Los martillos de Ulric

Los martillos de Ulric

Ahora me parece, cuando vuelvo los ojos sobre aquel invierno ferozmente duro, que el mal que se nos echó encima hacía mucho, mucho tiempo que se acercaba. Tal vez era el destino de Middenheim. El destino puede ser así de cruel. He visto las marcas de las manos del destino en los pobres cuerpos de incontables hombres y mujeres que han llegado a mis manos. Heridas de puñaladas coléricas, de violencia absurda, de palizas por celos. En el servicio de Morr, he presenciado las múltiples crueldades del destino.

También a mí me ha tratado mal; fue en la época en que yo era un comerciante, antes de emprender el camino de la muerte. La muerte es cruel, pero la vida es aún peor: dura, fría, implacable, como un inhóspito Mondstille en su aspecto más salvaje.

Están los que luchan contra él: el digno Ganz y sus valientes hombres; la muchacha ordeñadora, Lenya; el ladrón callejero. Kruza. ¡Que Morr los proteja! Y también Ulric, y Sigmar; y Shallya. ¡Diantre, que los protejan todos ellos!: cualquiera de esos débiles dioses instalados en lo alto de su mundo invisible, y que afirman guardarnos, pero que simplemente nos observan.

Nos observan. Observan nuestro dolor. Observan nuestra inquietud. Observan nuestro final como la muchedumbre de la plaza de Fieras del Weg Oeste y nos animan a avanzar hacia nuestra torturada muerte.

Ya he oído bastante acerca de los dioses y su mundo invisible. Ya he tenido bastante de esta vida y de cualquier otra.

Soy un hombre de muerte. Me encuentro al borde de todo y observo como los dioses y como los demonios.

Todos nos animan con sus vítores, ¿sabéis? Dioses y demonios por igual. Todos nos animan.

De los documentos de Dieter Brossman,

sacerdote de Morr

El invierno armó a la ciudad para la guerra. La escarcha, tan gruesa como la hoja de una daga, cubría todas las superficies, y los carámbanos colgaban de todos los aleros y toldos. La nieve, como el vellón que se lleva bajo la armadura, envolvía apretadamente los tejados bajo la coraza de hielo.

Se avecinaba la guerra. En el lejano oeste, a lo largo de la frontera, los ejércitos bretonianos se impacientaban en espera de la primavera, ansiosos por atacar al Imperio con la perfecta excusa de la reciente muerte de la condesa Sofía. A pesar de que los embajadores iban de aquí para allá, realmente nadie dudaba que las naciones entrarían en conflicto en cuanto llegara la primavera. También había corrido la noticia de que en los helados bosques de Drakwald se estaban reuniendo, en gran número, manadas de hombres bestia, que apestaban el aire con su hedor y atacaban asentamientos y ciudades. Nunca antes se habían levantado durante Mondstille. Era como si algo, algo enorme, oscuro y que hedía a malignidad, los sacara de los bosques donde moraban.

Acorazado para la guerra, temblando, nervioso, Middenheim se acuclillaba sobre la cumbre dolorosamente fría de la roca Fauschlag y esperaba la llegada de sus sufrimientos.

Sólo unas pocas almas raras sabían que la verdadera guerra iba a librarse en el interior de la ciudad.

El capitán Schtutt, de la guardia de la ciudad, estaba calentándose las manos entumecidas ante el débil fuego del brasero que había en el puesto de guardia de Burgen Bahn cuando oyó unos gemidos lejanos que llegaban desde el escarchado distrito de Osstor. Era poco más de medianoche.

—¡Que Sigmar me azote! ¡Ahora no! —siseó.

Pfalz, Blegel y Fich, sus compañeros del último turno, se volvieron a mirarlo con poco entusiasmo.

—Pfalz, ven conmigo. Vosotros dos quedaos aquí —les dijo a Blegel y Fich.

Ambos parecieron aliviados, como si no quisieran salir al exterior.

Schtutt metió las manos en los mitones, se puso la gorra de cuero sobre la calva cabeza y cogió la lanza y el farol. Pensó en ponerse también la barbera, pero la idea de tener las frías guardas de las mejillas en contacto con la piel le resultó intolerable.

—¡Vamos, Pfalz! ¿Con qué estás perdiendo el tiempo?

Pfalz se puso los guantes y cogió la pica.

—Ya voy, capitán.

—Será sólo un momento —les aseguró Schtutt a Blegel y Fich como si les importara.

Abrió la puerta. El feroz frío de Mondstille lo arañó como un rastrillo de cristal y profirió una exclamación ahogada mientras oía que Pfalz gemía a su lado.

El aire de la noche era diáfano y cortante como el cristal. Schtutt cerró la puerta del puesto de guardia, y ambos salieron arrastrando los pies hacia la oscuridad del invierno.

El capitán se detuvo por un momento y escuchó con la esperanza de que, cualquiera que fuese el problema, se hubiese acabado; o que hubiese sido su imaginación, o que, en cualquier caso, se hubiese congelado. Pero volvió a oírse el gemido…, el miedo.

—¡Vamos! ¡Ocupémonos de eso! —le dijo Schtutt al teniente.

Echaron a andar pesadamente por los adoquines cubiertos de escarcha y crujiente nieve, sobre la que dejaron las únicas huellas posibles a aquella hora. Siguieron los sonidos hasta la siguiente esquina, donde la calle que continuaba a la izquierda caía en una empinada escalera flanqueada por casas inclinadas y cubiertas de nieve. En ese instante, el tembloroso sonido disminuyó por un momento.

—¿Allí? —sugirió Pfalz.

El teniente estaba señalando hacia la derecha con la pica y, luego, se enjugó la mojada nariz con un guante. Schtutt sacudió la cabeza.

—No…, allí…, hacia abajo, en dirección al colegio.

Bajaron los escalones con toda la rapidez que les fue posible. Avanzaban con cuidado para no resbalar sobre el hielo de escarcha que había debajo de la nieve. Lo último que Schtutt deseaba era partirse la cabeza cayendo por las escaleras de Ostweg en medio de la noche.

Ante ellos, en la franja de cielo visible entre los altos edificios de casas de ambos lados, podían comenzar a ver la noble cúpula gris del Real Colegio de Música. Estaba cubierta de nieve y reflejaba la luz de las lunas, de modo que brillaba como si ella misma fuese una pequeña media luna. Volvió a oírse el grito procedente de un callejón situado justo a la izquierda del pie de la escalera. Del bajo arco de entrada del callejón, colgaban agujas de hielo.

—Eso procedía del Agujero del Lobo —dijo Schtutt.

En esa dirección, un poco más lejos, había un rincón dedicado a Ulric. El callejón los llevó a una plazoleta donde nacían cinco callejones. En medio se hallaba el lugar santo llamado Agujero del Lobo. Consistía en un cuenco de piedra negra, como el de una fuente, con una pequeña imagen de la cabeza de un lobo colocada sobre un pedestal en el centro. Los comerciantes y habitantes del lugar dejaban allí velas encendidas, monedas u ofrendas votivas de flores y hierbas cuando iban camino de sus tareas cotidianas.

Esa noche, en las más frías horas de oscuridad, alguien había dejado un tipo de ofrenda completamente distinta: sangre oscura como vino salpicaba la nieve que rodeaba al Agujero del Lobo.

El primer cuerpo, un hombre de mediana edad con camisa de dormir, estaba echado sobre la fuente, de modo que su cabeza, brazos y hombros quedaban bajo la superficie del agua que había dentro del cuenco. No estaba claro si se había ahogado o no antes de que le arrancaran la parte posterior del torso.

El segundo cadáver, una mujer que llevaba un abrigo de brocado que había sido desgarrado, yacía a los pies del hombre. Estaba retorcida en una postura que les habría resultado imposible imitar incluso a los contorsionistas de la compañía de Mummer.

El tercero, otro hombre ataviado con el jubón y los calzones negros propios de un comerciante, yacía tendido de espaldas a pocos metros del Agujero del Lobo. No le quedaba rostro por el que pudiera ser reconocido.

La nieve estaba salpicada de sangre por todas partes, y había zonas pisoteadas y ensangrentadas donde pesados pies la habían removido.

Schtutt y Pfalz se quedaron juntos, sin habla, contemplando la escena.

El capitán se estremeció, pero, por primera vez esa noche, no tembló debido al frío. Obligó a su mente a pensar y a su cuerpo a moverse. ¡Pertenecía a la guardia de la ciudad, maldición, y tenía trabajo que hacer!

—¡A la izquierda! ¡A la izquierda! —le susurró a Pfalz.

Balanceó brevemente el farol y rodeó el Agujero del Lobo por la derecha. Llevaba la lanza sujeta y preparada en la mano izquierda.

Aquello lo habían hecho recientemente. Ascendía vapor de las heridas. Schtutt vio que la sangre había sido… usada, porque habían trazado marcas en la parte frontal del cuenco y sobre la estatua de Ulric. Eran letras, palabras; habían escrito otras en las paredes que rodeaban la pequeña plazoleta.

Asesinato. Profanación. Schtutt tragó con dificultad. Pensó en enviar a Pfalz de vuelta al puesto de guardia para que llamara a los otros, de modo que pudiera investigar con una mayor cobertura. Era una buena idea, pero significaba que él se quedaría allí a solas, lo cual le parecía realmente malo.

Pfalz señaló algo. Un rastro de sangre se adentraba en uno de los callejones adyacentes. Lo siguieron, haciendo crujir la nieve con sus botas. De pronto, escucharon otro gemido, un casi alarido procedente de más adelante.

—¡Dioses! —gruñó Schtutt.

Se lanzó callejón abajo al trote, con Pfalz pisándole los talones. Las puertas de la casa situada a la izquierda, una respetable casa de ciudad bien amueblada, habían sido derribadas hacia adentro y partidas. En las paredes y en la madera había más palabras escritas con sangre. En el interior, danzaba la luz de un fuego que se propagaba. Alguien profería alaridos.

Entraron. El vestíbulo había sido saqueado y destrozado. Otros dos cadáveres, mutilados hasta hacer imposible el reconocimiento, se encontraban tendidos al otro lado de la puerta, donde formaban un charco de color carmesí brillante sobre las tablas del suelo. Se había roto una lámpara y las llamas estaban prendiendo el poste central, los primeros escalones de una escalera de caracol y los tapices que colgaban de una de las paredes. El aire estaba cargado de humo acre y cenizas, y la luz del fuego destellaba y oscilaba ante los ojos de Schtutt. Ni siquiera pensó en reparar en lo agradable que era el calor.

Una mujer que tenía las ropas desgarradas y ensangrentadas se acurrucaba en el piso, junto a una puerta que había debajo de la escalera. Se estremecía, gemía y, de vez en cuando, profería un débil alarido de dolor y miedo.

Schtutt corrió junto a ella y se inclinó. Tenía cardenales y un corte en un brazo, pero no pudo distinguir ninguna lesión más grave que ésas. Cuando se inclinó junto a la mujer, ésta alzó los ojos con sorpresa y retrocedió con terror ante el farol que él llevaba.

—¡Tranquila! ¡Tranquila! ¡Ahora está a salvo! ¡Soy capitán de la guardia! ¿Quién ha hecho esto? ¿Aún se encuentra aquí?

El semblante pálido, amoratado por los cardenales y manchado por las lágrimas, lo miró casi sin expresión. Los labios temblaron.

—Ergin. ¿Dónde está Ergin? —preguntó, de repente, la mujer con voz temblorosa.

—¿Ergin?

—Mi marido… ¿Dónde está? ¿Ergin? ¿Ergin? —Su voz comenzó a ascender hasta transformarse en un lamento de pánico.

Schtutt intentó calmarla. Los gritos de la mujer estaban destrozándole los nervios. Miró a su alrededor y vio que Pfalz había dejado la pica a un lado e intentaba apagar las llamas con un tapiz que había arrancado de la pared.

Schtutt estaba a punto de llamarlo y decirle que avisara a los bomberos cuando vio la silueta que bajaba sigilosamente por la escalera hacia ellos. Era un hombre, o al menos tenía la forma de un hombre, cubierto de oscuridad y agazapado como una bestia salvaje. Sólo había tres cosas brillantes en él, tres cosas que destellaron a la luz de las llamas: sus grandes y blancos ojos fijos, y un hacha de acero en su mano.

—¡Pfalz! —bramó Schtutt.

La figura saltó, lanzándose desde el descansillo inferior de la escalera hacia el guardia que intentaba apagar el fuego. La mujer profirió un chillido más potente e histérico que los anteriores, probablemente provocado tanto por el volumen del rugido de Schtutt como por cualquier cosa que hubiese visto.

Pfalz levantó la mirada con el suficiente tiempo como para levantar los brazos y protegerse. La figura se lanzó contra él, y ambos chocaron contra el piso. El hacha resbaló sobre la cota de malla del guardia, que blasfemaba y forcejeaba. Pfalz luchó para quitarse el demonio de encima, pero ambos se encontraban entonces sobre el charco de sangre de los cadáveres que había en el suelo, donde resbalaban y rodaban, incapaces de afianzarse y salpicando gotas rojas al aire.

Schtutt cargó hacia los combatientes. Sus botas también resbalaban a causa de la sangre. Al aproximarse, se dio cuenta de por qué la figura parecía tan oscura. Estaba empapada en sangre de arriba abajo: ropas, cabellos y piel. «No es suya», pensó Schtutt.

No se atrevía a lanzar una estocada con la lanza por temor a herir a Pfalz. En cambio, Schtutt descargó un golpe con el asta como si fuese un azote, sobre la espalda del atacante. La lanza se partió con un sonoro crujido, la figura bestial se convulsionó con un grito animal y cayó, dejando libre a Pfalz, aunque sin soltar el hacha.

Pfalz aferraba la herida abierta en las costillas.

—¡Mátalo! ¡Mátalo, en el nombre de Sigmar, capitán! —gritaba Pfalz.

Schtutt tenía en la mano los sesenta centímetros superiores del asta, provistos de la punta metálica. Se encaró con la criatura, agachado y firme. La figura había vuelto hacia él toda su malevolente atención.

—Tírala…, tira el hacha —ordenó Schtutt con el practicado tono bajo que había acabado con algunas reyertas de taberna antes de que el recuento de cadáveres pudiese ascender a números de dos cifras.

El capitán podía oír cómo Pfalz, inspirado por el dolor, lo instaba a matarlo, pero a pesar de todo pensaba que debía intentarlo. Una lucha cuerpo a cuerpo con un maníaco era lo último que cualquiera necesitaba a esa hora de la noche.

—Tírala. ¡Ahora!

Si la cosa empapada en sangre tenía alguna intención de hacer algo con el hacha era descargarla sobre la cabeza de Schtutt. Saltó directamente hacia él, con el arma en alto, aullando con un sonido que Schtutt ya nunca olvidaría.

—¡Idiota! —fue lo único que tuvo tiempo de espetarle a la figura justo antes de que chocara contra él y lo dejara sin aliento.

El hacha, al caer de la mano del oponente, golpeó una sien de Schtutt y le hizo girar la cabeza en el momento en que ambos se iban al suelo. De modo simultáneo, la punta de la lanza de Schtutt atravesó el torso del asesino, tanto a causa del impulso de la figura como de la fuerza muscular del capitán.

Schtutt cayó de espaldas, con el asesino ensartado y debatiéndose en los estertores de la muerte sobre él; enloquecido y frenético como alguien que sufriera un ataque cerebral.

Al fin, Schtutt sintió que el cuerpo quedaba laxo y que la sangre de la dolorida cabeza le entraba en los ojos.

«Buena noche para dejar la barbera en el puesto de guardia», pensó, y perdió el conocimiento.

Kruza estaba acurrucado en una esquina de La Rata Ahogada, envuelto en su capa de terciopelo. Cuando comenzó a formarse escarcha en el vaso, se dio cuenta de que era bastante tarde. Arrojó unas monedas sobre la mesa y salió con andares pesados a la calle tremendamente fría.

Las lunas estaban en lo alto; eran lunas de invierno, curvas como garras. En aquel invierno había algo que le provocaba escalofríos que no justificaba el clima. Por todas partes, se hablaba de malos augurios y presagios, de la guerra que se avecinaba y del alzamiento de las fuerzas de la Oscuridad. En realidad, eran las mismas charlas de todos los días de cada año, pero entonces parecían diferentes. Ya no era el anuncio de calamidades por parte de borrachos sombríos en los bares abarrotados, de los alarmistas de nervios destrozados en los antros de juego, ni el trabajo de hábiles adivinos, destinado a aumentar su negocio. Era algo… real. La época era mala, y a Kruza no le gustaba nada esa sensación.

Circulaban historias desde las tabernas de mala muerte de Altquartier hasta los exclusivos salones de bebida de Nordgarten. Eran historias espeluznantes de viles asesinatos, locura y extraños fantasmas en la nieve. Se decía que un respetable carnicero de Altmarkt se había vuelto loco el día anterior, y con un cuchillo de desollar había matado a dos de sus empleados y a tres colegas antes de que la guardia acabara con él. Una hermana novicia del templo de Shallya se había colgado de las agujas del reloj de agua de Sudgarten, deteniendo el mecanismo para siempre a la medianoche en punto. En los establos de coches de alquiler de Neumarket, los caballos se habían puesto frenéticos la noche anterior a las primeras nevadas, y se habían desgarrado y mordido unos a otros en las estrechas caballerizas; dos habían muerto, y a otros cuatro tuvieron que matarlos.

Más aún, bolas y arcos de fuego verde, como relámpagos atrapados, habían estado danzando alrededor de las torres del templo de Myrmidia durante media hora, hacía dos crepúsculos. La gente decía que se habían visto sombras caminando por el parque de Morr. Un terrible olor a corrupción de osario había invadido la oficina de los Sacerdotes de la Ciudad y había hecho salir a los empleados pálidos y verdosos. Se habían visto rostros grotescos, por un instante, presionados contra ventanas o en los espejos de las casas. En La Taberna del Carterista, una mancha de humedad con forma de cabeza que gritaba había aparecido en la escayola del bar, y no podían borrarla por mucho que frotaran. Tres hombres a los que Kruza conocía personalmente habían visto a viejos parientes, muertos hacía mucho, de pie junto a sus camas en el momento de despertar, brumosos y gritando en silencio antes de desaparecer. Algunos decían incluso que había plaga en Altquartier.

Bien era cierto que abundaban las fiebres de invierno y la gripe. A fin de cuentas, estaban en invierno. Pero ¿plaga? Eso sucedía en la estación cálida, con el hedor y las moscas. El frío era enemigo de la plaga…, ¿o no? ¿Y la muerte? Era moneda corriente en Middenheim, pero, incluso para las miserables pautas de la ciudad, el asesinato y la violencia eran entonces alarmantemente frecuentes.

Era, en efecto, una mala época. Kruza alzó los ojos hacia la oscuridad, hacia las parpadeantes, ominosas estrellas. A veces, deseaba ser capaz de leer el conocimiento que otros le decían que estaba indeleblemente escrito en ellas. Incluso sin tener dicha capacidad, sólo vio amenaza en las luces distantes. Tal vez debería consultar a un astrólogo, pero ¿realmente quería saber lo que se avecinaba?

Echó a andar por la helada calle y casi de inmediato, aunque había estado seguro de hallarse a solas en la acera, sintió una presencia a su lado, una exuberancia jadeante. Miró a su alrededor al mismo tiempo que posaba una mano sobre la daga.

No había nadie. Era su mente que le jugaba malas pasadas; demasiadas historias de miedo, demasiada imaginación y demasiado poco vino.

Pero… aún estaba allí. Inconfundible. Una respiración. Algo invisible que seguía sus movimientos, justo fuera de su vista, siempre detrás de él.

Le recordaba a…

Eso sí que era estúpido. Sólo se debía a que había tenido al muchacho en la cabeza en los últimos tiempos. Pero…

La respiración otra vez, justo a sus espaldas. Se volvió con brusquedad, muy serio de repente, con la daga desenvainada. ¿Resollador?

«¡Vamos, Kruza! ¡Ahí está para cogerlo!»

Kruza dio un respingo, pero en realidad allí no había nadie. Sólo el viento invernal que susurraba a través de las arcadas y portales en torno a él. Se estremeció y se encaminó hacia su casa.

En el palacio del Graf, situado en lo alto de la roca, los estandartes ceremoniales se agitaban con rigidez, cargados de escarcha. Grandes braseros de hierro negro ardían en la Gran Puerta y se alineaban a lo largo del sendero de entrada. Dos jinetes montados en corceles de guerra pasaron al galope ante los guardias sin aminorar la marcha y volaron por aquel camino marcado por el fuego.

Dentro del palacio, Lenya se encontraba arrodillada en un pasillo cercano al vestíbulo principal y se calentaba ilegalmente las manos en la rejilla trasera del cañón de la chimenea de la cocina principal. Estaba descansando, en secreto, durante unos momentos. Los jefes de la servidumbre habían obligado al personal a trabajar sin pausa durante toda la velada para cubrir un importante acontecimiento que no habían especificado.

Quedó petrificada en la oscuridad al oír el taconeo que bajaba por el pasillo, y se escondió tras una armadura gélida que estaba en exposición. El chambelán, Breugal, pasó cojeando ante ella sin advertir que la humilde sirvienta se encontraba lejos de sus tareas y del área del palacio que le correspondía.

Breugal avanzó hasta el amplio y frío espacio de la entrada principal, mientras el bastón de mango de plata repicaba al compás de sus pasos. Se detuvo. «Piensa que nadie lo ve», pensó Lenya con una sonrisa, y tuvo que reprimir las ganas de reír mientras el hombre se ajustaba la peluca adornada con cintas y exhalaba luego dentro de su propia mano para olerse el aliento.

Los jinetes se detuvieron en el exterior. Uno permaneció con los caballos y el otro avanzó a grandes zancadas y abrió de golpe las grandiosas puertas del vestíbulo.

Ganz, comandante de la Compañía Blanca, se detuvo un momento en el umbral y pateó para quitarse, contra la jamba de la puerta, la nieve de los escarpes, las ruedillas de las espuelas y las grebas.

Breugal observó esto con desdén al ver que los trozos de hielo caían de las piernas del templario y se alejaban resbalando por el suelo de mármol pulimentado.

—Alguien tendrá que limpiar eso —le dijo a Ganz con tono insinuante mientras avanzaba golpeteando el suelo con el bastón.

—Seguro que sí —replicó Ganz, que en realidad no lo escuchaba.

—El palacio se siente honrado por la visita de un templario tan digno, pero me temo que el Graf se ha retirado ya por esta noche. Espera importantes huéspedes que llegarán mañana temprano y necesita descansar. Debes volver mañana…, mañana, tarde.

Breugal unió las manos ante sí, con el bastón sujeto bajo el brazo, e hizo una grave reverencia.

—No estoy aquí para ver a su alteza. Me han mandado llamar. Busca a Von Volk.

Se produjo un silencio durante el cual Breugal miró a Ganz con aire de soberbia.

—Que te… encuentre…

Ganz avanzó hacia el chambelán.

—¿Sí? ¿Acaso no me he expresado con claridad? Busca a Von Volk.

Breugal retrocedió ante el enorme caballero. Daba la impresión de que se había atragantado con algo extremadamente desagradable.

—Mi querido… señor. No puedes entrar aquí en plena noche y exigirle cosas parecidas al chambelán real. Aunque seas un caballero de Ulric.

Breugal le dedicó su más cortesana sonrisa, la sonrisa que daba a entender que allí él era el auténtico señor, una sonrisa que había roto acuerdos matrimoniales de la corte, había arruinado carreras y había aterrado a tres generaciones de sirvientes.

Ganz pareció perplejo por un momento. Dio media vuelta, luego giró otra vez y clavó en el chambelán una mirada tan abrasadora como el mismo sol.

—Te diré lo que puedo hacer. Gozo del poder del supremo Ar-Ulric para servir al templo, a Ulric y al Graf. ¡Entraré aquí en cualquier momento que me dé la gana y todos los chambelanes reales correrán de aquí para allá hasta que se haga mi voluntad!

»¿Comprendido? —añadió para asegurarse.

La boca del atónito Breugal formó varios sonidos de vocal sin sentido al mismo tiempo que él retrocedía.

Desde su escondite, Lenya sonrió con expresión de triunfo. «Creo que herr Breugal va a mojarse los calzones —pensó—. ¡Esto no tiene precio!»

—Lo ha comprendido a la perfección, Lobo —dijo una voz desde el otro extremo del vestíbulo.

