Capítulo 10

El futuro de la libertad humana

¿Dónde nos llevará todo eso? No hay motivo de inquietud más poderoso en relación con la libertad que la imagen de las ciencias físicas sumergiendo todas nuestras acciones, buenas o malas, en el corrosivo caldo de la explicación causal, desguazando el alma pieza por pieza hasta que no quede nada que elogiar o condenar, que honorar, respetar o amar. O eso piensa mucha gente. Y por lo tanto se esfuerzan por levantar una barrera tras otra, algún tipo de doctrina absolutista diseñada para mantener a raya esas deletéreas ideas. Pero es una estrategia condenada al fracaso, una reliquia del milenio pasado. El avance de nuestro conocimiento de la naturaleza nos ha enseñado que tales bastiones no hacen sino posponer la catástrofe, y a menudo la hacen todavía peor. Si quiere usted vivir en la costa, será mejor que esté preparado para mudarse cuando la playa cambie de lugar, tal como efectivamente hacen las playas, a un ritmo lento pero seguro. Los espigones pueden «salvar» la costa sólo al precio de destruir algunos de los rasgos que hacían de la costa un lugar tan agradable para vivir. Lo más inteligente es estudiar la situación y ponerse de acuerdo en unas cuantas normas básicas que determinen a qué distancia de la costa puede construirse una casa. Pero los tiempos cambian, y las políticas que funcionaron durante décadas o siglos pueden convertirse en obsoletas y necesitar una revisión. A menudo se dice que debemos trabajar con la naturaleza, no contra ella, pero eso no es más que la retórica de la moderación; cada artificio humano obstaculiza o redirige alguna tendencia natural; el truco es llegar a saber lo bastante sobre la manera en que se articulan las pautas naturales para que nuestra interferencia en ellas produzca los resultados deseados.

MANTENERSE FIRMES ANTE LA PROGRESIVA EXCULPACIÓN

A medida que vayamos aprendiendo más acerca de la constitución de la mente de las personas, las presunciones implícitas en nuestras instituciones de mérito y culpa, castigo y tratamiento, educación y medicación deberán ajustarse a los hechos tal como los vayamos conociendo, pues una cosa está clara: las instituciones y las prácticas basadas en falsedades evidentes son demasiado endebles como para merecer nuestra confianza. Pocas personas estarán dispuestas a apostar su futuro a un mito frágil cuyas grietas pueden ver ellos mismos. En realidad, nuestras actitudes en estas materias han ido cambiando gradualmente a lo largo de los siglos. Actualmente no dudamos en exculpar o mitigar la pena en muchos casos que nuestros antepasados habrían tratado con mucha más dureza. ¿Es eso una señal de progreso o de que nos estamos volviendo todos blandos con el pecado? Para los miedosos, esta revisión parece un síntoma de erosión, y para los optimistas tiene todo el aspecto de un progreso, pero también existe una perspectiva neutral desde la que contemplar el proceso. A ojos de un evolucionista se presenta como un frágil equilibrio, necesariamente transitorio, que constituye el resultado relativamente estable de una serie de innovaciones y contrainnovaciones, ajustes y contraajustes, en una carrera armamentista que genera al menos un tipo de progreso: un avance del autoconocimiento, un aumento de la capacidad de análisis de quién somos y lo que somos, y de lo que podemos y no podemos hacer. Y desde este autoconocimiento definimos y redefinimos nuestras conclusiones sobre lo que debemos hacer.

Volvamos a una pregunta del capítulo 9 que quedó sin respuesta: ¿qué condiciones debe cumplir una persona para que podamos considerarla genuinamente culpable de sus fechorías? y ¿hay alguien que las cumpla realmente? Nadie es perfecto, y por otro lado la idea de un perfecto malhechor está al borde de caer en la contradicción, tal como ya Sócrates apreció. ¿No tiene que haber algún tipo de desajuste en una persona que se disponga a hacer el mal a sabiendas? ¿Dónde debemos marcar la línea entre las diversas patologías exculpatorias —él no lo sabía, él no podía controlarse— y la gente que hace el mal «por su propia y libre voluntad», a sabiendas de lo que hace? Si ponemos el umbral demasiado alto, todo el mundo queda impune; si lo ponemos demasiado bajo, terminamos por castigar a cabezas de turco. Las diversas propuestas libertaristas en este sentido se quedan muy lejos de su objetivo: causación por el agente en términos francamente misteriosos, indeterminación cuántica en la facultad de la razón práctica, levitación moral a cargo de almas inmateriales y otros marionetistas espectrales; en el mejor de los casos estas doctrinas pueden servir para que apartemos nuestra atención de un problema difícil y la concentremos, en cambio, en un misterio convenientemente insoluble. De modo que volvamos al problema: ¿dónde debemos marcar la línea, y qué impide que esta se retire indefinidamente ante la presión de la ciencia?

Imaginemos que tratamos de diseñar una prueba de aptitud para medir la flexibilidad mental, la cultura general, la comprensión social y el control de los impulsos, que son lo que podríamos considerar razonablemente los requisitos mínimos para la agencia moral. Dicha prueba podría hacer operativo el ideal implícito en nuestra concepción de la responsabilidad: los adultos normales cumplen con los requisitos, y son algo que se cumple o no se cumple. Podríamos diseñarla de modo que tuviera un «efecto techo»: no se pueden conseguir más de 100 puntos de 100, y la mayoría de las personas obtienen 100. (No tenemos ningún interés en las diferencias de competencia que puedan existir por encima del umbral. El obtuso Smith tal vez no sabía lo que hacía con la misma claridad que su cómplice, el brillante Jones, pero lo sabía lo bastante como para ser responsable de ello). La razón de una política como esta es clara y conocida, y parece funcionar bien en aplicaciones sencillas como el permiso de conducir. Es preciso tener 16 años (o 15, o 17…) y pasar una prueba de aptitud y conocimiento de las reglas. A partir de entonces se concede a la persona en cuestión la libertad de circular por la carretera y se la trata como cualquier otro conductor. Esta política está abierta a revisiones a medida que vayamos aprendiendo más cosas acerca de sus efectos sobre la seguridad vial: restricciones nocturnas, períodos de aprendizaje, excepciones motivadas por discapacidades reconocibles u otras circunstancias especiales que puedan considerarse desde un equilibrio coste-beneficio entre la maximización de la seguridad y la maximización de la libertad.

