Si hubiera podido hablar contigo sosegadamente te lo habría confesado todo. A ti, sí. Te habría dicho la verdad. Mi verdad, Begoñita. Te habría dicho que mi ánfora sigue estando tan rebosante de ti que no cabe nada más en ella. Ni siquiera la Patria, con ser tan sagrada. O sea, que no es que haya perdido los móviles de la Guerra Revolucionaria, o que los haya perdido por completo para ser más exactos. Sigo conservándolos, pero sin la esperanza de ti la Guerra pierde sentido, como pierde sentido la vida. Y lo que no tiene remedio es que nunca recuperaré la esperanza de ti. No puedes volver conmigo aunque acabes de decirme que estás dispuesta a hacerlo. No puedes volver porque cuando en la persona que se ama hay algo que no se quiere, o que no se acepta, el espíritu del amor se convierte en llanto. Nos habríamos amado sin alegría, que es empezar a destruir, yo queriendo ser el que fui y tú llena de piedad hacia mi deseo. Dime, ¿qué otra cosa habría sido nuestro contacto carnal si no la posesión entre dos cadáveres? Doy por hecho que en mi locura haya podido ametrallar a media humanidad y que tú quizá habrías pasado por ello. Pero nunca habrías podido hacerlo con la fidelidad indiferente con la que el perro ve a su amo dándole de cuchilladas al vecino, porque tú no eres ningún perro. Hemos perdido el tren. Imposible volver conmigo, y necesito que sepas que sangro muy dentro de mis adentros al rechazar lo que acabas de proponerme. No quiero abrirte las puertas del infierno de mi intimidad.
Porque hay algo más. Existe la conciencia de pecado. Se lleva dentro la transgresión, Begoñita. Y matar es el peor de los pecados, aunque se mate en nombre de los principios más elevados. El mandamiento es taxativo, concluyente: no matarás. Cuando se infringe, uno queda marcado ante sí mismo. Podrá disimular o disfrazar el crimen con ropajes más o menos solemnes, pero la simulación no vale ante la propia conciencia. Luego está el dedo de Dios, que dicta los sueños terribles. ¿Podrías comprender tú mis pesadillas? Hace calor, el viento revuelve mis cabellos, brama dentro de mí un Cantábrico de sangre, ¿una foto, mi coronel?, entonces la gaviota cae sobre mí, me aplasta, me ahoga, y uno siente que pierde el aliento, que está a punto de morir aplastado bajo la losa del remordimiento, que cae sobre uno y se cubre de hiedra en ese instante que es la eternidad. ¿Quién reposa en esta tumba? Y el muerto en vela, el eterno custodio de sus propios crímenes, contesta sin voz que en aquella tumba no reposa nadie porque al espíritu del asesino le está prohibido reposar, hay un Dios, Begoñita, que así lo tiene dispuesto. Y gritas en la noche, ¡no puedo reposar!, y tus gritos se ahogan en el pecho, no salen al exterior, y te vas muriendo cada segundo que pasa, bañado en sudor, el corazón un corcho seco atravesado en la garganta. Te despiertas, te desvelas, tratas de leer con un cigarrillo amargo por todo consuelo, pero las imágenes horrendas siguen estando allí, enmarcadas en las páginas que vas pasando, en cada signo tipográfico, en cada espacio en blanco. Y apagas la luz, levantas el embozo hasta las orejas porque los miedos del hombre son herencia de la niñez y sigues temiendo a la oscuridad y al silencio de la noche alta, y aprietas los párpados pero los ojos siguen llenos de imágenes psicodélicas, manchas rojas en todas sus gradaciones, y vuelve la cara del coronel, ¿qué quiere usted?, y ves la cabeza destrozada de otra de tus víctimas, una instantánea entrevista en el instante de disparar, cristales astillados, muñecos rotos, un pedazo de cara pegado a la tapicería del coche, los dedos de una mano muerta que se mueven débilmente en un último intento de vida vegetativa, un gemido, quizá una lengua inmóvil invocando el nombre de Dios.
Y sin embargo no somos mala gente. Podemos sonreír a un niño mientras le damos la pelota que rueda a nuestros pies. Somos tiernos con la mujer que se cubre con la misma sábana que nosotros. Sabemos digerir un poema, sentir el escalofrío de una melodía, llorar la muerte de un compañero, sabemos dar limosna y consolar al que sufre. ¿Tú lo entiendes, Begoñita? Conoces a Mikel. Tú y yo nos hemos criado con él. ¿Hay otra persona más abnegada que Mikel? Nos adora. Y sin embargo es uno de los nuestros. Si vieras cómo cambia cuando tiene que actuar te horrorizarías. Yo sé cuando va a hacerlo por la forma de mirarme. Sin verme. Está en otra parte. No es él. Además, su frente trasuda una angustia viscosa, no sudor, que es lo que le pasa a todo el mundo cuando hace un trabajo pesado o camina bajo el sol de agosto. No, suda una grasita viscosa. Suda angustia y miedo, lo que te digo. O sea, que cuando veo ese sudor barnizando la frente de Mikel me digo, ya está. Y sufro por él porque es mi hermano. Y temo por su vida. Lo que me espanta cuando me paro a pensarlo es que la víctima también es un hermano mío y sin embargo no dudo en disparar o poner el trozo de chicle debajo del coche. ¿Comprendes esto, Begoña? Luego, cuando ha realizado el trabajo, hablo de Mikel, le veo distendido, «suelto», que diría Papadoc. Entonces sus ojos me ven, tiene la frente limpia, sabe sonreír, y si entramos en una cafetería le pone cortésmente la silla a Gayolita y bromea con el camarero. Trato de decirte que, precisamente por esta transmutación de bestia en ángel y al revés cada día entiendo menos lo que nos pasa. Me digo que no se puede ser ambas cosas al mismo tiempo. No es posible, porque en tal caso una de estas naturalezas mentiría a la otra, la desvirtuaría. Es como salir de los infiernos y al cabo del rato tentar la escala de Jacob para ver si es capaz de resistir nuestro peso en llamas y remontarnos a otras esferas. Quizás la bondad de Dios sea infinita al punto de guardar un resquicio de esperanza al criminal. No lo sé.
A Zin también le conoces de siempre. Pero el caso de Zin es diferente. Ha cambiado mucho. Odio, Begoñita. Al menos me odia a mí. ¿Celos de Papadoc? Zin no es un vulgar Mostachos. Lo de Zin es mucho más profundo. Nuevo. Porque al principio de estar con él en el comando no era así. Ahora es implacable con el prójimo. No he dicho con el enemigo, lo cual podría tener su explicación, he dicho con el prójimo. Por ejemplo, si hay que llevar a cabo una acción en la calle, a Zin no le importa la suerte de las personas que puedan circular en aquel momento. Si asalta un banco hay que llevar mucho cuidado con Zin, pues, aunque vaya encapuchado, lo cual no suele suceder, como uno se descuide ya le está dando al gatillo. No acabo de explicarme lo de Zin, a no ser que en la lucha entablada entre la naturaleza bestial y la humana, haya sido la primera la que se haya apoderado de Zin. Porque, además, así como nosotros seguimos sonriendo, él ha extraviado la sonrisa. Únicamente piensa en actuar. Disfruta matando, Begoña. ¿Puedes comprender tú este cambio?
Teníamos a un tal Burguete, a quien por cierto mató la Guardia Civil, un sujeto elemental, primario. Únicamente pensaba en las fulanas, cuanto más tiradas, mejor. Burguete vivía para el sexo en función del asco. Sin embargo, no compraba a las prostitutas, las conquistaba. Nunca se le ocurría ligarse a una mujer decente. Tenía que ser una furcia. Y cuando se la llevaba al huerto se gastaba con ella todo el dinero que tenía. Y se sentía la mar de feliz. Ufano. Por otra parte, su ternura se desbordaba ante los niños. Los bolsillos de Burguete estaban siempre llenos de caramelos y de chupachups. Los compraba y los guardaba para el primer crío que veía por la calle. Se acercaba a él y, a pesar de lo bestia que era, se enternecía como no puedes figurarte. En una ocasión me confesó que tenía el vicio, aunque bien ves que era una virtud, porque a él de niño nunca le habían regalado nada. Ni un simple caramelo.
Entonces deduje que posiblemente lo que le ocurría al Burguete era que veía en el niño al que obsequiaba su propia niñez, la de Burguete, huérfana de los pequeños detalles propios de la ternura. Es decir, que se regalaba a él mismo los dichosos caramelos. Conque ya ves qué gente tan extraña somos.
Quiero hablarte también de Gayolita. Es fuerte, tirando a gorda, musculada, ni guapa ni fea. Joven. Vital. Muy cachonda en la cama. A estas alturas, después de todo lo que ha tenido que pasar, no te extrañará que te diga que Gayolita y yo nos acostamos juntos siempre que podemos. Hay que verla en la cama. Se enciende como la misma grana. Es glotona, bullidora, sabe inventar caricias. Pero cuando recupera la calma se vuelve maternal. Cálida. Guayabete, necesitas vitaminas. Un vicio tiene muy arraigado. Come pipas hasta en sueños. Por lo demás es muy normal. Le mataron a su hombre en una acción, un chicarrón como una torre, y a mí se me figura que lo busca en la cama, únicamente en la cama, y trata de vengarlo en la calle con la armónica debajo del brazo. La armónica dice ella a la metralleta, una fiera es con el chisme en la mano. Pero es muy respetuosa con la persona que tiene encañonada, no como Zin, a quien le tiemblan los dedos de ganas de disparar. Gayolita eso no lo hace nunca por capricho. Bueno, pues por lo que te decía, a Gayola no le importa que la maten. Lo que no resistiría es la cárcel. A mí me tiene dicho que si algún día la dejan malherida en la calle, o donde sea, que la remate. Como comprenderás soy incapaz de una acción así, pero me vi obligado a prometérselo porque me lo pidió llorando.
Al llegar a este punto de mi reflexión oigo la voz de Mikel al otro lado del tabique. Cargo con el somier, al que sigo esposado, y consigo llegar a la puerta.
—¡Mikel! —grito—. Tienes que contarme qué pasa con Begoña.
Me mira asombrado cuando abre.
—¿Qué haces con ese trasto a cuestas?
Gayola, que asoma la cabeza por encima del hombro de Mikel, le dice:
—¿Cómo crees que ha llegado antes al cuarto del teléfono?
Forzudo como es, mi hermano coge el somier y lo deja en su sitio en la cama, y a mí con él, esposado a él. Cuando me siento, Gayolita se da cuenta de que tengo la muñeca despellejada, pero qué bruto eres, dice, y añade levantándose: voy por alcohol.
Mikel la observa mientras abandona el cuarto, aunque yo pienso que trata de evitar mi mirada. Le pregunto qué le ha dicho Begoña.
—¿Ya hablaste con ella, no?
—Algo le pasa.
—Parece que las cosas no le van bien —replica Mikel evasivamente.
—Pero a mí no me interesa cómo le van las cosas, yo necesito saber exactamente qué le pasa, por qué quiere abandonar a Iñaki y venirse conmigo.