Von Volk, flanqueado por otros dos Caballeros Pantera, atravesó el piso de mármol para recibirlo. Von Volk llevaba el crestado casco ornamental bajo el brazo y la cabeza desnuda; los otros dos iban regiamente adornados con yelmos cerrados, que se alzaban treinta centímetros por encima de sus cabezas para formar dorados iconos de pantera y abanicos almenados.

Ganz y Von Volk se encontraron en medio del vestíbulo, y sus armaduras resonaron al chocar los guanteletes. Las sonrisas de ambos eran sinceras.

—¡Von Volk! ¡Es agradable volver a verte en mejores circunstancias que la última vez! Gruber ha hablado bien de ti.

—¡Ganz de la Compañía Blanca! ¡Y yo he hablado bien de Gruber!

Se volvieron a un tiempo y le lanzaron miradas hoscas al chambelán que aguardaba.

—¿Querías algo? —preguntó Von Volk.

—No…, señor —comenzó Breugal.

—¡Entonces, largo! —le gruñó Von Volk como un gato enorme tras inclinarse para acercársele a la cara.

Breugal se alejó con su repiqueteo de botines y bastón, a toda la velocidad que pudo.

—Te pido disculpas por ese gilipollas con pretensiones de grandeza —dijo Von Volk.

—No es necesario. Conozco a muchos de su clase. Veamos, ¿por qué me has hecho llamar?

Von Volk despidió a sus hombres con un balanceo de la mano, y éstos retrocedieron. Lenya estiró el cuello para oír.

—Los embajadores de Bretonia llegarán en las próximas horas. Su alteza el Graf quiere que se garantice toda la seguridad posible para su visita.

—Ninguno de nosotros quiere la guerra con Bretonia —señaló Ganz, severo.

—Ahí está la cosa. Hay enfermedad en las barracas de los Caballeros Pantera. Se trata de una fiebre, una fiebre respiratoria. Tengo a dieciocho hombres de baja, postrados en la cama. ¿Qué tal están en tu templo?

—Sanos, de momento. ¿Qué quieres que hagamos?

—Que nos apoyéis. Cuando lleguen los embajadores, la seguridad será nuestra principal prioridad. No tengo los hombres necesarios. Espero que los Lobos del templo nos refuercen.

—Ar-Ulric me ha dicho que te proporcione cualquier cosa que necesites, capitán. Dalo por hecho.

Lenya estuvo a punto de caer de su escondite al inclinarse para oír estas últimas palabras. «Esto es terrible —pensó—. Es verdaderamente terrible. Plaga, enfermedad, invasores extranjeros…»

—Iré a darles las órdenes a mis hombres —respondió Ganz, e hizo el saludo militar cuando los tres Caballeros Pantera se retiraron.

Por un momento, Ganz se quedó de pie a solas en el vestíbulo, y luego miró directamente hacia el escondite de Lenya.

—Puedo verte, ordeñadora. No te preocupes, Drakken estará entre los hombres que envíe aquí. Intenta no distraerlo.

Ganz dio media vuelta y atravesó las puertas principales hacia el caballo que lo aguardaba. Lenya suspiró. «¿Cómo demonios lo consigue?»

A la luz de la antorcha, Gruber bajó los ojos hacia el lugar santo llamado Agujero del Lobo. Se arrodilló de modo súbito, con la cabeza inclinada, y rezó una plegaria de bendición.

—No sabía qué hacer, señor —dijo el capitán de la guardia, que llevaba la cabeza vendada y se encontraba de pie detrás de él—. No sabía si debía limpiarlo…

Gruber, con la armadura gris de bordes dorados brillando a la luz de la antorcha, se incorporó y se giró.

—Has obrado bien, capitán. Y con valentía.

—Sólo hice mi trabajo —replicó Schtutt.

—De manera ejemplar.

Gruber sonrió, pero Schtutt advirtió que era una sonrisa vacía.

—¡Schell! ¡Kaspen! ¡Mantened alejada a esa gente! —les gritó con aspereza a los templarios que bordeaban la pequeña plaza del Agujero del Lobo y se encontraban de cara a la ansiosa multitud, que iba en aumento.

Luego, Gruber siguió al capitán de la guardia por el callejón, hacia la casa atacada.

—¿Es aquí donde lo mataste? —preguntó con voz tranquila.

—¡Con la lanza partida, señor! —replicó Schtutt al mismo tiempo que alzaba el arma sucia de sangre seca.

—Muy bien.

—Hay una cuestión de…

—¿De qué? —inquirió Gruber.

—De… jurisdicción.

—Un lugar santo dedicado a Ulric ha sido abominablemente profanado. ¿Puede haber alguna duda?

Schtutt pensó en esas palabras; luego, en lo corpulentos que eran los acorazados Lobos, y después, en que ya había tenido lucha más que suficiente por esa noche.

—Es todo vuestro —le respondió al nervudo veterano Gruber, a la vez que retrocedía un paso.

Al entrar en la casa, Gruber les echó una mirada a los cuerpos destrozados que yacían sobre un charco de sangre. Habían apagado el fuego, y unos vecinos consolaban a la llorosa mujer. El asesino yacía en medio del piso, y era horriblemente visible el agujero que le había hecho el arma de Schtutt.

—Ergin, mi Ergin… —murmuraba la mujer, inconsolable.

—¿Tu esposo? —preguntó Gruber, al avanzar hacia ella.

—Sí…

—¿Dónde está? —preguntó Gruber.

—Allí —respondió la mujer, señalando el cadáver del asesino que yacía en medio del piso.

«¿Su esposo… hizo esto?» Gruber estaba asombrado y espantado. Últimamente, los rumores de que había locura en Middenheim habían llegado hasta el templo: rumores de asesinatos, demencia y sombras. Hasta ese momento, él no había creído ni una sola palabra.

Entonces, entró en la habitación una figura ataviada con un hábito. Gruber estaba a punto de hacerle una pregunta, cuando reconoció el cargo del hombre y se limitó a hacerle una reverencia.

—Gruber, de Ulric.

—Dieter Brossmann, de Morr. Estaba a punto de preguntar por las circunstancias de la obra de Morr en este lugar, pero puedo verlas con total claridad, Lobo.

Gruber se acercó más al sacerdote encapuchado.

—Padre, quiero saberlo todo sobre este acto; todos los detalles que puedas averiguar antes de enterrar los despojos.

—Te los aportaré. Ven a verme antes de la nona, que para entonces habré investigado los hechos tal y como están.

Gruber asintió con un movimiento de cabeza.

—Esas escrituras, las palabras pintadas aquí y en el cuenco del Agujero del Lobo, para mí no significan nada, pero percibo su naturaleza maligna.

—Y también yo —le aseguró el sacerdote de Morr—. Tampoco sé qué significan, pero las palabras escritas con sangre difícilmente pueden ser buenas, ¿verdad?

Justo antes del amanecer comenzó una nevada que cubrió la ciudad con un manto de unos cinco o siete centímetros de grosor. Arriba, en la roca palaciega, toda la servidumbre había estado trabajando durante las horas nocturnas. Los hornos ya estaban encendidos y se calentaban barriles de agua. En el exterior, había servidores ataviados con libreas de seda rosada, que, armados con palas, quitaban la nieve del camino de entrada y esparcían sal. Entre ellos, Franckl hizo una pausa y mal dijo el almidonado cuello de su librea nueva. Todos los trabajadores del Margrave habían sido reclutados para el servicio del Graf durante aquella visita crítica del embajador bretoniano. Al igual que sucedía con la guardia real, eran muchos los sirvientes del palacio que se veían afectados por aquella condenada fiebre invernal.

Los sirvientes trabajaban en todo el palacio: cambiaban sábanas, fregaban suelos, lustraban cuberterías, preparaban fuegos y limpiaban la escarcha de la parte interior de los cristales de las ventanas de las dependencias de invitados.

La servidumbre había estado preguntándose qué sucedía desde el momento en que Breugal, de repente, los había mandado a trabajar a última hora del atardecer como si fuese la primera de la mañana. Una visita, de eso estaban seguros. Cuando Lenya oyó a Ganz y Von Volk hablando en el vestíbulo principal, se convirtió en el único miembro de la servidumbre con un rango inferior al del chambelán que conocía los detalles, y no tenía a quién contárselos. Incluso entonces que estaba trabajando como parte del servicio de palacio, allí se encontraba sola y sin amigos.

Mientras avanzaba a paso rápido por la galería oeste con dos cubos de agua tibia para las muchachas que trabajaban en la escalinata principal con cepillos de cerda vio, a través de las ventanas, la nieve que se posaba a la luz de los braseros que recorrían el camino de entrada, y se preguntó cómo estaría Kruza en una noche como ésa.

Justo antes de las campanadas de vigilia, un destacamento de templarios del Lobo —el pataleo de los caballos quedó amortiguado por la nieve— ascendió por la Cuesta del Palacio y atravesó la Gran Puerta arremolinando los copos que caían. Aric iba en cabeza y con la mano izquierda sujetaba el estandarte de Ulric en alto. Detrás de él corrían, en apiñado grupo, Morgenstern, Drakken, Anspach, Bruckner y Dorff, seguidos por una docena más de templarios, seis de la Compañía Roja y seis de la Gris. Los saludó un Caballero Pantera desde la caseta de guardia de la entrada, y los dirigió hacia el cuartel de la guardia real, situado en el patio interior.

Llegados al patio de piedra, frenaron ante el cuartel a los corceles de guerra, cuya respiración se condensaba en el aire. Los caballos caminaban con incomodidad sobre la capa de nieve, a la que no estaban acostumbrados. Unos pajes uniformados que tenían el rostro frío tan rosado como las libreas de seda corrieron a coger las riendas.

Aric desmontó con elegancia y, flanqueado por Bruckner, Olric de la Compañía Gris, y Bertolf, de la Roja, traspasó la entrada, donde un escuadrón de Caballeros Pantera ataviados con la armadura completa y provistos de antorchas los aguardaban bajo el pórtico. Aric saludó al jefe de los Caballeros Pantera.

—Aric, de la Compañía Blanca, portaestandarte. Que el Gran Lobo te guarde, hermano. Ar-Ulric, bendito sea su nombre, me ha puesto al mando de este destacamento de refuerzo.

El jefe de los Caballeros Pantera levantó su ornamentado visor dorado. Tenía un rostro severo y hosco, y su piel parecía pálida y enfermiza comparada con los dorados y rojos intensos de su alta cresta de celada.

—Soy Vogel. Capitán. Segundo de la guardia del Graf. Que Sigmar te bendiga, caballero templario. Herr capitán Von Volk me ordenó que te esperara.

Aric percibió la tensión. El hombre tenía aspecto de estar enfermo y, a diferencia de Von Volk, aún parecía albergar la fuerte rivalidad que se había convertido en tradición entre los templarios y la guardia del Graf. «Puede que las relaciones entre Lobos y Caballeros Pantera se hayan suavizado a los ojos de Von Volk —reflexionó Aric—, pero los viejos prejuicios tienen raíces profundas».

—Apreciamos la ayuda del templo en esta hora delicada —prosiguió Vogel, cuya voz parecía cualquier cosa menos agradecida—. Los exploradores de frontera han informado que el embajador se encuentra a apenas unas horas de distancia, a pesar de las nieves, y la hermandad de los Panteras está… escasa de hombres. Muchos de los nuestros se encuentran postrados en cama a causa de las fiebres.

—Rezaremos letanías de sanación por ellos. Son hombres fuertes y robustos. Sobrevivirán.

Aric hablaba con voz confiada, pero Vogel parecía andar con paso inestable cuando se volvió para encabezar la marcha. El templario vio senderos oscuros de sudor en las pálidas mejillas desnudas del Caballero Pantera. Y percibió un olor, un olor a sudor rancio e insano, a enfermedad medio disimulada por el aroma de las hierbas de las pomas que llevaban los caballeros de la corte. Vogel no era el único Caballero Pantera del grupo que estaba enfermo.

«Que Ulric nos proteja —pensó Aric—. Aquí huele como huele la ciudad cuando la visita la plaga». ¿Y no había informado Anspach de algunos rumores perdidos sobre la plaga que corrían por tabernas y tugurios?

La guardia de honor de Caballeros Pantera formó detrás de Vogel y Aric, y los Lobos siguieron al resto. Marcharon por la columnata de mármol y entraron en los aireados vestíbulos del palacio, donde ardían velas y —¡gran lujo!— lámparas de aceite sujetas a las paredes a lo largo de lo que a Aric le parecieron kilómetros en todas direcciones, por los corredores cubiertos de tapices y espejos.

—Sólo dinos qué quieres que hagamos, y nos pondremos a ello —dijo Aric—. ¿Qué misión quieres que desempeñemos?

—No espero que los Lobos tengáis conocimiento práctico de este laberíntico palacio. El trazado puede resultar desconcertante para los desconocidos. —Vogel pareció disfrutar con la palabra desconocidos, pues hacía hincapié en el hecho de que entonces los Lobos estaban en territorio de los Caballeros Pantera—. No os separéis de los demás, porque os perderíais. Necesitamos patrullas que recorran el palacio, así que las formaré con las compañías de Caballeros Pantera. Vosotros, los templarios, nos haréis un favor si os avenís a hacer guardia en las habitaciones de invitados.

—Nos sentiremos honrados de serviros —replicó Aric—. Muéstranos el área y los lugares que debemos vigilar.

Vogel asintió, e hizo un gesto con una mano para llamar a dos de sus caballeros, que, al tener las viseras cerradas, a Aric le parecieron autómatas. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que agradecía el hábito de los Lobos de ir al combate con la cabeza descubierta y el cabello volando al viento. Los rostros y sus expresiones comunicaban muchas cosas, en particular, cuando uno se encontraba en el calor de la lucha.

—¡Krass! ¡Guingol! Mostradles a los Lobos la disposición de las dependencias de invitados.

—¡Sí, señor! —respondió Guingol…, o Krass.

«¿Quién, en el nombre de Ulric, puede saberlo si están detrás de esas parrillas doradas?», pensó Aric.

—Manteneos firmes, Lobo —dijo luego Vogel, volviéndose a mirar a Aric—. Todos vosotros. El santo y seña es: «Viento norte».

—Viento norte.

—Repíteselo sólo a tus hombres. Si cualquiera con quien os encontréis no puede daros el santo y seña, detenedlo o matadlo, sin excepción.

—Comprendido —replicó Aric.

—Que el día transcurra bien —le deseó Vogel al mismo tiempo que le hacía un saludo militar—. Que ninguno cometa fallos.

—Lo mismo digo —asintió Aric con una sonrisa cortés.

Vogel y sus hombres dieron media vuelta y se alejaron con entrechocar metálico por el corredor. Aric se volvió a mirar a Guingol y Krass.

—Pongámonos en marcha, ¿os parece? —preguntó.

Ambos asintieron con la cabeza y echaron a andar, y los Lobos los siguieron.

—Este sitio huele mal —susurró Bertolf, de la Compañía Roja.

—A enfermedad —asintió Bruckner.

—A plaga —añadió Olric con severidad.

Detrás de ellos, entre los demás, Drakken le lanzó una mirada inquieta a Morgenstern.

—El Lobo Gris tiene razón, ¿verdad? ¿Es plaga?

Morgenstern rió entre dientes con voz profunda al mismo tiempo que se acariciaba la enorme barriga acorazada y continuaba avanzando pesadamente por el pasillo.

—Muchacho, eres demasiado pesimista. ¿Plaga? ¿Con este frío polar? ¡Nunca!

—Tal vez las fiebres —comentó a sus espaldas Dorff, con tono hosco; por una vez, su desafinado silbido se había apagado.

—¡Ah, las fiebres! ¡Sí, las fiebres! ¡Tal vez sea eso! —Morgenstern volvió a reír entre dientes—. ¿Y desde cuándo muere nadie a fuerza de estornudos?

—¿Aparte de las docenas que murieron el pasado Jahrdrung? —preguntó Dorff.

—¡Ah, cállate y silba algo alegre! —le espetó Morgenstern.

A veces, resultaba demasiado difícil levantar la moral de los hombres.

—¿Qué apostáis…? —comenzó Anspach, que hasta el momento había guardado silencio—. ¿Qué apostáis a que éste es el peor lío en el que nos hemos metido jamás?

Los templarios frenaron en seco, pues los de la Compañía Blanca actuaron como un tapón para los de las Compañías Roja y Gris, que los seguían. Aric, con su escolta de Caballeros Pantera, avanzó unos pocos pasos más antes de darse cuenta de que todos se habían detenido para disputar entre sí.

—¡Sólo estaba diciendo…! —protestó Anspach.

—¡Guárdatelo para ti mismo! —le gruñó un miembro de la Compañía Roja.

—¡Tiene razón! —le espetó un templario de la Gris—. ¡La perdición se abate sobre la Fauschlag!

Otros murmuraron su asentimiento.

—Plaga… es verdad… —dijo Drakken con tono interrogativo.

—¡Eso he oído! —dijo otro Lobo Rojo—. ¡Se habla mucho del asunto en las tabernas de Altquartier!

Más asentimientos.

—¡Estamos al borde del desastre! —declaró Olric al mismo tiempo que sacudía la cabeza.

Bertolf estaba comenzando a explicar algo acerca de fantasmas que caminaban por las calles cuando Aric pasó entre los perplejos Caballeros Pantera y reconvino a los templarios reunidos.

—¡Basta! ¡Basta! ¡Este tipo de conversación nos derrotará a todos antes de que comencemos siquiera!

Aric había pensado que su voz era feroz e imponente. Se trataba de su primera misión como comandante, y tenía intención de cumplirla con toda la firmeza y vigor de Ganz. No, de Jurgen. Demostraría que era un buen líder de hombres. Pero se encontró con que su voz era ahogada por las discusiones de los Lobos, cuyos comentarios iban y venían a una velocidad superior a la que él podía contestarles. Un hirviente alboroto de voces inundó el pasillo. Aric había previsto algunos problemas con los hombres de las otras compañías que habían puesto bajo su mando, pero esperaba que los hombres de la Blanca lo siguieran. Entonces no había más que confusión, conversaciones apasionadas, desorden y nada de disciplina.

—¡Basta! —dijo una voz profunda junto al portaestandarte, cada vez más frenético.

Se hizo un silencio tan tremendo como el que podría imponer el hacha de un verdugo. Todos los ojos se volvieron hacia Morgenstern.

—No hay plaga ninguna —añadió Morgenstern con voz muy calma—. Hay un poco de fiebres, pero eso pasará. ¿Y desde cuándo nos hemos asustado nosotros de los rumores? ¿Eh?, ¿eh? ¡Esta gran ciudad de roca ha permanecido en pie durante dos mil años! ¿Caería un lugar como éste en una sola noche? ¡Yo no lo creo! ¿La perdición sobre todos nosotros? ¡Nunca! ¡No cuando tenemos armaduras sobre los lomos, armas en las manos y el espíritu de Ulric para alentarnos!

El silencio se rompió cuando los hombres de todas las compañías de Lobos expresaron su acuerdo con el gran buey de la Compañía Blanca.

—¡Hagamos lo que tenemos que hacer y aseguremos el mañana para las almas buenas! ¡Y el día siguiente a mañana! ¡Por el Graf, por Ar-Ulric, por cada hombre y cada mujer de esta amada ciudad!

La gutural voz de Morgenstern se alzó sobre el murmullo de todos los hombres como el grito de un héroe de la antigüedad.

—¡Lobos de Ulric! ¡Martillos de Ulric! ¿Nos mantenemos unidos o perdemos la noche con rumores deprimentes? ¿Eh?

Lo aclamaron. Todos lo aclamaron. «Que Ulric se me lleve —pensó Aric con un suspiro—. Tengo mucho que aprender».

Guingol y Krass les mostraron el trazado del ala de invitados. Aric asignó misiones a la totalidad de los diecisiete templarios que tenía bajo su mando y recordó, al recibir un toque del codo de Morgenstern, decirles el santo y seña.

—Gracias —le susurró pasados tres minutos, cuando estuvo seguro de que se encontraban a solas.

—Aric, Aric, nunca me des las gracias. —Morgenstern se volvió para mirarlo con la compasión pintada en su enorme rostro barbudo—. Lo mismo hice por Jurgen cuando era joven.

Aric alzó los ojos hacia él.

—Nadie escucha a un comandante cuando siente pánico. En momentos así los soldados escuchan a los que tienen el mismo rango que ellos. Saben que la verdad sale de los labios de los hombres corrientes. Es un truco. Me alegro de haber podido ayudarte.

—Lo recordaré.

—Bien. Recuerdo cuando lo empleó el viejo Valse, en los tiempos en que yo era un cachorro. ¿Quién sabe? En los años venideros tú serás el viejo veterano que podrá hacer lo mismo por otra generación de cachorros asustados.

Ambos sonrieron, y Morgenstern sacó una petaca de debajo de su piel de lobo.

—¿Bendecimos la noche? —preguntó.

Aric vaciló, y luego aceptó el tapón lleno que le ofrecía Morgenstern. Bebieron un trago juntos —Aric, del tapón, y Morgenstern, directamente de la petaca—, tras brindar previamente.

—Que Ulric te ame, Morgenstern —susurró Aric al mismo tiempo que se enjugaba la boca y le devolvía el tapón al corpulento templario—. Iré a hacer una ronda para asegurarme de que todos los hombres están en su puesto.

Morgenstern asintió, y Aric se alejó por el pasillo. En cuanto hubo desaparecido el portaestandarte, Morgenstern se recostó contra la jamba de la puerta y se echó al coleto un largo trago de licor. Le temblaban las manos.

Plaga, sí. Perdición, sí. La muerte para todos ellos, con toda seguridad. Había necesitado todas sus fuerzas para hablar, para mantener la posición de Aric como comandante. Pero en el fondo de su gran corazón, lo sabía. Lo sabía.

«Esto es el final de todo».

Kruza despertó en las últimas horas de la noche. Su ático bajo y espartano estaba helado, y la cicatriz le picaba a rabiar. Intentó recordar qué lo había despertado. Un sueño.

Resollador.

Había estado diciéndole algo. Resollador había estado de pie junto al Graf, y el Graf no lo había visto.

Algo relacionado con… el reptil, el monstruo que se mordía la cola. El devorador del mundo.

Kruza temblaba con tal violencia que tuvo que atravesar a gatas el ático para servirse una copa de la botella que había sobre la mesa. Estaba casi tan helada como el hielo, y sólo el hecho de que contenía alcohol había evitado que se congelara. Bebió de un trago y el calor de la bebida le quemó la garganta.

«Resollador… ¿qué intentabas decirme? ¿Qué intentabas decirme?»

Nada. Silencio. Y sin embargo, había algo allí, con él.

«¿La joya? ¿Era eso? ¿El collar ceremonial? ¿O alguna otra cosa?»

En torno a él flotaba una niebla. Tenía las extremidades duras y rígidas a causa del frío. Bebió otro trago que le calentó todo lo que estaba por encima de la garganta, pero lo demás permaneció rígido y entumecido.

«Lenya —recordó entonces—. Lenya. ¡Quieres que cuide de tu hermana! ¡Está en peligro!»

Eso no era problema ninguno. Defender a Lenya era algo que no le parecía una tarea ardua. Que Ranald se llevara a ese Lobo que ella tenía… Lenya…

Entonces, comprendió —o recordó, o simplemente imaginó— qué había estado intentando realmente decirle Resollador desde el silencioso mundo de los fantasmas. No era sólo Lenya, aunque ella era importante.

Se trataba de todos. Era Middenheim. Toda la ciudad.

Se levantó y se puso los calzones y el justillo de cuero. Su expresión era angustiada, pero ya no temblaba.

Llegó la primera luz, pálida y transparente, y el cielo mostraba un translúcido azul. El patio estaba cubierto por una capa de treinta centímetros de nieve, y sólo las verticales paredes de roca negra estaban libres de ella.

Una hilera de carruajes dorados y jinetes que los precedían y lucían el emblema de Bretonia entró en el viaducto sur, que acababa de ser reparado. Atravesaron la puerta, levantando nubes de nieve suelta. Con el estandarte de Bretonia en alto, la vanguardia de caballeros ascendió por las desiertas calles y condujo la caravana de carruajes hacia el palacio.

En la Gran Puerta aguardaban miembros de la guardia de honor de los Caballeros Pantera, que giraron para cabalgar junto a los carruajes, que corrían a gran velocidad. Cuando la veloz procesión llegó al patio de entrada y los pajes de librea rosada salieron corriendo con las antorchas para formar un abanico de fuego y recibir a los visitantes, unos criados desenrollaron una alfombra de terciopelo que llegó hasta los escalones del carruaje del embajador.

