CAPITULO V
El reloj de la capilla desgranó once campanadas.
Casey Mayo se incorporó en su celda. Caminó hasta la ventana enrejada. Miró al exterior, silencioso y oscuro. No escuchó a nadie, no vio nada en movimiento. Como si Fort Cummings estuviese dormido. O muerto.
Faltaba una hora. Solamente una. Después, empezaría la trágica parodia. Un juicio, un proceso ridículo, en el que todos, incluso él, sabían de antemano cuál iba a ser el veredicto: culpable. Y cuál la sentencia: muerte.
Luego,'al amanecer, con visos de legalidad, aquellos dementes le ahorcarían. Con su propio sheriff al frente del grotesco simulacro. Una sangrienta burla de la justicia, que costaría una vida humana; la suya.
Y todo, ¿por qué?
La respuesta del hombre con una placa al pecho había sido tan oscura como inquietante:
«Cuando muera lo sabrá...»
Casey hubiera querido utilizar sus manos. No pudo. Ni aun en eso se comportaban allí con legalidad. Un hombre no podia llevar sus manos atadas a la espalda, a la espera de un juicio. Pero en Fort Cummings todo era diferente.
¿Motivo de ello? Aparentemente, ninguno.
Pero algo tenía que suceder, para que la gente asesinara impunemente, para que un representante de la ley aceptara como normales sucesos inauditos y sangrientos. Algo que Casey hubiera deseado averiguar, a cualquier precio.
Quería saber lo que estaba sucediendo a su alrededor, sí.
Pero no a aquel precio. No podía sentirse satisfecho con semejante promesa:
«Cuando muera, lo sabrá usted, forastero...»
—¿De qué mil diablo me servirá entonces saberlo? —masculló con fría ira, contemplando una vez más el cielo estrellado, la oscura noche, el silencio de la ciudad dormida, más allá de los barrotes de su ventana enrejada—. Un secreto para la tumba.
Evocó al buen amigo que fue, durante breves horas, Ster-ling West. A su increíble muerte a la puerta de su propio hogar, ante una esposa que él decía que no era Candy West.
Y la caza despiadada, por parte de los asesinos. Y la llegada del sheriff, tras la trampa tendida en el sendero, con una soga cruzada. Y antes de eso, la emboscada en la cantina de Gómez, el ataque inesperado por la espalda, contra Doc y ] él. Y el grito angustiado de Pat, la muchacha pelirroja. Y , luego el desierto, los buitres, el agua salvadora, en manos del , infortunado West. i
Furioso, volvió al camastro. Hubiera dado algo por poder i huir de allí, por evadirse de aquel lugar de pesadilla, para ir a alguna parte a informar. Donde hubiera ley, auténtica ley. \ Y la gente armada. Los militares azules de Fort Cummings, por ejemplo.
Todo eso estaba lejos de él. Muy lejos. Los muros de la celda, su carencia de armas otra vez, sus manos ligadas a la < espalda. Todo ello constituía una frontera inviolable, incluso para un hambre llamado Casey Mayo, más conocido por el ( Viajero.
Ahora no tenía somorero cónico, con un arma dentro. Ni recurso alguno. Incluso su dinero, sus billetes sobrantes de cien dólares, en número de ocho, le habían sido arrancados de encima por el propio sheriff, alegando que era a título de multa legal y pago de indemnizaciones a los perjudicados. Era un perfecto robo, pero nada podía hacer por evitarlo.
Se dejó caer en el camastro, con un resoplido. Sus ojos, de repente, habían brillado, con un destello brusco.
—¡Qué estúpido he sido! —masculló entre dientes, hablando consigo mismo—. Casi lo había olvidado.
Se miró sus botas. De una de ellas había extraído ante West sus mil dólares finales. Pero nunca se llegó a quitar la otra. Y ahí no llevaba dinero, sino algo más violento y demoledor.
No podía manejar sus manos, cruzadas a la espalda. Pero eso no era un imposible. El había hecho anteriormente acrobacias, en muchas ocasiones. No era un imposible, ni mucho menos, hacer girar el cuerpo, enroscarlo, hasta que las piernas flexionadas pasaran por el hueco formado por ambos brazos ligados, logrando que éstos quedasen por delante, pu-diendo entonces manipular con cierta facilidad.