Gayolita entra con un algodón empapado de alcohol y lo pone cuidadosamente entre mi muñeca y la manija de la esposa.
—No muevas el brazo —dice. Y me limpia el sudor de la cara.
—¿Por qué quiere venirse Begoña conmigo, Mikel?
Gayolita:
—Si queréis me largo.
La retengo. Quédate, digo, y Mikel nos mira.
—No los aguanta —dice después—. Lo está pasando mal.
—¿A quiénes no aguanta?
—A su marido ya…
—¿A quién más? ¡Habla, coño!
—A Zin.
Callo desconcertado. Gayolita me mira. Está angustiada.
—¿Qué pinta Zin en todo esto?
Mikel se levanta y pasea arriba y abajo con las manos a la espalda. Mientras le miro, Gayola acaricia mi cabeza y yo quito bruscamente su mano de mi pelo.
—¿Quieres acabar de una vez?
Mikel se para. De espaldas a mí como está, veo sus dedos fuertes, musculados. De tanto apretarse entre sí se le han puesto rojos, como si la sangre fuera a brotar a través de la piel.
—Zin se ha enamorado de ella.
—¿De Begoñita?
Gayola esconde la cabeza en mi pecho, no hagas caso, murmura. De repente se levanta y se encara con Mikel:
—¿Te parece bonito venir con estos chismes de vieja? Parece mentira, Mikel.
A mi hermano le tiemblan los labios.
—Me lo ha contado ella misma. Dice que Zin está como loco desde hace un tiempo. La amenaza. La llama por teléfono. Al principio iba a visitarla, el cuñado, pues bueno… Pero acabó haciéndole proposiciones.
Noto que se me va la cabeza. ¿Tan abyecto es el maldito Zin? Me juro por mi madre que lo mataré.
—¿Te ha contado ella todo eso que dices?
—¿Quién si no? Por eso he marcado el número y he consentido que te hablara.
—Sigue. Cuéntamelo todo.
Gayola interviene.
—Déjalo, Mikel. A ver si tienes conocimiento.
—¡Cállate! Y tú, ya que has empezado, termínalo. ¿Cómo ha sido que te contara esas cosas?
—Fui a verla para decirle que estabas en peligro. Ella te quiere. Y lo sabe todo.
—¿Qué sabe?
—Lo del comando. Todo. Ha comprendido por qué la dejaste. Dice que si se lo hubieras dicho te habría seguido.
—¿Ella?
—Pues sí. Eso dice.
—¿Y lo de Zin? Porque imagino que ahí tiene que haber mucho más.
—Intentó violarla pero la dejó estar cuando ella le confesó que le daba asco. El y su hermano, los dos. También le dijo que se había casado con Iñaki por despecho.
Oigo mil tambores dentro de mi cabeza. Me levanto y grito. Gayolita se abalanza sobre mí para detenerme, no, Josechu, y sale despedida. Arrastro conmigo la cama hacia la puerta hasta que Mikel me inmoviliza, ¡el brazo, Josechu, que te lo rompes!, grita.
El agudo dolor en el codo me deja sin conocimiento.
El viento de aquella fría tarde lo arrastró hasta el piso de Papadoc. Penumbra de flexo lector. Bach en los bañes. Al rojo la placa de la estufa y su aliento tibio en la cara, tirante aún de viento gélido, molesto. La expresión de sorpresa en los ojos de Papadoc, ¿tú por aquí?, y la transición inmediata hacia su habitual estado de alerta, ¿ocurre algo?
—No. Tenía ganas de charlar contigo. ¿Te interrumpo?
—De ninguna manera.
Papadoc, su sólida cabeza de cabello entrecano y corto, suéter de serie y pequeña bufanda oscura, zapatillas de franela a cuadros. Se movía por la pequeña pieza con la alegría contenida de solterón de periquito y gato ante la visita inesperada. Decepcionante imagen para un héroe.
—Encenderé la luz.
—Por mí no lo hagas.
Estaba leyendo. En realidad, explicó, a Horacio le va mucho más una chimenea con buenos troncos, aunque la estufita no está nada mal, ¿no te parece?
El asiento que acoge a Josechu, un balancín Kennedy con cojín de plumas para la riñonada, invita a la confidencia. Pero Josechu está inquieto. No sabe por dónde empezar.
—Esto está muy cambiado.
—¿Tú crees?
—Lo encuentro hasta confortable. O quizá sea la estufa.
Tenía delante una de las cabezas más buscadas de la Organización y sin embargo le pareció un vulgar funcionario, la mediocridad que deja transcurrir el tiempo apaciblemente hasta la hora de cenar. Josechu pensó que, para completar la imagen, sólo faltaba el televisor encendido.
—¿Algo en concreto? —preguntó Papadoc.
—Zin. Entre otras cosas, claro.
Papadoc ladeó la cabeza intrigado. ¿Zin? La mirada firme preguntaba qué demonios pasa con Zin, pero al mismo tiempo advertía, cuidado con lo que dices, Zin es un buen compañero y un elemento eficaz, lo viene demostrando mucho tiempo antes que tú.
—¿Qué hay de Zin?
—Cada día está más cambiado.
—Tú dirás.
—Demasiado brutal. Como si hubiera perdido los sentimientos. Esto me preocupa, sobre todo cuando tenemos que actuar juntos…
Vaciló. No se atrevía a arropar su pensamiento con palabras por si no conseguía expresarlo fielmente. Por otra parte, le disgustaba la sospecha que leía en los ojos de Papadoc, no me saldrás a estas alturas una conciencia escrupulosa, con lo que pasan los nuestros en las cárceles.
—Por eso qué. Habla, Josechu.
—Lo del general Villacorta —dijo por fin. Y respiró profundamente antes de continuar—. Me gustaría hacerlo a mi manera.
—¿Temes que Zin se ensañe?
—No exactamente.
—¿Entonces?
—Quiere ametrallar, cuando podría hacerse con pistola.
—Es que hay que ametrallar. Cuando el enemigo se encuentra protegido por un vehículo no hay otra solución. Eso o la mina, en el supuesto de que no se pueda echar mano de la goma. Como en este caso.
Y tú lo sabes, decían los ojos de Papadoc, sabes lo que puede pasar si usas la pistola contra un blanco inseguro, un blanco poco claro desdibujado detrás de un cristal, y cuando, además, tú vas a pie y el enemigo dispone de un vehículo ligero con gran capacidad de maniobra. Sabes que si no se acierta, lo cual es más que probable, se queda uno indefenso en mitad de la calle, con la merma psicológica del fracaso, a expensas de la reacción de los del coche, bien armados todos, y de lo que pueda venir después a continuación.
—¿Lo mandas tú así?
—No hace falta. Zin sabe cómo hacer las cosas. Y tú también.
—Pero conduce un soldado. ¿Qué culpa tiene él?
—Estamos en guerra. Y ese soldado no merece compasión porque tiene sus deberes como los tenemos tú y yo. Seguramente lleva una pistola en la guantera. ¿Crees que dudaría en utilizarla contra ti si le dieras ocasión? Contesta.
—Sólo puedo decirte que no me gusta matar innecesariamente.
—Eso no le gusta a nadie. A ninguna persona normal.
—Además, perjudica nuestra imagen. Ya sabes lo que pasa luego. La prensa, la radio, hasta la tele, aprovechan esta clase de muertes. Los capitalizan. Incluso los líderes de los partidos políticos, los de Madrid y los de aquí, hacen declaraciones. Yo creo que no nos favorece en absoluto.
Papadoc se levantó y dejó el volumen de Horacio en una pequeña estantería de madera. Lo hizo casi amorosamente, sin prestar demasiada atención a las palabras de Josechu. Después se volvió cara a él y permaneció de pie con las manos en los bolsillos del pantalón, pero qué diablos estás diciendo, parecía expresar con la postura, en el modo de levantar la cabeza y en el imperceptible tic nervioso del cuello, una leve contracción muscular que descubría los tendones durante una fracción de segundo.
—Puedo prescindir de ti —dijo. Y añadió—: A veces nos falla algún resorte oculto. Somos humanos, no robots. Así que si no te encuentras con ánimos puedes operar en cobertura.
—No, déjalo.
—¿Por qué?
—Es mi trabajo. Y estoy bien. Créeme. Yo lo decía…
—Lo decías porque has estado viendo a ese soldado durante varios días. De tanto observarlo lo conoces ya. Seguramente le has inventado una vida, un chico de casa bien, un enchufadito cuyo padre es amigo del general, mándame al chico, ¿sabe conducir?, me lo llevaré a Capitanía, y hasta le has colgado una novia rubia que cuenta los días que faltan para el permiso de Navidad. ¿O no es así?
—No hay Dios que os entienda.
—¡Deja en paz a Dios!
¿Qué le pasa ahora? Josechu se hacía la pregunta sin dejar de observar a Papadoc, que se miraba estúpidamente las puntas de las zapatillas.
—Perdona —se disculpó—. Has conseguido ponerme nervioso con tus escrúpulos. Eso es todo. Además, no me gusta que la gente use el nombre de Dios alegremente. A Dios hay que dejarlo estar en su sitio. Lo nuestro es diferente.
Papadoc entró en su dormitorio para salir en seguida, debidamente calzado, y arrojarle el tabardo a Josechu, sígueme, anda. Y se vieron bajando la estrecha escalera, Papadoc delante, con el cuello del abrigo subido hasta las orejas, y él tratando de alcanzarle, qué agilidad, el viejo, como si tuviera veinte años, ¿dónde me llevará?
Mientras caminaban en silencio por las oscuras calles del barrio, Josechu se sintió culpable, no puedes erigirte en juez, imbécil, él vale infinitamente más que tú, y si lo que te pasa es que tienes canguelo, haberlo confesado.
De pronto dijo:
—No soporto las ejecuciones.
Y volvió a explicar a ráfagas nerviosas lo de la gaviota cuando disparó sobre Sanromán, ¿sabes lo que ocurre?, siempre que he tomado parte en una ejecución me ha parecido sentir la presencia de la maldita gaviota, es algo a lo que no consigo sobreponerme. ¿Tú qué opinas?
—Nada. No soy yo el llamado a opinar.
—Me pongo enfermo cada vez que lo recuerdo. Hasta el aliento me duele.
Apenas conseguía seguir el ritmo cada vez más acelerado de sus pasos, ¿dónde irá con tanta prisa?, y yo quiero saber qué opinas de esto.
Pasaban por su lado retales de conversación banal, alguna risa. Se abría ruidosa la taberna llena de obreros, gente que pensaba un día cambiará la suerte y tendremos de todo en casa, un letrero feliznavidad le entristecía el alma, ¿tú qué opinas?, y Papadoc sin contestar, insensible a su lado, corriendo o volando como la gaviota, y dos compadres que se abrazaban en mitad del arroyo, lo del Betis es un dos como una catedral, ya verás si me equivoco.