Podemos reconocer un proceso similar oculto tras los debates sobre los motivos de exculpación o mitigación de la responsabilidad en general. A medida que vamos aprendiendo más cosas sobre las posibles causas de discapacidad parcial y sus efectos, descubrimos razones para reubicar a ciertos individuos en relación con el umbral antes mencionado, habitualmente —aunque no siempre— en la dirección de exculpar a algún colectivo de personas cuya culpabilidad no ofrecía dudas hasta el momento. Esto puede generar la impresión de que nos encontramos ante un umbral en constante retirada, pero es preciso que examinemos la cuestión de manera desapasionada. Podemos introducir perfectamente importantes revisiones en nuestras políticas relativas a quién encarcelamos y a quién ponemos bajo tratamiento, por ejemplo, sin que ello suponga ninguna revisión de nuestras premisas filosóficas de fondo. Después de todo, no cambiamos nuestros conceptos de culpa e inocencia cada vez que descubrimos que ha sido un error encarcelar a una persona determinada. Sacamos a esa infortunada persona del conjunto de aquellos que consideramos culpables, pero no cambiamos los demás criterios establecidos. Precisamente porque suscribimos nuestra noción estándar de culpa reconocemos que esta persona no era culpable en realidad. De modo parecido, podemos exceptuar a una categoría de individuos del conjunto de los que consideramos responsables, sin que ello suponga ningún cambio —en particular, ninguna «erosión»— de nuestro concepto de responsabilidad moral. Simplemente habríamos aprendido que hay menos personas moralmente responsables en nuestra sociedad de las que antes pensábamos.

Pero el temor subsiste: «¿Dónde se detendrá el proceso?». ¿No estaremos avanzando hacia una sociedad cien por cien «medicalizada», en la que nadie será responsable, y todo el mundo será víctima de algún lamentable defecto en su constitución (tenga su origen en la naturaleza o en la crianza)? No, porque hay fuerzas —nada misteriosas ni metafísicas, sino fuerzas políticas y sociales fácilmente comprobables— que se oponen a esta tendencia, y son análogas a las fuerzas que impiden que la edad para conducir se eleve, por ejemplo, a los 30 años. La gente quiere ser responsable. Los beneficios que ello supone para un ciudadano respetado en una sociedad libre son tantos y tan valiosos que siempre hay una fuerte presunción en favor de la inclusión. La culpa es el precio que pagamos por ganarnos el crédito de los demás, y lo pagamos gustosamente en la mayoría de los casos. Lo pagamos caro, y aceptamos el castigo y la humillación pública a cambio de la oportunidad de que nos vuelvan a admitir en el juego después de que nos hayan atrapado en alguna transgresión. Y, por lo tanto, la mejor estrategia para mantenerse firmes frente a la progresiva exculpación está clara: proteger y potenciar el valor de los juegos a los que uno puede jugar cuando es un ciudadano respetado. Es la erosión de estos beneficios, no el avance de las ciencias humanas y biológicas, lo que pondría en peligro el equilibrio social. (Recordemos el cínico eslogan que acompañó el declive y el colapso final de la Unión Soviética: ellos fingen que nos pagan y nosotros fingimos que trabajamos).

Sin duda siempre tendremos fuertes tentaciones de hacernos muy pequeños, externalizar las causas de las propias acciones y rechazar la responsabilidad, por lo que la mejor respuesta será que nos hagan una oferta que nadie pueda rechazar: si usted quiere ser libre, debe asumir su responsabilidad. Pero ¿qué sucede con los pobres desgraciados que no saben hacerse cargo de sus vidas y cuya capacidad para resistir a la tentación es tan limitada que tienen prácticamente asegurada una vida de transgresiones y castigos? ¿Acaso no es injusto con ellos, acaso no es una oferta coercitiva que sólo en apariencia permite una elección libre? Estas personas son realmente incapaces de cumplir su parte del trato, y se les castiga por ello. Tal vez sean unos buenos cabezas de turco y el ejemplo que sentamos con ellos sirva para mantener viva la imagen del castigo que reprime a muchos otros agentes dotados de una capacidad de autocontrol levemente superior, pero ¿acaso no es esto una política manifiestamente injustificable? Al fin y al cabo, «no podían hacer otra cosa». Hay un sentido de esta gastada frase que resulta aplicable a este contexto, pero tal como veremos no es el que preocupa a los incompatibilistas.

La dinámica del proceso de negociar umbrales resulta tal vez más visible en los casos extremos que se presentan ocasionalmente ante el público. ¿Qué debemos hacer, por ejemplo, en el caso de los pederastas? La tasa de reincidencia es elevadísima —son realmente perros viejos incapaces de aprender nuevos trucos, según parece— y el daño que hacen si se les deja en libertad también es terrible (Quinsey y otros, 1998). Existe, sin embargo, un tratamiento que, según han demostrado los estudios, resulta efectivo para dotar a los pederastas del autocontrol necesario para que sea seguro devolverlos a la sociedad (bajo cierta supervisión ulterior): la castración. Un severo remedio para una severa enfermedad. ¿Es justificable? ¿Es un «castigo cruel e inaudito»? Es importante señalar que muchos pederastas condenados aceptan voluntariamente la castración, como alternativa altamente preferible a un encarcelamiento indefinido. (Se escuchan menos quejas respecto al cruel e inaudito castigo de dejar en libertad a los violadores en medio de una comunidad de ciudadanos debidamente aterrorizados e indignados dispuestos a formar piquetes para expulsar al peligroso individuo). La cuestión está lejos de quedar resuelta y se ve complicada por muchos factores. La castración produce su efecto principal al detener el flujo de testosterona en el cuerpo, y esto es algo que se puede conseguir por medios químicos o quirúrgicos. La castración química requiere repetidas inyecciones y es en general reversible, pero las drogas tienen algunos efectos secundarios perjudiciales; la castración quirúrgica no es directamente reversible, pero su efecto principal sobre el comportamiento puede evitarse mediante la autoadministración de testosterona (si uno realmente quiere hacerlo). Pero ¿por qué habría de querer alguien hacer una cosa así? (Véanse, por ejemplo, Prentky, 1997, y Rosler y Witztum, 1998).

El efecto simbólico de la castración es sin duda parte del motivo de todo el revuelo suscitado por la cuestión. Si la extirpación quirúrgica del apéndice, por decir algo, tuviera efectos igualmente positivos sobre el autocontrol de aquellos que se sometieran al tratamiento, cuesta creer que la opción encontrara una oposición tan vehemente. Sé por experiencia que sacar esta cuestión en el presente contexto hará que algunos lectores se lleven las manos a la cabeza. «¡Termina defendiendo la castración!». No, he presentado dicha política como una alternativa seria, pero no he expresado ninguna opinión respecto a su conveniencia última. Después de todo, es posible que estemos cerca de encontrar otro tratamiento mejor y menos severo. Es más, supongamos, por mor del argumento, que la tasa de reincidencia de los pederastas fuera del 50% (lo que no se aleja mucho de la realidad), y supongamos que muchos pederastas aceptaran voluntariamente la castración como el precio que están dispuestos a pagar por la libertad. Aproximadamente la mitad de estas castraciones serían «innecesarias»: los sujetos no hubieran vuelto a reincidir. El problema es que no podemos (todavía) reconocerlos por adelantado. Pero presumiblemente esta situación mejorará a medida que avance nuestro conocimiento. ¿Qué deberíamos hacer mientras tanto? Hay razones convincentes en contra de la castración, y razones convincentes a favor de ella. Uso la castración sólo como ejemplo, e invito a los lectores a reflexionar sobre lo fuerte que pueda ser en ellos el impulso de cerrar su mente y fiarse sólo de su «corazón» ante una propuesta tan «incalificable» como esta. Esto es parte del problema. Algunas personas están tan convencidas de que tratan de llevarlas por el camino de la perdición que no se permiten pensar sobre estas cuestiones. Se supone que los filósofos están por encima de esta clase de presiones, que son espectadores desapasionados de toda opción concebible, aislados en sus torres de marfil, pero eso no es más que un mito. En realidad, a los filósofos les gusta mucho más hacer el papel de vigías, y lanzar la voz de alarma ante cualquier catástrofe vagamente imaginada antes de que esta llegue a tener la menor oportunidad de presentarse.

