Tras escuchar atentamente las explicaciones de mi plan, mis dos vecinas se levantan para lavarse las manos, por lo que el centro del banco queda vacío, con Marie en un extremo y yo en el otro; ella está adormilada sobre su libro de aritmética. Yo me levanto bruscamente, el banco se tambalea y Marie, despabilada de golpe por el sobresalto, cae con las piernas en alto, lanzando uno de esos chillidos de pollo estrangulado que son su especialidad y nos muestra... que efectivamente no lleva calzones. Explotan gritos y carcajadas; la directora quiere reñirnos y no puede, ganada ella también por una risa incontenible y Aimée Lanthenay prefiere desaparecer para no ofrecer a sus alumnas el espectáculo de sus contorsiones de gata envenenada.
Dutertre no se deja ver desde hace tiempo. Se dice que está tomando baños de mar, en alguna parte, vagando y,galanteando (aunque, ¿de dónde saca el dinero?). Me lo imagino con blancas franelas, suaves camisas, cinturones demasiado anchos y zapatos demasiado amarillos; él adora tales atuendos, un tanto esnobs, muy esnob él mismo con esos colores claros, demasiado tostado y con los ojos brillantes en exceso, los dientes puntiagudos y el bigote de un negro chamuscado, como si se lo hubiesen pasado por la parrilla. Apenas he vuelto a pensar en su violento ataque en el pasillo acristalado —la impresión fue fuerte, pero breve—, y además ya se sabe que, con él, tales incidentes no tienen consecuencia alguna. Debo de ser la niña número trescientos que ha intentado atraer a su consultorio; el incidente carece de interés para él y para mí. Lo tendría si el intento hubiese triunfado, eso es todo.
Ahora no pensamos más que en la ropa que vamos a ponernos el día de la entrega de premios. La directora se hace bordar una tela de seda negra por su madre, fina costurera que trabaja primorosamente los bordados de realce, grandes ramilletes, guirnaldas delicadas que adornan los bajos de la falda, ramajes que trepan por el corpiño, todo ello en sedas violetas de diversos matices y algo pasadas, muy distinguido en cualquier caso, propio de una «señora de cierta edad» pero de corte impecable. Siempre de oscuro y sobriamente vestida, el encanto de sus faldas eclipsa a todas las notarias, recaudadoras, comerciantas y rentistas de los alrededores. Es su pequeña venganza de mujer fea y con buen tipo.
La señorita Sergent también se ocupa del vestuario de su pequeña Aimée para el día señalado. Se ha hecho mandar muestras del Louvre y del Bon Marché, y las dos amigas eligen juntas, absortas, delante de nosotras, en el mismo patio a cuya sombra trabajamos. Creo que este vestido no va a costarle muy caro a la señorita Aimée; cierto que haría mal de obrar de otra manera, pues no iba a ser con sus setenta y cinco francos mensuales —de los que hay que restar los treinta francos de su pensión (que no paga, por otra parte) y otro tanto por la de su hermana (que se ahorra) y los veinte francos que les manda a sus padres, según informes de Luce—, no iba a ser con su sueldo, digo, con lo que ella podría pagar la bonita tela de moaré blanco, cuya muestra he podido ver.
Entre las alumnas es de buen tono aparentar que una no se ocupa del atavío para el día de la entrega. Todas reflexionan sobre el particular con un mes de anticipación, atormentan a sus madres para conseguir las cintas, los encajes o, simplemente, las modificaciones que han de modernizar el vestido del año anterior; pero es de buen gusto no hablar de ello. Con curiosidad displicente, como por pura cortesía, se pregunta: «¿Cómo será tu vestido?» Y se aparenta escuchar apenas la repuesta, dada con el mismo tono negligente y desdeñoso.
La grandullona de Anaïs me ha hecho la pregunta de costumbre, con la mirada perdida y expresión distraída. A mi vez, con la mirada perdida y la voz indiferente, le he explicado:
—¡Oh, nada especial! Muselina blanca... el corpiño en forma de pañoleta cruzada, con el escote en punta... y las mangas estilo Luis XV, con una almohadilla de muselina, que llegan hasta el codo... Eso es todo.
Todas vamos de blanco a la entrega de los premios, pero los vestidos están adornados con cintas claras, lazos, nudos, cinturones, cuyos colores, que tenemos buen cuidado de variar de año en año, nos preocupan mucho.
—¿Y las cintas? —pregunta Anaïs por la comisura de la boca. (Lo estaba esperando.)
—Blancas también.
—Parecerás una verdadera novia entonces, querida. ¿Sabes lo que te digo? Que muchas parecerán negras entre tanta blancura, como pulgas sobre una sábana.
—Tienes razón. Por fortuna, a mí el blanco me sienta bastante bien.
(¡Rabia, querida pequeñaja! Ya sabemos que con tu piel amarilla te ves obligada a ponerte cintas rojas o anaranjadas en tu vestido blanco para no tener el aspecto de un limón.)
—¿Y tú? —pregunto a mi vez—. ¿Cintas anaranjadas?
—¡De ningún modo! ¡Ya las llevé el año pasado! Cintas Luis XV, a rayas, faya y satén, marfil y amapola. Mi vestido es de lana color crema.
—El mío —anuncia Marie Belhomme, a la que nadie le ha preguntado nada— es de muselina blanca, con cintas color verde doncella y azul malva, ¡más bonito!
—Yo —dice Luce, acurrucada como siempre junto a mi falda, pegada a mi sombra— ya tengo el vestido, pero no sé qué cintas ponerle. Aimée dice que azules...
—¿Azules? Tu hermana es una imbécil, con todos los respetos. Teniendo como tienes los ojos verdes, no te pongas cintas azules: darían dentera. La modista de la plaza vende cintas muy bonitas, satinadas, en verde y blanco... ¿Tu vestido es blanco?
—Sí, de muselina.
—¡Bien! Entonces, dale la lata a tu hermana para que te compre las cintas verdes.
—No es necesario, seré yo quien las compre.
—Mejor entonces. Ya verás lo bien que te quedan; no llegarán a tres las que se atrevan a llevar cintas verdes, es demasiado difícil combinarlas.
¡Pobre chiquilla! A la menor amabilidad que le dedico, aunque no lo haga expresamente, se le ilumina la cara...
La señorita Sergent, a quien la proximidad de la exposición pone nerviosa, nos atosiga, nos apremia; llueven los castigos, castigos que consisten en hacer veinte centímetros de encaje después de terminada la clase, un metro de dobladillo o veinte vueltas de punto. También ella trabaja en un par de espléndidas cortinas de muselina, que borda primorosamente, cuando su Aimée le deja tiempo. La gentil y perezosa auxiliar, holgazana como la gata que es, suspira y se desespereza a cada cincuenta puntadas de tapiz, delante de todas las alumnas, y la directora le dice, sin osar reñirla, que «es un ejemplo deplorable para todas nosotras». Al oírlo, la insubordinada arroja su labor por los aires, mira a su amiga con ojos centelleantes y se arroja sobre ella para mordisquearle las manos. Las mayores sonríen y se dan codazos; las pequeñas ni siquiera parpadean.
Un enorme pliego, con la estampilla de la Prefectura y el timbrado de la alcaldía, hallado por la señorita en el buzón de las cartas, ha alterado singularmente la mañana, casualmente fresca; se aventuran todo tipo de suposiciones y las lenguas no paran. La directora abre el pliego, lo lee, lo relee y no dice nada. La chiflada de su pequeña compañera, impaciente al no enterarse de nada, le echa sus pequeñas zarpas sobre la carta y exclama: «¡Ah!», y luego añade: «¡Qué jaleo se va a armar!»; lo dice varias veces, a voz en cuello, hasta el punto de que, violentamente intrigadas, nosotras palpitamos de curiosidad.
—Sí —dice la directora—, ya estaba advertida, pero esperaba la comunicación oficial. Se trata de uno de los amigos del doctor Dutertre...
—Pero eso no es todo. Hay que decírselo a las alumnas, pues se van a adornar las calles, se van a iluminar, habrá un banquete... ¡Mírelas, están ardiendo de impaciencia!
¡Sí, estamos en ascuas!
—Sí, hay que decírselo. Señoritas, traten de escuchar y de comprender. El Ministro de Agricultura, el señor Jean Dupuy, vendrá a la capital de la provincia con motivo de la próxima feria agrícola y aprovechará el viaje para inaugurar las nuevas escuelas; el pueblo será engalanado, iluminado, habrá una recepción en la estación... Así que ahora no me molesten, ya se enterarán de todo por el anuncio del pregonero. Procuren, simplemente, que sus labores estén listas a tiempo y no se preocupen de lo demás.
Un profundo silencio. Y luego ¡el estallido! Surgen exclamaciones, se mezclan las voces, el tumulto crece, traspasado por una vocecita aguda:
—¿Va a preguntarnos el señor ministro?
Abucheamos a Marie Belhomme, la pobre alma de cántaro, que ha sido quien lo ha preguntado.
La señorita nos hace formar filas, aunque aún no es la hora, y nos abandona, gritonas y parlanchinas, para ir a poner en orden sus ideas y tomar las disposiciones oportunas, a la vista del inaudito acontecimiento que se avecina.
—¿Qué te parece todo esto, chavala? —me pregunta Anaïs en la calle.
—Pues que nuestras vacaciones empezarán ocho días antes y eso no me hace ninguna gracia; me aburro cuando no vengo a la escuela.
—Pero habrá fiestas, bailes, atracciones en la plaza...
—Sí, claro, mucha gente ante la que lucirse. ¡Te entiendo perfectamente! Ya verás cómo estaremos a la vista de todo el mundo. Dutertre, que es amigo personal del nuevo ministro (ése es el motivo de que esa Excelencia de reciente cuño se arriesgue a meterse en un agujero como Montigny), nos colocará en primera fila...
—¡No! ¿Lo crees de veras?
—¡Seguro! ¡Es una maniobra suya para destituir al diputado!
Ella se marcha radiante, soñando con fiestas oficiales en las que diez mil pares de ojos la contemplarán.
El pregonero ha gritado la noticia; nos prometen diversiones sin fin: llegada del tren ministerial a las nueve, las autoridades municipales, los alumnos de las dos escuelas, en resumen, la gente más importante de Montigny, esperará al ministro junto a la estación, a la entrada de la ciudad, y le conducirá, a través de las calles engalanadas, al seno de las escuelas. Allí, sobre un estrado, ¡hablará! Y en el gran salón de la alcaldía, se dará el banquetazo, en numerosa compañía. Más tarde, entrega de distinciones a los personajes de la villa (ya que el señor Jean Dupuy aporta algunas pequeñas cintas violetas y verdes, en honor de su amigo Dutertre, que así se apunta un gran tanto). Por la tarde, gran baile en la sala del banquete. La banda militar de la capital (¡algo importante!) prestará su graciosa colaboración. Finalmente, el alcalde invita a todos los habitantes a adecentar sus moradas y a adornarlas con plantas. ¡Uf! ¡Qué honor para todos nosotros!
Esta mañana, en clase, la señorita nos anuncia solemnemente —ya se ve que se avecinan grandes acontecimientos— la visita de su querido Dutertre, quien nos dará, con su complacencia habitual, amplios detalles sobre el modo en que debe desarrollarse la ceremonia.
Pero Dutertre no aparece.
Cuando son casi las cuatro de la tarde, en el momento en que estamos guardando en nuestros cestitos las labores de punto, de puntillas o de tapicería, entra Dutertre, sin llamar, según su costumbre, como una ventolera. No le había visto desde el «atentado»; no ha cambiado en absoluto: llega vestido con su habitual y premeditada negligencia —camisa de color, traje claro, casi blanco, una enorme corbata cogida al cinturón, que hace las veces de chaleco—; la señorita Sergent, lo mismo que Anaïs, Aimée Lanthenay y todas las demás, consideran que se atavía de un modo exquisitamente distinguido.
Mientras habla con las señoritas, deja errar sus ojos hasta fijarlos en mí; son ojos rasgados, que casi le llegan a las sienes; ojos de animal maligno, que él sabe endulzar. ¡Aunque no volverá a conseguir que me deje llevar al pasillo! ¡Eso se acabó!
—Bien, pequeñas —exclama—, ¿estáis contentas de ver a un ministro?
Respondemos con murmullos indefinibles y respetuosos.
—¡Escuchadme! Debéis hacerle una recepción memorable en la estación, todas de blanco. Además, tres de las mayores le ofrecerán unos ramilletes, y una de ellas recitará la bienvenida. ¡Ah, una advertencia!
Nos intercambiamos miradas de fingida timidez y de falso espanto.
—¡No vayáis a haceros las pavitas! Una deberá ir completamente de blanco, otra de blanco con cintas azules y la tercera de blanco con cintas rojas, como formando una bandera de honor. ¡Ah, ah, resultará una pequeña bandera bastante linda! Por supuesto, tú (¡esa soy yo!) formarás parte de la bandera; eres llamativa y además quiero que se te vea. ¿Cómo son tus cintas para la entrega de los premios?
—Pues este año voy toda de blanco.
