XIX

Ella no estaría, ya se habría marchado, el telefonista habría entendido mal, era imposible que estuviese, era imposible que ella le hubiese llamado.

Preguntó por el Hotel Moderno. Allí al fondo, justo después de aquella plaza, volvía a empezar en aquel momento la maldita inquietud, detuvo el coche, entró con el corazón en un puño: un hotel como tantos otros de provincias; a la derecha, el mostrador del conserje.

«¿La señorita Anfossi? ¿A quién debo anunciar?»

Las nueve menos cuarto: ya estaría vestida.

«Dice que la espere, que dentro de cinco minutos bajará».

Se sentó en un sillón, desde el que se veía a través de una cristalera una gran sala con algunas mesitas en los márgenes. ¿Bailarían por las noches? ¿Con quién habría bailado ella?

De improviso apareció ella, despeinada y sin maquillaje.

«¿Cómo es que has llegado tan temprano?»

«Es lo que me dijo el telefonista. Mañana temprano: estaba escrito en la nota».

«Pero yo todavía tengo que vestirme y hacer las maletas y después debo despedirme de una familia que ha estado muy amable conmigo».

«Entonces ¿a qué hora quieres partir?»

«No sé, pero ¿tú tienes prisa? Podríamos hacerlo después del mediodía».

«¿Y comemos aquí, en Módena?»

«Bueno, mira, tú ahora tómate un café y yo, mientras, voy arriba a prepararme».

Saludaba con confianza a los camareros, bromeaba con la chica del bar, parecía estar en su casa, perfectamente segura de sí misma, con aquella expresión suya un poco indecente, estaba pálida y la nariz resultaba más petulante de lo habitual. Era como las chicas morenas recién levantadas, con la cara aún no arreglada, esa transparencia un poco lívida de la piel: ese color de mármol, esa sombra de la noche aún pegada a las mejillas, a la boca, esa como virginalidad carnal que se renueva todos los días del año, esa sinceridad desarmada del cuerpo cogido por sorpresa, que hace parecer más feas a las viejas y también vuelve menos hermosas a las jóvenes, pero, a cambio, las jóvenes resultan entonces más desnudas, fuertes, obscenas, salvajes, excitantes, confidenciales, lo hermoso y lo feo resaltan, con lo que resultaba más evidente en Laide el ramalazo popular, su desfachatez, su boquita se abría y se cerraba, con los dos pequeños y compactos labios, sobre todo el inferior, adelantándose como pétalos caprichosos e impertinentes.

Antonio la miraba con el inesperado consuelo de verla feúcha, en el fondo había miles de chicas mejores, no es que todos los hombres del mundo fueran a correr tras ella y a él mismo en aquel momento no le importaba gran cosa en el fondo, por un instante abrigó la esperanza de poder liberarse de la obsesión, pero fue un instante muy breve. Laide, que se había sentado y estaba bebiendo un café con leche, apretó con la mano derecha el antebrazo del camarero, quien estaba observándola, y dijo:

«Giacomo, por favor, tráeme una de esas medias lunas que tú sabes».

Y Antonio observó que el camarero era un muchacho de veinte o veintiún años de nariz larga y grande y barbilla pequeña, feo se lo podía considerar, pero había en él una embelesada tensión viril y Antonio se preguntó si… Era absurdo, era espantoso, era de una extraordinaria simplicidad: tal vez aquella misma noche, pensó, Laide, por puro capricho acaso, se lo hubiera llevado a su habitación.

Giacomo llegó sonriendo con la media luna sobre un platito y ella la cogió:

«Voy a cerrar la maleta», dijo y se marchó.

Antonio la acompañó hasta la escalera y preguntó:

«¿No puedo subir?»

Ella dijo:

«¿Estás loco?»

Él se quedó esperando en el sillón de mimbre que estaba en un rincón desde el que podía observar la escalera. Desde su mostrador, allí al fondo, el conserje podía verlo. Antonio se sentía violentísimo y ridículo. A su edad, dejarse ver manejado por una chiquilla. ¡El tío! ¡Menudo si el conserje no se lo habría figurado! La clásica situación: el viejo que paga y la jovencita de vida alegre que se va a menudo con maromos. En la mirada de un camarero que pasaba le pareció adivinar la ironía.

Se oyeron unos pasos por la escalera. No, eran de hombre. Apareció un jovencito con jersey que llevaba al brazo una chaqueta de gamuza: un tipo deportivo. Tal vez uno de los pilotos que entrenaban en el circuito, un probador. ¿Sería por él —se preguntó Antonio— por lo que Laide le había prohibido subir a su habitación? Mientras Laide tomaba el café con él, Antonio, ¿estaría acaso el jovencito afeitándose en su habitación?

Antonio lo escrutó, pero pasó de largo hacia la salida sin hacer el menor caso de él, cosa que lo tranquilizó. Si el joven había estado en la habitación con ella, Laide debía de haber buscado un pretexto para bajar: acaso le hubiera dicho que había llegado su tío. En ese caso, aunque sólo hubiese sido por curiosidad, el joven habría echado un vistazo a Antonio.