La castración es un ejemplo útil porque pone al descubierto las inconsistencias en los planteamientos de ambos bandos. Hay quien busca ávidamente una medicación que le ayude a seguir la dieta o que le controle la presión sanguínea que no es capaz de controlar mediante un ejercicio adecuado, al tiempo que niega a otros el derecho a usar los mismos refuerzos tecnológicos para afianzar o complementar la voluntad frente a otras tentaciones. Si en su caso es racional y responsable reconocer sus propias debilidades y adoptar las medidas disponibles para reforzar su propio autocontrol, ¿cómo puede criticar las mismas medidas en el caso de otros? La nueva cirugía de bypass gástrico, que parece ser un gran avance para algunos casos de obesidad crónica causada por una tendencia obsesiva a comer, constituye sin duda una medida drástica, pero la opinión más extendida hoy en muchos círculos es que las personas con graves problemas de sobrepeso que se resisten a someterse a ella actúan de manera irresponsable (Gawand, 2001). Esto es algo que puede cambiar perfectamente a medida que vayamos aprendiendo más cosas sobre los efectos a largo plazo de la operación, tanto sobre las personas con tendencia obsesiva a comer como sobre la sociedad que les rodea y sus actitudes. Tales actitudes tienen un papel importante en el establecimiento de las condiciones en las que se toman las decisiones libres. Desórdenes relacionados con la comida como la bulimia y la anorexia nerviosa, por ejemplo, son mucho menos frecuentes entre las mujeres de los países musulmanes, donde el atractivo físico de las mujeres tiene un papel menos preeminente que en los países occidentales (Abed, 1998). Una revisión menor de las normas sociales, señala Gibbard, puede tener un profundo efecto sobre lo que piensan los individuos respecto a sus propias decisiones, y esto es una cuestión clave para distinguir las elecciones humanas de las elecciones de los animales.

Supongamos que tenemos una gran mancha morada en la espalda. Se trata sin duda de un rasgo biológico, pero no supone probablemente ningún rasgo especialmente relevante a nivel psicológico. Supongamos que tenemos en cambio una gran mancha morada en la nariz. Esto es una desgracia mucho mayor, más allá de que ambas decoloraciones puedan ser fisiológicamente inocuas, pues la mancha en la nariz interferirá sin duda seriamente en la imagen que tengamos de nosotros mismos, porque influirá en cómo nos vean y cómo nos traten los demás, y en cómo reaccionemos nosotros ante dicho tratamiento, y en cómo reaccionen ellos ante dichas reacciones, y así sucesivamente. Una nariz morada es un gran problema psicológico. El hecho de que sea un problema tan grande, sin embargo, es algo fácilmente reconocible por muchas personas, lo que puede llevar al establecimiento de políticas, prácticas y actitudes sociales que tiendan a minimizar sus efectos o, en todo caso, a mantenerlos controlados. Lo que antes era un rasgo biológico superficial de un organismo se convierte en un rasgo psicológico del mismo organismo, lo cual da origen a su vez a un rasgo político del mundo. Esta clase de cosas no acostumbran a ocurrir en el mundo animal. Los etólogos de campo acostumbran a poner marcas en los animales que estudian para que les resulte más fácil reconocerlos a lo largo del tiempo. Miles de pájaros han vivido sus vidas con una cinta de color en una pata, y un número tal vez igual de mamíferos han seo con sus asuntos con una chapa metálica numerada bien visible en sus orejas, y por el momento nadie ha dicho que estas marcas interfiriesen seriamente en sus vidas, ni en el sentido de aumentar ni en el de limitar sus oportunidades. Un ser humano que tuviera que aparecer en público con una chapa metálica en una oreja tendría que realizar importantes revisiones de sus provectos y expectativas en la vida, por lo que la decisión de llevar una cosa así, sea propia o ajena, tiene necesariamente una dimensión política.

Esta sensibilidad a las repercusiones sociales y políticas que distingue la agencia humana de la agencia animal también sirve como base para fundar la responsabilidad humana en algo más prometedor que la indeterminación cuántica. Las negociaciones políticas de las que emergen nuestras prácticas actuales y nuestras presunciones sobre la responsabilidad no tienen nada que ver con el determinismo o el mecanicismo en general, sino más bien con una evaluación de la inevitabilidad —o la excitabilidad— de las características particulares de ciertos agentes y tipos de agentes. ¿Podemos enseñarles nuevos trucos a esos perros? Tal como vimos en el capítulo 3, hay un sentido no problemático en el que puede decirse que se ha producido un aumento de la competencia a lo largo del tiempo en un mundo determinista, así como una ampliación de las oportunidades y de lo que hacen con ellas los agentes deterministas particulares. Tal incremento de la competencia a lo largo del tiempo resulta completamente invisible si se adopta la estrecha noción de posibilidad implícita en la definición del determinismo: «En cada instante hay exactamente un único futuro posible». De acuerdo con esta noción, en un mundo determinista, en cualquier tiempo t ningún ente puede hacer nada distinto de lo que está determinado a hacer en t, mientras que en un mundo indeterminista, en cualquier tiempo t, los entes pueden hacer tantas cosas distintas —al menos dos— como permita el tipo concreto de indeterminismo del que se trate, el cual será presumiblemente un profundo e inmutable hecho de la física que no se verá perturbado en lo más mínimo por los cambios en las prácticas, el conocimiento o la tecnología. El hecho evidente de que la gente hoy puede hacer más cosas de las que podía hacer antes se pierde de vista si concebimos de este modo la posibilidad y, sin embargo, se trata de un hecho que es tan importante como incuestionable.

En realidad, el problema al que se enfrentan actualmente los teóricos de todas las tendencias en el campo de la ética es la dificultad para manejar adecuadamente las implicaciones de este sentido específico del termino «poder». Una de las escasas proposiciones incontrovertidas de la ética, que merece su propio y sencillo eslogan, es la de que «el deber implica el poder», sólo estamos obligados a hacer algo si somos capaces de hacerlo. Si somos honestamente incapaces de hacer X, entonces no es cierto que deberíamos hacer X. A veces se pretende que aquí reside el vínculo fundamental —y obvio— entre la libertad y la responsabilidad: puesto que sólo somos responsables de aquello que entra en nuestras posibilidades, y puesto que, si el determinismo es verdadero, sólo podemos hacer lo que sea que estemos determinados a hacer, nunca puede darse el caso de que debamos hacer otra cosa, pues nunca tenemos la posibilidad de hacer otra cosa. Pero, al mismo tiempo, es incluso más evidente que el crecimiento explosivo de las posibilidades que se ha producido en la historia reciente de la humanidad está dejando obsoletas muchas de nuestras nociones morales tradicionales sobre las obligaciones humanas, con independencia de cualquier consideración respecto al determinismo o al indeterminismo. El sentido de «poder» relevante desde el punto de vista moral no es el sentido de «poder» que depende del indeterminismo (si es que lo hay).