La nona aún no había sonado cuando Gruber condujo a Ganz a través del porche del templo de Morr. Alzaron los ojos hacia las zonas quemadas del inquietante templo y las partes que los artesanos estaban comenzando a reconstruir, muchas cubiertas con hules para protegerlas de los elementos. El día era muy luminoso y frío, y amenazaba con volver a nevar. Detrás de ellos marchaba un destacamento de escolta formado por Schell, Schiffer, Kaspen y Lowenhertz.

El hermano Olaf les abrió la puerta del Factorum. La abovedada cámara era un lugar frío y húmedo, con un fuerte olor a astringente agua de lavanda y líquidos embalsamadores. Bajo las oscilantes lámparas que colgaban del techo, el padre Dieter apartó los ojos del cuerpo que estaba tendido sobre la fría losa de piedra en el momento en que entraron los templarios del Lobo haciendo tintinear las ruedecillas de las espuelas con sus pesados andares.

Gruber los condujo escalera abajo hacia la húmeda estancia. Incluso él se sentía acobardado ante las losas de piedra, el aire gélido y los cadáveres amortajados que yacían allí. Había visto al padre Dieter en una ocasión anterior, en la calle Osster, junto al Agujero del Lobo. Entonces lo veía sin capucha. Era un hombre alto y severo con la cabeza tonsurada, y los ojos claros y fríos, como impulsados por algún enorme pesar antiguo. Dieter alzó la mirada.

—Hermano Lobo Gruber.

—Padre. Éste es Ganz, mi comandante.

Ganz se aproximó al sacerdote de Morr e hizo una breve reverencia de respeto.

—¿Qué puedes decirnos de este horror, padre? —preguntó con sencillez.

Dieter los condujo hasta la mesa de piedra del centro de la sala, donde yacía un cuerpo masculino desnudo. La única señal que lo distinguía, por lo que Ganz pudo ver, era la herida abierta en su blanco pecho.

—Es el asesino del Agujero del Lobo —declaró el sacerdote con voz queda al mismo tiempo que sus manos se separaban para abarcar el cuerpo—. Cuando llegó, estaba cubierto de pies a cabeza por la sangre de otros. Yo he lavado el cadáver.

—¿Y qué te ha contado? —preguntó Gruber.

—Mira aquí. —El sacerdote hizo que Ganz y Gruber se acercaran más, y señaló los rasgos hundidos del muerto—. Cuando le hube quitado toda la sangre, y a pesar del rigor mortis, vi un color amarillento, una palidez, huellas de dolor.

—¿Lo cual significa?

—Que este hombre estaba enfermo, muy enfermo, fuera de sí.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Ganz.

—Porque no es el primero con las mismas características que ha llegado aquí. Ni será el último. Estaba enfermo, hermano Ganz, mortalmente enfermo. La locura moraba en él.

—¿Y por eso atacó y asesinó a los demás? —quiso saber Gruber.

—Es muy probable.

—¿Y las profanaciones? ¿Las del Agujero del Lobo y las de la casa? —preguntó Gruber.

El sacerdote de Morr abrió una pequeña libreta.

—Al igual que tú, no reconocí las palabras, pero las copié con cuidado. Desde entonces, las he comparado con otras escrituras de nuestro Librarium.

—¿Y?

—Son nombres. La escritura es antigua y, por tanto, extraña para nuestros ojos; pero los nombres son… corrientes. Son nombres de personas. Ciudadanos. Entre ellos, el nombre de nuestro asesino, Ergin. También los nombres de sus hermanos, el hermano de su esposa, sus vecinos y los de otras tres personas que viven en el barrio, cerca de la casa.

—Una lista de los muertos —jadeó Lowenhertz en voz baja.

—En efecto —asintió el sacerdote al mismo tiempo que alzaba la vista de golpe, como sorprendido por la penetración del Lobo—. O una lista de los que debían morir, si damos por supuesto que la escribió el asesino. Una lista, pues; casi una celebración del homicidio sagrado.

—¿Sagrado? —preguntó Ganz con el entrecejo fruncido—. ¿Qué tuvo de sagrado ese acto?

El sacerdote apenas sonrió, aunque a Ganz le recordó la forma en que sonríen los perros antes de morder.

—No en nuestros términos, comandante. No tengo intención de blasfemar. Pero ¿acaso no te das cuenta de que esto fue un acto ritual? Un ritual orquestado por la locura. El escenario, por ejemplo. Es algo más que una casualidad que los asesinatos hayan profanado un lugar dedicado a la deidad patrona de la ciudad.

—¿Has visto antes algo así? —preguntó Ganz.

—Sí, por dos veces ya. Dos veces en los últimos dos días. Un carnicero se volvió loco en Altmarkt, y presentaba signos de fiebre similares a éstos. Había grabado los nombres de sus cinco víctimas y el suyo propio en una pieza de carne que colgaba de su toldo. También un escribano de Freirburg, a principios de la semana, justo antes de las nieves. Allí hubo tres muertos apuñalados con un cortaplumas antes de que el hombre se arrojara por una ventana. También entonces estaba presente la locura de fiebres. Y también los nombres…, el del asesino y sus tres víctimas, anotados en el libro mayor en que estaba trabajando el escribano, con delicada letra bien formada.

—Otra vez el ritual —asintió Lowenhertz, intranquilo.

—Pues sí. En cualquier caso, el incidente de la pasada noche en el Agujero del Lobo fue un poco diferente en un aspecto. Había más nombres en las paredes que víctimas en la escena del crimen.

—¿Lo has comprobado?

—Hice… averiguaciones.

—Un sacerdote con instinto de inquisidor —reflexionó Gruber, casi sonriendo.

—No puedo saber con seguridad —prosiguió el padre Dieter, que pareció hacer caso omiso de la observación— si se debió a que Ergin fue detenido por el valiente guardia antes de que pudiera llegar a su… cuota, o si la locura hace que el afectado escriba nombres de más.

—¿Nombres de más? —preguntó Lowenhertz.

—Tú mismo la has llamado una lista de muertos. ¿Quién puede saber cuándo podría cesar la matanza?

Entonces, Ganz estaba paseándose de un lado a otro, con una mano en la frente, sumido en sus pensamientos.

—Ve más despacio, padre. Permíteme que intente asimilar esto. Algo que acabas de decir me causa una tremenda alarma.

—¿Acaso algo de lo que acabo de decir no te ha alarmado? —preguntó el sacerdote con dulzura.

Ganz se volvió para encararse con él, y lo señaló con un dedo al concentrarse en el pensamiento específico.

—Has dicho que la locura hace que los afectados obren así. ¡No soy doctor en medicina, pero sé lo bastante para darme cuenta de que una enfermedad, unas fiebres, no dirigen la voluntad! Puedo aceptar que hay una fiebre cerebral en Middenheim, y que es tan grave que impulsa a los hombres a una furia bestial…, pero ¿que los guíe hacia un propósito definido? ¿Que organice sus actos, su ritual, como lo has llamado? ¿Que los haga actuar de la misma manera, que los haga utilizar la misma escritura antigua? ¡Eso supera cualquier cosa verosímil! ¡No existe fiebre capaz de hacer eso!

—Muy cierto, hermano Ganz, pero yo no he dicho en ningún momento que se tratara de una fiebre natural.

Sobre el Factorum descendió el silencio mientras todos asimilaban esa última frase. El sacerdote y los Lobos estaban tan quietos y callados como los muertos que los rodeaban. Al fin, Gruber rompió la quietud con una maldición en voz baja.

—¡Que Ulric me condene! ¡Magia!

El padre Dieter asintió con la cabeza al mismo tiempo que tendía un sudario sobre el cuerpo de Ergin.

—Este año ya he tenido bastante magia —añadió Gruber.

—¿Ah, sí? —preguntó el sacerdote, repentina y seriamente interesado—. No eres el único. Una oscura resaca de la más inmunda brujería ha impregnado la ciudad desde el pasado Jahrdrung. Yo la he experimentado de manera personal. Y ésa es una de las pistas, para mí. Otro de los nombres pintados con sangre en la pared cercana al santuario de Ulric era Gilbertus. A principios de este año, justo antes de Mitterfruhl, tuve… tratos con alguien que se hacía llamar así. Intentaba pervertir este sagrado templo para ponerlo al servicio de la magia más oscura de todas.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Schell, aunque realmente no quería saberlo.

—Muerto. Cosa apropiada, dado que su nombre figuraba en la lista de Ergin.

—¿Y los otros? —preguntó Lowenhertz, y el sacerdote consultó otra vez la libreta.

—Eran nombres corrientes, como ya he dicho: Beltzmann, Ruger, Aufgang, Farber… Conozco a un Farber y aún está vivo, pero podría no tratarse de él… Vogel, Dunst, Gorhaff, y otro que, curiosamente, estaba escrito dos veces. Era el nombre de Einholt.

Todos los Lobos quedaron petrificados, y Ganz sintió que una gota de sudor helado le bajaba por la frente. Lowenhertz hizo un signo destinado a conjurar al mal y apartó la mirada.

—¿Ese nombre significa algo para vosotros? Veo que sí.

—¡Comandante! —jadeó el agitado Kaspen que tenía el semblante sorprendentemente pálido bajo su melena roja—. Nosotros…

Ganz lo silenció alzando una mano.

—¿Qué más? —preguntó Ganz a la vez que avanzaba hacia el sacerdote e intentaba dominar sus nervios. Quería mostrarse circunspecto hasta que le hubiese tomado las medidas a aquel austero sacerdote fúnebre.

—Otras dos cosas. Un nombre más, pero no es de por aquí: Barakos. ¿Os dice algo?

Los Lobos negaron con la cabeza.

—Y un símbolo, o al menos la indicación de un símbolo. La palabra Ouroboros, también en escritura antigua.

—¿Ouroboros? —preguntó Ganz.

Gruber se volvió a mirar a Lowenhertz, pues, en el fondo de sus revueltas entrañas, sabía que él conocería el significado.

—El wyrm que se devora a sí mismo —explicó Lowenhertz con tono ominoso—. Tiene la cola dentro de la boca; es el universo que consume todo cuanto es y todo lo que ha sido antes.

—Vaya, vaya —dijo el padre Dieter—. No tenía ni idea de que los templarios fuesen tan eruditos.

—Somos lo que somos —declaró Gruber, sin más—. ¿Eso es lo que crees que significa ese símbolo, padre?

El sacerdote de Morr se encogió de hombros, cerró la libreta y la ató con una cinta de color negro.

—No soy ningún experto —dijo con modestia e imprecisión—. El Ouroboros es un signo antiguo. Significa «destrucción».

—No, significa más que eso —lo contradijo Lowenhertz, que avanzó un paso—. Significa «muerte desafiada», que es la no muerte. La vida más allá de la sepultura.

—Sí, así es —asintió el sacerdote de la Morr con voz dura—. Es el símbolo de la nigromancia, y es el mismísimo vil pecado del que era culpable Gilbertus. Pensaba que esa amenaza se había desvanecido con Gilbertus cuando cayó por el barranco de los Suspiros, pero estaba equivocado. Tal vez Gilbertus no haya sido más que el comienzo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ganz.

—Huir de la ciudad podría ser buena idea —respondió el sacerdote, flemático.

—¿Y los que no podemos hacerlo? ¿Qué hacemos los que somos necesarios aquí?

—Luchar —respondió el sacerdote de Morr sin vacilación.

Era casi mediodía, pero las calles de Altquartier estaban tristemente vacías y cubiertas por una gruesa capa de nieve. De momento, no había nevado más y el aire era gélido, pero el tremendo frío mantenía a la población dentro de las casas, en torno al hogar, desesperada por hallar un poco de calor.

Mientras bajaba por el paseo Low File, envuelto en su capa, Kruza se preguntó si habría otras fuerzas que mantenían las calles en silencio. Esos rumores de plaga… Aún no podía creerlos, pero en el aire frío y quieto flotaba un olor a enfermedad, a corrupción. Y a leche agria.

Ese pensamiento lo atrapó, le trajo un recuerdo. Ese olor lo había percibido en las profundidades de la torre de Nordgarten, el lugar en que había visto a Resollador por última vez.

Habían pasado meses desde su anterior visita al solitario hogar de Resollador. «De hecho —pensó Kruza—, ¿la visita precedente no fue justo después de que percibiera por última vez el hedor a leche agria?»

Ascendió la oscura escalera del ruinoso edificio con una vela que encendió con sus yescas, tanto por el calor que le daba a sus dedos como por la luz. Por las ventanas sin cristales había entrado nieve, que cubría los escalones, y el hielo revestía las paredes como una capa de nácar.

Abrió la puerta, aunque necesitó asestarle una patada con la bota para romper el hielo que se había formado en torno a la jamba. Milagrosa, casi dolorosamente, la habitación estaba exactamente como él la había dejado la última vez. Allí no había entrado nadie. La escarcha cubría todas las superficies, enturbiaba todos los espejos y hacía que las alfombras y tapices estuviesen crujientes y rígidos. Se hallaba tan congelada en la realidad como en su memoria.

Kruza avanzó por las crujientes alfombras al mismo tiempo que recorría la habitación con los ojos. Dejó la vela sobre la mesa baja, donde el calor de la llama fundió la escarcha, que se transformó en grandes gotas oscilantes. Kruza se dio cuenta de que tenía desenfundada la espada corta, igual que cuando había entrado la primera vez. La espada… desenvainada. ¿Cuándo había hecho eso? ¿Qué instinto le había hecho sacar la espada?

Miró a su alrededor. «Veamos, ¿dónde podría estar?» Cerró los ojos e intentó recordar. Resollador estaba en su mente: Resollador, riendo; Resollador, cogiendo un saco de pan y quesos del alféizar de la ventana donde lo dejaba para que se mantuviera fresco; Resollador, sentado junto al fuego, tejiendo su tortuosa autobiografía de cuento de hadas.

Kruza abrió los ojos y volvió a mirar. Recordaba que había cogido el espejo de marco dorado del rincón inmediato a la puerta al final de la primera visita para completar la cuota que tenía que entregarle a Bleyden. La segmentada caja de madera donde Resollador guardaba sus hierbas se encontraba entonces allí, y Kruza avanzó hacia ella. Tendió una mano para abrirla y se detuvo.

«¿Aquí?»

Oyó un ruido a sus espaldas y se volvió como un zorro acorralado, con la espada desnuda. Allí estaba Resollador, asintiendo con la cabeza, sonriendo. «Ese es el sitio, Kruza, ése es el sitio».

Pero no era Resollador. No era nadie. El cabo de vela que Kruza había dejado sobre la mesa, se había deslizado hasta el piso flotando en las fundidas gotas de escarcha.

Kruza apagó a pisotones las débiles llamas que estaban prendiendo en la alfombra sobre la que yacía la vela.

—No hagas eso, Reso… —dijo en la habitación vacía, y se sorprendió al hacerlo, como si aún creyese que Resollador estaba con él.

Kruza regresó junto a la caja de hierbas y abrió la tapa. Los aromas que manaron de ella resultaron leves y débiles en el aire frío. Revolvió el interior con los dedos entumecidos, hasta encontrar la joya y sacarla.

La cadena de láminas cuadradas de metal, el adorno que representaba al devorador del mundo con sus ciegos ojos de marfil estaba —maldito fuese todo lo existente— tibio.

Kruza se metió el objeto dentro del justillo y se encaminó hacia la puerta. El hielo crujía bajo sus pies. Volvió la cabeza para echarle una última mirada a la habitación. Al igual que estaba seguro de su propio nombre, de que Resollador era un ladrón natural, de que Resollador estaba muerto, sabía que nunca regresaría allí. Jamás.

Llegó a la calle y echó a andar cuesta arriba a paso rápido a través de la nieve, resbalando de vez en cuando sobre el hielo que se había formado bajo el polvo blanco. No había nadie cerca, pero de algún modo Kruza se sentía más culpable que nunca en toda su vida. Él, artífice de diez mil robos, todos ellos libres de culpabilidad, experimentaba entonces la punzada de la vergüenza por robar la joya de un muchacho muerto. «¡Les robas a los muertos, Kruza!»

Y lo peor de todo era que estaba seguro de que Resollador habría querido que la cogiera. ¿O acaso la culpabilidad que sentía era debida a que estaba seguro de que Resollador habría preferido que Kruza no volviera a tocar nunca más aquel siniestro adorno?

Antes de que pudiera considerar el asunto, oyó unos sollozos que procedían de su izquierda, de una calle lateral. Una mujer lloraba desconsoladamente. De modo involuntario, encaminó sus pasos hacia allí, hacia el interior de unas ruinas revueltas donde había existido una taberna, quemada desde hacía ya mucho tiempo. La nieve se había posado sobre las vigas ennegrecidas y, de ellas, colgaban carámbanos como defensas infernales.

Había algo escrito en la hollinienta pared de piedra. Eran palabras que no podía leer, recientes, y estaban escritas con un líquido oscuro. ¿Brea? ¿Era eso? Y luego, con la misma rapidez, pensó: «¿Qué estoy haciendo aquí?»

Vio a la mujer, una matrona de los suburbios, acurrucada en la horquilla formada por dos vigas ennegrecidas por el fuego; sollozaba. Estaba cubierta de sangre. Kruza se detuvo en seco. Podía ver un par de pies, los de un hombre, que asomaban de debajo de un montículo de nieve. La nieve que había en torno a los pies estaba teñida de color rojo oscuro.

«Basta. No es asunto tuyo. Es el momento de marcharse», pensó.

Entonces el hombre armado con la espada salió de las ruinas a las que daba la espalda, chillando y echando espuma por la boca, con la muerte en sus monstruosos ojos resplandecientes.

En el palacio se estaba celebrando un opíparo festín de mediodía. Tras haber descansado brevemente durante las primeras horas de la mañana y haberse bañado en más agua tibia de la que el palacio solía calentar para toda una semana, los embajadores extranjeros eran agasajados por el Graf en el salón principal. El ambiente estaba cargado de olores de comida procedentes de las cocinas, y de los deliciosos aromas de las bandejas que los pajes hacían desfilar en serie al interior del salón, bajo la atenta mirada de Breugal. En el aire flotaba la música de una viola, un cuerno, un salterio, un tambor y un trombón, tocados por los músicos de la corte del Graf.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Ahora! —siseaba Breugal para apresurar a los pajes cargados de bandejas.

Estaba apostado en el pasillo lateral que daba paso al salón principal. Marcaba el ritmo con su bastón, y sus ojos eran tan brillantes como el hielo. Se había puesto su mejor peluca en forma de cuernos y un jubón bordado, de mangas acuchilladas, bajo la librea del palacio; su anguloso rostro se veía doblemente empolvado, blanco como la nieve o como el semblante de los muertos.

Le dio una bofetada a uno de los pajes que avanzaba con demasiada lentitud, y luego volvió a dar palmas. Había oído muchos relatos sobre la opulencia de la corte bretoniana y no quería que aquellos visitantes encontrasen fallos en su propia casa.

Breugal detuvo a otro paje y probó los pies de cerdo rellenos de hígado de ganso para asegurarse de que el cocinero estaba cumpliendo con su deber. Excelentes. Tenían demasiada sal, pero eran excelentes, de todas formas. «¡A ver si los altaneros bretonianos pueden dar un banquete tan refinado como éste!»

Lenya estaba trabajando en la cocina; era una de las muchas criadas que colaboraban con los ayudantes de cocina para decantar el aguamiel y el vino en las jarras que se llevaban a la mesa. Las enormes cocinas de techo bajo y abovedado, con sus ollas que despedían vapor, sus rugientes fuegos y los hombres que voceaban, le resultaban casi abrumadoras. Había pensado que agradecería el calor que había allí después de haber soportado el doloroso frío del invierno, pero era excesivo. Estaba sudando, temblando, arrebolada, y le escocía la garganta. Mientras se secaba las manos en el delantal, volvió la cabeza al oír que alguien la llamaba por su nombre.

—¡Lenya! ¡Lenya, muchacha!

En las sombras de la salida trasera de las cocinas, vio a Franckl. La llamaba, pálido y sudoroso; el jubón abierto dejaba a la vista un pecho ceroso y sudoroso. La librea de seda rosada tenía manchas oscuras bajo los brazos, grandes medias lunas de sudor.

Tras mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, avanzó hacia él.

—¿Franckl?

La jerarquía del palacio del Graf los había convertido en iguales hacía ya tiempo.

El antiguo mayordomo del Margrave se enjugaba la pálida frente, y tenía aspecto de que en cualquier momento le fallaría el corazón y le estallaría.

—El condenado Breugal me ha tenido traspalando nieve desde medianoche —jadeó Franckl.

—No tienes buen aspecto, señor —admitió ella.

—Una bebida es cuanto pido; algo fresco, pero que me caliente. No sé si me entiendes.

Ella asintió con la cabeza y se escabulló de vuelta a la cocina, donde esquivó pajes que corrían con los brazos cargados de platos.

Cogió con disimulo una botella de cerveza cerrada de un cubo, donde la habían puesto a enfriar junto a la puerta de la bodega, y regresó con rapidez.

—Toma. No digas que nunca hice nada por ti. Y no dejes que nadie la vea.

Él asintió sin hablar, pues estaba demasiado ocupado rompiendo el tapón y bebiendo la cerveza a grandes tragos. El rostro se le puso sonrosado de deleite y alivio, y los ojos se le humedecieron.

—¿Qué es esto? —dijo una voz.

Ambos se volvieron a mirar hacia el lugar del que procedía. Franckl sufrió un ataque de tos que le hizo escupir el último trago de cerveza. Apoyado en su bastón, Breugal los contemplaba con expresión absolutamente desdeñosa y amenazadora, completamente compuesto…, excepto por el reguero de sudor que descendía de debajo de su peluca y manchaba el polvo que le cubría la frente. Ni siquiera él era inmune al calor y el caos de la cocina.

Ni Lenya ni Franckl hablaron, ni se movieron siquiera. Breugal alzó el bastón y señaló a Franckl con la punta de plata.

—A ti te haré azotar por esto. Y a ti… —La punta del bastón se desplazó con lentitud hacia Lenya, y de pronto Breugal sonrió; una repelente sonrisita de rata, al ocurrírsele una idea—. A ti también te haré azotar.

—¿Hay problemas aquí? —preguntó otra voz.

Todos se volvieron y vieron que había un templario en el marco de la puerta exterior, cuyo gigantesco cuerpo acorazado parecía negro en contraste con la nieve del exterior. Breugal frunció el entrecejo.

—Sólo un asunto doméstico, señor. Estoy solucionándolo.

Drakken salió de la sombra de la puerta y entró.

—¿Cuando tienes tantas cosas que hacer? Señor, eres el maestro de ceremonias, el fulcro del que depende la totalidad de este festín. No tienes tiempo para perseguir a los indolentes.

Breugal calló por un instante. Acababan de halagarlo, sabía que era así, pero aquello no se parecía a ningún otro halago que le hubiesen hecho antes.

—El capitán Von Volk de los Caballeros Pantera les ha ordenado a mis templarios que patrullen el palacio. La disciplina y la seguridad son nuestro deber. El vuestro es encantar al embajador de Bretonia.

—Muy cierto, pero…

—Sin peros —respondió Drakken con sequedad.

Su imponente presencia hizo que Lenya recordara al gladiador encapuchado al que una vez había visto dominar la acción de la plaza de Fieras.

Drakken se inclinó y cogió con gesto indiferente la botella de cerveza de la mano del mudo Franckl.

—Me llevaré a este hombre al patio y la partiré sobre su miserable cabeza. A la muchacha la golpearé con un puño hasta que aprenda corrección. ¿Bastará con eso?

Breugal sonrió sin que la sonrisa llegara a sus ojos.

—Sí, señor templario; pero puedo asegurarte que soy capaz de solucionar esta infracción de…

—Tienes trabajo que hacer —repitió Drakken al mismo tiempo que avanzaba hacia el chambelán, y sus espuelas tintinearon contra el escalón de la cocina—. Y yo también. Es deber de la guardia castigar a todos los entrometidos y malhechores.

—No, esto no es correcto en absoluto —dijo Breugal, de repente—. Vosotros tenéis la guardia, por supuesto, pero…

—El capitán Von Volk fue muy claro al respecto. Todos los entrometidos son asunto de la guardia. El santo y seña es «Viento norte», como estoy seguro de que sabes. Los templarios cumplimos con nuestro deber con una fuerza más feroz que la de cualquier viento del norte.

Breugal sabía que el otro lo superaba en rango, así que retrocedió.

—Estoy en tus manos. ¡Que Sigmar te invista de todo su esplendor!

El chambelán atravesó la cocina al ritmo del golpeteo de su bastón, azotando pajes y gritándoles con saña a los criados de la cocina para compensar su decepción.

