el más allá, se resistía a que su mano fuese la de un criminal. Mi pobre amigo Wess, espero que ahora repose ya en paz…

  Jennifer sollozaba. Drury la confortó, rodeándola con sus brazos y apoyándola en su pecho. Walcott y los demás contemplaban la caída de los muros envueltos en llamas, con expresión ensombrecida.

—¿Qué ocurrió realmente ahí dentro, Talbot? —preguntó el hombre de la Ley.

—Algo que nunca se creería nadie, sheriff. Pero esta noche no sólo hemos terminado con un monstruo que vino al Oeste, sino también con una amenaza terrible que pudo habernos dejado mañana mismo sin nuestro primer ciudadano… y después sólo Dios sabe lo que hubiese sucedido…

  Jennifer seguía llorando. El la confortó con un beso en sus cabellos. La joven hacendada se apretó a él con más fuerza. Los hombres, lentamente, se retiraron del montón de ruinas humeantes. Este, sólo era ahora la madriguera que el doctor Frankenstein había soñado en convertir en el santuario diabólico del Oeste americano.

 

 

FIN