Supongamos que un adulto en plena posesión de sus facultades pero aquejado por alguna enfermedad nos pidiera ayuda para poner su cuerpo aún vivo en suspensión criogénica en espera de que en el futuro se descubriera una cura para su enfermedad, lo que es altamente improbable. ¿No sería eso asistencia al suicidio? Hoy es razonable considerarlo así; mañana puede ser algo tan justificable como ayudar a que le administren anestesia a alguien para luego someterle a una operación quirúrgica que podría salvarle la vida. Nunca tuvimos que preocuparnos por la ética de la clonación, o por la posibilidad de ser sometidos a una vigilancia electrónica omnipresente, o por las drogas que pudieran tomar los atletas, o por la posibilidad de introducir mejoras genéticas en los embriones y nunca tuvimos que preocuparnos demasiado por la perspectiva de que pudieran desarrollarse refuerzos efectivos para la capacidad de los seres humanos de controlarse a sí mismos, pero a medida que van surgiendo tales innovaciones se nos plantea la necesidad de desarrollar una noción de responsabilidad que sea lo bastante sólida como para asimilarlas de manera no traumática.

GRACIAS, LO NECESITABA!

El cambio crucial de perspectiva que hará todo esto posible es una inversión que expone Stephen White en The Unity of the Self (1991, capítulo 8: «Moral Responsibility»). No tratemos de usar la metafísica para fundar la ética, propone White; hagámoslo al revés: usemos la ética para determinar cuál debe ser nuestro criterio «metafísico». En primer lugar, debemos mostrar qué tipo de justificación interna puede haber para que un agente acepte su propio castigo —diciendo: «¡Gracias, lo necesitaba!»— y luego debemos usar dicha idea para fijar y fundamentar una interpretación de nuestro lema central, podría haber hecho otra cosa: «Un agente podría haber hecho algo distinto de lo que hizo sólo en el caso de que esté justificada la adscripción de culpa y responsabilidad sobre dicho agente por la acción» (pág. 236). En otras palabras, el hecho de que la libertad sea algo valioso y deseable puede servir para fijar nuestra concepción de la libertad de un modo que no puede lograrse con mitos metafísicos. El argumento básico pretende cubrir todas las atribuciones de culpa o mérito moral, pero podemos simplificar el razonamiento si nos centramos en los casos de castigo impuesto por la autoridad («el Estado»), en representación de la clase más amplia de casos en los que, aunque no se haya cometido ningún crimen, un individuo culpa a otro de una mala acción. En muchos de los casos que entran en este conjunto más amplio no tiene por qué haber otro castigo previsto que el de ser reprendido (o ser objeto de resentimiento o malos pensamientos por parte del otro). Para controlar la generalidad del argumento podemos trasladarlo de vez en cuando del contexto legal (el Estado contra Jones) a un contexto moral (un padre que castiga a su hijo, por ejemplo).

El ideal para una institución de castigo, según White, sería que cada castigo estuviera justificado a los ojos de la persona castigada. Esto presupone que los agentes susceptibles de ser castigados sean lo bastante inteligentes, racionales e instruidos como para ser jueces competentes de la presunta justificación del castigo. Su (imaginaria) aquiescencia hacia su propio castigo sirve como referencia o elemento decisivo para determinar el umbral. Aquellos que son incapaces de realizar un juicio de este tipo no son probablemente lo bastante competentes como para disfrutar sin supervisión de las libertades que ofrece la ciudadanía, de modo que no les atribuimos responsabilidad (o no todavía, en el caso de los niños). Aquellos que son lo bastante competentes como para apreciar la justificación y aceptarla, son casos no problemáticos de malhechores culpables (eso dicen ellos mismos, y no tenemos razones plausibles para no aceptar su palabra). Eso deja sólo el caso de aquellos que son aparentemente competentes pero se resisten a dar su aquiescencia. Esos son los casos problemáticos, pero se encuentran presionados por ambos lados: por un lado, es presumible que deseen el estatus de ciudadano competente, dados los muchos beneficios que comporta, y, por el otro, temen el castigo, al que sólo pueden escapar declarándose —o revelándose— demasiado pequeños. (Si uno se hace lo bastante pequeño, puede externalizarlo prácticamente todo). White señala, astutamente, que incluso un psicópata racional tendrá una justificación interna para apoyar las leyes que castigan a los psicópatas, porque le protegen de otros psicópatas y le confieren la libertad de perseguir sus propios intereses hasta donde le esté permitido.

Llegue o no a realizarse dicha ceremonia de la justificación, podemos imaginar el escenario donde tendría lugar. Supongamos que usted es el acusado. El Estado le dice: «Ha cometido una falta. Mala suerte, pero para el bien del Estado se le pide que acepte el castigo». Usted escucha los cargos, las pruebas, el veredicto. Supongamos que es usted culpable de los cargos que se le imputan. (Los equilibrios y los controles del sistema mantendrán la presión sobre el Estado para que resuelva debidamente los casos, y a usted se le animará a que utilice tal presunción en su defensa). Pero ahora la cuestión es si usted es responsable del acto cometido. Podríamos plantear la cuestión en términos de: «¿Podría haber hecho otra cosa?», pero no buscaríamos el testimonio de metafísicos ni de físicos cuánticos. Buscaríamos pruebas específicas de su competencia, o circunstancias atenuantes. Consideremos, en particular, una defensa que alegue factores que estaban más allá de su control, factores que estaban allí desde mucho antes de su nacimiento, por ejemplo. Dichos factores sólo son relevantes si usted no sabía de su existencia. Si usted sabía que el suelo sobre el que estaba construyendo su casa había sido contaminado por residuos industriales un siglo antes, o si debería haberlo sabido, no puede alegarlo como un factor ajeno a su control. Pero ¿cómo pudo haberlo sabido? (El «deber» implica el «poder»). A medida que aumenta nuestra capacidad para adquirir conocimientos sobre los factores que tienen una influencia causal en nuestras acciones, nos volvemos cada vez más imputables por no conocer factores tanto externos (por ejemplo, el suelo contaminado) como internos (por ejemplo, su conocida obsesión por ganar dinero fácil: ¡debería haber hecho algo por resolverlo!). Una defensa del tipo: «No podía hacer otra cosa», que tal vez hubiera funcionado en otro tiempo, ya no es aceptable. Usted está obligado por las actitudes dominantes en la sociedad a estar al corriente de los avances más recientes en todas las materias sobre las que usted pretenda ostentar alguna responsabilidad.

