CAPÍTULO UNDÉCIMO
Los hombres:
Serpentón de mar
del mundo lejano,
¿lágrimas o flores
vienes a entregarnos?
La serpiente:
Oh, no, esta voz mía
os trae el misterio
que nadie conoce
del abismo negro.
Los hombres:
Del profundo abismo
nos salvó el amor
del Crucificado
que murió por nos.
La serpiente:
Muerte y desolación;
sobre vosotros, eterno,
el veneno de los dientes
de la boca del infierno.
Los hombres:
Peste y llamaradas
en nuestros cobijos.
¡Deprisa, las madres,
salvad a vuestros hijos!
¡Y entonces las madres escaparon de las casas de la costa llevando en brazos a sus niños, y huyeron también los hombres, los perros y los pajarillos, que son capaces de volar! Pero para salvar la ciudad, el Rey Leoncio salió al mar con los osos más valientes y subió a bordo de un esquife para combatir al monstruo. Iba armado de un fuerte arpón y los otros de escopetas y arcabuces. También estaba Salitre, armado de un gran fusil: aunque el Rey le había dicho que se podía quedar en casa, se había empeñado en venir también él.
Mientras desde la costa una inmensa multitud los contemplaba conteniendo la respiración, la barquichuela, empujada gallardamente por los remeros, se separó de la ribera acercándose a la terrible culebra, que alzaba y escondía alternativamente la cabeza entre el oleaje espantoso de espuma.
Leoncio, de pie en lo alto de la proa, levantó el arpón pronto para asestar el primer golpe.
Y he aquí que de una de las ondas surge vibrando un cuello alto como una encina, sosteniendo la cabeza más horripilante que se pueda imaginar. La serpiente abrió de par en par las fauces, que parecían una cueva, y se lanzó sobre la frágil barca. Entonces Leoncio arrojó el arpón.
Silbando, el arpón voló como un rayo y se hundió al menos tres palmos en la garganta del monstruo. Siguió una fragorosa detonación: los compañeros del Rey habían descargado a la vez sus armas para asestar el golpe de gracia.
Durante un minuto el esquife quedó envuelto en una densa nube de humo a causa de los disparos. Después, mientras la serpiente de mar se hundía entre borbotones de sangre y un altísimo grito de alegría retumbaba de ribera a ribera, el viento se llevó el humo y se pudo ver.
Se vio en la proa de la pequeña embarcación al Rey Leoncio caído boca abajo. Un arroyuelo de sangre brotaba de su espalda. Al mismo tiempo, uno de los remeros, dejando el remo, saltó en pie blandiendo un hacha, se lanzó contra el chambelán Salitre y le separó de un solo tajo la cabeza del cuerpo. Era el oso Jazmín.
¡Qué tragedia!
Embarcándose expresamente para no perder de vista a Salitre, el valiente oso detective lo había visto todo: aprovechándose del tiroteo general, el chambelán había disparado, no contra el monstruo, sino contra su Rey. ¡Ay, el tímido Jazmín sospechaba la verdad desde hacía algún tiempo, pero no había tenido valor para confesarle todo al Soberano! Esto es, que la varita mágica había sido robada por Salitre, que a Salitre se debían los banquetes en la bodega del palacio embrujado; Salitre había saqueado la Banca; Salitre había organizado el garito; Salitre conspiraba para suprimir a Leoncio y arrebatarle la corona. Hasta el monumento le estaba destinado a él, a Salitre, y no al Rey, que jamás había tenido el hocico tan largo. Pero Jazmín, esperando siempre que el chambelán se traicionase a sí mismo, no había indicado a Leoncio más que el asunto de la timba. Y ahora era ya demasiado tarde.
Con el Rey mortalmente herido a bordo, la navecilla se apresuró hacia la ribera en un inmenso silencio, porque la multitud, petrificada por el dolor, no podía ni siquiera llorar.
Desembarcado en la playa, Leoncio fue llevado al palacio; los médicos acudieron a curarlo, pero no se atrevieron a decir nada. Alguno sólo movía la cabeza, dejando entender que cualquier esperanza parecía perdida.