CAPÍTULO PRIMERO

Richard debía de estar trabajando aún.

Su alcoba, en el apartamento alquilado por los dos hombres, aún tenía luz. Dan suspiró, siguiendo adelante hacia su propio dormitorio. Siempre ocurría igual.

Era un hombre demasiado trabajador. Tal vez hiciera bien. Lo febril de su labor, imaginando melodías, o trabajando con la guitarra eléctrica sobre lo ya escrito, a base de inseguros rasgueos de su mano zurda, le hacía olvidar muchas cosas. En primer lugar, su propio infortunio.

Dan abrió su puerta; entró, y cerró, tirando la guitarra eléctrica sobre el sofá de rojo tapizado. Luego siguió su americana. Estaba cansado, irritado y sin mucha moral.

Ahora iba a ser difícil encontrar trabajo. El sabía muy bien lo que costaba, en plena temporada veraniega, situarse dentro de cualquier otra orquestina o agrupación melódica. Mal momento era aquél para verse sin empleo.

Sus ojos se detuvieron sobre la mesita donde acostumbraba a escribir, bien fuese música o cartas, en especial para Richard. Música en papel pautado, para darle forma a las melodías imaginadas por Richard King. O cartas para Alma, que firmaba con la D. de «Dick», el diminutivo de Richard, y la K. de su apellido.

A veces, en broma, Richard había dicho, releyendo las cartas:

—¿Has observado una cosa, amigo mío? Si alguna vez quisieras suplantarme ante Alma, no te sería difícil. Tienes las mismas iniciales con que yo firmo mis cartas, que tú escribes… y Alma no sabe siquiera cómo soy yo físicamente, salvo que soy rubio, uso gafas oscuras y no he cumplido treinta años. Algo demasiado vago, ¿no crees?

—¡Eso no cuenta, Dick! —decía siempre Dan—. Lo importante es el espíritu. Y ése, nadie puede suplantarlo.

—No estés tan seguro de ello —insistía, riendo, el músico inválido—. Nunca estés seguro de cosas así, Dan. Te llevarías enormes sorpresas, si llegaras a conocer algunos casos de suplantación realmente notables…

Pero con Dick King nunca se podía estar seguro de nada; ni siquiera de cuando hablaba en serio o en broma. Y Dan lo tomaba a broma.

Contempló con aire abstraído las hojas de papel pautado a medio rellenar de notas musicales, de una sucesión de manchitas negras, de puntitos, líneas y rasgos, que luego se transformaban en ruido melodioso, tenue, melancólico. Como casi toda la música de Dick: lentos ritmos negroides, con remembranzas de Harlem o de Nueva Orleans, espirituales o «blues» que hablaban de lamentos y de dolor.

Éstos eran los «blues» recién terminados por Dick. El los silbaba, o tocaba en la guitarra eléctrica dificultosamente, dándole apenas la melodía, el motivo musical. Luego, Dan le daba forma, lo adornaba, interpretaba lo que Dick quería, en diversas partituras, instrumentando la melodía.

Aún no era un consagrado. Le reconocían talento, pero eso no lo es todo en el mundo. Dan se decía que existen millones de seres sin talento, consagrados por la casualidad, la estupidez ajena o la falta de escrúpulos propios. King no pertenecía aún a ese orbe excepcional de los que triunfan. Pero podía vivir con sus melodías, aún sin acudir a los night-clubs a tocar, como hubiera sido su sueño. Desde que surgió la parálisis, Richard King quedó inútil como intérprete.

Y desde entonces, permaneció semanas enteras sin salir a la calle, encerrado en su alcoba y también en sí mismo. Leyó incluso la sección diaria de los «lonely hearts», o «corazones solitarios». No se resolvió por ninguna de las damas, jóvenes o viejas, desesperadas o románticas, incomprendidas o histéricas, que allí pedían contacto con caballeros también en soledad. Ninguna… hasta que surgió Alma.

Según él, Alma era distinta. Alma era… la criatura capaz de llegar a comprenderle. Le gustaba la música, y muchas cosas más, que también gustaban a Richard.

