LA CAÍDA DEL SANTO

Los santos tienen la costumbre de pasearse después de comer por una vasta galería elevada —elevada a miles de años luz—, entre dos paredes de cristal enmarcadas en aluminio. No tiene un techo propiamente dicho. El techo es el cielo de los cielos y nada más. En cualquier caso, ahí arriba no llueve.

En la pared de la izquierda —si se toma esa dirección— se abren numerosos vanos por los que entra el aire inefable del paraíso, una sola bocanada del cual nos sumiría a los desdichados que todavía vivimos en una felicidad imposible de soportar. Por aquí entran también, aunque muy débiles por lo lejanos, los cantos de los beatos, parecidos de alguna forma, sólo para dar una idea, a ciertas canciones campesinas que se oyen en nuestros campos al atardecer y que hacen que se nos encoja el corazón, pero por supuesto millones y millones de veces más bellos.

La pared de la derecha, en cambio, está completamente cerrada. Sin embargo, a través de su límpido vidrio, se puede echar una ojeada al universo que está ahí debajo, gélido y ardiente, con miríadas de galaxias que giran unas sobre otras en perpetuo movimiento. Desde allí se distinguen los astros principales y los secundarios, se ven incluso los planetas y sus respectivos satélites en sus más mínimos detalles; porque la vista de los santos, una vez que han llegado ahí arriba, no tiene límites.

Naturalmente, ninguno de los santos, o casi ninguno, mira hacia este lado. ¿Cómo podrían interesar las cosas del mundo a quienes se han liberado ya para siempre de él? Cuando alguien se hace santo es por algo. Pero si alguno de ellos, en el transcurso de la conversación, se acerca a la cristalera de la derecha y, distraídamente, dirige la mirada hacia ese lado, distinguiendo así las estrellas con todos sus anejos, su acto no llama la atención, ni sorprende o escandaliza a nadie. Todo lo contrario: algunos Padres de la Iglesia aconsejan incluso contemplar la creación como medio para fortalecer la fe.

Así pues, San Hermógenes, esa noche —decimos noche por decir algo, pues allí arriba no existe ni el día ni la noche, sino una inmutable gloria de plenitud y luz—, mientras hablaba con un amigo, se acercó a la cristalera de la derecha y echó un vistazo.

San Hermógenes era un anciano muy distinguido (¿acaso tenía él la culpa de haber nacido en el seno de una familia aristocrática y, antes de que Dios se lo llevara con él, haber vivido como un señor?). Los demás santos le tomaban el pelo benévolamente por el cuidado con que disponía los pliegues de su paradisíaco manto en torno a su etérea figura, con una elegancia que ni Fidias en sus mejores tiempos hubiera soñado. Porque no se vayan a pensar que en el cielo no existen las debilidades humanas, esas benditas debilidades sin las cuales incluso la santidad más alta sería una árida y lastimosa luz de neón.

Como decíamos, Hermógenes, sin ninguna intención, guiñó durante un momento los ojos para volver a ver el lugar de donde había venido, es decir, la desgarrada, rugosa y disoluta Tierra, la vieja casa del hombre. Y, realmente sin quererlo, entre las miles y miles de cosas que hay en la Tierra, vio una habitación.

La habitación, que se encontraba en el corazón de una ciudad, era grande, pero estaba muy desnuda, por la pobreza de la gente que vivía en ella. Del centro del techo colgaba una gran lámpara, bajo cuya luz había ocho jóvenes dispuestos de la siguiente manera: apoyada en el respaldo de un sofá, una chica de unos veinte años muy hermosa y vivaz; en el sofá, dos jóvenes; enfrente de ellos, otros dos de pie, absortos, y en el suelo, acuclillados a sus pies, los tres restantes, dos chicas y un chico. En un desvencijado tocadiscos sonaba un tema de Jerry Mulligan. Uno de los chicos que estaban sentados en el sofá hablaba de sí mismo y divagaba sobre las cosas que haría en el futuro, las cuales le llevarían a hacer otras cosas bellísimas, grandes y puras. Se notaba que era pintor y que hablaba de lo que más le preocupaba a él, exclusivamente a él, pero lo hacía con tanta ilusión, con tanta esperanza y amor que todos los demás, cada uno por su lado, por empatía, pensaban con una apasionada intensidad en sus propios sueños, tal vez ingenuos o insensatos. Por una suerte de hechizo, todos se veían arrastrados y atraídos en ese momento hacia los días y los años venideros, hacia la misteriosa luz que, a esa hora profunda de la noche, brotaba lentamente por detrás del reborde negro de los últimos tejados, la primera luz del alba, del día que estaba por llegar, que llegaría, el grande, el maravilloso destino, que estaba precisamente ahí, esperando.

San Hermógenes sólo echó un vistazo, un pequeño vistazo de nada, pero fue suficiente.

Antes de que San Hermógenes mirara hacia la Tierra, su antigua patria, tenía una expresión… Cuando se volvió de nuevo hacia el amigo con el que estaba hablando, tenía la misma expresión que antes, pero completamente diferente. Si lo hubiera visto uno de nosotros, no habría notado nada, pero su amigo, que era un santo y, por consiguiente, muy sensible a estas cosas, le dijo:

—Hermógenes, ¿qué te ocurre?