El Estado le invita a aceptar su castigo, a lo que, por supuesto, puede negarse, aunque si el Estado ha hecho bien su trabajo, debería aceptarlo. Es decir, el Estado puede ofrecerle una razón perfectamente defendible para ello. Si usted no la ve, es su problema. Si hay mucha gente que no la ve, es problema del Estado; ha establecido el umbral demasiado bajo o ha cometido algún otro error en el diseño de las leyes. ¿Cómo resolvemos los casos dudosos en un mundo que no es ideal sino real, donde hay personas que son incapaces de ver su justificación, o cuya aquiescencia es el resultado de la coerción o de un lavado de cerebro? La existencia de un conjunto no vacío de reos condenados que no son competentes para dar su aquiescencia al castigo es inevitable, pero no tiene por qué ser inevitablemente grande. De hecho, el sistema de umbrales negociados tiene la virtud de ser revisable a lo largo del tiempo para minimizar el conjunto de personas mal clasificadas. A medida que vamos desvelando errores de la justicia, los usamos como base para revisar nuestras políticas, y cuando descubrimos categorías de individuos que quedan por debajo del umbral de autocontrol defendido en el momento, nos enfrentamos a una cuestión política parecida a la de resolver si debemos cambiar las reglas para los permisos de conducir. Y si surgen nuevas tecnologías (cirugía, drogas, tratamientos, prótesis, sistemas educativos, sistemas de alarma, etc.) que pueden resultar efectivas para la mejora de las capacidades de aquellos que quedan por debajo del umbral, deberemos llegar a un compromiso coste-beneficios en función de si los efectos positivos son superiores a los negativos.

¿Pueden los pederastas actuar de otro modo? Algunos sí y algunos no, y deberíamos ver si se puede hacer algo para traspasar a cuantos sean posibles del segundo al primer grupo. Los que pueden actuar de otro modo son los que, en caso de reincidencia, insistirán en su derecho a ser castigados. Y no deberíamos prejuzgar la presunción de competencia que tienen a su favor para plantear una demanda de este tipo (aunque esa será una cuestión que resolver en el juicio). Pero ¿acaso el mero hecho de la reincidencia, de cualquier reincidencia, no demuestra que después de todo no podían hacer otra cosa, al menos no en aquella situación concreta? No. Eso es un retorno injustificado a la noción estrecha del término «poder». Nuestras prácticas están asociadas a la noción más amplia del término, y ciertamente imputamos responsabilidad en tales individuos. Podrían haber hecho otra cosa en el sentido relevante. (Recordemos la versión trivial de este fenómeno presentada en el capítulo 3: el programa de ajedrez que no se enrocaba pero que podría haberlo hecho, aunque operase en un mundo determinista, y, por lo tanto, nunca lo haría en esa circunstancia exacta).

Sin embargo, ¿no es esta una política demasiado arriesgada, teniendo en cuenta que es casi seguro que habrá algunos reincidentes? Tal vez sí, pero se trata de una cuestión política respecto a cuánto riesgo estamos dispuestos a asumir en nuestras vidas, no de una cuestión filosófica sobre si los pederastas son realmente libres o no, ni siquiera de una cuestión científica sobre qué es lo que hace que los pederastas se comporten de este modo. A medida que sepamos más cosas acerca de los factores —neuroquímicos, sociales, genéticos— que predisponen a la pederastia (y los cambiantes límites de la evitabilidad de dichos factores), podremos ciertamente reducirla incertidumbre, y por lo tanto el riesgo, de liberar a estas personas de su confinamiento, pero el riesgo siempre existirá. La cuestión política es cuánto riesgo estamos dispuestos a tolerar para conservar nuestra libertad como sociedad.

Durante siglos hemos vivido de acuerdo con la regla de que nadie podía ser castigado, ni detenido, por su propensión a cometer un crimen, pero durante todo este tiempo hemos sido muy conscientes de los riesgos que supone este admirable principio. ¿Qué hacemos con el ciudadano hasta ahora respetuoso con la ley que se acerca a su posible víctima con un arma peligrosa? ¿En qué momento debemos intervenir? ¿En qué punto pierde nuestro conciudadano su derecho a la no interferencia? ¿Tiene derecho a dar el primer golpe antes de que podamos emprender alguna acción contra él? A medida que vayamos descubriendo más cosas sobre las probabilidades y los factores subyacentes, habrá cada vez más presión para revisar nuestro admirable principio en interés de la seguridad pública. Nótese que disponemos ya de un gran número de inteligentes innovaciones legales que sirven a este propósito: preservan el admirable principio mediante la creación de nuevos crímenes que la gente comete como medio para cometer el crimen principal. Hemos promulgado una ley que prohíbe a las personas llevar armas peligrosas en público, por ejemplo, o que instituye el nuevo crimen de conspiración para cometer otro crimen. En la actualidad es un crimen que personas con ciertos cuadros médicos oculten su solicitud de acceder a ciertos cargos de alto riesgo. Tenemos formas de traspasar la carga del conocimiento a los individuos, y ponerlos de este modo en posición de tomar decisiones análogas a la severa alternativa de la pederastia. Y, lo que es más importante, en la medida en que mantengamos el requisito de que dichas innovaciones deben pasar la prueba del «¡Gracias, lo necesitaba!», podemos conservar nuestra institución de la responsabilidad; podemos mantener a raya el espectro de la exculpación. Pregúntese a usted mismo: supongamos que supiera (merced a grandes avances de la ciencia) que su constitución le hace muy propenso a causar cierto tipo de daños en las personas a menos que se someta al tratamiento Z, que ayudaría a evitar una calamidad de este tipo; y supongamos que someterse a este tratamiento preservara su competencia en (prácticamente) todos los sentidos. ¿Estaría usted dispuesto a someterse al tratamiento? ¿Estaría a favor de una ley que convirtiera el hecho de someterse al tratamiento en una condición para que conservara su libertad? En otras palabras, ¿está usted seguro de que bajo esas condiciones usted tendría el derecho de dar el primer golpe? En el juicio, usted podría decir: «Tengo una enfermedad, señoría; estaba fuera de control. No podía hacer otra cosa», pero esto sería poco honesto por su parte si usted estaba al corriente de esta posibilidad. ¿Qué pasaría si este tratamiento debiera realizarse durante la infancia, antes de llegar a la edad de poder dar un consentimiento informado? ¿Estamos dispuestos a considerar la validez ética de dichas intervenciones preventivas? ¿Qué criterios de prueba deberíamos exigir antes de asumir una medida de «salud pública» de este tipo? (En la actualidad ya existen leyes que obligan a la vacunación, aunque sabemos lo suficiente como para tener una certeza moral de que algunos niños tendrán reacciones negativas a ella y morirán o quedarán discapacitados). Cuanto más sabemos, más podemos hacer; cuanto más podemos hacer, más obligaciones tenemos. Tal vez terminemos por añorar los viejos tiempos en que la ignorancia era mejor excusa de lo que lo es hoy, pero no podemos pedirle al reloj que vuelva atrás.