—Muy bien, virgencita: te situarás en el centro de la bandera y recitarás en honor de mi amigo el ministro. No se aburrirá mirándote, ¿sabes?
(¡Está completamente loco al decir aquí semejantes cosas! ¡La señorita Sergent va a matarme!)
—¿Quién llevará cintas rojas?
—¡Yo! —grita Anaïs, palpitando de esperanza.
—Bien, de acuerdo, tú.
La mala pécora ha mentido a medias, ya que sus cintas a rayas.
—¿Quién las llevará azules?
—Yo... Se... ñor... —balbucea Marie Belhomme, estrangulada por el miedo.
—Bien; no quedaréis mal del todo, las tres juntas. Además, sabed que tenéis carta blanca para los adornos, corren de mi cuenta (¡hum!). Id alegres, haced locuras. Lucid hermosos cinturones, lazos espectaculares, y os recomiendo que vuestros ramilletes correspondan a vuestros colores.
—¡Pero aún falta mucho! —digo yo—. Llegarán mustios.
—Calla, mocosa; a ti nunca te saldrá la joroba del que hace reverencias. Me inclino a creer que ya posees otras más agradablemente situadas.
Toda la clase se desternilla de risa. La directora también ríe, lívida. Por lo que respecta a Dutertre, juraría que está borracho.
No nos ponen de patitas en la calle antes de su partida. ¡Lo que tengo que escuchar...!
—¡Bien puede decirse que has nacido con una estrella en la frente! ¡Todos los honores para ti! ¡No pierdas cuidado, eso sólo puede pasarte a ti!
No respondo a nadie y me voy a consolar a la pobre Luce, sumida en la tristeza por no haber sido elegida para la bandera.
—Vamos, vamos, el verde te sienta mejor que a nadie... Además, la culpa es tuya. ¿Por qué no te has adelantado, como ha hecho Anaïs?
—¡Oh! —suspira la pequeña—. No tiene importancia. Yo pierdo enseguida la cabeza delante de la gente, y habría hecho cualquier tontería. Pero estoy muy contenta de que seas tú quien recite la bienvenida y no la grandullona de Anaïs.
Papá, advertido de mi gloriosa intervención en la inauguración de las Escuelas, ha fruncido su nariz borbónica para preguntar:
—¡Dioses del Olimpo! ¿Tendré que aparecer en medio de toda esa fanfarria?
—No, papá. Puedes quedarte en la sombra.
—Perfecto, entonces. ¿No debo ocuparme de ti, pues? —Claro que no, papá. No hace falta que cambies tus costumbres.
El pueblo y la escuela están patas arriba. Como esto siga así, ni siquiera tendré tiempo para contarlo. Por la mañana entramos en clase a las siete, si a lo que hacemos se le puede decir dar clase. La directora ha mandado traer de la ciudad enormes fardos de papel de seda, rosa, azul celeste, rojo, amarillo y blanco; en el aula central los abrimos —las mayores convertidas en jefas de taller— y ¡hala!, a contar las grandes y ligeras hojas, doblarlas en seis en toda su longitud, cortarlas en seis tiras y disponer las tiras en montoncitos que son transportados al despacho de la señorita, quien las recorta con determinación, en forma de franjas dentadas, y luego la señorita Aimée las distribuye a todas las alumnas de la primera y la segunda clases. Nada para la tercera, ya que las niñas, demasiado pequeñas, estropearían el papel, el bonito papel, de cada una de cuyas tiras surgirá una rosa graciosa y ufana, sostenida por un tallo de alambre.
¡Vivimos en pleno gozo! Los libros y los cuadernos duermen en los pupitres cerrados y se trata de ver quién se levanta antes para salir corriendo hasta la escuela, transformada en taller de floristería.
Ya no me quedo holgazaneando en la cama y me doy tanta prisa que me abrocho el cinturón por la calle. A menudo, estamos ya todas reunidas en las clases, cuando las señoritas descienden por fin, y la verdad es que tampoco se molestan mucho en arreglarse. La señorita Sergent se exhibe en una bata de batista roja (sin corsé, orgullosamente); su cariñosa auxiliar la sigue, en zapatillas, los ojos adormilados y tiernos. Vivimos como en familia. Anteayer por la mañana, la señorita Aimée, que se había lavado la cabeza, bajó con los cabellos sueltos y húmedos, cabellos dorados y suaves como la seda, bastante cortos, un poco ondulados en las puntas; parece un pilluelo o un joven paje y su directora, su buena directora, se la comía con los ojos.
El patio está desierto; las cortinas de sarga, corridas, nos envuelven en una atmósfera azul y fantástica. Nos ponemos cómodas; Anaïs se quita el delantal y se arremanga como una pastelera; la pequeña Luce, que salta y corre detrás de mí durante todo el día, se levanta el vestido y las enaguas como una lavandera, lo cual le sirve de pretexto para mostrar sus redondeadas pantorrillas y sus frágiles tobillos. Apiadada, la señorita le ha permitido a Marie Belhomme cerrar los libros; con una blusa a rayas negras y blancas, y aire de payaso, revolotea a nuestro alrededor, corta las tiras torcidas, se equivoca, se enreda los pies con los alambres, queda desolada y, al minuto, está pasmada de alegría, inofensiva y tan dulce que ni siquiera nos burlamos de ella.
La señorita Sergent se pone en pie y con un gesto brusco levanta las cortinas que dan al patio de los chicos. Desde la escuela de enfrente llegan voces rudas y desentonadas: el señor Rabastens les está enseñando a sus alumnos un himno republicano. La señorita escucha durante un instante, luego hace un gesto con el brazo, las voces se acallan al otro lado y el complaciente Antonin acude, destocado, con una rosa de Francia en el ojal.
—¿Será usted tan amable de enviar a dos de sus alumnos al taller? Le ruego que les ordene cortar este alambre en trozos de veinticinco centímetros.
—Enseguida, señorita. ¿Siguen ustedes trabajando con sus flores?
—No se termina tan pronto, no; hacen falta cinco mil rosas sólo para la escuela, y además nos ha tocado adornar la sala del banquete.
Rabastens se marcha corriendo, con la cabeza al aire bajo un sol de justicia. Al cabo de un cuarto de hora llaman a nuestra puerta, que se abre ante dos memos grandullones de catorce o quince años; traen consigo los alambres, sin saber qué hacer con sus corpachones, ruborizados y estúpidos, excitados por caer en medio de una cincuentena de chicas que, con los brazos y el cuello desnudos, el corpiño entreabierto, se ríen maliciosamente de los dos muchachos. Anaïs los roza al pasar; yo cuelgo de sus bolsillos serpentinas de papel y ellos escapan, al fin, contentos y avergonzados a la vez, mientras la señorita prodiga unos «¡Chist!» que no escucha nadie.
Anaïs y yo somos plegadoras y cortadoras; Luce empaqueta y lleva a la Directora y Marie amontona. A las once de la mañana, se abandona todo y nos agrupamos para ensayar el Himno a la Naturaleza. Hacia las cinco, nos arreglamos un poco, los espejitos surgen de los bolsillos; las chicas de la segunda clase, complacientes, nos alargan sus pizarras detrás de los cristales de una ventana abierta; frente a ese oscuro espejo nos colocamos los sombreros, yo me arreglo los rizos, Anaïs recompone su moño caído y nos vamos.
La ciudad empieza a animarse tanto como nosotras. ¡Sólo faltan seis días para la llegada del señor Jean Dupuy! Los muchachos parten por la mañana en sus tartanas, cantando a pleno pulmón y arreando a todo trapo al rocín que los remolca; se dirigen al bosque de la comunidad —y también a los bosques particulares, estoy segura— para elegir los árboles y marcarlos. Abetos sobre todo, olmos, álamos de hojas plateadas, morirán por centenares. ¡Todo sea en honor del flamante ministro! Por la noche, en la plaza, en las aceras, las chicas rizan las rosas de papel y cantan para atraer a los muchachos, que van a ayudarlas. ¡Santo Dios, cuánto debe adelantar el trabajo! Como si lo viera: los pobrecitos no piensan en otra cosa...
Los carpinteros desmontan los tabiques móviles en el gran salón de la alcaldía donde se celebrará el banquete; un enorme estrado aparece en el patio. El médico-delegado comarcal Dutertre efectúa breves y frecuentes apariciones, aprueba cuanto se hace, golpea las espaldas de los hombres, pellizca los mentones femeninos, paga una ronda y desaparece para volver de nuevo. ¡Dichoso país! Mientras tanto, se asolan los bosques, se caza furtivamente día y noche, se riñe en las tabernas y una vaquera de Chêne-Fendu ha dado a comer a los cerdos a su hijo recién nacido. (Al cabo de unos días, se archivó el caso, pues Dutertre consiguió probar la irresponsabilidad de la muchacha... Ya nadie vuelve a hablar del asunto.) Gracias a este sistema, nuestro médico emponzoña toda la comarca, pero se ha hecho con doscientos ganapanes, almas condenadas dispuestas a matar y a morir por él. Le nombrarán diputado. ¡Qué importa lo demás!
En cuanto a nosotras, hacemos rosas, ¡vaya si hacemos rosas!
Cinco o seis mil rosas no son moco de pavo. Todas las pequeñas se dedican a fabricar guirnaldas de papel plisado, de colores suaves, que flotarán de un lado a otro según sople la brisa. La señorita teme que los preparativos no estén listos a tiempo y nos entrega cada tarde una provisión de papel de seda y de alambre; nosotras trabajamos en nuestras casas, antes de cenar, después de cenar, sin un momento de reposo; las mesas, en todas las casas, se llenan de rosas blancas, azules, rosas, rojas y amarillas; rizadas, enhiestas y frescas sobre sus tallos. Ocupan todo el espacio disponible, ya no se sabe dónde meterlas, rebosan por todas partes, florecen en montañas multicolores y nosotras las transportamos cada mañana en cubas, como si fuéramos a felicitar a un paciente.
La Directora, rebosante de ideas, quiere hacer construir un arco de triunfo a la entrada de las Escuelas; las columnas se formarán con ramas de pino y follaje diverso, salpicado de rosas a punta de pala. El frontispicio llevará la siguiente inscripción, con letras de rosas rojas sobre un fondo de musgo:
Queda bonito, ¿verdad?
También a mí se me ha ocurrido algo: he sugerido la idea de coronar con flores la bandera: es decir, nosotras.
—¡Oh, sí! —han gritado Anaïs y Marie Belhomme.
—De acuerdo (¡no vamos a andarnos con chiquitas!). Anaïs, tú te coronarás con amapolas; Marie, tú te harás una diadema de azulejos y yo, toda blancura, toda candor, toda pureza, yo me pondré...
—¿Qué? ¿Flores de azahar?
—¡Me las merezco, señorita; sin duda, más que usted! —¿No te parecen lo bastante inmaculados los lirios del campo?
—¡Deja de fastidiar! Me pondré margaritas; sabes de sobra que el ramillete tricolor está compuesto por margaritas, amapolas y azulejos. Vamos a casa de la modista.
Con aire desganado y superior, elegimos; la modista mide el contorno de nuestras cabezas y nos promete «que tendremos lo mejor de lo mejor».
Al día siguiente recibimos tres coronas que me dejan desconsolada: son diademas abultadas por el centro, como las que llevan las novias campesinas. ¡Cómo vamos a quedar bien con esto! Marie y Anaïs, encantadas, se prueban las suyas en medio de un círculo admirativo de chicas; yo no digo nada, pero me llevo la mía a casa donde la destrozo; luego, sobre la misma armadura de alambre, reconstruyo una corona frágil, fina, con las grandes margaritas como estrellas colocadas al azar, como a punto de desprenderse; dos o tres flores cuelgan, como racimos, junto a las orejas y algunas ruedan hacia atrás, sobre mis cabellos; me coloco mi obra sobre la cabeza. Sólo os digo una cosa: ¡no hay peligro de que advierta a las otras dos!
Nos llega un trabajo suplementario: ¡los bigudíes! Claro, ustedes no están al tanto, por supuesto. Pues bien, sepan que, en Montigny, una alumna no asistiría a una entrega de diplomas, a una solemnidad cualquiera, sin estar debidamente rizada u ondulada. No hay de qué extrañarse, aunque los tirabuzones tiesos y las excesivas ondulaciones les dan más bien a los cabellos un aspecto de escobas irritadas; pero las mamás de todas estas niñas, costureras, jardineras, mujeres de obreros y tenderas, no tienen el tiempo, ni las ganas, ni la habilidad para poner bigudíes en todas estas cabezas. ¿Adivinan ustedes a quién le toca hacer el trabajo, a veces muy poco apetitoso? A las profesoras y a las alumnas de la primera clase. Sí, es una locura, pero es la costumbre, y con eso está dicho todo. Una semana antes de la entrega de los diplomas, las pequeñas nos atosigan y se inscriben en nuestras listas. ¡Como mínimo, nos tocan cinco o seis a cada una! ¡Y por cada cabeza limpia y de bonitos y suaves cabellos, cuántas cabelleras grasientas, cuando no habitadas!