—Y que Ulric te muerda el huesudo culo —murmuró Drakken cuando se marchó el hombre de la peluca.

Empujó a Franckl y Lenya al patio, y cerró la puerta. Lenya estaba riendo con sonoras carcajadas, e incluso Franckl sonreía. Drakken le tendió la botella de cerveza al mayordomo, que, primero, dio un respingo porque temió lo peor y, luego, la aceptó.

—Deja un poco para mí —pidió Drakken con una amplia sonrisa.

Franckl asintió con un gesto de cabeza y se alejó a paso rápido hacia el refugio que le proporcionaba la leñera.

Lenya abrazó al templario con alegría, sin hacer caso de la fría dureza de la armadura bajo sus manos y antebrazos.

—¡Me has encontrado, Krieg! —gritó con deleite.

Él sonrió y la besó rudamente en la boca.

—Por supuesto —murmuró al separarse sus labios.

—Ganz dijo que estarías aquí.

—Mi comandante tiene razón en todo.

Lenya frunció el entrecejo y se apartó de él, aunque sin dejar de abrazarlo.

—Pero ¿cómo me has encontrado?

—Me escabullí.

—¿De dónde?

—De la patrulla. No me echarán de menos.

—¿Estás seguro? —preguntó ella, curiosa. Tenía la mala sensación de que Drakken estaba corriendo un gran riesgo.

Él la besó otra vez, y otra. Sabía que estaba seguro.

Los había interrumpido una caravana de féretros que llegaron al porche del templo de Morr, procedentes del distrito de Wynd. El padre Dieter bajó a ayudar a los guardias y a los otros iniciados de Morr a trasladar la miserable carga que traían.

Los templarios del Lobo salieron y permanecieron de pie junto a sus caballos atados, esperando.

—¿Por qué no se lo cuentas, señor? —preguntó Kaspen.

—¿Contarle qué?

—¡Lo referente a Einholt! ¡Por el aliento de Ulric! ¡Ha dicho que su nombre estaba escrito en sangre!

—Ya lo he oído —replicó Ganz en voz baja.

—En eso estoy de acuerdo con Kaspen —intervino Lowenhertz con voz queda, pensando detenidamente. Alzó la mirada hacia Ganz—. Este sacerdote de Morr es un aliado; de eso estoy seguro. ¡Dioses, sabe de qué está hablando! Cuéntale lo de Einholt. ¡Haz que encajen las piezas…, las piezas del rompecabezas que ambos tenéis por separado!

—Tal vez —replicó Ganz.

Gruber se llevó al comandante a un lado.

—Lowenhertz tiene razón. Creo que debemos confiar en este hombre.

—¿Tú confías en él, Wilhelm?

Gruber apartó la mirada y, luego, volvió la vista hacia Ganz y lo miró a los ojos.

—No. Pero sé cuándo vale la pena correr un riesgo, y sé que ahora es una de esas ocasiones. Tú no estabas con nosotros dentro de los túneles de debajo de la Fauschlag. No viste lo que yo vi, lo que vieron Aric y Lowenhertz. No viste lo que vio Einholt.

—Me lo habéis contado; con eso basta.

—¿De verdad? Ganz, ahí abajo había algo tan maligno como nada que yo haya sentido antes, y espero no volver a sentirlo jamás. Había una… cosa. Escapó. Que Ulric se me lleve si no forma parte de esta maldición que está cayendo sobre nuestra ciudad. ¡Y por lo que dice ese sacerdote, también él está enterado del asunto!

Ganz giró y se alejó en silencio. Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando el sacerdote volvió a salir del templo. El hombre estaba limpiándose sangre de las manos con un trozo de sudario. Ganz avanzó hacia él y se detuvieron cara a cara sobre la nieve, al pie de la escalera del templo.

—Ha vuelto a suceder —dijo el padre—. Ahora en Freirburg. Un comerciante rico destripó a toda su familia y criados, y luego se ahorcó. Doce muertos. Doscientos dieciocho nombres en la pared.

—¿Qué?

—Ya me has oído —gruñó Dieter. Sacó un pergamino que llevaba metido en el cinturón, y lo desdobló—. Mis amigos de la guardia copiaron los nombres. Aún no he comenzado a compararlos con los otros, pero ya puedes ver que la cosa va en aumento, ¿no? Con cada asesinato, la lista se hace más larga. ¿Cuántos más, antes de que consten en ella todos los habitantes de la ciudad? Tú, yo, el Graf… —Su voz se apagó.

—Einholt era un querido miembro de la Compañía Blanca. Hace tres meses, demostró un valor singular y… salvó la ciudad. No hay otra forma de describirlo. La salvó de la Oscuridad que acechaba en los túneles de abajo. Luego, una semana más tarde, desapareció. No hemos vuelto a verlo desde entonces.

—Está muerto.

—Eso suponemos nosotros —replicó Ganz, y después se dio cuenta de que la frase del sacerdote era una afirmación, no una sugerencia.

—Sé que es verdad —le aseguró el sacerdote—. Fue algo sencillo buscar en los registros de la ciudad y descubrir la desaparición de Einholt.

Ganz le lanzó una mirada feroz al sacerdote, que alzó las manos con gesto tranquilizador.

—Perdóname por saberlo. No me cabe ninguna duda de que Einholt era el más valiente de vosotros. Mis… fuentes de información me contaron lo que hizo.

—¿Qué clase de sacerdote eres?

El sacerdote de Morr lo miró con expresión hosca.

—De la mejor clase: uno a quien le importa lo que sucede, y uno que sabe.

—¿Qué sabes? —preguntó Ganz con un suspiro de aceptación.

—Consideremos los hechos: una fuerza de nigromancia oscura amenaza la ciudad…

—De acuerdo.

—Hemos visto su marca. Por lo que puedo conjeturar, hace por lo menos un año que está entre nosotros. Ha tenido tiempo para consolidarse firmemente, para planificar, para conspirar, para crecer.

—También de acuerdo.

El sacerdote calló por un momento, mientras su respiración se condensaba en el aire. Ganz advirtió, por primera vez, lo asustado que estaba aquel hombre tras sus modales confiados.

—Como ya he dicho, también hemos visto su símbolo, el reptil que se muerde la cola. Está infligiéndole un enfermedad a Middenheim, una fiebre mágica que corrompe las mentes y las hace obrar a su voluntad por alguna atroz causa que hasta el momento ignoramos.

—¿Ah, sí?

—Tal vez. Su maldición está ahora sobre nosotros, ¿no te parece? Su amenaza ritual nos rodea por todas partes.

—Sí. —Ganz tenía una expresión ceñuda—. ¿Sabes por qué?

El padre Dieter guardó silencio durante un momento, y se miró los pies medio enterrados en la nieve.

—¿El último acto? ¿El definitivo? La confección de las listas rituales de los muertos. A menos que yo sea un estúpido, esas listas incluirán pronto a todas las almas de Middenheim. La nigromancia es muerte mágica. Cuanto mayor la mortandad, mayor es la magia. Según tengo entendido, y créeme, comandante templario, si te digo que no he realizado ningún gran estudio de sus viles aberraciones, funciona mediante el sacrificio. Una sola muerte le permite obrar algunas impiedades. Múltiples muertes obrarán una magia mucho más grande. El sacrificio sangriento de una ciudad…

—¡Que Ulric se me lleve! ¿Podría ser tanto? —dijo Ganz jadeando.

—¿Tanto? ¡Tan poco! Un sacrificio de diez mil almas aquí no es nada comparado con los cientos de miles que serán ofrecidos a los Oscuros si Bretonia entra en guerra con el Imperio. ¿Acaso no se trata de eso? Esta ciudad se encuentra en la cúspide de un conflicto. ¿Qué sacrificio mayor podría ofrecérsele a los inmundos infiernos de la nigromancia que las montañas de muertos asesinados en una guerra abierta?

Ganz le volvió la espalda al sacerdote. Se sentía como si estuviese a punto de vomitar, pero se controló. Habría sido algo indecoroso ante sus hombres, ante extraños.

—Dijiste que debíamos luchar —recordó con voz apenas audible al mismo tiempo que se giraba para mirar de nuevo al sacerdote—. ¿Dónde sugieres que luchemos?

—¿Dónde está Bretonia? ¿Qué lugar es más vulnerable? ¿Dónde reside el poder?

—¡Montad! —les bramó Ganz a sus hombres a la vez que corría por la nieve—. ¡Dirigios hacia la Cuesta del Palacio! ¡Ahora!

—Yo os acompañaré —dijo el padre Brossmann, pero Ganz no lo escuchaba.

—¡Ganz!

Ya sobre su caballo de guerra, Ganz giró a medio galope en el patio cubierto de nieve y vio que el sacerdote de Morr corría tras él, así que estiró un brazo e izó al hombre sobre la grupa del corcel.

—¡Espero que sepas cabalgar! —le espetó.

—En otra vida, sabía —replicó el sacerdote, ceñudo.

Salieron al galope del patio del templo, haciendo volar la nieve en polvo, camino del palacio.

Kruza se agachó para evitar la destellante hoja del arma. El hombre estaba loco, eso resultaba bastante claro para él. A Kruza le recordó la apasionada determinación que había tras la capucha de un verdugo público. La espada rechinó al penetrar en una cruz de vigas hollinientas y quedó atascada. Kruza describió un arco con su espada corta, pero no le acertó al frenético atacante.

El carterista podía ver que el hombre estaba aquejado por la plaga. Tenía la piel pálida y sudorosa, fría y blanca a causa de la fiebre. Arrancó la espada de las vigas y volvió a atacar. El arma era un espadón herrumbroso de mucho más largo alcance que la espada corta de Kruza. La hoja volvió a zumbar en el aire cuando intentó hallar la garganta del carterista, que se agachó, y al levantarse, después de que pasara por encima de su cabeza, le clavó su arma al hombre demente.

La hoja hendió las costillas, las atravesó y penetró en órganos y líquidos internos.

El hombre aquejado por la fiebre se desplomó al mismo tiempo que profería alaridos y sufría convulsiones.

—¡Kruza! ¡Kruza! ¡Kruza! —chillaba el hombre mientras agonizaba.

Kruza, entonces, ya corría hacia la colina del palacio.

La nieve que el cielo había tenido atascada en la garganta durante toda la jornada comenzó a caer en abundancia al desaparecer la luz diurna. Apenas era media tarde, pero las nubes que cubrían el cielo hacían que pareciese el principio de la noche. Primero cayeron grandes copos; después descendió la temperatura, y las nubes soltaron aguanieve y una lluvia helada. El agua caía torrencialmente sobre la ciudad y se mezclaba con la nieve que había en el suelo; allí, se congelaba y hacía que la capa de nieve intacta brillara como el vidrio al convertirse en hielo.

Lenya escapó de la cocina tras su encuentro con Drakken. Aún con un cosquilleo en los labios, encontró refugio en la leñera, donde Franckl y otra docena de mozos, pajes y criadas se habían cobijado de la lluvia. Alguien había encendido un pequeño fuego, y se hizo obvio que la botella de Franckl no era la única que había sido robada ese día. Lenya entró en la oscuridad que olía a moho mientras las gotas de agua tamborileaban sobre las tejas como piedras lanzadas con honda, y encontró sitio junto a Franckl, que le ofreció un sorbo de su botella.

—Ese hombre que has encontrado es bueno —comentó él.

—Lo es.

Lenya no se sentía cómoda entre tanta gente. Quería regresar al interior del palacio, pero estaba segura de que se habría congelado viva para cuando llegara a la arcada de la cocina, situada al otro lado del patio. Resonó un trueno, potente y pesado sobre la ciudad de roca, como los cascos de corceles de dioses.

La muchacha ascendió gateando por una pila de leña hasta que le fue posible mirar al exterior a través del resquicio de la ventana orientada hacia las puertas principales, borroneadas por el aguanieve. A lo lejos, vio los fuegos de la guardia, de los que se desprendía vapor; los Caballeros Pantera llevaban los braseros a cubierto y cerraban la verja. Los decorativos penachos de sus yelmos estaban mojados y caídos.

Dio un salto cuando algo golpeó el tejado; luego, otra vez, y otra. En el exterior vio piedras de granizo del tamaño de bolas de cañón que impactaban en la nieve y quedaban enterradas en ella, haciéndola saltar por el aire y rompiendo la capa de hielo superior con su peso. Una tormenta asesina; lo más letal que podía descargar un invierno sobre el Imperio. En cuestión de un momento, los golpes se hicieron más potentes y rápidos al precipitarse las rocas de hielo en mayor abundancia. La granizada era entonces muy copiosa, y el trueno volvió a resonar. A través de la cortina blanca, vio que un Caballero Pantera que se encontraba ante la puerta era golpeado de lleno por una piedra de hielo y caía; los compañeros corrieron hacia él. De inmediato, cayó otro, a quien el impacto de otra roca le arrancó el casco.

Lenya profirió una exclamación ahogada. Cuando estaba en la granja de Linz había visto tormentas de una fuerza tremenda, pero nada como eso, nada comparable a esa furia.

Al comenzar la mortal granizada, Ganz detuvo a los jinetes bajo el inclinado saledizo de una posada con cochera. Continuar cabalgando bajo aquello sería una locura.

—Sólo el comienzo… —susurró el sacerdote que iba montado en la grupa de su caballo, detrás de él.

Ganz no respondió. Las puertas del palacio estaban a apenas dos calles de distancia. Bajo aquel ataque de los elementos, suponía una distancia imposible de recorrer.

Kruza llegó a las murallas del palacio. Estaba helado hasta los huesos bajo aquella precipitación de hielo, y al menos una de las piedras le había golpeado un hombro y le había dejado un doloroso cardenal. Otra rebotó junto a su rostro, contra la piedra, y le llenó los ojos de esquirlas de hielo.

Se acuclilló y se encogió. Las puertas estaban cerradas, y no tenía ni idea de cómo podría entrar.

Dentro del palacio, los invitados estaban retirándose. El festín había sido un éxito emocionante, y los embajadores de Bretonia solicitaron descansar antes de las celebraciones nocturnas. El Graf y sus nobles también regresaron a sus aposentos para reposar un rato. El granizo golpeaba el tejado y el trueno estremecía el aire.

Mientras patrullaba por las dependencias de invitados, Aric observó cómo los Caballeros Pantera y los portadores de antorchas conducían a los dignatarios visitantes hasta sus habitaciones. Ya se percibía el olor de las cocinas, donde se comenzaba a preparar el siguiente banquete. «Que durmáis bien —pensó—. Necesitaréis haber recobrado todas vuestras fuerzas cuando suenen las campanadas de completas».

Avanzó hasta el corredor donde Drakken debía estar de guardia. Aric se encontraba junto a las puertas que daban acceso a las habitaciones de huéspedes cuando apareció el joven y robusto caballero.

—¿Dónde has estado? —le preguntó.

—De guardia… —comenzó Drakken.

Los ojos de Aric sondearon el rostro del joven.

—¿De verdad? ¿Aquí?

—Me marché durante un momento…

—¿Cómo de largo fue ese momento?

—Supongo que… media hora… —comenzó Drakken tras una pausa.

—¡Que Ulric te condene! —le espetó Aric, y giró hacia las puertas. El trueno resonó en el exterior y una ráfaga de viento recorrió el pasillo y apagó todas las lámparas—. ¿Cuánto tiempo les ha dado esa media hora a ellos?

—¿A quiénes?

—¡A quienquiera que pretendiese entrar! —le gruñó Aric con el martillo en alto mientras abría la puerta de una patada.

Drakken corrió tras el otro templario a través de la antecámara guarnecida de terciopelo hacia el interior de la primera habitación. La alfombra estaba en llamas a causa de una lámpara derribada. Dos servidores ataviados con las blusas de Bretonia yacían muertos en el suelo. Palabras —nombres— habían sido escritas en las paredes con sangre.

Se oyó un alarido procedente de la habitación contigua. Aric irrumpió en la estancia. Una camarera estaba apoyada contra la pared, acuclillada, y chillaba. Una forma corpulenta, casi una sombra negra a la que el fuego iluminaba por detrás, tenía al embajador bretoniano cogido por la garganta y alzado en el aire. Chorreaba sangre. El embajador daba sus últimas boqueadas.

La silueta corpulenta se volvió para mirar a los intrusos y dejó caer al embajador, medio muerto, sobre las ornamentales alfombras.

Su único ojo sano relumbraba en color rosado coral. Su voz, tan baja como el mundo de ultratumba, tan apagada como los pataleos de un caballo y tan espesa como la brea, dijo dos palabras.

—Hola, Aric.

El bombardeo de granizo era aún más feroz que antes. Bajo el colgadizo de los establos, los caballos de guerra de los templarios saltaban y se estremecían.

—No podemos esperar. Ahora no —dijo el sacerdote, que era como una sombra detrás de Ganz.

—Pero…

—Ahora, o estará todo perdido.

Ganz se volvió hacia los rostros que lo rodeaban, iluminados por una luz mortecina.

—¡Cabalgad! ¡En el nombre de Ulric! ¡Cabalgad! —gritó.

Como si una explosión los hubiese arrojado al exterior, con esquirlas de hielo saltando en torno a los cascos de los caballos y mientras el trueno restallaba sobre sus cabezas, salieron al galope.

Kruza estaba semienterrado por un montículo de nieve y tenía las palmas de las manos aún apoyadas contra el doloroso frío de la piedra de la muralla cuando la luz del fuego palpitó por encima de él.

Parpadeó y alzó la mirada hacia los tres Caballeros Pantera que se encontraban de pie a su lado.

—Éste no es tiempo para haraganear fuera de casa —dijo uno.

—No cuando el Graf está esperando oír el sonido de tu voz —añadió otro.

—¿Qué? —preguntó Kruza, entumecido en casi todos los sentidos.

Lenya se deslizó entre dos de los Caballeros Pantera.

—Estaba diciéndoles que el gran cantante trovador se retrasaba y que el Graf se sentiría de lo más disgustado si no llegaba a tiempo para el banquete —explicó.

—Por supuesto…

—¡Vamos! —La joven tiró de él para levantarlo—. Te vi ante la puerta —le susurró al oído—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Protegerte —murmuró él.

Estaba seguro de que tenía carámbanos debajo de la lengua.

—¡Estás haciéndolo fantásticamente bien! —respondió ella.

Los Caballeros Pantera la ayudaron a traspasar las puertas con él mientras el granizo azotaba a su alrededor. En el exterior se oyó un trueno parecido al retumbar de cascos de caballo.

—Él desbarató mis planes, así que lo elegí. Él me hizo más débil que nunca, así que lo correcto era que yo me apropiara de su forma.

La cosa del ojo rosado estaba hablando, aunque Aric realmente no la escuchaba.

—Un millar de años solo y enterrado dentro de la Fauschlag. ¿Puedes imaginar eso, Aric? Un millar de años. No, claro que no puedes; estás demasiado invadido por el miedo.

La imposible forma corpulenta se paseaba alrededor de la habitación iluminada por la luz de las velas y el hogar, describiendo círculos en torno al templario.

—Me apoderé de su forma, una forma buena y fuerte. Fue un acto de justicia.

—¿Qué eres? —preguntó Aric—. Te pareces a…

—¿Einholt? —La criatura le sonrió con desprecio—. Me parezco a él, ¿verdad? Tomé su cadáver. Estaba lleno de celo y vigor.

Einholt se volvió para mirar a Aric con un resplandeciente ojo rosado. El otro estaba lechoso y muerto, dividido por la cicatriz, tal y como Aric lo recordaba. Einholt, pálido, revestido con la armadura, hablando, moviéndose, vivo. Pero no era Einholt. Esa mirada, la penetrante mirada ardiente…

—Yo soy Einholt. Él es yo. Resulta sorprendente cómo sus recuerdos se conservan en el cerebro, como las incrustaciones en una buena espada. ¡Vaya, estos recuerdos son de madreperla! ¡Qué brillantes! ¡Qué nítidos! Así es como te conozco, Aric, hijo del Lobo. Sé qué hiciste. No fue un crimen tan enorme como el cometido por Einholt, pero fuiste cómplice del mismo.

—Tienes el rostro de mi amigo, pero sé que eres maligno —dijo Aric al mismo tiempo que alzaba el martillo, dubitativo.

—¡Entonces, adelante! ¡Aplasta esto! —respondió Einholt a la vez que sonreía y se señalaba el rostro—. ¡Te desafío a que lo hagas! ¡Mata para siempre a tu perdido camarada!

Aric bajó el martillo y cayó de rodillas.

—Yo quería volver a vivir. Tener forma, volumen, solidez. Vosotros me arrebatasteis esa posibilidad, del mismo modo como el sacerdote me la arrebató durante el pasado Jahrdrung. ¡Pero ahora he vuelto, renovado! ¡Ansioso! ¡Salivando por la vida!

Einholt le sonrió al arrodillado Aric, que lloraba. Llevaba un martillo de guerra en la mano izquierda y lo levantó.

El martillo de Drakken lo lanzó de espaldas al volar desde el otro lado de la habitación.

Einholt, o la cosa que una vez había sido Einholt, se estrelló contra una consola, que se hizo pedazos bajo su tremendo peso. La criatura profirió un rabioso gruñido de cólera, que era por completo inhumano, mientras se levantaba. El feroz golpe de Drakken le había abollado la placa superior izquierda del peto y le había arrancado limpiamente la hombrera.

El único ojo sano palpitó como fuego rosado al ritmo del rugido. El martillo de Einholt aún estaba en su mano.

Drakken hizo levantar a Aric y desenvainó la daga porque el martillo se encontraba demasiado lejos para recuperarlo.

—¡Vamos! —chilló.

—El cachorro tiene más bríos que tú, Aric. El joven Drakken tiene menos escrúpulos a la hora de golpear a su viejo camarada Einholt.

«O una terrible culpabilidad por la negligencia cometida, que debe compensar —pensó Drakken—. No nos encontraríamos aquí…, el embajador no estaría en el suelo vomitando sangre, si no fuese por mi…»

Aric se levantó. Fue como si la brutal intervención de Drakken lo hubiese galvanizado, le hubiese dado confianza. Comenzó a hacer girar el martillo por el aire a la vez que describía círculos en torno a la sombra del ojo rosado.

—¡Márchate! —le dijo a Drakken.

—Pero…

—¡Márchate! —repitió Aric sin apartar los ojos del enemigo que tenía delante—. Saca al embajador de aquí. ¡Da la alarma! ¡Vete! ¡Vete!

Cubierto por Aric y su girante arma, Drakken se echó al hombro al dignatario bretoniano medio vivo, que jadeaba, y salió con paso pesado por la puerta. En cuanto estuvo en el corredor exterior, comenzó a bramar con todas sus fuerzas. Para entonces, la camarera ya había salido de las dependencias, corriendo y gritando. Los alaridos y la alarma inundaron los corredores del palacio.

Aric y la criatura describían círculos el uno ante el otro.

—¿Lo intentamos, Aric, hijo del Lobo? —preguntó el que había sido Einholt mientras su martillo zumbaba con lentitud en el aire al trazar perezosas formas en ocho.

—¿Intentar qué? —replicó Aric con voz tensa en tanto llevaba el martillo a una posición más defensiva.

—De hombre a hombre, tú y yo…

—Tú no eres un hombre.

La criatura se echó a reír. El fondo de las carcajadas de Einholt tenía una retumbante calidad inhumana, como el trueno.

—Tal vez. Pero continúo siendo Einholt. Uno de los mejores del templo en el manejo del martillo. ¿Recuerdas las exhibiciones que yo solía hacer, junto con Kaspen? ¿Qué dijo Jurgen? «El arte del martillo vivirá su mejor época mientras Jagbald Einholt esté vivo». ¿Y sabes qué, pequeño cachorro Aric, pequeño concienzudo Aric, cumplidor del deber?: ¡Jagbald Einholt vive, ahora de modo más inconmensurable del que tú podrías imaginar!

—¡No!

—¡Oh, sí, muchacho! —siseó la criatura, y el ojo rosado palpitó cuando comenzó otra vez a describir círculos y el movimiento del martillo aumentó su velocidad—. ¿Nunca pensaste en cómo sería enfrentarte a uno de los tuyos? ¿Nunca entretuviste el ocioso pensamiento de preguntarte quién te vencería, entre los miembros de la Compañía Blanca? ¿Podrías derrotar a Drakken? Posiblemente, pero ese cachorro tiene brío. ¿Tal vez a Ganz, con tu fuerza juvenil? A él, no. ¿A Lowenhertz? Tampoco a él. ¿Y a… Einholt?