Pensó en todo ello durante unos fugaces instantes, apenas unos segundos. Luego llamó con voz ronca, sonora:
—¡Eh, vosotros, bastardos del diablo, venid a atenderme! —y ante el silencio que se producía en la prisión, insistió, con mayor potencia de voz—: ¡Escuchad, coyotes malditos, atended a un hombre, siquiera por un simple principio de humanidad, puercos!
Se abrió una puerta. Asomó un guardián armado de riñe. Caminó hacia allá, y pegó con el cañón en los barrotes, metiendo el arma entre éstos, hacia Casey.
—Sigue molestando con tus gritos e insultos, y te evitaré la molestia de ir a la soga, hijo de perra —jadeó el centinela, enfurecido.
—Quiero fumar —siseó Casey, crispado—. ¿Entiendes eso, asqueroso rufián? ¡Fumar! ¡Es a lo menos que tiene derecho un hombre prisionero! ¡Quiero sentir un cigarrillo en los labios!
—El sheriff no dio instrucciones sobre eso —rechazó el celador—. Además, tienes las manos a la espalda. No puedes fumar.
—¡Cuando menos podías darme una simple punta de cigarrillo, para darle tres o cuatro chupadas, cerdo! ¡Eso no se niega a nadie! Y no necesito mis manos para apurarla.
—Será mejor que cierres el pico. O te volaré los sesos.
—Muy bien —le desafió súbitamente Mayo—. Hazlo. Dispara. Tendrás que hacerlo, o empezaré a chillar como un desesperado, hasta que me ahorquéis. ¡Muerto por muerto, igual me da caer ahora! ¡Tal vez mucha gente te culpe de haberles privado de un buen espectáculo, bastardo del diablo!
Y comenzó, con voz aguda, ensordecedora, a aullar, exigiendo tabaco, como voluntad final. El celador pareció» a punto de disparar. Pero vaciló, ante la obstinación del preso. No supo qué hacer. Finalmente rezongó, echándose atrás:
—No fumo cigarrillos, hijo de mil hienas asquerosas. Sólo tengo esto —mostró delgados cigarros apestosos, sacándolos de un bolsillo.
—Es igual —extendió ávidamente su cabeza hacia él—. Eso bastaría. Siquiera unas pocas chupadas.
—Que el infierno te lleve —masculló el guardián. Cortó bruscamente un cigarro, dejándolo reducido a su cuarta parte de longitud. Lo encendió en su propia boca, y lo puso entre los labios del recluso, que succionó la punta color marrón, de áspero tabaco, con auténtica fruición. La brasa ardió en el final de la reducida porción del cigarro.
—¡Ah, qué placer! —musitó Casey, en éxtasis, paseando por su celda, las manos ligadas a la espalda, el cigarro breve en sus labios, sujeto por los dientes, en una comisura de la boca—. Dios te lo premie, amigo.
—¡Vete al diablo, imbécil! —aulló el otro, retirándose de mal humor, de regreso a su oficina de guarda—. Fuma con fuerza, que es lo último que harás en esta vida. Cuando salga la primera luz del alba, serás un fruto maduro, en un árbol de Fort Cummings.
Y cerró tras de sí, con una cruel risotada. Casey se quedó solo en su celda. Dejando de fumar repentinamente.
Se tiró al suelo, de cuclillas. Sin soltar el cigarro, succionando para avivar su brasa maloliente, empezó la maniobra. Giró sobre sí mismo, como un torbellino. Las piernas flexio-naron inverosímilmente, en acrobática postura. Pasaron los brazos. Y sus manos ligadas quedaron ante sí. Rápido, se arrojó de bruces. Puso sus muñecas a la altura de la boca. Succionó más y más el cigarro, con avidez. La brasa se hizo una roja luz en la oscura celda.
La cuerda se quemó. También sus muñecas, donde empezaron a salir sangrantes llagas o ampollas dolorosas. Ni pestañeó. Siguió adelante. Hebras de las cuerdas chisporrotearon. La punta de cigarro se consumía ya. Tiró con fuerza. Cedieron algunas hebras más, pero no todas. Resopló, sudoroso, forzado en tierra, luchando contra el tiempo y el escaso fuego de aquel cigarro, sujeto entre sus dientes.
Volvió a quemar las ligaduras. Tiró, tiró y tiró, mientras la brasa rozaba ya sus labios, a punto de quemarlos. Y eso no era lo peor, sino no disponer luego de una simple brasa para su plan desesperado.
