El obtuso cineasta estableció dos espacios diferentes, cada
uno de ellos con su propia cadena de signos para llevar adelante el
relato. La historia se desarrolla en el transcurso de una cena. En
la parte superior de la pantalla, es decir, sobre la mesa, suceden
los hechos evidentes, diurnos, racionales. Los personajes dialogan
y se presentan de un modo mundano y superficial. El decorado, el
vestuario, el discurso, el maquillaje y la iluminación son
groseramente naturalistas.
Mientras tanto, en la parte inferior de la pantalla, se nos
presentan unos sucesos oscuros, pasionales, nocturnos, que acaso
desmienten lo que se dice en el distrito superior: las manos del
protagonista acarician las piernas de su cuñada, en el mismo
momento en que el hombre le dice a su esposa que jamás la ha
engañado. Los personajes se mueven guiados por sus impulsos, sus
actos provienen de fuentes irracionales y, en consecuencia, sus
comportamientos son enigmáticos, en franca oposición con la moral
burguesa.
La temporalidad, que al principio de la película está
organizada en forma simultánea en ambos foros, acaba por quebrarse
hasta fluir en diferentes direcciones: debajo de la mesa se ven las
piernas de alguien que todavía no llegó. Hay raccontos que
solamente abarcan la mitad de la pantalla. Cerca del final, la
mitad inferior muestra la infancia de los personajes, con
guardapolvos blancos, pantalones cortos y zapatos "Siete
vidas".
Las marcas de autor de Laszlo Martok aparecen a cada momento,
del modo más desagradable: la sinécdoque, hija de una cámara
torcida, las célebres subjetivas del cameraman, la intertextualidad
con los productos más deleznables de la industria del
espectáculo.
Como es su costumbre, el director repite hasta la saciedad
situaciones que a su criterio ejemplifican la organización estética
de la obra. Finalmente, la dualidad de códigos es percibida no sólo
por los espectadores sino también por los personajes. La joven
adolescente, harta de la hipocresía de las clases dominantes, pide
a su novio que le hable de amor bajo la mesa. Una vez allí, ya sin
que ninguna parte de ellos mismos esté en contacto con el mundo de
las apariencias, los jóvenes hablan el idioma de la verdad o -mejor
dicho- se revuelcan como bestias.
En oposición, cada vez que un personaje trata de sobreponerse
a las gigantescas fuerzas del deseo y el automatismo inconsciente,
se para sobre los platos y saluda el triunfo de la razón recitando
olímpicos teoremas.
En el sorprendente desenlace, el mozo retira la mesa y
desaparecen las fronteras entre la conciencia y la subconciencia.
Los rincones más secretos del alma reciben una luz repentina,
mientras caen abruptamente las máscaras cotidianas de la mentira.
Ante semejante cataclismo, el restaurante se incendia y todos
mueren en un fuego purificador.
La película exhibe algunos recursos de gran sutileza: el
estudiante que formula la misma pregunta dos veces, primero arriba
y después abajo; el extraño efecto del racconto inmediato, donde
los personajes recuerdan lo que acaban de hacer.
Sin embargo, Martok no puede evitar la sospecha de no ser
entendido, una sensación que es proverbial en los malos
directores.
Por ese motivo, el relato se demora en explicaciones
superfluas que hallan su culminación en el discurso que el propio
Martok recita en off al final de la película.
La censura de aquellos años no perdonó algunas audacias y
resolvió prohibir la mitad inferior. La parte de arriba se estrenó
en el cine Ocean y fue un éxito comercial. Quedó una película
diurna, realista, convencional y finita.
El fantasma II El primero de abril me presenté en la plaza de
Devoto con algunos escritos antiguos que el decoro y la vanidad me
habían impedido publicar. El fantasma ya me estaba esperando.
Guardó los papeles en una carpeta, sin mirarlos. Su desinterés me
molestó un poco. – ¿No los va a leer?
–Estarán bien, calculo. Disculpe si le digo que lo único que
me importa es completar las doscientas páginas. – ¿ Usted cree que
lo mandarán al cielo?
–No lo sé. Yo sólo quiero salir de esta situación. Para serle
sincero, no sé cómo es el cielo.
–Se supone que es un establecimiento que produce
agrados.
–Quién sabe. Hay distintas opiniones. Ahí tiene a los
vikings. El paraíso estaba reservado a quienes encontraban la
muerte en el combate. Morir de viejo, o en la cama, era un deshonor
para esta gente.
Al final de cada batalla, las walkirias recorrían el campo y
trasladaban a los muertos al Valhalla. Era un vasto salón techado
de escudos de oro, provisto de quinientas puertas. Cada mañana, los
bienaventurados salían al campo y combatían. Al anochecer, todas
las heridas se curaban, los miembros cercenados volvían a su lugar
y quienes habían sido muertos, resucitaban. Y así día tras día,
perpetuamente. ¿Usted sabe lo que es morir todos los
días?
–Sí.
Adivinanzas Hace muchos siglos, en los tiempos de la dinastía
Sung, andaban por la ciudad de Hang-cheu los inventores de
adivinanzas. Se sabe que todos vestían del mismo color, pero se
discute cuál era ese color. Solían caminar por los jardines que
estaban más allá de las murallas, o por la orilla de los canales, o
por el barrio de los actores.
Todos conocían sus procedimientos: se jugaba por dinero. La
honestidad de estos hombres era proverbial. Jamás se negaban a
pagar cuando alguien daba con la solución de sus enigmas. De entre
todos los artistas ambulantes, los inventores de adivinanzas eran
los preferidos de las muchedumbres. Convocaban más curiosos que los
acróbatas, los amaestradores de peces o los remontadores de
barriletes.
Según se dice, las adivinanzas eran siempre distintas y jamás
volvían a usarse una vez que alguien las resolvía. Los estudiosos
pretenden reconocer distintas técnicas en la formulación de
acertijos. La más usual consistía en la descripción concreta de una
cosa que en lenguaje metafórico resultaba ser otra. El legendario
Wang-li acuñó durante su vida alrededor de setenta mil adivinanzas
obscenas cuya respuesta era siempre la misma.
La preferida del maestro Hsu-t'ang Chih-yu puede escribirse
así:
Tiene patas, pero no es un pez. Tiene dientes, pero no es un
gusano. Es insignificante, pero no es el
emperador.
La respuesta, Li, el vendedor de limones, es imprevisible
pero no inevitable.
Los emperadores solían favorecer a estos ingeniosos
peregrinos instalándolos en la corte. Allí permanecían largos
períodos, disfrutando del lujo y la molicie. Casi todas las mañanas
el emperador se hacía formular una adivinanza. Hay que admitir que
se trataba de una situación delicada, pues un enigma que el
emperador no pudiera resolver trastornaba ciertamente las leyes de
la naturaleza. Para evitar catástrofes, los inventores ideaban
misterios sencillos o -mejor aún- daban por buena cualquier
respuesta imperial. Durante siglos, fue señal de cautela en la
China el contestar una indagatoria con la fórmula: "aquello que al
emperador pluguiere".
El dato más curioso es el que se anota a continuación: cada
vez que alguien adivinaba, los formuladores saltaban de gozo y
daban muestras de la más sincera alegría. No les importaba perder
una moneda, si a cambio recibían el halago de ser comprendidos.
Esta alegría era mayor cuanto más difícil era la
adivinanza.
Aristóteles decía, o se olvidó de decir, que la vida del
entendimiento es la vida más dichosa a la que el hombre puede
aspirar.
Wang-li, en el prólogo del Libro de las Adivinanzas Obscenas,
escribió: "La adivinanza, el enigma, la prueba o el examen no se
proponen dejar afuera al peregrino, sino hacer que entre mejor de
lo que era. La puerta de la nobleza es difícil de abrir, pero se
abre. Sólo las puertas de los tiranos son
inexpugnables".
Con la llegada de los mongoles, la estrella de los inventores
de adivinanzas se fue apagando. Ya en tiempos de decadencia, los
últimos formuladores reducían al mínimo las dificultades: Brillo
redondo soy de tus noches. Algunos enigmas ya venían resueltos:
¿Qué es una cosa que brilla en el cielo y que se llama
Luna?
Según el maestro Yin-yüan Lung-ch'i, todo idioma es una
colección de adivinanzas, ya que las palabras sustituyen a las
cosas y los enigmas son sustituciones. Algunos hablan de la
adivinanza de Tzu-fu. Los maestros del Zen creían que la recompensa
por su adecuada resolución era nada menos que la comprensión cabal
del sentido del universo. Su formulación usual era: Tres, dos, uno,
dime, adivinador, cuál es el sentido del mundo.
Habla Laura Yo que sostuve la agitada trama del verso escrito
al borde del abismo, siempre volví la espalda al
cataclismo.
Yo soy la que no está. La que no te ama.
Yo que alumbré con pertinaz ausencia tu visión de poeta
endemoniado respondí a cada agónico llamado con la misma estelar
indiferencia.
Soy Hidra que venció, fiera salvaje que al héroe despedaza y
atormenta pero recibe a cambio un beso tierno.
Te pregunto: ¿no es cruel el homenaje? ¿No esconde acaso la
mayor afrenta?
Muchas puertas, mi amor, dan al infierno.
La murga del tiempo Un rato antes de admitir la falsedad de
un milagro, los Hombres Sabios se complacen en señalar el carácter
metafórico del prodigio.
Ahora bien, un milagro es la negación de una metáfora. Cuando
decimos que un hombre vuela milagrosamente estamos anulando toda
referencia a la poesía, a la libertad o a la independencia de
costumbres.
La explicación metafórica es una cobardía propia de quienes
no se atreven ni a la fe ni a la incredulidad. Los hechos
milagrosos que a continuación narraremos deben ser reputados
verdaderos o falsos, pero no símbolos de otros hechos. Podrá
objetarse que no existe en el universo objeto alguno que no sea un
símbolo, ni dictamen que no gambetee la refutación presumiendo de
metafórico. En tal caso podremos decir que la objeción misma es
simbólica.
Los vecinos de Flores suelen hablar del Barrio Maldito. Al
parecer, es un distrito de mala suerte donde siempre ocurre lo
desatinado y horrible. Personajes monstruosos garantizan la
perfección de las desgracias: hay allí brujas, demonios, ogros,
dragones, basiliscos y quimeras. Se asegura que nadie sale
vivo.
Espíritus barrocos han ido añadiendo detalles. Una pared de
niebla que rodea la barriada. Un guardián implacable. Una calle
donde no se puede cantar. Se discute asimismo el emplazamiento real
y los límites exactos del Barrio Maldito. Al oeste de la vía todos
juran que queda al este. Los del sur lo suponen en el
norte.
Algunos lo identifican con Parque Chas. Los pedantes
garantizan que el Barrio Maldito está dentro de nosotros mismos,
junto con el demonio, un niño, la persona amada,
etcétera.
Por esas calles funestas anda la Murga del Tiempo, también
llamada Comparsa del Devenir, un grupo de bailarines zaparrastrosos
que se mueven sin la menor gracia. La Murga baila todo el año, sus
apariciones son sorpresivas y su canto es imposible de ser
recordado, ni aun por los mismos cantores, que se ven obligados a
inventar letras nuevas perpetuamente.
Pero la principal cualidad de esta comparsa se escribe así:
si alguien baila con ellos ya no puede dejar de bailar, ni
abandonar la murga. De este modo, el número de sus integrantes
aumenta cada día. Las madres aconsejan a los niños huir ni bien
oigan los bombos y los intimidan con historias espantosas de niños
raptados y condenados a la repetición perpetua de un paso
murguero.
Cada vez que una persona deja de aparecer por los boliches de
Flores, es elegante suponer que ha sido hechizada por la
Murga.
Siendo que quien ve la Murga no puede evitar el baile y
siendo que quien baila no puede dejar de hacerlo, está claro que la
Murga no ha sido vista sino por sus propios integrantes. Esto tiñe
de sospecha todos los testimonios, incluso éste. Sin embargo, la
imposibilidad de cualquier desmentida permite afirmaciones audaces:
las mujeres van desnudas, las carrozas vuelan, los disfraces son
imposibles de quitar, los pomos lanzan Agua de
Olvido.
El polígrafo de Flores Manuel Mandeb juró haber bailado
durante horas con las chicas de la comparsa. Al parecer, un paso
equivocado le permitió escapar. Hombre propenso, en el baile como
en la vida, a salir por el lado opuesto, quedó solo levantando una
pierna hacia el oriente cuando todos marchaban hacia occidente. El
percance le dejó tiempo para pensar y así fue como salió
rajando.
El mismo Mandeb hizo correr un rumor complicadísimo acerca de
la marcha del tiempo en el interior de la Murga. Parece que hay un
núcleo alrededor del cual giran los bailarines y donde suele
caminar el Director. Según Mandeb, allí al tiempo marcha al revés,
en dirección al pasado. Los cigarrillos crecen en los ceniceros.
Las leyendas se transmiten de generación en generación, pero son
los hijos los que las cuentan a los padres. Uno tiene el pelo cada
vez más corto. Las historias de amor empiezan por el
hastío.
Los libertinos salen borrachos de su casa y regresan sobrios
la noche anterior. Mandeb habla también de tiempos que marchan
hacia el costado, con causas sin efecto, o con efectos
pertenecientes a otra serie. También menciona una esquina en donde
el tiempo pasa rápido y los soles del día son como guiños de
luciérnaga.
Si tuviéramos la cobardía de buscar metáforas, muy pronto
diríamos que la Murga es la vida, que todos bailamos en ella, que
no hay modo de escapar a la sucesión, que el canto nunca se repite.
Los agregados de Mandeb podrían interpretarse como contrapuntos de
recuerdo en la melodía principal, y la huida del polígrafo como la
eterna ilusión del hombre concreto de ser artífice de su propio
destino.
Por suerte nos asiste el coraje de descreer de estas leyendas
y no nos cansaremos de pregonar la inexistencia de murgas y
comparsas, con toda la fuerza de nuestra voz, agitando nuestras
matracas, soplando nuestras cornetas y bailando, bailando,
bailando.
Naipes El casamiento entre parientes demasiado cercanos fue
causa de la decadencia de muchas casas reales europeas. A decir
verdad, el número de personas pertenecientes a la alta nobleza fue
siempre más bien reducido. Y a la vuelta de los casamientos y de
las confluencias sanguíneas, casi todos eran parientes entre sí. De
esta suerte, era una ardua cuestión para cualquier príncipe dar con
una esposa adecuada que no fuera, digamos, su tía.
El caso es que esta estrechez de los horizontes conyugales
fue degradando las estirpes y alcanzó a dotar a las naciones de
algunos reyes de histórica estupidez.
Carlos VI de Francia fue, por cierto, el resultado de muchas
generaciones de nobles que no salían de su casa. En verdad no era
idiota sino loco, aunque supo beneficiar a su patria con una total
falta de interés por los asuntos públicos. Por desgracia, ese
interés fue asumido con el mayor entusiasmo por su mujer, Isabel de
Baviera, quien no era ni loca ni estúpida, aunque sí
perversa.
A finales del siglo XIV, el pobre Carlos había dado ya
suficientes muestras de demencia como para ser alejado del
poder.
Estando con su ejército en Le Mans, oyó caer la espada de uno
de sus caballeros y tuvo un ataque de furia de tal naturaleza que
durante una hora estuvo tirando estocadas a lo más selecto de sus
tropas. Mató a cuatro, hirió a una docena, hasta que, por fin, se
le rompió el sable.
Solía tener crisis terribles, durante las cuales no sabía
quién era.
Muchas veces pretendía ser soltero y llamarse Jorge. Recorría
los pasillos bailando en forma grotesca. O llamaba a los guardias
asegurando que lo perseguían para matarlo.
Durante algunos meses prohibió a los cortesanos que se le
acercaran: creía ser de cristal y tenía miedo de que lo rompieran.
Se recubría de frazadas y se movía con extrema
lentitud.
Isabel de Baviera resolvió dejarlo solo y se fue con uno de
sus amantes -el duque de Turena, hermano del rey- al castillo de
Barbette.
Carlos VI quedó solo en la cerrazón de su locura. Nadie lo
atendía. Yacía en medio de sus propias heces, lleno de piojos, las
uñas largas, vestido con harapos que no se cambiaba
nunca.
Pero a Isabel no le bastaba con alejarlo del poder: deseaba
matarlo para que accediera al trono su cuñado y amante. Y como
resultaba riesgoso hacerlo en forma directa, concibió la idea de
hacer que se consumiera de lujuria. Para ello le envió a una joven
muy aparente, Odette de Chamdivert.
Pero a la niña le gustó el rey. Y además de complacerlo en la
cama, lo limpió, lo atendió y lo cuidó
amorosamente.
Odette conocía un juego que los mercaderes habían traído
hacía muy poco del Oriente. Eran unos cartones pintados con figuras
y números. Los árabes llamaban a este juego naib. Odette y Carlos
pasaban las tardes muy entretenidos con esta diversión. El rey
encargó al pintor Gringonieur que le hiciera tres juegos. Pagó por
ellos cincuenta y tres soles. Las barajas se instalaban de este
modo en Occidente. Son -como vemos- mucho más modernas que los
dados, que fueron conocidos por todos los pueblos de la antigüedad
clásica.
Sin embargo hay otras opiniones. Algunos hablan de un libro
escrito por Toth, el dios egipcio con cabeza de ibis. Este libro
sería tan viejo como la humanidad misma y en sus páginas estaba
"aquella cosa de la que se deriva el conocimiento de todas las
demás".
Advertido Toth de la malicia de los hombres, pensó que no
convenía impartirles nociones tan poderosas. Entonces metió el
libro en una caja de oro, que puso luego dentro de otra de plata.
Vinieron después sucesivas cajas de marfil, de cobre, de bronce y
de hierro. Para culminar el procedimiento depositó el ingente
envoltorio en el fondo del Nilo. Algunas láminas del libro cayeron
misteriosamente en poder de Moisés, que al parecer las sacó de
Egipto junto con vasos y adornos de oro.
Merced al examen de esas láminas habría nacido la ciencia de
los cabalistas.
En el siglo XVII, el padre Athanasius Kircher consiguió una
de esas láminas, tal vez en Alejandría. El obtuso jesuíta dijo
haber resuelto a partir de ella el misterio de los jeroglíficos.
Así publicó, dos siglos antes de Champollion, un libro llamado La
lengua egipcia restituida, donde a través de centenares de páginas
se revela el significado de todos los signos, con el milagroso
resultado de no acertar siquiera uno.
La lámina pasó, según dicen, a poder del cardenal Bembo. Pero
tratándose de Kircher, conviene dudar de todo.
Los aficionados a la magia afirman que del libro secreto de
Toth es hijo el tarot egipcio y que el tarot habría dado lugar a
nuestras barajas cotidianas.
De donde podría conjeturarse que la revelación de los
misterios del universo se ha ido degradando con los siglos hasta
dar en el chinchón.
Carreras secretas La teoría según la cual todos los objetos
del universo se influyen mutuamente, aun más allá de la causalidad
y el silogismo, ha sido sostenida por muchas
civilizaciones.
Se sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento
de un anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce
terremotos. El futuro imprime advertencias en las entrañas de las
aves.
La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el
mundo.
Yo, desde chico, he participado -sin admitirlo- de estas
convicciones. Con toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y
preveía unas módicas sanciones para el caso de su incumplimiento.
Antes de acostarme, cerraba las puertas de los roperos, sabiendo
que si no lo hacía debería soportar pesadillas. Bajaba de la cama
con el pie derecho. Evitaba pisar baldosas celestes. Al interrumpir
la lectura, cuidaba de hacerlo en una palabra terminada en
ese.
Los castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero
después empecé a jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las
noches, mi madre moriría; si hablaba con un japonés, quedaría mudo;
si no alcanzaba a tocar las ramas de algunos árboles, dejaría de
caminar para siempre.
Este repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al
llegar mi adolescencia, mi vida transcurría en medio de una
intrincada red de obligaciones y prohibiciones, a menudo
contradictorias.
Todo se hizo más simple -más dramático- cuando descubrí las
carreras secretas.
Describiré sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una
persona de caminar ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a
un punto establecido. Está rigurosamente prohibido
correr.
Antes del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas
y penalidades: si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré
el examen de lingüística.
Durante largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una
ventaja decisiva: mis adversarios no estaban enterados de su
participación y por lo tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve
premios fabulosos. En Constitución, me aseguré vivir más de noventa
años. En la calle Solís, garanticé la prosperidad de mis familiares
y amigos. En el subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré
que Dios existiera.
Tantas victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía
rivales más difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me
prometía eran más horrorosos.
Una tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un
marinero que marchaba unos veinte pasos delante de mí. Me hice el
propósito de alcanzarlo antes de la puerta del
andén.
Con el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del
aburrimiento, resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba.
Una existencia mezquina, si perdía. Y como una compadreada final,
me vacié los bolsillos: aposté el amor de la mujer
deseada.
Apuré la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que
el joven me llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un
familión me cerró el camino y perdí segundos preciosos. Al borde
del ridículo, ensayé el más veloz de los pasos gimnásticos. El
infierno me envió unos changadores en sentido contrario. Después
tuve que eludir a unas colegialas que se divertían empujándose. La
carrera estaba difícil, tuve miedo.
Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del
marinero.
Lo miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y
no estaba dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío
y una determinación que me llenaron de espanto.
En los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos
permiso a los gritos y sin el menor pudor, empujábamos a
cualquiera. Pensé en la mujer que amaba y estuve al borde del
sollozo. En el último instante, cuando ya parecía perdido, una
reserva misteriosa de fortaleza y valor me permitió cruzar la
puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.
Sentí alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis
sueños amorosos empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán
de victoria. Alcé los brazos y miré al cielo. Después, como en un
gesto de cortesía, busqué al marinero. Lo que vi me llenó de
perplejidad. También él festejaba con unos saltitos ridículos. Por
un instante nos miramos y hubo entre nosotros un no expresado
litigio.
Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin
embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una
baldosa.
Entonces dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el
precedimiento legal en esos casos? Desde luego, no me atreví a
consultarlo con el marinero. Me alejé confundido y pensé que pronto
conocería el veredicto. Una vida dichosa, un amor correspondido,
darían fe de mi triunfo. La suerte aciaga, el rechazo terco, me
harían comprender la derrota.
Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella
carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la
desdicha.
La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó
sucesivamente.
Todas las noches pienso en buscar a aquel marinero y
preguntarle cómo lo trata la suerte. Solamente él tiene la
respuesta acerca de la exacta naturaleza de mi destino. Quizá, en
alguna parte, también él me esté buscando.
Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me
han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos
en carreras secretas.
Margaritas Las margaritas tienen -como se sabe- la prodigiosa
facultad de responder a consultas amorosas.
El enamorado curioso debe apoderarse de una margarita
cualquiera. Acto seguido, pensará en aquella persona cuya
disposición deseare conocer. Luego, arrancará los pétalos de la
flor uno a uno.
A cada pétalo corresponderá un dictamen recitado en voz
alta.
Me quiere mucho, para el primero; poquito, para el segundo;
nada en el tercero.
Allí termina la exigua serie de resultados posibles, que
deberá reiniciarse una y otra vez hasta llegar al último pétalo: la
elocución que a éste correspondiere, será la respuesta oracular de
la flor.
Tal respuesta es infalible y señala una inapelable verdad,
salvo que -como sucede con frecuencia- se haya cometido el más
mínimo error en los procedimientos.
Aplicando a este trío de revelaciones las leyes de
divisibilidad, el enamorado metódico podría calcular sus
probabilidades.
Cuando el número de los pétalos es múltiplo de tres, la
respuesta es nada.
Si al número de pétalos le falta uno para llegar a ser
múltiplo de tres, la respuesta es poquito.
Si le sobra uno, la respuesta es mucho.
Algunos pretenden que las respuestas posibles son en realidad
cuatro. Convierten el informe me quiere mucho, en dos respuestas
diferentes:
A) me quiere.
B) mucho.
Esta astucia reduce la posibilidad del nada de un treinta y
tres a un veinticinco por ciento.
Es imposible negar que entre el amor que sienten las personas
y la morfología de estas flores existe un nexo
inconmovible.
Pero admitido el vínculo, no hay acuerdo para explicar su
naturaleza. Examinemos algunas teorías. 1) La flor influye sobre la
persona en quien piensa el consultante: el número de pétalos
impulsa a quien es pensado a amar mucho, poquito o nada al que
deshoja. 2) La persona pensada influye sobre la flor: la margarita
adecúa el número de sus pétalos a la intensidad de los sentimientos
indagados. 3) Todo está escrito y el suplicante elegirá sólo
aquellas margaritas cuyo número de pétalos asegure una respuesta
exacta.
Las margaritas mucho son imposibles para un hombre al que
quieren poquito. 4) Todo es mentira. No hay relación alguna entre
las aparentes respuestas y la realidad. Esta es la opinión de los
Refutadores de Leyendas, quienes sustentan su parecer con
innumerables ejemplos de personas que alentadas por la flor son
rechazadas luego, incluso de mal modo.
Los espíritus leguleyos señalan con insistencia algunos
preceptos jurídicos. · El arrancar o añadir pétalos, saltear
respuestas o alterar su orden invalida la consulta. · Está
prohibida la indagación sucesiva y vana de diferentes
margaritas.
Los cientistas sueñan con que la genética vendrá a resolver
sus problemas sentimentales, creando margaritas que siempre
responderán mucho.