Hoy empezamos a ponerles los bigudíes a esas niñas de ocho a once años; agachadas en el suelo, abandonan sus cabezas en nuestras manos y, como rulos, empleamos hojas de nuestros viejos cuadernos. Este año solamente he aceptado cuatro víctimas, y aún así las he elegido entre las limpias. ¡Cada una de las demás mayores riza a seis pequeñas! Tarea nada fácil, ya que casi todas las niñas de estos contornos poseen tupidas melenas. Al mediodía, llamamos al dócil rebaño; yo empiezo por una rubita de cabellos ligeros, que se ondulan suavemente de forma natural.
—¿Cómo? ¿A qué vienes? ¡Pretender que te rice ese cabello! ¡Es una masacre!
—¡Pues claro que quiero que me los rices! ¡A ver si voy a ir sin rizos el día que llegue el ministro! ¡Nunca en la vida se ha visto algo parecido!
—¡Estarás más fea que los catorce pecados capitales! Se te quedarán los pelos de punta, como la cabeza de un lobo...
—Me da igual. Lo importante es que vaya rizada.
¡Así sea si así lo quiere! ¡Y apuesto a que todas piensan como ella! Incluso la propia Marie Bethomme...
—Oye, Marie Belhomme, tú que ya tienes tirabuzones naturales, ¿no sería mejor que fueras tal como estás? Contesta indignada, gritando:
—¿Yo? ¿Ir así, tal cual? ¡Ni soñarlo! Me presentaría en la entrega con el pelo lacio.
—Pues yo no voy a rizarme.
—Tú, querida, tienes unos rizos muy fuertes y tus cabellos se esponjan con tanta facilidad... Además, ya se sabe que tus ideas nunca van a la par con las de los demás.
Mientras habla, enrolla con animación —con demasiada animación— las largas mechas color trigo maduro de la pequeña sentada frente a ella y oculta por su propia cabellera, de la que surgen, de vez en cuando, agudos gemidos.
Anaïs maltrata, no sin malicia, a su paciente, que aúlla.
—¡Es que ésta tiene demasiado pelo! —dice Anaïs a guisa de excusa—. Piensa una que ya ha terminado y sólo va por la mitad. Tú lo has querido, así que trata de no gritar.
Rizamos, rizamos... el pasillo encristalado se llena del rumor del papel doblado que se enrolla sobre los cabellos... Cuando hemos terminado el trabajo, las pequeñas se levantan suspirando y exhiben sus cabezas erizadas por las puntas de papel, en las que aún puede leerse: «Problemas... moral... duque de Richelieu...» Durante cuatro días, ellas se pasean, sin vergüenza alguna, emperifolladas de este modo, por las calles y las clases. Lo que yo digo: es la costumbre.
...Esto ya no es vida; todo el tiempo fuera, galopando arriba y abajo, llevando o trayendo rosas, mendigando —nosotras cuatro, Anaïs, Marie, Luce y yo—, requisando por todas partes flores naturales para adornar el salón del banquete, entramos (enviadas por la señorita Sergent, que cuenta con nuestras caritas juveniles para desarmar a los reticentes) en casa de gente a la que no hemos visto en nuestra vida; por ejemplo, en casa de Paradis, el recaudador del censo, ya que la voz popular lo ha denunciado como poseedor de rosales enanos en macetas, que son pequeñas maravillas. Perdida toda timidez, penetramos en su tranquila morada y:
—¡Buenos días, señor! Nos han dicho que tiene usted unos hermosos rosales. Son para las jardineras del salón del banquete, ¿sabe usted?, venimos de parte de..., etc., etc.
El pobre hombre balbucea algo a través de su poblada barba y nos precede, armado con unas tijeras de podar. Regresamos cargadas con las macetas de flores en los brazos, riendo, charlando, contestándoles descaradamente a todos los muchachos que trabajan en la desembocadura de cada calle, construyendo las armaduras de los arcos de triunfo, y que nos interpelan:
—¡Eh, vosotras, las floreadas! ¡Si nos necesitáis para algo ya sabéis dónde estamos!... ¡Cuidado, que se os está cayendo algo! ¡Os tendréis que agachar para recogerlo!
Todo el mundo se conoce, todo el mundo se tutea...
Ayer, y hoy, los muchachos han salido al alba con sus tartanas y no han regresado hasta la caída de la tarde, ocultos tras las ramas de boj y de tuyas, bajo carretadas de musgo verde que huele a armajal; luego, como era de esperar, se van a empinar el codo. No he visto jamás en una efervescencia semejante a esta población de bandidos, que normalmente se burlan de todo, hasta de la política. Surgen de los bosques, de los tugurios, de los sotos donde acechan a las pastoras de vacas, para llenar de flores a Jean Dupuy. ¡No hay quien lo entienda! La pandilla de Louchard, seis o siete granujas depredadores de bosques, pasan cantando, invisibles bajo montones de guirnaldas de hiedra, que arrastran tras ellos con un dulce rumor.
Las calles compiten entre sí; la calle de Cloître levanta tres arcos de triunfo, ya que la Calle Mayor había edificado dos, uno a cada extremo. Pero la Calle Mayor se pica y construye una enorme maravilla: un castillo medieval de ramas de pino igualadas con las tijeras de podar y rematado con dos torres puntiagudas. La calle de Fours-Banaux, muy cerca de la escuela, bajo la influencia artístico-campestre de la señorita Sergent, se limita a tapizar completamente las casas que la forman con ramas copiosas y desordenadas y luego tiende listones de una parte a la otra de la calle y cubre la techumbre con hiedra que cuelga enredada. Resultado: un cenador obscuro y verde, delicioso, donde las voces se apagan como en una habitación acolchada. La gente pasa una y otra vez por puro placer. Entonces, furiosa, la calle de Cloître se desmadra y une entre sí sus tres arcos triunfales con haces de guirnaldas de musgo, salpicadas con flores, para tener, también ella, su cenador. En vista de lo cual, la Calle Mayor se pone tranquilamente a desempedrar sus aceras y alza un bosque, Dios mío, sí, un verdadero bosquecillo a cada lado, con árboles jóvenes arrancados de raíz y plantados de nuevo. No se necesitarían más de quince días de esta batalladora emulación para que todo el mundo se degollara entre sí.
La obra maestra, la joya, son nuestras escuelas. Cuando todo se haya terminado, no habrá a la vista ni un palmo cuadrado de pared bajo el verdor, las flores y las banderas. La señorita ha reclutado un ejército de muchachos; a los alumnos mayores y a los adjuntos los dirige personalmente, con mano dura, y es obedecida sin rechistar. El arco de triunfo de la entrada ya ha visto la luz y la señorita y nosotras cuatro, encaramadas sobre escaleras, hemos pasado todo el día «escribiendo» con rosas:
en el frontispicio, mientras los muchachos se entretenían mirándonos las pantorrillas. Desde lo alto, desde los techos, desde las ventanas, desde todas las protuberancias de las paredes, surge y fluye tal oleaje de ramas, de guirnaldas, de lienzos tricolores, de cordelería oculta bajo la hiedra, de rosas colgantes, de verdor alfombrado, que todo el caserío parece ondularse de pies a cabeza y balancearse dulcemente. Se entra en la escuela levantando una rumorosa cortina de hiedra florida y el espectáculo continúa: cordones de rosas bordean los ángulos, enlazan las paredes, cuelgan de las ventanas. Resulta adorable.
Pese a nuestra actividad, pese a nuestras audaces invasiones de las casas de los propietarios de jardines, hemos llegado al punto de no disponer de flores esta mañana. ¡Consternación general! Las cabezas llenas de bigudíes se agitan, se arremolinan alrededor de la señorita Sergent, que reflexiona con el ceño fruncido.
—¡En cualquier caso, las necesitamos! —exclama—. Necesitamos macetas de flores para todo el paramento de la izquierda. ¡A ver, las requisadoras, aquí, enseguida!
—¡Aquí estamos, señorita!
Las cuatro surgimos (Anaïs, Marie, Luce y yo), emergemos del zumbante oleaje, prestas a salir corriendo.
—Escúchenme. Deben ir en busca del tío Caillavaut...
—¡ ¡Oh!!
No la hemos dejado terminar. ¡Caramba! Hay que saber que el tío Caillavaut es un viejo avaro, desequilibrado, más malo que la peste, desmesuradamente rico, que posee una mansión y unos espléndidos jardines, en los que no entra nadie más que él mismo y su jardinero. Es temido como el peor de los diablos, odiado por tacaño y respetado como misterio viviente. ¡Y la señorita quiere que nosotras vayamos a pedirle flores! ¡Ni soñarlo!
—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Cualquiera diría que las envío al matadero! Basta con que conmuevan al jardinero y ni siquiera tendrán necesidad de enfrentarse con el tío Caillavaut. Y además, ¿qué? ¿Acaso no tienen piernas para correr? ¡Andando!
Arrastro a las otras tres, que no parecen muy entusiasmadas, pues siento un ardiente deseo, mezclado con una vaga aprensión, de entrar en casa del viejo maníaco. Las estimulo:
—¡Vamos, Luce, vamos, Anaïs! Vamos a ver cosas despampanantes y luego se las contaremos a las demás... ¡Animo! ¡Son contadas las personas que han entrado en casa del tío Caillavaut!
Frente a la gran puerta verde, donde desbordan por encima del muro acacias en flor y de intenso perfume, nadie se atreve a tirar de la cadena de la campanilla. Yo me cuelgo de ella, desencadenando un formidable estrépito; Marie ha dado tres pasos atrás, presta a salir huyendo y Luce, temblando, se oculta valientemente detrás de mí. Nada, la puerta sigue cerrada. La segunda tentativa no obtiene mayor éxito. Acciono entonces el picaporte, que cede, y como ratones entramos una a una, dejando la puerta entreabierta. Frente a la hermosa casa blanca, de postigos cerrados a causa del sol, hay un enorme patio enarenado y muy bien cuidado, que se prolonga en un jardín verde, profundo y misterioso debido a la espesura de la maleza... Nos miramos sin osar movernos: no se oye a nadie, ni un solo ruido. A la derecha de la casa, los invernaderos cerrados y repletos de maravillosas plantas. La escalinata de piedra se ensancha suavemente hasta el patio enarenado y en cada peldaño descansan encendidos geranios, calceolarias de vientrecillos atigrados, rosales enanos a los que se ha forzado en demasía para que florezcan.
La ausencia evidente de cualquier propietario me presta coraje:
—¡Ah! ¿Vais a venir o qué? ¡A ver si echamos raíces en los jardines del avaro durmiente!
—¡Chist! —dice Marie, asustada.
—¡Qué chist ni qué ocho cuartos! ¡Tenemos que llamar! ¡Eh, oiga, señor! ¡Jardinero!
Ninguna respuesta; silencio absoluto. Avanzo hasta los invernaderos y, con la nariz pegada a los cristales, intento atisbar en el interior: una especie de bosque color esmeralda oscura, salpicado por manchas brillantes, flores exóticas, seguramente...
La puerta está cerrada.
—Vámonos —susurra Luce desasosegada.
—Vámonos —repite Marie, más turbada aún—. ¡Mira que si aparece el viejo detrás de un árbol!
Esta sola idea las hace correr hacia la puerta; yo les grito con todas mis fuerzas.
—¡Quietas, cobardicas! Está claro que aquí no hay nadie. Escuchadme, pues: elegiremos cada una de nosotras dos o tres tiestos de entre los más hermosos que hay en la escalinata, nos los llevaremos, sin decir nada, ¡y os aseguro que tendremos un éxito sensacional!
No se mueven. Tentadas sin duda, pero aún temerosas. Yo me apodero de dos macetas de agujas de pastor, recortadas como huevos de avestruz, y les hago seña de que estoy esperando. Anaïs se decide a imitarme y carga con dos pelargonios; Marie imita a Anaïs y Luce a Marie y las cuatro nos marchamos prudentemente. Cerca de la puerta, el miedo vuelve a apoderarse absurdamente de nosotras, nos apelotonamos como ovejas en la estrecha abertura de la puerta y corremos hasta la Escuela, donde la señorita nos acoge con gritos de alegría. Todas a la vez, contamos la odisea. La directora, asombrada, se queda un instante perpleja y luego concluye, despreocupadamente:
—¡Bah! ¡Ya veremos! Después de todo, no se trata más que de un préstamo, un poco forzado, tal vez.
Nunca más se volvió a hablar del asunto, pero el tío Caillavaut ha erizado con trozos de tiesto y pinchos de hierro la parte superior de sus muros. (La incursión nos ha valido una cierta consideración, por aquí se aprecia el bandidaje.) Nuestras flores se colocan en primera fila y luego, la verdad, con el jaleo de la llegada ministerial, nadie se acordó de devolverlas, por lo que pasaron a embellecer el jardín de nuestra Directora.
