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No le esperaba yo tan temprano, señor comisario. Y me coge usted de chiripa, porque acabo de llegar del cementerio.

Todos los días voy, sí, señor. Y todos los días vuelvo con la resolución de que nunca más he de llegarme hasta allí.

Porque eso de que se vive solamente una vez será muy, verdadero, pero la muerte es otra cosa. A mí, mi santa se me muere cada vez que me acuerdo de que se ha muerto. Y en el cementerio me acuerdo todo el rato, así que todo el rato se me está muriendo.

¿Qué ha de molestar? Está usted en su casa. Siéntese, que ya me voy acostumbrando a ver ese sitio ocupado.

De ahí que ayer se fuera usted de esas formas, más de prisa que si se hubiera agarrado a la cola del diablo. Ya me tenía que haber figurado que salió corriendo para hablar con la señorita Aurora.

¿Qué ella no sabe nada? ¿Eso le ha dicho?

Yo que usted, no me creería ni un pelo de lo que le ha dicho.

¿Cómo que por qué? Pues porque es mujer.

Lo tenía yo por más avispado, señor comisario.

Muy sencillo, porque de las mujeres no hay que fiarse nunca, que se arreglan que da gusto para enredar la verdad con la mentira.

Si le ha dicho que no sabe nada, es que algo sabe, y mucho. ¿Usted no se ha percatado todavía de que si a una mujer se le pregunta qué le pasa y contesta que nada, es cuando se sabe de fijo que algo le pasa?

Ande, ahí lo tiene, no es de extrañar que la señorita no suelte prenda. Cuando no ha dicho nada es porque no le conviene hablar. ¿Qué esperaba usted? ¿Qué le contase que estaba presente cuando los mataron a todos allí dentro?

Sé que estaban dentro porque aparecieron muertos dentro, ¿cómo no lo iba a saber?

Figuraciones suyas, señor comisario. El hijo de la Isidora no me dijo más de lo que le he contado yo a usted. Y hágame el favor: ¿se sabe algo de él?

Ya. Pero si usted está aquí, es porque no lo han encontrado, ¿no?

La última carta que llegó venía de la capital, sí, señor. Pero ya le dije que nunca ponía el remite, y que hace muchos años que la escribió.

Nadie la tiene. Si hubiera sido dos meses antes, las podría usted haber leído todas, pero ahora ya no.

Porque cuando la Isidora se acercaba a su fin, se las dio a mi difunta en una caja de lata, de esas que daban antes con las galletas. Le pidió que las leyera en alto de vez en cuando, que si desde el otro mundo se oía algo, ella quería seguir oyendo la voz de mi Catalina. Es que daba gloria de oírla, ¿sabe usted? La pobre mujer, la Isidora, hasta que sus piernas la aguantaron, estuvo viniendo aquí a escuchar las cartas viejas de su hijo, que ya no le escribía, de la primera a la última, una por una; y cuando se acababan, volvían a empezar. No sé cómo no se hartaron nunca, ninguna de las dos, de la tristeza que mandaba ese niño, angelito. Y las cartas que escribía siendo grande tampoco se salvaban de tristes.

No, señor. Ya no las tengo.

Las quemé cuando mi difunta pasó a mejor vida.

De qué me servían a mí, que soy analfabeto. Alguna palabra le habrá llegado a la Isidora con el humo, ¿verdad usted? Yo me sé muchas.

Se me quedaron de tanto oírlas.

¿De verdad quiere que se las refiera?

Deje, deje, ya atizo yo el brasero, traiga para acá la badila que yo la entiendo.

¿Palabra por palabra?

¿Ve? Ya va calentando.

Me da reparo.

No sé. Pero se me corta el aire sólo de pensar en decírselas.

Será que no tengo costumbre de que alguien me escuche un recitado.

Hablar es otra cosa, nos van saliendo los pensamientos conforme los vamos pensando. Son las palabras aprendidas las que le ahogan a uno antes de llegarle a la boca. Y se nos olvidan si las pensamos.

¿Y eso funciona de fijo?

¿Sólo con respirar?

Si usted tiene el gusto de oírlas…

Pues no faltaba más.

¿Empiezo?

«Aquí tengo un cuarto para mí solo, con sus visillos en los cristales, y un tren eléctrico, pero no hay nidos de golondrinas, mama». «La piconera es un cuarto entero, mama, un cuarto grandísimo lleno de picón al lado de la cochera, y en la cochera caben cuatro coches. Y hay ascensor, que sube y que baja, y yo he montado». «Menos mal que la señora ha tenido una niña, y ya no quiere que la llame mamá, porque a mí eso tan finolis no me sale, mama. Le van a poner Aurora, lo mismo que una hermana de la señora que era monja y que se murió». ¿Ahora es cuando tengo que respirar hondo?

Sí, sí que funciona.

«Hoy es mi cumpleaños y la señora me ha regalado unos zapatos Gorila y una pelota verde que bota muy alto porque es muy dura». «Ya tengo siete años, ¿cuándo va a venir papa a buscarme?». «Dígale a la señora Catalina que se fije en lo bien que escribo las letras, en vez de echarme una riña en cada carta por escribir algunas palabras juntas, y dígale que la monjita que me da la lección en la escuela dice que soy muy listo». «La señora no quiere que nos mandemos cartas, y yo me he agarrado un berrinche y me he escondido en el chinanclo de la escalera hasta que me ha encontrado el Lorenzo y me ha dicho que él me las echa al correo, y que gritará bien alto las señas por la raja del buzón, como hago yo para que no se pierdan. Y me ha dicho también que no les ponga el remite, por si alguna se llega a perder, para que no la devuelvan y se entere la señora de que le sigo escribiendo. Señora Catalina, me dice el Lorenzo que le diga que escriba su nombre en el sobre, que es Lorenzo Barreda Mendoza, y que pinte usted una cruz chiquinina en vez del remite de mi señora madre, y así sabemos las que son mías, y que es secreto». Este cacho era bien largo, y me ha salido de carrerilla. ¿Eh, señor comisario?