Hizo una pausa y le guiñó el lechoso ojo muerto con escalofriante lentitud.

—No tienes la más mínima posibilidad.

El martillo de Einholt salió disparado con destreza y fuerza, interrumpió el regular giro del de Aric y desvió el arma del portaestandarte. Aric profirió un grito cuando el bucle de cuero anudado se le clavó en los dedos al intentar él contrarrestar el golpe. Un segundo más tarde, el ser del ojo rosado le dio un golpe en el pecho con la parte superior de la cabeza del martillo.

Aric retrocedió con el peto abollado y sin aliento. Quiso girar su martillo para desviar el siguiente golpe, pero el antiguo Einholt ya estaba sobre él, sonriendo burlonamente, y tras describir un círculo con el arma, le asestó un golpe que destrozó el avambrazo izquierdo y le partió el hueso.

El dolor destelló como estrellas blancas, como copos de nieve ante el campo visual de Aric, que mantuvo aferrado el martillo con la otra mano a la vez que retrocedía y se estrellaba contra un mueble.

—¡¡Tú no eres Einholt!! —bramó.

—¡Sí, lo soy!

—¡No! ¿Qué eres? ¿Qué eres? ¿La criatura que estaba en la bodega?

El siguiente golpe de la cosa acertó en la cadera derecha de Aric, lo hizo girar y lo derribó de rodillas sobre el hogar.

Aric sufrió una arcada. Estaba quedándose ya sin visión, el brazo izquierdo le colgaba a un lado, partido, y las dos mitades del hueso fracturado le provocaban un dolor insoportable al frotar la una contra la otra con cada movimiento. Luchó para no perder el sentido.

—¿La criatura de la bodega? —preguntó la monstruosidad, y el registro bajo de la voz que a Aric le resultaba tan familiar, volvió a verse distorsionado por los espesos subtonos atronadores—. Soy todos los miedos de esta ciudad y más. Soy el poder que borrará Middenheim del mapa y desangrará a las estrellas hasta secarlas. Soy Barakos.

—¡Bien hallado! —le espetó Aric a la vez que lanzaba un golpe ascendente de martillo con la mano sana.

El impacto hizo retroceder varios metros a la criatura, de cuya mandíbula manaba sangre pulverizada. Al caer, destrozó un soporte para lámpara y un escritorio.

—Jagbald Einholt me entrenó bien —jadeó Aric, y se desplomó sobre la alfombra mientras la conciencia escapaba de su mente atacada por el dolor.

Drakken deslizó al embajador del hombro y lo tendió en un diván ornamental. No lograba orientarse. Los gritos y la confusión reinaban en el palacio.

—¡Aquí! —gritó, rodeándose la boca con las manos curvadas—. ¡Aquí! ¡A mí! ¡Traed un cirujano!

Aparecieron dos pajes, codo con codo, le echaron una mirada al comatoso bretoniano, sucio de sangre, que yacía sobre el diván y huyeron profiriendo gritos.

—¿Drakken?

El joven templario se volvió y vio que Olric, de la Compañía Gris, corría hacia él, sudoroso y pálido.

—¿Qué está sucediendo? —tartamudeó.

—¡Asesinato! ¡Malignidad! ¡Magia! ¡Aquí, en el palacio! ¡Deprisa, hermano Lobo! ¡Debemos llevarlo hasta un cirujano!

Olric posó los ojos sobre el hombre postrado, ataviado con regias ropas.

—¡Remotos dioses! ¡Es uno de los nobles extranjeros! Vamos, cógelo por los pies. No, por el extremo del diván; lo usaremos como camilla.

Cogiéndolo por las cortas patas, levantaron el diván en que yacía el embajador. Olric, con el martillo colgado a la espalda, abrió la marcha y retrocedieron por el corredor bajo la oscilante luz de las lámparas.

—¡Caballeros Pantera! ¡Caballeros Pantera! —gritaba—. ¡Mostraos! ¡Llevadnos a la enfermería!

Drakken, que luchaba con el otro extremo del diván, quería explicarse, quería contarle a Olric lo que había visto en las dependencias de huéspedes, pero las palabras se le atascaban en la boca. ¿Cómo podía comenzar siquiera a contarle a aquel compañero templario que Einholt, un miembro de la Compañía Blanca, era el asesino?

Luchaba con las palabras cuando aparecieron seis Caballeros Pantera, que avanzaban con rapidez hacia ellos. Los encabezaba Vogel, con la visera levantada. Los otros, ocultos tras las parrillas de su protección facial, podían ser todos Krass y Guingol, repetidos uno y otra vez, por lo que Drakken sabía. Olric se volvió, luchando con el peso del diván.

—¡Vogel! ¡Qué bien! ¡Míranos, hombre! ¡Se ha cometido un horrendo asesinato!

Los Caballeros Pantera se detuvieron. Vogel se bajó la visera, avanzó y atravesó el torso de Olric con su espadón. Olric bramó y de su boca manaron burbujas de sangre mientras caía; su extremo del diván se estrelló contra el piso de mármol. El noble bretoniano cayó de la improvisada camilla y rodó por el piso, laxo.

Al retirar la espada del cuerpo del templario, Vogel arrancó el espaldar de su armadura. Olric se desplomó de cara sobre un charco de su propia sangre. Los Caballeros Pantera, con Vogel a la cabeza, avanzaron hacia Drakken.

El joven Lobo percibió otra vez el olor a enfermedad, más fuerte y repulsivo que antes. Lecha agria. El olor de la locura y la magia de los muertos.

Vogel se lanzó hacia él, pero Drakken estaba preparado. Se agachó por debajo del brazo de la espada y desvió el golpe con un revés del brazo acorazado. Al mismo tiempo, sacó la daga y clavó profundamente la hoja en el cuello de Vogel a través de la gorguera, hasta la columna vertebral del hombre enloquecido. La sangre salió a chorros a través de las múltiples junturas del brillante casco segmentado del Caballero Pantera. Al caer, Vogel arrastró consigo el cuchillo que tenía clavado y se lo arrebató de la mano a Drakken, que quedó desarmado mientras se le acercaban otros cinco con las espadas dispuestas.

Una onda sonora de piedra contra metal resonó por el pasillo cuando Morgenstern y Anspach cargaron contra los Caballeros Pantera por retaguardia. Anspach derribó al primer enemigo de cara al piso con el espaldar de la ornamentada armadura rasgado y ensangrentado. Morgenstern decapitó a otro con la misma facilidad con que haría volar por el aire un nabo colocado sobre un cubo puesto boca abajo. La cabeza con su casco rebotó contra el techo y se alejó por el suelo con un estrépito metálico.

Los tres Caballeros Pantera restantes se volvieron para hacer frente a la acometida.

Drakken podía oír a Morgenstern y Anspach bramando el grito de guerra de la Compañía Blanca; lo repinan una y otra vez.

—¡Martillos de Ulric! ¡Martillos de Ulric!

El joven Lobo se apoderó de la espada caída de Vogel y se lanzó a la refriega, blandiendo el arma como si fuese un martillo. Tenía un Caballero Pantera encima, el cual blandía la espada con la destreza de un experto.

Drakken bloqueó el golpe como lo habría hecho con el mango del martillo, y saltaron chispas de las hojas. Volvió a acometer al oponente, haciendo girar la espada a dos manos alrededor de su cabeza, como si fuera un martillo, y le abrió al Caballero Pantera un tajo desde el hombro hasta el vientre; la afilada espada hendió la armadura como si estuviese al rojo vivo y el metal fuese hielo.

Con el volumen de su cuerpo, Morgenstern estrelló a un Caballero Pantera contra la pared del pasillo, y lo mató con golpes demoledores de su martillo. Anspach aplastó el yelmo con penacho del último. Se agruparon, espalda con espalda para defender el caído cuerpo del embajador, en el momento en que docenas de otros Caballeros Pantera cargaban hacia ellos desde ambos lados del corredor.

Cesó la granizada y una quietud opresiva se posó sobre la ciudad y la noche. El cielo era una bruma helada de vapores fríos que hacía brillar las estrellas en color rosa, como inyectadas de sangre. El trueno gemía en la quietud como una distante manada de caballos que volviera grupa a lo lejos para realizar el siguiente asalto. Las puertas del palacio estaban cerradas con llave.

—¡Abrid! —bramó Ganz y su caballo corcoveó, lo que obligó al sacerdote a aferrarse al guerrero para no caer.

—¡El palacio está cerrado! —le chilló un Caballero Pantera desde detrás de la verja—. ¡Han dado la alarma! ¡Nadie puede entrar!

Tras calmar a su caballo, Ganz miró más allá y vio las lámparas que destellaban en las ventanas del gran palacio, oyó los gritos, las campanas y los alaridos.

—¡Déjanos entrar! —repitió con una voz que era un trueno por derecho propio.

—¡Volveos! —le contestaron los guardias de la puerta.

Gruber llevó su caballo hasta Ganz y se acercó a las puertas desde un lado al mismo tiempo que hacía girar el martillo. Con su famosa precisión, destrozó el candado que cerraba el pasador de la verja. Luego, hizo que el caballo levantara las patas delanteras y los cascos derribaron las puertas al descender.

Los seis Lobos atravesaron al galope la entrada y los Caballeros Pantera se precipitaron a interceptarlos. ¿Qué podían hacer ante la arrolladora furia de la carga de los hombres del templo de Ulric? Mejor habría sido que intentaran detener a una tormenta, al viento del norte, al rayo. La cosa acabó en cuestión de segundos.

Los Lobos de Ganz saltaron de las monturas ante la entrada del palacio y dejaron sueltos a los caballos de guerra. Con Gruber y el sacerdote de Morr a la cabeza, irrumpieron en el vestíbulo principal y tuvieron que apartarse a un lado cuando un grupo de músicos de la corte y servidores pasaron a toda velocidad ante ellos y se adentraron en la noche. Kaspen cogió a uno por el cuello, un músico que llevaba su laúd aferrado contra el vientre para protegerlo.

—¡Asesinato! ¡Locura! ¡Asesinato! —dijo el hombre con voz estrangulada al mismo tiempo que intentaba liberarse.

—¡Vete! —le espetó Kaspen, y arrojó al hombre al exterior.

Los seis caballeros y el sacerdote atravesaron el enorme espacio y salieron del vestíbulo. En el vasto edificio resonaban gritos, alaridos e incesantes campanillas de mano que daban la alarma.

—Llegamos demasiado tarde —dijo Ganz.

—Nunca se llega demasiado tarde —le espetó Dieter de Morr—. Por aquí.

—¿Adonde vas?

—A las dependencias de invitados.

—¿Y cómo sabes dónde están? —preguntó Ganz.

—Investigación —replicó el sacerdote a la vez que se volvía para sonreírle.

Fue la sonrisa más fría que Ganz había visto en toda su vida.

Acorralados contra un rincón y lanzándole golpes a cualquier cosa que se les ponía a tiro, los tres grandes templarios del Lobo formaban en línea, lado a lado. Morgenstern, Anspach y Drakken; dos martillos y una espada novicia contra veinte Caballeros Pantera enloquecidos por la fiebre, que los acorralaban en el fondo del corredor. Entonces había otros cuatro Caballeros Pantera muertos o agonizantes. Los tres Lobos apenas podían contener ya el ataque, mantener las armas enemigas alejadas de ellos.

A través de los apiñados enemigos, Drakken vio que Von Volk y otra docena de Caballeros Pantera cargaban hacia ellos desde el otro extremo del corredor. «Ya está —pensó—. Ahora es cuando la superioridad numérica…»

Von Volk derribó a un Caballero Pantera mediante una estocada, y luego a otro. Él y sus hombres golpeaban por detrás al grupo de locos que había acorralado a los Lobos.

El primer golpe había sido histórico, sin precedentes. Era la primera vez que un sagrado Caballero Pantera mataba a uno de los suyos, pero no pasó mucho rato antes de que dejara de ser la única. Drakken sabía que lo que estaba presenciando era algo extraordinario. Caballeros Pantera contra Caballeros Pantera. Pensó en Einholt. ¿Habría matado un Lobo a otro Lobo?

Pensó en Aric, y el pensamiento le resultó demasiado doloroso para retenerlo.

Morgenstern profirió un bramido e instó a Anspach y Drakken a aplastar a los dementes Caballeros Pantera que luchaban contra Von Volk y su fuerza de rescate.

Al cabo de tres minutos, casi veinticinco nobles Caballeros Pantera yacían muertos o heridos en el piso del corredor. Von Volk se quitó el casco y cayó de rodillas, presa del horror; el yelmo se le deslizó de la mano floja y rodó por el suelo. Sus otros leales caballeros también se arrodillaron o apartaron la mirada, horrorizados ante lo que habían hecho, ante lo que se habían visto obligados a hacer.

—En el nombre del Graf… —jadeó Von Volk, con lágrimas en los ojos—. En nombre de toda la creación, ¿qué hemos tenido que hacer aquí esta noche? Mis hombres…, mis…

Morgenstern se arrodilló ante Von Volk y aferró las apretadas manos del caballero entre sus poderosas manazas.

—Tú has cumplido con tu deber, y que Ulric y Sigmar te lo paguen. Esta noche reina la locura colectiva en el palacio de Middenheim, y tú has cumplido bien con tu deber y para acabar con ella. Llora a estas pobres almas, sí. Yo me uniré a ti en eso, pero estaban alterados, Von Volk; no eran los hombres que tú conocías. El mal se había apoderado de ellos. Tú hiciste lo correcto.

Von Volk alzó la mirada hacia el rostro del obeso Lobo Blanco.

—Tú lo has dicho. No eran ellos.

—A pesar de eso, hiciste lo correcto. Les debemos lealtad a los nuestros, pero cuando el mal ataca, nuestra lealtad más auténtica es para la Corona.

Morgenstern sacó la petaca, y Von Volk bebió con ansiedad el licor que le ofrecía.

—Esto es sólo el comienzo de los horrores con los que puede ser que tengamos que enfrentarnos a partir de ahora —les advirtió Anspach mientras ayudaba a Von Volk a levantarse.

El capitán de los Caballeros Pantera asintió con la cabeza, se enjugó la boca y bebió otro largo trago de agua de fuego.

—Que Sigmar proteja a todos los que han hecho esto aquí esta noche, porque yo no tendré misericordia con ellos.

Hallaron a Aric tendido boca abajo ante la chimenea de la habitación de huéspedes; tenía sangre pegoteada en el pelo y le manaba más por las articulaciones de la armadura. Dorff y Kaspen lo levantaron, lo tendieron sobre el lecho y le quitaron la armadura. No podían llamar a ningún cirujano porque el médico del palacio estaba atendiendo al embajador bretoniano. El sacerdote de Morr se abrió paso entre ellos.

—Por lo general, atiendo a los muertos, pero sé un poco de medicina, al menos, una o dos cosas.

Con la ayuda de Kaspen, que había sido entrenado en la reducción de fracturas y vendaje de heridas para cubrir las necesidades de la Compañía Blanca en el campo de batalla, Dieter comenzó a curar las heridas del joven caballero.

—Una locura se apoderó de mis hombres —estaba diciendo Von Volk.

—Una locura se está apoderando de la ciudad —lo corrigió Lowenhertz—. Nos hemos enterado de que una magia inmunda impregna este lugar en busca de sus propias metas. La fiebre forma parte de ella. No se trata de una auténtica plaga, pues tiene su origen en la magia y está destinada a infectarnos a todos con la demencia y la alegría de matar. ¿No es así, sacerdote?

El padre Dieter alzó la mirada del entablillado que estaba poniéndole al fracturado brazo izquierdo de Aric.

—Muy cierto, Lowenhertz. La enfermedad que aflige a Middenheim es de naturaleza mágica. Una demencia. Tú has visto los signos, Von Volk. Leíste las palabras de las paredes.

—Una locura que hace que los aquejados maten y vuelvan a matar por la gloria del derramamiento de sangre —añadió Ganz, sin vida ni ánimo en la voz—. Podría afectarnos en cualquier momento. Está propagándose como una peste por todas partes.

—Yo sé cuál es el ser maligno responsable —intervino Drakken, avanzando un paso.

—¿Cuál?

—La criatura con la que luchasteis en la bodega —le dijo Drakken a Gruber—. La cosa de los ojos rosados. Estaba aquí, pero no era una forma de palillo, delicada, sino… —No podía pronunciar el nombre.

—¿Qué? —le gruñó Lowenhertz, impaciente.

Gruber lo mantuvo alejado del joven Lobo pálido que aún estaba a punto de hablar, aunque fue el sacerdote quien completó la frase.

—Einholt.

Todos lo miraron y, luego, volvieron a posar los ojos en Drakken.

—¿Lo era? —inquirió Ganz, y Drakken asintió con la cabeza.

—Decía que era él, pero no lo era. Se había apoderado de su cuerpo como tú podrías coger una capa prestada. Estaba dentro de él. No era Einholt, pero tenía su aspecto.

—Y… luchaba como él. —Aric se incorporó sobre el codo sano para mirarlos a todos—. Era la carne de Einholt, la sangre de Einholt. La destreza y los recuerdos de Einholt. Pero dentro había una cosa vacía y maligna. La criatura dijo que se había apoderado de Einholt por venganza, porque Einholt la había detenido de algún modo…, en la bodega, supongo. Quería un cuerpo, y escogió el de Einholt.

El padre Dieter había acabado de vendar las heridas de Aric, y se llevó a Ganz a un lado.

—Me temo —dijo con tono reacio— que en este caso no estamos tratando sólo con un nigromante.

Ganz se volvió a mirarlo mientras notaba que un sudor helado le bajaba por la espalda.

—Poseer un cuerpo, como explica tu hombre, Aric…, esto es algo más.

—Dijo que su nombre era Barakos —informó Aric, que los escuchaba desde la cama, inclinado hacia adelante.

—¿Barakos? —Dieter se puso a pensar con los ojos alzados—. ¡Vaya!, entonces es verdad.

Ganz aferró al sacerdote de Morr por el pecho del hábito y lo estrelló contra los paneles de madera dura de la regia habitación. Los Lobos y los Caballeros Pantera lo contemplaron, conmocionados.

—¿Lo sabes? ¿Lo sabías?

—Suéltame, Ganz.

—¡¿Lo sabías!?

—¡Suéltame!

Ganz abrió la mano y el padre Dieter se deslizó hacia abajo hasta que sus pies tocaron el suelo. Luego, se frotó la garganta.

—Barakos. El nombre aparecía en las paredes del Agujero del Lobo. Os pregunté a todos si lo conocíais, y me dijisteis que no. Yo mismo lo descarté con la esperanza de que no fuese más que una coincidencia, el nombre de algún comerciante de Arabia que se encontrase ahora en la ciudad y fuese a caer víctima de los asesinatos.

—¿Y qué es, en realidad?

—Nada. Todo —replicó el sacerdote—. En los libros antiguos aparece escrito como «Babrakkos», un nombre que ya era antiguo cuando se fundó Middenheim. Un poder oscuro que no muere, nigromántico. También conocido como Brabaka, y se lo menciona en una canción infantil: ¡Ba ba Barak, ven a ver tu brea! ¿La conoces?

—La conozco.

—Todas estas referencias hacen alusión a una cosa cadavérica pestilente que amenazó Middenheim en los primeros tiempos. Babrakkos. Ahora, tal vez, Barakos. Creo que ha regresado. Creo que vuelve a vivir. Pienso que quiere que la ciudad de Middenheim muera para conjurar la suficiente magia de muerte para convertirse en un dios. Un dios impuro, pero un dios de todas formas, según lo entendemos nosotros, Ganz de la Compañía Blanca.

—Una cosa cadavérica… —Incluso la voz de Ganz estaba sobrecogida—. ¿Cómo luchamos contra una cosa semejante?

—Está claro que ya ha comenzado con su obra —respondió el padre Dieter con un encogimiento de hombros—. Esta noche es su momento. Nosotros tenemos los hombres, pero carecemos del tiempo necesario. Si pudieramos encontrar al enemigo, tal vez podríamos impedírselo, pero…

—Yo sé dónde está —dijo una voz desde la puerta.

Lobos y Caballeros Pantera se volvieron, y Lenya les sonrió mientras Drakken, con aire humilde, la bacía entrar.

—De hecho, yo no lo sé, sino este amigo mío.

Lenya arrastró hacia la luz, detrás de ella y de Drakken, al andrajoso Kruza, y alzó un ornamento, el devorador del mundo, el reptil que se muerde la cola. La luz de las lámparas destelló sobre él.

—Éste es Kruza. Mi amigo. El amigo de mi hermano. Él sabe dónde mora el monstruo.

La nieve, en bolitas de hielo, había comenzado a caer otra vez del helado cielo rosáceo. Era como cabalgar hacia el interior del infierno.

El oscuro paisaje urbano estaba punteado por docenas de fuegos; ardían numerosos edificios desde Ostwald hasta Wynd. Los gritos, lamentos y clamores bajaban por las calles que los rodeaban, donde los ciudadanos enloquecidos por la fiebre se peleaban o luchaban en grupos como bestias salvajes. Las calles estaban sembradas de cadáveres, y la nieve formaba sudarios que se endurecían poco a poco sobre los que llevaban más tiempo tendidos. Nombres, escritos con sangre, cera, tinta y hielo cubrían las paredes de las calles y los laterales de los edificios. El aire frío olía a leche agria.

La compañía salió a caballo por las rotas puertas de la verja del palacio y bajó por las empinadas calles de Gafsmund hacia Nordgarten. Ganz iba en cabeza y Gruber, a su lado, llevaba el estandarte. Kruza y el sacerdote montaban testarudos palafrenes cogidos de los establos del palacio, y marchaban cerca de los corceles que iban en cabeza. Kruza no había montado nunca antes en toda su vida, aunque, bien mirado, todo lo que le había sucedido esa noche era nuevo y nada le resultaba grato.

Tras los cuatro jinetes de vanguardia iban Morgenstern, Kaspen, Anspach, Bruckner y Dorff, y a continuación cabalgaban Lowenhertz, Schell, Schiffer y Drakken. Cerca, en apretada formación, el vengativo Von Volk y seis de sus mejores Caballeros Pantera, todos hombres que aún no habían presentado signos de la fiebre. Bertolf, de la Compañía Roja, había salido a galope tendido hacia el templo para llamar a las compañías restantes, con el fin de que los reforzaran. Aric, debido a sus heridas, se había quedado en el palacio, donde el teniente de confianza de Von Volk, Ulgrind, estaba intentando restablecer la calma.

Grupos de ciudadanos dementes les aullaban al pasar, algunos les arrojaban piedras y otros, en su demencia, incluso se atrevían a salir corriendo para retar a los templarios.

En lo alto de una de las empinadas avenidas residenciales, Ganz los detuvo y se volvió a mirar al tembloroso carterista. El comandante de la compañía reflexionó durante un momento sobre el hecho de que el destino de todos ellos, el destino de la ciudad misma, dependiera del tipo de escoria callejera que normalmente le resultaría invisible. El joven no parecía gran cosa, patilargo, delgado y andrajoso, con una expresión que demostraba claramente que preferiría estar en alguna otra parte, en cualquier parte. Pero había acudido a ellos, según decía la chica de Drakken. Había ido al palacio arrostrando la mortal tormenta, impulsado por una necesidad de servir que ni siquiera él podía explicar. De algún modo, pensó Ganz en un momento de maravillosa lucidez, aquello le pareció justo. La inmundicia los amenazaba a todos, y lo correcto era que la ciudad se alzara en pleno para hacerle frente, desde los más altos hasta los más bajos.

—¿Y bien, Kruza? —preguntó Ganz, asegurándose de recordar y usar el nombre del rufián. Quería que el joven supiese que era parte importante de la empresa.

Kruza pensó durante un momento, y luego señaló pendiente abajo.

—Hacia allí, y después la segunda calle a la izquierda.

—¿Estás seguro, Kruza?

—Tanto como puedo estarlo —replicó el carterista.

¿Por qué el corpulento guerrero usaba continuamente su nombre de esa forma? Ya estaba bastante asustado por la noche, las fuerzas malignas y el simple hecho de encontrarse entre aquella compañía de Lobos. De algún modo, el hecho de oír su nombre en los labios de un guerrero de Ulric era lo más terrible de todo. No debería estar allí. Aquello era un disparate.

—¡Vamos, Kruza! ¡Ahí está para cogerlo! —murmuró el sacerdote con tono alentador, junto a él, y Kruza se volvió a mirarlo.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—He dicho que vamos, que nos muestres el lugar —replicó el sacerdote con el entrecejo fruncido, porque podía ver el miedo que acababa de aflorar a los ojos de Kruza—. ¿Qué pasa?