Se metieron en una calleja mordida de sombras. Papadoc seguía sordo y mudo a su lado, ¿me querrá ajusticiar?, y de pronto la puertecita forrada de latón claveteado, los dos escalones de piedra desgastada, un aroma familiar de infancia.
Papadoc le sonrió.
—Todo eso que tienes que decirme cuéntaselo a Él.
Era una iglesia humilde con penumbra de toses desesperanzadas. Y Josechu se quedó solo frente al sagrario, mientras Papadoc se arrodillaba no lejos de un confesionario de madera sin barnizar.
Hacía un frío de cripta.
Zin está muy flaco con el taparrabos mojado. Un costal de huesos es, con la cara verdosa de frío y un moco amarillento, ¡qué candela, Zin!, me burlo yo, también en bañador, saltando sobre la arena para calentarme. Estamos los dos solos en una playa sin confines, ¿dónde está la gente del mundo, Zin?, y él avanza hacia mí poniendo la cara de Frankestein que sabe y así, con las manos crispadas, enseñando las uñas, te voy a descuartizar, José, dice, y sigue acercándose, ya está bien, Zin, que me asustas cuando te pones así, parece un monstruo, y es que se ha metido un palo en la boca, una punta en cada parte, y bizquea meneando la cabeza a uno y otro lado como los mongólicos, te robaré a Begoñita, y yo echo a correr, si dices que Begoñita es fea y está más flaca que tú, que ni culo tiene, y me persigue en la playa llena de gaviotas. Su aliento golpea mi nuca, oigo sus gruñidos y corro, corro hasta sentir una punzada en el costado, que no puedo más, Zin, ya está bien, y caemos riéndonos en el colchón, es la hora de la siesta y estamos en mi casa, ¡a dormir!, ha dicho ama muy enfadada, pero nosotros no tenemos sueño, nos contamos las cosas, yo seré Cara Cortada, dice Zin, ametrallaré a la gente y tendré un auto negro más grande que un transatlántico, lleno de ametralladoras, ra–ta–ta–tá…, y yo, mi sacristán tiene tarjetas de mujeres, es menos pecado que ametrallar, te verá la gaviota blanca. Zin, bajándose los pantalones, mira qué pelambre, ¿a que tú no la tienes así? Pero lo de la gaviota, Zin, escucha, es el dedo de Dios, pregúntale a Papadoc, él lo sabe todo, deja en paz a Papadoc, es un chiflado, dice que es el Capitán Trueno pero qué va, nadie es el Capitán Trueno, mira lo que hago yo, Josechu, fíjate, y le veo saltar en la cama elástica en que se ha convertido el colchón de mi cama, y a cada salto grita Zin, ¡arriba!, ¡arriba!, y en uno de los saltos lo veo subir ingrávido, moviendo las piernas, pateando y moviendo los brazos hasta hacerse pequeñito entre las nubes, Zin, ¿dónde estás, Zin?
—Olvídate de Zin, guayabete —dice Gayola a mi lado.
Miro a mi alrededor, ¿qué ha pasado?, y Gayola me cuenta, es que te has excitado y al dar el tirón, como estabas esposado al somier, se te ha salido el codo.
Gayolita tiene la cara llena de lágrimas. Me dice:
—Mikel te lo ha puesto en el sitio y te has desmayado. Eso es todo lo que ha pasado.
Miro mi brazo dolorido. Se ha puesto negro y está hinchado.
—¿Y Mikel?
—Ahí está. Sigue en la radio las emisiones de la policía por si consigue noticias de lo de Villacorta.
—¿Por qué hacemos todo esto?
Gayolita me besa los ojos. Sus labios recorren mi cara desde la nariz hasta el cuello, luchamos por destruir todo lo caduco, dice, empezando por la sociedad, tenemos que transformar el mundo.
—Pero odiamos.
—Hay que odiar.
—El odio no sirve para nada.
—¡Sirve, Josechu! Sin el odio no podríamos seguir adelante. Es el motor, nuestro motor. Por eso no podemos prescindir de él. Tenemos que aferramos a él si queremos ganar esta guerra.
—Yo no puedo odiar. ¡No sé!
Lágrimas. Llenándome el pecho, taponando mi garganta, enturbiando mis ojos, que ven bailotear grotescamente las flores azules del empapelado. Las lágrimas queman la piel de mi cara, ¿cómo puede quemar tanto una lágrima?, pienso, y me digo que quizá sea el fuego que supura mi desesperanza.
—¿Qué está pasando?
Gayolita me lo explica pacientemente. Alguien ha matado a Villacorta, no sé sabe quién. La policía va de cráneo tras un supuesto comando pero no encuentra al responsable. Toda la ciudad está patas arriba, hay un centenar de detenidos y nosotros tendríamos que estar fuera del piso a estas horas porque aquí no estamos seguros. Pero tal como se han puesto las cosas hemos decidido esperar, o sea, jugarnos el todo por el todo.
—Lo hacéis por mí. Por mi culpa.
—Lo hacemos porque no podemos hacer otra cosa. Estamos en la ratonera. En este momento ni siquiera sabríamos dónde ir.
—¿Y qué ha pasado después?
—Zin ha desaparecido con la mano herida. Ha ido en busca de un médico y después al piso de Papadoc.
—¿Y mi juicio?
—Aplazado. ¿No te acuerdas?
—Me ejecutaréis.
—Tranquilo. No pienses en eso. De momento lo más importante es conservar la calma. No ponernos nerviosos.
Me tranquiliza, todo se arreglará, guayabete, ya verás como todo sale bien.
—A mí el que me da más miedo es el Mostachos —dice—. Ha desaparecido también, aunque lo más probable es que busque a su Papadoc.
—En resumidas cuentas, que la he armado.
—Y gorda.
—Yo siempre he sido así, Gayolita. No puedo remediarlo. ¿Y qué opinas de ese Santamaría? Me da mala espina.
—Podría haber sido él.
—No te entiendo.
—El que se haya cargado al general. Es que no sabemos nada. Por eso lo mejor que puedes hacer es descansar. Relajarte. ¿Quieres un trago?
Agua es lo que pido. Gayola me recomienda que no me mueva demasiado. Cuando sale en busca del agua veo aparecer a Mikel en la puerta.
—¿Todavía duele? —me pregunta.
—Algo.
—Pues te he puesto un calmante de caballo.
De pronto el miedo se apodera de mí. Ya no me acuerdo de Sanromán, ni la que se ha armado por mi culpa. Sólo pienso en mí.
—¿Qué vais a hacerme, Mikel?
—Tú reza para que no le pase nada a Papadoc.
—¿Por qué me dices eso?
—Porque es el único que podría hacer algo por ti. De los demás no esperes nada. Están rabiosos. En cuanto a lo que decidan, la verdad es que no lo sé. Quizá dejarte en la calle para que defiendas tu vida contra los policías o…
—O contra un comando ejecutor. ¿No es eso?
—Sí.
Insisto. ¿Qué otra solución tiene lo mío? Y Mikel me vuelve la espalda, —sacarte—dice.
Sacarme es llevarme a cualquier parte, donde me dejarán con un tiro en la nuca.
Gayolita entra con un vaso de agua y el transistor. Callaos, dice, y lo deja sobre una silla, «… la relación sentimental que existió entre María Moscoso y el fallecido miembro de ETA, Burguete, hace pensar que el brutal asesinato de la joven haya sido llevado a cabo por miembros de dicha organización».
Gayola exclama:
—El Mostachos. Tiene que ser él.
Mikel asiente, lleva su sello. El transistor sigue informando. «La residencia del general Villacorta está acordonada —a buenas horas, dice Gayolita secándose los labios— y todas las fuerzas de Orden Público trabajan intensamente en el esclarecimiento de los hechos, así como en la búsqueda de los responsables del vil atentado. Veintitrés personas han sido detenidas…».
—Quita eso —digo. Y Mikel cierra el transistor.
Cuando Gayola sale le pregunto a Mikel por su pipa.
—¿Para qué la quieres?
—Sería una solución. ¿O es que tú no lo has pensado?
—¡No seas animal, Josechu!
Le digo mi sospecha.
—Por un momento he pensado que me la ponías delante para que te la quitara y…
—¿Y pegarte un tiro?
Asiento avergonzado.
—Estamos todos locos, Josechu. Eso es lo que pasa. Por eso no te lo tengo en cuenta.
Ahora me mira muy serio.
—¿Quieres escaparte? Más tarde no vas a tener ocasión.
—¿Y tú? Te harían responsable.
Mikel se encoge de hombros.
Ante el sagrario recordó sus lejanos días de monaguillo, con los pequeños hurtos en las colectas y la tirria contra el sacristán, el muy puerco, siempre mostrándole tías despelotadas, dos pesetas si quieres ver la última, una revista alemana, la mejor que hay. Revivió las mañanas invernales de misa, gélidas mañanas en las que el frío ascendía de las losas como una risa helada, un quintal de sueño en cada párpado, no te duermas, Josechu, el vicario joven, y él poniendo un et cum spiritu tuum donde sólo cabía el Deo gratias. Y después, lenguas, labios, caritas de porcelana o viejas solanescas a la luz del cirio, porque era llegado el momento solemne de recibir al Señor. Y el mes de María, con el polen flotando en el aire espesado de humanidad sudorosa, un ahogo en el pecho el hedor mezclado con el incienso y el aroma de lirios y rosas, de rodillas las Hijas de María, menudo el culo que saca la Maruxa, murmuraba a su oído el sacristán. Y triduos, novenarios, los solemnes oficios de Semana Santa, cuando Cristo discutía con los fariseos porque quería hacer la revolución, cosas también del sacristán, Sixto, no jodas, le replicaba Josechu, ¿cómo va a ser Cristo del partido comunista? Terminaban crucificándolo los judíos, que nunca creyeron en sus intenciones de cambiar el mundo, pero Cristo tenía una gran ventaja y es que resucitaba cada año por Navidad, ¡paz en la Tierra!, aunque en la tierra de Josechu, la única que él conocía y amaba, en su tierra no había paz, sino todo lo contrario, se mataban unos a otros, ¡fuera los extranjeros! Entre todos, pensaba ahora Josechu, ponían el odio en el sitio que le correspondía al amor, del mismo modo que el sacristán había puesto mal las primeras piedras de la fe de Josechu. Mas ahora sabía que Dios no era un sacristán encanallado. Dios era un latido oculto entre la maraña de mercachifles y politicastros, de tarjetas de crédito, almas negociables, mercancía de cuerpos, suicidas de escándalo, grandes estafas, el compra o muere de la sociedad consumista, la máscara, el gesto, el sermón o el discurso. Dios era mucho más que el deseo de poder disfrazado de ideales nobles, más que la vida y la muerte.
Se sintió angustiado. Él quedaba al margen de la Divinidad. Sin presente ni futuro. Sin esperanza. No era nada. Si acaso, un cadáver al que tarde o temprano abandonaría acribillado en la calle para levantarse de él como el espíritu maldito en que se había convertido. Quedaría eso, un cuerpo roto, humillado por el perdón de las víctimas. Pasarían los tiempos y ni siquiera sería el héroe de la Patria, como había soñado, sino un muerto anónimo y, en el peor de los casos, figuraría en la nómina de los indeseables.