Así empezaron a escribirse. Dan sabía de ella tanto como Dick, puesto que él era el encargado de escribir a pluma aquellas cartas, como si fuese el propio Richard. Éste no había tenido valor para explicarle lo que le sucedía, su estado físico actual.

—Más tarde. Un poco más tarde… —decía siempre—. ¿Por qué ahora? ¿Y qué puede importar esto, si espiritualmente nos comprendemos?

—Por eso mismo, Dick…, deberías decírselo. Si te enamoras de esa muchacha… y ella de ti…, sin conoceros, luego todo va a ser mucho más difícil.

—¡Bah! ¡Enamorarnos! —E incluso se irritaba con exceso, para ser una simple sugestión. Agitaba sus manos largas y sensitivas, en las que la rigidez de la diestra era evidente, y añadía con tono excitado—: ¡No se trata de eso, Dan! Son…, son ideas vulgares. No me comprendes. Ni comprenderías a Alma jamás.

Lo cierto es que él tampoco lo intentó. Pacientemente, por afecto al compañero, le escribía las cartas, al dictado de lo que la mente rápida y aguda de Richard iba expresando en palabras. Luego, entusiasmado, Richard le leía las respuestas de Alma.

Suspiró, pensando en todas esas cosas. El suyo era un papel absurdo. Posiblemente ahora se terminara todo. Lo había hecho por ayudar a Richard. Pero si tenía que desplazarse fuera de la ciudad, para actuar en alguna orquestina de tercera categoría, si tenía la suerte de encontrar una vacante, ¿quién haría todo eso por Dick? Posiblemente nadie.

Frunció el ceño. Sí, iba a ser muy difícil explicarle a Dick lo sucedido, y tratar de que no sufriera una decepción:

—Se lo malo de hablar o escribir a través de otro —comentó Dan para sí apartando de un manotazo los papeles pautados—. La idea debió de inspirársela «Cyrano de Bergerac»[1]. Pero debió de recordar que Roxana se enamoró en realidad de «Cyrano», al declarar su amor a Christian…

Fumó nerviosamente, y terminó por aplastar el cigarrillo. No tenía ganas de hacer nada. Y mucho menos, trabajar. A pesar de que había prometido a Dick tener terminada la parte de piano y guitarra eléctrica de los últimos «blues»; unos «blues» de gran calidad y melodía; una pieza llena de sensibilidad, dulzura y melancolía. Sin título aún. Iban a ser un regalo para Alma. Dick había dicho que aquellos «blues» estaban escritos para Alma. Y que nadie, sino ella misma, los conocería y los tocaría. Alma también sabía tocar la guitarra. Era otro de sus puntos de contacto con Dick.

Después de lo ocurrido con Harding, no se sentía capaz de escribir nada. Era mejor tratar de descansar, olvidar en lo posible…

Tenía sed. En la nevera había botellas de leche y latas de cerveza. Tal vez sería mejor la leche fría, en su actual estado. Salió de la estancia, se encaminó a la cocina y abrió la nevera. En la alcoba de Dick, la luz seguía brillando. Acaso se había dormido con la lámpara encendida.

Pero un momento después supo que no era así. Estaba llenando un alto vaso de leche cuando oyó el seco rasgueo de la guitarra eléctrica de Dick. Sólo una vibración brusca de cuerdas. Y de nuevo el silencio.

Aguzó el oído, extrañado. Pero no volvió a oír nada, Encogióse de hombros, dirigiéndose a su alcoba, con el vaso de leche en la mano.

De repente, se detuvo, cerca ya de la puerta de su habitación. Un nuevo sonido le había llegado del cuarto de Dick. No era de la guitarra ahora. Algo de vidrio se había quebrado en el suelo, con un seco estampido.

Echó a correr, sin importarle el hecho de que vertía la leche por el camino. Dejó el vaso sobre la mesa del gabinete, y se detuvo ante la puerta de la alcoba de Dick. Llamó, preocupado, en voz alta:

—¡Dick! ¿Estás bien? ¡Dick, contesta! ¿Ocurre algo?

No le llegó respuesta alguna. Escuchando atentamente, le pareció oír un jadeo, un leve rumor a ras del suelo. Ya no vaciló más. Probó el tirador de la puerta; y ésta cedió, abriéndose sin dificultad.