Por fin un chasquido. Y sintió sus manos liberadas. Cayeron las cuerdas quemadas. Sin aliento, pero también sin perder segundo, retiró con sus dedos nerviosos, estremecidos la punta de cigarro de su boca. I Luego, en el suelo mismo, se quitó la bota izquierda. El cigarro se agotaba, empezaba a extinguirse su brasa. El sudor corría copioso por la frente de Casey Mayo.
Logró arrancar la bota. De su interior, en la cana, situado a la altura de su tobillo, extrajo un adhesivo. Y con él, , dos delgados cilindros con mecha.
Dos cartuchos de dinamita. Los contempló pensativo. No disponía de mucho tiempo
para ello. Casi no había fuego en la extremidad del cigarro. Se puso la bota, presuroso, guardando un cartucho en su bolsillo. El otro lo prendió con el último rescoldo de fuego en el maloliente tabaco.
La mecha chisporroteó, prendida, Casey, fríamente, la sujetó en su mano, mientras se extinguía con rapidez. Dejó la pieza al pie de la puerta de recios barrotes, bajo la cerradura misma. Se retiró al fondo de la celda, tras extraer el segundo cartucho y prenderlo en la mecha que ardía. Esperó, tenso, chisporroteando la segunda mecha en su mano. Se agazapó, medio cubierto por el camastro.
El formidable estallido reventó los hierros como si fueran de simple vidrio. Desgajados, retorcidos, con la cerradura, saltó el obstáculo contra la pared del corredor, en medio de un estruendo ensordecedor, una viva llamarada y una humareda densa, de la que surgieron violentos cascotes, golpeando las espaldas del encogido Mayo.
Casey, rápido, se revolvió, echando a correr hacia el pasillo. Era su única posibilidad favorable, y lo sabía.
La puerta de la oficina se abrió violentamente y asomó en ella el guardián, rifle en mano. Tras él, el sheriff de Fort Cummings y otro hombre desconocido.
Arrojó el segundo cartucho contra ellos, y se retiró contra el muro, al fondo del corredor, cubriendo su cabeza con ambos brazos.
¡ Barrrummmmmmmmbbb!
La explosión alcanzó de lleno a los tres hombres, arrojándolos como peleles contra el techo o los muros, en medio de un fogonazo deslumbrante, que reventó paredes, puertas y cuanto halló ante sí.
El interior de la prisión era lo más parecido al infierno, con el fuego lamiendo voraz los portones de recia madera, o prendiendo en viejos muebles. Mayo se precipitó justamente hacia el lugar donde estallara el segundo cartucho. Saltó sobre tres cuerpos sangrantes e informes, entre cuyas piernas había reventado la carga de dinamita.
No hizo caso de ninguno de ellos. Se precipitó al interior de la oficina del sheriff, y cerró su mano sobre el negro revólver «Colt» que adquiriera al viejo y agresivo Turnball aquella misma noche. El arma reposaba sobre la mesa del sheriff, junto a su dinero, que asimismo retiró sin vacilar. Luego, destrozó de un culatazo el vidrio de un armario destinado a guardar rifles, disparó contra el cerrojo del dispositivo de seguridad de la hilera de «Winchester» 73 que había dentro, y retiró uno, junto con una bolsa de munición situada al pie.
Metió el «Colt» entre su cinturón y el pantalón, y esgrimió el «Winchester», reculando hasta la puerta posterior de la oficina. Por ella salió a un establo donde se alineaban varios caballos. Tomó uno ensillado, lo montó, y le hizo saltar la cerca, con un brinco ágil, de auténtica competición. Poco después, a sus espaldas, en la noche, crepitaban armas de fuego y fulguraban las llamas que hacían presa en el edificio de la prisión local. Casey Mayo se alejó a todo galope, sin que advirtiera a nadie siguiendo sus pasos para darle caza de nuevo. Sin duda, tenían suficiente tarea en el pueblo, reduciendo el incendio y haciéndose cargo de los hombres muertos por su reserva de dinamita.
Casey Mayo se hundió en la oscuridad de la llanura. Y dando un amplio rodeo, se encaminó al único lugar donde podía encontrar urgente ayuda para esclarecer los sangrientos enigmas de la población: Fort Cummings, el fortín militar cercano.