Buscó a Papadoc con la mirada, preguntándose por qué le había llevado a aquella pequeña iglesia. Seguramente sufría tanto o más que él a juzgar por la amargura de su rostro. Pensó también que quizá estaba necesitado de consuelo, por lo que fue en su busca, está tan solo como yo, murmuró, y lo esperó entre las sombras de una capilla hasta que le vio salir.
Caminaron hasta un bar que abría sus puertas en un chaflán lleno de desconchados, continúa el mal tiempo, dijo Papadoc, y Josechu no replicó a la banalidad. Sí quiso saber la causa de que le hubiera llevado a una iglesia.
Papadoc repuso sin mirarle:
—¿Qué querías, que te llevara a un teatro?
Se paró en mitad del arroyo.
—Tú tienes problemas de conciencia, ¿no?
—En efecto.
—¿Entonces dónde querías ir?
En el bar, una mujeruca asmática les ofreció tabaco y Josechu le compró dos paquetes de ducados.
—Es lo que menos imaginaba —dijo a Papadoc. Y sonrió mezclando en la sonrisa la desesperanza con un vago desdén.
—Qué.
—Que fueras creyente.
—Mejor lo dejamos estar.
Papadoc revolvía pausadamente el azúcar en su taza de café, lo está pasando mal, pensó Josechu al observar el surco que partía el entrecejo de su acompañante, duda o remordimiento, se dijo, en definitiva es la cuchillada de una obsesión.
Josechu:
—¿Te importa que me quede esta noche en tu piso?
—No, siempre que te apañes con un bote de fabada.
—Me da igual.
Aquella mujeruca, el grupito de obreros medio achispados, maketos en su mayoría, vaciando potes a destajo, ¿estarían alguna vez con ellos? A juzgar por lo que discutían con el del mostrador, si Iribar era demasiado viejo para estar debajo de los palos, lo que menos les importaba era la suerte del País. Quinielas, fútbol, el endiablado genio que sacaba la costilla si llegaban a casa tarde, el rijo y la risotada. Obreros de la ciudad, los han corrompido, habría dicho Papadoc, imitan al pequeño burgués, sueñan con el utilitario y el que lo tiene sólo piensa en el modo de cambiarlo. Pero ¿y los campesinos?, los campesinos malviven igual de resignados que sus vacas, con sólo un montón de mazorcas por todo capital. El culo en la tierra y los ojos en las nubes del cielo. Asustados. Jodidos. El tricornio les acojona. Y no digamos nosotros. Nos temen más que a la peste. Josechu le habría dicho todo esto a Papadoc y le habría preguntado, ¿vale la pena seguir?
En el piso, mientras el abrelatas de Papadoc luchaba contra el bote de fabada, Josechu le pidió que le relevara del trabajo del día siguiente, no es que renuncie a la lucha, nada de eso, dijo en un tono muy bajo, es que prefiero no actuar con Zin.
Levantó la voz:
—Si quieres lo hago yo solo.
—Te he dicho que no puede ser. En esta clase de operaciones se necesitan dos hombres por lo menos.
—Entonces qué.
—Veré de arreglarlo.
Pero notó que su mirada se había hecho evasiva y que los músculos del brazo se le endurecían excesivamente mientras su mano apretaba con rabia el abrelatas.
—Ahora vamos a cenar —dijo Papadoc. Y entró en la cocina, un pequeño rectángulo en el que su humanidad se agigantaba, la espalda que tiene el tío, pensó Josechu mientras desplegaba sobre la mesa dos servilletas gastadas por el lavado excesivo.
Salió con dos platos, uno en cada mano.
—¿Qué tienes contra Zin?
—Nada. Ya te lo he dicho. No me gusta su crueldad.
—No será nada personal.
—En absoluto. Somos amigos. Pero ha cambiado mucho.
Solía ocurrir. Al entusiasmo de los primeros tiempos sucedía una rutina enervante. Muchos jóvenes de la Organización, adictos a la droga del terrorismo, sentían cómo les abandonaba la mística revolucionaria. Olvidaban los textos sagrados, desmitificaban a los héroes de su épica particular al tratarlos con frecuencia, se vaciaban de nervio. Y a medida que este proceso desintegrador seguía su desarrollo aumentaba la tendencia a la crueldad, como si las víctimas fueran las responsables del deterioro espiritual de sus verdugos.
—Quizá lo que te pasa es que olvidas la crueldad del enemigo. En los cuartelillos se sigue torturando, Josechu. Y no es que lo diga yo bonitamente. Lo sabes tú. Lo sabemos todos. Lo denuncia Amnistía Internacional. En cuanto a las cárceles, ya sabes cómo están. A tope. ¿Cómo crees tú que lo están pasando nuestros hombres?
—Aunque sea así.
—¿Aunque sea así?
—Una guerra como la nuestra no constituye únicamente el frente armado. Son otras cosas las que cuentan.
—¿Por ejemplo?
—La limpieza moral y la pureza de intenciones. Éste es un frente que no puede olvidarse.
Se sentaron a la mesa y Papadoc pronunció la palabra crítico mientras rebanaba concienzudamente una barra de pan.
—El pueblo no nos seguirá —dijo Josechu—. Si no se corta la violencia, o se modera, la gente acabará por sentirse asqueada de nosotros. Y si denunciar esta realidad es ser un crítico, pues vale. Es tu problema.
Josechu engrasaba su paladar con un pedazo de tocino mientras pensaba, me estoy jugando el cuello, pero alguien tiene que decírselo.
—No somos indispensables —murmuró.
—O sea que, según tú, la Organización sobra.
—Yo no he dicho tal cosa. Trato de decir que el País, nuestro País, seguirá existiendo pase lo que pase. Y que nuestra historia, si seguimos actuando como hasta ahora, no va a conocernos precisamente como unos caballeros de la Tabla Redonda.
—¿Alguna solución?
—Normas nuevas. La normativa vieja no vale. Hace falta imponer criterios distintos, airear la ideología belicista, ventilarla, limpiarla de fanatismo. Si lo hiciéramos así la gente joven nos seguiría. Los arrastraríamos.
Mientras hablaba, Papadoc le observaba, rígido, inmóvil el tenedor, sin un parpadeo.
—No hay que olvidar por otra parte que tenemos el tiempo en contra. Son muchos años de propaganda antiterrorista y eso cala en las mentes de la nueva generación. Y todo esto sin contar con otro factor que parece olvidar el gurú.
—Sí. Explícate.
—Sencillamente, que el terrorismo, como fenómeno sociológico, empieza a aburrir a la gente. Se está gastando, Papadoc. Y al hablar de terrorismo me refiero al de los nacionalismos en particular, no al terrorismo estatal, el del cono Sur y todo eso, que ése va para largo precisamente porque los Estados disponen de los tanques y de otra arma más poderosa, que son los medios de comunicación.
—Sabes que te aprecio —dijo Papadoc levantándose de la mesa—. Te consta que me caíste bien desde el primer momento. Un poco impulsivo, pero ésa es enfermedad que se cura con el tiempo. Sin embargo…
—Te molesta que te hable así, ¿verdad?
—Me sorprende. Creía que te habías curado de tu vanidad. Que sabías lo mucho que te falta por aprender. Y en estos momentos, lo que has de tener presente es que un pronto tuyo, cualquier tontería que hagas sin medir el alcance de sus consecuencias, nos podría costar muy caro a todos. Especialmente a ti.
—Puede que esté equivocado —admitió Josechu.
Pero pensaba, estás envejeciendo, Papadoc, un roble eres, nadie lo pone en duda, y te pasas las noches enteras sin dormir, preparando nuevos planes de ataque, montándote estrategias que desconcierten al enemigo, escuchando las emisiones de la policía, siguiéndoles el rastro, olfateando hasta en las ondas del éter, aunque me consta que empiezas a preguntarte cuánto resistirás en este agujero por muy fuerte que seas.
—¿Quieres que mande a Mostachos en tu lugar?
—¿Qué dirá él?
—Nada. Obedecerá. En cuanto a ti, sigues encargado de la vigilancia en Capitanía.
—¿Cuál va a ser mi misión?
—Avisar en seguida que salga el coche de Villacorta. Todo lo demás estará en orden.
Todo en orden. Especialmente tus dudas, Papadoc, tu obcecación, el hecho de negarte a aceptar que el pueblo, nuestro pueblo, empieza a creer más en los caminos de la democracia, caminos difíciles, lo reconozco, que en los sangrientos vericuetos de la alevosía y el crimen. Todo en orden, excepto tu fe en los métodos que utilizas para sembrar el terror entre tus conciudadanos. Pero hay algo más, Papadoc. Está la conciencia. Dejando a un lado las cuestiones de estrategia, sobre lo que habría mucho que discutir, ¿qué me dices del temor de Dios? Es tu tendón de Aquiles, Papadoc. Te lo he notado en la iglesia. De rodillas eras un hombre derrotado, pero un hombre, que es lo que te niegas a ser. Lástima me das, Papadoc.
—Copa es lo que no puedo ofrecerte —se excusó. Y procedió a retirar los platos de la mesa.
Josechu le siguió hasta la cocina.
—¿Desde cuándo estás en la Organización?
—Mucho tiempo hace.
—¿Demasiado quizá?
—Hay ciertas cosas para las que el tiempo no cuenta.
Fregaron los platos en silencio. Después, con el inconcreto relajamiento que se siente después de un trabajo manual, conversaron hasta casi la madrugada. Los argumentos eran floretes sin embotar y la charla se convertía a veces en una sutil esgrima de intenciones. Papadoc pasó revista a la Organización desde sus orígenes, nacimos en el cincuenta y nueve del error de la política gubernamental y del carácter reivindicativo y luchador de nuestro pueblo, cuyos objetivos son independentistas, la semántica, Josechu, porque no suena lo mismo independentismo que separatismo, una palabra que viene generando situaciones de recelo, especialmente en el área centralista y entre los llamados vasco–españoles. En seguida se produjo la represión y, con ella, nuestro fortalecimiento. Mas ahora existe un grave peligro, Papadoc, si la democracia avanza, y lo hace escalonadamente, es decir, con cuentagotas, nosotros podríamos llevar al País a una situación de conflictividad permanente, una sangría y, además, algo que a la larga supone la ruina de nuestra propia riqueza, estamos acabando con la economía nuestra y eso la gente lo huele. De seguir como vamos, la espiral de violencia aumentará la crisis económica y el paro, el cuento de nunca acabar. Y la ira de Papadoc, pues que se larguen de aquí y que nos dejen un sitio honorable en nuestro parlamentarismo. Todo se arreglaría.
Josechu:
—¿Tú crees?
—Seguro. Por eso precisamente estamos luchando.
—Vamos a ver. Defíneme la Organización.
—Somos revolucionarios armados que luchan por la independencia del País para convertirlo en un Estado.
—Separado del español y del francés.