Por lo demás, se trataba de una hipótesis absurda. Laide, tan preocupada por guardar las formas (preocupación ridícula, porque estaba seguro de que todos, desde el conserje hasta el último cliente del hotel, la habían catalogado como una putilla fuera de casa: ¡pues no decía que hacía de modelo para fotografías de moda! ¡Vamos, hombre!), Laide no habría dejado, seguro, que un joven pasara toda la noche con ella. Tras haber hecho el amor, lo habría despachado a su habitación.

Un arranque de rebelión interna. ¿Estaría volviéndose idiota? ¿Por qué aquel inquieto trajín de sospechas celosas? ¿Acaso era suya Laide? ¿Qué obligaciones tenía para con él? ¿Tal vez por aquellas cincuenta mil liras que le había pedido ella prestadas (para una deuda contraída por la enfermedad de su madre, que se había comprometido a pagar a plazos, uno de los cuales vencía precisamente el día siguiente) y que él había tenido mucho gusto en prestarle por la sensación de trabar con ella un vínculo privado? No, no podía honradamente pensar que aquellas cincuenta mil liras le impusieran una obligación, por vaga que fuese, de fidelidad. ¿Entonces? ¿Acaso no era dueña de ir a donde le saliese de las narices y dejarse cepillar por quien quisiera? ¿Qué podía objetar él?

Miró el reloj, habían pasado veinte minutos; allí, en la gran sala con vidrieras resplandecía el sol. Se levantó y salió a bajar la capota del coche, le interesaba que Laide se encontrara con el coche descubierto. A las mujeres les gustan los coches descapotables, dan un tono deportivo, moderno, de riqueza; él mismo en aquel coche, aunque no fuera de lujo, se sentía diferente, más joven, más seguro de sí mismo, envidiado, era la primera vez que lo conducía, pero ya se había dado cuenta de que por la calle todo el mundo lo miraba, todas las mujeres lo miraban, sobre todo las jóvenes.

Mientras bajaba la capota y la plegaba en su sitio, maniobra bastante complicada, notó que dos jóvenes mozos del hotel habían salido al umbral y lo observaban con el típico interés de los jóvenes por todos los automóviles fuera de lo normal.

Intentó apresurarse al máximo, deseoso de que bajara Laide. Cuando volvió a entrar, el conserje le dijo sonriendo:

«No, su sobrina no ha bajado aún».

¿Su sobrina? Eso no le hacía ninguna gracia; como si ella tuviera interés en dejarlo bien claro: no se os ocurrirá pensar por casualidad que ese cincuentón sea amante mío, ¿eh? Como si ella se hubiera sentido humillada al admitir públicamente una relación física con un hombre que podía ser fácilmente su padre. De acuerdo, el hecho de que Laide lo presentara como su tío demostraba que no se avergonzaba de él e incluso tal vez apreciara ese parentesco ficticio, para aparentar ser de una familia tan respetable, sobrinita predilecta de un hombre conocido y estimado. Además, eso creaba entre los dos un vínculo, aunque fuera falso, mucho más sólido que el —totalmente inconsistente— que puede haber entre una chica de alterne y un cliente, cosa que también lo halagaba. Antonio sentía un placer inmenso con todo lo que le permitía, de un modo u otro, entrar en la vida de Laide, mundo ambiguo, complicado, pecaminoso y terriblemente milanés.

Pero comprendió lo cómodo que resultaba a Laide asignarle el papel de tío: una coartada que le permitía hacer el amor con éste o aquél y al mismo tiempo dejarse llevar por ahí por Antonio sin que resultara escandaloso. Cuando el conserje del hotel le había hablado de su sobrina, había sentido unas ganas locas de responder:

«¿Sobrina? Ésa nunca ha sido sobrina mía».

Pero se había detenido a tiempo: probablemente habría parecido el viejecillo cornudo y burlado. Sin contar con que, si se lo hubiesen explicado, Laide se habría puesto como una fiera, tal vez hubiese sido capaz de mandarlo con viento fresco delante de todo el mundo.

Estaba rumiando esas ideas, cuando bajó ella. Estaba impecable, bien maquillada y peinada, llevaba un vestido plisado y en el brazo un minúsculo perrito maltés. Tras ella venía el mozo con una maleta, dos maletines, un neceser y un abrigo de antílope gamuzado.

«¿Es éste tu famoso perrito?»

«¿Metemos ya las cosas en el coche?», se apresuró ella a decir sin responder a su pregunta y él notó que echaba un vistazo en derredor para comprobar si otros, además del mozo, la habían oído, porque resultaba muy extraño que un tío suyo nunca hubiera visto el perrito de su querida sobrina.

También se dio cuenta de que de repente Laide se había enfurruñado; apretó el paso para distanciarse del mozo y le dijo:

«Si hay algo que detesto, ¡es hablar de nuestras cosas en presencia de extraños!»

«¿Qué cosas? ¿Qué he dicho?»