Dan entró en la estancia, y en el acto lanzó una imprecación. Precipitóse con rapidez hacia el lugar donde estaba Richard King.

Yacía en el suelo, junto a su guitarra eléctrica, y una figura modelada en cristal azul se había destrozado, al encogerse la alfombra, haciendo oscilar un mueble. La mano zurda de Dick, aferrada con rabia a la alfombra; había sido sin duda la autora de tal acción, encaminada sin duda a llamar la atención de Dan hacia allí.

Boqueaba, sin poder hablar, y en principio, Dan pensó que sufría un nuevo ataque de parálisis, más intenso que el anterior. Se inclinó sobre él, le alzó, apoyándole en su brazo la cabeza para atenderle mejor… y entonces advirtió que su mano y la manga de su camisa, se estaban empapando de rojo.

Dick tenía la espalda totalmente bañada en sangre. Sangre que cubría sus ropas, la alfombra, absolutamente todo. Pero que el cuerpo de Dick había ocultado hasta entonces a los ojos de Dan.

Dan miró rápidamente el rostro de King, intensamente pálido y crispado. Tenía sus ojos entrecerrados, vidriosos, y la boca contraída. Ahora sí advertía que, por la comisura de sus labios, empezaba a escapar un delgado hilo rojo.

—¡Dick! ¡Dick! —gritó roncamente—. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué significa esto?

No parecía estar en condiciones muy propicias para responderle. Pero lo hizo, con voz sorda, vacilante, que fluyó de entre sus labios, junto con algunos delgados, débiles ramalazos de sangre:

—Me… me atacó… Yo no podía… esperarlo…

—¿Quién? ¿Quién te atacó? —pidió Dan, con los nervios en tensión.

—Alma… —jadeó el herido—. Alma… no podrá verme…

—¿Alma? ¿Qué tiene ella que ver en esto?

—«Le… le prometí acudir… a verla… Puse… telegrama por teléfono… Iba a ir esta semana…, a conocerla…, y a que ella… me conociese a mí… Pero fue… un error. El… no quiere… que vaya… Me… me atacó… Me atacó… con el cuchillo…».

—Sí, sí, ya veo… —Dan apartó su mirada horrorizada, trémula, de la espalda que un arma cortante había hendido violentamente—. Pero ¿por qué? ¿Por qué, Dick? ¿Quién pudo…?

Dick King trató de decirlo. Dan le vio agitar sus manos, crisparlas en el aire, tratar furiosamente de hacer algo, de intentar algo que le era imposible… Quizá buscar, aferrar al asesino, tal vez agarrarse desesperadamente a la vida misma como un náufrago lo haría con un salvavidas o con una tabla flotando en medio del océano…

Sólo que el empeño de Dick era inútil. La herida de la espalda resultaba mortal. Dan observó su trayectoria de izquierda a derecha: un profundo corte oblicuo, asestado violentamente, en forma mortal La hoja de acero había llegado a su fondo. Y, con ello, a la muerte de la víctima elegida…

Boqueó Dick angustiosamente, sobre la alfombra en que su cuerpo yacía. Dan sintió el estremecimiento de sus miembros, y luego la repentina rigidez del caído.

—¡Dick! —gritó.

Era ya inútil. Richard King, su compañero de alojamiento, había muerto.

Apoyó los dedos en sus párpados y los oprimió suavemente. Cerráronse éstos. Parecía como si durmiese; sólo que era sobre un charco de sangre, apoyando sus espaldas abiertas en tierra. Espaldas atravesadas por la hoja de acero criminal…

—Dios mío… —jadeó Dan, estremecido—. ¿Cómo es esto posible? ¿Quién pudo hacer una cosa semejante?

Se incorporó lentamente, mirándose las manos enrojecidas. Dio dos pasos, y a punto estuvo de quebrar las gafas oscuras que yacían en el suelo, junto a él. Dick había perdido las gafas en la pugna con su asesino. Dan las recogió de la alfombra, íntegras, tal como cayeron de su rostro.