Es el momento de recordar la desgracia del padre del capítulo 1, que carga con la responsabilidad —¿no es así?— de la muerte de su hijo. Presumiblemente todo el mundo controla las situaciones hasta donde es capaz de hacerlo, y, superado ese punto, simplemente deja de controlarlas. ¿Cómo puede ser justo exigir responsabilidades y castigar a esta persona, sólo porque alguna otra persona no habría cometido su error en las mismas circunstancias? ¿Acaso no es sólo una víctima de la mala suerte? Y ¿no es sólo buena suerte que nosotros no hayamos cedido a la tentación o que ninguna conspiración de circunstancias haya puesto al descubierto nuestras debilidades? Sí, la suerte es siempre un factor importante en nuestras vidas, pero, como somos conscientes de este hecho, tomamos las precauciones que nos parecen apropiadas para minimizar los efectos indeseables de la suerte, y luego asumimos la responsabilidad por lo que pueda ocurrir. Nótese que si este padre se hiciera lo bastante pequeño, podría externalizar todo este episodio de su vida hasta convertirlo casi en una pesadilla, una cosa que le sucedió, no algo que hizo. Pero también tiene la opción de hacerse grande, y enfrentarse a la tarea mucho más ardua de construir un yo futuro que tenga esta terrible omisión en su biografía. Depende de él, pero cabría esperar que recibiera algo de ayuda de sus amigos. Esta es, sin duda, una buena ocasión para una Acción Autoformadora de las que habla Kane, y los seres humanos somos la única especie capaz de realizarlas, pero no hay ninguna necesidad de que sean indeterminadas.

SOMOS MÁS LIBRES DE LO QUE QUERRÍAMOS?

Tal vez si viéramos a dónde nos lleva el modelo supuestamente ideal de investigación, cambiaríamos de idea respecto a lo que es una investigación ideal En cualquier caso, la única manera de que funcione un método como este es mediante un trabajo lento y un gran esfuerzo en muchas direcciones distintas.

ALLAN GIBBARD, Wise Choices, Apt feelings

Nicholas Maxwell (1984) define la libertad como «la capacidad de conseguir lo valioso en una amplia variedad de circunstancias». Pienso que es una definición tan buena como cualquier otra. En particular, deja oportunamente abierta la cuestión de qué es lo valioso. Nuestra capacidad única de reconsiderar nuestras convicciones más profundas sobre lo que da valor a la vida nos obliga a tomarnos en serio el descubrimiento de que no hay ningún límite perceptible en lo que podemos considerar valioso. Sólo depende de nosotros. Esta es una perspectiva temible para algunas personas, pues les parece que abre las puertas al nihilismo y al relativismo, a la anarquía y al abandono de los mandamientos divinos. ¡Detengan a ese cuervo!

Pienso que estas personas deberían tener más fe en los demás seres humanos y apreciar lo tremendamente hábiles y perspicaces que son, lo bien que les ha dotado la naturaleza y la cultura para diseñar adecuadamente ordenamientos sociales que maximizan la libertad de todos y para participar en ellos. Lejos de ser anárquicos, dichos ordenamientos están —V deben estar— exquisitamente concertados para generar un equilibrio entre la seguridad y la flexibilidad. Si no podemos alcanzar la universalidad (la chovinista palabra que usa el Homo sapiens para referirse a la aceptación en el conjunto de la especie), podemos aspirar al menos a lo que Allan Gibbard llama «el tribalismo de la tribu más amplia» (Gibbard, 1990, pág. 315). Pero tal vez seamos capaces de alcanzar la verdadera universalidad. Lo hemos hecho en otros dominios. El problema de los filósofos es negociar la transición del «ser» al «deber ser» o, más precisamente, mostrar cómo podemos ir más allá del hecho «meramente histórico» de que ciertas costumbres y políticas han obtenido una amplia aceptación social, y convertirlas en normas que exijan el asentimiento de todos los seres racionales. Se conocen casos en los que se ha realizado esta maniobra con éxito. El aupamiento ha funcionado en el pasado, y puede funcionar ahora también. No necesitamos ningún gancho colgado del cielo.

Consideremos el curioso problema que supone dibujar una línea recta. Una línea realmente recta. ¿Cómo podemos hacerlo? Usando una rea, claro. ¿Y dónde la conseguimos? A lo largo de los siglos hemos ido refinando nuestras técnicas para obtener reglas cada vez más rectas, usando unas para supervisar y corregir las otras en un proceso que no ha dejado de elevar el umbral de la precisión. En la actualidad disponemos de máquinas con una precisión de una millonésima de pulgada en toda su longitud, y desde nuestra privilegiada posición actual no estamos lejos del ideal normativo prácticamente inalcanzable pero fácilmente concebible de una regla realmente recta. Descubrimos dicho ideal normativo, la eterna forma platónica de la recta, si se quiere, gracias a nuestra actividad creativa. También descubrimos la aritmética, y otros tantos sistemas de verdades absolutas e intemporales. Tal como dice Gibbard, tal vez no encontremos un límite parecido en nuestra búsqueda de un sistema ético, pero no veo razón alguna a priori para descartar dicho horizonte, desde el momento en que ya hemos desarrollado el ideal de una sociedad libre en la que pueda desarrollarse una investigación libre. El carácter normativo implícito en dichos descubrimientos humanos —¿o son más bien inventos?— es en sí mismo uno de los frutos de los procesos evolutivos, tanto genéticos como culturales, que han hecho que seamos lo que somos, como resultado del aprovechamiento y la amplificación de miles de millones de colisiones fortuitas, los «accidentes congelados» de la historia, tal como los ha llamado Francis Crick, que nos han llevado hasta nuestro estado actual. El proceso colectivo de ingeniería memética que llevamos a cabo desde hace miles de años sigue adelante, y este libro forma parte de este proceso. No descubre ningún punto arquimédico desde el que mover el mundo, pero tal vez pueda contribuir al refinamiento de la comprensión que tenemos de nosotros mismos y de nuestras circunstancias.

La libertad de pensamiento y acción necesaria para descubrir la verdad es precursora, tal como hemos visto, del ideal más expansivo de la libertad política o civil, un meme que parece difundirse con facilidad. Gracias a Dios, es mucho más infeccioso que el fanatismo. El secreto está en la calle. No hay manera de que la ignorancia forzada pueda ganar la partida a largo plazo. No es fácil desinformar a la gente. A medida que las tecnologías de la comunicación hacen cada vez más difícil que los líderes aíslen a su pueblo de toda información exterior, y a medida que las realidades económicas del siglo XXI dejan cada vez más claro que la educación es la inversión más importante que puede hacer un padre en beneficio de un hijo, el proceso va a hacerse imparable en todo el mundo y sus efectos serán masivos. Todo el cajón de sastre de la cultura popular, toda la basura y la escoria que se acumula en los rincones de una sociedad libre, inundará esas regiones relativamente prístinas al tiempo que lo hacen los tesoros de la educación moderna, la igualdad de derechos para las mujeres, las mejoras en la salud, los derechos de los trabajadores, los ideales democráticos y la apertura a las culturas ajenas. Tal como demuestra claramente la experiencia de la antigua Unión Soviética, los peores rasgos del capitalismo y la tecnología son algunos de los replicadores más robustos de esta explosión demográfica de memes, y no faltarán los motivos para la xenofobia, el ludismo y la tentadora «higiene» del fundamentalismo retrógrado.