—Sólo fantasmas, padre, las voces de los muertos…, pero creo que usted lo sabe todo sobre eso.

—Demasiado, muchacho, demasiado.

Ganz los condujo a medio galope. Kruza tenía problemas para mantenerse sobre la silla, pero el corpulento Lobo maduro —¿Morgenschell se llamaba?— espoleó su caballo, se situó junto al carterista y cogió las riendas del palafrén.

—Tú sujétate, que yo lo conduciré —dijo con una voz profunda, bien modulada y alentadora.

El corpulento Lobo le dedicó un guiño que hizo sonreír a Kruza. De algún modo, hacía que el gigante acorazado pareciese humano, como el tipo de hombre con el que estaría encantado de sentarse a cenar en La Rata Ahogada. Más que nada, aquel guiño le tranquilizó los nervios. De no haber sido por eso, tal vez habría huido y los habría dejado para que se enfrentaran a su heroica muerte. Fue un guiño que logró que permaneciera con ellos. Kruza se aferró a la parte delantera de la silla mientras el enorme Lobo tiraba de la montura y aceleraba hasta un galope, colina abajo.

Las rocas y los insultos llovieron sobre ellos, procedentes de un grupo de sombras reunidas en una curva de la calle por la que corrían. Una casa había sido saqueada e incendiada. Había cuerpos enroscados sobre la nieve manchada. A uno lo habían ensartado cabeza abajo contra una pared, y bajo él habían puesto cuencos para recoger la sangre con la que hacer más inscripciones.

—Bueno —reflexionó Anspach en voz alta, dirigiéndose a todos los que lo rodeaban—. ¿Qué probabilidades calculáis que tenemos esta noche? ¡Tengo una bolsa de monedas de oro que dice que podemos acabar con ese monstruo aunque su aspecto sea el de uno de los nuestros! ¡Apuesto tres a uno! ¡Es más de lo que os darían los Bajos Reyes!

—¿Y quién estará vivo para cobrar en caso de que pierdas? —preguntó Bruckner con acritud.

—Él tiene razón —gritó Kruza al mismo tiempo que se volvía para mirar atrás—. ¡Presentas bien la apuesta, pero las probabilidades son del tipo que te ofrecería Bleyden!

Los Lobos profirieron sonoras carcajadas y, al oírlos, Ganz se alegró de que pudiesen mantener el ánimo tan alto.

—¿Conoces a Bleyden? —preguntó Anspach a la vez que avanzaba, sinceramente interesado.

—¿Acaso no lo conoce todo el mundo? —preguntó el sacerdote con sequedad.

—Esto no es para tus oídos —le aseguró Anspach, y volvió a mirar a Kruza—. ¿Lo conoces?

—Es como un padre para mí —respondió Kruza, e incluso por encima del ruido de los cascos de los caballos, los Lobos pudieron captar la cáustica ironía del tono de su voz, así que volvieron a reír.

—Hay un asunto de una deuda… —prosiguió Anspach sin hacer caso de las chanzas—. Si pudieras decirle unas palabras…

—¿Quieres decir, si sobrevivimos a esta noche? —preguntó Kruza con dulzura, zarandeado por su montura.

—¡Ah!, yo me aseguraré de que llegues con vida al final —le respondió Anspach con seriedad.

—¡Ya lo ves, muchacho! —intervino Morgenstern—. ¡Tienes a Anspach como tu ángel de la guarda! ¡Ahora no deberías temer a nada en el mundo!

Más carcajadas, más pullas y chanzas. Ganz los dejaba bromear. Quería que estuviesen preparados cuando llegara el momento. Los quería llenos de júbilo, de confianza, llenos de la fuerza de Ulric.

Giraron en la calle siguiente. Estaba desierta, y la nieve se adhería a todas las superficies horizontales como una piel. Ganz hizo que el caballo aminorara hasta marcar al paso, y los demás formaron una doble fila detrás de él.

—¿Kruza?

Kruza miró a su alrededor, aunque sabía con total exactitud dónde estaba. La alta torre estrecha y peculiar era tal cual la recordaba, la tenía grabada en la mente; la esbelta torre con las ventanas estrechas y aquella aguja extrañamente curvilínea que ascendía en suaves ondas hasta la diminuta cúpula que la remataba; la galería de troneras bajo la base de la aguja. La segunda torre circular pegada al flanco del edificio principal, del ancho de tal vez dos hombres en fondo, pero con su propia cúpula diminuta y más de aquellas extrañas ventanas estrechas como ranuras.

Era un lugar grabado a fuego en su mente; un lugar de horror, magia inmunda y muerte. Levantó una mano para señalarla.

—Allí es, Lobo —dijo.

Despertó a causa de un lejano ruido de lucha, y el dolor regresó a su cuerpo como una marea. Pero entonces era más suave, se sentía como si flotara.

Aric levantó los ojos desde la cama. Le latía el brazo, como había latido aquel único ojo rosado.

A la oscilante luz del fuego de la habitación de huéspedes, vio que la muchacha, Lenya, cogía un vaso de caliente líquido de color marrón de una bandeja de plata que había llevado un cadavérico anciano vestido de brocado, tocado con una peluca y empolvado.

—¿Necesitarás algo más? El caballero está pálido.

—Con eso bastará, Breugal —respondió Lenya, y el chambelán asintió con la cabeza y se marchó de la habitación.

—¡No tienes ni idea de lo divertido que resulta esto! —rió ella—. ¡Los sirvientes del palacio, incluso Breugal con sus delirios de grandeza, se atrepellan unos a otros para ayudarme a atender al pobre, valiente caballero que salvó la vida del embajador!

—¿Así que está vivo?

Lenya casi dejó caer el vaso a causa del sobresalto.

—¿Estás despierto?

Aric se incorporó trabajosamente hasta quedar sentado contra las almohadas.

—Sí, ¿por qué? ¿Con quién estabas hablando?

—¡Hummm…! Conmigo misma.

—¿Está vivo el bretoniano?

—Sí… Toma, bébete esto.

Le sostuvo el vaso para ayudarlo a beber. Era un líquido picante, cargado de especias.

—¿Qué es?

—Un tónico. Está hecho según una receta que me enseñó mi hermano. ¡El chambelán jefe lo ha preparado con sus propias manos, por si lo quieres saber!

Aric sonrió ante el contagioso buen humor de la muchacha. El calor del bálsamo le invadía el cuerpo, y ya se sentía mejor.

—Tu hermano conoce una buena receta.

—Conocía —lo corrigió ella.

—¿Era ese tal Resollador, el muchacho del que estuvo hablando el carterista?

—Se llamaba Stefan; pero, sí, era Resollador.

—Le daré las gracias cuando lo vea.

—Pero…

—Lo sé, lo sé. El carterista dice que ha muerto, pero, por su valentía, no dudo que Ulric lo ha llevado a su salón. Allí le daré las gracias cuando yo llegue.

Ella pensó durante un momento en lo que acababa de decir el Lobo, y luego asintió con la cabeza. La sonrisa volvió a sus labios.

Aric se alegró de eso. Podía ver por qué Drakken amaba a aquella muchacha. Estaba tan llena de brío y energía que a veces eclipsaban su belleza. Pero la belleza estaba allí. Sus ojos vividos y luminosos como el hielo, su cabello tan oscuro…

—He oído ruido de lucha —dijo él.

—El Caballero Pantera Ulgrind está rechazando a los pocos locos que quedan. Ahora se ha contagiado la servidumbre. El cocinero atacó a algunos pajes, y una dama anciana le clavó a un criado sus agujas de bordar.

—¿El Graf está a salvo? ¿Y su familia?

—Aislados por Ulgrind en el ala este. —Lenya bajó los ojos hacia él y le acercó el vaso para que volviera a beber—. Dicen que la ciudad está volviéndose loca: criaturas salvajes, asesinatos en las calles. Nunca quise venir aquí, y ahora desearía no haberlo hecho nunca.

—¿Te gusta Linz?

—Echo de menos el campo abierto. Las pasturas y los bosques. Echo de menos a mi padre y a mi madre. Cuando trabajaba en la casa del Margrave, los visitaba cada semana. Ahora les escribo todos los meses, y envío la carta con la diligencia de Linz.

—¿Te ha escrito tu padre?

—Por supuesto que no. No sabe escribir. —Hizo una pausa—. Pero me envió esto.

Le enseñó un broche barato de plata ennegrecida que sujetaba un bucle de cabello tan oscuro como el de la muchacha.

—Era de su madre. El rizo es del cabello de mi madre. Hizo que el sacerdote local escribiera mi nombre y dirección en el paquete. Bastaba para hacerme saber que había recibido mis cartas.

—Estás muy lejos de tu hogar, Lenya.

—¿Y tú?

—Mi hogar está colina abajo, en el templo de Ulric —replicó Aric con voz queda, y bebió un poco más de tónico.

—Me refiero a antes de eso.

Lenya se sentó en la silla de respaldo alto que había junto a la cama que tenía cuatro columnas en las esquinas.

—No hubo nada antes de eso. Fui un niño expósito, abandonado en los escalones del templo a las pocas horas de nacer. La vida del templo es lo único que he conocido.

—¿Todos los Lobos ingresan en el templo de la misma forma? —preguntó ella tras pensar durante un momento.

Con la atención puesta en el brazo fracturado, él se irguió un poco más a la vez que reía a carcajadas.

—No, por supuesto que no. A algunos los presentan como candidatos cuando son niños, hijos de buenas familias o de estirpes militares. Tu Drakken, por ejemplo, ingresó a los dieciocho años, después de servir en la guardia de la ciudad; al igual que Bruckner, aunque era un poco más joven, me parece. Lowenhertz era hijo de un Caballero Pantera. Llegó a edad avanzada a la Compañía Blanca. Tardó un poco en encontrar su lugar. Anspach era un carterista, un muchacho de la calle sin parientes, cuando el propio Jurgen lo reclutó. Ahí hay una historia que Jurgen nunca contó y que Anspach se niega a relatar. Dorff, Schell y Schiffer eran todos soldados del ejército del Imperio y fueron enviados a nuestro templo con el consentimiento de sus camaradas. Otros hombres, como Gruber y Ganz, son hijos de Lobos que han seguido los pasos de sus padres.

—¿Tú eres hijo de un Lobo?

—A menudo pienso que sí. Me gusta pensarlo. Creo que por eso me dejaron en la escalera del templo.

Lenya guardó silencio durante un rato.

—¿Y el grande, Morgenstern?

—Hijo de un comerciante, al que su padre propuso para ingresar en el templo cuando vio lo fuerte que era. Ha estado con nosotros desde la adolescencia.

—¿Así que sois todos diferentes? ¿Todos con un origen distinto?

—Igualados todos por Ulric, en su santo servicio.

—¿Y Einholt? —preguntó ella, tras una pausa.

Él guardó silencio durante un rato, como si luchara con sus pensamientos.

—Era hijo de un Lobo, y estuvo al servicio del templo desde la infancia. Era de la vieja guardia…, como Jurgen. Reclutaba y entrenaba; a Kaspen, por ejemplo. A mí, cuando llegó el momento. Hubo otros.

—¿Otros?

—Los caídos, los muertos. La hermandad tiene un precio, Lenya de Linz.

Ella sonrió y alzó un dedo para imponerle silencio.

—Calla ya, que hablas como si yo fuera una dama de alta cuna.

—A los ojos de Drakken, lo eres. Deberías alegrarte de eso.

—Temo por él —dijo ella, de repente—. Había algo en su rostro cuando se marchó… Como si hubiese cometido un error y quisiera enmendarlo.

—Krieg no necesita demostrar nada.

Ella se puso de pie y apartó los ojos de Aric para dirigirlos hacia el resplandor del fuego.

—Fue porque estaba conmigo, ¿verdad? Vino a verme; de hecho, me hizo un favor. Abandonó su puesto, ¿no es cierto? Por eso estás herido.

Aric bajó las piernas de la cama e hizo una pausa momentánea para luchar contra el dolor del brazo.

—¡No! —exclamó—. No…; él fue fiel. Fiel a la compañía una y otra vez. Con independencia de lo que él piense, de cualquier error que haya cometido, yo lo absuelvo. Me salvó.

—¿También salvará a la ciudad? —preguntó Lenya con los ojos fijos en las brasas del hogar.

—Confío en que sí.

—¿Qué estas haciendo? —preguntó ella al mismo tiempo que se volvía súbitamente a mirarlo, horrorizada—. ¡Vuelve a acostarte, Aric! Tu brazo…

—Me duele muchísimo, pero está entablillado. Busca mi armadura.

—¿Tu armadura?

Aric le dedicó una sonrisa mientras intentaba que el dolor no se le reflejara en el rostro.

—No puedo permitir que ellos se lleven toda la gloria, ¿no te parece?

—¡Entonces, yo te acompaño!

—No.

—¡Sí!

—Lenya…

Lo aferró por los hombros con tal rudeza que él hizo una mueca de dolor, y entonces ella retrocedió y le pidió disculpas.

—Necesito estar con Drakken. Necesito encontrarlo. Si tú vas, cosa que no deberías hacer con las heridas que tienes…, ¡si tú vas, digo, yo te acompaño!

—No creo que…

—¿Quieres la armadura? ¡Hagamos un trato!

Aric se puso de pie, se balanceó y recobró el equilibrio.

—Sí, quiero mi armadura. Ve a buscarla, y nos marcharemos.

Aguardaron durante un momento en el exterior, donde sus caballos formaban un amplio semicírculo ante las arqueadas puertas principales. Él momento fue lo bastante largo como para que la nieve comenzara a acumularse en sus hombros y cabezas. En torno a ellos resonaban los bramidos de la ciudad. En lo alto, un trueno de nevisca, como el estruendo que harían unas montañas al moverse, estremeció el aire.

—Había una puerta pequeña en la parte trasera —dijo Kruza, de repente—. Por allí entramos Resollador y yo…

—Ya ha pasado hace mucho el tiempo de escabullirse, amigo mío —lo interrumpió Ganz, que se volvió para mirarlo.

Granz cogió el martillo de la sujeción de la silla y lo hizo girar una vez para relajar el brazo.

—¡Martillos de Ulric! ¡Caballeros Pantera! ¿Estáis conmigo?

El emocionado «¡Sí!» quedó medio ahogado por el atronar de los cascos del caballo de Ganz cuando éste lo lanzó al galope y hundió las puertas con un potente golpe ascendente de su martillo. La madera se partió y cedió. Tras detener al caballo durante un momento, Ganz se agachó y cabalgó a través del arco delantero de la torre.

El caballo entró en un vestíbulo pavimentado lo bastante alto como para que pudiera erguirse otra vez sobre la silla. Las llamas de las lámparas que estaban en las sujeciones de las paredes oscilaron a causa de la repentina corriente de aire, y la nieve entró alrededor de él. La estancia estaba bañada en una luz amarillenta, y allí el olor a leche agria era inconfundible. Cuando Gruber y Schell entraron tras él, agachados sobre los corceles, Ganz había desmontado y recorría el entorno con la mirada.

—¡Kruza! —llamó.

El ladrón apareció en la puerta, a pie, frotándose el trasero y con la espada corta en la mano.

Ganz abarcó el entorno con un gesto. Una arcada conducía fuera del vestíbulo hacia la escalera de la torre. En la pared izquierda había otras dos puertas, una junto a la otra.

—La escalera. —Kruza la señaló con la punta de la espada—. Bajamos dos tramos.

Para entonces, Gruber había comprobado las otras puertas, que abrió de una patada. Daban a habitaciones vacías, frías y húmedas, cubiertas de polvo.

Ganz avanzó hacia la escalera de la torre, y entonces entraron a pie los demás Lobos y Caballeros Pantera.

—¿No hay comité de bienvenida? —preguntó Von Volk con sequedad; su espada brillaba a la luz de las lámparas.

—No creo que nos estén esperando —dijo Morgenstern.

—No creo que esperen a nadie —lo corrigió Lowenhertz.

—Vayamos a decirles que estamos aquí —decidió Ganz, pero una voz lo detuvo.

El sacerdote de Morr, encapuchado y severo, se encontraba de pie en el centro del vestíbulo, con las manos alzadas.

—Un momento más, Ganz de la Compañía Blanca. Si esta noche puedo hacer algo, cualquier cosa por pequeña que sea, quizá sea bendecir a los que marchan a la guerra.

Los guerreros se volvieron todos de cara a él, aunque apartaron la mirada de sus ojos. El sacerdote trazó un signo en el aire con una mano elegante, mientras la otra, a un lado, aferraba el símbolo de su dios.

—Vuestros propios dioses os guardarán, los dioses de la ciudad por la que habéis venido a luchar. Ulric estará en vuestros corazones para inspiraros valentía y fuerza. Sigmar arderá en vuestras mentes con la probidad de esta empresa.

Hizo una pausa momentánea y trazó otro signo.

—Mi propio señor es una oscura sombra en comparación con fuerzas tan pasmosas del mundo invisible. Él no golpea, él no castiga, ni siquiera juzga. Simplemente existe. Un hecho inevitable. Venimos a buscar gloria, pero cada uno de nosotros podría hallar la muerte. Entonces, será Morr quien os encuentre. Así pues, es sobre todo en su nombre que os bendigo. Ulric para el corazón, Sigmar para la mente… y Morr para el alma. El Dios de la Muerte está con vosotros esta noche, estará con vosotros mientras destruís a esa cosa que pervierte la muerte.

—¡Por Ulric! ¡Por Sigmar! ¡Y por Morr! —gruñó Ganz, y los demás recogieron el grito y lo repitieron con ferocidad.

Anspach vio cómo Kruza se mantenía apartado y sin decir nada, con los ojos ensombrecidos por el miedo.

—¡Y por Ranald, Señor de los Ladrones! —dijo el Lobo en voz alta—. Él no tiene ningún templo en Middenheim, ningún sumo sacerdote, pero es muy adorado y echará de menos esta ciudad si desaparece. Además, él también ha desempeñado un papel esta noche.

Kruza parpadeó cuando once templarios de Ulric, siete Caballeros Pantera y un sacerdote de Morr vitorearon el nombre del oscuro espíritu burlador de los ladrones en el aire viciado.

A continuación, Ganz y Von Volk condujeron al grupo escaleras abajo, con paso enérgico y decidido.

—Ranald fue mi señor durante largo tiempo, hermano —le susurró Anspach a Kruza cuando éste pasaba junto a él, y lo retuvo—. Sé que se regocija con cada pequeño tributo que se le rinde.

Las escaleras descendían. Con las armas a punto, el grupo bajaba por ellas. Lámparas de intrincado diseño que proyectaban un blanco resplandor alquímico colgaban de las paredes. Gruber se las señaló a Ganz.

—Son iguales que las de la bodega donde lo derrotamos la vez anterior.

—Es cierto —afirmó Von Volk—. Eran iguales.

El sótano, circular, abovedado y con el suelo cubierto de polvo, estaba iluminado por la misma luz blanca procedente de docenas de lámparas. Las paredes eran lisas y uniformes, y Kruza las recorrió con una mirada de confusión.

—Esto…, esto no está como la vez anterior. Había puertas, muchas puertas, y… ha cambiado. ¿Cómo puede haber cambiado? ¡Sólo han pasado… tres estaciones!

Kruza avanzó hasta las paredes mientras los guerreros se abrían en formación de abanico, y sus temblorosos dedos pasaron por la piedra lisa.

—¡Circundaban la pared! ¡No pueden haberlas tapiado…! ¡Quedaría alguna señal!

—Es uniforme y lisa —señaló Drakken, que examinaba el lado contrario—. ¿Estás seguro de que se trata del mismo lugar, ladrón?

Kruza se volvió con brusquedad, enojado, pero el firme mango del martillo de Anspach le impidió levantar la espada corta.

—Kruza sabe de lo que habla —respondió Anspach con calma.

—Sabemos que está obrando la magia —intervino el padre Dieter, detrás de ellos—. La magia ha hecho cosas aquí. Se la puede oler. Huele a leche cortada.

Lowenhertz asintió para sí. «O como especias sepulcrales, confites, ceniza, polvo de huesos y muerte, todo mezclado». Igual que el olor que había percibido en la casa del Margrave, en Linz; en el desván de su abuelo, hacía tantos años… ¿Acaso los fantasmas contra los que habían luchado la pasada primavera en los bosques que dominaban Linz también habían formado parte de eso? El sacerdote había dicho que el mal era antiguo y grandioso, y que había estado trabajando durante algún tiempo. Y que buscaba poder, fuerza; eso también estaba claro por todo lo que había oído. El amuleto de la vieja nodriza, el que Ganz había destruido, ¿también había sido una pieza de aquel rompecabezas? ¿Un trofeo, un talismán poderoso que el atroz enemigo había intentado recuperar? ¿Acaso habían frustrado ya sus planes en una ocasión antes de ese año sin siquiera saberlo? La ironía lo hizo sonreír.

—Te hemos derrotado a cada paso, incluso cuando ni siquiera nos dábamos cuenta —murmuró—. Volveremos a vencerte.

—¿Qué has dicho? —preguntó Ganz.

—Pensaba en voz alta, comandante —se apresuró a responder Lowenhertz, y miró al sacerdote de Morr.

El padre había dicho algo referente a que había derrotado a un nigromante llamado Gilbertus, a principios de ese año; otra parte del conjunto. Lowenhertz sabía que disfrutaría hablando con el sacerdote cuando todo hubiese acabado, para reunir las piezas en un rompecabezas que tuviera sentido.

De pronto, Lowenhertz se dio cuenta de que estaba imaginando una época en la que todo había terminado y estaban todos vivos. «Es buena señal», decidió.

Kruza estaba ocupado revisando las paredes centímetro a centímetro con las puntas de los dedos. Del pelo le goteaban sudor y nieve fundida. Lo encontraría, desde luego. Habían creído en él, y entonces no les fallaría.

Simplemente, por increíble que fuese, la respuesta residía allí, justo delante de la puerta de la escalera. Kruza no sabía adonde habían ido las otras puertas y creía al sacerdote cuando hablaba de magia, pero allí estaba. La magia no tenía nada que ver.

—¡Ganz! —gritó con ansiedad, sin preocuparse por el respeto o el rango.

El comandante Lobo avanzó hacia él, al parecer sin preocuparse tampoco por esas cosas.

Kruza señaló la pared, las sólidas piedras que encajaban con las paredes que las rodeaban, y las apartó a un lado.

Ganz se sobresaltó. Una lona colgada como si fuera un tapiz, pintada con una perfección tal que no se diferenciaba de las piedras de alrededor, cubría por completo la arcada que había detrás.

—Nosotros vamos a la guerra, pero las habilidades de un carterista nos muestran dónde está la guerra —comentó Morgenstern con una risa entre dientes.

Al otro lado de la tela pintada, había un pasillo oscuro, carente de iluminación, cuyo viciado aire tibio estaba cargado de humo y que se adentraba en lo desconocido. Ganz lo traspasó con la misma confianza con que atravesaría las puertas del templo, y los otros lo siguieron.

Drakken marchaba en la retaguardia de la fila. Kruza, que sujetaba la tela a un lado, lo cogió por un brazo y lo miró con ferocidad a la cara.

—¿Querías dejarme por estúpido ante tus poderosos camaradas, Lobo? —le siseó, y Drakken sacudió el brazo para quitarse la mano de encima.

—No tenía ninguna necesidad, ya lo estabas haciendo muy bien tú sólito.

—Ella no te ama, templario —le soltó Kruza, de repente, y Drakken se volvió.

—¿Y tú qué sabes?

—Yo sé cómo me mira a mí.

Drakken se encogió de hombros.

—Y yo sé que tú no la amas —añadió Kruza, tentando la suerte.

—¿Estamos aquí para salvar a la ciudad, y tú piensas en ella?

Al oír eso, en el rostro de Kruza apareció una ancha sonrisa triunfante.

—Tú, no. Por eso sé que no la amas.

—Ya habrá tiempo para esto más tarde —le dijo Drakken, desconcertado, y pasó por debajo del arco.

Kruza dejó caer la lona detrás de Drakken. A solas, avanzó hasta el centro de la habitación y se arrodilló en el polvo a la vez que pasaba los dedos de la mano izquierda a través del mismo. Era ése el sitio; el lugar en que había visto a Resollador por última vez, el lugar en que Resollador había…

«¡Vamos, Kruza! ¡Ahí está para cogerlo!»

Kruza se sobresaltó. Allí no había nadie. Por supuesto que no. Resollador no estaba junto a él, nunca había estado. Kruza sabía que el fantasma rondaba por espacios secretos del interior de su mente.