También se ha pensado en la posibilidad de obtener respuestas
más variadas mediante la creación de nuevos dictámenes: hasta decir
basta, bastante, relativamente poco, vaya y pase, casi nada, menos
que nada, ni loco que estuviera.
La fe en las margaritas va empalideciendo en estos días. Los
últimos fieles son tal vez los amantes rechazados, esas personas
que insisten en preguntar lo que ya se les contestó y que se
contentan con las respuestas favorables de flores, brujas y
horóscopos, mientras las mujeres que aman bailan con otros señores
en La Enramada.
Margarita es perla en griego y en latín. Es ojo del día en
inglés y es vegetal indagatorio en todo el mundo. Pasar de largo
ante sus confidencias es un pecado imperdonable.
Las flores, las estrellas, los pájaros: el Universo quiere
hablarnos.
Cada fenómeno de la naturaleza es una señal. Ante esos guiños
cósmicos tenemos la obligación de considerarlos.
Es cierto que nos acompañará la perpetua sensación de que
nunca comprenderemos o de que comprenderemos erróneamente. Pero el
error es preferible a la indiferencia.
Cualquiera sea el mensaje que el cosmos prometa, por terrible
y amenazador que nos pareciere, será mejor que la ausencia de
mensaje. Será mas consolador que una ominosa y absurda indiferencia
de los astros.
Atlas del infierno Enzo Lucione, el predicador, creía que la
intimidación era el mejor recurso para que los pecadores se
arrepintieran. Durante toda su vida había recorrido el barrio de
Flores, casa por casa, anunciando que se venía el fin del mundo,
que el Juicio Final nos iba a agarrar a todos inconfesos y que el
Diablo se estaba frotando las manos.
Era un hombre brutal. Resuelto a defender la causa del bien,
lo hacía sin misericordia. Muchas veces, agotados sus escasos
argumentos, procedía a la conversión de impíos con una pistola
Ballester-Molina que -según Lucione- era más eficaz que la
Biblia.
Lo habían echado del Ejército de Salvación, de los Testigos
de Jehová y de los mormones. Junto a un grupo de amigos aficionados
al tango fundó la secta Los esparos del Ñorse. Todos los sábados
recorrían las milongas y mientras bailaban les murmuraban amenazas
bíblicas a las muchachas, tratando de redimirlas, o en todo caso,
de seducirlas.
Lucione carecía de todo encanto. Su lenguaje era muy limitado
y sus conocimientos casi nulos. Aconsejado por un chofer de
camionetas, resolvió reemplazar sus discursos de compadrito por un
folleto explicativo, cuya redacción encargó al bibliotecario
Vicente Peluffo.
Peluffo, que era ateo, tardó seis años en terminar el
trabajo. En realidad, lo que hizo fue un brevísimo atlas del
Infierno, prolijo, austero, despojado de toda grandilocuencia.
Lucione protestó alegando que las calles que él recorría eran tan
horribles que se necesitaba un Infierno muy riguroso para que los
vecinos no lo sintieran como una mejora. Peluffo prometió
corregirlo, pero nunca lo hizo.
Transcribimos su texto completo.
Descripción del infierno 1) Ubicación Las opiniones son
muchísimas. Los romanos lo situaban bajo el Polo Sur. Gregorio
Magno hablaba de un volcán de las islas Lípari. Otros han señalado
el Etna, o el centro de la Tierra, o las Antípodas, o el Sol, o el
valle de Josafat.
En el Huon de Bordeaux se dice que el infierno es una isla
llamada Moysant. Hugo de Auvernia jura que encontró la puerta del
infierno en el lejano Oriente. Acerca de las puertas, se conocen
varias: el pozo de San Patricio, en una de las islas del lago Derg,
en Irlanda; el fondo de un lago cerca de Pozzuoli; la que se llama
Averno, ubicada en el camino del cabo Tenaro, que fue la que
utilizó Heracles para raptar a Cerbero; en la vecindad de Heraclea
del Ponto, en Trecén; debajo de Jerusalem; en la boca de los
volcanes; en Ceram, una de las islas Molucas. La principal de las
entradas tiene nueve puertas: tres de bronce, tres de acero y tres
de diamante.
En general se coincide en que el Infierno está bajo la
corteza de la Tierra. Los sabios de la Antigüedad creían que bajo
los ínfimos sótanos estaban las raíces del Árbol de la Vida y del
Árbol del Conocimiento, cuyas ramas superiores rozan el Trono del
Señor.
Los griegos decían que bajo el Infierno había otra
instalación aún más profunda: el Tártaro. La distancia entre la
Tierra y el Infierno era la misma que entre el Infierno y el
Tártaro. Esta distancia fue precisada en distintas ocasiones y era
exactamente la longitud recorrida en caída libre por un cuerpo al
cabo de nueve días. Sin embargo, la palabra egea tar se relaciona
siempre con la idea de occidentalidad, así como salma indica la
orientalidad. De este modo tar-tar significaría "muy, muy al
oeste". 2) Extensión El propio Satanás midió una vez el Infierno,
por orden de Cristo, y calculó que desde la puerta hasta el fondo
había 100.000 millas. Resulta extraño que un establecimiento
situado en el interior de la Tierra sea mucho más largo que el
diámetro de ésta.
Otra cuestión aparece: si el Infierno es eterno, la Tierra
también debe serlo.
Pero hay dictámenes en disidencia: Milton no ubica al
Infierno en el centro de la Tierra sino a una distancia tres veces
mayor que la que nos separa del planeta más lejano (unos
990.000.000 de leguas); el jesuíta Cornelio Lapide calcula unos 200
nudos.
El ruso Salzman, que es jugador de dados, conjeturó que un
lugar destinado a desagradar debía ser ante todo chico. Los
reprobos debían estar amontonados unos sobre otros, sin privacidad,
porque la privacidad es también la libertad. Salzman sostenía que
así como en el cielo (o en el amor) el deleite está dado por quien
nos acompaña, en el infierno el principal tormento consiste en la
vecindad de personas poco recomendables. 3) Centros urbanos
Emmanuel Swedenborg, que recorrió prolijamente el cielo y el
infierno, declara que las ciudades terrestres tienen su doble en
las alturas y su triple en el abismo. Existe una Londres celeste y
una Montevideo infernal, para deleite de los bienaventurados
ingleses y para tormento de los reprobos uruguayos. En todo caso,
Swedenborg juraba que la vida de ultratumba no era una condena ni
una recompensa, sino una elección. Los malvados elegían el
infierno. O mejor dicho, el lugar que elegían los malvados se
convertía por esa misma razón en el infierno.
Dante representa la ciudad de Dite, rodeada de fosos
hediondos, torres de fuego y murallas de hierro. San Buenaventura
cree que el infierno es enteramente urbano. Sin embargo,
innumerables cronistas consignan la existencia del continente
helado, al este del Orco. Allí viven las arpías, las hidras, las
gorgonas y las quimeras. Es una región de tempestades perpetuas, de
huracanes y de granizo.
La capital del infierno es Pandemónium, que más que una
ciudad es el castillo y cuartel privado del Diablo. Esta
construcción puede considerarse una criatura, pues responde a las
órdenes de Satán. Con sólo decir una palabra aparecen o desaparecen
habitaciones, se abren o cierran puertas, etc. El Pandemónium
manifiesta el mayor de los lujos, pero también el más tremendo
horror.
Desde sus torres más altas es posible ver todo el
Infierno.
Además de las habitaciones del Principe del Mal, están los
aposentos de los demonios principales: Asmodeo, Abadón, Mammón,
Belial, Leviatán, Mefistófeles, Belcebú, Astaroth. Se trata de
antiguos Serafines y Querubines, que después de la Caída se
convirtieron en ministros y alcahuetes de Satán. '
A pesar de los esfuerzos que se hacen por conservarlo, el
Pandemónium muestra un aspecto bastante ruinoso. Esto sucede en
todas las construcciones del Infierno.
Otros hablan de la Babilonia infernal, perpetuamente
incendiada, recorrida por aguas turbias y cubierta por un cielo de
hierro y bronce. Los vientos son helados o abrasadores. Las plantas
son siempre venenosas y los animales son monstruos cuya razón de
existir es atormentar a los condenados. 4) Hidrografía Hagamos
mención de los principales ríos: ·Cocito: también llamado Río de
los Lamentos, a causa de los lastimeros sonidos que en sus orillas
resuenan. Su corriente es muy fría y se dice que sus aguas no son
otra cosa que las lágrimas de los condenados. Se une con el
Flegetonte, que es el río de las llamas, en una gran cascada de la
que nace el Aqueronte. ·Aqueronte: es el río que atraviesan las
almas para llegar al reino de los muertos. Es un río lento, negro y
profundo, de aguas amargas y orillas imprecisas, cubiertas de
cañaverales. Los romanos lo situaban en las cercanías del Polo Sur.
El barquero Caronte se ocupa de cruzar a las almas hasta la orilla
opuesta del río. Se trata de un viejo horripilante que conduce la
barca, pero no rema.
En verdad, obliga a las mismas almas a hacerlo. Por cada
viaje cobra un óbolo y es por eso que los antiguos sepultaban a los
muertos con una moneda en la boca. Cuando Heracles visitó los
infiernos, le dio una soberana paliza y lo obligó a pasearlo. ·
Leteo: es el río del que bebían los muertos para olvidar su vida
terrestre. Se le llama también Fuente del Olvido. Algunos dicen que
el famoso licor que limpia los ayeres no es otra cosa que agua del
Leteo. Su curso es silencioso y apacible, aunque lleno de
caprichosas sinuosidades. Los condenados procuran inútilmente
mojarse siquiera con una gota de estas aguas para perder en dulce
olvido el sentimiento de todos sus males. Pero jamás lo
logran.
La mismísima Medusa custodia esta corriente. · Estigia: sus
aguas tienen propiedades mágicas. Es el río en el que Tetis
sumergió a su hijo Aquiles para hacerlo
invulnerable.
Los dioses lo usaban para comprometerse por juramento. El
procedimiento usual era el siguiente: Zeus enviaba a Iris a llenar
una jarra, ante la cual se juraba. Si el dios cometía luego
perjurio le esperaba un castigo horroroso. Permanecía un año sin
respiración.
Tampoco podía comer ni beber. Finalizado ese año, quedaba
durante otros nueve al margen de los dioses, sin participar de sus
reuniones y festines.
El río Estigia tiene origen en una fuente de la Arcadia,
cerca de Nonacris, que tal vez quiere decir "nueve precipicios".
Sir James Frazer visitó el lugar en 1895 y explicó la descripción
de Hesíodo, que habla de pilares de plata, observando que durante
el invierno enormes carámbanos cuelgan sobre los
desfiladeros.
La fuente brota de una roca y luego se pierde bajo la tierra.
Sus aguas son venenosas, quiebran el hierro y los metales y no es
posible llenar con ella ninguna vasija o recipiente sin que se
rompa.
Sólo los cascos de los caballos la resisten.
Suele contarse que Alejandro de Macedonia murió envenenado
por esa agua. Sin embargo, Frazer declaró que un análisis químico
había revelado la ausencia de sustancias venenosas. 5) Población La
raza diabólica es muy numerosa. Algunos calculan que llegan a sumar
10.000 billones.
En 1273, el cardenal de Tusculum recibió una revelación
divina, conforme a la cual los demonios serían 133.306.668. La
tradición hebrea hablaba de una cantidad menor: apenas 200, según
el libro de Enoc.
Además de los demonios viven en el Infierno numerosos
monstruos adjuntos que ayudan en las torturas y -por supuesto-los
condenados. El número de estos últimos se obtiene calculando la
cantidad de personas que han muerto desde Adán y restando a la
cifra obtenida la suma de los que han ido al Cielo y al Purgatorio.
6) Decadencia del Infierno El poder del Diablo es limitado. No
puede estar presente mucho tiempo en un lugar. Aparenta belleza,
pero siempre alguna parte de su cuerpo presenta una deformación. Lo
quema el agua bendita. Lo sigue siempre una estela de olor inmundo.
Pero tal vez la peor de sus limitaciones sea la imposibilidad de
ordenar y mantener una estructura tan enorme y compleja como el
Infierno.
Todos están demasiado viejos. Los ministros se han vuelto
perezosos. Los demonios más activos se cansaron ya. Las tentaciones
tienden a la ineficacia. Los pactos diabólicos son cada vez más
escasos. Esto no obedece a la derrota del Mal, sino más bien a su
triunfo. Los hombres se condenan solos, por mera estupidez o
malevolencia, sin que haga falta la intervención demoníaca. Una vez
muertos, tampoco es necesario ocuparse de atormentarlos, pues ellos
mismos cumplen esta tarea con insólita eficacia. De este modo, el
Infierno está lleno de legiones ociosas que vagan entre las llamas
sin saber qué hacer. 7) Ventajas del Infierno Sin caer en el
consuelo insolvente, hay que decir que el condenado puede hallar
alivio a sus dolores merced al poder de adaptación que es
proverbial en la raza humana. Al cabo de mil años ardiendo, uno
empieza a acostumbrarse. Es esencial en un gran dolor su carácter
sorpresivo.
En otro orden de cosas, quien se halla en el abismo no puede
ser amenazado, ya que la amenaza consiste en prometer un
mal.
El mismo razonamiento nos hace advertir que en el Infierno
nadie tiene miedo. Y una cosa más: toda noticia es buena. 8)
Caprichos jurídicos Conviene que los espíritus leguleyos anoten
estas normas extravagantes.
Es posible salir del Infierno, salvo que uno haya comido algo
en él. Después del primer bocado, las puertas se cierran para
siempre.
Los tormentos son perpetuos e incesantes, pero Dios concede
recreos. Tal vez el Día de Navidad.
Una leyenda de finales del siglo IV relata la visita de San
Pablo y el arcángel Miguel al reino de la perdición. Al ver el
sufrimiento de los pecadores rogaron a Dios misericordia. Jesús se
presentó en persona en el Infierno y concedió a todas las almas la
gracia de no sufrir tormento alguno desde la hora nona del sábado
hasta la prima del lunes.
San Pedro Damián cuenta que cerca de Pozzuoli hay unas aguas
pestíferas desde donde surgen unos pájaros espantosos que sólo son
visibles desde la noche del sábado a la mañana del
lunes.
Jamás se alimentan. No es posible cazarlos. Algunos creen que
son almas de condenados que disfrutan del consuelo concedido por
Cristo.
Sin embargo, los ruegos de los santos no deben ser muy
frecuentes: suele afirmarse que los huéspedes del Paraíso hallan
deleite en contemplar el sufrimiento de las almas en el
Averno.
Cualquiera puede imaginar la escena: una morralla de
papanatas celestiales asomada al abismo, burlándose con gritos
chuscos, arrojando porquerías y escupiendo. Abajo, entre las
llamas, los condenados alzan puños como brasas, mientras gritan:
-¡Hijos de puta!
Dios mismo pone fin a la vergonzosa escena, echando a patadas
a la patota de santurrones.
El hombre moderno, ansioso de mediciones exactas, desea saber
qué posibilidades tiene de salvarse. Julián Loriot, célebre orador
del siglo XVII, elaboró estadísticas consultando a un resucitado:
de cada sesenta mil muertos, uno va al Paraíso, tres al purgatorio
y 59.996 almas marchan al Infierno. Juan Crisóstomo calculaba que
no había más de cien elegidos en toda la población de
Constantinopla. Un eremita se le apareció a San Bernardo en su
lecho de muerte y le aseguró que de los treinta mil muertos de
aquel día se salvarían sólo dos.
En cuanto al Juicio Final, debe recordarse que tendrá lugar
en el valle de Josafat, no lejos de Jerusalem, y después de la
resurrección, que habrá puesto a los condenados en posesión de sus
hediondos y deformados cuerpos. Cristo dictará la sentencia en
lengua siriaca.
En 1274, el Concilio de Lyon fundó el purgatorio. Allí van
los que no son malos del todo y pueden beneficiarse con las
oraciones y actos piadosos de los vivos.
Enzo Lucione repartió entre los vecinos el folleto creado por
Peluffo pensando que una amenaza impresa es más eficaz que una
verbal. Sin embargo, la gente siguió pecando.
Los vigilantes, que saben de amenazas, enseñan que el mal
prometido debe parecer inminente. No importa tanto la aspereza de
un castigo como la certeza y proximidad de su ejecución. Los
delincuentes menos dotados sometidos a interrogatorio suelen
confesar sus crímenes sólo para terminar con las presiones y los
cachetazos. No calculan que el precio de ese alivio será una
terrible condena. Las mentes pobres no reaccionan sino ante
peligros inmediatos. El Infierno es lejano y acaso
inexistente.
Agotados los folletos, Lucione abandonó su misión de salvar
almas y se perdió en el olvido.
Saint Germain Textos de distinta índole han sido
hospitalarios con la historia del conde Saint Germain. Su nombre
aparece en archivos oficiales, papeles de Estado e informes
confidenciales de todos los países de Europa.
Pero también lo encontramos en la literatura, a veces con su
propio nombre y otras veces oculto bajo la apariencia de un
personaje de ficción.
Es de lamentar que también se hayan interesado en el conde
toda clase de esoteristas, alquimistas aficionados y vendedores de
elixir.
La interacción de estas tres fuentes produce como resultado
un borroso panorama biográfico en donde la desconfianza y el tedio
llegan antes que el conocimiento.
Puede decirse que nació el 26 de mayo de 1696 y que era hijo
del último soberano de Transilvania, Ferencz II. Poco se sabe de su
vida en esos años. Su padre murió en 1735 y un año después se
produjo la muerte oficial del conde. Pero, como veremos enseguida,
lo más interesante le sucede a Saint Germain después de muerto.
Estuvo en Escocia hasta 1745. Estudió alquimia en Alemania y en
Austria. Tuvo muchos nombres: marqués de Montferrat, conde
Bellamare, caballero Schoenig, caballero Weldon, monsieur de
Surmont, conde Soltikoff.
En 1758, el mariscal Belle Isle lo presenta a la Pompadour y
luego al rey de Francia. En ese momento tenía sesenta y dos años
pero representaba treinta. Era delgado, de mediana estatura y
cabello oscuro.
Algunos dicen que tenía crédito ilimitado en todos los bancos
del mundo y otros sostienen que no usaba bancos ni
banqueros.
Jamás pudo conocerse la verdadera fuente de sus recursos.
Muchas veces fue perseguido por la policía, pero nunca fue
apresado.
Ante la menor dificultad, desaparecía
misteriosamente.
Daba la impresión de haber viajado mucho. Ostentaba un cierto
lujo y lo rodeaba un grupo de fieles sirvientes.
Nadie fue recibido jamás en su casa. Nunca lo vieron comer ni
beber.
Decía haber sido inquilino de cuarenta cuerpos en forma
sucesiva. Fue San José, Cristóbal Colón, Roger Bacon, Francis Bacon
y el Papa Bonifacio V. Relataba su amistad con Cleopatra,
Jesucristo, la reina de Saba, Santa Isabel y Luis
XIV.
A veces confesaba que un líquido especial lo había mantenido
vivo mil años.
Saint Germain era músico y compositor. Tocaba el piano, el
violín y cantaba con registro de barítono. Se le atribuye un aria
bastante mediocre llamada La pérfida inconstancia.
También pintaba y esculpía. Era ambidiestro y hasta podía
escribir con ambas manos a la vez. Hablaba sin acento el inglés,
italiano, portugués, español, francés, griego, latín, árabe,
hebreo, chino, caldeo, sirio y sánscrito. Leía de corrido la
escritura cuneiforme babilónica y los jeroglíficos
egipcios.
A veces entraba en trance profundo y se quedaba duro como una
estatua durante largas horas. Conoció a Cagliostro, pero no
simpatizaron. Volvió a morir en Suecia el 27 de febrero de 1784,
pero no está enterrado en ninguna parte.
Por cierto, esta segunda muerte no le impidió conocer a
Catalina de Rusia en 1785, ser visto en París en 1789 ni pasear por
Roma en 1920.
Sus seguidores le atribuyen la invención del tren y del barco
a vapor, dos bagatelas para alguien que ha sabido completar hazañas
mucho mayores.
El lector razonable hará bien en desconfiar de todos estos
datos, pero no podrá evitar un ingenuo e infantil deseo de que algo
sea cierto. Si Saint Germain pudo vencer a la muerte y al tiempo es
porque, después de todo, la muerte y el tiempo no son
invencibles.
Libros extraños Usando un criterio amplio bien se puede
afirmar que un libro que enseña operaciones mágicas es un libro
mágico. En horas más exigentes pediremos que su mera lectura,
posesión o manipulación opere prodigios.
En este último sentido, la biblioteca resultante es más bien
escasa. Daremos noticia de algunos de sus
volúmenes.
Nicolás Flamel, un alquimista del siglo XIV, da cuenta de un
libro que -según parece- había sido editado en el
infierno.
Para el honrado buscador de extravagancias, los textos
herméticos resultan menos ilustrativos que tediosos. Las obvias
alegorías, las recurrentes sustituciones, las intimidaciones
verbales, casi siempre se quedan en aprontes. El que cita Flamel
era dorado y muy viejo. Las hojas no eran de papel ni de pergamino,
sino de fina corteza de árboles jóvenes. Estaba encuadernado en
cobre y la tapa estaba cubierta de unos caracteres
indescifrables.
Se componía de tres fascículos de siete hojas cada uno, la
séptima hoja de cada fascículo aparecía en blanco, en previsible
metáfora del descanso Divino después de la creación. Los textos,
adornados por bellísimas ilustraciones, estaban escritos en latín
con la más rebuscada caligrafía.
En la portada se leía en grandes letras: "El judío Abraham,
príncipe, sacerdote, levita, astrólogo y filósofo, saluda y bendice
al pueblo judío que la Ira de Dios dispersó por toda la Gaita". El
resto de la página aparecía lleno de horribles maldiciones para
quien osara leer el libro.
Esta truculencia es sospechosa. Cuesta imaginar un texto
creado para no ser leído nunca, aunque yo conozco algunos. Las
maldiciones son énfasis destinados a aumentar la fe del lector, más
que a espantarlo.
Según Flamel, a partir de la tercera hoja se explicaba en
sencillas palabras cómo transformar los metales en oro. Al parecer,
esta revelación tenía por objeto ayudar al pueblo cautivo a pagar
sus impuestos.
Durante ventiún años, el alquimista realizó miles de
experimentos. Lo ayudaba en ellos -y en otros- una joven señora
llamada Perenelle.
El 25 de abril de 1382 a las cinco de la tarde, Nicolás
Flamel transformó una cantidad de mercurio en casi la misma
cantidad de oro. La explicación que dejó de aquel hecho es
perfectamente inútil y figura en otro libro, un libro convencional,
que escribió el propio Flamel y que se llama "Libro de las figuras
jeroglíficas".
Contemos de una vez el verdadero hecho prodigioso que operó
el viejo libro infernal: la maldición se cumplió y Flamel murió
misteriosamente mientras buscaba la receta del arcano que prolonga
la vida, o sea, el elixir de la eterna juventud.
Algunos aseguran, sin embargo, que Flamel no murió. El conde
de Saint Germain decía que en el siglo XVIII era cosa común verlo
caminar por París. Cierto es que el conde de Saint Germain era otro
que bien bailaba después de muerto y sus adeptos aún hoy garantizan
que se halla vivito y coleando.
Del libro fatal no volvieron a tenerse
noticias.
La Sibila de Cumas se presentó en Roma durante el reinado de
Tarquino, el soberbio. Traía nueve colecciones de oráculos
milagrosos. Su propósito era vender estos libros al rey, pero
Tarquino encontró excesivo el precio y no los
quiso.
La Sibila insistió. A cada negativa de Tarquino, quemaba tres
colecciones. Al fin el rey se decidió a comprar las tres últimas y
las depositó en el templo de Júpiter Capitolino.
Durante la república y hasta la época de Augusto, estos
libros fueron tenidos por milagrosos y se los consultaba en caso de
graves dificultades o desgracias. El resultado de estas consultas
era que las calamidades desaparecían como por encanto, salvo cuando
se interpretaban erróneamente las respuestas, cosa que sucedía con
la mayor frecuencia.
Me atrevo a opinar que el prestigio de estos rollos nace del
hecho de haber sobrevivido al fuego.
Es inevitable una cierta devoción por los textos salvados de
una catástrofe, de modo especial cuando los perdidos son
mayoría.
Todos sabemos que las nueve décimas partes de los libros de
la antigüedad están perdidos. Esa circunstancia nos hace venerar a
los que han llegado hasta nosotros, aun cuando nadie nos asegure
que se trata de los más meritorios.
Manuel Mandeb señalaba la posibilidad de una literatura
nacida en ruinas. Es decir, nada se ha perdido, todo fue escrito
así, con párrafos faltantes y mintiendo el extravío de palabras que
nunca fueron escritas. El final de la teoría de Manuel Mandeb
también se extravió.
Dicen que en el barrio de Flores hay dos libros mágicos. Uno
es el libro de la verdad, el otro es el de la
mentira.
El primero contiene toda clase de nociones exactas. Con la
mayor precisión revela el origen del mundo, las fórmulas del arte,
los procedimientos del amor. Quien alcanza a leerlo adquiere unos
convencimientos verdaderos y unos criterios equilibrados y
justos.
Por el contrario, el libro de la mentira sólo consigna
falsedades.