Este jardín es desde hace bastante tiempo el único tema de discordia entre la señorita y la gorda de su madre; ésta, que sigue siendo una campesina, cava, arranca las malas hierbas, persigue a los caracoles hasta en sus más recónditos escondites y no alimenta otro ideal que el de hacer crecer matas de coles, de puerros o de patatas, con los que alimentar a todas las internas sin necesidad de comprar nada, en definitiva. Su hija, de naturaleza refinada, sueña con cenadores frondosos, macizos de flores, glorietas adornadas por guirnaldas de madreselvas... ¡Plantas inútiles, en una palabra! De modo que tan pronto se puede ver a la señora Sergent dar despectivos golpes de azada a los árboles enanos del Japón y a los sauces llorones, como a la Directora pegarles puntapiés a las acederas o a las cebolletas. Esta lucha nos llena de gozo. Pero hay que ser justas y reconocer que, como no sea en el jardín y en la cocina, la señora Sergent se esfuma completamente, no comparece jamás ante las visitas, no da su opinión en las discusiones y luce valientemente su gorro encañonado.
Lo más divertido, en estas pocas horas que quedan, es ir y volver de la escuela a través de las calles irreconocibles, transformadas en senderos boscosos, en decorados de parque, todas perfumadas por el olor penetrante de los abetos talados. Se diría que los bosques que rodean Montigny han invadido el pueblo, han avanzado hasta casi ocultarlo... No puede imaginarse, para esta pequeña villa perdida entre los árboles, una ornamentación más apropiada, más hermosa... Pero no puedo decir la más «adecuada»; es una palabra que me produce horror.
Las banderas, que afearán y trivializarán estos verdes paseos, estarán colocadas mañana, así como los farolillos venecianos y las luces de colores. ¡Qué se le va a hacer!
No nos guardan miramientos y las mujeres y los muchachos, nos llaman al pasar:
—¡Eh! ¡Vosotras, que ya estáis acostumbradas, venid a ayudarnos a clavar rosas!
Ayudamos gustosamente, subimos a las escaleras, mis compañeras se dejan —¡todo sea por el ministro, Dios mío!— hacer cosquillas en la cintura y hasta en las piernas; debo decir que jamás se han permitido payasadas semejantes con la hija del «señor de las babosas». Por lo demás, con estos muchachos que no llevan malas intenciones, resulta inofensivo y en absoluto hiriente; comprendo que las alumnas de la Escuela se pongan a la altura de las circunstancias. Anaïs permite todas las libertades y suspira junto a las otras; Féfed la baja de la escalera, llevándola en sus brazos. Touchart, alias «el Cero», le mete bajo las faldas agujas de pino picantes; ella lanza grititos de ratón atrapado en la trampa y entrecierra sus ojos pasmados, sin fuerzas siquiera para simular resistencia alguna.
La señorita nos permite descansar un poco, por miedo a que tengamos mala cara el día señalado. Por lo demás, ya no sé qué queda por hacer: todo está florido, todo en su lugar; las flores cortadas están en remojo, en los sótanos, en cubos de agua fresca: las desparramaremos un poco por todas partes en el último momento. Nuestros tres ramilletes han llegado esta mañana, en una enorme y frágil caja; la señorita no ha permitido que la abriéramos del todo: sólo ha desclavado una tabla y levantado el papel de seda y la guata que envuelven las patrióticas flores, que despiden un aroma húmedo. La señora Sergent ha bajado enseguida al sótano la leve caja, en la que también hay unas bolitas de sal, cuya naturaleza desconozco, para impedir que las flores se marchiten.
Mimando a sus «primeras figuras», la Directora nos envía, a Anaïs, a Marie, a Luce y a mí, a descansar en el jardín, bajo los avellanos. Nos dejamos caer sobre el banco verde, sin pensar en nada determinado. El jardín zumba. Como picada por una mosca, Marie Belhomme pega un brinco y se pone repentinamente a desenrollar unos de los bigudíes que cascabelean, desde hace tres días, alrededor de su cabeza.
—...¿Qué haces?
—Pues, mira, ver si está rizado.
—¿Y si no lo estuviera?
—Pues me echaría agua esta noche, antes de irme a dormir. Pero, ya ves, está rizado, ha quedado muy bien.
Luce imita su ejemplo y exhala un grito de decepción:
—¡Ah! ¡Es como si no me hubiera hecho nada! ¡Lo tengo rizado por las puntas, pero no por arriba, por lo menos casi nada!
En efecto, sus cabellos son ligeros y suaves como la seda, y se escapan y deslizan bajo sus dedos, bajo las cintas, a su aire.
—¡Mucho mejor! —le digo—. ¡Así aprenderás! ¡Miradla, lo desgraciada que se siente por no tener el pelo como un sacacorchos!
Pero esto no la consuela, y como sus gritos me fastidian, me voy un poco más lejos, a tenderme en la arena, bajo la sombra de los castaños. Soy incapaz de coordinar tres pensamientos seguidos, con este calor, esta fatiga...
Mi vestido está listo, todo va bien... estaré guapa mañana, más que la grandullona de Anaïs, más que Marie; no tiene gran mérito, pero aún así me produce satisfacción... Voy a dejar la Escuela, papá me mandará a París, a casa de una tía rica, sin hijos, y haré mi presentación en sociedad, donde seguramente meteré mil veces la pata... ¿Cómo me las voy a arreglar sin el campo, con estas ansias de verdor que no me abandonan? Me parece insensato pensar que ya no volveré más a este lugar, que ya no volveré a ver a la señorita, a su pequeña Aimée de ojos dorados, a Marie la chiflada, a la burra de Anaïs, a Luce, mendicante de golpes y caricias... Me dará pena no poder vivir ya aquí... Bueno, mientras me quede tiempo bien puedo decirme algo a mí misma: la verdad es que Luce me gusta, en el fondo mucho más de lo que quiero confesar; por más que me repita una y otra vez que no es realmente hermosa, su zalamería animal y traidora, la picardía de sus ojos, no impide, antes al contrario, que posea el encanto que da lo raro, lo débil, lo perversamente ingenuo —y la piel blanca, y las finas manos al final de sus torneados brazos, y sus bonitos pies. ¡Pero nunca, nunca ha de saberlo! Ella ha de pagar que su hermana me rechazara a causa de la señorita Sergent, ¡Me arrancaría la lengua antes que confesarlo!
Bajo los avellanos, Anaïs le describe a Luce el vestido que llevará mañana; me acerco con malignas intenciones, y escucho:
—¿El cuello? ¡No lleva cuello! Está escotado en forma de uve por delante y por detrás, bordeado por un fruncido de muselina de seda y sujeto con un lazo de cinta roja...
—«Las coles rojas, llamadas lombardas, se dan en las tierras áridas y pedregosas», nos enseña el inefable Bérillon; realmente, te dará el aspecto adecuado, ¿verdad, Anaïs? Escarola y coles: eso no es un vestido, es un huerto.» [7]
—¡Si ha venido usted para decir cosas tan espirituales, puede seguir en su arena, señorita Claudine! ¡No necesitamos su compañía!
—No te acalores y dinos cómo está hecha la falda, con qué hortalizas la sazonarás. Me parece estar viéndola, con una franja de perejil a su alrededor.
Luce se divierte con toda su alma; Anaïs se encastilla en su dignidad y se marcha; como sea que el sol se pone, nosotras también nos levantamos.
En el momento en que cerramos la verja del jardín, brotan unas risas claras, que se acercan, y la señorita Aimée pasa corriendo, regocijada, perseguida por el asombroso Rabastens, que la bombardea con pétalos de bignonia. La inauguración ministerial autoriza expansivas libertades en las calles ¡y también en la escuela, por lo visto! Pero la señorita Sergent va detrás de ellos, lívida de celos, con el ceño fruncido; un poco más allá, la oímos gritar:
—¡Señorita Lanthenay! ¡Ya le he preguntado dos veces si ha citado usted a sus alumnas para las siete y media!
Pero la otra, alocada, encantada de poder juguetear con un hombre y de poder irritar a su amiga, corre sin detenerse mientras las flores purpúreas se le quedan prendidas en los cabellos o resbalan por su vestido... Habrá una escena esta noche.
A las cinco, las señoritas nos reúnen dificultosamente, ya que estamos esparcidas por todos los rincones del edificio. La Di rectora opta por tocar la campana de la comida, interrumpiendo de este modo el furioso baile húngaro que danzábamos, Anaïs, Marie, Luce y yo en el salón del banquete, bajo el techo florido.
—Señoritas —exclama, con su voz de las grandes ocasiones—, vuelvan a sus casas y acuéstense pronto. Mañana por la mañana, a las siete y media, se reunirán todas ustedes aquí, debidamente vestidas y peinadas, de forma que no haya que preocuparse más de eso. Se les entregarán banderolas y gallardetes; las señoritas Anaïs, Claudine y Marie recogerán sus ramilletes... El resto... ya lo verán en el momento oportuno. Pueden marcharse, procurando no estrapear las flores al cruzar las puertas. ¡No quiero saber nada más de ustedes hasta mañana por la mañana! Y añade:
—¿Se sabe usted su discurso, señorita Claudine?
—¡Que si lo sé! ¡Anaïs me lo ha hecho repetir tres veces hoy!
—Pero... ¿qué pasa con la entrega de diplomas? —arriesga tímidamente una voz.
—¡Ah! La entrega de los diplomas se hará cuando quede tiempo. Lo más probable, por lo demás, es que se les entreguen aquí mismo las notas y que, este año, debido a la inauguración, no se celebre acto público.
—Pero... ¿y los coros? ¿Y el Himno a la Naturaleza? —Cantarán ustedes mañana, delante del ministro. ¡Ahora, desaparezcan!
La alocución ha dejado consternadas a muchas de las pequeñas, que esperan la entrega de diplomas como una fiesta única en todo el año; se marchan perplejas y disgustadas bajo los arcos de florido verdor.
Las gentes de Montigny, fatigadas y orgullosas, descansan sentadas frente a sus portales y contemplan su obra; las chicas aprovechan lo que queda de luz natural para coser una cinta, o poner una puntilla en el borde de un escote improvisado... ¡Todo para el gran baile en la alcaldía, querida!
Mañana por la mañana, los muchachos sembrarán una alfombra de flores en el recorrido del cortejo, mezcladas con rosas deshojadas, briznas de hierbas y hojas verdes. ¡Y si el ministro Jean Dupuy no se da por satisfecho, lo cual no creo probable, que se vaya a paseo!
Mi primer movimiento, al abrir esta mañana los ojos, ha sido correr hacia el espejo. Nunca se sabe: ¿Y si me hubiera salido un flemón esta noche? Tranquilizada, me acicalo cuidadosamente. Estupendo, sólo son las seis, me queda tiempo para emperifollarme. Gracias a la sequedad del aire, mis cabellos se mantienen esponjosos. La cara es pequeña, un poco pálida y puntiaguda, pero puedo asegurar que mis ojos y mi boca no están nada mal. El vestido produce al moverme un ligero rumor; la falda se ondula al ritmo de mi paso y acaricia las puntas de mis zapatos. Le llega el turno a la corona: ¡ah, qué bien me sienta! Parezco una pequeña Ofelia, muy jovencita, con extrañas ojeras... En efecto, desde pequeña, siempre me han dicho que tengo ojos de persona mayor; luego fueron ojos «poco correctos»; no se puede tener contento a todo el mundo y a una misma. Y prefiero estar contenta yo...
La lástima es ese enorme ramillete, abultado y redondo, que me afea. ¡Bah! Después de todo se lo endilgaré a Su Excelencia...
Toda de blanco, me dirijo a la Escuela por las calles todavía frescas. Los muchachos, ocupados en su «alfombrado», le dirigen a voz en grito enormes piropos a la «pequeña novia», que se escabulle, huraña.
Llego temprano; no obstante, me encuentro ya con una quincena de pequeñas, procedentes de la campiña de los contornos, de las granjas más alejadas; están acostumbradas a levantarse a las cuatro, en verano. Risibles enternecedoras, con la cabeza enorme a causa de los cabellos ahuecados por los rígidos tirabuzones, permanecen de pie, para no arrugar sus vestidos de muselina excesivamente enjuagados por el azulete, que se hinchan, rígidos, sujetos al talle por cinturones color grosella o índigo, mientras que sus tostadas caras parecen negras en medio de tanta blancura. A mi llegada no han podido reprimir una leve exclamación, pero ahora callan, intimidadas por sus hermosos atavíos y sus tocados, estrujando entre sus manos enguantadas con hilo blanco un bonito pañuelo en el que sus madres han vertido un poco de lavanda.
Las señoritas no aparecen, pero escucho pasitos apresurados en el piso superior... Van desembocando en el patio multitud de nubes blancas, encintadas de rosa, de rojo, de verde y de azul. Cada vez más numerosas, las pequeñas van llegando, silenciosas la gran mayoría, demasiado ocupadas en mirarse unas a otras de arriba a abajo, en compararse, en fruncir la boca con ademán desdeñoso. Con sus cabelleras flotantes, rizadas, encrespadas, desbordantes, casi todas rubias, semejan un campo de trigo maduro... Una manada baja por las escaleras: son las internas —rebaño siempre aparte y hostil—, a quienes los vestidos de primera comunión aún les sirven; detrás de ellas, desciende Luce, ligera como un gato de angora blanco, gentil con sus bucles suaves y móviles y su tez de rosa fresca. Como su hermana, sólo necesita una pasión feliz para terminar de embellecerla.
—¡Qué hermosa estás, Claudine! Y tu corona no se parece en nada a las de las otras. ¡Ah, qué suerte tienes de ser tan bonita!