—Por supuesto. Y no me vengas con que son utopías. Puede lograrse. ¡Tiene que lograrse! Hay una izquierda abertzale muy fuerte y la juventud está con nosotros.
Pero Josechu sonreía y su sonrisa, tristemente incrédula, empezaba a hacer mella en los nervios de Papadoc, ¿qué te pasa, muchacho?, ¿es que has perdido la fe?
—No es eso. Se trata de una simple cuestión de números.
—Vamos a ver.
—Después de tantos años de violencia, ¿cuántos son en la actualidad los compatriotas dispuestos a seguirnos por el camino de las armas? ¿Conoces tú el número exacto? ¿Lo sabe alguien?
El calor de la estufa encendía sus caras y el fuego de la convicción acentuaba el énfasis de las palabras. Papadoc denegó con la cabeza.
—No, eso no puede saberlo nadie, pero tengo la seguridad de que la mayoría está con nosotros.
—¿Y si no fuera así?
—Imposible.
—Hay algo de fanatismo en tu actitud. ¿Podrías explicar por qué es imposible? Si no lo haces tendrás que aceptar tu valoración dogmática del problema. O no crítica. Opuesta por tanto al socialismo marxista. Creo que la cosa no tiene vuelta de hoja.
—Saca tu conclusión.
—Sencillísima. Si la juventud se inhibe y los sectores que cooperan con la Organización nos dan la espalda, ya podemos echar el cierre.
Y la indignación repentina de Josechu: lo que no me explico es que un hombre como tú, que llevas el realismo en la sangre, ¿o va a resultar que te mueves a impulsos del misticismo?, y Papadoc, frío, frío, Josechu, espera, déjame hablar —Josechu—, perdona, decía que no me explico que tíos como tú, que conoces perfectamente el problema y que has vivido todas las fases de la Guerra Revolucionaria, que la has creado, para ser más exacto, tú, siempre en contacto con el buru, el gran coordinador, el gran teórico, el mejor experto en el tema de la guerrilla urbana, un cerebro privilegiado a la hora de la evasión o de proyectar un secuestro, no me explico cómo tú, esa ibeeme, no te das cuenta del peligro que corre la Organización si el pueblo llega a denunciar nuestras acciones violentas y acaba por repudiarnos, y ahora dime, ¿qué postura adoptarías si se llegara a esa situación?
—Nunca llegaremos a tal situación.
—Dame un argumento válido pero razona. No dogmatices.
—Déjalo. Será mejor.
—Pues acepta mi supuesto. ¿Qué harías tú si el pueblo nos abandonara a nuestra suerte?
Silencio. Y desde el silencio, únicamente alterado por los menudos crujidos de la estufa y por las bofetadas del viento en la ventana, la conclusión de Josechu, te estoy viendo, Papadoc, veo tu futuro de solitario poniendo bombas sin sentido por ahí, veo al lobo expulsado de la manada dando las últimas dentelladas, adivino en ti la sombra que huye, un eco de violencia que se apaga solitario.
—Es que tus razonamientos son hábiles falacias, Josechu.
—Nada de eso. Te he preguntado qué actitud adoptarías si el pueblo vasco nos retirara su confianza. Si es que la tuvimos alguna vez.
—Pues no lo sé.
—Yo sí. Te convertirías en un furtivo. En otras palabras, serías un irredento.
—Es posible.
Papadoc se levantó y cogió de la estantería el tomito de Horacio. Parecía haber olvidado las tres horas largas de conversación. Horas tensas.
—¿Lees latín? —le preguntó Josechu.
—Horacio sabe mucho mejor en su propia salsa. Carecemos de buenas traducciones. Fray Luis se acerca mucho al pensamiento del autor en las Odas. Pero para las Sátiras y las Epístolas, Bart. En alemán, claro.
Latín y alemán. Josechu se encogió de hombros mientras se dirigía al dormitorio, menudo es Papadoc, pensó, y se preguntó si habría algo que no supiera.
—No quisiera molestarte. Puedo dormir en ese silloncito —dijo asomando la cabeza por la puerta entreabierta.
—Yo no suelo acostarme. Leo aquí. O cavilo.
—Entonces hasta mañana.
—Que descanses.
Pero no pudo descansar. Se ahogaba en aquel cuartucho interior con las paredes forradas de libros. Por otra parte temía haber ido demasiado lejos, aunque yo no puedo engañar a este hombre, se repitió una y otra vez, no puedo engañarle.
Todavía era de noche cuando se levantó. Vio a Papadoc dormido en el sillón y cubrió sus hombros con una manta. Que Dios nos asista, dijo mentalmente mientras se dirigía a la puerta del piso.
En la calle seguía la ventolera.
Me niego a huir, le digo, y Mikel me deja a solas con mi brazo dolorido y el avispero en que se ha convertido mi cabeza, Papadoc sin aparecer, el Mostachos con su trabajito y Zin, ese maldito, suelto por ahí. De vez en cuando resuena en mi oído la voz de Begoñita, «dice Mikel que sólo podemos hablar un minuto, me iré contigo, te quiero, Josechu…». ¿Y qué podía hacer yo sino llorar como un imbécil mientras escuchaba sus palabras?, mas Gayolita apremiaba a mi espalda, corta, guayabete, corta, que la poli lo escucha todo, piensa en los compañeros. Y colgué antes de que transcurriera el minuto. A nadie se lo doy a pasar, oírla, saber que me quiere y tener que renunciar a ella, y Gayola, cada vez más nerviosa, vamos a meter este chisme en el cuarto, de prisa, arrastrándolo entre los dos, que como aparezca Zin nos pega dos tiros. Y ahora, nada que hacer. Mirar las puntas de mis botas estirado en la cama, ¿no es ésta la postura de los muertos solemnes?, y recordar cosas agradables, como la tarde en que la vi por última vez, de lejos, claro, yo en el milcuatrocientos que había afanado Gayola, qué habilidad la tía con los motores, hasta un cohete espacial es capaz de poner en marcha, yo en el coche y Begoñita rodeada de críos en el patio del parvulario, delgada, descolorida, la cintura un suspiro, y yo envidiando a la niña de las trenzas color miel, a la que besa en la frente pienso si para consolarla. Pero qué pedazo de animal eres, me dije rechazando la tentación de masturbarme allí mismo, y aporreo el volante con rabia, la has perdido por idiota. La luz se enturbió en mis ojos igual que la figura de Begoñita, que bailoteaba metida dentro del cristal de mis lágrimas. ¿Y si la llamara por teléfono? Fácil. Con el listín de calles, facilísimo. No seas bruto, reflexioné, que en el negocio en que andas metido no se puede jugar y tú te pierdes por ahí, crees que la vida es un juego y aquí te has dado de narices contra el suelo. Oías lejanas las voces de las niñas pero no oías la de ella aunque la veías mover los labios. Y en eso estabas, tratando de recordar su voz, cuando apareció el urbano, tieso el esqueleto orgulloso, haga el favor de circular, y uno de mis prontos, ¡calla, carajo de mierda!, me revolví con más veneno en el cuerpo que un alacrán, y el tío que se acojona de puro asombro, que reacciona, a ver, documentación, documentación te voy a dar yo, y cogí la pipa de la guantera y sin encomendarme a Dios ni al diablo le metí una píldora entre ceja y ceja, ¡agur, maketo! Qué fácil después abandonar el milcuatrocientos en una esquina, entrar en una cabina y llamar a un periódico, GRAPO reivindica… En seguida, el temporal de noticias absurdas, las mil y una conjeturas de la policía, pero yo no me percataba exactamente del peligro en que ponía a los nuestros ni de cómo me estaba encanallando.
Me adormezco en la herboristería de la señora Concha, donde el silencio es fresco y compacto, oigo la voz de mi madre, lo haremos monaguillo de la parroquia del Santo Cristo, siento en la piel de mi infancia como un cosquilleo el tiqui–tac de las agujas de hacer punto de la señora Concha, una vieja baldada de cara fofa como un pan a medio hornear, así empezaron muchos santos, dice, y yo me siento culpable, santo, con las porquerías que hacemos Zin y yo, pecados mortales. Hay un reloj de pared grande con las agujas paradas sobre el nueve romano acostado, cadáver de reloj porque en la herboristería el tiempo ha muerto. La voz de la señora Concha es como un viejo fonógrafo que se para, qué suerte usted con los hijos, a cuál de los dos más bueno, y una tan sola. Cada vez que se abre la puerta suena una campanilla alegremente y al mismo tiempo entra el rumor de la calle, las voces de la gente.
Aunque me esfuerzo, no consigo distinguir estas nuevas voces. No sé a qué personas pertenecen.
—Han vuelto, Josechu —dice Gayola.
—¿Quiénes han vuelto?
—Zin. Y el Mostachos. Están ahí.
Pregunto por mi hermano. Mikel no ha llegado aún, no sé qué puede pasarle, ¿por qué no me dejan apacentar mi niñez en la herboristería de doña Concha?, se me caen los párpados como si fueran dos gruesas gotas de mercurio.
—Mira, Gayola, que hagan lo que quieran —murmuro. Y me dejo arrastrar por la inercia del sueño, un fresco río ahora que la puerta está abierta y pasa el aire. Esperarán media hora, hasta las dos, me dice al oído Gayolita, y yo sonrío escéptico porque sé que el reloj murió a las nueve menos cuarto.
—Me gustaría hablar contigo, guayabete. Nunca hemos hablado.
—Te escucho.
—¿Tú crees en el destino?
Me encojo de hombros. Pues yo sí, dice, y pienso que el mío es que me maten los hombres que quiero. Y me aprieta la mano sana, que la otra la tengo embotada, una mierda es todo esto, ya está claro. Acaricia mi cara. ¿Sabes? A mí me habría gustado ser una mujer elegante. Me paro delante de los escaparates y es que la gozo, oye. Envidio a esas chavalas que van por ahí pintadas, con zapatos altos, meneando el trasero. Mira, caí en la trampa. Al principio estaba convencida de que los nuestros eran los más listos, los mejores, y que si alguien nos odiaba eran los malditos oligarcas, peor para ellos. Claro, había otro sector de gente que nos ayudaba. ¿Te acuerdas? Cuanto más grande era la burrada que hacíamos más fuertes eran los aplausos de estas personas. ¡Machos ellos! ¡Son geniales! En cambio ahora, con esto de la democracia, cuánto han cambiado las cosas. Bordes. Ya no les interesan nuestras acciones. ¿O me lo parece a mí? Total, que me encuentro a mis veintiséis años con que no soy nadie. Nadie, guayabete. Ni siquiera una mujer.
La miro a los ojos.