Quien tiene la desdicha de consultarlo se hace con la más
obtusa colección de creencias erróneas.
Un detalle siniestro: el libro de la mentira es falso aun en
su título y pasa por ser el libro de la verdad. De modo que sus
desventurados lectores creen haber consultado el otro libro. Así,
no hay nadie que piense que sus ideas provienen del libro de la
mentira.
Se dice también que las influencias veraces o embusteras de
estos libros van más allá de los meros datos enunciados en los
textos. Al parecer, hasta los pensamientos y episodios más simples
de la vida de los lectores se contaminan en un sentido o en otro.
Para el lector del libro de la verdad no existen demasiados
problemas. Pero el lector del libro de la mentira se convierte en
una criatura de espanto. Los jóvenes creen que son viejos. Los
rechazados se creen admitidos. Los que alguna vez viajaron al
Paraguay piensan que no han ido nunca.
Señalo un matiz: la mentira no siempre es opuesta a la
verdad.
Para mentir el camino del norte no es necesario señalar el
sur. El nor-noreste ya es mentira. La siguiente idea es inevitable.
El universo de la mentira es mucho más grande que el de la verdad.
El libro de la mentira debe tener muchas páginas.
Hablaré de otro libro: el legendario Libro del Olvido. Como
ustedes sabrán, avanzar en su lectura es ir limpiando la mente de
recuerdos. La última página nos deja limpios de ayeres. La leyenda
asegura que el libro tiene un texto cualquiera. Tal vez no es sino
un ejemplar de Los miserables. Pero ese ejemplar, y sólo ése, es en
verdad el Libro del Olvido y el lector no lo sabe y mientras conoce
las desventuras del protagonista se interna en el brumoso país de
la desmemoria.
Sin embargo, no se sabe de nadie que haya completado su
lectura. Desde luego, quienes lo hicieron lo olvidaron. Esta misma
circunstancia impide la localización del libro, cuya apariencia,
estado y ubicación también han sido olvidados.
Algunos dicen que hay más de un Libro del Olvido y que son
muchos los ejemplares mágicos que anulan los recuerdos. Hay también
quienes leen para olvidar una pena y recorren bibliotecas enteras
con la esperanza de hallar el Libro del Olvido. Y finalmente, están
los que se preguntan si todos los libros no serán el Libro del
Olvido, si no es cierto que toda memoria está destinada a borrarse,
que toda pena desaparecerá del peor modo, que somos un relámpago en
la noche eterna.
Tranvía Tal vez fue en Villa Urquiza. Manuel Mandeb venía
vaya a saber de dónde. En cierto momento, al llegar a un empedrado
se encontró con los rieles del antiguo tranvía.
No es posible saber qué silogismos se trenzaron en su
cabeza.
El caso es que se detuvo en una esquina y se puso a
esperar.
Ya era tarde. Pasaron horas. Un paseante curioso se le
acercó.
–Lo veo desorientado ¿Puedo ayudarlo?
–No, gracias. Estoy esperando el tranvía.
El hombre le informó que hacía muchos años que ya no pasaban
tranvías por allí.
–No importa. Esperaré.
Cada tanto se asomaba hasta el medio de la calle y un poco
agachado escudriñaba el horizonte.
A veces caminaba algunos metros por la calle lateral, hasta
que súbitamente volvía corriendo a la esquina, temeroso de que el
tranvía apareciera justo en medio de sus modestas
excursiones.
Más tarde, recordó que en este mundo las cosas se demoran
cuando perciben que son esperadas. Resolvió ejercer el disimulo
mirando en todas direcciones menos en aquella por la que podría
aparecer el tranvía.
Llegó el amanecer. Vecinos madrugadores le sugirieron la
conveniencia de tomar el colectivo 107 pero Mandeb ya había tomado
una decisión.
Durante la mañana, hizo algunas amistades ocasionales. El
tránsito era un poco más denso, lo que lo obligaba a prestar más
atención.
Llegó la tarde y otra vez la noche. En verdad pasaron muchos
días. Por momentos Manuel Mandeb sentía que su fe se quebrantaba.
Muchas veces sintió la tentación de optar por otros medios de
transporte que se le ofrecían seguros, concretos,
convincentes.
Pero él esperaba el tranvía.
Las gentes del lugar le cobraron cierta simpatía y le
convidaban pan y vino. En cierta ocasión fue a comprar cigarrillos
y al volver pensó que tal vez en su ausencia el tranvía había
pasado. Algunas personas le aseguraron que no, pero un hombre que
espera tranvías no confía en nadie.
A veces se engañaba con luces prometedoras que finalmente
eran el desengaño de un camión. A veces sentía que el momento
estaba cerca y hasta llegaba a contar las monedas.
Nadie puede saber cuándo sucedió. Pero una noche, en el fondo
de la calle apareció una luciérnaga. Y luego se oyó un llanto
mecánico. Poco después, amarillo y reluciente, un hermoso tranvía
se detuvo frente a Manuel Mandeb. Desde el interior, un guarda
fantasmagórico lo miró como convidándolo.
Mandeb permaneció quieto unos instantes y luego, sin decir
nada, se alejó caminando lentamente. Un rato más tarde subió en un
taxi y con voz firme ordenó:
–Artigas y Aranguren.
Los Thugs Kali es una diosa compleja. Se la puede nombrar de
distintas maneras: Bhava-Tarini, Durga, Parvati, La Negra, La
Terrible.
Se dice que Agni, el dios del fuego, tiene siete lenguas de
llamas. De estas, la más espantosa se denomina Kali. Pero en
general se entiende que la diosa es la mujer de Siva, el dios de la
disolución y la destrucción, cuyo símbolo es la
linga.
Suele representársela de pie sobre el cuerpo tendido de su
esposo. Lleva un cinto del que cuelgan brazos seccionados. Luce un
collar de calaveras y tiene cuatro manos.
Cierta vez, apareció un demonio que se comía a los hombres a
medida que iban siendo creados. Era tan enorme, que el mar profundo
le llegaba apenas hasta la cintura. Dominaba toda la
tierra.
Kali lo enfrentó. Lo hirió con su espada, pero de cada gota
de sangre surgía un demonio nuevo. La diosa se apresuró entonces a
chupar minuciosamente toda la sangre derramada. Después, con el
sudor de sus brazos creó a unos hombres: los Thugs. Les dio un
pañuelo a cada uno y les indicó que estrangularan a los demonios
sin derramar sangre.
Así el mundo se libró de aquellos diablos
espantosos.
Kali dejó a los Thugs sus pañuelos como distintivo de su
colaboración y les indicó un deber religioso: el asesinato por
estrangulación y sin derramamiento de sangre.
Así explicaban su origen los adeptos de esta secta de
criminales hereditarios que durante ocho siglos anduvieron
descalzos por todos los caminos de la India.
Parece que en los primeros tiempos, la diosa aparecía al
final de las matanzas y se tragaba todos los cadáveres. Durante esa
operación, los asesinos debían permanecer de espaldas, sin mirar.
Pero un día, un novato se atrevió a espiar el banquete de la
diosa.
Kali, herida en su pudor divino, declaró que ya no volvería a
velar por la seguridad de sus fieles y les dejó a ellos la tarea de
ocultar los sacrificios. Así los Thugs padecieron la indiscreción
de los vecinos y más tarde la persecución de las autoridades
inglesas.
Marchaban siempre en cuadrillas de entre quince y doscientos
hombres que juraban valor, sumisión y secreto. Hablaban un idioma
que se ha perdido, el ramasí, y tenían un sistema de señas y gestos
secretos.
Su escalafón presentaba cuatro jerarquías: los Soothas o
Seductores, que atraían a los viajeros con cuentos y canciones; los
Boothoes o Ejecutores, que se encargaban de la estrangulación; los
Iniciados u Hospitalarios, que cavaban las tumbas y los
Purificadores, cuya misión era despojar a los
muertos.
Obedecían a un jefe de distrito, el Jemadar. Los asesinatos
se realizaban con el mayor fanatismo, sin perdón ni piedad. Los
Thugs estaban convencidos de que su salvación dependía de sus
crímenes y creían que las víctimas viajaban a un mundo mejor que
éste.
Eran maestros en el arte de la traición y el disfraz. Con
toda frecuencia, se contrataban como escoltas contra ellos mismos.
En tales casos, acompañaban a los incautos hasta el punto exacto en
donde convenía efectuar la matanza. La ya citada prohibición de
derramar sangre les obligaba a infinitos rodeos y trampas para
dejar a la víctima indefensa. En realidad, Thug significa
engañador.
No todas las personas podían ser asesinadas. Kali protegía a
los orfebres, lavanderas, poetas, músicos, aceiteros, bailarines,
carpinteros, faquires, barrenderos, mutilados y leprosos. También
estaban a salvo los Sikhs, miembros de una comunidad religiosa que
mezclaba el hinduismo con el Islam.
La presencia de uno solo de estos privilegiados en una
caravana salvaba a todos los integrantes, pues era costumbre de los
Thugs el no dejar testigos vivos.
Antes de cada asalto, realizaban el sacrificio de una oveja,
cumplían con las oraciones rituales y esperaban señales. Después de
los asesinatos, había un festín sobre las tumbas, con una sábana
como mantel. Sólo podían participar los que ya habían matado alguna
vez.
A partir de los diez años, se permitía a los niños acompañar
a las partidas. Servían de cebo. A los dieciocho ya podían cometer
crímenes.
En general, solía perdonarse la vida a los chicos para
convertirlos en Thugs. A las niñas las vendían para el ejercicio de
la prostitución. Jamás violaban a las mujeres y mostraban con ellas
una notable cortesía.
Como los asesinatos no siempre eran suficientemente
lucrativos, cada Thug tenía otras ocupaciones. Tratándose de gente
sometida a una estricta moral, cabe suponer que eran padres
afectuosos y vecinos serviciales.
En el siglo XIX aceptaron modernizarse y llegaron a
reemplazar la estrangulación por el envenenamiento. El nuevo y
expeditivo procedimiento dio origen a los Whatoorea, es decir, los
grandes envenenadores ante el señor.
Los ingleses llegaron a creer que todos los años se inmolaban
de treinta mil a cincuenta mil vidas humanas en el altar de la
diosa fatal. El más célebre de los estranguladores, Buhram de
Allahabad mató más de novecientas personas en cuarenta años de
profesión. Otro señor llamado Ramson había alcanzado los
seiscientos ocho asesinatos.
El capitán William Sleeman recibió en 1830 la comisión de
exterminar a los Thugs. Animado por unos inversos entusiasmos,
capturó y decapitó a unos dos mil Thugs por año. Estas matanzas se
efectuaban no en nombre de la diosa Kali, sino en cumplimiento de
la ley.
Otro militar, el capitán Patton, ofreció al gobierno inglés
un informe con la localización de los lugares donde los Thugs
habían estrangulado y sepultado a sus víctimas. Figuraban allí
todas las sepulturas rituales de la provincia de Uda, donde vivían
la mayor parte de los fieles de la diosa Kali.
Cuando eran apresados por los ingleses, los Thugs aceptaban
su suerte con resignación. No temían a la muerte. Algunas veces se
intentaba una rehabilitación, casi siempre de un modo
infructuoso.
Un detalle delicado: la reina Victoria poseía una alfombra
tejida por los Thugs.
Desaparecidos los estranguladores, el mundo moderno ha puesto
otros peligros en sus caminos.
Ante la necesidad vulgar de una moraleja, puedo decir que
siempre es preferible el que mata por despecho al que mata por
ideología. Los meros criminales pueden arrepentirse, los que matan
en nombre de unas convicciones son irredimibles. Un malandra en
menos peligroso que un fanático.
Agencia de aventuras El poeta Jorge Allen tenía por costumbre
emplearse como amanuense en casas de comercio, menos para prosperar
que para asegurarse la vecindad de señoritas de las que se
enamoraba. Allá por sus treinta y tres años consiguió colocarse en
una compañía de seguros en la que trabajaba Susana Ayerbe, una
rubia de amplia pechuga y estrecho criterio que lo había rechazado
en un bailongo. Después de algunos meses de insistencia, Allen se
hizo novio de Susana.
Vencida su terquedad, la rubia perdió su virtud más
estimulante. Pero Allen, como muchos hombres, persistía en amoríos
sin valor por la sola razón de haber perdido mucho tiempo en
concretarlos. Como no se atrevía a admitir que estaba aburrido, se
arrastraba entre lastimosos conflictos cotidianos a los que
procuraba inútilmente disfrazar de tragedias. Sin darse cuenta,
había sido atrapado por los horarios y los escalafones. Llevaba una
vida ordenada, en el peor de los sentidos. A veces, percibía el
rumbo humillante de sus días. Entonces se justificaba hablando del
milagro del amor.
La oficina le permitía además, el placer de ser cruel con una
pobre muchacha que le andaba atrás. Margarita, secretaria sin
novio, tímida y feúcha, jugaba con entusiasmo a la tragedia del
amor imposible. Así transcurrían los días de Jorge
Allen.
Una tarde un hombre lo abordó al salir de la oficina. Era un
individuo dotado de una desagradable simpatía. Dijo llamarse
Gilberto. Se acreditó como vendedor de la Agencia Tritón y le
ofreció al poeta sacarlo del infierno de la vulgaridad. Le habló de
las ventajas de lo incierto.
–Los cobardes pagan para que nada raro les suceda. Contratan
seguros e instalan cerraduras. Yo lo convido a pagar para librarse
de la protección del tedio.
–Dígame qué vende -lo apuró Allen-. Así voy pensando cómo
negarme.
–Vendo aventuras. Vendo recuerdos para su futuro. Por una
módica suma, la agencia que represento hará que su vida se llene de
episodios emocionantes.
Jorge Allen declaró que las aventuras del amor eran las más
fantásticas, que no tenía dinero y que no existían dichas mayores
que la suya. – ¿De dónde saca usted que vengo a ofrecerle dichas?
Deje el optimismo para los timoratos. Yo le estoy vendiendo algo
pernicioso, incompatible con la molicie de la vida mezquina. La
grandeza es preferible a la felicidad. Si usted quiere, puedo
mostrarle nuestros folletos.
Allen lo despidió prometiendo que su amor por la señorita
Susana Ayerbe era al mismo tiempo generador de felicidad y
grandeza.
El vendedor, antes de irse, le dijo que pronto iba a
acercarle unas muestras gratuitas.
Pasó algún tiempo. Una noche, cuando el poeta llegaba a su
casa, unos hombres de traje negro lo obligaron a subir a un auto y
lo llevaron a una especie de casino gigantesco. Allí tuvo que
apostar todo su patrimonio a una baraja. Perdió. Inmediatamente se
le acercó una muchacha y le propuso que se revolcaran sobre una
mesa de ruleta. Allen estaba por aceptar cuando apareció Gilberto,
el vendedor aceitoso, para advertirle que todo aquello no era más
que una mera demostración de los servicios que prestaba la
agencia.
–Esto no es nada, caballero. Con nuestro plan "Ruinas
Gloriosas" usted podrá perder lo que no tiene y pudrirse en una
cárcel turca acusado de estafa.
Jorge Allen juró que lo pensaría y se fue corriendo a ver a
su novia.
Desde entonces no pasaba una semana sin que los empleados de
la agencia se presentaran con una muestra gratis de sus aventuras:
mujeres desnudas escondidas en la heladera, jaurías de perros
enloquecidos, asesinos coreanos que le perdonaban la vida en el
último instante, padres sicilianos que exigían un casamiento
perentorio con una hija deshonrada. Gilberto insistía, pero Allen
no estaba interesado. Comentó el caso con Susana y, mientras
miraban televisión, le aseguró que ella era su más grande
aventura.
Es indispensable decir ahora que Allen odiaba la rutina, los
escalafones y las seguridades. Pero para él, la última de las
mujeres valía más que cualquier convicción. Así, por puro capricho,
se hundía cada vez más en estúpidas intrigas de oficina, en odios
miserables, en delaciones burocráticas.
Manuel Mandeb, Ives Castagnino y el ruso Salzman, sus amigos
del barrio de Flores, trataban de rescatarlo de aquel mundo
vergonzoso para llevarlo por los viejos y nobles caminos de la
holganza, la especulación filosófica, la música y la polifonía
amorosa. Margarita, la feúcha, también hacía su patético esfuerzo
por cambiar el destino.
El poeta apenas si le hablaba alguna vez.
–Margarita… ¿Ha visto a la señorita Susana?
Una tarde de verano, la chica resolvió jugar de una sola vez
sus fichas escasas.
–Señor Allen, usted sólo parece tener ojos para la señorita
Susana.
–Bueno… Sucede que ella y yo… Usted
comprenderá…
–Yo sí comprendo, pero usted no.
Allen sintió el peligro de una confesión, pero invadido por
una maldad forastera, la alentó.
–Explíqueme entonces.
Margarita empezó a hablar de alguien que oculto en las
sombras esperaba. De alguien que velaba en secreto. De alguien que
se reservaba deseos ardorosos. En resumen, hizo una explícita
declaración fingidamente embozada.
Por suerte, en el mejor momento se presentó la mismísima
Susana acompañando al señor Gilberto. Allen los hizo pasar
inmediatamente a su escritorio.
El vendedor aceitoso se peinó las cejas con
saliva.
–Señor Allen, he sabido que nuestros empleados le han
acercado algunas pequeñas muestras. Ahora ya conoce el poder de
Tritón. Le traje unos formularios por si desea firmar
ya.
–Lo siento, creo que no firmaré.
Gilberto manifestó una cósmica sorpresa ante el inexplicable
rechazo de un destino extravagante. El poeta lo frenó en
seco.
–Yo ya tengo mi propia aventura… O mejor dicho, nuestra
propia aventura. ¿No es cierto, Susana?
–No exactamente -dijo la rubia y bajó la
vista.
Gilberto borró por un momento su sonrisa.
–No sé cómo decírselo, señor Allen, pero la señorita Susana
fue parte de una de nuestras demostraciones.
Allen no podía creerlo. – ¿Muestra gratis? ¿El más grande
amor de mi vida una muestra gratis? Por favor, díganme que todo
esto es una broma.
Gilberto aseguró que la Agencia de Aventuras Tritón procedía
siempre con seriedad proverbial.
Entonces el poeta empezó a maldecir en voz alta del modo más
soez. Después de pegar algunos golpes sobre el escritorio, declaró
que no quería saber más nada de aventuras, de vendedores, ni de
putas de cuatro pesos.
Sin perder la calma, Gilberto habló con acento de
profeta.
–Señor Allen, nadie, absolutamente nadie puede dejar de
contratar nuestros servicios. Todo lo que sucede en el mundo es
obra nuestra. Si nosotros no existiéramos la historia permanecería
inmóvil… Nadie amaría… nadie moriría… Decídase. ¿Qué plan
quiere?
Susana Ayerbe se creyó en el caso de
intervenir.
–Podría ser nuestro plan ejecutivo: países exóticos, premios,
distinciones, honores.
Allen la fulminó con la mirada.
–Muéstreme lo más barato que tenga.
Gilberto sacó un formulario.
–Acertada elección. Si bien se mira, todas las aventuras son
iguales: vivir sin esperar mucho y un día morirse. Son treinta
pesos ;
Allen firmó, pagó con billetes arrugados y adoptando un aire
digno llamó a Margarita.
–Hágame el favor… Acompañe al señor Gilberto hasta la puerta.
La señorita Susana creo que sale con él. Ah, otra cosa, Margarita…
hoy cenaremos juntos. Usted tiene razón: a veces no nos damos
cuenta de los afectos que tenemos cerca.
Gilberto intervino rápidamente.
–No se gaste, mi amigo. Margarita es también una de nuestras
demostraciones.
Jorge Allen renunció a la oficina y arrastró sus penas por
mejores rumbos. En el barrio de Flores, algunos empezaron a creer
en la existencia de una empresa que vendía aventuras y que era el
motor del mundo. Otros prefirieron pensar en una sencilla estafa de
treinta pesos.
El fantasma III Durante todos aquellos meses trabajé como
nunca. La esperanza de conseguir la flor prodigiosa me había
devuelto la energía. En agosto, el fantasma me preguntó por la
Mujer Más Amada. – ¿La ha visto últimamente?
–Muy poco. Me han dicho que sale con un hombre vulgar y que
se esfuerza por merecerlo.
El espectro sonrió con discreción y empezó a hablarme del
paraíso musulmán.
–Por el Profeta sabemos que hay siete cielos. El primero es
de plata y las estrellas cuelgan de la bóveda sostenidas por
cadenas de oro.
El segundo cielo es de acero bruñido y Mahoma pudo conversar
allí con Noé.
El tercero está hecho de piedras preciosas. Allí está el
ángel de la muerte. Se trata de una criatura enorme. Sus ojos están
separados por setenta mil jornadas de camino. Se ocupa de mantener
al día un libro en el cual se anotan los nombres de quienes nacen y
se borran los de quienes mueren.
El cuarto cielo es de plata fina. Un ángel, cuya altura es de
quinientos días de camino, derrama ríos de lágrimas causadas, sin
duda, por la maldad de los hombres.
En el quinto cielo, que es de oro, vive el ángel de la
venganza, cuyo aspecto es adecuadamente horroroso.
El fantasma se puso de pie. Yo miraba la flor
milagrosa.
–El sexto cielo es de piedra transparente. El ángel que
atiende allí es mitad de nieve y mitad de fuego. Al parecer, se
ocupa de tareas de vigilancia.
En el séptimo cielo Mahoma se encontró con una criatura
angélica de increíble dimensión. Era más grande que la tierra.
Tenía 70.000 cabezas. En cada una de ellas había 70.000 bocas y
cada boca hablaba 70.000 lenguas que cantaban la gloria de
Dios.
Yo me atreví a objetar que el número de idiomas que
presuponía esa cosmología era 70.000 al cubo, lo que implicaba
suponer que había más lenguajes que criaturas parlantes. El
espectro ni se mosqueó.
–A la derecha del trono divino crece el árbol Cedrat. Sus
ramas son más extensas que el espacio que separa el sol de la
tierra. Multitud de ángeles se recrean a su sombra y unos pájaros
inmortales repiten versículos del Corán.
Sus frutos son suaves y dulces. Uno solo de ellos podría
alimentar a todos los seres vivientes.
De sus semillas provienen las Huríes, unas jóvenes de altos
senos, destinadas a complacer a los creyentes. Se dice que su
virginidad se restaura después de cada acto amoroso. Otros
sostienen que una sola gota de su saliva podría endulzar el agua
del mar.
Por un instante, me pareció verlo suspendido en el
aire.
–Hay también otro árbol que tiene tantas hojas como
habitantes hay en el mundo. En cada una de ellas hay escrito un
nombre. En la noche del Kadir el árbol se agita y caen algunas
hojas. Las personas cuyos nombres estén escritos en tales hojas
morirán durante el siguiente año.
Un detalle más: en el paraíso islámico todos visten de verde.
– ¿Qué sucede con los enamorados rechazados?¿Alcanzan su amor en el
cielo?
El fantasma pensó un poco y luego murmuró:
–No lo creo.
Tratado de música y afines Es el título con que se conoce el
método de enseñanza musical elaborado por Ives Castagnino. La obra
debió tener una extensión desmesurada. Lo que hoy conocemos de ella
es, seguramente, menos de la mitad.
El hallazgo del manuscrito es mérito de Manuel Mandeb, como
también es suya la culpa del extravío de numerosos
capítulos.
Se sospecha que muchos fragmentos de importancia decisiva han
sido utilizados por el polígrafo de Flores para encender la estufa,
para realizar anotaciones del juego del chinchón, o para transmitir
instrucciones al sifonero.
El libro comienza con una serie de amenazas destinadas a
disuadir a los aspirantes, señalando las innumerables dificultades
y las nulas alegrías que el estudio de la música depara.
Transcribimos algunos párrafos: · Capítulo I "Nociones
Preliminares"
Es necesario evitar que el arte caiga en manos de los
canallas. No hay peor desgracia para la humanidad que un artista
perverso. Yo he conocido a algunos de ellos. Poseen la técnica y
los secretos de la música. Son diestros, pero la maldad contamina
toda su obra. Observe el alumno lo que voy a señalarle: la obra no
puede ser mejor que el artista. Nuestros valsecitos se nos parecen.
Una milonga tocada por un canalla es siempre canallesca, por más
acordes que tuviere. · Capítulo XV "Afinación de la
Guitarra"
Tómese la guitarra y afínesela del siguiente modo: la primera
cuerda será un mi, la segunda, un si y luego un sol, un re, un la y
un mi.
Ahora deje la guitarra y salga a la calle. Empiece a mirar
las cosas que suceden y trate de hallar un significado o una
emoción en ellas. Hágase contar algunas historias del pasado.
Después, enamórese. Incurra en ilusiones, padezca desengaños. Si se
actúa con paciencia, no tardará en llegar la soledad y la
melancolía. No se apresure. Al principio será un poco difícil, pero
al cabo de un número indeterminado de años, se estará en
condiciones de pasar al ejercicio siguiente. · Capitulo XVI
"Ejercicio Siguiente"
Cumplido el ejercicio anterior, vuelva donde dejó la
guitarra, revise la afinación y con los dedos índice y mayor toque
las cuerdas al aire hasta que se pudra. · Capítulo V "Teoría de la
Música" a)¿Qué es música?
Música es el arte de combinar los sonidos. Bueno, algunos
sonidos.