—Pero, gatita mía, ¿sabes que te encuentro absolutamente divertida y deseable con tus cintas verdes? ¡Realmente, eres un animalillo curioso! ¿Dónde están tu hermana y su señorita?
—Aún no están listas; el vestido de Aimée se abrocha debajo del brazo, ¡imagínate! Y es la señorita quien se lo abrocha.
—Entonces esto puede retrasarse algo.
Desde arriba, la voz de la hermana mayor llama:
—¡Luce, ven a buscar las banderolas!
El patio se ha llenado de chicas, pequeñas y mayores, y tanta blancura, bajo el sol, hiere los ojos. (Por otra parte, demasiados matices de blanco, que se apagan entre sí.)
He aquí, por ejemplo, a Liline, con su inquietante sonrisa de Gioconda, bajo sus ondulaciones doradas y tras sus ojos glaucos; o a ese espárrago verde de «Maltide» cubierta hasta la cintura por una cascada de cabellos color trigo maduro; o a la estirpe de las Vignale, cinco niñas de ocho a catorce años, todas ellas sacudiendo copiosas cabelleras que parecen teñidas a la jena; o a Jeanette, pequeña y astuta, de ojos malignos, con dos trenzas de su misma estatura, rubio oscuro, pesadas como el oro viejo; o tantas y tantas otras que, bajo la luz centelleante, brillan como vellocinos.
Llega Marie Belhomme, apetecible con su vestido color crema, con cintas azules, y graciosa bajo su corona de acianos. Pero, Dios mío, ¡qué grandes parecen sus manos bajo los guantes de cabritilla blanca!
Anaïs, por fin. Suspiro de alivio al verla tan mal peinada, con los bucles tiesos; su corona de amapolas púrpuras, demasiado cerca de la frente, le da un color de muerta. En acuerdo conmovedor, Luce y yo acudimos a su lado y prorrumpimos en un concierto de cumplidos:
—¡Qué bien estás, querida! ¡Decididamente, nada te sienta mejor que el rojo! ¡Has dado en el clavo!
Un tanto desconfiada al principio, enseguida Anaïs se esponja de gozo y hacemos una entrada triunfal en la clase donde las niñas, ya al completo, saludan con una ovación la bandera tricolor viviente.
Se establece un religioso silencio: vemos descender a las señoritas, pausadamente, peldaño a peldaño, seguidas por dos o tres internas, que portan banderolas en el extremo de largas lanzas doradas. Vaya, es forzoso reconocer que Aimée está como para comérsela, tan seductora aparece con su vestido blanco de moaré brillante (¡con la falda sin costura detrás, nada menos!), tocada por un sombrero de paja de arroz y gasa blanca. ¡Qué pequeño monstruo!
La Directora se la come efectivamente con los ojos, enfundada ella en su traje negro, bordado de ramilletes color malva, que ya he descrito. La malvada pelirroja no será hermosa nunca, pero su vestido le sienta como un guante y pueden verse sus ojos centelleantes bajo los ardientes cabellos, tocados con un sombrero negro extraordinariamente elegante.
—¿Dónde está la bandera? —pregunta enseguida.
La bandera se adelanta, modesta y orgullosa de sí misma.
—¡Está bien! ¡Está... muy bien! Acérquese, Claudine... ya sabía yo que usted iría vestida con gusto. Y ahora, ¡a seducir al ministro!
Examina rápidamente a su blanco batallón, arregla un bucle por aquí, una cinta por allá, cierra la falda de Luce, que se entreabría, hunde una horquilla en el moño de Aimée y, tras haberlo escrutado todo con su temible mirada, toma el fajo de las variadas inscripciones: ¡Viva Francia! ¡Viva la República! ¡Viva la Libertad! ¡Viva el Ministro!, etc., hasta veinte banderas, que distribuye a Luce, a las Jaubert y a las restantes elegidas que se ruborizan de orgullo y sostienen las astas como cirios, envidiadas por las simples mortales que se mueren de rabia.
Nuestros tres ramilletes, cuajados de oleajes tricolores, son extraídos cuidadosamente de la guata, como si fueran joyas. Dutertre le ha sacado partido al dinero de los fondos secretos; yo recibo un manojo de camelias blancas, Anaïs uno de camelias rojas y, a Marie Belhomme, le toca en suerte el gran ramo de acianos anchos y aterciopelados, ya que la naturaleza, no habiendo previsto las recepciones ministeriales, ha descuidado la producción de camelias azules. Las pequeñas se empujan para poder ver y ya se oyen algunos coscorrones así como ásperas quejas.
—¡Basta! —grita la Directora —. No tengo tiempo para hacer de policía. ¡La bandera, aquí! Marie a la izquierda, Anaïs a la derecha, Claudine en medio y en marcha, bajen al patio deprisa. ¡Estaría bueno que no estuviéramos listas a la llegada del tren! Las portadoras de banderolas a continuación, de cuatro en cuatro, con las mayores a la cabeza...
Descendemos por la escalinata, sin esperar a oír nada más; Luce y las mayores marchan inmediatamente detrás de nosotras, con los gallardetes de sus estandartes ondeando ligeramente sobre nuestras cabezas. Seguidas por una especie de pisoteo de carneros, pasamos bajo el arco de verdor: ¡BIENVENIDOS!
Toda la multitud que estaba esperándonos, un gentío endomingado, apasionado, dispuesto a gritar «¡Viva lo que sea!», prorrumpe al vernos en un clamoroso «¡Ah!», como un estallido de fuegos artificiales. Orgullosas como pavos reales, con la mirada baja y una vanidad que no nos cabe en el cuerpo, caminamos suavemente, los ramilletes en nuestras manos cruzadas, pisando la alfombra de flores que aniquila el polvo. Sólo después de varios minutos, empezamos a intercambiar miradas de reojo y encantadas sonrisas, relajadas.
—¡Qué divertido! —suspira Marie, contemplando las verdes alamedas por las que desfilamos lentamente, entre dos hileras de espectadores boquiabiertos, bajo las bóvedas de follaje que tamizan el sol, filtrando una falsa y encantadora luz, como la de los bosques.
—¡Ya lo creo que está bien! ¡Cualquiera diría que la fiesta es en nuestro honor!
Anaïs no dice ni pío, demasiado absorta en su dignidad, demasiado ocupada en buscar entre la multitud que se aparta a nuestro paso a los muchachos que conoce y a los que espera encandilar. No obstante, hoy, con todo ese blanco encima, no está bonita, no, no está bonita, pero en sus pequeños ojos centellea el orgullo de todas formas. Al llegar a la Plaza del Mercado nos gritan: «¡Alto!» Es preciso esperar a los muchachos de la Escue la, toda una hilera oscura que, a duras penas, mantiene una formación regular; hoy, los chicos nos parecen despreciables, tostados y desgarbados con sus hermosos trajes; sus enormes manos patosas sostienen las banderas.
Durante el alto, las tres nos hemos dado la vuelta, a despecho de nuestra importancia: a nuestras espaldas, Luce y sus congéneres se apoyan belicosamente en las astas de sus estandartes; la pequeña, irradiando vanidad, se mantiene erecta como Fanchette cuando se pavonea; ríe por lo bajito de gozo, sin parar un momento. Y hasta más allá de donde alcanza la vista, bajo las verdes arcadas, vestidos huecos y cabelleras rizadas, se hunde y se pierde el ejército de los Galos.
—¡En marcha!
Reanudamos el desfile, ligeras como pajaritos. Descendemos por la calle de Cloître y cruzamos finalmente la verde muralla, formada por tejos cortados a tijera, que representa una fortaleza y, como en la carretera el sol cae de plano, nos resguardamos bajo la sombra del pequeño bosque de acacias, en las afueras de la villa; esperaremos aquí la llegada de los coches ministeriales. Nos relajamos un poco.
—¿Se sostiene bien mi corona? —pregunta Anaïs.
—Sí... juzga tú misma.
Le paso un espejito de bolsillo, que previsoramente he traído, y comprobamos el equilibrio de nuestras diademas... La multitud nos ha seguido, pero, demasiado numerosa para caber en el camino, ha deshecho los setos que lo bordean y pisotea los campos, sin clemencia para la hierba. Los muchachos, en completo delirio, llevan manojos de flores, banderas y también botellas. (Sí señor, botellas: acabo de ver a uno pararse, echar la cabeza hacia atrás y beberse a gollete un litro entero.)
Las damas de la «Sociedad» se han quedado a las puertas de la villa, unas sentadas en la hierba y otras en sillas de tijera; todas amparadas por sombrillas. Nos esperarán allí, resulta más distinguido; no es elegante demostrar demasiada impaciencia.
A lo lejos ondean banderas sobre los tejados rojos de la estación, hacia donde corre la multitud; y su tumulto se aleja. La señorita Sergent, toda de negro, y su Aimée, toda de blanco, ya sin aliento a fuerza de vigilarnos y de trotar a nuestro lado, delante o detrás de nosotras, se sientan en el talud, las faldas arremangadas por temor a que se manchen de verde. Nosotras esperamos de pie, sin ganas de hablar, mientras repaso mentalmente el discursito, un tanto hortera, obra de Antonin Rabastens, que debo recitar más tarde:
Señor Ministro,
Los alumnos de las escuelas de Montigny, engalanados con las flores de su tierra natal...
(¡Si alguien ha visto aquí campos de camelias, que me lo diga!
...vienen a recibirle llenos de gratitud...
¡¡Boumm!! La salva que estalla en la estación pone en pie a nuestras profesoras.
Los gritos del populacho nos llegan como un rumor sordo que va aumentando a medida que se acerca, con un confuso ruido de alegres clamores, de múltiples pisadas y de cascos de caballos... En tensión, acechamos el recodo del camino... Por fin, aparece la vanguardia: muchachos polvorientos que arrastran ramas y vociferan, seguidos por oleadas de gente y berlinas que destellan bajo el sol y dos o tres landós de los que surgen brazos agitando sombreros... Somos todo ojos... A trote lento, los coches se acercan, ya están aquí, frente a nosotras, y antes de que hayamos tenido tiempo de reconocerlos, se abre a diez pasos de nosotras la portezuela de la primera berlina.
Un hombre joven, vestido de frac, salta al suelo y tiende el brazo, sobre el que se apoya el señor Ministro de Agricultura. He aquí, pues, a Su Excelencia, en absoluto distinguido, pese al trabajo que se toma para parecer imponente. Incluso encuentro un tanto ridículo a este vanidoso señor bajito, de vientre prominente, que se seca la frente, ya empapada de sudor, con una mirada dura y barbita rojiza. ¡Como que no va vestido de muselina blanca, sino de paño negro, con este sol!...
Un minuto de expectante silencio le acoge y en seguida extravagantes gritos de «¡Viva el Ministro!» «¡Viva la Agricultura!», «¡Viva la República!»... El señor Jean Dupuy da las gracias con un gesto seco, aunque suficiente. Un señor rechoncho, que luce bordados en plata y un bicornio, la mano sobre el puño de nácar de una corta espada, va a colocarse a la izquierda del ilustre; un viejo general de perilla blanca, alto y encorvado, se coloca a su derecha. Y el imponente trío se adelanta gravemente, escoltado por un tropel de fracs, con cordones rojos, prendedores y condecoraciones. Por entre los hombros y las cabezas, distingo la cara triunfante del canalla de Duterre, aclamado por la multitud, que le halaga en tanto que amigo del Ministro y futuro diputado.
Busco con la mirada a la Directora, le interrogo con la barbilla y las cejas: «¿Debo decir ya mi parlamento?» Ella me contesta afirmativamente y me adelanto con mis dos acólitas. Un sorprendente silencio se establece de golpe —¡Dios mío! ¿Cómo voy a atreverme a hablar delante de tanta gente? ¡Con tal de que los nervios no me jueguen una mala pasada!—. Para empezar, nos sumergimos en nuestras faldas, en una hermosa reverencia que produce un «fuiüi» en nuestros vestidos, y, con un zumbido en los oídos que me impide oírme a mí misma, empiezo:
Señor Ministro:
Los alumnos de las Escuelas de Montigny, engalanados con las flores de su tierra natal, vienen a recibirle, llenos de reconocimiento...
Luego me detengo por un instante para continuar enseguida, recitando la prosa en la que Rabastens se hace garante de nuestra «inquebrantable adhesión a las instituciones republicanas», ya tan tranquila como si estuviera recitando en clase El vestido, de Eugène Manuel. Por lo demás, el trío oficial ni siquiera me escucha; el Ministro está pensando que se muere de sed y los otros dos altos personajes intercambian en voz baja sus apreciaciones:
—Señor Prefecto, ¿de dónde ha salido este querubín?
—No lo sé, mi general, pero es tan gentil como una rosa.
—Una rosa silvestre (¡también él!). Si todas las chicas del Fresnosi son como ésta, quiero que me...
Les ruego que acepten estas flores de nuestra tierra natal.
—termino yo, ofreciendo mi ramillete a Su Excelencia.
Anaïs, rígida como siempre que quiere pasar por distinguida, le tiende el suyo al Prefecto y Marie Belhomme, púrpura por la emoción, ofrece el suyo al General.