Con ellas en la mano, contempló al muerto. La faz de Dick parecía diferente al morir; más suave, más tersa, con menos amargura en el gesto… Era como si la muerte dulcificase un poco las facciones del que acoge en su negro, tenebroso seno.

Todo era increíble, inaudito. Todo resultaba anormal, fantástico. ¿Cómo era posible que alguien quisiera matar a un hombre como Dick? ¿Qué motivos podían existir para atacar a un inválido, a un hombre cuya mano derecha está poco menos que inútil, y cuya pierna del mismo lado se mueve con dificultad?

Fantástico, increíble…, pero cierto. Había ocurrido. Dick estaba muerto. Y él era el único que lo sabía. Había llegado tarde. Ahora estaba muerto, y no había absolutamente nada que él pudiera hacer por Dick King.

Mientras se encaminaba al teléfono, para avisar a la policía, recordó algo. Algo extraño, sorprendente, dicho por los labios moribundos de Dick, poco antes: «Prometí acudir a ver a Alma… esta semana… Pero él no quiere que vaya…».

«El no quiere que vaya». ¿Por qué? ¿Y quién era él?

Se volvió. Contempló de nuevo al hombre inmóvil sobre la alfombra. Luego, su mirada resbaló sobre los muebles y objetos de la estancia, y se clavó en la mesa ante la que acostumbraba a sentarse Dick.

La silla estaba caída en el suelo. No era de ruedas. En realidad, no necesitaba tanto. Podía andar, aunque con dificultad. Era su brazo lo que más inutilizado poseía.

Y esa silla estaba ahora derribada. En la mesa, papeles. Y la pluma. Dick gustaba de ponerse a escribir. Pero aún no tenía la mano zurda lo bastante segura. Escribía horriblemente con ella. Una letra torpe, desigual, a veces ininteligible…

Regresó junto a la mesa. Los papeles estaban en desorden. Eso era algo muy suyo. No se cuidaba jamás de tener las cosas ordenadas. Vio apuntes, notas musicales, trazos inseguros, que ni siquiera llegaban a ser letras o signos.

Pero vio también algo más. Vio un papel escrito, casi oculto por las demás hojas, aunque mostrando un ángulo fuera, en el que leyó: «… go Dan:». Lo extrajo con un tirón enérgico. La frase de principio, casi la había podido leer, aún incompleta:

«Querido amigo Dan:»

Seguía un texto breve, escrito con la misma y desigual letra. La inconfundible letra de Dick:

«Cuando leas esto, me habré marchado. Dan. Te parecerá extraño, pero ya lo tengo todo a punto para salir del país. Voy a ver a Alma. Tengo que verla, sea como sea. Y poner las cosas en claro, revelarle cómo soy yo. Creo que, a pesar de todo, me querrá igual. Nos casaremos nada más llegar, si ella me sigue amando cuando sepa cómo soy.

»He mantenido oculta esta idea; incluso a ti, amigo mío, a quien lo debo todo. Creo que es preferible así. Ahora, ya no importa decirlo, porque cuando tú lo sepas por estas líneas, ya no tendrás tiempo de retenerme.

»Pero me he enterado de algo. Algo relacionado con Alma, que puede dificultar las cosas. No sé por qué, creo que es peligroso amar a esa chica. Pero creo también, por la misma razón, que a ella le haría mucho bien que yo acudiese allí. Tal vez todavía hay tiempo de evitar muchas cosas…

»En fin, Dan; gracias por todo, y hasta siempre. Ya nos veremos. Y, de todos modos, sabrás pronto de mí.

«Tu amigo,

Dick».

Una carta extraña la de Dick King; muy extraña; casi tanto como su muerte. Según él, amar a Alma era peligroso. Y al parecer, ese temor era cierto. Era peligroso amarla. O, al menos, no traía buena suerte. El hombre que la amó, había muerto.

Vaciló unos momentos. Tenía que llamar a la policía. Pero también tenía que hacer otras cosas antes de ello. Vio la americana beige de Dick colgada del respaldo de una silla. Avanzó hacia ella.

Rebuscó en sus bolsillos, con ciertos escrúpulos. A pesar de que Dick fuese su amigo y hubiese muerto, siempre resultaba poco fácil y grato revisar las pertenencias de un hombre que ahora yacía sin vida, a poca distancia suya.