Si usted combina el ladrido de un perro con el estruendo de
una apisonadora de tierra, el resultado no tendrá mucho que ver con
la música.
Alguien podría interpretar la definición del comienzo según
un criterio restringido y protestar que los sonidos mentados deben
ser notas musicales. Música es el arte de combinar notas: veamos.
Combinemos las notas do, mi, do, do, re, re, mi. Hemos quedado en
las puertas mismas de "Sobre el puente de Avignon". Pues bien, eso
no es música. b)¿Qué es ritmo?
Son sonidos que ocurren a intervalos regulares. El alumno
pensará: "tocar el timbre de una casa todos los domingos es ritmo".
"Quizá", es mi respuesta.
Haga el siguiente ejercicio. Tome un palo y comience a
golpearlo sobre una mesa a intervalos regulares. "¿Estoy haciendo
ritmo?", se pregunta el alumno mientras pega ferozmente.
Quizá.
El método de Castagnino es arbitrario. Aspectos sin mayor
importancia son examinados con insoportable minuciosidad. Y hay
-por el contrario- puntos fundamentales que apenas se rozan. El
sencillo concepto del silencio le demanda al autor noventa y dos
carillas, asoladas de salvedades, arrepentimientos y
contradicciones. En cambio, no es posible encontrar sobre el arte
de la fuga otra cosa que una llamada en la página 15 que nos remite
a la página 69. Desde allí se nos envía a la página 806, donde
encontramos la indicación de regresar a la página
15.
Los estados de ánimo de Castagnino influyen poderosamente en
sus explicaciones. El capítulo XXIV es repetido seis veces, por
sospechar el autor que los lectores no lo han entendido. En la
página 1040 hallamos una amarga queja en la que se expresa la
sensación de la inutilidad de todo trabajo didáctico, para
desembocar inmediatamente en el relato de un episodio sentimental
con una alumna.
El tratado no sirve evidentemente para aprender música. Pero
nos permite conocer los extravagantes pensamientos de Castagnino. ·
Capítulo CXVI "Inexistencia del Melómano"
Casi todas las personas garantizan, al ser interrogadas, su
gusto por la música. Resulta muy difícil, por no decir imposible,
dar con alguien que aborrezca cualquier expresión musical. Sin
embargo, me atrevo a asegurar al alumno que la humanidad miente. La
música no le gusta a casi nadie. Lo que en verdad gusta es aquello
de lo que suele venir acompañada, las atracciones anexas de las que
se vale para cautivar a las muchedumbres.
Estamos hablando de las luces que iluminan a los cantantes,
de los trajes que éstos usan, de su apariencia seductora. Estamos
hablando del efecto hipnótico del baile y de cualquier repetición
de movimientos. Estamos hablando de las letras de las canciones, de
la doctrina que suele acompañar a los géneros, de su simbolismo
político. Estamos hablando de las mujeres que es posible conocer en
los conciertos, de la fama que consiguen los que cantan, de los
escándalos que protagonizan, del deseo que surge en nosotros de
irnos a la cama con una estrella. Pues bien, son estas cosas y no
la música lo que la gente ama.
Los maestros suelen enseñarnos a disfrutar de las grandes
obras explicando el significado de ciertos efectos musicales. Esas
notas graves en mitad de la Polonesa son en verdad los soldados
rusos. En la obertura 1812, algunos críticos ven un parte de guerra
de la batalla de Borodino. El tango El amanecer está lleno de
violines que imitan a los pajaritos. Tengo malas noticias, la
música no consiste en relatos ruidosos. La música no alude a nada.
Puede existir aun sin el Universo, no necesita nombrarlo ni
dibujarlo. Puede existir sin espacio (¿quién puede señalar el
costado izquierdo de un vals?). En realidad, sólo necesita
tiempo.
Adivino que el alumno lector ya se habrá puesto a la
defensiva y pretenderá ocupar un lugar entre los escasísimos
melómanos que existen. ¡No mienta, alumno! A usted tampoco le
importa la música. Me imagino que el despecho habrá de despertar en
el discípulo el deseo de acusar al autor de estas líneas de
pertenecer él también a la oceánica legión de indiferentes. Pues es
verdad, no me importa la música.
Amo, eso sí, el dulce llanto que me provoca. Los delicados
razonamientos que me inspira. Amo la forma en que rima con mi
tristeza.
Amo la hermandad de los acordes y el aparente litigio entre
escalas simultáneas. Amo leer como cartas de amigos muertos las
antiguas partituras. Estas cosas, claro, no son la
música.
–Capítulo XXX "De la velocidad"
Las personas poco avisadas dan en creer que los mejores
músicos son también los más veloces. Esta misma idea es mantenida
por algunos músicos, quienes pasan la vida adiestrándose para tocar
ligerito. Personalmente detesto la acrobacia musical. Sin embargo,
el alumno deberá someterse a los más arduos rigores durante su
aprendizaje. Y así ensayará complicadísimas escalas y arpegios, que
después no tocará nunca.
El Tratado de Música y Afines no se publicó nunca. Es posible
que Ives Castagnino haya copiado algunos capítulos para sus
alumnos. En el original que llegó hasta nosotros, el texto se
interrumpe bruscamente (no se sabe si por culpa de Castagnino o de
Mandeb) en la página 2.159. La última entrada es sencilla y
pintoresca. · Capítulo DXI "De los Adornos"
Los adornos son como firuletes que tiene la
música.
Olores El pintor Lucio Cantini tenía la fuerte sensación de
ser un artista marginal, inadaptado, beligerante y rebelde. Según
sus vecinos de la calle Álvarez Jonte, Cantini se esforzaba en
resaltar estas fogosidades de su temperamento para ocultar en la
penumbra del segundo plano la torpeza innegable de su
técnica.
Cada vez que alguien le hacía notar sus chambonadas, Cantini
protestaba que esa era su manera de oponerse a un Universo cruel e
injusto.
Junto a otros artistas, tan chucaros como él, organizaba unas
animadas exposiciones en un club de la calle San Blas. Los vecinos,
amantes quizá de formas pictóricas más clásicas, solían arrojar
cohetes y buscapiés en medio de las muestras. Su exposición Pintura
Especular le concedió un efímero renombre.
Los cuadros eran en realidad espejos. De este modo, cada
persona veía una obra distinta. Esto puede explicar las
sustanciales diferencias de opinión que los cuadros suscitaron.
Allí donde el autor veía un autorretrato, los críticos se
obstinaban en ver un crítico.
Pero el genio de Cantini alcanzó máxima expresión en la
famosa Exposición de Olores en 1965.
El artista colocó, en distintos rincones del salón,
sustancias que producían olores de toda índole.
Cerca de la puerta, una fragancia de rosas. Más allá, el
hedor de los basurales. En el fondo, un exótico aroma de maderas de
Oriente. A la izquierda, la fetidez de un perro
mojado.
La interpretación y evaluación de estas creaciones no era
cosa fácil.
Los espectadores no sabían cuándo la influencia de una obra
era reemplazada por otra, para no hablar de la fragancia aportada
por ellos mismos.
Algunos críticos progresistas objetaron el carácter realista
e ingenuo de la exposición. Pedían la aparición de olores no
convencionales: el olor de la angustia, el olor de la sabiduría, el
perfume de la perplejidad. Cantini reaccionó y fue mucho más lejos:
generó aromas abstractos, no alusivos. Olores puros sin causa
aparente. Pero el público insistía en hallar semejanzas con los
olores vulgares de la vida cotidiana.
Un hecho notable: la exposición iba modificándose con los
días y se hacía cada vez más ostensible y más fuerte. Por otra
parte, las obras expuestas iban perdiendo sus diferencias,
coincidiendo en un general olor a podrido.
Los vecinos intolerantes que antes mencionábamos entraron una
noche e incendiaron la Exposición de Olores, pretextando defender
el honor de sus familias.
Lucio Cantini, borracho y un poco chamuscado, gritaba
enloquecido, mientras caminaba entre las llamas y aspiraba las
humaredas, que aquel último olor era la coronación purificadera de
un hecho artístico que había sido al mismo tiempo efímero e
inmortal.
Venganza I El rey Francisco I de Francia era un soberano muy
galante. Los cronistas de la época aseguran que solía ejercitar su
vigor hasta ocho veces en un día. Entre tantas queridas como tuvo
figuraba la esposa de un abogado llamado Jean Feron. Usualmente,
los esposos de las amantes del rey se mostraban complacientes y tal
actitud era bien recompensada.
Pero Feron enloqueció de celos y resolvió vengarse de su
mujer y de Francisco. Para ello empezó a frecuentar los burdeles
tratando de contagiarse la sífilis. Era su propósito infectar a su
esposa para que ésta contagiase luego al rey.
Algunos historiadores opinan que lo logró. Efectivamente,
Francisco I fue uno de los sifilíticos más célebres de Europa, y en
general suele creerse que murió a causa de esa enfermedad. Sin
embargo, los médicos que le hicieron la autopsia hallaron un abceso
en su estómago, los riñones deshechos y las entrañas podridas. Por
otra parte, el diario íntimo de su madre, Luisa de Saboya, nos
revela que Francisco había contraído el mal de Ñapóles en 1512,
mucho antes de conocer a la mujer de Feron.
No sabemos si el abogado llegó a conocer la inutilidad de sus
procedimientos. Algunos consideran que hubo aquí una segunda y
definitiva venganza, ejercida previsiblemente por el
destino.
Otros, como Manuel Mandeb, opinan redondamente que la
venganza amorosa es una institución inútil. Dice Mandeb: "El
enamoramiento genera inferioridad. El amado ejerce un dominio, un
poder sobre el amador. Es ese poder el que lo capacita para causar
daño. Suele suceder que algunos actos del que domina lastiman al
dominado. Los reclamos y argumentos legales son generalmente
desoídos por el poderoso. Y es allí donde el herido siente deseos
de vengarse. Pero las mismas circunstancias que lo empujan a la
venganza son las que le impiden concretarla. Para vengarse de
alguien hay que ejercer un poder. Muchas veces el amante despechado
aguarda largos años un cambio en la situación, una modificación en
los sentimientos del otro, y en los propios, que le permita
situarse en una posición ventajosa. Si esto ocurre, si el dominado
pasa a ser dominador, la venganza es posible. Pero entonces ya no
es deseada."
Es decir, uno desea vengarse cuando no puede y cuando puede
no lo desea. Por lo tanto, la venganza amorosa es
imposible.
Venganza II El actor y dramaturgo Enrique Argenti solía
representar una obra que él mismo había escrito y que narraba la
historia de un hombre que se vengaba de sí mismo. El comienzo era
un lugar común de los relatos psicológicos: el protagonista odia su
propia conducta y trata de castigarse.
Una noche, víctima de espantosos remordimientos, el individuo
se rompe una botella en la cabeza y se desmaya.
Ya recuperado, da en pensar que el castigo que se propinó fue
excesivo e injusto. Como se trata de un ser vengativo, resuelve
devolverse el golpe y se da una puñalada en el
costado.
Las venganzas sucesivas y crecientes prosiguen durante toda
la obra. El hombre es al mismo tiempo Montesco y Capuleto. Y no hay
en su compleja psique ni un solo personaje conciliador que ponga
fin a las ofensas. Naturalmente, como toda cadena de venganzas, la
historia termina con la muerte del protagonista, o mejor dicho, de
los protagonistas.
Fuentes de la juventud Envejecer es, antes que nada, injusto.
Y el hombre noble no se resigna jamás ante la
injusticia.
Varones eminentísimos han luchado contra el tiempo. El
carácter inevitable de la derrota sólo desalienta a los
cobardes.
A través de los siglos, se ha buscado la Fuente de la
Juventud, que es también fuente de justicia y reparación para
quienes han sufrido las consecuencias de un Universo mal
hecho.
Los dioses del Olimpo renovaban su vigor con el néctar y la
ambrosía.
El néctar es un licor dorado y transparente, que no
emborracha pero inspira al bebedor maravillosas canciones, poesías,
ideas y palabras inteligentes.
La ambrosía es una sustancia parecida a la tarta de queso. Su
nombre tal vez proviene de a brotas, que en griego significa "no
mortal".
Los dioses escandinavos lograban beneficios parecidos gracias
a las Manzanas Doradas de la Juventud. La diosa Idunn las llevaba
siempre consigo preservándolas de los extraños.
En una ocasión, el gigante Thiazi capturó a Loki, el más
traicionero de los dioses, y lo utilizó para atraer a Idunn y sus
manzanas hasta su cabana. Idunn cayó en poder del gigante y los
dioses del Asgard empezaron a envejecer y a debilitarse.
Finalmente, el mismo Loki rescató a Idunn convirtiéndola en una
nuez y transportándola por los aires.
Entre los dioses chinos, la inmortalidad proviene de unos
duraznos que crecen en el jardín de Hsi Wang Mu, reina del oeste
del continente llamado Kun-lun. Su esposo es Tung Wang Kung, rey
del este. Ella es el yang y él es el ying.
El Kun-lun es uno de los diez continentes de la cosmología
taoísta. Tiene nueve pisos. Quien logra escalarlos llega a las
puertas del cielo. Bajo la tierra también tiene nueve pisos, que
conducen al infierno. Los estanques de la región son alimentados
por un agua amarilla, que proviene de tres fuentes escarpadas:
bebiendo de la primera, llamada fresca brisa, uno se hace inmortal.
Si se escala la segunda, doblemente alta, que lleva el nombre de
jardín colgante, se convierte uno en un espíritu dotado de poderes
mágicos. Escalando la tercera, doblemente más alta que la anterior
y que se conoce como vergel, puede uno desde allí ascender al cielo
y convertirse en un espíritu divino.
El jardín de la reina está alrededor de un espléndido palacio
y allí pasan el tiempo los inmortales, en un interminable ciclo de
juegos, fiestas y pasatiempos. De vez en cuando Hsi Wang Mu aumenta
el número de inmortales regalando un durazno a algún humano
meritorio. Estos obsequios son raros y en realidad los duraznos
maduran sólo una vez cada seis mil años.
También se habla de tres islas de la inmortalidad. Son
Fangchang, Peng-lai y Ying-chou. La primera se encuentra
precisamente en la mitad del mar oriental. Sus costas forman un
cuadrado de cinco mil millas de lado. Hay palacios de oro, jade y
cristal. Hay también dragones. Los inmortales que no quieren
remontarse al cielo, se dirigen a la isla y reciben el documento de
vida primordial. Hay varios cientos de miles de inmortales. Todos
montan en grullas. Pueden sojuzgar demonios y hacerse invisibles.
Mantienen siempre un aspecto juvenil, laboran los campos y cultivan
la hierba de la inmortalidad.
En Peng-lai, crece el hongo de la inmortalidad, en busca del
cual partieron muchas expediciones. Se trata de una isla donde
crecen árboles de piedras y coral. Los habitantes son hadas e
inmortales voladores. El emperador Si-huan-ti la buscó
infructuosamente.
Los taoístas desarrollaron innumerables ejercicios físicos y
espirituales para mantenerse jóvenes eternamente. Ancianos y
muertos que han practicado estos ejercicios desmienten su
eficacia.
En 1356, el viajero Jean de Mandeville escribió acerca de
unas aguas milagrosas. Las situaba junto a una montaña y cerca de
la ciudad llamada Polombe. La fuente curaba y rejuvenecía.
Mandeville aseguraba haber bebido de ella por tres
veces.
Dos siglos antes, Federico Barbarroja, el Papa, y otros reyes
europeos, recibieron cartas del Preste Juan, el legendario
emperador cristiano del Asia. Como se sabe, este príncipe inmortal
gobernaba una tierra mágica y poseía anillos que lo hacían
invisible, piedras que le permitían vivir bajo el agua y talismanes
maravillosos gracias a los cuales podía decidir el devenir de la
historia.
En aquellas cartas, el Preste Juan hablaba de dos fuentes de
la eterna juventud: la primera volvía a los ancianos a la
adolescencia. La segunda, menos asombrosa, se limitaba a mantener
jóvenes a quienes lo eran todavía. El sabor de las aguas era dulce
y oloroso, pero a nadie le importaba.
El Preste Juan tuvo la intención de marchar al oeste para
ayudar a los cristianos en las cruzadas y para aliviar los
sufrimientos de Europa con sus maravillas. Al frente de un pequeño
ejército comenzó su viaje cuando Edessa cayó en manos del Islam. Al
llegar a orillas del Tigris, comprendió que no podría cruzarlo, por
falta de barcos. Se dirigió al norte, donde, según le habían dicho,
el río se helaba en invierno. Esperó durante años un hielo que
nunca llegó. Despareja dotación la de este hombre que desandaba las
edades pero no podía cruzar un río.
Las últimas noticias del Preste Juan las recibió Carlos V en
1530. Pero eran otras épocas y nadie estaba interesado en perseguir
fantasmas, con un mundo por descubrir.
En ese mundo, en América, también existían leyendas. En la
región del Orinoco crecía el Guayacán, también llamado árbol de la
inmortalidad. Los nativos hacían vasos con su madera y el agua con
que los llenaban se volvía azul. Se decía que este líquido era un
elixir de la juventud. No lejos de allí veneraban un árbol que
actualmente se llama palmera Moriche y a la que los indios llamaban
el árbol de la vida. Creían que de ese árbol había renacido el
género humano tras un gran diluvio.
Pedro Mártir de Anglería hablaba de la isla de Boyacá,
también llamada Ananeo, situada a 325 leguas de La Española. Esta
isla tenía su propia fuente.
Ponce de León, gobernador de Puerto Rico, oyó hablar a los
indios de Cuba de una fuente que estaba en la isla de
Bímini.
Después de obtener el permiso del rey para explorarla, partió
con tres naves desde el puerto de San Germán. No encontró la
fuente, pero el 2 de abril de 1513 descubrió la península de La
Florida. Ponce de León creyó que era una isla y la recorrió
prolijamente, bebiendo de todos sus charcos, bañándose en todos sus
ríos, chapoteando en todos sus pantanos. Finalmente, se topó con
unos indios que le atravesaron la pierna con una flecha. Apenas si
le quedó tiempo para llegar a Cuba, donde murió.
Quince años más tarde, don Panfilo de Narváez, el enemigo de
Cortés, organizó una nueva expedición a La Florida. Buscaba oro,
pero también algún milagro. Llegó al mando de cinco navios el 12 de
abril de 1528. Llevaba 80 jinetes y 400 hombres. Entre ellos estaba
Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Llegaron hasta los Apalaches en
extenuantes jornadas de mala sombra. Muertos de hambre y con las
manos vacías regresaron como pudieron. Aparecieron en las costas de
Texas. Perdidas sus naves, no les quedó más remedio que construir
unos barcos para cruzar el mar. No tenían nada: ni hierro, ni
fragua, ni estopa, ni betún, ni clavos. En cuarenta días hicieron
cinco barcas. En ellas se metió todo el ejército.
Naufragaron.
Sólo se salvaron cuatro hombres. Uno era Alvar
Núñez.
Después de cruzar a pie la América del Norte, llegó a Los
Ángeles. Tardó ocho años, durante los cuales fue esclavo, médico,
hacedor de milagros y resucitador de muertos. Escribió un
libro,
"Naufragios", donde contó todas sus experiencias menos
una:
"aquí sólo quedan apuntadas mis desventuras, pero hay algo
que no le digo a nadie sino al rey". Muchos creyeron que lo que
Alvar Núñez reveló a Carlos V no fue otra cosa que la existencia de
la Fuente de la Juventud.
Los Hombres Sensibles de Flores siempre creyeron en la
existencia de la Fuente de la Juventud. Desde muy chicos, gastaron
tiempo y energía en buscarla. A medida que pasaban los años,
crecían sus esfuerzos. Puede decirse que muchas veces buscaban la
Fuente sin saber que la buscaban. Y si uno tiene ganas de exagerar,
puede sostener que jamás hacían otra cosa.
Hay que decir que las mágicas propiedades rejuvenecedoras no
siempre eran atribuidas a una fuente. Los gitanos de Floresta
decían que el pasaje Haití le quitaba un año a quien lo recorría
hacia el este, y se lo agregaba al que marchaba hacia el
oeste.
Los Brujos de Chiclana hablaban de Inés, una especie de
hechicera cuyos besos quitaban años y de cuya cama se salía
adolescente. El poeta Jorge Allen buscó a Inés por todas partes,
hasta que comprendió que todas las mujeres eran Inés, especialmente
una rubiecita llamada Julia.
Los vendedores de elixir tenían un licor engañoso que
provocaba la sensación de ser joven. Algunos se contentaban con él
y protestaban que la juventud es un estado de ánimo, mientras se
pegaban la dentadura postiza. Había también un tónico de efímeros
efectos: restituía por diez segundos la lozanía.
Manuel Mandeb creía en la existencia de las Fuentes de la
Vejez, unos estanques fatales que era imposible no hallar. Sus
aguas maléficas estaban en todas partes. El hombre que bebía de
ellas iba envejeciendo, haciéndose más triste y más débil, hasta
que -más tarde o más temprano- se moría.
Dejo para el final el obvio resultado de haber bebido en las
fuentes vulgares de la verdad: nunca seremos más jóvenes que hoy;
jamás volveremos a ver a nuestros muertos; el tiempo no retrocede;
el amor perfecto no existe; hay un verso que está siempre a punto
de revelársenos y que no escribiremos nunca. Para los hombres de
verdad, este no es el final de sus sueños, sino más bien el
principio.
Licor del error En los armarios secretos de la literatura
hay, por cierto, un enorme surtido de licores mágicos, de vinos
prodigiosos, de brebajes milagrosos.
El catálogo es un género de cuya lectura se sale menos sabio
que aburrido.
Sin embargo no ahorraremos la prolijidad de mentar algunos
tragos ilustres.
El vino que Marón regaló a Odiseo, fraccionado en doce
ánforas, que sirvió para emborrachar al cíclope
Polifemo.
El elixir de la ópera de Donizetti, que provocaba
impostergables pasiones.
El agua de la Fuente de la Juventud, que desmentía el tiempo,
inútilmente buscada por Ponce de León, Hernando de Soto y Panfilo
de Narváez.
El vino de Dioniso, que cuidaba Folo y que Heracles se hizo
convidar antes de matar a diez centauros.
El suero que transformaba al Dr. Jeckyll en Mr.
Hyde.
El vino que durmió a Tritón, antes de que lo mataran a
hachazos.
El supuesto filtro que Neso entregó a Deyanira, que provocó
la muerte de Heracles.
El agua del Estigia, que rompía todos los recipientes,
excepto los cascos de los caballos.
El vino que los griegos prohibían tomar puro, bajo pena de
muerte.
Los brujos de Chiclana tienen una pequeña destilería. Allí se
elabora el vino del olvido y el del recuerdo. Pero también el
abominable licor del error.
Al tomarlo, empieza uno a tener una falsa convicción, de
cualquier índole.
Los brujos lo envasan en toda clase de botellas, de modo tal
que la gente lo bebe sin saberlo. Puede uno creer que está tomando
caña o pernod, cuando en realidad se está incorporando el más
peligroso de los brebajes.
Bajo sus efectos, los cobardes se creen valientes, los rubios
se ven morochos, las feas se suponen lindas y los tontos se piensan
picaros.
Nuestros enemigos creen ser nuestros amigos y proceden como
tales. Personas que no recuerdan su infancia creen recordarla. Los
que fueron a San Luis juran que no han ido nunca y los que no
fueron dicen haber ido.
Los ausentes creen que están presentes.
Y los presentes creen que están ausentes. – ¡Cómo me hubiera
gustado estar en el faro de Punta Médanos! – dice alguien que está
precisamente en el faro de Punta Médanos.
Se habla también del licor del acierto, que tiene efectos
opuestos. Es decir, genera ideas correctas y
exactas.
Sucede muchas veces que los bebedores del licor del error
están convencidos de haber tomado el del acierto. Desde luego, los
que toman el del acierto creen lo mismo.
Los dos grupos suelen darse la mano, creyendo que
coinciden.
El redactor de este informe se pregunta qué licor habrá en su
copa y siente el temor de mentir, creyendo que dice la
verdad.
Más aún: ¿qué licor beberán los que escriben otros libros,
los que hablan por la radio y la televisión, los príncipes del
mundo?
Hay que cuidarse de todo, especialmente de quienes toman
ambos licores.
Porque lo que mata es la mezcla.
Novia Hace mucho tiempo, yo tenía una novia buena y hermosa.
Me amaba con una devoción tal, que no pude resistir la tentación de
ser malvado. Me solazaba en la traición, en el capricho, en la
impuntualidad, en la mentira gratuita.
Ella lloraba en secreto, cuando yo no la veía, pues sabía que
su llanto me irritaba. Pero un día, un incidente que ni siquiera
recuerdo me despertó el temor de perderla.
El amor crece con el miedo. Mi conducta cambió. Me fui
haciendo bueno. Quise pagar el daño que había hecho y empecé a
vivir para ella.
Le hacía el amor en todos los zaguanes. Le cantaba valses de
Héctor Pedro Blomberg. La llevaba a pasear por los lugares más
hermosos del mundo. Le imponía aventuras inesperadas. Me hice sabio
y generoso sólo para merecer su amor.
Pero un día me dejó.
–No te quiero más -me dijo, y se fue.
Supliqué un poco, sólo un poco, porque era bueno. Después me
puse a esperar la muerte sentado en un umbral.