—Ya voy —dijo mientras alzaba la espada y atravesaba la lona.

Bajo la copiosa abundante nevada, el caballo de Aric levantó las patas delanteras ante los escalones del templo de Ulric, y el templario sintió que la muchacha que iba a la grupa se sujetaba con fuerza mientras él luchaba con las riendas que cogía con la mano sana.

—¿Qué estamos haciendo? —le jadeó ella al oído cuando el caballo volvió a apoyarse sobre las cuatro patas—. ¡Kruza dijo Nordgarten! ¡El lugar estaba en Nordgarten! ¡Eres tan pesado como Drakken, que todo el condenado tiempo quería enseñarme el templo!

—Esto es importante —le aseguró Aric al desmontar—. Acompáñame. Necesito tu ayuda.

Atravesaron el gran atrio, donde una conmoción agitaba el aire. Bertolf había dado la alarma y las compañías acuarteladas, Roja, Gris, Dorada y Plateada, estaban formando en orden de batalla para ir a ayudar a sus hermanos de la Compañía Blanca.

Apoyándose en Lenya, Aric avanzó cojeando por la nave principal hacia la gran estatua de Ulric. El aire frío olía a incienso, y el coro de Lobos estaba cantando un himno de salvación, que resonaba en la noche. Millares de llamas de vela oscilaron al pasar ellos.

Lenya guardaba silencio y miraba en torno. Nunca había estado en aquel lugar grandioso y devoto, y entonces entendía por qué Drakken había querido enseñárselo. De un modo que las palabras no podían explicar, comprendió lo que significaba el templo, lo que significaban los Lobos. Estaba muda a causa de la conmoción y sorprendida por sentirse humilde de verdad.

Se acercaron a la gran capilla de la Llama Eterna, donde Aric se quitó la piel de lobo y comenzó a envolver con ella la cabeza del martillo. Con su único brazo sano, le resultaba difícil. Se volvió a mirar a la muchacha.

—Dame tiras de tela de tu falda.

—¿Qué?

—¡Arráncalas! ¡Ahora!

Lenya se sentó sobre el frío suelo y comenzó a arrancar tiras de tela del ruedo de la falda.

Aric había encontrado una bolsa relicario y escandalizó a Lenya cuando vació el polvoriento contenido para quitarle el tiento de cuero. Con el tiento y las tiras de tela que le dio ella, el Lobo ató apretadamente la piel en torno a la cabeza del martillo de guerra, usando los dientes para compensar la mano inutilizada. Ella se puso a ayudarlo a hacer los nudos.

—¿Qué estamos haciendo, Aric? —preguntó ella.

Aric acercó a la Llama Eterna el martillo envuelto en la piel. El pálido fuego la lamió y prendió, y Aric alzó la antorcha de llama incandescente.

—Ahora vamos a buscar a los otros —le dijo.

Kruza se reunió con Ganz y Von Volk en la vanguardia del grupo cuando atravesaban el oscuro pasillo. Ante ellos había una luz mortecina, como una promesa de amanecer.

—Esto no está como estaba antes —le dijo a Ganz—. Está completamente cambiado. Supongo que es debido a la magia.

—Supongo que sí —asintió Ganz.

Llegaron a la luz y el pasillo se ensanchó. La cámara que tenían delante era enorme. Imposible. Inconmensurable. La fría roca negra y escarpada de la Fauschlag se arqueaba en lo alto, iluminada por un millar de fuegos desnudos.

—¡En el nombre de Ulric! ¡Es más grande que el estadio! —jadeó Anspach.

—¿Cómo puede estar esto aquí abajo sin que nosotros lo sepamos? —dijo Bruckner con un susurro asombrado.

—Magia —intervino el sacerdote de Morr. Parecía ser su respuesta para todo.

Ganz miró hacia el interior de la gigantesca cámara negra, donde las llamas ardían en centenares de braseros cuya luz se mezclaba con el resplandor blanco de millares de lámparas alquímicas, que pendían ensartadas en cuerdas colgadas de las toscas paredes. Allí había centenares de adoradores ataviados con túnicas, arrodillados, que gemían una plegaria malsana, cuyas palabras hendían el alma del Lobo en docenas de puntos malignos. El aire estaba cargado de olor a podredumbre y muerte.

En el fondo, ante los adoradores congregados, se alzaba una plataforma, un altar, sobre el que había un trono de roca tallado en la propia Fauschlag. En él se encontraba sentada una figura encapuchada que absorbía la adoración.

Detrás de la plataforma, el líquido fuego volcánico eructaba y saltaba al aire, y un humo sulfuroso se acumulaba en las zonas más altas de la caverna. A la izquierda de la cámara había una jaula o caja tan grande como una mansión de Nordgarten, envuelta en lona tratada con alquitrán, que se balanceaba y estremecía.

—¿Qué… hacemos? —tartamudeó Kruza, aunque ya sabía que la respuesta no iba a gustarle.

—Matamos a tantos como podamos —gruñó Von Volk.

—Es un buen plan —dijo Ganz al mismo tiempo que levantaba una mano para contenerlo—; pero me gustaría precisar los detalles.

Señaló con su martillo de guerra a la figura que estaba sentada en el trono, al otro lado.

—Él es nuestro enemigo. Matad a tantos como sea necesario para llegar hasta él. Luego, matadlo a él.

Von Volk asintió con la cabeza, pero Kruza sacudió la suya.

—¡Tu plan no parece en nada mejor que el del Caballero Pantera! ¡Pensaba que los guerreros erais inteligentes! ¡Que empleabais la táctica!

—Esto es la guerra —le gruñó Von Volk—. ¡Si no tienes estómago para esto, márchate! ¡Tu trabajo ha terminado!

—Sí —añadió Drakken, con tono de mofa, desde detrás—. Ya te llamaremos cuando el trabajo esté acabado.

—¡Que Ulric se te coma entero! —le espetó Kruza a Drakken, a la cara—. ¡Acabaré lo que he comenzado!

—En ese caso, estamos de acuerdo —resumió Ganz—. El ser cadavérico es nuestro objetivo. Abríos paso hasta él con todos los medios que podáis. Matadlo. El resto no tiene importancia. —El comandante alzó su martillo—. ¡Ahora! —gritó.

Pero Kruza ya encabezaba la carga con su espada corta en alto, bramando un grito de guerra que le salía del alma. Lobos y Caballeros Pantera lo siguieron, blandiendo sus armas. El sacerdote de Morr cogió a Lowenhertz por un brazo.

—¿Padre?

—¿Podría molestarte para que me dieras un arma?

Lowenhertz parpadeó y desenvainó su daga, que le entregó al sacerdote con la empuñadura por delante.

—No pensaba que tú…

—Tampoco yo —replicó Dieter Brossmann, y dio media vuelta para seguir a los que cargaban.

Cayeron sobre los adoradores del no muerto, por la espalda, y mataron a muchos antes de que pudiesen incorporarse. La sangre manó sobre el polvoriento suelo de la cámara de roca.

Formaban tres puntas de lanza: Ganz, con Drakken, Gruber, Lowenhertz, Dorff y Kaspen; Von Volk, con sus Caballeros Pantera, Schell y Schiffer; el tercer grupo lo componían Kruza y Anspach, el sacerdote, Morgenstern y Bruckner. Pisoteaban a la impía congregación tras tajearla y derribarla con sus espadas y martillos. La multitud se levantó para enfrentarse con ellos. Mujeres, hombres y otros seres bestiales, tras quitarse las capas y capuchas, sacaron armas y profirieron estridentes aullidos contra los atacantes. Kruza vio que cada uno llevaba un talismán del devorador del mundo en torno al cuello, todos idénticos al que había cogido Resollador, el que entonces llevaba en la bolsa que colgaba de su cinturón.

El ataque de Von Volk comenzó a fracasar cuando el enemigo se incorporó en gran masa, feroz, en torno a su grupo. Un Caballero Pantera cayó decapitado. Otro se desplomó destripado. Von Volk sufrió una herida en su brazo izquierdo, pero continuó asestándoles golpes a los cuerpos que se incorporaban a su alrededor para hacerle frente.

La criatura que se encontraba sentada en el trono, se puso de pie y contempló, con silenciosa sorpresa, la carnicería que estaba produciéndose en la caverna.

Luego, echó la cabeza atrás y la celebró con una atroz carcajada atronadora.

—¡Muerte! ¡Más muerte! ¡Incontables muertes!

El grupo de Kruza se trabó en una feroz lucha en el lado derecho de la caverna. Los adoradores los rodeaban por todas partes. Kruza asestaba estocadas con su espada, tajeaba y giraba. Nunca había visto nada como eso. El torbellino, el calor, la bruma de sangre que flotaba en el aire, el ruido… Aquello era la guerra de verdad, algo que jamás pensó que experimentaría, ni siquiera en sus más descabellados sueños. Un carterista como él… ¡haciendo la guerra! A su lado, Anspach, Bruckner y Morgenstern golpeaban a la frenética muchedumbre con sus martillos.

Una criatura bestial ataviada con una túnica, de piel color ceniza, ojos vidriosos y morro de cabra, profirió un rugido dirigido a él. Kruza, que tenía la espada atascada dentro del último enemigo, dio un respingo. Una daga cercenó el cuello de la criatura.

El sacerdote de Morr bajó los ojos hacia la ensangrentada hoja que tenía en la mano.

—Morr está conmigo —repetía para sí y en voz baja—. Morr está conmigo.

Kruza giró en redondo y ensartó a una mujer rabiosa que estaba a punto de reducir la estatura del sacerdote en una cabeza.

Morgenstern destrozó una cara con un golpe de martillo.

—Esto me recuerda la lucha de la Puerta de Kern —comentó con una risa entre dientes.

—¡A ti todo te recuerda la lucha de la Puerta de Kern! —le rugió el corpulento guerrero rubio, Bruckner, a la vez que golpeaba a la apiñada muchedumbre con su martillo.

—¡Eso es porque está senil! —gritó Anspach, balanceando el martillo hacia abajo para describir un círculo vertical y estrellarlo contra un cráneo que se aplastó, complaciente.

—¡No lo estoy! —refunfuñó Morgenstern mientras hacía girar el martillo a diestra y siniestra, destruyendo cuerpos.

—No, está…

La voz de Bruckner se apagó. Su boca se movió para terminar la frase, pero por ella sólo salió sangre. Una punta de lanza tan larga como una hoja de espada lo había ensartado por la espalda. Bajó los ojos hacia el acero que le sobresalía del peto; la sangre manaba como de un surtidor. Le salió más sangre por la boca, donde hizo espuma, y el Lobo cayó.

—¡Bruckner! —bramó Morgenstern, en cuya mente Bruckner pareció caer lentamente, con los largos cabellos ensangrentados, para estrellarse contra el suelo.

Un furor candente encendió la mente de Morgenstern que, como un oso, se sacudió de encima a los adoradores que estaban intentando aferrado y los arrojó a un lado. De hecho, uno de ellos salió despedido a unos dos metros de altura por la mera fuerza del brazo del Lobo. Gritando como un loco, Morgenstern se lanzó hacia la muchedumbre de enemigos. Estaba frenético y la densa masa de adoradores retrocedió y se separó bajo su acometida, destrozada al no lograr apartarse de su camino. La sangre y los trozos de carne y hueso salían volando en torno a la temeraria cólera del Lobo Blanco.

Kruza miró con horror al asesinado Bruckner, y se dio cuenta de que había creído invulnerables a aquellos Lobos, como si fueran hombres dioses que caminaban por el campo de batalla del mundo sin correr peligro. A pesar de todo lo que lo rodeaba, se había sentido seguro con ellos, como si la inmortalidad fuese contagiosa.

Pero Bruckner estaba muerto. No era más que un hombre muerto, no un dios Lobo. Todos podían morir. Todos eran sólo hombres, muy pocos hombres rodeados por un enemigo salvaje que los superaba en número por cinco a uno, o más.

Una mano lo cogió por detrás y lo empujó hacia el suelo. Anspach bloqueó el ataque de otros dos adoradores ante los que Kruza, en su conmocionado aturdimiento, había quedado desprotegido; luego, los mató.

—¡Levántate! ¡Lucha! —le gritó Anspach.

Kruza temblaba cuando se puso de pie. Las criaturas ataviadas con túnicas, aullantes y hediondas, los rodeaban por todas partes. Kruza alzó la espada y le cubrió la espalda a Anspach.

—Yo… me quedé ausente por un momento —explicó el carterista mientras su espada chocaba con la de un adorador.

—¡Conmoción, miedo, vacilación…, esas cosas te matarán con más rapidez que cualquier arma! ¡Bruckner está muerto! ¡Muerto! ¡Ódialos por eso! ¡Usa el odio! —chilló Anspach.

Dijo algo más, pero entonces hablaba de modo incoherente y las lágrimas de rabia bajaban en abundancia por su cara manchada de sangre.

De pronto, Kruza lo vio, y el mundo se volvió del revés. La conmoción y el pánico habían quitado la cobertura de lona de la jaula que temblaba cerca de ellos. La frenética criatura que apareció dentro de la jaula era una imposibilidad para el carterista. La mente de Kruza se negaba a aceptarla.

Un adorador abrió la jaula, y el grandioso dragón gruñente salió para devorarlos a todos, luego al mundo y finalmente a sí mismo.

La espada de Von Volk se partió dentro del pecho hendido, y él la tiró. Tres de sus Caballeros Pantera estaban muertos, aplastados bajo la frenética muchedumbre. Schell, el Lobo, lo llamó con voz bramante y le lanzó una espada que había capturado, que giró sobre los extremos por encima de la multitud; Von Volk la atrapó limpiamente y volvió a atacar.

Detrás de él, en medio de un grupo de aullantes adoradores, Schiffer cayó, herido y golpeado por docenas de enemigos. Su último acto fue bramar el nombre de su dios en los rostros de las bestias que lo apuñalaban y golpeaban. Una punta de lanza clavada directamente dentro de su boca abierta lo silenció para siempre.

Von Volk vio que el nervudo templario Schell se volvía y arremetía para apartar la carroña de adoradores del destrozado cadáver de Schiffer. Lo aferró para detenerlo.

—¡No! ¡No, Schell! ¡Está muerto! ¡Debemos continuar luchando hacia adelante para llegar al trono! ¡Debemos hacerlo!

—¡Martillos de Ulric! —gritó Schell con furia al mismo tiempo que se volvía en la dirección indicada para continuar luchando junto al capitán—. ¡Ahogadlos en sangre! ¡Ahogadlos en sangre!

Continuaron avanzando juntos, con los otros Caballeros Pantera a los flancos, abriendo una brecha de muertos entre la masa de herejes.

Ganz fue el primero en separarse de la masa y cargar contra la plataforma. Lowenhertz iba detrás de él, con Drakken y Gruber. Kaspen aún estaba atrapado en la terrible refriega.

Dorff había muerto. Kaspen lo había visto caer un momento antes, cortado en pedazos por frenéticos adoradores. Sus desafinados silbidos ya nunca volverían a oírse en la Compañía Blanca. Kaspen se mantuvo firme, con la roja melena empapada en sangre, aullando como un lobo de los bosques al mismo tiempo que hacía girar el martillo. Se mantuvo firme y se enfrentó con la partida de adoradores que corrían hacia ellos, en parte para darles tiempo a su comandante y demás compañeros para que llegaran al trono, y en parte para hacerles pagar a aquellos bastardos, uno a uno, por la muerte de Dorff.

Ganz llegó a los escalones de piedra de la plataforma. Una vez en lo alto, la figura encapuchada se quitó la túnica y se rió de él. La luz del fuego volcánico que tenía detrás hizo que la armadura que el templario llevaba puesta brillase como si estuviera al rojo vivo. Un ojo rosado destelló.

—¡Einholt! —jadeó Ganz.

Ya sabía de antemano con qué iba a encararse, pero a pesar de eso lo trastornó. «Einholt, Einholt… Que Ulric salve mi alma…»

—¡Ah, pero si aquí somos todos amigos! —resolló la criatura al mismo tiempo que llamaba a Ganz con un gesto.

El comandante de la Compañía Blanca vio que la armadura que llevaba estaba comenzando a ser atacada por el óxido y la corrosión. La piel del sonriente rostro de Einholt era verdosa y empezaba a despedir mal olor. Hedía a podredumbre, a sepultura. La criatura le tendió una mano.

—Llámame por mi verdadero nombre, Ganz. Llámame Barakos.

Ganz no respondió, sino que se lanzó hacia la monstruosidad con el martillo girando en un amplio arco horizontal. Pero la criatura medio podrida fue más rápida, aterradoramente rápida, y arrojó a Ganz a un lado con un feroz golpe del martillo de guerra de Einholt. Ganz cayó y, a causa del tremendo impacto, tuvo que sostener el peto abollado y las costillas partidas bajo el mismo. Intentó levantarse, pero no podía respirar. Sus pulmones se negaban a dejar entrar el aire. La visión se le tornó brillante y brumosa, y sintió un sabor a cobre en la boca.

Barakos avanzó un paso hacia él. Lowenhertz golpeó primero y con más rapidez, pero el ser no muerto logró esquivar de algún modo el primer golpe, bloqueó el de retorno y, luego, hizo volar a Lowenhertz limpiamente de la plataforma con un golpe de martillo que le acertó en el vientre.

Al girar, sin mirar siquiera, como si supiera con total precisión dónde estaba cada cosa y cada hombre, invirtió el balanceo del martillo y le partió una clavícula a Drakken cuando el joven Lobo se lanzó hacia él. Drakken profirió un alarido y cayó sobre la piedra.

Barakos se quedó de pie ante el templario, que se retorcía, como si se preguntase cuál era la mejor manera de acabar con él. Profirió una soñadora risa entre dientes con una voz como de jarabe, y luego alzó la mirada. En lo alto de la escalera, Gruber se encontraba de cara a él.

—Otra vez tú, viejo caballero —dijo la criatura que tenía el rostro del viejo amigo de Gruber.

—¡Debería haberte matado en la bodega!

—No puedes matar lo que no tiene vida.

La voz del cadáver era ronca y seca, pero tenía profundidad: un retumbar inhumano, que se curvaba en torno a las palabras como el moho del tiempo curva los bordes de los viejos pergaminos.

Los martillos giraron, y Gruber respondió con furia desenfrenada al ataque del cadáver. Dos golpes, tres; mangos y cabezas girando en golpes y contragolpes.

Gruber hizo una finta a la izquierda y le asestó un golpe oblicuo a la cadera de la criatura, pero ésta pareció no dar siquiera un respingo. Bloqueó el siguiente golpe de Gruber con el centro del mango de su martillo, y luego pateó al Lobo por debajo de las armas trabadas. Gruber retrocedió con paso tambaleante, y el cadáver giró con un amplio golpe devastador, que lanzó al guerrero escalones abajo. El viejo caballero rebotó sobre la piedra, abollándose la armadura con gran estruendo, y se desplomó en la base de la escalera.

La criatura estaba riéndose de Gruber cuando el golpe de Ganz la lanzó volando de espaldas hasta el otro lado de la plataforma. Las correas podridas se partieron y el quijote izquierdo se le desprendió. La malla que había debajo estaba herrumbrosa y, por ella, manaba un negro líquido putrefacto que rezumaba el cadáver que cubría.

Ganz arremetió otra vez, antes de que la criatura pudiese incorporarse. El cadáver logró levantar un brazo para protegerse, pero el arma de Ganz le golpeó la mano de la que arrancó el deslucido guantelete, que se llevó pegados consigo varios dedos en medio de un reguero de fluido maloliente y eslabones de malla partidos.

Ganz rugió como un lobo dominante y describió un giro con el martillo. Ya podía saborear la victoria, saborearla como…

La criatura se recobró, inestable pero feroz, y lo atacó con un golpe frenético mal ejecutado.

La parte lisa de la cabeza del martillo golpeó el cuello y la oreja de Ganz; el templario sintió cómo se le partía el pómulo. Su cabeza giró a causa de la fuerza del golpe, y él salió despedido y dio dos pasos antes de caer sobre manos y rodillas. De la boca, le manó un reguero de sangre, que cayó sobre la piedra, entre sus manos. El mundo dio un vuelco, y las voces y estruendo de la lucha le retumbaron en la cabeza como si los escuchara debajo del agua.

Con el semblante blanco de dolor, Drakken tiró de Ganz con su brazo sano y profirió un alarido cuando el esfuerzo frotó los extremos partidos de su clavícula, entre sí.

—¡Muévete! ¡Muévete! —jadeó.

Ganz era un peso muerto, que apenas podía aguantarse sobre las manos. El cadáver avanzó hacia ellos. Entonces reía a carcajadas y una furia rosada ardía en su ojo sano. Abrió la boca, y goteó pus alrededor de las babeadas encías y los dientes ennegrecidos. Flexionó ambas manos sobre el mango del martillo, haciendo caso omiso de los dedos que le faltaban.

Lowenhertz apareció de repente entre el cadáver y los dos templarios heridos. Respiraba con dificultad, entrecortadamente, y su pancera estaba muy abollada. La sangre le corría por la parte delantera de las piernas acorazadas.

—Se… te… negará… la… victoria —dijo Lowenhertz, arrastrando las palabras una tras otra.

—Os destruiré a todos —le contestó la criatura.

El trueno resonó en la periferia de las palabras. Al pronunciarlas, dos gusanos cayeron de su boca y se le quedaron adheridos a la parte delantera de la coraza.

—Asegúrate… de… hacerlo —jadeó Lowenhertz—. Porque… mientras… uno solo… de nosotros… sobreviva… se te… negará… la victoria.

Lowenhertz le lanzó un golpe a la criatura, que lo esquivó con destreza, pero el caballero invirtió el giro de modo repentino con un despliegue de fuerza de brazo del que no debería haber sido capaz alguien que se encontraba en su estado. El golpe impactó contra un flanco del cadáver, cuya oxidada armadura se partió, a la vez que se rompían las correas que la sujetaban. Las costillas se partieron como ramitas secas, y una materia marrón y viscosa manó junto con más gusanos mezclados.

La criatura se tambaleó y posó la cabeza del martillo de Einholt en el suelo para apoyarse en el arma y no caer. Lowenhertz estuvo a punto de sufrir una arcada a causa del hedor que manaba de ella. Se trataba del olor de siempre, el olor a muerte cargado de especias y podredumbre del desván de su abuelo, el olor de las monstruosas tumbas de las lejanas tierras meridionales. Pero entonces era cien veces peor.

Lowenhertz avanzó un paso para volver a golpear con el martillo, pero la criatura lo apartó de un golpe asestado con su mano libre.

Kaspen profirió un alarido al cargar; al fin, llegaba a la plataforma, dejando tras de sí un sendero de adoradores muertos. Sus cabellos rojos ondeaban detrás de él, y estaba empapado de pies a cabeza en sangre, tan rojo como su melena.

—¡Einholt! —bramó con ganas de descargar el martillo, de matar a aquella cosa inmunda. Pero aún era Einholt, su viejo amigo—. Por amor a todo lo que hemos compartido, camaradas del Lobo, hijos de Ulric, por favor, Jagbald, po…

El antiguo amigo mató a Kaspen de un solo golpe.

El dragón, el gran reptil, el Ouroboros, acometía dentro de la caverna como una encarnación de la muerte. Su largo cuello grueso como el torso de un caballo y acorazado por pálidas escamas del tamaño de un escudo de caballero, se encogió en forma de S como el cuello de un cisne, al prepararse para atacar. Su cabeza en forma de cuña, provista de pico y de cuernos negros, era del tamaño de un carro de heno. Sus ojos eran insondables perlas negras, espejos de impenetrable terror. No podía adivinarse de dónde procedía; lo único que se sabía era que vivía y se retorcía en su inmunda no muerte. Y bramaba, chillando la eterna cólera que le inspiraban los vivos.

Kruza retrocedió con paso tambaleante y cayó al tropezar con uno de los incontables cadáveres que sembraban el piso.

—No, no… imposible —tartamudeó.

Curvas garras, grandes como el muslo de un hombre, se hundían en la roca donde se apoyaba la gigantesca criatura. Su cola, muy larga y delgada, azotaba hacia los lados y hacía volar por el aire a los adoradores que proferían alaridos, o los partía como si fuesen tallos de maíz. El wyrm emitió un sonido que salió de las profundidades de su vasta garganta, potente y agudo como un viento grotesco. Las escamas de su cuerpo eran de color dorado verdoso, como monedas deslucidas, pero la gigantesca cabeza era blanca como el hueso.