Dominó esos escrúpulos y revisó el contenido de los bolsillos. Había dinero en abundancia, en un billetero. Contó hasta diez billetes de cien dólares, once billetes de veinte, ocho de cinco y seis de uno. También llevaba un talonario de cheques, y todos firmados previamente, con una rara, retorcida firma. Los cheques, en blanco, podían ser cubiertos con cualquier cantidad, y presentados al cobro sin que nadie sospechara… en tanto no se supiera que Richard King, su titular, había muerto.

Encontró algo más. Una agenda con escasas anotaciones, borrosas e ilegibles la mayoría, y solamente una dirección que le era familiar, en letra igualmente tosca:

«Alma Lambert.

Punta Arenas, 113 El Promontorio Florida».

¿Qué sabía él sobre Alma? Absolutamente nada. Tampoco Dick lo supo nunca. Al menos, por sus cartas. En la correspondencia, ninguno de ellos había llevado sus confidencias al extremo de mencionar datos como el de Su posición social, su aspecto físico o su habitual medio de vida. Alma, solamente sabía de Dick que era músico, que amaba la música, en especial los «blues», y que era un hombre espiritual e inseguro; una rara mezcla de inteligencia e indecisión, de mentalidad aguda y de espíritu incierto.

Dick había muerto ahora. Dan se mantuvo indeciso, con su talonario de cheques, con su billetero y todo lo demás entre los dedos. Contempló un billete de avión, a nombre de Richard King, con destino a Miami, Florida. Era un avión del día siguiente, a las tres de la tarde.

Dan lo agitó, pensativo, mientras reflexionaba sobre la intención de Dick, que no había llegado a realizar su afán de volar a Florida, de ver a Alma, la mujer a quien sólo conocía por carta.

Alma, que jamás conocería la horrible suerte corrida por el hombre que la escribiera desde Nueva York, bajo las iniciales de D. K.

D. K…

Fue como un repentino golpetazo en su mente. ¡D. K.!

Él había observado otras veces la coincidencia en iniciales. Pero jamás le dio la menor importancia. Las cartas de Alma iban al buzón de una sección de «Corazones solitarios», de Broadway, de donde le era remitido el correo a Dick. Para ella, él era solamente eso: dos iniciales. La timidez, los complejos e incertidumbres de Dick, habían llevado a tal extremo el guardar su incógnito.

Miró hacia el muerto. Su mirada postrera, antes de morir, había sido como un mudo mensaje. Algo así como una demanda desesperada. La del hombre que, sin afectos ni ilusiones, centra de pronto todo su ser y su pensamiento en un objeto: en Alma, en esta ocasión.

Era como pedirle: «Yo desaparezco… Han terminado conmigo… Pero quedas tú…».

Y luego, la carta reveladora, con la frase obsesiva, que martilleaba una y otra vez la mente de Dan: «Es peligroso amar a esa muchacha»…

Peligroso… ¡PELIGROSO!

Pero peligroso… ¿en qué sentido? ¿En qué…?

Solamente había un medio de averiguarlo: llegar hasta Alma.

¡Llegar hasta Alma! ¿Por qué se le ocurría semejante idea; por qué, si él nada tenía en relación con ella?

Miró de nuevo a Dick King, muerto en el suelo de su apartamento. Asesinado por un desconocido… Si al menos supiera por quién. Y supiera los motivos… Era absurdo matar a un músico inválido. Era absurdo todo, desde el principio al fin…

Pero había sucedido. Alguien entró en el apartamento, atacó a Dick, le hincó un arma cortante en la espalda…

La explicación de todo aquello podía estar en Florida. El prometió acudir allí, y alguien no había querido que eso fuese realidad. Existía un interés en que Dick no fuese nunca a Florida, al encuentro de Alma Lambert. Y ese interés se había materializado en una acción súbita y violenta:

¡Asesinato!

Se quedó contemplando las gafas oscuras. Luego, miró el cuerpo del muerto.

La idea, la extraña e inquietante idea, creció más y más en su mente…

Tal vez fuera posible. Tal vez…