Al cabo de un tiempo, aparecieron los celos. Pensé que
seguramente me había dejado por otro. Decidí
averiguarlo.
Indagué a los amigos comunes, pero todos afectaban un aire de
trabajosa indiferencia.
Resolví seguirla. Pasaba las noches acechando su puerta.
Durante el día, me apostaba en la esquina de su trabajo. El
resultado de mis pesquisas fue nulo. Mi novia se desplazaba por
circuitos inocentes. Perdí mi empleo, mi salud y hasta mis
amistades. Mi vida era una perpetua vigilancia.
Pasaron largos meses sin que nada ocurriera. Hasta que una
noche la vi salir de su casa con aire decidido.
Tuve el presentimiento de que iba a encontrarse con un
hombre, tal vez porque estaba demasiado linda.
La seguí entre las sombras y vi que se detenía en una esquina
que yo conocía bien. Me escondí en un portal. Ella se detuvo y
esperó, esperó mucho.
Cerca de una hora después, apareció un hombre alto, oscuro,
soberbio. Algo familiar había en su paso. Ella intentó una caricia,
pero él la rechazó.
Inmediatamente comprendí que el hombre se complacía en verla
sufrir y amar al mismo tiempo. Se trataba de un sujeto diabólico.
Cada tanto, me llegaban ráfagas de una risa vulgar. No podía
concebirse un individuo más vil y detestable.
Caminaron. Tomaron un rumbo que no me
sorprendió.
Al llegar a la luz de una avenida, pude ver que aquel hombre
era yo. Yo mismo, pero antes. Con el desdén cósmico que tanto me
había costado borrar del alma, con la maldad de mis peores épocas.
Con la impunidad de los necios.
No pude soportarlo. Pensé en cruzar la calle y pegarme una
trompada, pero me tuve miedo. Quise gritar, ordenarme a mí mismo
dejar tranquila a aquella muchacha. Pero el imperativo no tiene
primera persona y no supe qué decirme.
Se detuvieron un instante y pasé delante de ellos. Ella no me
vio. Yo sí me vi. Me miré con un gesto de
advertencia.
Después los perdí de vista y me quedé
llorando.
Murallas Hay una ciencia que estudia los procedimientos para
sitiar ciudades. Se llama poliorcética. El aprendiz de sitiador
encontrará en ella consejos prácticos de los ingenieros, pero
también ejemplos históricos de agudeza, valor y
perseverancia.
Conocerá las trompetas demoledoras de
Jericó.
El drama de Masada, con la cruel ingeniería de Flavio Silva y
la determinación de Eleazar, que ordenó a los sitiados darse muerte
unos a otros.
La aparición de Jesucristo ante el rey Enrique, durante el
cerco de Lisboa y el reproche de éste: "Señor, hazte visible mejor
ante los sarracenos, que no creen en ti."
La pertinacia de Tutmés ante Kadesh.
La traición de Teodorico en Ravena.
Y la mayor de estas aventuras: el sitio de
Troya.
Me doy el gusto de recordar algunos datos.
Dante ubica a Ulises y Diomedes entre las llamas del infierno
de los embaucadores. Los hace pagar allí la culpa de haber urdido
la estratagema del Caballo de Troya para poder entrar a la ciudad
sitiada.
La sanción dantesca es injusta. Aun siendo los dos héroes muy
inclinados a la astucia y la ocultación, fueron inocentes del
engaño que se les atribuye. En verdad, la diosa Atenea reveló a
Prilis, un adivino de Lesbos, que los griegos sólo podrían entrar a
Troya escondidos en el interior de un caballo de
madera.
Cuando las naves aqueas pasaron por Lesbos, Prilis comunicó a
los jefes el dictamen de la diosa.
Epeo, que había nacido cobarde y era artesano exquisito, se
ofreció voluntariamente para construir el caballo.
Se dice que empleó tablones de pino. En uno de los costados
estaba el escotillón que permitía el ingreso y egreso de los
guerreros. Del otro lado se grabaron grandes letras que completaban
la siguiente dedicatoria: "En agradecida anticipación a nuestro
regreso feliz, los griegos dedicamos este caballo a
Atenea".
El tamaño de la construcción sólo puede conjeturarse por el
número de personas que era capaz de albergar. Sin embargo, los
poetas e historiadores no terminan de ponerse de acuerdo al
respecto. Algunos hablan de veintitrés, otros de treinta, cincuenta
y hasta tres mil. Conocemos -eso sí- el nombre de algunos de los
que estuvieron dentro del caballo. Recordemos a Menelao, Acamante,
Toante, Neoptólemo, Estéleno, Ulises y Diomedes. Epeo también formó
parte del grupo. Lo subieron de prepotencia y lo sentaron junto a
la cerradura, con el pretexto de que era el único que sabía hacerla
funcionar.
Suele decirse en las conversaciones de las pizzerías que el
caballo fue presentado a los troyanos como un obsequio. No fue
así.
En realidad los griegos incendiaron el campamento y se
hicieron a la mar fingiendo que abandonaban el
sitio.
Las naves se ocultaron detrás de una isla cercana y allí
esperaron.
El caso es que al día siguiente, los troyanos encontraron la
campiña desierta y en medio de las cenizas del campamento, muerto
de risa, el absurdo caballo de Epeo.
El rey Príamo y los suyos se acercaron a examinarlo.
Surgieron opiniones diferentes. Dimetes insistía en llevarlo a la
ciudad. Capis propuso quemarlo. Laoconte recordó que no había que
confiar en los griegos. Casandra, la hija del rey, que poseía el
don de profetizar, reveló que el caballo estaba lleno de guerreros.
Pero Casandra estaba condenada a que nadie le
creyese.
Aquí entra a tallar un guapo de verdad: Sinón, el espía. Los
griegos lo habían dejado en tierra y él no tardó en hacerse tomar
prisionero. Conducido ante Príamo, soportó el interrogatorio del
rey con fingida reserva. Se dice que no habló hasta que no le
cortaron la nariz y las orejas.
Asegurada de este sangriento modo su credibilidad, engañó a
los troyanos con la siguiente historia: dijo que los griegos
estaban hartos de la guerra y que se habían ido para siempre.
Explicó que lo habían dejado en tierra a causa de su enemistad con
Ulises.
Con respecto al caballo, dijo que era una ofrenda que los
griegos hicieron a Atenea. Querían recuperar el favor de la diosa,
muy mal dispuesta con ellos desde el robo del
paladio.
Príamo preguntó por qué lo habían hecho tan
grande.
Entonces Sinón habló de una predicción del adivino
Calcante.
Si los troyanos despreciaban la ofrenda, serían destruidos.
En cambio, si lo introducían en Troya, se hallarían en condiciones
de conquistar Micenas.
Para su desgracia el rey Príamo le creyó. Hizo agrandar las
puertas para entrar el caballo, lo dedicó a la diosa y después los
troyanos empezaron a festejar la victoria.
Cuando todos dormían la borrachera, Sinón encendió unos
fuegos. Era la señal convenida con la flota griega. Los barcos se
acercaron y los guerreros salieron del interior del caballo. El
primero en hacerlo fue Equión, que se rompió el cuello. Después
comenzó la matanza.
En todo cerco, se supone que el sitiador es dueño del
territorio vecino, que está en situación de impedir el
abastecimiento del sitiado y que es el que toma las
decisiones.
Puede decirse que todas las plazas sitiadas caen más tarde o
más temprano. El destino de toda muralla es ser
derribada.
Ante semejante postulación, los espíritus prácticos podrán
sostener la inutilidad de cualquier resistencia al asedio: si al
fin habremos de capitular, ¿a qué demorarse en las tribulaciones
del heroísmo?
La respuesta a tan liviana objeción es contundente y
melancólica: vivir no es otra cosa que una resistencia
inútil.
El rey Príamo sabía que el destino de Troya era el fuego.
Pero combatió durante diez años.
El hombre sabio sabe que va a morir, pero vive y se resiste a
la muerte tanto como puede. Es mortal en
beligerancia.
Lector poliorcético: el que esto escribe defiende unas
modestas murallitas de humo que ya se han derrumbado mil veces. Y
guarda en su patio numerosos caballos de madera, obsequio de amados
traidores.
Ahora, en este mismo momento, empiezan a salir de ellos los
enemigos.
Relatores Los griegos creían que las cosas ocurrían para que
los hombres tuvieran algo que cantar. Las guerras, los
desencuentros, los amores trágicos, los horrendos crímenes, las
gestas heroicas: todo tenía para los dioses impíos el único fin de
proporcionar tema a los cantores. La Historia pone al alcance del
menos docto centenares de ejemplos de relatos que fueron más
ilustres que los sucesos narrados.
Resulta difícil concebir una idea más triste del destino
humano. Sin embargo, a los juglares, cantores, cronistas y
narradores de cuentos, les complace pensar que el mundo se mueve
para favorecerlos en su oficio.
Héctor Bandarelli, el relator deportivo de Flores, creyó
pertenecer a la estirpe de Homero. Durante toda su vida se esforzó
para que la narración deportiva alcanzara las alturas artísticas de
la épica.
En sus comienzos, Bandarelli hizo algo que nadie había hecho
antes. Siendo entreala izquierdo del equipo de Empalme San Vicente,
acostumbraba relatar los partidos que él mismo jugaba. Era héroe y
juglar, Aquiles y Hornero, Eneas y Virgilio.
Según dicen, no era del todo imparcial en sus
narraciones.
Cuando se hacía de la pelota, comenzaba a elogiar su propia
jugada.
–Extraordinario, Bandarelli avanza en forma
espectacular.
Muchas veces, por elegir las palabras e impostar la voz, se
perdía goles cantados. Cantados incluso por él
mismo.
A medida que pasaba el tiempo, el relator iba superando al
jugador. Algunos viejos que lo vieron jugar cuentan que pasaba la
mayor parte del tiempo parado en el medio de la cancha, relatando,
casi sin tocar la pelota.
Finalmente fue excluido del equipo. Sin rencor ni tristeza,
siguió acompañando las modestas giras del Empalme San Vicente, sólo
para relatar desde un costado de la cancha el partido que jugaban
sus antiguos compañeros. Lo hacía sin micrófono y sin radio, de
modo que nadie lo escuchaba, salvo algún wing peregrino que
alcanzaba a oír de paso su voz emocionada.
Después, según se sabe, el Empalme San Vicente dejó de jugar
y sus futbolistas pasaron a integrar otros
equipos.
Y en ese momento, cuando todo hacía sospechar la decadencia
de Bandarelli, el hombre dio un paso genial: descubrió que su
narración no necesitaba de un partido real. Era posible relatar
partidos imaginarios, hijos de su fantasía.
Parece una evolución previsible: los antiguos poetas cantaban
hazañas más o menos reales. Después las
inventaron.
Lo mismo sucedió con Bandarelli. Y al no tener que ceñirse al
rigor de los hechos ciertos, los partidos que relataba empezaron a
mejorar: se lograban goles estupendos, los delanteros eludían
docenas de rivales, había disparos desde cincuenta metros, los
arqueros volaban como pájaros, se producían incidentes cruentos,
los arbitros cometían errores perversos.
De a poco, el artista fue incorporando elementos más
complejos a su obra. El tiempo, por ejemplo, manejado en un
principio de un modo convencional, pasó a tener durante el apogeo
de Bandarelli un carácter artístico y psicológico. Los partidos
podían durar un minuto o tres horas.
Algunas veces, el relator omitía cantar un gol, pero daba
claves y mensajes sutiles para que el oyente descubriera la
terrible existencia del gol no cantado. Aparecían, cada tanto, unas
historias laterales que provocaban un falso aburrimiento, que no
era sino una trampa para mejor asestar la alevosa puñalada del gol
sorpresivo.
Todos recuerdan el famoso partido Boca-Alumni que Bandarelli
relató en un asado del club Claridad de Ciudadela. En esta obra
mezcló jugadores actuales con glorias de nuestro pasado
futbolístico. Los viejos hacían fuerza por Alumni, los más jóvenes
por Boca. Ganó Alumni, pero en su magistral narración, Bandarelli
dejó caer -con toda sutileza- la sensación de que los boquenses,
por respeto a la tradición, se habían dejado
ganar.
Las audiencias de Bandarelli no siempre fueron numerosas.
Algunos partidos los relató solo, en una mesa del bar La Perla de
Flores, ante el estupor de los mozos y parroquianos. Pero poco a
poco, los muchachones del barrio fueron descubriendo sus méritos y
con el tiempo hubo quienes prefirieron escucharlo a él antes que ir
a la cancha.
En 1965, Héctor Bandarelli organizó su campeonato paralelo de
fútbol. Todos los domingos narraba el encuentro principal, mientras
un colaborador lo interrumpía para comunicar lo que sucedía en el
resto de los partidos.
Algunas firmas comerciales de Flores lo ayudaron a solventar
los nulos gastos del certamen a cambio de avisos
publicitarios.
Las narraciones tenían lugar en la puerta de la casa de
Bandarelli y, cuando llovía, en la cocina. Hay que decir que el
relator poeta nunca trabajó para ninguna emisora y jamás utilizó
micrófono, salvo en la grabación que realizara del segundo tiempo
de Barracas Central-Barcelona, ya en el final de su
carrera.
El campeonato paralelo terminó en un desastre. El artista no
tuvo mejor ocurrencia que sacar campeón a Unión de Santa Fe y
mandar al descenso a River, lo que irritó a muchas personas, que
hasta llegaron a agredir a Bandarelli.
Pero todos los que saben algo del relator coinciden en
afirmar que su mejor partido fue Alemania-Villa Dálmine, relatado
en el Colegio Alemán de la calle José Hernández, a pedido de la
Asociación Cooperadora.
Ese encuentro fue un verdadero canto a la hermandad entre los
hombres. Los zagueros entregaban banderines a los delanteros
rivales en cada jugada. El arbitro abrazaba llorando a los
futbolistas que quedaban en off-side. Los de Villa Dálmine hicieron
una suelta de palomas celestes y blancas a los quince minutos del
segundo tiempo para celebrar el segundo gol de la selección
alemana. En el final, todos se abrazaron e intercambiaron
obsequios.
Fue inolvidable. En el Colegio Alemán, los padres lloraban de
emoción añorando la tierra de sus antepasados. Algunos miembros de
la Asociación Cooperadora pidieron a Bandarelli que volviera a
relatar el encuentro en diferido, pero el artista se
negó.
En el esplendor de su actividad, tal vez advirtiendo el
carácter efímero de su obra, resolvió escribir libretos detallados
que luego archivaba prolijamente. Desgraciadamente, sus familiares
quemaron este valiosísimo corpus argumentando que juntaba
mugre.
Nos queda apenas un breve fragmento, correspondiente al
encuentro Boca Juniors 3 – Vélez Sársfield 3.
"Solidario, agradecido, ayuno de envidias, Javier Ambrois
entrega la pelota a Nardiello. El viento agita las banderas en los
mástiles de la Vuelta de Rocha. Nardiello tira un centro rasante…
Arremete ]. J. Rodríguez, pero ya es tarde… tarde para remediar los
errores del pasado… tarde para volver a unos brazos que ya no nos
esperan… Ya es tarde para todo. "
Según sus seguidores, el libreto le quitaba frescura a
Bandarelli y -como hemos visto- recargaba un tanto su
estilo.
Un día desapareció. Algunos dicen que se mudó, o que se
murió, es lo mismo. La gente volvió a preferir los partidos
sonantes y contantes de la radio.
Los relatores de hoy tienen la posibilidad de seguir al
maestro e intentar la ficción y la fantasía en sus narraciones.
¿Por qué depender de la actuación, muchas veces mediocre, de los
futbolistas? ¿Por qué no crear con la voz jugadas más perfectas?
¿Por qué no dar nacimiento a deportistas nobles, diestros y mágicos
que nos emocionen más que los reales?
Se puede ir más allá. Todo el periodismo podría tener un
carácter fantástico y abandonar los vulgares hechos de la realidad
para aludir a sucesos imaginarios: conflictos, tratados, discursos,
crímenes e inauguraciones de ilusión.
En este último instante comprendo que nadie me asegura que
estos artistas no existen ya. Tal vez, todo cuanto uno lee en los
diarios no es otra cosa que un invento del periodismo de
ficción.
Sin embargo, esta clase de incredulidad conduce a sospechar
la falsedad del Universo mismo. Suspendamos semejante astucia
porque algunos hasta podrían pensar que el propio Bandarelli es
imaginario y sus partidos sombras de una sombra.
Halagos insuficientes En 1619, el falso alquimista polaco
Mikael Sendivogius se presentó ante el emperador Fernando II
diciendo que era capaz de convertir la plata en oro. Para
demostrarlo presentó una moneda de plata, la que sometida a ciertos
procedimientos se hizo de oro.
Muy pronto se descubrió el fraude: la moneda era en verdad de
oro y había sido revestida con un fino baño de plata que
desapareció al ser calentada.
Esta moneda sirve para pagar una sencilla alegoría. Deben
existir personas excelentes que por discreción, por pudor o por el
horror de lucirse, atenúan levemente sus virtudes. No fingen maldad
ni estupidez. Se limitan a descender un peldaño.
Nos sobra para una última idea. Ante esa clase de seres, los
imbéciles emiten halagos que son en realidad afrentas: "el señor
Newton tiene ocurrencias muy ingeniosas"; "el señor Alighieri tiene
facilidad para escribir"; "en toda Genova no hay viajero como el
señor Colón".
Los que confunden la plata con oro van sin duda al infierno
de los ingratos, o a otro construido especialmente para ellos,
donde las llamas parecen peores de lo que son.
Bovarismo Se ha admitido siempre que el bovarismo es la
actitud del individuo que por falta de autocrítica se imagina
superior a su entorno social y reclama consideración a la
personalidad idealizada que él mismo se ha
forjado.
La definición no me complace. No creo que la falta de
autocrítica sea causa única y exclusiva del bovarismo. Tampoco creo
que un bovarista se imagine superior a su entorno social, sino más
bien a sí mismo. Y para terminar, la diferencia que el bovarista
imagina con su verdadero ser no siempre señala una
superioridad.
Podríamos hablar de un bovarismo ascendente, en el que el
individuo se cree mejor de lo que es; un bovarismo descendente, en
el que se siente peor y un bovarismo horizontal, en el que lo
imaginado y lo real no se sacan ventaja.
Emma Bovary encarnaba la primera y más frecuente de estas
patologías. Me atrevo a llamar la atención en este trabajo sobre la
peligrosidad social del bovarista descendente.
Ortega y Gasset relaciona la nobleza con la elección de un
destino. El habla de la criatura selecta, que no halla placer en la
vida si no la hace consistir en continuos intentos de alcanzar
metas difíciles. En el otro extremo, Ortega ubica al hombre-masa,
que elige siempre lo más sencillo, lo menos exigente, lo menos
comprometedor. La criatura vulgar no se remite jamás a instancias
superiores y ejerce una aparente soberanía vital, que en el fondo
no es más que la terca negativa a la búsqueda de la excelencia. Lo
más frecuente es que el hombre-masa se crea noble y reclame las
prerrogativas de las criaturas de selección.
Pero en ocasiones sucede lo contrario. Personas bien dotadas
se inventan una personalidad mediocre y buscan el destino
correspondiente a esa idea que tienen de sí
mismos.
A veces se trata de una mera comodidad: ocupar posiciones
inferiores al propio merecimiento, tentarse con las baratijas del
triunfo pequeño. Casi siempre -y esto es lo peor- el bovarista
descendente se rodea de personas que le son inferiores. Entre ellas
suele lograr fáciles renombres. Las pandillas, los grupos
violentos, las hinchadas del fútbol, resultan ámbitos hospitalarios
para la persona empeñada en elegir lo peor de sí misma. Y así como
el bovarista ascendente procura imitar los hábitos de la clase
social o del grupo intelectual al que desea pertenecer, el
bovarista descendente se esfuerza para no desentonar entre las
personas más groseras, viles o deshonestas.
No hay que confundir el bovarismo con la mera hipocresía: el
bovarista no finge. Cree legítimamente en la actitud que se
construye. Emma Bovary no trataba de presumir. Estaba convencida de
la naturaleza excelsa de sus amoríos de pacotilla.
También puede inducir a confusión la indudable influencia que
los grupos cerrados imponen a sus miembros. El que trabaja en una
oficina, salvo en el caso de poseer una clara conciencia de lo que
es, sufre una presión continua que lo va despojando de sus
características personales hasta imponerle unos rasgos que son los
que el grupo espera de un oficinista. El bovarista descendente ni
siquiera sufre esa transformación. Más bien cree que la sufre y
actúa en consecuencia.
El filósofo John Rawls dice que los seres humanos disfrutan
con el ejercicio de sus capacidades realizadas y que este disfrute
es mayor cuantas más capacidades se realizan o cuanto mayor es su
complejidad.
Los vendedores de baratijas ocultan esta verdad, niegan el
placer de lo complejo y prefieren defender el carácter subjetivo
del goce, las propiedades festivas de las cosas simples y, en
último caso, los ejercicios de satisfacción mínima pero inmediata y
de alcance ecuménico.
Poseedor acaso de la competencia necesaria para altas
voluptuosidades, el bovarista descendente mira televisión, escucha
música banal y comparte su cama con personas a las que no admira en
lo más mínimo.
Me atrevo a decir que este fenómeno está esperando su
Flaubert. Ya puedo imaginar la degradación creciente, la elección
de conductas canallescas y al final la más impensable y absurda de
las traiciones. En algún punto el bovarista choca con la verdad.
Emma Bovary no pudo soportar la revelación de su propia
vulgaridad.
Ahora bien: ¿cuándo se le revela su excelencia negada al
bovarista descendente? Un buen lugar es el infierno, donde el
protagonista descubre demasiado tarde que es un ángel, o mejor
dicho, cualquier lugar se transforma en el infierno cuando uno
descubre que es un ángel que se ha comportado como un
imbécil.
Un final feliz, que yo elegiría si padeciera el bovarismo
descendente que estoy glosando, es el de la salvación por el amor:
a último momento un ángel no bovarista rescata a la víctima y la
conduce al cielo.
La musa Los antiguos creían que los artistas no eran sino
instrumentos de los dioses. La inteligencia, la destreza, el rigor
de los aprendizajes, de poco servían sin la intervención de las
musas. Por eso al comienzo de cada canto pedían explícitamente una
ayuda sobrenatural, invocando a la diosa:
Canta, diosa, la venganza fatal de Aquiles de
Peleo.
O más recientemente:
Pido a los santos del cielo que ayuden mi
pensamiento.
Sin la diosa, un poeta no era nada. La poesía es en verdad
una invocación religiosa de la Musa. Y la recompensa del arte no es
otra que la experiencia mágica de dicha y horror que la aparición
de la diosa provoca.
Los griegos contaban que las musas eran nueve hermanas, hijas
de Zeus, y fruto de otras tantas noches de amor con Mnemósine, que
era la personificación de la memoria. Antes que nada eran cantoras.
Las convidaban a las grandes fiestas del Olimpo y sus himnos
deleitaban a Zeus. Vivían en un bosque sagrado, cercano al monte
Helicón. Solían reunirse alrededor de Hipocrene, es decir la Fuente
del Caballo, un manantial abierto por Pegaso, al dar sus cascos
contra una roca. El agua de aquella fuente favorecía la inspiración
poética.
Con el tiempo, cada una de las hermanas vino a tener una
función determinada: Calíope se ocupó de la poesía épica; Clío, de
la historia; Polimnia, de la pantomima; Euterpe, de la flauta;
Terpsícore, de la danza; Erato, de la lírica coral; Melpómene, de
la tragedia; Talía, de la comedia; Urania, de la
astronomía.
En los mitos escandinavos, Odín consiguió hacerse con unos
frascos de miel y de sangre fabricados por los enanos y que son el
secreto de la poesía. Por eso habla siempre en
verso.
La psicología, esa colección de mitos de nuestro tiempo,
desmiente la intervención de la diosa y la reemplaza por otros
estímulos menos convincentes.
Lo cierto es que el artista siente, a veces, que le dictan o
le cantan en el oído. O mejor todavía, siente que una fuerza que le
es exterior lo impulsa a cumplir los arduos trabajos del arte. Se
trata -es necesario decir- de fuerzas mucho más poderosas que las
encarnadas por el ansia de fama, dinero o
distinciones.
En rigor, no puede hablarse del placer de la creación
artística, porque esta creación no siempre es placentera y la
mayoría de las veces está rodeada de unas penurias tales que es
necesario un enorme valor para evitar el
desaliento.
Algunos deterministas sostienen que -a falta de musa- el
artista es el inevitable resultado de las circunstancias sociales,
económicas y políticas. Es decir, que examinadas las condiciones de
una región en un momento histórico determinado, es posible
conjeturar qué clase de obras se acuñarán allí. Así, se ha señalado
que la vida pastoril, típica de la Pampa, produjo el Martín Fierro.
Borges objeta que esta misma vida pastoril ha sido típica de muchas
regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pese a lo
cual estos territorios se abstuvieron enérgicamente de redactar El
gaucho Martín Fierro. Ciertamente, lo social y lo económico
influyen en el arte. Pero es imposible saber de qué modo. El
artista puede acompañar a su época o resistirla. Un régimen
autoritario puede engendrar un riguroso arte oficial o una
indignada rebelión romántica, o cualquier otra
cosa.
Durante mucho tiempo me ha gustado creer que el verso
perfecto estaba al final de un camino lleno de espantos y
pena.