«Nada, nada», dijo ella en voz baja, porque el mozo se acercaba, «para ciertas cosas vosotros, los hombres, sois unos perfectos cretinos».

Por fortuna, volvió a serenarse cuando delante del hotel vio el Spyder rojo que esperaba, flamante, al sol de mayo.

«¿Es tuyo?»

«No. Me lo ha prestado un amigo».

«Ya me extrañaba. ¿Cuándo vas a decidirte a cambiar ese viejo cacharro tuyo?»

Colocaron las maletas en el portaequipajes y después ella dijo:

«Oye, deberías hacerme un favor, perdona, ¿eh?»

«¿Qué?»

«Aquí, en el hotel, me falta algo que pagar».

«¿Te refieres a la cuenta?»

«¿Ves cómo eres? En seguida piensas mal. La cuenta ya está pagada. ¿Crees que te iba a hacer venir de Milán hasta aquí para que me pagaras la cuenta del hotel? La verdad es que me aprecias poco. Es la nota del conserje, serán cuatro mil o cinco mil liras».

Eran, en realidad, cinco mil doscientas. Pagó y salió afuera. Como aún no era mediodía, le propuso partir en seguida: él por la tarde debía estar en el estudio. En lugar de comer allí, en Módena, podían perfectamente parar en Parma: también en Parma había restaurantes muy buenos.

«¿Por qué?», dijo Laide. «¿Quién nos obliga a marcharnos tan pronto? Podemos partir después del almuerzo, por la autopista llegarás a tiempo, seguro, y, además, es que me gustaría despedirme de Marcello».

«¿Y quién es Marcello?»

«Pues mi primo. Debo de habértelo repetido diez veces».

«¿Y no has visto bastante a tu primo en estos días?»

«Lo he visto sólo una vez: tiene tanto trabajo, en la obra. Espera, que voy a ver si lo pesco».

Dejó a Antonio y se asomó al mostrador del conserje. Para no dejar ver su desasosiego, él no se movió. La vio, a través de la puerta del hotel, telefonear. Parecía muy contenta. Se reía. Él no veía la hora de que acabara. Encendió un cigarrillo. Vio que seguía telefoneando, la vio volver a reírse.

Laide colgó y se reunió con él en la acera, a la sombra de la marquesina. Tenía expresión feliz.

«Bueno, ¿qué?»

«Pues que no sé si te lo he dicho, pero debo ir a toda costa a despedirme de una familia que ha sido muy amable conmigo: ¡si supieras!… no puedo marcharme así, sin despedirme».

«A saber a qué hora iremos a comer entonces».

«Oh, a mí la comida no me importa. Podríamos hacer lo siguiente. Dentro de unos minutos llegará Marcello y me acompañará a casa de esos amigos. Tú, entretanto, puedes ir a comer. Después, a las dos o las dos y media nos vemos y partimos en seguida. Así no te hago perder tiempo».

«¿Vengo de Milán expresamente para recogerte y me dejas solo como un perro?»

«Vamos, no te enfades ahora. ¿Cómo me las arreglo yo, si no, con esos amigos?»

«Y, además, es que ese asunto de Marcello no me hace ninguna gracia. Me da toda la impresión de que es tu primo tanto como yo tu tío».

Los ojos de Laide se dilataron: de sorpresa y de rabia.

«Exacto: para ti todas son putas. ¿No se puede querer a un hombre sin irse a la cama con él? Ni siquiera lo miraría a la cara, si no me respetara».

«No pretenderás decir que nunca te ha dado un beso».

«Pero ¡serás asqueroso!», dijo ella exasperada. «Me imaginaba que me ibas a montar este pollo. Vosotros, los hombres, sois todos iguales. ¡Nosotras tenemos que ser por fuerza unas zorras todas! No, si quieres saberlo, Marcello no me ha besado nunca. Es como si fuéramos hermanos. ¿Está claro?»

«No veo por qué has de ponerte así. Al fin y al cabo, eres libre de hacer lo que te salga de las narices».

«¡Ah, no debería ponerme así! Me llamas puta, ¿y no debería ponerme así?»

«¿Quién te ha llamado puta?»

«Tú, si crees que yo voy contigo y después voy también con él. Él, sí que podría ponerse así, si acaso, si supiera que nosotros dos…»

Antonio se sintió derrotado. Antonio la creyó: era inverosímil, pero Antonio la creyó, tenía tal acento de sinceridad y orgullo ofendido Laide. Para ser capaz de mentir así, había de ser un monstruo: no, era imposible que una chica como ella consiguiese representar una ficción tan perfecta, había de tener una inteligencia y una imaginación propias de Shakespeare.

«Muy bien», dijo Antonio, apaciguado. «Y a tu Marcello, ¿qué le has dicho que soy yo?»

«Mi tío».

«¿Un tío aparecido de buenas a primeras?»

«Sí, le he dicho que antes viajabas, que estabas en el extranjero».

«¿Y te ha creído?»

«¿Por qué no habría debido creerme? No todos son como tú precisamente. Pero espera… me parece que es él».