El Ministro farfulla una respuesta de la que sólo capto las palabras «República... solicitud del Gobierno... confianza en la adhesión»; me irrita. Después se queda inmóvil, y yo también. Todo el mundo está esperando, hasta que Dutertre se inclina sobre el oído del ministro y le susurra:
—¡Vamos, tiene que besarla!
Entonces me besa, pero torpemente (su áspera barba me pica). La fanfarria de la capital ruge La Marsellesa y, dando media vuelta, nos dirigimos hacia la ciudad, seguidas por las portaestandartes. El resto del alumnado se aparta para dejarnos pasar y, mientras el cortejo avanza majestuosamente, cruzamos bajo la «fortaleza», enfilamos bajo las bóvedas de verdor. A nuestro alrededor, gritan de modo agudo, frenético, aunque no demostramos oír nada. Derechas y floridas, somos nosotras tres el objeto de las aclamaciones, mientras que al Ministro... ¡Ah!, si tuviera imaginación, me vería, con las otras dos, como hijas del rey entrando con su padre en una «muy leal ciudad» cualquiera. Las chicas de blanco son nuestras damas de honor y nos conducen al torneo donde los bravos caballeros se disputarán el honor de... ¡Quiera Dios que esos patosos muchachos no hayan echado demasiado aceite, esta mañana, a los farolillos de colores! ¡Con las sacudidas que les dan a los mástiles los chicos aulladores y trepadores, nos íbamos a poner perdidas! No nos hablamos entre nosotras, no tenemos nada que decirnos, demasiado ocupadas en arquear nuestras cinturas al uso de las gentes de París y en inclinar la cabeza a favor del viento para que revoloteen nuestros cabellos...
Llegamos al patio de las escuelas, hacemos un alto, nos agrupamos, la multitud fluye por todas partes, se aprieta contra las paredes y algunos trepan por ellas. Con las puntas de los dedos, apartamos fríamente a las compañeras demasiado dispuestas a rodearnos, a sofocarnos; intercambiamos frases agrias: «¡Ten cuidado!» —«¡No me vengas con tantos melindres, que ya te has lucido bastante esta mañana!» La grandullona de Anaïs opone a las burlas un silencio desdeñoso; Marie Belhomme se enerva y yo me contengo hasta el límite de mis fuerzas para no quitarme una de mis sandalias y estamparla sobre la cara de la más burra de las Jaubert, que me ha empujado disimuladamente.
El ministro, escoltado por el general, por el prefecto, por un montón de consejeros, de secretarias y de qué sé yo qué más (es un mundo que no conozco muy bien), se abre paso entre la multitud, ha subido al estrado y se instala en el hermoso butacón, demasiado dorado, que el alcalde ha sacado de su propio salón expresamente. Parco consuelo para el pobre hombre, que ha tenido que quedarse en casa, por culpa de la gota, en este día inolvidable. El señor Jean Dupuy suda y se enjuga la frente; apuesto a que daría cualquier cosa para que ya fuera mañana. Claro que al fin y al cabo, para esto le pagan. A sus espaldas, en semicírculos concéntricos, se sientan los consejeros generales, el consejo municipal de Montigny... Toda esa gente, bañada en sudor, no debe oler muy bien que digamos... Pero bueno, ¿qué pasa con nosotras? ¿Se acabó nuestra gloria? ¿Nos dejan abandonadas, sin que nadie nos ofrezca ni siquiera una silla? ¡Esto pasa de castaño oscuro! «Vosotras, venid, vamos a sentarnos.» A duras penas nos abrimos un pasillo hasta el estrado, las de la bandera y las que llevan portaestandartes. Desde ahí, levantando la cabeza, llamo a media voz a Dutertre, que charla, inclinado sobre el respaldo del señor Prefecto, justo en el borde del estrado.
—Señor, oiga, señor. ¡Señor Dutertre, óigame! ¡Doctor!
Escucha esta última llamada mejor que las anteriores y se vuelve hacia mí, sonriente, mostrando sus colmillos:
—¡Conque eres tú! ¿Qué quieres? ¿Mi corazón? ¡Tuyo es!
Ya me parecía que estaba borracho.
—No, señor, más bien preferiría una silla para mí y otras para mis compañeras. Nos han dejado abandonadas por ahí, solas, con las simples mortales, es una vergüenza.
—¡Realmente, clama al cielo! Vais a escalonaros, sentadas sobre las gradas de modo que el populacho, mientras les fastidiamos con nuestros discursos, pueda por lo menos alegrarse la vista con vosotras. ¡Vamos, subid todas!
No tiene que repetirlo. Anaïs, Marie y yo nos encaramamos las primeras, con Luce, las Jaubert y las restantes portaestandartes detrás de nosotras, estorbadas por sus lanzas que se enredan, tropiezan y de las que tiran vigorosamente, apretando los dientes con la mirada baja, porque piensan que todo el gentío se burla de ellas. Un hombre —el sacristán— se apiada de ellas y complacientemente recoge todas las banderolas y se las lleva. No cabe duda de que los vestidos blancos, las flores, las banderolas, han hecho creer a este buen hombre que asistía a un Corpus un tanto laico y, obedeciendo a una vieja costumbre, se lleva nuestros cirios, perdón, nuestras banderolas, al término de la ceremonia.
Una vez instaladas, miramos altivamente a la multitud a nuestros pies y a las escuelas frente a nosotras. Unas escuelas, ahora, encantadoras, bajo las cortinas de verdor, bajo las flores, bajo todos los adornos temblorosos que disimulan su seco aspecto de cuartel. En cuanto al vil populacho formado por las compañeras que se han quedado abajo y que nos miran envidiosamente, dándose codazos, las ignoramos olímpicamente.
Se remueven las sillas sobre el estrado, se oyen toses y nosotras nos damos media vuelta para poder ver al orador. Se trata de Dutertre, quien, bien plantado en el centro, ágil y agitado, se dispone a hablar, sin papeles, con las manos vacías. Se establece un profundo silencio. Como en la misa mayor, se escucha el llanto de un pequeñuelo que quiere marcharse y, como en la misa mayor, la gente al oírlo se ríe. Luego:
Señor Ministro
...
No habla más que dos minutos; es un discurso directo y brutal, repleto de groseros cumplidos, de sutiles insultos (de los que no habré entendido más allá de la cuarta parte), que se muestra implacable con el diputado y gentil para con el resto de los humanos: su glorioso Ministro y querido amigo —¡la de barrabasadas que deben haber hecho estos dos!—, sus queridos conciudadanos, su profesora, «tan indiscutiblemente superior, señores, que el número de diplomas, de certificados de estudios obtenidos por sus alumnas, me dispensa de cualquier otro elogio...» (La señorita Sergent, sentada abajo, inclina modestamente la cabeza bajo su velo). Hasta a nosotras nos piropea: «flores portadoras de flores, bandera femenina, patriótica y seductora.» Ante esta ocurrencia inesperada, Marie Belhomme pierde la cabeza y se cubre los ojos con la mano; Anaïs renueva sus vanos esfuerzos por ruborizarse y yo no puedo menos que cimbrearme sobre mis caderas. El gentío nos mira y nos sonríe, al tiempo que Luce me guiña un ojo...
... de Francia y de la República!
Los aplausos y los vítores duran cinco minutos, con tanta violencia que nos zumban los oídos. Mientras la cosa se calma, la grandullona de Anaïs me dice:
—Querida, ¿ves a Monmond?
—¿Dónde?... Sí, ahora le veo. ¿Y qué?
—Ha estado mirando todo el rato a la Joublin.
—¿Y qué? ¿Te da rabia?
—¡Claro que no! ¡Sobre gustos no hay nada escrito! ¡Míralo cómo la ayuda a subir a un banco y cómo la sujeta! Apuesto a que la está catando para ver si tiene las pantorrillas duras.
—Muy posible. No sé si ha sido la llegada del Ministro lo que la ha conmocionado tanto, pero la pobre Jeannete está tan roja como sus cintas y se tambalea...
—Querida, ¿sabes a quién le está haciendo la corte Rabastens?
—No.
—Pues mírale y lo sabrás.
Es cierto: el apuesto profesor adjunto contempla obstinadamente a alguien... Y ese alguien es mi incorregible Claire, vestida de azul celeste, cuyos bellos ojos, un tanto melancólicos, se vuelven complacidos hacia el irresistible Antonin... ¡Vaya, así que mi hermana de primera comunión se ha prendado otra vez! No me falta mucho para volver a escuchar los novelescos relatos de sus encuentros, de sus gozos, de sus olvidos... ¡Dios mío, qué hambre tengo!
—¿No tienes hambre, Marie?
—Sí, un poco.
—Yo me estoy muriendo de inanición. ¿Te gusta a ti el vestido nuevo de la modista?
—No, lo encuentro chillón. Ella piensa que cuanto más se note, más bonito es. ¿Sabes que la alcaldesa ha encargado el suyo en París?
—¡Pues valiente facha va hecha! Parece un perrito con capa. La relojera lleva el mismo corpiño de hace dos años.
—¡A ver! Quiere darle una dote a su hija, es una mujer sensata.
El compadre Jean Dupuy se ha levantado e inicia la réplica con una voz seca y unos aires de importancia de lo más regocijantes. Por fortuna, no habla demasiado tiempo. Se le aplaude, por nuestra parte tanto como podemos. Resultan divertidas todas esas cabezas que se agitan, todas esas manos batiendo en el aire, a nuestros pies, todas esas bocas negras que gritan... ¡Y qué hermoso sol brilla ahí arriba!... Un poco demasiado caluroso... Movimiento de sillas en el estrado, todas las celebridades se levantan, nos hacen señal de que bajemos, llevan a comer al Ministro. ¡Vamos, pues, a almorzar!
Con dificultad, zarandeadas por el gentío que forma remolinos en distintos sentidos, logramos por fin salir del patio y desembocar en la plaza, donde la baraúnda cede un poco en intensidad. Todas las muchachitas de blanco se marchan, solas o con las mamás que estaban esperándolas orgullosamente; también nosotras tres vamos a separarnos.
—¿Te has divertido? —pregunta Anaïs.
—¡Claro! Lo he pasado estupendamente. ¡Ha sido precioso!
—Sí, bueno, pero a mí me parece... no sé, creo que podría haber resultado más divertido... Es como si hubiera faltado un poco de animación.
—¡Calla y no digas barbaridades! Ya sé lo que te ha faltado a ti te hubiera gustado cantar algo, tú solita en el estrado. Seguro que entonces la fiesta te hubiera parecido, de golpe, mucho más alegre.
—Puedes decir lo que te dé la gana, que no conseguirás ofenderme. ¡De sobra sabemos lo que valen tus cumplidos!
—Pues yo —confiesa Marie— jamás me había divertido tanto. ¡Oh, lo que él dijo de nosotras...! ¡No sabía dónde meterme! ¿A qué hora debemos volver?
—A las dos en punto. Lo cual quiere decir que con que estemos a la dos y media bastará, ya que queda claro que el banquete no terminará antes de esa hora. Adiós, hasta luego.
En casa, papá me pregunta con interés:
—¿Ha hablado bien Méline?
—¡Méline! ¿Y por qué no Sully? ¡Papá, por favor, era Jean Dupuy!
—Claro, claro.
En cualquier caso, considera que su hija está muy bonita y se complace mirándola.
Tras el almuerzo, me acicalo, arreglo las margaritas de mi corona, sacudo el polvo de mi falda de muselina y espero pacientemente a que den las dos, aguantando lo mejor que puedo los deseos de echarme una siesta. ¡Qué calor debe hacer allí, Dios mío! Fanchette, no me toques la falda, ¿no ves que es de muselina? No, no puedo cazarte moscas ahora. ¿No ves que tengo que recibir al Ministro?
Vuelvo a salir; las calles bullen de gente, y resuenan pasos unánimes que se dirigen hacia las escuelas. Todos se vuelven a mirarme, lo cual no me desagrada. Cuando llego, me encuentro con que ya lo han hecho casi todas mis compañeras: rostros encendidos, faldas de muselina arrugadas y aplastadas, nada está ya como a las nueve de la mañana. Luce se despereza y bosteza; ha comido demasiado deprisa, está soñolienta, tiene demasiado calor, parece «como si le salieran garras». Anaïs, a un lado, sigue siendo la misma, igualmente pálida, igualmente fría, sin pereza y sin emociones.
Por fin bajan las profesoras. La señorita Sergent, rojas las mejillas, riñe a Aimée, que se ha manchado el borde de la falda con zumo de frambuesa; la niñita mimada se enfurruña, se encoge de hombros y se vuelve de espaldas sin hacer el menor caso de la tierna súplica que hay en los ojos de su amiga. Luce acecha todos sus gestos, rabiosa, y se burla.
—¡A ver! ¿Están todas? —farfulla la Directora que, como siempre, hace caer sobre nuestras inocentes cabezas sus desdichas personales—. Da lo mismo, vayámonos, no tengo ganas de darme un plantón de... de estar esperando una hora entera aquí. ¡En fila y en marcha, rápido!