—Te lo juro, Josechu. En la cama, sí. Doy tanto como la primera. Pero eso no es ser una mujer. Es comportarse como la hembra que ha nacido una, porque de travesti nada. Lo que quiero decir es que las cosas propias de la mujer, cosas ridículas si tú quieres, esas cosas no existen para mí. Por ejemplo, eso que llaman coquetería, medio timarse con un tío, calentarle los cascos o lo que sea, comprar en una perfumería la última marca de rímel y probar a ver si te favorece. O ponerme vestidos en una boutique, aunque no los compre. Si este sacrificio que hacemos tuviera al menos su recompensa, tira que te va. Pero no es así. Ahora parece que les molestamos. Los izquierdosos no saben qué clase de declaraciones hacer a la prensa. Bueno, sí lo saben. Todos condenan la violencia. ¡A buenas horas! Antes bien que se aprovechaban de nuestros actos violentos. Qué se le va a hacer. Me armo un verdadero lío cuando pienso en estas cosas. Lo que quiero decir es que ahora estoy segura de que me habría gustado casarme. O arrejuntarme. Eso me da lo mismo. Pero mejor casarme, de blanco por supuesto, y tener mi piso, mis chismes de cocina, un gran televisor en color, y charlar en el portal de la casa con las vecinas. No sé, de lo que tú quieras. Todo eso habría sido sentirme mujer, que ahora no sé lo que soy. Un tanque me figuro, un blindado contra todo lo que huela a ternura, ¿tú te imaginas lo bonito que debe de ser querer a un hombre, esperarlo por la tarde, que te saque un rato por ahí? Acostarte con él es lo de menos. Bueno, claro, tú no entiendes de estas cosas, pero te juro que sé lo que me digo.
Apoya la cabeza sobre mi pecho, se ha hecho demasiado tarde, dice, y suspira, porque el caso es que no podemos hacer marcha atrás. Somos mierda, guayabete. Nos han convertido en mierda nuestros propios ideales.
Pienso que lleva razón esta Gayolita aparentemente fuera de control, máquina destrozapipas a primera vista, extraño bicho mezcla de bestia apayasada y de hermafrodita, tiorra y lesbiana a la vez, pero con un corazón de oro.
—Tú eres una magnífica compañera y una gran mujer —le digo.
—¿Lo dices de veras?
—Completamente.
—Pues anímate. Podemos huir. Todavía hay esperanza.
Me incorporo en la cama, no me quedan fuerzas, replico, y no me refiero a las fuerzas físicas, son las de dentro las que me fallan, además me preocupáis todos demasiado para pensar en mí. Mikel, tú misma, Papadoc. ¿Qué va a ser de vosotros? ¿Cuál es vuestro fin? A veces pienso que lo mejor que he hecho en mi vida es haberos llevado a esta situación límite. Ahora no tenéis más remedio que reflexionar.
—Los de fuera me han quitado la pistola.
—¿Y si te dijera que me alegro?
—Sí, claro. Te comprendo.
—Que hagan lo que quieran.
—Zin jura que se acabó lo que se daba. Ya no hay comando que valga desde la desaparición de Papadoc. Dice que ahora se trata de un asunto de hombres.
Zin irrumpe en el cuarto hecho una fiera. ¡Puercos!, exclama empuñando un nueve Firebird, que sólo pensáis en joder, malditos cochinos. Veo el vendaje de su mano herida empapado en sangre. Y tú, traidor, ¡soplón!, deja de hacerte el interesante y prepárate.
Gayolita se interpone entre Zin y mi cama, venga, hombre, serénate, Zin, tengo que cambiar esa venda, a ver si calmamos los nervios.
En la puerta, el Mostachos espera con un trozo de regaliz en la boca. Tiene toda la pinta de un forajido.
A pocos metros de él, en el césped, picoteaban frioleros unos gorriones. Josechu dobló el ABC y lo dejó junto a sí en el banco pintado de verde. Luego estiró las piernas y apoyó la cabeza en el banco buscando la tibieza del sol en la cara. Todo en orden, pensó, ningún movimiento anormal, la misma guardia de siempre, tranquilidad. Guardaba en la retina la imagen del portal de Capitanía, un arco de medio punto sobre el que campeaba el escudo nacional esculpido en una piedra blancuzca, el balcón corrido con el asta de la bandera en el centro y abajo, en la acera, las siluetas de las dos garitas pintadas de gris plomo. Un soldado con capote y casco paseaba arriba y abajo con la metralleta ojo avizor. Entre las sombras del portal circulaban de vez en cuando hombres uniformados. Eran, según la profundidad, medios cuerpos, piernas o botas claveteadas caminando sobre los abrillantados adoquines. Por lo demás, tranquilidad. Algunos transeúntes, pocos, en la acera, y en la glorieta, como siempre, la presencia de los jubilados y algunos críos bajo la vigilancia familiar.
A aquellas horas, sobre las once de la mañana, ya estaría todo preparado en el piso del comando. Josechu veía mentalmente a Zin revisando la Beretz de culata abatible, comprobando el ajuste del cargador, veinte cartuchos ya dan de sí, pensó, y al Mostachos, indiferente, ¿por qué coño tengo que bañarme yo?, rehuyendo como siempre la ablución ritual que limpia el cuerpo de impurezas, despeja la cabeza y aumenta los reflejos en el momento de actuar. El Mostachos, que lo único que había conseguido aprender del Minimanual de la guerrilla urbana, de Marighella, era aquello de que «la razón de ser del guerrillero urbano es la de apretar el gatillo de su fusil», gitano, pero qué animal de bellota eres, pensó. Y en sus labios se pintó una leve sonrisa teñida de tristeza.
Tomó el diario y se levantó, observando después alrededor por si había algún vehículo sospechoso, estos cabrones te sacan una foto por menos de nada, ni que fuera uno el Julio Iglesias. Caminaba distendido, el periódico debajo del brazo y la vista en la pequeña fuente de bronce tapizada de verdín, volviéndose de vez en cuando para mirarla desde ángulos distintos, como si aquello le interesara realmente o sufriera la hipnosis de las gotas que danzaban en lo alto grávidas de luz para rebotar ahiladas sobre el temblor de la superficie. Al llegar al final del parque se detuvo junto al bordillo de la acera y esperó a que pasara un autobús de línea. Luego cruzó, caminó por la acera de Capitanía y dobló la esquina. No lejos, en el callejón, empujó la puerta de una tasca frecuentada por soldados. Cómo está esto hoy, pensó al recibir en la cara el acre bofetón del ambiente, se nota que se acerca la Navidad. En vista de lo difícil que se hacía avanzar hacia el interior del establecimiento se quedó de pie junto a la puerta. Y allí precisamente, delante de él, rozando con el tabardo el capote de su uniforme, estaba el chófer del general Villacorta. Se acodó a su lado como pudo y pidió un blanco. Pero qué fieras somos los humanos, se dijo eludiendo la mirada del soldado, dentro de poco me hablará, o seré yo quien le dirija la palabra, qué, ¿esperando el permiso?, y ese pobre diablo nunca se enterará de que el chaval tan agradable de la tasca le estaba cavando la sepultura. A lo mejor, si le hace gracia mi chiste, se muere con la imagen de mi cara en el pensamiento. Pero hay que ser así. No pensar. El verdadero revolucionario no se plantea este tipo de cuestiones. El secreto está, gitano, y en esto he de darte la razón, el secreto está en apretar el gatillo del fusil. No se puede uno encariñar. Tu conciencia es la del grupo. Sin más comentarios. Por eso no puedes permitirte el lujo de considerar a alguien como cosa tuya, ese tuyo íntimo, el familiar tuyo, el amigo tuyo.
Pero el chófer del general no le dirigió la palabra. Se puso a hablar con un cabo imberbe de pelo rapado que salía del fondo de la tasca, ¡demasié tu Leocadia, Fernandillo!, ¿y tú qué haces por aquí tan pronto?, y el chófer del general, tengo que ir al aeropuerto y había que limpiar el coche, pues sí que te han jodido. Y las risas de ambos, un abrazo que no llega a cuajar porque son muchas personas y poco espacio.
Al aeropuerto. ¿A qué? ¿Cuándo tendría que ir? ¿Viajaba Villacorta o esperaba a alguien? ¿Algún jefazo a la vista? Preguntas como alfilerazos. Y el chófer sacando la cartera para pagar su consumición, ¿me cobras, tú?, menos mal que el de la barra iba despistado en el extremo opuesto, y de pronto la voz de Josechu:
—El pobre tío va de culo. Demasiados clientes para él solo.
Y su risita hipócrita, yo le he pedido un blanco y ni puto caso.
—Pues como no se apure me largo sin pagar. Se me está haciendo tarde.
—¿De permiso ya?
—Qué va. Hasta pasado mañana ni olerlo.
Cómplices involuntarios son el paquete de ducados y el bic amarillo, qué seguros son estos encendedores, a mí que no me den otros, y el soldado, pues yo lo he perdido o me lo han afanado por ahí. Y ríe enseñando unos dientes blanquísimos.
—Toma. Llévate éste.
—No, déjalo.
Y Josechu, sacando el bic azul, perdona Gayolita pero es cuestión de minutos, tengo otro. Llévatelo, hombre.
—Pues me haces un favor porque salgo ahora mismo para el aeropuerto, que ya tenía que estar rodando.
—¿Eres chófer?
—De un general.
—Los tíos, qué suerte. Seguro que se va a casa de vacaciones. Y tú al pie del cañón.
—¿Quién, ése? Ése es más tieso que un palo. Hasta el último día está en su despacho. Yo voy a recoger una hija suya que viene de Madrid.
—En Navidad ya se sabe. La familia se junta. ¿Viene sola?
—Con su hija. Una chavala de quince años que está como Dios. Y simpática ella. Llanota.
Y de nuevo la risa hipócrita, afortunado tú que la paseas, hasta casa del general, supongo, y el chófer al de la barra, ¡cóbrame, coño!, y dándole al bic, déjame que te pague el vino, por lo menos, ¿no?
—Vale.
Agur. El soldado había puesto sobre la baquelita de la barra dos monedas de veinticinco y una de cinco, de propina, y se dirigía hacia la puerta, que se me escapa, maldita sea, y en un último intento Josechu le agarró del brazo y le dijo al oído querendón, le das un pellizco de mi parte cuando llegues a casa, a ellas les gusta y el general no te verá. Y la risa confiada del otro, que acaba de picar:
—Lo malo es que no vamos a casa.
—¡Una lástima, joder! ¿Dónde vais?
—Volvemos aquí en seguida. Recogemos al general a las dos en punto, ¿no te digo que ése no se casa con nadie?, y entonces sí, entonces a casita.
—¡Suerte, majo!
Qué putada, Josechu, le deseas suerte a ese infeliz sabiendo que dentro de un par de horas tendrá el cuerpo lleno de agujeros por tu culpa, porque tanto el Mostachos como Zin no se paran en barras, lo destrozarán aunque puedan evitarlo. Fue entonces cuando se dio cuenta de la carnicería que iba a producirse si él no ponía remedio. Porque no caería el chófer solamente, caerían aquellas dos mujeres. Y las vio mentalmente, vio sus pedazos, el rostro crispado de la madre y la carne suave de la niña, perforada, rota entre la sangre negruzca.