El puente Chinvat de los persas prometía un tránsito fácil
para los justos e imposible para los malvados. Este sendero poético
que me atreví a imaginar conducía a un lugar más glorioso cuanto
mayores eran los sufrimientos del camino. Y allí los malvados
elegían el camino fácil, el que no llevaba a ninguna
parte.
Más tarde, Robert Graves me reveló una verdad: la musa es la
mujer que uno ama. El poeta inspirado se conecta con la diosa sólo
a través de una mujer en la que ella reside hasta cierto
punto.
Un poeta verdadero se enamora absolutamente y su amor sincero
es para él la encarnación de la musa.
Desventuras de última hora me hicieron ver que tal vez ambas
intuiciones son ciertas. El camino difícil es el camino del
enamorado y del poeta. Ese camino es el que conduce a la diosa, que
es la mujer amada y la única que conoce -o nos hace conocer- la
música buscada.
El fantasma IV Pasó el tiempo y mis recursos empezaron a
agotarse. A veces, entregaba trabajos ajenos con la mayor
desvergüenza. Otras veces, faltaba redondamente a la cita. El
fantasma nunca hacía reproches. Era un ser reservado y sereno. En
todas nuestras citas me hablaba de algún distrito
celestial.
–Los indios pampas no podían llegar al paraíso. El camino
entre el cielo y la tierra, que en verdad era la Vía Láctea, fue
cerrado para siempre. Escuche bien.
Chachao, el Viejo, el creador del mundo, solía bajar del
cielo a entretenerse en la Pampa. Una tarde, de puro aburrido,
amasó con barro unos muñecos que se le parecían lejanamente, como
si fueran una caricatura de la divinidad. Su hermano Walichu -el
espíritu del mal- resolvió jugarle una broma y sopló sobre aquellas
figuras irrisorias. Con ese soplo les dio vida y así nacieron los
hombres. Cuando advirtió lo sucedido, Chachao se espantó y huyó al
cielo. Con su facón cortó la galaxia y aisló para siempre la región
celestial.
Desde entonces, Chachao vive solo, sin que parezca importarle
demasiado el género humano. En cambio Walichu se quedó en el mundo
con los hombres y recibe de ellos toda clase de
homenajes.
Mire el cielo: aún quedan señales de aquel episodio. En el
firmamento austral se ve la huella de un ñandú que en la confusión
quiso seguir a Chachao. Esa huella es la Cruz del Sur. Y también
puede verse la marca de las boleadoras que el dios indiferente le
arrojó. Allá está: es la constelación del centauro. – ¿ Usted cree
que ella volverá a quererme?
Túnel La isla de San Martín es una más en el modesto
archipiélago frente a las Costas Bajas. No está lejos de tierra
firme y es fácil identificarla: el alto muro de piedra de la cárcel
es inevitable mojón de referencia para los escasos pescadores de la
región.
El exiguo litoral de la isla fue vigilado perpetuamente
durante siglos. Los guardias celosos de la prisión se apresuraban a
balear cualquier objeto flotante. Peces voladores, ballenatos,
náufragos, han sido a través de los años víctimas del plomo de los
carceleros.
Una vez por mes, un barquito del gobierno atracaba en el
viejo muelle. Llevaba provisiones baratas, algún empleado, algún
preso.
Siendo legendaria la seguridad del penal, las autoridades
enviaban allí a los convictos más temibles, especialmente a los que
habían intentado fugarse de otras cárceles.
Nadie escapó jamás de San Martín. Es verdad que un buen
nadador podría alcanzar la costa vecina sin demasiado esfuerzo. Lo
difícil era arrojarse al agua. Los muros eran impenetrables. No
había ventanas ni respiraderos. Los presos de la isla nunca veían
el mar.
La administración central casi no se ocupaba de esta cárcel.
Los directores no eran removidos casi nunca, salvo por muerte o
jubilación. Un cierto descuido burocrático provocaba dificultades
en el abastecimiento y en algunas oficinas de la capital ni
siquiera sabían si la prisión seguía funcionando.
Se dice que el régimen interno era severísimo. Todos hemos
oído alguna historia acerca del extravagante sadismo de los
carceleros de San Martín. Se trataba de personas solitarias que
carecían de cualquier solaz. Durante un tiempo, el barquito arrimó
algunas prostitutas para recreo de la guarnición. Pero con los años
vino a observarse un creciente desinterés de los hombres. Al
parecer, mejor los complacía la crueldad que la
lujuria.
La isla estaba completamente ocupada por la cárcel. Fuera de
ella no había nada. Apenas unos metros de arena entre las paredes y
el mar. A pesar de no medir más de un kilómetro en su punto más
ancho, los intrincados pasillos y las tortuosas galerías de los
absurdos edificios producían en sus habitantes una penosa sensación
de infinitud. Los sectores al aire libre eran también deprimentes:
una laguna pantanosa donde los penados pescaban renacuajos, una
loma pelada que ocupaba el centro de la isla, un patio empedrado.
Los pocos árboles que existían ocupaban el distrito destinado a las
autoridades.
No se sabe cuándo, alguien pensó en hacer un túnel. Un túnel
bajo los muros y bajo el mar, que condujera directamente a tierra
firme. Describiré la magnitud de los trabajos
necesarios.
La distancia entre la isla San Martín y la costa es de unos
6500 metros. La profundidad del mar es escasa: unos 30 pies como
máximo. Los sedimentos cuya acumulación ha dado origen a las islas
son relativamente fáciles de remover. Ingenieros comedidos han
calculado que una cuadrilla de convictos trabajando con
herramientas elementales, en horarios reducidos por la prudencia y
mermado su rendimiento por el sigilo, podrían avanzar un metro cada
tres días en un corredor de un metro de diámetro.
Los mismos ingenieros, o quizá otros, podrían continuar el
cálculo: diez metros en un mes. Poco más de una cuadra en un año.
1200 metros en una década. Y el recorrido completo en unos 65
años.
Tal vez ignorando estas cifras incorruptibles, cautivos
ingenuos empezaron el túnel.
Los datos que siguen son inevitablemente dudosos. Esta clase
de obras progresa en la clandestinidad. Hemos consultado a
funcionarios policiales, antiguos presos, pobladores de la zona y
proveedores de la prisión y las noticias resultantes están
desfiguradas por el olvido, el temor, la suspicacia o el mero
desconocimiento.
Algunos dicen que el túnel tenía tres bocas. Dos de ellas
eran falsas y se procuraba que las autoridades descubrieran los
fingidos trabajos que allí se realizaban. La verdadera entrada pudo
haber estado en la quinta letrina del más antiguo de los
baños.
El célebre delincuente Tony Musante estuvo recluido cinco
años en San Martín. Allí escribió unos textos, bajo la forma de
memorias, cuyo propósito se vinculaba menos con el ejercicio de la
literatura que con el de la venganza. En esas páginas se menciona
el túnel varias veces.
"La Hermandad del Túnel me pidió ayuda en la excavación. Les
hice saber que no estaba dispuesto a ningún trabajo manual. Los
mensajeros prometieron que jamás habían pensado en ello. Más bien
me necesitaban para amenazar a los renuentes y, llegado el caso,
para eliminar a los traidores. Quise saber quiénes eran los jefes
de la Hermandad, pero los mensajeros no lo sabían.
"Al parecer, el túnel mide ya cerca de dos kilómetros. Me
convidaron a recorrerlo. No acepté. Según pude saber, se trata de
un agujero muy estrecho por el que se circula en cuatro patas. Cada
cien metros hay tramos más anchos y más altos para el descanso y
para que puedan cruzarse personas que marchan en dirección opuesta.
"
Musante escribía esto en 1930. Todo hace suponer que jamás
vio el túnel. Tampoco llegó a saber quiénes dirigían la Hermandad.
Es casi seguro que no prestó su servicio. En 1934 lo trasladaron a
otra cárcel menos rigurosa, en atención a su buena
conducta.
Sin duda el testimonio escrito de mayor importancia fue el
que surgió de la confesión del arquitecto
Bompiani.
Marcos Bompiani fue un asesino serial, que acostumbraba a
emparedar a sus víctimas en los muros de los edificios que
construía su empresa. Condenado a prisión perpetua, estuvo en San
Martín más de diez años. Allí también cometió algunos
crímenes.
Obligado a confesarlos, admitió -de paso- haber dirigido
personalmente las obras del túnel y haber sido el jefe de la
Hermandad.
Sin embargo, Bompiani jamás reveló la ubicación de los
accesos verdaderos.
El arquitecto señaló unos gravísimos problemas. El
desconocimiento de la profundidad exacta del mar obligaba a cavar
muy profundo, por precaución. El aire era escaso y era imposible
construir respiraderos. Además, cuanto más progresaba el
emprendimiento, más se tardaba en llegar gateando hasta el punto de
excavación. Bompiani estimó que el tiempo empleado en el trayecto
(unos 3000 metros en 1946) era de casi tres horas. Esto hacen seis
horas entre la ida y la vuelta. Ante la dificultad de justificar
las prolongadas ausencias de los presos, hubo que reducir al mínimo
la duración de los turnos. Tal vez nadie cavara más de quince
minutos por jornada.
En los primeros años, el clásico problema de deshacerse de la
tierra removida parecía más o menos resuelto. La loma pelada fue
creciendo de a poco. Los presos llenaban sus bolsillos en el túnel
y los vaciaban allí. Pero Bompiani comprendió que tarde o temprano
las autoridades iban a extrañarse de aquel fenómeno. El arquitecto
calculó que la obra completa implicaría el desalojo de siete mil
toneladas de tierra, cuyo volumen sería aproximadamente el de un
edificio de catorce pisos. Resolvió entonces designar a un grupo de
especialistas para que procediera a capturar toda clase de pájaros,
con preferencia de buen tamaño. Esta tarea se realizaba con el
permiso y hasta con el beneplácito de las autoridades. A cada ave
capturada se le ataba a la pata una pequeña bolsa de papel llena de
tierra y agujereada. En esas condiciones los pájaros abandonaban la
isla con vuelo esforzado, desparramando la tierra del túnel por
todo el océano. Bompiani se extendía en explicaciones tediosas
acerca de las dificultades para conseguir bolsas de papel o para
evitar que los guardianes se dieran cuenta de estas
maniobras.
En medio de nuestro trabajo de investigación, encontramos
numerosas menciones del túnel, en fechas remotísimas. La más
antigua data del año 1790. ¿Cuándo comenzó realmente la excavación
del túnel? ¿Hace doscientos años? ¿Hace trescientos? ¿Por qué nunca
fue terminado?
Puede conjeturarse que no estamos hablando de uno, sino de
varios túneles, que fueron comenzados en distintas épocas. Es
probable que los carceleros hayan descubierto y clausurado la
mayoría de ellos. De hecho, todos los directores han conocido los
rumores sobre un misterioso plan de fuga.
Se sabe que la policía solía infiltrar a algunos de sus
agentes entre los prisioneros. Eran maniobras muy discretas: ni
siquiera los carceleros podían diferenciar a los falsos criminales
de los verdaderos. Sin embargo las negligencias administrativas,
que ya hemos señalado, generaban errores inconcebibles. Muchos
policías han terminado su vida en la cárcel de San Martín, ante el
olvido de sus superiores, gritando a los impasibles carceleros
nombres, direcciones e inútiles referencias.
En 1940, el periodista inglés Andrew Harrison obtuvo permiso
del director de la cárcel para fingirse presidiario e investigar
por su cuenta. Los resultados de más de un año de sacrificio fueron
pobrísimos. Nadie sabía nada del túnel, ni de la Hermandad. A
Bompiani, ni siquiera lo conoció. Muchas veces fue víctima de las
bromas de los convictos, que se complacían en señalar supuestas
entradas del túnel en los lugares más indignos. Años después, se
reveló que todo el mundo sabía que Harrison era un periodista
encubierto y que se consideraba de buen tono el contarle mentiras
para su posterior publicación. En 1942, apareció el libro Mejor que
no hable, en el que se divulgaban las confidencias íntimas de los
penados. Allí se sostuvo que el túnel no existía. Esta cómoda
opinión fue ovacionada por los Refutadores de Leyendas de todo el
mundo. Durante décadas el asunto fue olvidado.
En 1974, la cárcel de San Martín fue clausurada y en 1977, se
demolieron los siniestros edificios. Al parecer, no se hallaron
rastros de túnel alguno.
Pero en 1980, en su libro Túneles del mundo, el viajero
francés Jean Luc Toinette razonó que los rastros de una obra tan
elemental desaparecían fácilmente y que la ausencia de vestigios no
garantizaba la inexistencia del famoso túnel.
Dejo para el final el testimonio del último director de la
prisión, el odontólogo Antón Garat:
"El túnel existió y fue la obra más noble de la que yo haya
tenido noticia. Los presos preparaban una vía de escape que ellos
mismos no iban a ver terminada. Estaban trabajando para la fuga de
hombres que ni siquiera habían cometido aún el delito que los iba a
condenar.
"El túnel era la esperanza. Era necesario para unos hombres
embrutecidos por el sufrimiento. Por eso nunca me esforcé demasiado
en encontrarlo. La excavación ocupaba sus energías y los mantenía
alejados de motines y reclamos. "
Me atrevo a postular que la existencia real del túnel es
asunto secundario. La ilusión de la fuga no fue jamás una promesa
concreta. Las ilusiones grandes nunca lo son. Quizá la verdadera
función de la Hermandad haya sido esa: mantener vivo un sueño
imposible. Tal vez las autoridades no hayan estado lejos de la
cofradía. El informe termina aquí, apresuradamente, cuando se oye
el ya cercano trote de las alegorías.
Espectro I En el baño de la estación La Paternal hay un
fantasma. Los empleados del ferrocarril dicen que las cadenas de
los inodoros se tiran solas; que desde los retretes desiertos
llegan quejidos lastimeros y que si alguien se encierra en alguno
de los fétidos compartimientos, manos invisibles golpean con
desesperación.
Los viejos jubilados explican que estas perturbaciones son
causadas por un alma en pena. En 1958, una locomotora fuera de
control se estrelló contra el baño de hombres y causó la muerte de
Benicio Ferraro, un señalero que se hallaba dando uso a las
melancólicas instalaciones. Desde entonces, el espectro del
señalero ronda el lugar.
Algunos pasajeros apurados juran haber visto salir llamas
desde el fondo de los inodoros. Otros hablan de garras diabólicas,
o de pasos en las tinieblas, o de carcajadas espeluznantes. Acerca
del olor nauseabundo que siempre está presente, se prefieren las
explicaciones naturales.
Las viejas brujas del cementerio dicen que el fantasma del
señalero sólo hallará descanso cuando una joven doncella llore por
él en el último de los mingitorios.
Espectro II Antiguas tradiciones europeas aseguran que el
espectro de un decapitado va siempre sin cabeza. De esta
certidumbre podríamos inferir que un cuerpo incompleto genera
eventualmente un fantasma incompleto.
Se ha discutido, sin embargo, el destino de ultratumba de las
partes faltantes. Abundan ejemplos de cabezas espectrales, pero en
estos casos lo que viene faltando es el cuerpo.
El general mexicano Santa Ana perdió su pierna en 1862,
durante la llamada "Guerra de los Pasteleros". Como se trataba de
un hombre muy ceremonioso, mandó sepultar su pierna e hizo que le
rindieran honores. Las viejas de aquel entonces asustaban a los
niños, prometiendo la aparición de la pierna de Santa Ana y el
castigo de toda inconducta con oportunas patadas
espectrales.
En el barrio de Flores, todos conocen la historia del
billarista Lito Díaz, también llamado El Gitano. El hombre jugaba
por dinero y tenía por costumbre hacer trampas al anotar las
carambolas. Según los que lo conocieron bien, El Gitano hacía
cinco, decía diez y anotaba quince.
Una noche, en el Odeón de Flores, un forastero lo sorprendió
en una de estas maniobras y lo mató a cuchilladas. Resuelto a que
su crimen tuviera un colofón edificante, cortó un dedo del Gitano y
lo dejó sobre la mesa de billar.
El Gitano fue sepultado, pero el dedo fue arrojado a la
basura por los mozos del Odeón.
Si ha de creerse a los vecinos, el dedo, o quizá el fantasma
de ese dedo, se pasea por las calles del barrio, como suele suceder
cuando hay de por medio una muerte violenta, una venganza
incumplida o un cadáver insepulto.
Las travesuras que se le atribuyen son
innumerables.
Rasca la nuca de las personas que esperan el
colectivo.
Escribe malas palabras en los vidrios húmedos del bar Tío
Fritz.
Marca números equivocados en los teléfonos públicos de la
estación.
Hurga las narices de los niños sucios.
Se apoya en la boca de los charlatanes pidiendo
silencio.
Gira alrededor de las orejas de los locos.
Toca los timbres y sale corriendo.
Se mete en el bolsillo de los caballeros y en las carteras de
las damas.
Abre los pianos en la alta noche y toca "La
Cumparsita".
Llama a los ascensores en vano.
Revuelve el café de los pocilios en La Perla de
Flores.
Se mete en la boca de las damas que leen novelas, se moja en
su saliva y da vuelta las hojas antes de tiempo.
Toca las narices de los mentirosos para ver si la tienen
blanda.
Se discute si el dedo pertenece a la mano izquierda o a la
mano derecha. En el mismo sentido, no se sabe si se trata de un
índice, un mayor, un anular o incluso un meñique. Aun los que lo
han visto dudan, ya que lo que permite identificar a un dedo es su
situación relativa respecto de los otros. La opinión mayoritaria
quiere que sea el índice de la mano derecha, por ser éste el dedo
utilizado por los billaristas para anotar sus
carambolas.
En 1967, el principal Gestoso declaró que como buen
racionalista no iba a tolerar fantasmas en su jurisdicción. Dispuso
entonces la captura del dedo de Lito Díaz. Cuatro vigilantes
recorrieron el barrio durante largas noches sin resultado
alguno.
Hay quienes dicen que para calmar a Gestoso los vigilantes le
llevaron otro dedo, que consiguieron vaya a saber cómo. La historia
de este segundo dedo no merece crédito alguno.
Los espíritus románticos han elegido creer que el dedo
hallará paz cuando una doncella piadosa le ponga un anillo de oro,
en el que deberán estar grabadas las iniciales del billarista
muerto.
Juego El obtuso polígrafo árabe Manuel Mandeb solía rodearse
de una runfla de aficionados al arte y al heroísmo. Se trataba de
individuos que estando disconformes con sus propias personas,
presumían de estar en desacuerdo con el universo.
Hacían toda clase de esfuerzos por resultar interesantes.
Buscaban, por ejemplo, la desdicha y el fracaso, tal vez por ser
metas siempre más cercanas que el triunfo y la
felicidad.
Estos sujetos vivían en el barrio de Flores y se hacían
llamar los Hombres Sensibles. Entre sus maniobras de fácil audacia
figuraba el juego. Las frugales apuestas les dejaban una grata
sensación de desinterés por los bienes materiales y un baratísimo
motivo de jactancia.
Jugaban a todo: al póquer, al pase inglés, al siete y medio,
al monte con puerta, al nueve, al codillo, al tute, al tres sietes,
al truco, al mus, al chinchón, al chorizo, a la brisca, a la
escoba, al rummy, a la canasta, a la loba, al chancho, al chincuín,
al gofo, al peludo, al black jack, al punto y banca, a la generala,
a la montaña, al bidú, al unito, al desconfío, al culo sucio, al
pinchanúmeros, al perro colorado, a la guerra, al diez mil, al
siete le va, al cinquito, a la ruleta, al correquetecagas, a la
taba, a la crapé, al backgammon, al whist, al bridge, al mirame y
no me toques y a la viborita.
A veces, afectando inocencia infantil, jugaban a la
escondida, a la esquinita, al balero, a las figuritas, a la
biyarda, al vigilante y ladrón, al hoyo pelota, a las bolitas, al
triángulo, al gallito, al rango, a la gata parida, a la rayuela, a
la monedita, al tejo, al sapito, al gallo ciego, a la mancha
venenosa, al patrón de la montaña, al huevo podrido, al pisa
pisuela, a la murra, al pase y no vuelva, a la zapatilla, a la
bruja de los colores, a la musaraña, al yo-yo, al dinenti, al Antón
Pirulero, al hospital, al por qué y al abuelita me das
dulce.
Según algunos supersticiosos, el Ángel Gris de Flores
enciende la pasión por el juego en todos los habitantes del
barrio.
–El que no arriesga no pierde -dice con voz de
espectro.
Quien recorra el barrio en las noches de invierno podrá ver
patotas de muchachones, muertos de frío, jugando a adivinar el
número de las patentes de los autos. En la estación, suele jugarse
a acertar la cantidad de personas que descienden de los trenes.
Muchos jugadores tramposos tienen cómplices que pasan en autos con
patentes propicias a la hora estipulada o bajan de los trenes junto
con catorce amigos a las dos de la mañana.
Esta gente haría mejor en sentir miedo. Hay demonios que
gobiernan el azar y que tienden terribles trampas a los jugadores,
de modo que a veces ganar es perder y perder es
ganar.
Una noche de 1970, Ricardo Ventura, un petiso de Caseros,
empezó a recibir poker de reyes mano tras mano. El hombre
amontonaba fichas. Los otros jugadores empezaron a
sospechar.
Ventura recibió un cuarto, un quinto y un séptimo póquer. Lo
mataron en el décimo y nunca se supo si guardaba reyes en su manga
o si tenía esa noche una suerte desmesurada.
En ambos casos su castigo es merecido. Hacer trampas no es
más canallesco que ligar demasiado.
Caso parecido fue el de Osear Piluso que, en una mesa de pase
inglés, supo hacer catorce sietes consecutivos, todos con un cuatro
y un tres. Sospechando algo raro, los damnificados le quitaron los
dados y los hicieron rodar varias veces: en todas ellas apareció el
siete, formado por un cuatro y un tres.
A Piluso lo tiraron por la ventana. Pero el ruso Salzman, que
se robó los dados, declaró mucho después que, habiéndolos examinado
con el mayor escrúpulo, comprobó que no estaban cargados. Estos son
los chistes que se gastan los demonios de la
suerte.
Tal vez sea inevitable hablar del libro del doctor Australio
Barbará Refutación del azar. Allí se sostiene que las cartas, los
dados y las ruletas van formando en su devenir una figura o cifra
secreta, que ya existe para alguien.
"El azar -grita el doctor Barbará- no es más que una
consecuencia de la ignorancia. Quien conoce la posición inicial de
un par de dados, la fuerza con que se los arroja, la altura y las
características del tapete, puede deducir -si tiene suerte- el
número que saldrá.
"Y quien conoce la cifra final que van completando los
distintos juegos a través de los tiempos, sabe también todas las
cifras parciales".
Barbará no conocía, seguramente, ninguno de estos datos, pues
según cuentan en Flores, siempre perdió como un
señor.
Pero perder es lo que hace que el juego sea apasionante.
Saber perder es creer que el Día de la Justicia llegará solamente
para los perdedores.
Se ha dicho que los Hombres Sensibles no sólo saben perder,
sino que, además, lo desean. Esta impresión ha sido avalada por
infinidad de jugadores de dados, cebadores de mate, mirones y otras
personas que frecuentan las timbas por una u otra
razón.
Puede ser que sea cierto. Algunos hombres sienten miedo
cuando ganan. Temen que todo éxito es el presagio de un desastre. O
quizá padecen la angustia moral de no merecer lo
ganado.
Se puede ir más lejos. Según una cosmogonía bastante
difundida entre los espíritus melancólicos, el universo es una
organización perversa, donde siempre ocurre lo que uno no desea y
donde todo acaba siempre en tragedia. Las fuerzas del bien son
minoría y el destino apoya descaradamente a los
malvados.
Conforme a este pensamiento, cualquier victoria parece una
traición.
Si hemos de creer en la leyenda, el Ángel Gris comparte este
criterio y suele regalar a sus protegidos largas rachas de naipes
adversos.
Podríamos decir que Manuel Mandeb escribió un libro acerca de
estos asuntos. En realidad no es un libro, sino apenas un cuaderno
donde el hombre anotaba sus deudas y acreencias de origen lúdico.
Hay, eso sí, comentarios y anécdotas de póquer, todas iguales. Sin
embargo, vale la pena transcribir un episodio que deja entrever el
terror cósmico ante el misterio del juego.
"Cuando yo era chico había unas figuritas llamadas Pelusa.
Una de ellas, la doscientos ochenta y dos, resultaba imposible de
conseguir.
Era la única que me faltaba para llenar el
álbum.
Un día, alguien me sopló que un pibe de la calle Condarco la
tenía. Fui hasta su casa.
Era un chico extraño. Su cara, a los diez años, parecía tener
huellas de desengaños muy antiguos. También me llamó la atención
que se mostrara ansioso por cambiar la figurita. Era la difícil. Yo
en su lugar no la hubiera aflojado por nada del mundo. El pibe
aceptó diez figuritas -una miseria- sin discutir ni un
minuto.
Después de entregármela, rajó enseguida para adentro. Por un
momento sospeché que me había engañado… pero no: ahí estaba la
cifra. Doscientos ochenta y dos. Miré la cara estampada en la
cartulina y entonces comprendí todo. No era un jugador de fútbol,
ni un boxeador, ni un automovilista.
Era el diablo, el mismo Mandinga, me di cuenta ni bien lo
miré.