Tal como demuestra Jared Diamond en Armas, gérmenes y acero (1997), fueron los gérmenes europeos los que llevaron casi a la extinción a las poblaciones del hemisferio occidental, pues la historia de dichos pueblos no les había permitido desarrollar tolerancia a los mismos. En el próximo siglo serán nuestros memes, tanto los tónicos como los tóxicos, los que harán estragos en aquellas partes del mundo que todavía no estén preparadas. No podemos presumir que los demás tengan nuestra capacidad para tolerar los excesos tóxicos de la libertad, ni podemos exportar esta capacidad simplemente como un producto más. La educabilidad prácticamente ilimitada de cualquier ser humano nos da, sin embargo, la esperanza del éxito, pero diseñar e implementar los mecanismos de vacunación cultural necesarios para evitar el desastre, al tiempo que respetamos los derechos de aquellos que más necesitan dicha vacuna, será una tarea urgente y compleja, que no requerirá únicamente una mejor ciencia social, sino también sensibilidad, imaginación y coraje. El principal campo de batalla de este siglo será el de la salud pública, cuyo concepto deberá ampliarse para incluir la salud cultural[1].

LA LIBERTAD HUMANA ES FRÁGIL

Las ballenas vagan por el océano, los pájaros vuelan ligeros por encima de nuestras cabezas y, según un viejo chiste, un gorila de más de 200 kilos se sienta donde le da la gana, pero ninguna de estas criaturas es libre en el sentido en que pueden serlo los seres humanos. La libertad humana no es una ilusión; es un fenómeno objetivo, distinto de todas las demás condiciones biológicas y que sólo se encuentra en una especie, la nuestra. Las diferencias entre los agentes humanos autónomos y los demás agregados naturales son visibles no sólo desde una perspectiva antropocéntrica, sino también desde los más objetivos de los puntos de vista alcanzables (el plural es importante). La libertad humana es real —tan real como el lenguaje, la música y el dinero—, de modo que puede ser estudiada desde un punto de vista serio, objetivo y científico. Pero igual que el lenguaje, la música, el dinero y otros productos de la sociedad, su persistencia se ve afectada por lo que creemos sobre ella. No es ninguna sorpresa, pues, que nuestros intentos de estudiarla desapasionadamente se vean distorsionados por el miedo de matar torpemente el espécimen que tenemos bajo el microscopio.

La libertad humana es más joven que la especie. Sus caracteres principales tienen únicamente unos miles de años de antigüedad —un parpadeo dentro de la historia evolutiva—, pero en ese tiempo tan breve ha transformado el planeta de una forma tan palpable como pudieran hacerlo grandes transiciones biológicas como la creación de una atmósfera rica en oxígeno y la creación de la vida multicelular. La libertad tuvo que evolucionar igual que todos los demás elementos de la biosfera, y continúa su evolución en la actualidad. La libertad es real hoy en algunas partes afortunadas del planeta, y aquellos que la aman tienen razón de hacerlo, pero está lejos de ser inevitable, y lejos de ser universal. Si llegamos a comprender mejor su origen, tal vez podamos orientar mejor nuestros esfuerzos para preservarla de cara al futuro, y protegerla de sus muchos enemigos naturales.

Nuestros cerebros han sido diseñados por la selección natural, y todos los productos de nuestros cerebros han sido diseñados del mismo modo, aunque en una escala temporal mucho más reducida, por procesos físicos en los que no puede discernirse ninguna exención de los principios causales. ¿Cómo es posible, entonces, que nuestros inventos, nuestras decisiones, nuestros pecados y nuestros éxitos sean distintos de las bellas pero amorales telas que tejen las arañas? ¿Qué diferencia hay, desde un punto de vista moral, entre una tarta de manzana preparada con todo el cariño por alguien como regalo de reconciliación, y una manzana diseñada «inteligentemente» por la evolución para atraer a un frugívoro, el cual se encargará de repartir sus semillas a cambio de algo de fructosa? Si consideramos que eso son preguntas retóricas, en el sentido de que sólo un milagro podría distinguir nuestras creaciones de las ciegas e inconscientes creaciones de un mecanismo material, no dejaremos de dar vueltas a los problemas tradicionales de la libertad y el determinismo, en una espiral de misterio e incomprensión. Los actos humanos —los actos de amor y de genio, así como los crímenes y los pecados— están simplemente demasiado lejos de los movimientos de los átomos, sean aleatorios o no, como para que podamos descubrir la manera de integrarlos en un único esquema coherente. Los filósofos han intentado durante milenios salvar esta brecha con un par de maniobras atrevidas, sea a base de poner a la ciencia o al orgullo humano en su lugar, o bien declarando (correctamente, pero de manera poco persuasiva) que la incompatibilidad es sólo aparente, sin entrar en los detalles. Cuando tratamos de responder a estas preguntas, de esbozar las vías no milagrosas que puedan llevarnos desde los ciegos átomos hasta las acciones libremente escogidas, abrimos nuevos espacios a la imaginación. La compatibilidad entre la libertad y la ciencia (determinista o indeterminista, no importa) no es tan inconcebible como podría parecer.

Los temas tratados en este libro no son sólo problemas académicos, seductores acertijos conceptuales aún por resolver o fenómenos curiosos todavía no integrados en una buena teoría. Muchas personas los ven como cuestiones de vida o muerte, y eso los convierte en cuestiones de vida o muerte, pues los miedos de las personas tienden a amplificar las implicaciones previstas por los diferentes análisis y a distorsionar los argumentos, hasta convertirlos en meros instrumentos de propaganda, para bien o para mal. La resonancia emocional de la palabra «libertad», como la de la palabra «Dios», garantiza una audiencia partidista, dispuesta a saltar sobre cualquier paso en falso, cualquier amenaza, cualquier concesión. El resultado es que la tradición acostumbra a tener carta blanca, o casi. A manera de estrategia práctica, la mayoría de la gente parece inclinarse a pensar que las doctrinas suscritas por la tradición deberían pasar sin examen alguno, en la medida de lo posible, y cuestionarlas es ciertamente como tocar un avispero. Y así es como sobrevive el pensamiento tradicional, en gran medida incuestionado, y con los años no hace más que acumular nuevas capas de invulnerabilidad injustificada.

He tratado de mostrar, con la ayuda de muchos otros pensadores, que podemos y debemos sustituir estas sacrosantas pero endebles tradiciones por unos fundamentos más naturalistas. Da miedo abandonar unos preceptos tan venerables como el imaginario conflicto entre el determinismo y la libertad, y la falsa seguridad que da pensar que la cadena termina en un Yo o un Alma milagrosa. El análisis filosófico, sin embargo, no es suficiente por sí solo para animar un cambio tan drástico en nuestra manera de pensar, por más que sea correcto en lo fundamental, y tal vez el aspecto más radical de este libro escrito por un filósofo sea la preeminencia que otorga a la obra de no-filósofos. Mi idea es que los filósofos, en cuanto filósofos, no pueden pretender estar haciendo de manera profesional su trabajo en relación con los temas que les son más propios a menos que presten atención al pensamiento de psicólogos como Daniel Wegner y George Ainslie, de economistas como Robert Frank, de biólogos como Richard Dawkins, Jared Diamond, Edward O. Wilson, David Sloan Wilson, y de otros cuyas ideas han ocupado un lugar destacado en este libro. Por supuesto, no soy el único filósofo que defiende esta perspectiva. Excelentes filósofos como Jon Elster, Allan Gibbard, Philip Kitcher, Alexander Rosenberg, Don Ross, Brian Skyrms, Kim Sterelnv y Elliott Sober han llegado más lejos que yo en la exploración de estas ricas vetas de material filosófico, en el proceso de clarificar tanto la ciencia como la filosofía.