Salió de la tasca con el aroma del blanco pegado al paladar. En la acera de Capitanía alguien le saludó. Era el chófer de Villacorta, que le sonreía amistosamente. Caminó de prisa, preguntándose qué clase de persona era, un fanático, un psicópata que trata de justificar sus crímenes con razones de tan poco peso como la libertad de un pueblo que seguramente se negaba a adquirirla a tal precio. «Es necesario, para transformar una crisis política en lucha armada, que obliguemos al poder a instaurar el estado de sitio. Esto le privará de las masas, las cuales no tardarán en rebelarse contra la Policía y el Ejército al hacerlos responsables de esta situación». Recordaba estas parrafadas de Marighella, el terrorista brasileño, sin hallar justificación al crimen, precisamente porque se hace odioso, sobre todo a las masas, que reaccionan visceralmente contra las massacres y el dolor ajeno. Es un planteamiento falso, se decía mientras caminaba en busca de una cabina, porque desde el punto de vista político el terrorismo es una especie de boomerang que acaba golpeando a quien lo emplea, que se vuelve contra él. Estaba nervioso, pendiente del reloj, las doce menos cinco, y la única cabina que encuentro está ocupada. Por la concurrida acera, retazos de conversación, viandantes apresurados, familias cargadas de paquetes, se acerca la Navidad y nosotros, los abnegados héroes del pueblo, monstruos de la Patria, pensando en liquidar mujeres inocentes, ¿qué clase de lenguaje es el nuestro?
De sobra lo conocía él. El lenguaje del terrorismo, fuera cual fuera el signo de éste, pretendía como todo lenguaje persuadir. Cuando se trataba de terrorismo de Estado, el mensaje iba dirigido a ciertas minorías, étnicas o políticas, el caso de Hitler antes de decretar el holocausto de los judíos. En el caso de ellos, el mensaje lo recibía el centralismo estatal en forma de sabotaje, secuestro o muerte. El Estado podía reconstruir fácilmente un puente, podía sustituir al general asesinado por otro, lo que no podía era impedir el clima de pavor creado por el terrorismo. En resumen, no podía contra el propio terrorismo.
Mientras caminaba por la cada vez más concurrida acera dio en imaginar cómo serían la hija y la nieta del general Villacorta. A la madre la vio con la nariz levantada, un gesto muy del sexo débil de la gran familia militar, y sonrió, pero la niña era diferente. Miraba a las señoras de buen ver y a las quinceañeras que se cruzaban con él, tratando de encontrar parecidos físicos entre algunas de ellas y las que imaginaba en su lucubración. Tuvo que desistir porque el tiempo se le echaba encima. Hay que actuar, Josechu, pensó torciendo a la derecha en busca de una cabina conocida. Pero al teléfono de Papadoc no contestaba nadie. Repitió la llamada dos veces con idéntico resultado. Entonces pensó en Gayolita y marcó el número del piso del comando. ¿Todo en orden, Gayola? Tranquilidad en todos los frentes, ¿y a ti cómo te va? Quizá tengamos problemas. Y Gayolita, ¿dónde estás?, tardo diez minutos.
Al verla empujar la puerta de la cafetería donde la había citado se sintió más tranquilo.
—Irán dos mujeres en el coche del general —le dijo ayudándola a empinarse en el taburete de la barra—. Su hija y su nieta, una chavala de quince años.
—Pues sí que estamos buenos.
Levantó las cejas, no sé qué decirte, guayabete, está todo muy adelantado. Hay tres comandos esperando en su puesto, así que si esto no lo para Papadoc creo que no va a tener arreglo.
Se miraron a los ojos preguntándose en silencio, ¿qué podemos hacer? Durante un tiempo fue una conversación mental, ya que sobraban las palabras para comunicarse todo el horror del momento, el horror y al mismo tiempo el pánico, porque tal como está Zin, Gayolita, con el odio que me tiene, le faltaría el tiempo para pegarme cuatro tiros si me decidiera a actuar por mi cuenta, ¿a qué le dices tú actuar?, ¡a parar este golpe como sea! Y, también mentalmente, lloraron sus ojos secos en silencio, y se cogieron de la mano, estrujándose los dedos, llenos de humillación, hasta dónde hemos llegado, Gayolita, pedimos consuelo a nuestras manos y las rechazamos instintivamente porque están manchadas de sangre.
Se soltaron a impulsos de un inconcreto sentimiento de repulsión.
—Van a pensar que hacemos manitas —dijo Gayola.
Y él:
—¿Dónde demonios se habrá metido Papadoc?
—Llama otra vez, aunque sea desde aquí mismo.
—Ahora vuelvo.
Josechu repitió la llamada y consultó su reloj, va a ser la una y el general sale de Capitanía a las dos en punto, pensó mientras buscaba a Gayola con la mirada.
Cuando volvió a su lado estaba muy pálido.
Nada, no está. Y añadió quitándose el tabardo, demasiada calefacción, pero ella sabía que no era la calefacción, era una mezcla de remordimiento, miedo y desesperanza, y un oculto temor hacia un Ser inconcreto que le transmitía el mensaje, no puedes consentirlo, Josechu, sería una acción atroz, dos mujeres…
—Dos mujeres, Gayolita. ¿Te haces cargo? Y una de ellas es una niña todavía.
—El Mostachos tiene razón. De un tiempo a la parte tenemos la negra.
Josechu se había puesto de espaldas a la barra por si descubría entre los clientes algún sospechoso. Nada de particular. Dos parejas jóvenes en las mesas y los habituales del chateo, a juzgar por la familiaridad con que trataban al camarero.
—Tengo que irme —murmuró Gayola—. Si te parece, puedo hablarles a Zin y al Mostachos.
—¿Y qué piensas decirles? ¿Qué tiren con agua bendita?
—Simplemente que tengan cuidado.
—¿Ésos?
—Entonces seguiré buscando a Papadoc. No se puede hacer otra cosa.
—Llama a todos los pisos. Puede que lo encuentres en alguno de ellos.
Una pausa.
—Me voy —dijo ella deslizándose del taburete. Y le miró, piensa bien lo que haces, y no te metas en líos, decían sus ojos, y su sonrisa triste añadió, mala suerte, paciencia.
—Hasta las dos menos veinte en punto espero tu llamada aquí. Si dieras con Papadoc, que me llame él personalmente. Pero recuerda, hasta las dos menos veinte. Ni un minuto más.
—Está bien. Ten mucho cuidado.
—Lo mismo digo.
Por fin me entero del motivo de tantas idas y venidas. Me lo dice Mostachos, que entra cuando Gayola se lleva a Zin de aquí con el pretexto de cambiarle el vendaje.
—Hemos vaciado el piso. Nos lo hemos llevado todo a otra parte.
Sentado a los pies de la cama, el Mostachos continúa, no ha sido nada fácil, joder, todas las pipas, la munición, tres Mariettas, una docena de granadas, no sé cuántos botes de humo, uniformes, placas, la intemerata, joder, pero ya está —añade. Y sonríe pasándose el canutillo de regaliz de un extremo a otro de la boca—. Tu hermano hace el último viaje. Los disfraces. Un circo parecía con tanta ropa.
Se queda mirando al techo.
Mikel es todo un hombre —dice—, no como tú, que te metiste en esto por presumir. Ni siquiera ha querido ser un liberado. Se conforma con pertenecer a un comando legal. Y trabaja, el tío. En cambio tú la has cagado.
De pronto se levanta y grita, ¡has engañado hasta a Papadoc!, yo se lo advertí. No lo liberes. Mira que el nene está sonado y cualquier día nos la arma. ¿No te das cuenta? El hecho de haber matado a ese coronel ya dice la clase de tipo que es.
Inesperadamente me agarra del cuello y clava sus pulgares en mi garganta.
—Podría matarte pero no quiero que me debas el favor —dice. Y oigo crujir sus dientes entre el apestoso pedazo de regaliz.
Tras escupirme en mitad de la frente observo que sus rasgos se relajan. Me suelta y sale precipitadamente para volver en seguida con un cóctel Molotov, que deja en el suelo a un par de metros de la cama, le pegaremos fuego al piso, dice sin mirarme, mientras yo observo la pequeña ampolla con ácido sulfúrico a un centímetro escaso del nivel de la gasolina.
A fin de ocultar el temor a que me achicharren vivo le pido tranquilamente un ducados. Accede, qué raro, pienso, y se queda mirándome como si fuera un bicho raro, mientras fumo con los ojos entrecerrados, como si en el cuarto no hubiera nadie más que yo.
—Es cojonudo esto que me pasa a mí —le oigo decir, y por su forma de hablar deduzco que se ha tranquilizado tras el ataque de furor—. ¿Sabes? La verdad es que todavía no te conozco. Y eso que nunca te he perdido de vista. Nunca. ¿Lo oyes? He sido tu sombra. ¿Sabías que también te vi cuando te cargaste al municipal? Se lo conté a Papadoc pero él seguía en sus trece. Necesitamos hombres como él, tiene fibra. Dime, ¿cómo te lo has montado para engañarlo? Claro que ahora no es lo que era. Ha perdido la fe. Y es que tú le haces dudar. Es eso. No sólo provocas la caída del comando y te lo cargas todo sino que además hundes a Papadoc. Lo haces dudar, maricón del culo. Dios, Dios, Dios… A veces, cuando llego tarde al piso, entro despacio y me tumbo al pie de su cama como si fuera un perro. Entonces le oigo. Sólo pronuncia una palabra, Dios… Cuando se levanta parece el mismo de siempre, pero yo sé que no es así.
Como me intriga lo que está diciendo le dejo hablar, ha perdido interés y como él lo sabe lucha consigo mismo para que esto no ocurra. Sí, eso lo huele Eulalio, que es su perro fiel, ¡su perro y a mucha honra! Cuando lo borraron de la lista de los vivos no me lo creí porque él es capaz hasta de resucitar, y apareció un día en el caserío, subió a la montaña y vino a buscarme. Me buscó a mí, a nadie más que a mí, cuando todos los periódicos lo daban por muerto. Tú te acordarás de aquello.
Continúa, gitano, le digo mentalmente, desembúchalo todo, que estás a punto de revelar el misterio, pero el Mostachos enmudece, se pasa la mano por la frente como si volviera en sí tras un desvarío, ¿está loco de atar y se inventa las cosas o está diciendo la verdad? Se habló mucho de aquella muerte, pero no se encontró ningún cadáver. Él me dijo, Eulalio, vendrás siempre conmigo. Ahora vamos a hacer un trabajito. Le acompañé a la capital y mató a una persona muy importante. Era el soplón, claro. Lo liquidó limpiamente en el portal de su casa y desde entonces vamos juntos. Catorce meses después reapareció pero nadie sabe quién es Papadoc.
La risotada del Mostachos me impulsa a jugar fuerte.
—Yo sí lo sé —le digo.
—¿Tú? Pero ¿quién diablos te has creído que eres? No eres nadie. ¿Cómo podrías saber quién es Papadoc?
—Eso a ti no te importa. Lo sé y basta.
—¡Mentira! —grita. Y le oigo montar la pistola.