Una pizca de fatigado, sí. Pero puedo seguir todavía. «El tercero ha sido niño, mama. Le van a poner Julián, por su abuelo, que va a ser el padrino». Ése era el marqués.

Sí, el abuelo de los señoritos era marqués. No tenía una perra, pero tenía mucha importancia, por ser marqués. Y por eso algunos nuestros lo entraron en la parroquia y le prendieron fuego, con todos los demás.

Con los que iban contra la República y querían que volviera el rey, que estaba bien donde estaba, y allí se quedó.

Se salvó, sí. Llegó a su casa todo chamuscado y ni la propia marquesa lo pudo reconocer. Se había escondido en un confesionario, y se escabulló por un boquete que hizo una granada en el muro. Se las tiraban desde lo alto del campanario, ¿sabe usted? Que el cielo los perdone, si no los ha perdonado ya. A la Catalina por poco la matan, y era nada más que una niña. Se liaron a pegar tiros desde la torre a todo lo que se movía. Y la Nina se movió.

¿Qué habría de estar conforme yo con eso?

Y sólo Dios sabe cuántas cosas peores. Cosas malas. Cosas malas. Todo eso ha pasado ya.

Digo algunos nuestros porque yo nací republicano, y republicano me moriré. Y no los voy a llamar rojos, porque yo soy rojo, igual que mi padre, que lo era de verdad, y a mucha honra. Pero ésos eran de otro rasero, y con tanto desbarajuste, hicieron que llamaran rojo a los rojos como si fuera una afrenta, y con ese escarnio que lo dicen todavía los que se hicieron amos del poder. Y mi padre era rojo. Y así mismo le insultaron mientras se lo llevaban a la plaza de toros, gritándole rojo. Rojo. Rojo de mierda. Va para más de una vida, y todavía se me figura que oigo los chillos. Rojo, comunista, maricón, ahora vas a ver por dónde te vamos a dar. No se me despintan esas palabras, señor comisario, lanzadas como piedras con honda, para herir. Escuché cómo se las decían a mi propio padre, a mis diez añitos, y me dolieron más que si me las hubieran dicho a mí. Lloré lo que no lloró mi madre, cuando yo me tenía creído que ya era un hombre.

Fueron a por él a poco de empezar la guerra, sólo por pelear en el frente defendiendo lo que había que defender. Era la fiesta de la patrona, y los que habían resistido en el ayuntamiento se habían rendido ya. Y estaban todos muertos. Les prometieron perdonarles la vida por ser el día de la santa si se entregaban. Y se entregaron. Y el perdón les duró el tiempo que tardaron en rendirse. El pueblo ya había caído enterito, pero fueron buscando casa por casa, y a mi padre lo arrancaron de la mía. Le miraron el hombro y se lo llevaron.

Al verle la señal. A todos los que tenían la señal se los llevaban sin preguntar.

La que deja la culata del fusil. El que tenía la señal es que había pegado unos cuantos tiros. Y mi padre la tenía. Mi madre se agarró a él y yo me agarré a mi madre. Lo despegaron a palos de nosotros, y a palos lo arrastraron hasta la plaza. Miró atrás antes de que lo metieran adentro, para ver a mi madre y que ella viera que no llevaba miedo. A mí me miró también. Era un hombre de una vez. Pero cuando el miedo es miedo de verdad, se cuela por las venas y no hay valiente que lo pare; le llega a uno al corazón cuando todavía está cavilando que lo puede frenar. Y antes de percatarse de que le había llegado, a padre ya se le veía en los ojos. El miedo es muy hijo de madre, el muy canalla, un hijo de la releche, y usted me perdonará las maneras, señor comisario, pero es que hay veces que a uno se le cuece la sangre y las palabras han de salir calientes, por fuerza.

Fue la última vez que lo vimos. A nosotros nos obligaron a volver a casa. No habían pasado dos horas cuando la mujer del Cuchillos, el afilador, vino a avisarnos de que fuéramos al cementerio.

Sí, señor, y a muchos más. Y menos mal que a padre no lo torearon. Se salvó de la humillación de correr detrás del capote y morir atravesado, como dicen que hicieron con otros. A él sólo le pegaron cuatro tiros. Y no crea usted que nos dejaron darle sepultura, ellos que son tan cristianos. Cuando mi madre fue a por razones de mi padre, ya lo habían quemado con los demás, junto por junto del cementerio.

Lo sabemos por un primo del Modesto, que era guardia civil y estaba dentro de la plaza. Se llegó a mi casa a darle cuenta a mi madre de lo que había pasado, porque la pobre mujer no paraba de preguntar a unos y a otros si a su marido le habían dado estoque. Quédese tranquila, le dijo, que su Antonio no se ha hincado en tierra, ha muerto de pie, con la cabeza bien alta y mirando de frente.

¿Por dónde quiere usted que siga, señor comisario, por la guerra?

¿Y por dónde iba?