¡Para lo que nos sirve! Sobre el enorme estrado, pateamos durante un buen rato, ya que el señor Ministro no ha terminado de tomar el café y demás accesorios. El gentío se agolpa ahí abajo y nos contempla sonriendo, con los rostros sudorosos de quienes han comido demasiado... Las damas se han traído sus sillas de tijera; el mesonero de la calle del Cloître ha colocado unos bancos, que alquila a dos céntimos el asiento; los chicos y las chicas se apiñan en ellos y se empujan. Toda esa gente achispada, grosera y risueña, aguarda pacientemente intercambiándose tremendas chocarrerías, que se gritan de uno a otro lado acompañadas por formidables carcajadas. De vez en cuando, una pequeña vestida de blanco se abre paso hasta las gradas del estrado, trepa por ellas y se deja empujar y relegar hasta la última fila por la Direc tora, cada vez más crispada por el retraso, conteniendo su enojo bajo su velo, aunque lo que mayor cólera le produce es que la pequeña Aimée abata sus largas pestañas sobre las mejillas y dirija las miradas de sus hermosos ojos hacia un grupo de petimetres, llegados de Villeneuve en bicicleta.
Un «¡Ah!» unánime se eleva desde la multitud, dirigido hacia las puertas del salón del banquete, que acaban de abrirse ante el Ministro, más colorado, más sudoroso aún que por la mañana, seguido por su cohorte de fracs negros. Todo el mundo se aparta a su paso, aunque ya con mayor familiaridad, con sonrisas de complicidad; si se quedara aquí tres días más, el guarda rural terminaría por darle palmaditas en la barriga y le pediría un estanco para su nuera, la pobre, con tres hijos y sin marido.
La Directora nos reúne en el lado derecho del estrado, ya que el Ministro y sus comparsas van a sentarse en su hilera de sillas, para poder oírnos mejor cuando cantemos. Sus eminencias se instalan; Dutertre, con el color del cuero ruso, ríe y habla demasiado alto; está borracho, ¡qué raro! La Directora nos amenaza, en voz baja, con escalofriantes castigos si osamos desafinar y nosotras atacamos por fin el Himno a la Naturaleza:
Ya se enciende el horizonte
con brillantes resplandores;
¡En pie, que llega la aurora
y el trabajo exige nuestros sudores!
(¡Si el trabajo no se contenta con los sudores del cortejo oficial, realmente es muy exigente!)
Las jóvenes voces se diluyen un tanto al aire libre y yo pongo especial cuidado en la vigilancia de la «segunda» y la «tercera». El señor Jean Dupuy sigue vagamente el compás, cabeceando; tiene sueño y sueña con el Petit Parisien. Los entusiastas aplausos le despiertan; se levanta, se dirige hacia la señorita Sergent para felicitarla torpemente, y ésta, de inmediato, se refugia en su concha y dirige la vista al suelo. ¡Curiosa mujer!
Nos desalojan para dejar sitio a los alumnos de la escuela de chicos, que llegan para bramar un coro imbécil:
Sursum corda! Sursum corda!
¡Arriba los corazones! Tal sea la divisa
De nuestro grito de concordia.
¡Rechacemos cuanto divide
Para marchar hacia el objetivo con firmeza!
Abandonemos el frío egoísmo
Que, más que los vendidos traidores,
Acaba con el patriotismo..., etc., etc.
Inmediatamente después, la fanfarria de la capital, «Los Amigos del Fresnois», se ponen a alborotar. Todo esto me aburre bastante. Si pudiera encontrar un rincón tranquilo... Como, después de todo, ya no se ocupan de nosotras, me marcho sin decirle nada a nadie, entro en casa, me desnudo y me echo hasta la hora de cenar. Así estaré descansada para el baile.
A las nueve, respiro el fresco que ha llegado por fin, de pie sobre la escalinata. Al otro lado de la calle, bajo el arco de triunfo, las esferas de papel se convierten en grandes frutas de colores. Espero, presta y enguantada, con una capa blanca bajo el brazo y un abanico blanco en las manos, a Marie y Anaïs, que han de venir a buscarme... Pasos ligeros, voces conocidas se acercan por la calle: son ellas. Yo protesto:
—¡Estáis locas! ¡Salir a las nueve y media para el baile! ¡Si la sala no estará iluminada todavía! ¡Me parece ridículo!
—Querida, la Directora ha dicho: «Se empezará a las ocho y media, así son por estas comarcas, y no se les puede hacer esperar, ya que se precipitan al baile apenas se han enjuagado la boca.» Eso es lo que ha dicho.
—¡Razón de más para no imitar a los chicos y a las bobitas de por aquí! Si a los fracs les da por bailar esta noche, llegarán hacia las once, como en París, y nosotras estaremos ya aburridas de tanto bailar. Venid un rato al jardín conmigo.
Me siguen sin demasiada convicción por las sombrías alamedas donde mi gata Fanchete, vestida de blanco como nosotras, baila alrededor de las mariposas nocturnas, haciendo locas cabriolas... No se fía mucho de las voces extrañas, por lo que trepa a un pino, desde donde sus ojos nos siguen como dos linternas verdes. Por lo demás, Fanchette me desprecia: el examen, la inauguración de las escuelas... Ya nunca estoy en casa, ya no le cazo moscas, cantidades de moscas que empalaba en una aguja de sombrero, de donde ella las sacaba delicadamente para comérselas, tosiendo a veces a causa de un ala rebelde que se le atravesaba en el gaznate; tampoco, si no raramente, le doy chocolate crudo y cuerpos de mariposas, que le encantan, e incluso he llegado a olvidarme, por la noche, de «arreglarle la habitación» entre dos tomos del Larousse. ¡Ten un poco de paciencia, Fanchette querida! Pronto tendré tiempo para atormentarte y para hacerte saltar por el aro, ahora que ya no volveré a la escuela...
Anaïs y Marie no pueden estarse quietas y sólo me responden con un sí o un no distraídos; parecen tener hormigas por las piernas. ¡Vayamos pues, ya que tantas ganas tienen!
—Pero ya veréis cómo las señoritas ni siquiera habrán bajado.
—¡Oh, claro! Pero es que ellas sólo tienen que bajar la escalera interior para encontrarse en plena sala de baile; ellas pueden echar una ojeada de vez en cuando por la rendija de la puerta para ver si ha llegado el momento de hacer su entrada.
—Precisamente; si llegamos demasiado pronto pareceremos tontas allí en medio, solas con cuatro gatos.
¡Qué fastidiosa eres, Claudine! Mira: si no hay nadie subiremos en busca de las internas por la escalera interior y volveremos a bajar cuando hayan llegado los chicos.
—Está bien, como queráis.
¡Y yo que temía que la gran sala estuviera desierta! Ya está casi llena de parejas que dan vueltas a los sones de una orquesta mixta, situada sobre una tarima enguirnaldada al fondo de la sala. Orquesta compuesta por Trouillard y otros rascatripas, cornetines y trombones locales, mezclados aquí y allá con «Los Amigos del Fresnois», que lucen cascos engalanados. Todos juntos soplan, rascan y aporrean con escasa armonía, pero, eso sí, con mucho entusiasmo.
Debemos abrirnos paso a través de la muralla de mirones, que obstruyen la puerta de entrada, abierta de par en par. Ya se sabe cómo funciona el servicio de orden en estos lugares... Es aquí dónde se intercambian las observaciones impertinentes y los chismes sobre los atavíos de las chicas y sobre los frecuentes emparejamientos entre los mismos bailarines y bailarinas:
—¿Han visto ésa? ¡Lleva un escote hasta el ombligo! ¡Valiente descocada!
—Sí, y total, ¿para enseñar qué? ¡Un montón de huesos!
—Ya van cuatro, cuatro veces seguidas que baila con Monmond. ¡Si yo fuera su madre la metería en cintura! ¡Te juro que la mandaría a la cama!
—Estos señores de París no bailan como se baila por aquí.
—¡Es verdad! ¡Cualquiera diría que tienen miedo a romperse! ¡Sí apenas se mueven! Los chicos de aquí, por el contrario, se dejan ir a la buena de Dios, sin ningún cuidado.
Es cierto, aunque Monmond, brillante bailarín, se abstiene de cruzar las piernas en X, «por respeto» a la presencia de la gente de París. Apuesto caballero, el tal Monmond. Qué rebatiña por bailar con él! Pasante de notario, con cara de niña y los cabellos negros y ondulados, ¿a que es irresistible...?
Realizamos una tímida entrada, entre dos hileras de contradanza, y atravesamos pausadamente la sala para ir a sentarnos en un banco, como tres muchachitas modosas.
Ya me figuraba, estaba segura, que me sentaba bien este vestido, y que los cabellos y la diadema hacían de mí una personilla nada despreciable, pero las miradas disimuladas, las fisonomías repentinamente rígidas de las muchachas que descansan y se abanican, terminan de convencerme y hacen que me sienta a mis anchas. Me dedico a observar la sala sin temor alguno.
Los fracs no son, ¡ay!, demasiado numerosos. Todo el cortejo oficial ha tomado el tren de las seis. ¡Adiós ministro, general, prefecto y demás séquito! Sólo quedan cinco o seis jóvenes, secretarios de poca monta, por lo demás simpáticos y de agradable aspecto, quienes, de pie en un rincón, parecen divertirse prodigiosamente con el baile; sin duda no han visto nunca otro igual. ¿El resto de los bailarines? Todos los chicos y la gente joven de Montigny y sus alrededores, dos o tres de ellos con traje de etiqueta mal cortado y los demás vestidos de calle: pobres atavíos en esta velada a la que se ha querido dar la categoría de acto oficial.
En cuanto a las bailarinas, son todas muchachas jóvenes, ya que en este primitivo país la mujer deja de bailar en cuanto se casa. ¡Jovencitas que, esta noche, han tirado la casa por la ventana! Vestidos de gasa azul, muselina rosa, que hacen parecer negra la vigorosa tez de estas pequeñas campesinas, de cabellos demasiado lisos y no lo bastante esponjosos, con guantes de hilo blanco y, en contra de lo que pretenden las comadres de la puerta, no lo bastante escotadas; los corpiños empiezan demasiado arriba, allí donde la piel se vuelve blanca, firme y redondeada.
La orquesta avisa para que los bailarines se aparejen y, entre los vuelos de las faldas que nos rozan las rodillas, veo pasar a mi hermana de primera comunión, Claire, lánguida y elegante, del brazo del apuesto adjunto Antonin Rabastens, que baila furiosamente, con un clavel blanco en el ojal.
Las profesoras aún no han bajado (acecho asiduamente la puertecilla de la escalera interior por la que deben aparecer), cuando un señor, uno de los fracs, se inclina ante mí. Me dejo llevar; no está mal, aunque demasiado alto para mí, pero baila bien, sin apretarme demasiado, mirándome desde arriba con aspecto divertido...
¡Ay, qué tonta soy! Sólo debería pensar en el placer de bailar, en el puro gozo de haber sido invitada antes que Anaïs, que mira a mi galán con envidia... pero de este vals no obtengo otra cosa que una pena y una tristeza, tonta de mí, tan agudas que a duras penas puedo contener las lágrimas... ¿Por qué? ¡Ah!, porque... —no, no puedo ser sincera del todo, hasta las últimas consecuencias, sólo puedo señalar... — Siento el alma dolorida porque a mí, que no me gusta mucho bailar, me gustaría hacerlo con alguien a quien adorara con todo mi corazón, porque esta noche hubiera querido tener a alguien a quien hubiera podido explicarle todo aquello que sólo confío a Fanchette y a mi almohada (ni siquiera a mi diario), porque echo terriblemente de menos a ese alguien, y me siento humillada, y no me entregaré nunca más que a una persona a quien conozca a fondo... ¡Sueños irrealizables, vamos!
Mi apuesto bailarín no deja pasar la oportunidad de preguntarme:
—¿Le gusta bailar, señorita?
—No, señor.
—Entonces..., ¿por qué baila usted?
—Porque bailar es mejor que nada.
Dos vueltas en silencio y luego insiste:
—¿Me permite decirle que sus dos compañeras sirven admirablemente para realzarla?
—¡Oh, Dios mío, claro que se lo permito! No obstante, Marie tiene su encanto.
—¿Cómo dice?
—Digo que la de azul no es nada fea.
—Yo... no soy demasiado aficionado a ese tipo de belleza...
—¿Me permite que la invite ya para el próximo vals?
—Con mucho gusto.
—¿No tiene usted carnet de baile?
—No, pero no importa. Conozco a todo el mundo aquí y no me olvidaré.
Me conduce a mi sitio y apenas ha vuelto la espalda Anaïs me cumplimenta con uno de sus «¡Querida!» más mordaces.
—Sí, está bastante bien, ¿verdad? Y además, ¡si supieras lo amena que es su conversación!
—¡Oh, ya se sabe que hoy todo te sale a pedir de boca! A mí me ha invitado Féfed para el próximo.
—¡Y a mí Monmond! —dice Marie, radiante—. ¡Ah, mira, las señoritas!