Espantado, la tiré a cualquier parte y salí corriendo. Pero
al día siguiente apareció de nuevo entre las otras figuritas que yo
tenía. La quise quemar, pero no ardía. La jugué de mil maneras
diferentes, pero siempre la ganaba. Al final, se la cambié por dos
al colorado Catena, un pibe que murió al invierno siguiente. Ese
fue el último año que junté figuritas ".
Dicen algunos que ángeles, demonios y duendes se mezclan con
los jugadores en las timbas de Flores. Por eso son diferentes a
todas las otras mesas de la ciudad. No se trata solamente de perder
dinero. Se trata de asomarse a leer de ojito en el libro del
destino. Se trata de creer -no sin espanto- que el mundo es mucho
más extraño de lo que parece.
Estos no son sino embelecos de almas desesperadas por su
propia vulgaridad. Buscando milagros de cartón juegan cada noche al
treinta y cuarenta, a la obligada, al pase la chancha, al veo –
veo, a la seguidilla, al ahorcado, al bacará, al casino, al
veinticinco, a la hormiguita, al piedra – papel – tijera, al muchas
gracias y a la carta mayor.
Instrucciones para buscar aventuras Se puede afirmar, sin
temor a la indignación de los sabios, que en los tiempos que corren
es cada vez más improbable tropezar con la
aventura.
Lo imprevisto, lo extraño, lo misterioso no sucede
nunca.
Curiosamente, parecen existir muchísimas personas con
espíritu aventurero. Todos los días conversa uno con señores que
desean vivamente una vida más interesante y un teatro de
acontecimientos más rico y más amplio.
Esta gente sale de su casa cada mañana esperando que algo
ocurra y buscando, como decía Whitman, "algo pernicioso y temible,
algo incompatible con una vida mezquina, algo desconocido, algo
absorbente, desprendido de su anclaje y bogando en
libertad".
Pero la búsqueda es siempre inútil y casi todos los hombres,
en el ocaso de sus vidas, confiesan que no han vivido jamás una
aventura. ¿Dónde están -se pregunta uno- las doncellas atormentadas
por un gigante que desde la torre de algún castillo esperan nuestra
intervención salvadora?
En ninguna parte. Ya no quedan gigantes, ni castillos, ni
-mucho menos- doncellas.
La actual civilización parece pensada para evitar las
aventuras.
Porque en realidad la aventura es el riesgo. Y nadie quiere
arriesgarse.
Siendo la seguridad un valor cuya admiración se promueve de
continuo, es inevitable que la mayor parte del esfuerzo tecnológico
que se realiza esté destinado a evitar sucesos imprevistos. Las
cerraduras Yale, los despertadores, los semáforos, las pildoras
anticonceptivas, las alarmas, los preservativos, los cierres de
cremallera, las agendas, los paracaídas. Todos estos inventos
alejan el sobresalto.
Naturalmente, siempre queda alguna grieta como para que se
introduzca lo extraordinario. Pero no es suficiente. Para
demostrarlo, vale la pena realizar una sencilla experiencia:
pidamos a nuestros conocidos que refieran los hechos más curiosos
que han vivido. Los resultados serán entre aburridos y
penosos.
Alguien quedó encerrado en el ascensor durante una
hora.
Otro dice haber ganado un jarrón en una kermesse. Un tercero
obtuvo un boleto capicúa.
Se trata de aventuras miserables.
Los griegos pensaban que las cosas ocurrían sólo para que los
hombres pudieran contarlas luego. Si esto es cierto, el futuro de
nuestras conversaciones es poco prometedor. ¿Qué les contaremos a
nuestros nietos? ¿Que una vez vimos un choque? ¿Que se nos reventó
un sifón? Pobre será la épica que surja de estos modestos
cataclismos.
El aventurero actual ha aprendido a contentarse con sombras
de emoción. La televisión y el cine son sus melancólicos
proveedores de asombro.
Chesterton había inventado una solución genial: la Agencia de
Aventuras.
Era una empresa que atendía a los caballeros que
experimentaban el deseo de una vida variada.
Mediante la satisfacción de una suma anual, el cliente se
veía rodeado de acontecimientos fantásticos y sorprendentes
provocados por la Agencia.
El hombre salía de su casa y se le acercaba un chino
excitadísimo quien le aseguraba que existía un complot contra su
vida. Si tomaba un coche, era conducido al Barrio del Invierno,
donde cunden las riñas, los marineros egipcios y las mujeres
peligrosas.
Gracias a esta eficiente organización, el aventurero se veía
obligado a saltar tapias, a pelear con extraños o a huir de
desconocidos perseguidores.
Pero la realidad, aun cuando ha sido capaz de depararnos
empresas tan absurdas como las que investigan mercados o gestionan
transferencias de automóviles, no nos ha brindado una Agencia de
Aventuras. ¿Qué puede hacerse entonces?
Pues hay que actuar. No podemos pensar que las aventuras
vendrán a nosotros. De nada sirve esperar lo imprevisto mirando
vidrieras o sentados en el umbral. Es necesario que uno mismo
provoque sucesos extraordinarios.
Para demostrar que esto es posible, abandonaremos las anchas
avenidas de los Enunciados Generales para ingresar en el Laberinto
de los Ejemplos Concretos. Para decirlo de una vez, nos proponemos
impartir instrucciones precisas para vivir
aventuras.
Aventura de la mujer rubia Antes de comenzar a vivir este
episodio, usted debe elegir a una mujer rubia. Desde luego, es
preferible que sea hermosa. Y desconocida.
Una vez que usted se haya decidido por una rubia determinada,
comience a seguirla. Pero, atención. No se trata de escoltarla
durante un par de cuadras murmurándole frases ingeniosas. Hay que
seguirla silenciosamente y en forma perpetua. Hasta su
casa.
Hasta su trabajo. Hasta donde fuere
necesario.
Esto no debe interrumpirse jamás. Cada vez que ella entre en
un edificio, usted deberá permanecer afuera esperando su
salida.
No hay que disimular. La idea es que la mujer rubia advierta
cabalmente que usted la está siguiendo. Esto la pondrá muy nerviosa
y hasta es probable que llame al vigilante.
Pasaran días, semanas, y tal vez meses. Usted se convertirá
en una sombra familiar y silenciosa. Si la mujer rubia tiene novio,
no abandone la empresa. Después de todo, usted solamente quiere que
algo ocurra. Y tarde o temprano algo ocurrirá.
Aventura del timbre que suena en la noche Usted camina por
una calle oscura. Son las cuatro de la mañana. Tal vez llueve. De
pronto, frente a una casa cualquiera, usted resuelve tocar el
timbre. Pasan los minutos. Usted vuelve a tocar.
Un hombre consternado abre la puerta. – ¿Qué ocurre? –
pregunta.
–Ando en busca de una aventura -contesta
usted.
Aventura de la novia perdida Un día usted resuelve encontrar
a su Primera Novia.
Si usted ha tenido el descaro de casarse con ella, es
evidente que la cosa no constituye una aventura sino una
fatalidad.
Pero supongamos que usted no la ve desde hace veinte
años.
No sabe qué ha sido de ella. Apenas recuerda su nombre y su
cara ha tomado ya la forma de los sueños y el
recuerdo.
Usted hace averiguaciones. Indaga entre quienes la han
conocido. Investiga en los lugares en los que ella trabajó o
estudió. Recorre calles al acaso, cree reconocerla dos o tres
veces. Alguien le pasa un dato cierto.
Mientras todo esto ocurre, usted se vuelve a enamorar de la
Primera Novia y sueña todas las noches con ella, como solía hacer
veinte años atrás.
Un día usted descubre su paradero. Sabe exactamente dónde
encontrarla. Tiene la dirección, el número de su teléfono y conoce
los horarios en que es apropiado llegar a ella.
Usted piensa que la aventura ya puede comenzar, pero en
realidad es aquí donde debe terminar.
Aventura del túnel que va a cualquier parte Usted y un grupo
de amigos aventureros comienzan a excavar un túnel en el fondo de
una casa, que puede ser la suya.
La tarea deberá acometerse con el mayor
vigor.
Durante la excavación se irán descubriendo objetos extraños,
tales como huesos, cascotes, tapitas de cerveza, zapatillas fósiles
y antiguos pozos ciegos.
El trabajo durará meses y meses. Durante ese lapso surgirá
una deliciosa camaradería entre los integrantes del grupo. Es muy
probable que todos sean despedidos de sus trabajos habituales, en
razón de las inasistencias, la impuntualidad y la suciedad,
inevitables cuando uno excava un túnel. Por las mismas razones, los
que tuvieren novia serán abandonados.
Así las cosas, la única preocupación del grupo será cavar y
cavar. Un día cualquiera, cuando el túnel ya tenga una extensión
considerable, se comenzará a excavar hacia la superficie. Y aquí
viene el momento fundamental de la aventura. ¿Dónde aparecerán los
viajeros subterráneos? ¿En el hall de una casa habitada por
señoritas solteras? ¿En una panadería? ¿En un
convento?
Hay otras aventuras posibles: la del que se embarca en un
carguero sueco, la del viaje subterráneo a través del arroyo
Maldonado, la del que investiga a los mendigos para descubrir que
son ricos, la del que se mete en el baño de damas, la del que se
agacha a ver por qué no explota el cohete… Hay que
elegir.
Salgamos de una vez. Salgamos a buscar camorra, a defender
causas nobles, a recobrar tiempos olvidados, a despilfarrar lo que
hemos ahorrado, a luchar por amores imposibles. A que nos peguen, a
que nos derroten, a que nos traicionen.
Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a
esa miserable resignación que algunos llaman
madurez.
Diablo Todos sabemos que el túnel que pasa bajo las vías en
la estación de Flores es una de las entradas del
infierno.
Cierta noche de otoño, el ruso Salzman, uno de los tahúres
más prometedores del barrio, estaba haciendo un solitario en uno de
los bares mugrientos que existen por allí. Vino a interrumpirlo un
individuo alto y flaco, vestido con ropas elegantes, pero un poco
sucias.
–Buenas noches, señor, soy el Diablo.
Salzman saludó tímidamente. Estaba seguro de haber visto al
Diablo otras veces, pero le pareció inadecuado mencionarlo. El
hombre se acomodó en una silla y sonrió con dientes
verdosos.
–Un solitario es poca cosa para un jugador como usted. Sepa
que le está hablando el dueño de todas las fichas del mundo…
Conozco de memoria todas las manos que se han repartido en la
historia de los naipes. También conozco las que se repartirán en el
futuro. Los dados y las ruletas me obedecen… Mi cara está en todas
las barajas… Poseo la cifra secreta y fatal que han de sumar sus
generalas cuando llegue el fin de su vida…
Salzman no podía soportar aquella clase de discursos. Para
ver si se callaba, lo invitó a jugar al chinchón.
–No comprende, amigo. Le estoy ofreciendo el triunfo
perpetuo. Puedo hacer de sus palpitos leyes de acero. Por el precio
de su alma -una bicoca, si me permite- le haré ganar
fortunas.
–No puedo aceptar -dijo Salzman en el mismo momento en que se
le trababa el solitario. – ¿Acaso le gusta perder?
–Me gusta jugar.
–Usted es un imbécil… Tiene ganado el cielo. En fin, disculpe
la molestia. Si no es su alma, será cualquier
otra.
Salzman sintió la tentación de humillarlo. – ¿Quiere un
consejo? Vayase por donde vino… Aquí no conseguirá
nada.
El hombre alto lo miró sobrándolo.
–Olvida con quién está hablando. Siempre consigo lo que me
propongo.
–Vea, supongo que lo que usted pretende es corromper un alma
pura. Por aquí hay muy pocas. Y además, éste es el barrio de la
mala suerte. Todo sale mal.
–Hagamos una apuesta. Si consigo un alma antes del amanecer,
me llevaré también la suya. Si pierdo, usted podrá pedirme lo que
quiera.
Salzman juntó las cartas desparramadas.
–Usted sabe que lo que me propone es inaceptable… Pero
acepto. Desde luego, tendré que acompañarlo para asegurarme de que
no haga trampa.
Los dos personajes caminaron juntos por la oscuridad.
Anduvieron por la plaza desierta. En la avenida se cruzaron con
algunos paseantes que no sirvieron de nada porque ya estaban
condenados.
Salzman estaba un poco perturbado: es que su acompañante
matizaba el paseo con pequeñas y crueles travesuras. En la calle
Yerbal le quitó la gorra a un pobre viejo y en Bacacay le dio una
feroz patada a un perrito negro. Cada tanto, cantaba un estribillo
con voz de barítono.
–Almas, quién me vende el alma…
Caminaron hacia el norte y en Aranguren se encontraron con
una prostituta de increíble hermosura. Era muy joven, casi una
niña. Salzman estaba asombrado.
–Mire…
–Esto será fácil. La chica tiene hambre y aunque usted no lo
crea, ésta es su primera noche. Puedo asegurarle que seré su primer
cliente.
–Si usted lo dice… Pero recuerde que en este barrio todo sale
mal.
El hombre alto dejó a Salzman esperando en la esquina y se
acercó a la chica. Después se metieron en un oscuro
zaguán.
–Me llamo Lilí -dijo ella-. Tráteme bien. Tengo mucho
miedo.
Pasaron largas horas. La chica se derrumbó, extenuada y
sonriente.
–Ya no tengo miedo.
Al rato salieron los dos abrazados. En medio de la calle, el
hombre sacó la billetera. Salzman escuchaba escondido detrás de un
árbol.
–Fue maravilloso. Este dinero es tuyo.
–No quiero nada. Lo hice por amor.
El sujeto dio media vuelta y con paso indignado se acercó a
Salzman.
–Apúrese que es tarde.
Anduvieron por el Odeón, por Tío Fritz y por La Perla de
Flores, donde un grupo de racionalistas les explicó que el pecado
no existía, que el verdadero demonio es el que todos llevamos
dentro y que en realidad no hay hombres malvados sino psicóticos,
perversos, sádicos, fóbicos o histéricos. Al salir, el hombre
rompió la vidriera de un ladrillazo. Después volvió a
cantar.
–Almas, quién me vende el alma…
En la puerta de Bamboche vieron a Jorge Allen, el poeta, que
por fin había encontrado la pena de amor definitiva. Salzman indicó
que se trataba de un amigo y pidió que no se lo molestara con la
condenación eterna. El hombre se rió a carcajadas.
–No está en mis manos condenar a ese muchacho. Los enamorados
hallan el cielo o el infierno en el objeto de su
amor.
–Tiene razón -dijo el poeta sonriendo.
Salzman los presentó.
–Jorge Allen… el Demonio.
–Ya nos conocemos, pero ya que está: ¿por qué no compra mi
alma? Sólo pido el amor de la mujer que me enloquece. Se llama
Laura.
–Ya lo sé. Se la entregué hace un tiempo a otro fulano. Por
eso no lo ama.
–Con razón, con razón…
–Puedo darle el amor de cualquier otra.
–Ya lo tengo, gracias.
Allen se fue sin saludar. El hombre le mostró el culo a una
vieja que pasaba.
Cerca de las cinco de la mañana, hartos de caminar, fueron a
dar al Quitapenas de Nazca y Rivadavia. El hombre alto estaba
deprimido por los fracasos de aquella noche. Se tomó cuatro cañas y
empezó a contar chistes puercos. – ¿Conoce el del japonés que va al
infierno?
Salzman estaba a punto de regalarle el alma para que se
callara.
Apareció un hombre con una guitarra. Se largó con un paso de
milonga en mi menor y al rato se puso a improvisar un
canto.
–Al ver a toda esta gente en esta amable reunión convoco a mi
inspiración con el carácter de urgente.
Si entre el público presente se encontrara un payador, lo
desafio, señor, a tratar cualquier asunto, en versos de contrapunto
para ver quién es mejor.
El hombre alto le quitó la guitarra y contestó en la
menor.
–Soy el diablo y por lo tanto acepto su desafio, sepa que
este canto mío ya ha vencido al viejo Santos.
Pero yo gratis no canto, quiero una apuesta
ambiciosa.
Pregúnteme cualquier cosa, mas, si contesto, le digo: llevaré
su alma conmigo a la Región Tenebrosa.
El payador no se achicó.
–Por mi alma yo se lo aceto o si no por una copa, no me
asusta Juan Sin Ropa pues ya ni al diablo respeto.
Pero seamos concretos, el tema será profundo: diga de un modo
rotundo qué siente usté en el amor y si no invite, señor, la vuelta
pa' todo el mundo.
El diablo hizo una mueca de asco y pagó la
vuelta.
A las seis en punto, pasó por el lugar Manuel Mandeb. Con
aliento de azufre, el hombre alto le habló al
oído.
–Le compro el alma, jefe.
–Vea, no hay nada en el mundo que me interese, salvo tener un
alma. De modo que estamos ante una paradoja.
Empezó a amanecer.
–Oiga, Salzman… De hombre a hombre se lo digo… Esto no es
justo: todas esas personas que hemos visto son cien veces más
perversas que usted y yo juntos. Quizá sea hora de retirarme de
este estúpido negocio.
–No se desespere, amigo.
–No me consuele. No olvide quién soy. Pídame lo que
quiera.
Salieron a Nazca y vieron venir por la vereda a Lilí, la
joven prostituta. Las luces del día la hacían todavía más hermosa.
El hombre se peinó las cejas con escupida.
–De sólo verla se me encienden los siete fuegos del infierno.
Tal vez no me lleve ningún alma, pero le juro que no perderé esta
noche.
Salió corriendo y la encaró junto a un
portón.
–Creo que estuve un poco brusco hace un rato y por eso he
resuelto compensarla.
Ella lo miró con frialdad. – ¿A qué se
refiere?
–Le daré poder. Poder sobre mí.
Ahora ella miraba un cartel lejano.
–Perdón, creo que no entiendo.
–Vea, no acostumbro a hacer estas cosas. Pero debo reconocer
que estoy excepcionalmente impresionado por usted. Antes la traté
como a todas. Ahora me gustaría tratarla como a
ninguna.
La chica empezó a caminar.
–No tengo nada que ver con todo eso.
–No se vaya. Quiero estar con usted. ¿Puede entender
eso?
–Sí lo entiendo, pero… Lo llamaré otro día.
–Lilí, soy yo… el del zaguán. Y para mí el único día de la
eternidad es hoy.
–Pero para mí no.
–Está bien. Quizás ahora no. Digamos mañana.
–Creo que no. Estoy un poco confundida. Necesito
tiempo.
El hombre encendió los ojos. – ¿Tiempo? ¿A mí me hablas de
tiempo? ¿Acaso te olvidas de quién soy?
–No sé… si no me lo explica.
–No estoy acostumbrado a dar explicaciones. Mi identidad es
ostensible. Has estado conmigo y no te has dado
cuenta…
–No.
El empezó a sacudirla, mientras gritaba como un
loco.
–Soy Satanás, el Señor de las Tinieblas, el Príncipe de las
Naciones, Lucifer, El Portador de Luz, el Adversario, el Tentador,
Moloch, Belcebú, Mefistófeles, Ahrimán, Iblis… ¿Entiendes? ¡Soy el
Diablo!
Hubo un trueno que hizo temblar la barriada. Ella lo apartó y
lo miró con desprecio.
–Cállate de una vez, miserable gusano enamorado. ¿No ves que
te estás humillando ante mí? ¿No comprendes que podría llevarte a
donde yo quisiera? ¿No comprendes que podría hacerte mi esclavo,
que podría obligarte a adorarme?… ¿Y sabes por
qué?…
Porque el Demonio, el verdadero Demonio… soy
yo.
Lilí se fue canturreando una milonguita.
–Almas, quién me vende el alma…
Salzman se acercó al hombre alto. – ¿Un cigarrillo,
maestro?
–Gracias… A propósito… ¿Le debo algo?
–Por favor… Vaya con Dios.
Estatuas Egestes era un sacerdote de Lanuvio a quien le
habían encargado trasladar unas estatuas a la recién fundada ciudad
de Alba. El trabajo vino a tornarse imposible porque las estatuas
regresaban durante la noche y se instalaban en sus emplazamientos
originales. Egestes perseveró durante un tiempo, pero finalmente
resolvió no contrariar los deseos de las estatuas y las dejó
definitivamente en Lanuvio.
A lo largo de la historia hay algunos otros ejemplos de
estatuas semovientes, cuando no parlantes, cantoras, oraculares o
concupiscentes: la caprichosa Hera de Argos; la vengativa Artemis
Ortia, que volvió locos a los hijos de Irbo; la fecunda estatua que
esculpió Pigmalión, a quien le dio una hija; el célebre Paladium,
que garantizaba la victoria a sus poseedores.
Los Brujos de Chiclana afirman que las posturas de las
estatuas del rosedal varían imperceptiblemente cada noche. Desde
luego, se trata de levísimas modificaciones: una sonrisa acentuada,
un abrazo más estrecho, un ojo guiñado, una túnica más
arrugada.
Hasta el presente nadie ha realizado mediciones
comparativas.
Tampoco ha sido sorprendida estatua alguna en el momento de
moverse. Los Brujos declaran que los movimientos los hacen cuando
nadie las mira y agregan que hay estatuas que salen a caminar todas
las noches. Parece que durante sus paseos besan a las jóvenes que
duermen y les contagian la frialdad. Las vecinas supersticiosas
piensan que la maldad de las estatuas es innegable y cierran sus
puertas con llave para que no invadan sus casas a la
madrugada.
Las viejas de. Palermo cuentan historias de niños raptados
que luego son convertidos en estatuas. Un grupo de iconoclastas de
Villa Crespo asegura que desde hace años se prepara una sublevación
de estatuas destinada a poner el mundo bajo su dominio y a condenar
a los humanos a una existencia inmóvil y
ornamental.
El grupo se complace en destrozar toda clase de esculturas
para preservar los clásicos privilegios de los
hombres.
Hay algunas cosas que los Brujos de Chiclana han llegado a
establecer: la personalidad de cada estatua es independiente de la
figura que representa. San Martín no es San Martín y Belgrano no es
Belgrano. Eso sí: todas se comportan conforme a su especie y a su
sexo. Las mujeres son mujeres y los perros son perros. ¿Realizan
las estatuas el acto sexual? Podría conjeturarse que no, si se
piensa que no nacen de un vientre materno. Sin embargo, los Brujos
creen que son capaces de sentir deseo. En cuanto a las estatuas que
han sido esculpidas representando precisamente una fornicación, es
razonable suponer que aprovechan la ausencia de testigos para
descansar un poco de sus abrazos.
Los Brujos dicen preparar una especie de polenta que
convierte en estatua a quien la come. Dejan sospechar además, que
les espera el mismo destino a los que espían a una gitana
bañándose, a los que miran fijo un eclipse, a los vigilantes que se
quedan dormidos, a los que se desnudan en las plazas, a los que
piensan siempre en la misma cosa y a los que se ponen bizcos de
cara al Pampero.
Algunas de las historias que se cuentan sobre las estatuas
vivientes tienen su origen en sucesos que nada tienen de
prodigioso.
Los jubilados de la Plaza Flores oían muchas veces los
dictámenes de una estatua oracular que con voz clara respondía a
toda clase de interrogaciones. Al fin vino a descubrirse que todo
era un fraude y que las consultas eran satisfechas en verdad por el
ruso Salzman, escondido en las ramas de un árbol vecino. A pesar de
todo, los jubilados siguen creyendo en la estatua y le hacen
preguntas cuyas respuestas inventan ellos mismos.
El viejo Helios, un escultor de Santos Lugares, es experto en
el fundido de caballos de bronce. Para su desgracia, su taller
linda con los fondos del club Sporting. En horas de aburrimiento
los socios se entretienen saqueando los corrales del viejo. Para
rubricar la hazaña, los cuatreros juran a su víctima que los
caballos se escapan por su cuenta y que los vecinos de la calle
Rodríguez Peña los ven galopar cada noche en dirección a Villa
Progreso.
Los muchachones impíos del barrio del Pilar se llevan los
caballos de los monumentos, dejando a los proceres de a pie. Los
guardianes de las plazas, compadecidos, se esfuerzan por ubicar al
patriota desmontado en ancas de algún otro.
Algunos vendedores de elixir opinan que la rebelión de las
estatuas es obra de los propios Brujos de Chiclana, que están
preparando un ejército de piedra, mármol y bronce para atacarnos en
el momento menos pensado. Si triunfan los Brujos, todos seremos
estatuas y el tiempo pasará inútil sobre una historia
encallada.
O acaso los Brujos ya triunfaron y ya somos estatuas y el
movimiento no es más que una ilusión y no hay almas en nuestros
pechos de piedra.
Ultimas palabras Viendo que Karl Marx se moría, Hellen, su
ama de llaves, le pidió que le dictara unas últimas palabras para
publicarlas.
Marx se negó redondamente:
–Las últimas palabras son para los tontos que no han dicho en
su vida lo suficiente.
Sin embargo, una muchedumbre de ilustres personajes se han
creído en el caso de cerrar su existencia con unas
frases.
Cabe observar que no siempre es la voluntad del agonizante la
que divulga estos discursos finales, sino más bien la memoria o la
inventiva de los testigos. El "tú también, Bruto" de Julio César no
parece destinado a impresionar a la posteridad y debe su fama al
testimonio de los asesinos.