—¿A mí? Nada —contestó él, y no mentía, pues no existe ningún santo que mienta, sino que todavía no entendía lo que le había pasado.

Sin embargo, nada más pronunciar esas tres palabras («¿A mí? Nada»), Hermógenes se sintió enormemente infeliz. Los demás le miraron de inmediato, porque los santos notan enseguida cuándo uno de ellos deja de ser bienaventurado.

Tratemos de entender con piedad cristiana lo que ocurría en el interior del santo. ¿Por qué era tan desdichado? ¿Por qué le había sido arrebatado el premio eterno?

Había visto, durante un breve instante, a unos jóvenes, hombres y mujeres, en el umbral de la vida, había reconocido la esperanza terrible de los veinte años que creía haber olvidado, había vuelto a encontrar la fuerza, el ímpetu, el llanto, la desesperación, la inmadura fortaleza de la juventud con todo su inmenso futuro por delante.

Y él estaba ahí arriba, en el Empíreo, donde ya nada era deseable, donde todo era beatitud ese día y al siguiente, siempre la misma beatitud, y también al día siguiente, y al siguiente y al siguiente… Beato hasta el hartazgo, infinitamente, así durante toda la eternidad. Pero…

Pero la juventud ya se había ido. Ya no estaba inquieto, inseguro, impaciente, ansioso, lleno de ilusión, febril, enamorado, loco.

Hermógenes permanecía inmóvil, estaba pálido, sus compañeros se apartaron de él, asustados. Había dejado de ser uno de ellos. Ya no era santo. Era un infeliz. Hermógenes hizo un gesto de desánimo.

Dios, que en ese momento pasaba por allí, lo vio y se paró a hablar con él.

—¿Qué te sucede, viejo Hermógenes? —le preguntó dándole una palmadita en el hombro.

Hermógenes señaló la Tierra con el dedo:

—He mirado ahí abajo, he visto esa habitación… a esos chicos…

—¿No será que has sentido nostalgia de la juventud? —le dijo Dios—. ¿Te gustaría ser uno de ellos?

Hermógenes asintió con la cabeza.

—¿Y por ser uno de ellos renunciarías al paraíso?

Hermógenes volvió a asentir.

—Pero ¿sabes qué es lo que les depara la vida? Sueñan con la gloria y quizá no la conozcan, sueñan con ser ricos y padecerán hambre, sueñan con el amor y serán traicionados, piensan que tendrán una vida muy larga y quizá mañana hayan muerto.

—No importa —dijo Hermógenes—, por ahora pueden esperar cualquier cosa.

—Pero las alegrías que ellos esperan tú ya las posees aquí, Hermógenes, y de una forma ilimitada. Además, tienes la certeza de que nadie te las podrá arrebatar en toda la eternidad. ¿No es absurda tu desesperación?

—Es cierto, Señor, pero ellos —y señaló a los jóvenes desconocidos que se encontraban allí abajo— tienen todo el porvenir por delante, sea bueno o malo, tienen la esperanza, ¿me explico?, la maravillosa esperanza. Mientras que yo… ¿qué esperanza puedo tener yo, si soy un santo, un beato inmerso en la gloria de los cielos?

—Lo sé —dijo el Todopoderoso con cierta melancolía—. Éste es el grave inconveniente que tiene el paraíso: que en él ya no hay esperanza. Por suerte —y sonrió—, entre tantas distracciones, aquí normalmente nadie se da cuenta…

—¿Y entonces? —preguntó San Hermógenes, que había dejado de ser santo.

—¿Te gustaría que volviera a enviarte allí abajo? ¿Quieres volver a empezar desde el principio, con todos los riesgos que eso implica?

—Sí, Señor, perdóname, pero eso es exactamente lo que quiero.

—¿Y si esta vez fracasas? ¿Si la gracia no te sostiene esta vez? ¿Si pierdes tu alma?

—Mala suerte, Señor. Aquí arriba sería para siempre un infeliz.

—Entonces, vete. Pero recuerda, hijo mío, que te esperamos aquí. ¡Vuelve cuando hayas sentado la cabeza!

Y dio un pequeño empujón a Hermógenes, que se precipitó en los espacios y se encontró con veinte años de edad en la misma habitación que los otros ocho chicos, parecido a ellos, con unos pantalones de franela y un jersey y toda suerte de ideas confusas sobre el arte en la cabeza, y angustias, ganas de rebelión, deseos, tristezas y tormentos. ¿Feliz? No, todo lo contrario. Pero en lo más íntimo de su ser había algo bellísimo que no conseguía captar, que era recuerdo y presentimiento al mismo tiempo y que lo llamaba como una luz encendida en el remoto horizonte. Allí estaba la felicidad, la paz del alma, la satisfacción del amor. Esa llamada era la vida y para alcanzarla valía la pena sufrir. ¿Pero llegaría hasta allí alguna vez?

—Si me permitís… —dijo avanzando por la habitación a la vez que les tendía la mano—. Me llamo Hermógenes. Espero que seamos amigos.