No sólo he prodigado mi atención a las ideas de los no-filósofos; en el proceso he ignorado las ideas de unos cuantos filósofos de gran reputación, he pasado por alto sin apenas una mención algunas controversias que son objeto de un vivo debate en mi disciplina. Debo una explicación a los participantes en tales debates. ¿Dónde están, podrían preguntarse, mis refutaciones, mis pruebas, mis argumentos filosóficos que demuestran la invalidez de sus elaborados análisis? He aportado unos cuantos: el tiro al hoyo de Austin, la facultad de razonamiento práctico de Kane y la autonomía de Melé, por ejemplo, han recibido por mi parte la clase de atención detallada que esperan los filósofos. Respecto a los demás, he decidido traspasarles a ellos la carga de la prueba. Se requieren unos cuantos supuestos de fondo comunes para establecer una controversia filosófica, y, aunque no lo he demostrado, me he convencido a mí mismo de que mis relatos y observaciones informales cuestionan algunas de sus premisas fundamentales, lo que convierte sus controversias en opcionales para mí, por más entretenidas que resulten para aquellos que están enzarzados en ellas. Podría haber dicho exactamente cómo y por qué, pero eso hubiera requerido cien páginas o más de densa argumentación y exégesis textual, para terminar con un veredicto de falsa alarma, un anticlímax que prefiero rehuir en lo posible. Es sin duda una decisión arriesgada por mi parte, pues les da la posibilidad de demostrar que he cometido el error de subestimar la inevitabilidad de las presuposiciones que comparten, pero es un riesgo que estoy dispuesto a asumir.

Mi intención en este libro ha sido demostrar que si aceptamos la «extraña inversión del razonamiento» de Darwin, podemos reconstruir los mejores y más profundos pensamientos humanos sobre moral, sentido, ética y libertad. Lejos de ser enemiga de dichos conceptos tradicionales, la perspectiva evolutiva es un aliado indispensable de los mismos. No pretendo reemplazar el abundante trabajo realizado hasta el momento en el campo de la ética por una alternativa darwinista, sino más bien asentar dicho trabajo sobre los cimientos que merece: una visión realista, naturalista, potencialmente unificada del lugar que ocupamos en la naturaleza. Reconocer nuestro carácter único como animales reflexivos y capaces de comunicarse no requiere ningún «excepcionalismo» humano que levante un puño desafiante frente a Darwin y descarte cualquier intuición procedente de un sistema de pensamiento magníficamente articulado y empíricamente contrastado. Podemos comprender por qué nuestra libertad es mayor que la de las demás criaturas, y en qué medida esta superior capacidad trae consigo implicaciones morales: noblesse oblige. Estamos en una posición privilegiada para decidir lo que haremos a continuación, porque disponemos del más amplio conocimiento posible y, por lo tanto, de la mejor perspectiva sobre el futuro. Lo que el futuro depara a nuestro planeta depende de todos nosotros, de nuestra reflexión conjunta.

NOTAS SOBRE FUENTES Y LECTURAS COMPLEMENTARIAS

La antología de Robert Kane, The Oxford Handbook of Free Will (2001), recoge artículos de nuevo encargo realizados por los principales autores de literatura filosófica en los últimos años, y los lectores encontrarán útiles análisis de los temas tratados en este libro.

Las complejas cuestiones relativas al castigo y la reincidencia reciben un buen tratamiento en Quinsev y otros, Violent Offenders: Appraising and Managing Risk (1998), un estudio amplio e informado sobre la predicción y el tratamiento de estos casos, que dedica especial atención a los psicópatas. Uno de sus descubrimientos más sorprendentes es que los psicópatas que siguen un programa de reeducación en sensibilidad social y relaciones interpersonales durante su encarcelamiento son más propensos a cometer crímenes violentos al ser liberados: «Especulamos, pues, con la posibilidad de que los pacientes aprendieran mucho en el programa intensivo, pero que aplicaran sus nuevas habilidades a usos muy distintos de los pretendidos» (pág. 89). Los filósofos deben reconsiderar los supuestos de fondo —las simplificaciones— que acostumbran a invocar cuando tratan el tema de los psicópatas y otros reos problemáticos. Como sucede siempre, la imaginación del filósofo dejada a su aire, sin contacto con los hechos, es un instrumento demasiado burdo para tratar un conjunto de problemas tan delicados e importantes.

The Unity of the Self (1991), de Stephen White, sobre todo los capítulos 8 y 9, contiene un penetrante y detallado análisis de algunas de las cuestiones que planteo aquí a grandes trazos, y desarrolla argumentos que deberían satisfacer a los escépticos, sobre todo en relación con la necesidad y la validez de la inversión que propone. En particular, recomiendo su análisis de las limitaciones de los esfuerzos filosóficos previos sobre estas cuestiones.

Formations of Mechanical Accuracy (1970), de Wayne Moore, es un libro fascinante sobre la historia del proceso de aupamiento que ha dado lugar a los actuales (bueno, de la década de 1970) estándares de rectitud y precisión.

Algunos lectores de este libro han echado en falta un tratamiento de la creatividad y la autoría humanas. Este fue el tema de mi discurso presidencial ante la División Este de la Asociación Americana de Filosofía, en diciembre de 2000 (Dennett, 2000b).

La relación entre la libertad personal y la libertad política recibe un incisivo tratamiento de Philip Pettit en A Theory of Freedom: From the Psichology to the Politics of Agency (2001) y de Robert Nozick en el último capítulo de Invariances, «The Genealogy of Ethics» (2001). La importancia de la cultura, sobre todo de la organización política y económica, en el mantenimiento y promoción de la libertad queda demostrada en Desarrollo y libertad (1999), de Amartya Sen.

Mientras daba los últimos toques al libro recibí una copia por correo electrónico del nuevo libro de Merlin Donald, A Mind So Rare: The Evolution of Human Consciousness (2001). Donald deja claro desde la primera página que concibe su libro como una especie de antídoto contra dos míos: La conciencia explicada (1991a) y La peligrosa idea de Darwin (1995). Sin embargo, el último capítulo de la obra de Donald, «The Triumph of Consciousness», podría servir perfectamente como último capítulo de este libro. ¿Cómo es esto posible? Porque Donald, igual que muchos otros, ha subestimado enormemente lo que puede aportarnos la «extraña inversión del razonamiento» de Darwin. Dice en su Prólogo: «Este libro propone que la mente humana es distinta que cualquier otra mente que pueda haber en el planeta, no a causa de sus caracteres biológicos, que no son cualitativamente únicos, sino por su capacidad de generar y asimilar la cultura» (pág. xiii). Exactamente.