Distinto es el caso de Sócrates. Antes de beber la cicuta, el
maestro pidió a un amigo que se encargara de devolver un gallo que
le estaba debiendo a un tal Asclepius. Uno simpatiza con este gesto
y con este hombre capaz de recordar sus pequeñas deudas cuando
estaban por matarlo. Sin embargo, es posible sospechar un oculto
deseo de lucirse. Tal vez Sócrates quería hacer inolvidable aquella
escena y juzgó elegante adornarla con una demostración de desdén
metafísico. En realidad no le importaba pagar sus deudas sino
mostrar la grandeza de su espíritu.
En cierto sentido, puede afirmarse que el de las últimas
palabras es un género literario. Anotemos algunos preceptos
básicos.
El principal de ellos exige morir después de completar el
texto.
También es indispensable la presencia de testigos. Estaríamos
entonces ante una disciplina artística imposible de ejercer en
soledad.
Por lo general, conviene la utilización de un estilo solemne
y pomposo, como si cada palabra estuviera grabada en
mármol.
Algunas cuestiones inquietantes: ¿Cómo sabe alguien que está
diciendo sus últimas palabras? Para el caso, hay que elegir una
muerte más bien lenta y previsible. Los asesinatos, los accidentes,
y cualquier fallecimiento repentino, pueden dejarnos fuera del
catálogo. Acaso sea posible prevenirse y decir unas frases
adecuadas antes de correr algún peligro, por las dudas. Enfrentar
lo desconocido con las últimas palabras ya dichas.
El arquitecto Hugo Zambrano estaba muy satisfecho de sí
mismo. Constantemente se postulaba a la admiración general con
pequeñas proezas mundanas. Rara vez dejaba pasar la ocasión de
lucirse. Aun estando solo, respondía a las preguntas de los
programas de la televisión o completaba
crucigramas.
Con los años se le hizo costumbre pensar en su muerte. Y
resolvió adornarla con unas palabras que hicieran reventar de
envidia a los vecinos. Las preparó cuidadosamente con fragmentos de
discursos escolares. Después esperó.
Pasó el tiempo, llegaron la vejez y los
achaques.
Una noche, creyéndose morir, Zambrano soltó su
parlamento:
–Perdono a mis ofensores ahora que me dispongo a atravesar la
puerta oscura…
Hubo una larga espera silenciosa. La muerte no llegaba. El
trato de sus familiares lo obligó a decir otras cosas. Las últimas
palabras se le habían vuelto penúltimas.
El arquitecto se salvó pero creció en él el temor de que las
circunstancias le dejaran como últimas unas palabras
vulgares.
Para evitarlo repetía su despedida cada tanto. Los vecinos de
la calle Granaderos lo oían murmurar antes de cruzar la ardua
avenida Avellaneda:
–Perdono a mis ofensores…
Finalmente, Zambrano ya no decía otra cosa que sus últimas
palabras.
Ante cualquier pregunta cotidiana el hombre
respondía:
–Perdono a mis ofensores…
El arquitecto murió una mañana de junio y los vecinos
sospechan que fue asesinado por sus familiares, después de
obligarlo a decir algo humillante.
Sin llegar a los extremos transitados por Zambrano, es
razonable prevenir esa falta de imaginación que es tan corriente en
la agonía, alistando de antemano un batallón de frases de
clausura.
Llegado el caso, es posible encargarle el trabajo a otras
personas. Pancho Villa tenía un secretario norteamericano que le
escribía sus discursos. Herido de muerte, Villa le preguntaba
desesperado qué últimas palabras debía decir.
Sábato ha dicho que hay que ser muy vanidoso y frivolo para
esforzarse en la oratoria en un momento semejante.
Me impresiona esta escena: son los últimos momentos de una
larga enfermedad. Los familiares están exhaustos después de semanas
de desvelos. Los médicos se empeñan en unas últimas e inútiles
diligencias. La mujer solloza. La miseria se avecina. Y el
moribundo comienza una arenga… No hay derecho.
Un detalle final: la muerte golpea impaciente su talón en el
suelo.
Manuel Mandeb sostenía que los oradores in artículo monis
iban directamente al infierno, donde los demonios los atormentaban
con agradecimientos de premios, con brindis de fin de año y
descripciones de tardes soleadas a cargo de periodistas
deportivos.
El hombre austero y digno debe irse silenciosamente de todas
partes. En las fiestas no insistirá en interminables despedidas. Al
ser exonerado de un empleo, no pedirá explicaciones. Expulsado por
una novia, se abstendrá de todo reproche. Y llegado el caso, se
morirá sin conferencia de prensa.
Las tetas de Devoto Los Narradores de Historias han inventado
muchas mentiras.
Por culpa de ellos, la gente ha llegado a dudar de la
existencia de cosas tan evidentes como el Ángel Gris de Flores y
-por otro lado- hay quienes creen en leyendas tan fantásticas como
la del ferrocarril que corría entre Sáenz Peña y Villa
Luro.
Sin embargo, los Hombres Sensibles de Flores creían en la
palabra de los Narradores e iban todas las noches a la casa en
ruinas que está frente a la estación a hacerse referir cuentos por
unas monedas.
Allí oyeron hablar de Isabel, la tetona de
Devoto.
La primera vez que escucharon la historia no se sorprendieron
demasiado: al parecer, en Villa Devoto había una muchacha un poco
rara que tenía una nube en el pecho.
Pero los Narradores se complacían repitiendo sus relatos y
cada vez agregaban detalles nuevos. En una segunda versión se supo
que quien veía a Isabel no podía dejar de pensar en sus
tetas.
Mas adelante se indicó que la mujer se escapaba de los
hombres y que nadie había conseguido enamorarla
jamás.
Algunos meses más tarde, ya eran varios los hombres de Flores
que juraban haberla visto. Bernardo Salzman, el jugador de dados,
creyó reconocerla desde la ventanilla del tranvía Lacroze, en una
visión fugaz pero imborrable. Jorge Allen, el poeta, pretendía
haber visto su sombra en la calle Simbrón. Manuel Mandeb la había
sospechado a sus espaldas en el subterráneo pero no se había
animado a darse vuelta.
En ese entonces, para los muchachos del Ángel Gris aquello
era apenas un asunto picaresco. Pero una noche de noviembre, el más
codicioso de los narradores, un individuo maloliente al que
llamaban Letrina, contó la historia de Isabel sin ocultar nada. Y
allí estaba oyendo -para su desgracia- Manuel
Mandeb.
–Las tetas de Isabel son las más portentosas de la Tierra.
Pero eso no es todo: el hombre que alcance a contemplarlas conocerá
el Gran Secreto. Entrará en posesión de las terribles verdades de
la vida, el arte y el amor. Pero las tetas de Devoto no están
hechas para cualquiera. Hay un sólo hombre señalado por el destino
para asomarse a todos los misterios del Universo. Si otro caballero
se atreviera a espiar lo que no debe, moriría en el acto. Nadie
sabe quién es el hombre indicado.
Isabel, sin embargo, lo espera y está segura de reconocerlo.
Se dice que el hombre le dejará como regalo una
herradura.
Manuel Mandeb preguntó enseguida dónde vivía semejante
hembra. Pero el Narrador exigió un nuevo aporte de dinero para
continuar. Ante la insolvencia general, decidió
retirarse.
Para el pensador, el caso se transformó en una obsesión.
Anduvo inspeccionando pechugas por todos los barrios y siguiendo
los pasos de cuanta tetona se le atravesaba. Amigos desocupados lo
ayudaban en su búsqueda: Ives Castagnino, el músico de Palermo; el
ruso Salzman; Allen, el poeta, y Jaime Gorriti, el quinielero de
Caseros.
Una tarde de diciembre, Mandeb dio con una muchacha que
conocía la leyenda. Ella no pudo aportarle datos nuevos pero le
dejó una pregunta inquietante: -¿Qué pasaría si usted no fuera el
Hombre Elegido?
–No vale la pena vivir si uno no es el Hombre Elegido
-contestó Mandeb, y le arrancó la blusa.
Desde otros barrios comenzaron a llegar
rumores.
Alguien sabía algo sobre una gitana de la calle Sanabria.
Otros hablaban de una morocha de Villa Crespo. Pero lo más
interesante fue la noticia de la extraña muerte de Lorenzo Lugo, un
renombrado picaflor de José Ingenieros. Lo encontraron tirado bajo
un puente de la General Paz, agonizante. Antes de morir en el
hospital Pirovano, dijo cosas incomprensibles acerca de unas
tetas.
Algunas semanas después, el Narrador Sucio lo aclaró
todo.
Lugo había pasado casualmente frente a la casa de Isabel y
alcanzó a verla baldeando el patio. De pronto, en un movimiento
brusco, uno de los Colosos de Devoto saltó fuera del batón y desató
la tragedia.
Varias muertes y desapariciones fueron atribuidas al pecho
fatal, pero era casi seguro que los Narradores
exageraban.
Durante todo el verano, los Hombres Sensibles buscaron
indicios y esperaron señales.
El seis de marzo, Manuel Mandeb encontró una herradura de
plata.
Entonces perdió toda compostura. Andaba todo el día por Villa
Devoto y tocaba los timbres de las casas haciéndose pasar por
vendedor de rifas. Cada noche soñaba con Tetas Ciclópeas que nunca
alcanzaban a descubrírsele totalmente: velos, sábanas y breteles le
negaban la sabiduría.
Hasta que una tarde, durmiendo la siesta, tuvo un sueño
diferente: vio una casa con una verja muy alta y un yuyal selvático
en el frente. Era una casa espantosa y el miedo lo
despertó.
Dando por suficiente el dato soñado, Mandeb hizo un anuncio
solemne en la esquina de Artigas y Aranguren.
–Llegó la hora -recitó- la noche es fresca, el viento sopla
desde Liniers, la luna es brillante. Y yo ya sé dónde encontrar a
Isabel.
Eran cinco: Manuel Mandeb, Jorge Allen, Bernardo Salzman,
Ives Castagnino y Jaime Gorriti.
–Esta noche, si tenemos suerte, vamos a ver las tetas más
hermosas del mundo y sabremos el secreto del amor y de la
vida.
Salzman, el hombre de los dados, se atrevió a una
objeción:
–Si no entendí mal el cuento, aquí venimos sobrando
cuatro.
–Es cierto -admitió Mandeb- solamente un hombre ha sido
señalado para este asunto. Pero si entre nosotros está el elegido,
ya habrá tiempo de conversar. Y tal vez la visión de uno será la
visión de todos.
Los muchachos de Flores partieron rumbo a Devoto. Atravesaron
todo Villa del Parque. Cruzaron las vías del Pacífico. Manuel
Mandeb olisqueaba el aire y trataba de orientarse.
Anduvieron dando vueltas cerca de una hora más. A veces,
interrogaban a los caminantes, pero nadie supo decirles nada.
Finalmente, el olfato de Mandeb -o la casualidad- los condujo hasta
una calle que iba agonizando hacia la General Paz. En el rincón más
oscuro de la cuadra, Manuel Mandeb pegó un salto.
–Es aquí… es aquí. Esta es la casa que soñé. Aquí vive
Isabel.
Tocaron el timbre y esperaron. Pasaron como cinco
minutos.
–No hay nadie…
–Tal vez no funcione el timbre… -Ives Castagnino empezó a
golpear las manos. Gorriti se lució con un silbido
agudísimo.
A lo lejos se abrió una puerta. Un momento después, una
figura lamentable se fue acercando entre los
yuyos.
El espectro llegó a la puerta. Era una vieja flaca y
desencajada.
El batón le llegaba hasta los pies. En la cabeza llevaba un
pañuelo negro. – ¿Qué buscan aquí?
–Buscamos a Isabel.
–Aquí no hay nadie. Vayanse…
–No mienta, señora… Sabemos que Isabel vive
aquí.
–No. Aquí no hay nadie… -La vieja dio media vuelta y se fue
alejando hacia la casa.
Una lechuza cantó en lo alto. Jorge Allen se
santiguó.
–Es aquí -insistió Mandeb-. Esa vieja no nos quiere dejar
entrar, pero es aquí.
Desde la casa llegó el sonido de un piano que tocaba el vals
"Lágrimas y sonrisas".
Allen volvió a tocar el timbre. El piano calló. Manuel Mandeb
tomó una decisión.
–Por una vieja loca no me voy a perder la ocasión de conocer
el Gran Secreto… Vamos a saltar la verja.
Ayudándose unos a otros, los hombres de Flores salvaron los
fierros oxidados y saltaron al yuyal. Caminaron despacio, sin
hablar. Cada tanto, alguno se reía de puro miedo.
En algún lugar se abrió una puerta. Enseguida aparecieron
ocho perros, como sombras negras y aullantes.
Mandeb trataba de razonar con los animales mediante silbidos
y palabras tranquilizadoras.
–Chiquito, chiquito… bueno, bueno…
Un perro le tiró un terrible tarascón. El ruso Salzman
consiguió un palo y empezó a repartir golpes a ciegas. Jorge Allen
pegaba patadas con sus enormes zapatones y recibía mordiscos en los
tobillos. Los hombres estaban aterrorizados. Ya casi no podían
defenderse.
Desde la casa se oyó un silbido. Los perros se pararon en
seco y un momento después corrieron hacia el lugar de donde habían
salido.
Los muchachos de Flores quedaron tendidos en el yuyal,
sucios, exhaustos, mordidos y con olor a perro.
Una sombra se acercó al grupo. – ¿Qué quieren
aquí?
Era un sujeto inmenso. Un gigante. Estaba armado con un viejo
trabuco naranjero.
El ruso Salzman tuvo ánimo para contestar.
–Quédese tranquilo, maestro. Venimos a ver a
Isabel.
–Aquí no hay nadie -dijo el gigante-. Y vayanse, a ver si no
les meto un perdigón en el balero.
Mandeb metió la mano en el bolsillo y sacó trabajosamente la
herradura de plata.
–Tome, tome. Esto le va a interesar.
El gigante tomó la herradura y la examinó con
cuidado.
–Usted puede pasar -dijo mirando a Mandeb-. Los otros se
rajan.
–Los señores vienen conmigo. Yo me hago
responsable.
–Está bien. Vamos.
Guiados desde atrás por el trabuco, entraron a un pasillo con
olor a humedad. Después pasaron a una sala grande y oscura. El
gigante los hizo sentar en unos sillones mugrientos. Volvieron a
escuchar el piano.
–Esperen aquí quietitos.
El gigante se esfumó.
Al rato apareció una figura que ocultaba su cara con una
gorra de enorme visera. Sin decir nada los guió por un sinnúmero de
pasillos. En uno de los corredores vieron a un perro atado. Gorriti
creyó reconocer a uno de los monstruos del yuyal y le acomodó un
zapatazo brutal. El animal lanzó un horrible aullido. El hombre de
la gorra no dijo nada.
Durante todo el trayecto los incomodaba un hedor
pestilente.
–Qué olor a podrido…
–A mí me resulta familiar.
Salzman tuvo una revelación. Con la mayor rapidez arrancó la
gorra del guía.
–Miren a quién tenemos aquí…
Era el Narrador sucio, el llamado Letrina. – ¿Qué hace usted
en este lugar?
–Ya lo ve. Estoy terminando de contar una
historia.
Al final del último pasillo había una puerta roja. El roñoso
la abrió con una llave enorme.
–Adelante.
Entraron en una habitación llena de tapices y cortinados. En
el centro había una cama inmensa. Los hombres de Flores se
acomodaron en unas banquetas forradas en terciopelo. El Narrador
los dejó solos.
Gorriti convidó cigarrillos. Esperaron un rato en silencio,
concentrados en sus heridas y en sus dolores. Ya habían dejado de
fumar, cuando apareció una mujer espléndida. – ¡Isabel! – gritó el
ruso Salzman-. Miren… miren qué mina.
Era en realidad una hembra notable.
–No soy Isabel -confesó-. Apenas soy Ivette. – ¿Dónde está
Isabel? – preguntó Mandeb.
–Ya vendrá, ya vendrá. Depende de ustedes. Presten
atención.
La mujer adelantó sus manos con elegancia y
recitó:
Miren mis manos. Dicen que una de ellas es la salud y cura
las heridas.
Quien la roce tendrá valor y fuerza en todos los momentos de
su vida.
La otra mano es la peste y quien la toque padecerá tormentos
y dolores.
Ahora hay que elegir: no se equivoquen. ¿Quién se atreve a
arriesgar? Jueguen, señores.
Castagnino se levantó y besó la mano
derecha.
Los hombres de Flores sintieron un extraño bienestar y las
mordeduras desaparecieron en ese mismo instante.
La mujer tiró de una cinta y su vestido se
abrió.
Miren mis pechos: son como dos lunas que de otras brindan
pálida noticia.
Uno es la buena suerte y da fortuna por siete años al que lo
acaricia.
El otro es la desgracia, ya lo saben.
Tocarlo es desacierto y es derrota.
Vamos, señores, que en sus manos caben la sombra y la
ventura. ¿Quién se anota?
Jorge Allen se adelantó temblando. Dudó un instante y luego
acarició suavemente el pecho izquierdo de Ivette.
–Acertó también el poeta.
Hubo una pequeña ovación. Los amigos se abrazaron. Ivette
volvió a recitar.
Ahora les digo: miren mis mejillas -Y aquí es dónde se
empieza a jugar fuerte-Se puede besar una, que es la vida… se puede
besar otra, que es la muerte.
Manuel Mandeb se levantó rápidamente. Se acercó a Ivette y le
puso las manos sobre las mejillas. Entonces
recitó.
Nadie vaya a copar. A mí me toca.
Yo soy el que ha venido para eso.
El jugador que apostará en tu boca a la vida y la muerte con
un beso.
Y la besó.
–Vamos, Ivette -dijo Manuel tiernamente-, Isabel
espera.
Ivette lo miró con cierta melancolía. Se cerró el vestido y
se fue para siempre.
Los Hombres del Ángel Gris quedaron solos de nuevo. Otra vez
volvió a escucharse el piano.
Una cortina se descorrió y apareció Isabel.
Todos temblaron. Todos supieron que era
ella.
Manuel Mandeb lloró de emoción o tal vez de alarma: los ojos
de aquella mujer conocían -lo supo enseguida- toda su
vida.
Ahora no tenía ninguna duda: el elegido era
él.
Isabel fue directamente hacia el pensador de
Flores.
–Será un momento nada más -anunció.
–No importa.
–Tus amigos deben irse.
–Mis amigos se quedan. Han sufrido mucho para llegar
aquí.
–Está bien… todos merecen el don. Pero no sé si enseñando mis
pechos no los haré más desgraciados.
–Más vale ser sabio que dichoso… ¡A ver esas
tetas!…
La mujer caminó hacia el centro de la habitación. Mandeb
miraba ansioso. Isabel lo llamó. Lo besó en la frente y
observándolo con aquellos ojos que lo sabían todo, le acarició la
cabeza.
–Pobrecito…
Después, lentamente, fue desabotonándose la camisa. Los
hombres de Flores temblaban. Los pechos fueron apareciendo de a
poco, como lunas de verano, como soles en el mar. En un amanecer de
tetas saltó el último botón.
En ese momento, Mandeb comprendió que algo terrible iba a
ocurrir y trató de detenerla. Pero ya era tarde: las Tetas de
Devoto estaban desnudas y brillantes como
estrellas.
Pero fueron estrellas fugaces.
Por un instante los hombres sintieron un dolor dulce, como
una puñalada de felicidad.
Pero enseguida, un segundo después, como palomas heridas, las
Tetas se marchitaron y cayeron.
La hembra fantástica envejeció de golpe y se convirtió en la
vieja que habían visto antes. Las arrugas brotaron en la piel y las
piernas se arquearon. La sonrisa piadosa fue una risotada de
burla.
Pero peor fue lo que ocurrió con los ojos. Aquellos ojos lo
sabían todo, pero ya no les importaba nada.
La habitación se llenó de un vapor oloroso. Por una puerta
aparecieron unos sujetos atléticos con la piel untada de aceite y
armados con enormes cuchillos. Gritaban o quizá cantaban en una
lengua desconocida. La vieja empezó una danza repugnante,
moviéndose con lujuria y agitando las piernas surcadas de venas
moradas.
Los hombres armados, sin dejar de gritar, se fueron acercando
a los hombres de Flores. Uno de ellos desgarró la camisa de Mandeb
y trató de besarlo en el hombro.
El pensador retrocedió rápidamente y soltó una voz de mando
firme y decidida.
–Rajemos.
Castagnino apenas pudo esquivar a la vieja que le mostraba
una lengua de color violeta. Los amigos huyeron por los corredores.
El Narrador de Historias trató de cerrarles el paso, pero no lo
consiguió. Por suerte, el gigante no apareció.
Cuando llegaron al yuyal, los cinco muchachos vieron que ya
nadie los perseguía. De todas maneras, siguieron a la gran carrera
hasta la verja. Mientras saltaban los fierros, oyeron el piano que
seguía tocando "Lágrimas y sonrisas".
Siempre corriendo, cruzaron Villa Devoto y llegaron medio
muertos a Floresta. Con los ojos llenos de lágrimas siguieron
caminando en silencio hasta Flores.
Sin hablar, se fueron separando. Castagnino tomó un taxi
hasta Palermo. Gorriti se subió al 53 para ir a Caseros. Salzman se
despidió en la puerta de su casa.
En la esquina de Artigas y Aranguren, Jorge Allen le dijo al
pensador:
–Por un momento creí que de verdad íbamos a conocer el Gran
Secreto… y me aterroricé.
–Quién sabe -contestó Manuel Mandeb-. Yo tengo miedo de que
realmente lo hayamos conocido.
El fantasma V Fueron tiempos duros. La Mujer Amada estaba
cada vez más lejos. Todo esfuerzo por despertar su interés fue
perfectamente inútil. El libro era la única esperanza. Lo fui
escribiendo penosamente. Casi dos años después del primer
encuentro, el fantasma revisó la carpeta y contó 198
páginas.
–Falta muy poco. No vale la pena que lo haga esperar hasta el
mes que viene. Si me promete que traerá las últimas hojas, le daré
la flor hoy mismo.
–Prometido.
El fantasma sacó de su ojal la flor roja, y me la alcanzó
ceremoniosamente. Ya oscurecía y la plaza estaba más triste que
nunca.
–Vaya -me dijo, y se esfumó.
Aquella misma noche, la Mujer Amada me rechazó de un modo
definitivo.
El fantasma VI -Le traje Las dos últimas páginas. Pero quiero
decirle que todo salió mal.
Me pareció adivinarle una lágrima fantasmal.
–Lea. Lea lo que me ha traído. – ¿Para qué? A usted no le
interesa.
–Esta noche sí. Lea.
Le leí la anteúltima página.
–El pensador de Flores Manuel Mandeb razonaba que un Paraíso
general era absolutamente inapropiado para encontrar la dicha. Es
evidente que lo que hace la felicidad de unos promueve la desdicha
de otros.
En su extenso libro "Proyectos para la reforma del cielo",
Mandeb confiesa que la promesa del Edén se le convierte en amenaza,
ante la posibilidad de encontrarse allí con toda clase de sujetos
desagradables.
También especula con la casi segura ausencia de sus mejores
amigos.
Al cabo de una interminable serie de ejemplos, el hombre de
Flores se decide a postular que deben existir tantos paraísos como
almas que los merezcan.
Las objeciones son inevitables. Puede suponerse que ciertas
dulces presencias han de ser reclamadas en más de un cielo. Mandeb
sugiere lisa y llanamente la creación de fantasmas cuyas conductas
garanticen la felicidad de cada bienaventurado.
–No está mal -dijo el fantasma.
–La flor no sirvió.
–Ya lo sé. Ella no lo querrá nunca.
–Usted hizo trampa.
–No. La flor fue inútil porque ella no es la Mujer Amada.
Además usted no la necesita a ella. Usted necesita la flor. Usted
es la flor.
Le arrojé en la cara la última página.
–Tome, ahora podrá entrar al cielo.
–No hay cielo ni hay infierno. Nunca volverá a ver a su padre
muerto. El amor no renace. La juventud no regresa. No hay
milagros.
Los fantasmas no existen y este libro que soñamos no es más
que un fastidio de textos que otros pensaron. – ¿Quién es
usted?
El fantasma me devolvió la última hoja,
–Leé, leé para mí.
–Yo he soñado con un cielo. Contaré lo que vi en mi sueño,
agregando algunos goces que faltaban.
Me vi saliendo con mis amigos más queridos de la Universidad
de Salamanca. Don Miguel de Unamuno acababa de darnos clase,
Caminamos por un sendero arbolado. A cada instante nos saludaban
señoritas maravillosas. Una de ellas nos invitó a una fiesta para
esa misma noche. Supe el nombre de algunos invitados: el hermano
Platón, el hermano Shakespeare, el hermano Osear Wilde, el hermano
Miguel Ángel.
Al cabo de un rato comprendí que el paraíso estaba lleno de
deliciosos problemas. Que existía la incertidumbre y la esperanza y
aun el desengaño. Pero que todo asumía la más noble de sus
formas.
Me crucé con mi tío Pedro Balbi, que manejaba el enorme auto
de mi abuelo Colombo. Iba a buscar a mi padre para ir al
Hipódromo.
Supe que la noche anterior habíamos visto cantar a Carlos
Gardel.
Ya cerca del despertar, al final del camino arbolado, me
esperaban unos ojos que ya no existen. Y entonces tuve la certeza
de que ese era el paraíso que Alguien había pensado para mí, el
único posible.
El fantasma, llorando, se fue para siempre.
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08/09/2009
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Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/