El cuello se movió con brusquedad cuando la curva se estiró de repente como un látigo, y lanzó la cabeza hacia adelante y abajo a la velocidad del rayo. El pico se cerró con un chasquido, desgarrando y matando adoradores. Alzó la cabeza para masticar y tragar los restos de los cuerpos, y luego volvió a atacar. Estaba frenético, incontrolable, y mataba todo lo que veía.

—¿Cómo podemos luchar contra eso? —jadeó Kruza cuando Anspach lo cogió.

—¡No podemos! ¡No podemos! ¡Corre! —replicó el templario con el semblante blanco de miedo.

Morgenstern apareció procedente del torbellino de confusión y pánico. Dijo algo, pero sus palabras fueron ahogadas por otro grotesco rugido agudo del wyrm. Se oyó otro entrechocar del pico y más alaridos cuando volvió a atacar.

—¡He… dicho… corred! —repitió Morgenstern, pronunciando las palabras por separado.

—Ése era exactamente mi plan —replicó Anspach.

El trío salió a la carrera entre los enemigos que corrían, para ponerse a cubierto en los nichos y depresiones que había en la pared de la enorme caverna.

Y entonces el mundo desapareció. No había suelo. Kruza iba volando y miraba hacia el humo sulfuroso que se acumulaba en el techo de la caverna.

De modo brusco, el suelo regresó con fuerza bajo él, y el dolor le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica. Rodó sobre sí mismo y miró en torno. La gran cola del wyrm había atravesado la multitud de un golpe, y los había hecho volar a él y a los dos templarios. Por todas partes, había cadáveres destrozados y bestias heridas. Kruza ya no podía ver a Anspach ni a Morgenstern.

Volvió a oírse el agudo grito del wyrm. Entonces Kruza podía oler al monstruo, un olor limpio y seco como el del aceite para cuero o el alcohol de grano.

Se incorporó en cuclillas, preparado para correr…, y se dio cuenta de que tenía al dragón encima.

Kruza alzó la mirada hacia los oscuros ojos perlados del devorador del mundo, el Ouroboros. No había nada en ellos, ni una chispa de inteligencia, raciocinio o vida. No obstante, parecían fijos en él. El cuello de cisne se curvó al retroceder, preparado para atacar, preparado para lanzar el enorme cráneo en forma de flecha hacia adelante, con el pico abierto de par en par.

En el último segundo que le quedaba de vida, Kruza pensó en Resollador, que, inocentemente, lo había llevado a aquel lugar, momento y muerte. «¡Va a matarme un dragón, Resollador! ¿Qué te parece eso, eh? ¿Quién lo habría pensado? ¡Es tan inverosímil que casi resulta gracioso!»

Sin embargo, parecía lo correcto. Le había fallado a Resollador y su amigo había muerto por salvarlo a él. Había llegado la hora de pagar por eso.

«Sólo desearía —pensó Kruza—, sólo desearía ser invisible como tú. Nunca logré averiguar cómo lo hacías, excepto que tenías un don natural. Invisible como tú, sí, eso me gustaría ser».

El wyrm le rugió su agudo alarido a todo el triste mundo. Su cuello se estiró, la cabeza salió disparada y golpeó.

Como si supiera que el fin se cernía sobre ella, la antigua ciudad de Middenheim se estremeció. El cielo se estiró y partió cuando la tormenta estalló y cayó de la horrible bóveda color magenta. La nieve y el granizo bombardearon los tejados; rompieron algunos, hicieron pedazos los cristales de las ventanas, arrancaron chimeneas y veletas. Los rayos cayeron en las calles y explotaron casas y se desmoronaron torres. Energías de color verde pálido que se retorcían como serpientes envolvieron la Fauschlag. El viaducto norte corcoveó y se derrumbó hacia las profundidades, una extensión de ochocientos metros de piedra arrancada de cuajo.

El templo de Morr, que estaba reconstruido sólo a medias, estalló en llamas de manera espontánea. El fuego era rosado, enfermizo, y al arder hacía un sonido parecido a la risa.

El rayo hirió al templo de Sigmar y derrumbó la parte superior de la torre, que atravesó el techo y cayó dentro de la nave.

El caos y los asesinatos en las calles eran ya abrumadores. La locura de la fiebre y el pánico causado por la tormenta impulsaban a la población a tumultos frenéticos. Las compañías de Lobos que habían salido del templo de Ulric para acudir en ayuda de los hombres de Ganz se vieron atrapadas en un tumulto masivo y se encontraron luchando para salvar sus vidas mientras el rayo hendía la noche, el granizo se precipitaba desde el cielo y la muerte consumía el corazón de la ciudadela de Ulric.

Las sombras y los espíritus estaban por todas partes. Era como si se hubiesen abierto las puertas de la muerte, como si se hubiese permitido que el mundo invisible saliera a vagar por la ciudad. Docenas, centenares de fantasmas, pálidos, flacos y aullantes, bramaban por las calles que los rodeaban. Algunos salían de los terrenos del parque de Morr como vapor llevado por el viento. Muchos emergían a gatas, rielantes, al ascender desde las profundidades del barranco de los Suspiros. Los muertos caminaban en libertad: los vivos estarían muertos dentro de poco.

Lenya pensó que se volvería loca sin remedio, aferrada a Aric mientras cabalgaban a toda velocidad a través del caos. Seres esqueléticos y demacrados, hechos de humo, los rodeaban, riendo y llamándolos. Aric apenas podía evitar que el caballo se espantara. El trueno era tan sonoro y el rayo tan brillante que hacían pedazos el cielo.

—¡Lenya! ¡Lenya!

La muchacha se dio cuenta de que se habían detenido y desmontó. Estaba empapada y contusa por el granizo que continuaba cayendo. Ayudó a Aric a bajar del caballo, ya que el joven llevaba en alto la antorcha hecha con su martillo, que ardía con luz resplandeciente. «¿Será eso lo que ha evitado que los espectros nos tocaran?», se preguntó Lenya. Aún podía verlos en torno a ellos, fluctuantes fantasmas que se movían a gran velocidad, de un blanco transparente como el hielo que se forma en los cristales de las ventanas.

—¿Dónde estamos? —preguntó por encima del estruendo de la tormenta.

Aric señaló con la antorcha. Ante ellos se alzaba una curiosa casa en forma de torre. Por la calle, cerca de ella, vagaban caballos de guerra, caballos templarios que arrastraban las riendas y levantaban las patas al estallar los rayos.

—Nordgarten —respondió—. No puedo decirte qué encontraremos allí dentro. Podría ser…

—¿Peor que esto? —preguntó ella a la vez que avanzaba y tiraba de él—. Lo dudo. ¡Vamos!

Los seres humosos que los rodeaban estaban reuniéndose, aumentando de número, alumbrando la calle con su horrible luminosidad. Lenya intentaba no mirarlos, intentaba no oír sus susurros.

Llegaron a la puerta rota, y Lenya ayudó a Aric, que cojeaba, a entrar.

«Extraño —pensó Kruza—. Todavía estoy vivo».

Se palpó el cuerpo para asegurarse de que aún estaba de una pieza. El gigantesco wyrm pasaba entonces de largo. Había atacado y descuartizado a más aullantes adoradores situados a pocos pasos de él.

«Con esta suerte, debería marcharme ahora mismo a las salas de apuestas», pensó, estúpidamente. Se volvió para mirar a la enorme criatura sinuosa que pasaba, masticando y matando.

«Soy invisible —pensó—. ¡Ulric me sonríe, soy invisible! ¡No puede verme!»

Se puso de pie y recogió una espada; no era la suya, que se había perdido en la confusión. Era una de hoja larga y con guarda de cazoleta que había dejado caer una de las bestiales criaturas.

Podía ver a Anspach y Morgenstern que alzaban los martillos para hacerle frente al wyrm mientras los adoradores se dispersaban en torno a ellos. «Valientes condenados —pensó—. ¿Qué pueden esperar hacer contra eso?»

«¿Qué puedo hacer yo?»

El pensamiento se demoró dentro de su mente. Kruza no sabía cómo, pero estaba seguro de que se había salvado gracias a Resollador. Esa noche los muertos volvían a caminar en libertad, y de algún modo Resollador había intervenido y había compartido generosamente su talento de invisibilidad con él.

«No, no es así. Ha permanecido conmigo durante todo el tiempo. Dentro de mi cabeza. Estaba esperando a que lo llamara».

Comprobó el equilibrio de la espada, y luego echó a andar con calma hacia la culebreante bestia que había dejado detrás de ella una estela de sangre y trozos de cadáveres, y que no dio señales de verlo. Él se acercó hasta el escamoso flanco, lo bastante como para oír su rasposa respiración, como para percibir su fragante aroma a limpio. Estaba gritando y matando otra vez. Morgenstern y Anspach serían los siguientes.

Kruza alzó una mano que posó, plana, sobre la escamosa piel del flanco del wyrm. Estaba tibio y seco. Sus dedos encontraron un espacio entre las escamas, y dirigió hacia él la punta de la espada. Durante todo ese tiempo, el carterista estaba casi sereno, como si se hallara a salvo dentro de una esfera protectora o en el ojo de un tornado.

Descargó todo su peso corporal contra la empuñadura y clavó la hoja. El wyrm profirió un rugido ronco, que resonó por toda la caverna; fue aún más sonoro que sus anteriores gritos agudos. Una sangre caliente y espesa como jarabe manó en un chorro por la herida y chocó contra Kruza, que cayó al suelo a causa de la tremenda presión.

Se encontraba tumbado de espaldas y empapado en espesa sangre de dragón cuando la monstruosidad comenzó a sufrir convulsiones. Su gigantesca forma serpentina sufrió espasmos y se agitó como un látigo, aplastando a los adoradores bajo su cuerpo y reduciéndolos a pulpa con los golpes de su cola. Morgenstern y Anspach se pusieron a cubierto de un salto.

El wyrm volvió a proferir alaridos agudos, que sacudieron la caverna, a la vez que temblaba violentamente; fueron tres rugidos, cada uno más agudo y sonoro que el anterior. Sus garras dejaban surcos sobre el suelo rocoso, del que arrancaban chispas, y hacían volar esquirlas de piedra en todas direcciones. Sus estertores de muerte mataron a más enemigos que el valiente ataque de los templarios. Pero eran estertores de muerte. Tras un último aullido amargo, el wyrm se desplomó. El suelo se estremeció, su cola se agitó una vez más y cayó, pesada e inerte.

«He matado al maldito dragón», pensó Kruza al desmayarse.

Drakken luchaba para mover a Ganz, que estaba consciente sólo a medias y aturdido. Lowenhertz yacía inmóvil sobre la roca de la plataforma, junto al cadáver de Kaspen. El ser cadavérico, jadeando y maltrecho, se volvió con lentitud para mirar al Lobo más joven.

—Os reconozco el mérito, muchacho… —dijo Barakos con tono despectivo a través de los labios de Einholt—. Los Lobos habéis hecho más de lo que yo os creía capaces. Me habéis causado daño. Ahora necesito otro cuerpo.

Avanzó cojeando hacia ellos. Drakken intentó retroceder, trató de arrastrar a Ganz consigo, pero sus huesos partidos se trabaron y frotaron, y durante un segundo perdió el conocimiento a causa del dolor.

Cuando recobró el sentido, tenía a Barakos sobre el rostro, inclinado y sonriendo con malevolencia. El hedor a sepultura de su aliento era horroroso.

—Pero ya es demasiado tarde. Demasiado tarde, con mucho. Todo ha terminado, y yo he ganado.

La criatura muerta sonrió, y el gesto rasgó la carne putrefacta que le rodeaba la boca. Su voz era baja y resonaba con un subtono de poder inhumano.

—Middenheim ha muerto, sacrificado sobre mi altar. Todas esas vidas, millares de ellas, acabadas y derramadas para alimentar el poder que me permitirá un cierto grado de divinidad. No mucho…, apenas el suficiente para convertir este mundo en inmundas cenizas. He necesitado mil eras, pero al fin he triunfado. La muerte me ha dado la vida eterna. Ahora pasarán los últimos momentos, y la ciudad se alzará para asesinarse a sí misma. Entonces estará hecho. Necesito poseer un cuerpo nuevo.

Barakos miraba al aterrado Drakken.

—Eres joven, sólido. Con mis poderes puedo curar en un segundo esa herida. Me servirás. Eres un muchacho apuesto, y siempre he anhelado ser guapo.

—¡No! ¡En el nombre de Ulric! —jadeó Drakken al mismo tiempo que tendía la mano hacia el arma que no tenía.

—Ulric está muerto, muchacho. Ya es hora de que te acostumbres a tu nuevo señor.

—Barakos —dijo una voz, detrás de ellos.

El sacerdote de Morr se encontraba de pie en lo alto de los escalones. La sangre empapaba su hábito y había sufrido una herida en la cabeza que hacía caer un hilo sanguinoliento por su arrugada cara. Abrió una mano, de la que cayó al suelo la daga ensangrentada que le había prestado Lowenhertz.

—Dieter. Dieter Brossmann —dijo Barakos a la vez que se erguía y giraba para encararse con el sacerdote—. Padre, en muchos sentidos has sido mi enemigo más feroz. De no ser por ti, los leales Lobos jamás habrían descubierto la amenaza que yo entrañaba. ¡Y cuando derrotaste a Gilbertus, vaya! ¡Cómo maldije tu alma y nombre!

—Me siento halagado.

—No te sientas halagado. Estarás muerto dentro de pocos instantes. ¡Ah! Sólo tú veías, sólo tú sabías, tenaz, implacable, escondido en tus libros y manuscritos en busca de pistas.

—Un mal tan antiguo como el tuyo es fácil de encontrar —declaró el sacerdote con severidad, y avanzó un paso.

—¿Y por qué te escondiste en los libros, me pregunto?

—¿Qué? —El sacerdote se detuvo por un segundo.

—Dieter Brossmann, un rico comerciante, si bien un poco despiadado. ¿Por qué te volviste hacia el camino de Morr y renunciaste a tu vida en Middenheim?

—No hay tiempo para juegos —contestó el sacerdote, que se puso rígido.

—Pero, claro, fue por tu esposa y tu hijo amados —siseó el cadáver, y como telón de fondo sonó un lejano trueno.

—Están muertos.

—No, no lo están, ¿verdad? Simplemente te abandonaron, te abandonaron y huyeron de ti porque eras brutal, inescrupuloso y cruel. Tú los alejaste de tu lado. No están muertos, ¿verdad? Están vivos, escondidos en Altdorf, con la esperanza de que nunca más puedas encontrarlos.

—No, eso no es…

—¡Es la verdad! En tu mente, los has convertido en muertos, los has enviado junto a Morr para evitar la cruda verdad de que tú destruíste a tu familia con tu crueldad y tu codicia. Fueron la mala conciencia y la negación los que te hicieron fingir que estaban muertos, los que te hicieron seguir el camino de Morr.

El semblante de Dieter Brossmann tenía una expresión tan dura como la roca Fauschlag.

—Pagaré en otra vida por mis crímenes, que Morr me asista. ¿Cuándo pagarás tú por los tuyos?

El sacerdote de Morr volvió a avanzar una vez más y levantó las manos.

—Estás muerto, ¿no es cierto, Barakos? —fue cuanto dijo—. No muerto, en el más allá. Ese cuerpo que ocupas, el del pobre Einholt de la Compañía Blanca, también está muerto. Puede ser que estés a punto de lograr poderes divinos, pero ahora mismo eres un cadáver, así que serás llevado ante Morr.

Un paso más, y el sacerdote comenzó a entonar una letanía funeraria, el Rito Inolvidable. Dieter Brossmann empezó a bendecir el cadáver que estaba de pie ante él, a bendecirlo y protegerlo del mal al mismo tiempo que enviaba a la perdida alma hacia Morr, Señor de la Muerte.

—¡No! —jadeó el ser no muerto, temblando de furor—. ¡No! ¡No, no lo harás! ¡No lo harás!

El sacerdote de Morr continuó entonando la letanía, dirigiendo toda su voluntad y toda la santidad de su obra hacia el ser inmundo que tenía delante.

El ritual, un ritual tan antiguo como Middenheim, entró en el ser y comenzó a desalojarlo con lentitud del cuerpo que ocupaba. La criatura sufrió convulsiones, tosió y vomitó un fluido putrefacto.

—¡No, sacerdote bastardo! ¡No! —y comenzó a insultarlo en un galimatías de mil idiomas.

Fue un intento valiente. Por un momento, Drakken, que lo miraba sin soltar a Ganz, pensó que el sacerdote lo lograría; pero luego la criatura de ultratumba avanzó a tropezones hasta Dieter Brossmann y, vacilante, lo derribó de la plataforma con un violento golpe de su mano no muerta, que lo hizo caer de espaldas.

La tormenta cesó de repente y las últimas piedras de granizo repiquetearon sobre la calle. La noche rosada se convulsionó y se tornó negra.

Había llegado el momento, el momento en que aquella cosa inmunda se convertiría en un dios más inmundo aún.

Se apagaron todas las llamas, las velas, las lámparas y las antorchas de la ciudad…, excepto una.

Paso a paso, mientras Lenya soportaba su peso, Aric subió a la plataforma. En lo alto se encaró con la cadavérica reliquia que había sido Einholt. Con una mirada rápida vio a los caídos Lowenhertz y Kaspen, y a Drakken que aferraba a Ganz. Eran tantos y habían luchado con tanto ahínco…

—¿Tú… otra vez? —dijo Barakos con voz tronante—. Aric, mi querido muchacho, llegas demasiado tarde.

Aric comenzó a hacer girar el martillo en zumbantes círculos con el brazo sano, mientras la cabeza en llamas formaba anillos de fuego: la Llama Eterna, la llama del Dios del Lobo. El martillo giraba con la piel atada a su cabeza, que ardía con brillantez sobrenatural.

Aric lo dejó volar y lo soltó con la perfección que le había enseñado Jagbald Einholt.

La cabeza del martillo en llamas golpeó a la criatura en el pecho y la derribó de espaldas.

Aric se desplomó, con las fuerzas agotadas.

Lenya miró a la criatura caída y vio que diminutos dedos de Llama Eterna crepitaban sobre el abollado peto y el putrefacto pecho, que luchaba por volver a levantarse. El martillo encendido yacía a su lado, apagándose entre chisporroteos como si fuese la última esperanza que les quedaba, a punto de desvanecerse.

El único ojo rosado se clavó en los de ella cuando Barakos se levantó como si estuviese saliendo de la tumba.

—La verdad es que no lo creo… —jadeó con voz ronca, algo que fue excesivo para que pudiera soportarlo.

Lenya avanzó a la carrera. Necesitó todas sus fuerzas para levantar el martillo de Aric envuelto en la piel. Le hicieron falta fuerzas que ignoraba tener para balancearlo hacia arriba y descargarlo sobre el ser sepulcral.

—¡Por Stefan! —gruñó cuando el martillo en llamas aplastó a la monstruosidad muerta y volvió a tenderla en la plataforma de roca.

La cadavérica criatura se estremeció, y la resplandeciente Llama Eterna de Ulric la envolvió de pies a cabeza. Se contorsionaba y se estremecía como si fuera una antorcha viviente y profería agudos gritos todavía más sonoros que los del gran dragón no muerto, el devorador del mundo, Ouroboros. El calor del incendio era tan tremendo que Lenya retrocedió. Barakos estaba incandescente como un fuego artificial que se retorciera, al rojo blanco, y comenzaba a fundirse.

El no muerto murió. Una sombra que arañaba el aire, escarchada y vaporosa, intentó salir del cuerpo encendido, intentó ir a buscar un nuevo envoltorio; pero las llamas sagradas eran demasiado intensas. El espíritu volvió a caer dentro del fuego y desapareció con un último alarido. Barakos el Eterno había hallado su fin.

Una luz diurna cautelosa y prudente se filtró hacia la ciudad con las primeras horas del día.

Había pasado una semana desde la noche de horror, y Middenheim se estaba reconstruyendo, se seguía enterrando a los numerosos muertos y se proseguía con la vida.

Dentro de una tienda de lona erigida en el parque de Morr y debidamente consagrada al propio Morr, Dieter Brossmann oficiaba el rito funerario por cinco templarios de Ulric. Sus nombres eran Bruckner, Schiffer, Kaspen, Dorff y Einholt. No era lo corriente. Por lo general, era el sumo sacerdote Ar-Ulric quien consagraba a los templarios caídos, pero Ganz había insistido en que lo hiciera él.

El sacerdote hablaba con voz débil, como si estuviese recuperándose de alguna herida, y en realidad así era: lo demostraba el vendaje de su frente, pero lo que le dolía realmente no eran las heridas físicas. Dieter Brossmann tendría cicatrices en su interior durante el resto de sus días.

En el palacio, los médicos atendían al capitán Von Volk, el único Caballero Pantera que había sobrevivido a la batalla de Nordgarten. Postrado en cama, les preguntó a los sacerdotes de Sigmar que lo curaban si, con su perdón, podía atenderlo también un sacerdote de Ulric.

En la taberna de El Águila Voladora, después del servicio solemne celebrado en el parque de Morr, Morgenstern, Schell, Anspach, Gruber y Lowenhertz alzaron sus jarras y las hicieron chocar entre sí. Se sentían como siempre después de una gran batalla. La victoria y la derrota se mezclaban con un sabor agridulce. Hicieron todo lo posible por jaranear y celebrar la victoria, y olvidar lo que se había perdido. En las paredes de la capilla habría más dignos nombres. Más almas habían partido para correr con la Gran Manada.

—¡Por los caídos! ¡Que Ulric los bendiga a todos! —gritó Morgenstern, con la intención de hacer sonar la nota de la victoria en los corazones de todos.

—¡Y por la sangre nueva! —añadió Anspach con cierta sequedad.

Las jarras volvieron a chocar.

—¡Por la sangre nueva! —bramaron todos a coro.

—¿Qué sangre nueva? —preguntó Aric al entrar cojeando con el brazo vendado.

—¿No te has enterado? —preguntó Gruber como si se estuviera produciendo alguna enorme ironía—. Anspach ha propuesto un nuevo cachorro para el templo…

Ella lo besó en los labios y, luego, se volvió de espaldas a la cama.

—Lenya… te amo —dijo Drakken.

La frase le pareció estúpida, y se sentía estúpido, allí, todo envuelto en vendas y tablillas destinadas a mantener inmovilizada la clavícula partida.

—Ya sé que me amas. —Ella apartó los ojos—. Tengo que regresar al palacio. Breugal necesita a las camareras para sacar agua para el festín. Seré mujer muerta si me quedo.

—¿Aún le temes a Breugal? ¡Después de todo lo sucedido!

—No —respondió ella—, pero tengo que conservar el empleo.

Él se encogió de hombros y, entonces, hizo una mueca de dolor y deseó con toda su alma no haberlo hecho.

—¡Ay!… Lo sé, lo sé…, pero respóndeme: ¿tú me amas?

Drakken alzó los ojos desde la cama de la enfermería.

—Yo amo… a un templario del Lobo de la Compañía Blanca —declaró ella en tono terminante, y se marchó de la habitación.

La gran estatua de Ulric miraba con el entrecejo fruncido desde lo alto.

Ar-Ulric, el gran Ar-Ulric, acabó de entonar la oración mientras el aromático humo procedente de los incensarios del altar se arremolinaba en torno a él, y le tendió el martillo recién forjado a Ganz, que lo cogió con cuidado en atención a sus heridas.

—En el nombre de Ulric, te admito en el templo, te acojo en la Compañía Blanca —declaró Ganz con voz seria—, donde podrás hallar camaradería y gloria. Has demostrado tu valentía. Que puedas resistir con entusiasmo los largos años de entrenamiento, y hallar un propósito y sentido para tu vida en el servicio del templo.

—Lo recibo como una bendición, como recibo este martillo —fue la respuesta de quien se encontraba ante él.

—Que Ulric te guarde. Ahora eres un Lobo.

—Ya lo sé.

El iniciado bajó el martillo. La pesada piel y la armadura gris y dorada le resultaban extrañas y pesadas.

—Te habituarás a ella…, matabestias —le aseguró Ganz con una sonrisa.

Y Kruza flexionó los brazos acorazados y se echó a reír.

En Altquartier, dentro de un mugriento callejón entre tabernas de mala muerte, unos niños del tugurio jugaban con una pelota hecha de trapo. Arrojaban la pelota contra las estrechas paredes deslucidas y grasientas, mientras cantaban:

Ba ba Barak, ven a ver tu brea.

No pares, no esperes que te espera.

Ba ba Barak ven a cenar

y cómete el mundo y el cielo al final.

Y al acabar, se dejaron caer todos al suelo, fingiendo que morían. Al menos esa vez, fingiéndolo.