Efectivamente, aquí tenemos a las profesoras. Por la pequeña puerta del fondo de la sala aparecen una tras la otra; en primer lugar la pequeña Aimée, que sólo se ha puesto un corpiño de noche, enteramente blanco, vaporoso, del que emergen unos hombros delicadamente torneados y unos brazos finos y redondos. Las rosas blancas y amarillas que lleva en los cabellos, junto a las orejas, avivan aún más sus dorados ojos, que ninguna necesidad tenían de ellas para brillar.
La señorita Sergent, todavía de negro, aunque cubierta de lentejuelas, escasamente escotada, muestra su sólida piel color de ámbar, sus cabellos esponjosos proyectan una ardiente sombra sobre su cara poco agraciada, en la que lucen sus ojos; no está mal del todo. Detrás de ellas serpentea la hilera de las internas, de blanco, con vestidos cerrados y vulgares; Luce corre a mi encuentro para decirme que ella se ha escotado «doblando la parte alta de su corpiño», a pesar de la oposición de su hermana. Ha hecho bien. Casi al mismo tiempo, Dutertre aparece por la puerta grande, rojo, excitado y hablando demasiado alto.
A causa de los rumores que circulan por la ciudad, todo el mundo vigila desde la sala las entradas simultáneas del futuro diputado y de su protegida. Pero tanto da: Dutertre se dirige directamente a la señorita Sergent, la saluda y, como sea que la orquesta ataca una polca, la arrastra audazmente consigo. Ella, encendida, los ojos entornados, no dice palabra y baila, con mucha gracia por cierto. Las parejas vuelven a unirse y la atención se desvía.
Una vez ha dejado a la Directora en su sitio, el delegado comarcal se vuelve hacía mí —una atención halagadora y que a nadie le pasa desapercibida. Baila la mazurca con violencia, sin bailar realmente, sino dando continuas vueltas, apretándome demasiado y hablándome demasiado cerca del cabello.
—¡Eres un amor de muchacha!
—En primer lugar, Doctor, ¿por qué me tutea? Ya soy lo bastante mayor.
—¡Ahora resultará que tengo que andarme con miramientos! ¡Vaya con la gran personita!... ¡Qué cabello y qué diadema! ¡Me gustaría tanto quitártela!
—Le juro que no será usted quien me la quite.
—Cállate o te beso delante de todo el mundo.
—Lo cual no sería una sorpresa para nadie. En lo que a usted respecta, están curados de espanto.
—Es cierto. Pero ¿por qué nunca vienes a verme? Lo único que te retiene es el miedo; tienes ojos de viciosilla... ¡Bah, un día u otro te pillaré! ¡Y no te rías, que al final conseguirás enfadarme!
—¡Bah! No se haga el malo conmigo; no creo ni una palabra de lo que dice.
Se ríe mostrando los dientes y pienso para mis adentros: «Habla cuanto quieras; el próximo invierno estaré en París y no volverás a verme el pelo.»
Cuando me deja, se va a dar vueltas con la pequeña Aimée, mientras que Monmond, vestido con una chaqueta de alpaca, me invita a mí. Ni que decir tiene que no lo rechazo. Con tal de que lleven guantes, bailo a gusto con los muchachos de la comarca (con los que conozco bien), que son amables conmigo, a su manera. Y luego vuelvo a bailar con mi caballero de frac del primer vals, hasta que me doy un respiro durante una contradanza, para no sofocarme y, también, porque la contradanza me parece un baile ridículo. Claire se reúne conmigo y se sienta, dulce y lánguida, enternecida esta noche por una melancolía que le sienta muy bien. La interrogo:
—Oye, ¿ya sabes que se habla mucho de ti a propósito de las atenciones que tiene contigo el apuesto adjunto?
—¡Oh! ¿Tú crees? No se puede decir gran cosa, puesto que no hay nada.
—¡Vamos, no te andes con tapujos conmigo!
—¡No, por Dios! De verdad que no hay nada...Mira, sólo nos hemos visto dos veces y ésta es la tercera. Habla de un modo... cautivador. Hace un momento me ha preguntado si por las tardes voy al pinar a pasear.
—Ya sabemos lo que quiere decir eso. ¿Qué le vas a contestar?
Sonríe, sin hablar, con aspecto dubitativo y ansioso. Irá. ¡Estas chiquillas son el colmo! He aquí a una que, desde los catorce años, bonita y dulce, dócil sentimental, se ha hecho abandonar sucesivamente por media docena de pretendientes. No sabe cómo retenerlos. Claro que yo tampoco sabría cómo hacerlo, a pesar de mis bonitos razonamientos...
Un vago aturdimiento me invade de tanto dar vueltas y, sobre todo, de ver cómo las dan. Casi todos los fracs ya se han marchado, pero Dutertre, que no cesa de hacer remolinos acaloradamente, baila con todas las que le parecen bonitas o simplemente muy jóvenes. Las arrastra, las hace girar, las soba y las deja confusas, pero sumamente halagadas. A partir de la medianoche, el baile se va haciendo cada vez más familiar; una vez se han ido los «forasteros», nos encontramos entre amigos, con el público del merendero de Trouillard en los días de fiesta, con la salvedad de que, en esta gran sala alegremente adornada, se está más cómodo y la araña de cristal ilumina mejor que las tres lámparas de petróleo de la taberna. La presencia del doctor Dutertre no intimida a los muchachos, más bien todo lo contrario, y Monmond ya no obliga a sus pies a deslizarse sobre el parquet, sino que los deja volar, surgir por encima de las cabezas, o separarse el uno del otro en fabulosos brincos, de manera prodigiosa. Las chicas le admiran y ahogan sus risas en sus pañuelos perfumados con colonia barata. «¡Querida, es para troncharse! ¡No hay quien le haga sombra!»
De pronto, esta furia cruza, con la brutalidad de un ciclón, llevando a su bailarina como a un paquete, ya que se ha apostado «una pinta de vino blanco», pagadera en el bar instalado en el patio, a que iba a recorrer toda la longitud de la sala en seis pasos de galop. La gente le rodea, admirativa. Monmond gana, pero su pareja —Fifine Baille, una pequeña recadera que trae al pueblo leche o cualquier otra cosa que se le pida— le abandona furiosa, insultándole.
—¡Pedazo de animal! ¡Por poco me destrozas el vestido! ¡Atrévete a sacarme otra vez, que ves listo!
Los asistentes se desternillan y los chicos aprovechan la bulla para pellizcar, cosquillear y acariciar cuanto caiga al alcance de su mano. Se están poniendo demasiado alegres; voy a irme pronto a dormir. La grandullona de Anaïs, que por fin ha podido conquistar a un frac rezagado, se pasea con el por la sala, se abanica, ríe estentóreamente, encantada de ver cómo se anima el baile y se excitan los muchachos. ¡Uno por lo menos la besará en el cuello, o en otro sitio!
¿Dónde se habrá metido Dutertre? La Directora ha terminado por arrinconar a su pequeña Aimée en una esquina y le hace una escena de celos, convertida de nuevo, al dejar a su guapo delegado comarcal, en un ser imperioso y tierno; la otra escucha encogiéndose de hombros, la mirada perdida y la frente testaruda. En cuanto a Luce, baila alocadamente —«no me pierdo ni uno»—, pasando de brazo en brazo sin perder el aliento; los muchachos no la encuentran bonita, pero cuando la han invitado una vez quieren repetir, hasta tal punto la sienten grácil, pequeña, mimosa y ligera como un copo de nieve.
La señorita Sergent ha desaparecido, tal vez ofendida por ver bailar a su favorita, a pesar de sus amenazas, con un mozarrón rubio y presumido que la estrecha en sus brazos, la roza con sus bigotes y sus labios sin que ella chiste. Es la una y voy a marcharme a la cama, pues ya casi no me divierto. Durante la interrupción de una polca (aquí la polca se baila en dos partes, entre las cuales las parejas se pasean en fila india, alrededor de la sala, cogidas del brazo), sujeto a Luce cuando pasa y la obligo a sentarse un minuto.
—¿Todavía no estás cansada de tanto ajetreo?
—¡Calla! Sería capaz de bailar ocho días seguidos. Ni siquiera siento las piernas...
—¿Así que lo estás pasando bien?
—¡Qué sé yo! No pienso en nada, tengo la cabeza embotada. ¡Se está tan bien! Y sin embargo me gusta cuando ellos me aprietan... Cuando me aprietan y bailamos a toda prisa, ¡me entran ganas de gritar!
¿Qué es lo que se escucha de pronto? Pataleos, chillidos de mujer abofeteada, injurias a voz en grito... ¿Se están peleando los muchachos? ¡No, por cierto, el jaleo procede de arriba! Los gritos se hacen enseguida tan agudos que el paseo de las parejas se interrumpe; la gente se inquieta y un alma caritativa, el buenazo y ridículo de Antonin Rabastens, se precipita hacia la escalera interior, abre la puerta... el tumulto crece y yo reconozco, estupefacta, la voz de la señora Sergent, una voz chillona de vieja campesina que está aullando cosas horribles. Todos escuchan, clavados en su sitio, en absoluto silencio, los ojos fijos en la pequeña puerta de la que surge tamaño alboroto.
—¡Ah, tengo a una ramera por hija! ¡Te está bien empleado! ¡Sí, le he partido el mango de la escoba en la espalda al cochino de tu médico! ¡Sí, va bien servido! ¡Ah, ya hacía tiempo que me estaba oliendo algo! ¡No, no, rica, no voy a callarme, me importa un bledo que se entere la gente del baile! ¡Que escuchen, sí, bonitas cosas van a escuchar! ¡Mañana por la mañana, no, mañana no, ahora mismo, hago los bártulos! ¡A mí no me pillan más en una casa como ésta! ¡Cochina, te has aprovechado de que estaba borracho, fuera de sí, para metértelo en la cama, so pelandusca! ¡Ahora comprendo cómo te han aumentado el sueldo, calentorra! ¡Si te hubieran hecho ordeñar vacas, como hice yo, no habrías caído tan bajo! ¡Pero te vas a enterar, sí, lo gritaré por todas partes, quiero ver cómo te señalan por las calles, quiero ver cómo se ríen de ti! ¡No, el cerdo de tu delegado comarcal no puede hacerme nada, por mucho que tutee al ministro! ¡Con la tunda que le he dado, ha salido arreando! ¡Me tiene miedo! ¡Venir a hacer cochinadas aquí, en una habitación donde hago la cama todas las mañanas y sin cerrar la puerta siquiera, encima! ¡Ha salido pitando apenas con la camisa puesta, descalzo! ¡Sí, aquí están todavía sus sucios botines! ¡Toma, toma los botines, que los vea todo el mundo!
Se oyen caer los zapatos por la escalera, rebotando por los escalones; uno de ellos llega hasta abajo, quedando en el umbral, a plena luz; es un botín de charol, reluciente y fino... Nadie se atreve a tocarlo. La voz exasperada se debilita, se aleja por los pasillos, tras los portazos, se apaga; la gente se mira entre sí, sin dar crédito a sus oídos. Las parejas, aún enlazadas, se quedan perplejas, al acecho, y poco a poco disimuladas sonrisas se dibujan en las bocas burlonas, se extienden hasta el estrado, donde los músicos lo pasan bomba, como todos los demás.
Busco a Aimée con la mirada y la veo tan pálida como su corpiño, los ojos desorbitados, fijos en el botín, objeto de todas las miradas. Un joven se acerca caritativamente a ella, le ofrece salir un poco para despejarse... Ella pasea en torno una mirada enloquecida, estalla en sollozos y sale corriendo de la sala. (Llora, llora, hija mía, que estos penosos momentos te harán más dulces las horas de gozo.) Tras esta huida, ya nadie se contiene y se da rienda suelta a los comentarios; a los codazos, a los «Pero, ¿has visto?»
Oigo entonces a mi lado una risa loca, una risa aguda, sofocante, que en vano se intenta contener con el pañuelo. Es Luce, que se desternilla sobre un banco, aguantándose la cintura, llorando de alegría y con tal expresión de felicidad inmaculada, que hace que la risa me entre a mí también.
—¿Te has vuelto loca, Luce? ¡Reírte de esa manera!
—Ja, ja! ¡Oh, déjame! ¡Esta sí que es buena! ¡Ah, nunca me hubiera esperado algo semejante! ¡Ja, ja, ja! ¡Ya puedo irme, me queda gusto para mucho tiempo! ¡Dios, qué bien me sienta!
La llevo hasta un rincón para que se calme un poco. En la sala se charla de lo lindo, ya no hay nadie que baile... ¡Qué escándalo, mañana por la mañana! Pero un violín deja escapar una nota y le siguen los cornetines y los trombones; una pareja esboza tímidamente un paso de polca, otras dos la imitan y todas luego. Alguien cierra la puerta para esconder el escandaloso botín, y el baile comienza de nuevo, más alegre, más desbocado tras haber asistido a un espectáculo tan divertido, tan inesperado. Yo me marcho a acostarme, plenamente dichosa por haber coronado mis años escolares con una noche tan memorable.
Adiós a la clase, adiós a la Directora y a su amiga; adiós, pequeña y felina Luce y malvada Anaïs; os dejo para entrar en el mundo... Y me extrañaría mucho que me divirtiera en él tanto como en la Escuela.