Aplasto la colilla en el suelo y, mientras lo hago, le reto con la mirada, vete a la mierda, gitano apestoso, digo, y me vuelvo cara a la pared. Haz que acierte, Dios mío, pienso al sentir sobre mi nuca el cañón de la Parabellum.
El remedio no está en las ideas, el remedio está en ti mismo, Josechu, en tu alma, incapaz de aprender a hacer un surco sobre la tierra o de escribir una simple cifra, tu alma, que nunca conseguirá razonar porque no ha sido creada para ello, que sólo sabe sentir, por eso detecta en seguida el mal y alcanza las cumbres más altas de la contemplación o accede al éxtasis creador. Permanece atento y oirás los himnos secretos de tu alma, Josechu, lucha con todas sus fuerzas, que sea ella el tajamar que abra tu camino hacia la Divinidad en el mar de roca de las ideas.
Escuchaba una voz secreta mientras vigilaba la puerta de la cafetería desde la mesa a la que se había sentado ante un café desangeladamente frío. Achacó a la calefacción el malestar que sentía, algo muy parecido a un mareo acompañado de sudor de manos. Todavía vibraban los músculos de su cara, los acababa de ver él mismo saltando bajo la piel cuando se miró al espejo del servicio, y le salió la pregunta clave, ¿podrás perdonarme, Dios mío?, después de anotar el número de Capitanía tomado del listín. Y fue entonces cuando pensó en su alma y en el alma de los demás, el alma universal, comprendiendo mediante una especie de revelación que en el alma universal se encierra el concepto prójimo y que, por eso mismo, el prójimo quedaba convertido así en el objeto de contemplación más hermoso, el más noble.
¿Qué decides, Josechu, seguir los dictados de tu alma o liar una ensalada de tiros cuando veas entrar por esa puerta a los guardias o quién sabe si a tus propios compañeros? Se hizo esta otra pregunta mientras miraba el reloj, veintitrés minutos para las dos, registró su cerebro, y en aquel instante un jovencísimo camarero con la cara llena de granos, señor, le llaman al teléfono, y sus palabras murmuradas sonaron en los oídos de Josechu como cañonazos de apocalipsis o como campanas al vuelo, no lo habría sabido decir. Le dolían las sienes mientras bajaba precipitadamente los escalones en busca del teléfono, diga y en seguida la voz baquelitizada de Papadoc, ¿Josechu?, sí, acabo de hablar con Gayola y ya es tarde para todo, así que lo siento. Le temblaban los labios como al fumado que empieza a viajar, escupía blancuzcas pelotitas de fiebre, pues escucha bien lo que te digo, el que lo siente soy yo pero ya he llamado al interesado y he hablado con él, no irá, así que puedes retirar a tus perros. Y colgó, para marcar a continuación el número de Capitanía. Con el general Villacorta, en persona, sí, que se ponga en seguida que se trata de un asunto de vida o muerte.
La calle se había llenado de luz. Nubecitas en lo alto impulsadas por un viento residual. Lágrimas en los ojos, de frío o de emoción de vivir y de saber vivos a los demás, al soldado que le había pagado el vino en gratitud por el bic, al general, que nada malo le había hecho, a su hija y a la nieta, a las que ahora veía de verdad, las estaba viendo al solillo tímido de la Navidad urbana, envarada la mamá entre pieles, reidora la hija en la charla insustancial con el chófer. Y un estallido de risas a su alrededor procedente del coro de vírgenes y menos vírgenes de bata azul con el logotipo de la fábrica estampado sobre el bolsillo, y los mismos gorriones de siempre picoteando el frío de las sombras, que empiezan a estirarse soñando estufas de calor familiar, y un anciano perdido dentro de un holgadísimo gabán, vida que espera otra vida perdurable, y el agua del surtidor, el llanto vegetal del sauce, y los cuartos en una campana de reloj de torre, los cuartos de las dos, y finalmente los dos tañidos liberadores, solemnes, tendidos sobre la ciudad. De pronto, avanzando entre un grupo de oficiales, el propio general. Es un hombre menudo de cutis sonrosado y pelo blanco. Josechu se acercaría y estrecharía su mano, se ha quedado un día muy hermoso, general, después del ventarrón de esta noche, y el general le contestaría, no me hable, que no he podido pegar ojo, resulta que mi dormitorio está… El general habla con su hija, que se lleva una mano a los labios, reflejo inequívoco del pánico, mientras la niña sigue charlando con el chófer y un comandante como una torre ordena a un guripa, tú, tráete un taxi en seguida.
Un extraño impulso arrastró a Josechu hacia la acera de Capitanía, de la que ya había desaparecido el general. Al cruzar por delante de la puerta tuvo que saltar para evitar la embestida de la moto procedente del patio de armas. Siguió caminando, zancada larga, la Parabellum en la banda oprimiéndole el pecho, ¿quién es usted?, le había preguntado el general por teléfono, no sea ingenuo, señor, y haga en seguida lo que le digo, refuerce la guardia de su casa y no aparezca por allí hasta dentro de una hora. Pero el motorista de Capitanía le daba muy mala espina.
Se alejó de la replaceta y torció por una calle de poco tránsito en dirección al mar. Se preguntaba si detrás del terror no estaría el alma, en una época de crisis de valores humanos como la que le había tocado en suerte. La Historia no me dará la respuesta, pensó, porque la Historia sólo refleja la imagen del hombre atormentado. La respuesta está en mí, un infeliz que descuida el alma de puro sabida.
El Paseo Marítimo estaba desierto. Había, lenguas de arena que se rizaban a impulsos de la brisa, arena crujidora sobre el firme, polvo de arena en el aire y, envolviéndolo todo, el aroma salobrenco del mar. Ni una gaviota. ¿Estaría en su sitio, fresca aún, la sangre de Sanromán? Josechu cruzó el amplio paseo en dirección al lugar. Es el lugar, se dijo, mi lugar, pero la sangre de Sanromán no estaba. La cubría piadosamente una fina capa de arena.
A impulsos de una curiosidad en cierto modo morbosa entró en el bar donde había estado por última vez con Begoñita.
—¿Tú por aquí, Josechu?
—Ya ves.
El dueño palmeó su espalda.
—Olvidados nos tenías. ¿Cuánto tiempo hace?
Entornó los ojos haciendo memoria sin necesidad.
—Pues unos dieciséis meses.
—Bien me acuerdo. Fue el día que se cargaron a Sanromán. En agosto, ¿no? A Mikel sí que le veo. Pocas veces, pero viene por aquí. ¿Un blanquito?
—No. Una cerveza fresca.
—Ya sé. Bien fresca. Helada.
Rieron.
El establecimiento estaba desierto y Josechu miró la terraza desde la puerta cristalera. Le parecía estar oyendo la voz de Begoñita, me estás haciendo daño y, en seguida, Iñaki, ¿te molesta?, el vuelo de la falda, las cintas negras de las alpargatas, su explosión de ira, ¡mala zorra! Había pasado la eternidad de unos pocos meses, caminos borrados, arena donde antes estuvo la sangre, la barcarola de la infancia que naufraga entre potes y muslos de mujer, ¿todavía viene Gloria por aquí?
—… se casa la Gloria.
—No lo sabía. ¿Contra quién?
—Tápate los oídos. Con un nacional de Andújar.
Y en esa eternidad de unos meses el mundo seguía empequeñeciendo, nadie estaba de acuerdo con nadie, todos escribían canciones de protesta, todos las cantaban, todos publicaban libros cargados de razón, pero todos seguían siendo insolidarios, cadáver tras cadáver la pila de asesinatos llegaba al cielo, desaparecido tras desaparecido llegaba a desaparecer el mismo Dios, y mientras tanto nacían millones de infortunados, el mar y el campo se morían de vergüenza y la conciencia humana entraba en bancarrota.
—¿Y qué haces ahora, Josechu?
—Viajo.
—¿Por Francia?
—Por donde se tercia.
Viajo con la imaginación, idiota. Entro en el dormitorio de Begoñita, regreso al país de mi infancia, donde el tiempo se murió a las nueve menos cuarto, procuro olvidar que hay un presente.
—Esto es cerveza. Las cosas como sean.
—Tú dejaste la oficina, ¿no?
Lo dejé todo, hasta la esperanza, pero gano más.
Te miento. Tengo que mentirte porque tu cerebro no entiende más que las mentiras, si compro a tanto y vendo a tanto gano lo que sea, y los demás que se jodan, ¡mercachifle!
—¿Y Zin? ¿Sigue viniendo por aquí?
—¿A cuál de los dos te refieres?
—Al señorito. El otro se ha casado.
—Con tu novia.
—Cóbrame, anda. Y la lengua te la metes en el culo. Con mi novia no se casa nadie más que yo.
Tus malditos prontos. Papadoc te lo advirtió, reprime tus prontos, pero es que con esta gente no es posible. Caminaba hacia el centro, y aceleró el paso entre sus propias ruinas, el cielorraso que se hunde entre una nube de polvo, la torre de la central que salta por los aires, aquel tipo calvo y bajito que cae a cámara lenta porque un pedacito de plomo soplado por el dedo de Gayola se le mete en la crisma, ¡era un chivato!, pero es que la vida se ha de respetar, aunque sea la de un chivato, allá él con su dios particular, la conciencia, discurría por una calle desierta, puertas y balcones cerrados a cal y canto, ¡cuidado con los terroristas!, cuando distinguió dos figuras escurriéndose en un portal. Me siguen, pensó, y apretó el paso.
Le miraban los muebles de su casa, ¿te has lavado las rodillas?, la voz de la madre, soñaba el soldadito de plomo que murió un día de calor fundido por el sol de agosto, ¿qué quiere usted?, le perseguían los compañeros, ¿será el Mostachos?, mientras sus piernas empezaron a correr por sí solas. Tengo que hablar con Papadoc. Mas el número de Papadoc seguiría con su pitorreo de timbrazos vanos. Y aquéllos le esperaban escondidos en el portal, mejor dar la cara. Volvió sobre sus pasos. El patadón en la puerta, la pipa en la mano, ¡no os mováis!, y la sorpresa. Las nalgas contraídas del chaval y su cara asustada, ¡no tire, no tire!, se la había metido a la niña gorda con cara de pepona triste, y ella, las vergüenzas al aire, no se lo diga a nadie, si quiere lo hace conmigo, y Josechu que suelta la carcajada, podéis continuar, ¡ánimo, macho!
Vibraba en su vientre una risa descontrolada, de nervios, jovencitas empiezan, pensó, y no pudo reprimir una nueva carcajada, seca y triste esta vez, mientras paraba el taxi que avanzaba despacio hacia él. Se hundió en el calorcillo animal del asiento, al centro, dijo, e inmediatamente su cuerpo se tensó de sospechas, pero qué idiota eres, Josechu, son ellos, el taxi es de ellos, de no ser así ¿cómo te explicas la casualidad de encontrarlo a estas horas, casi las tres, en el Paseo Marítimo, con los poquísimos taxis que bajan hasta aquí? Y en eso la voz malhumorada del taxista, el centro es muy grande, si no precisa usted…
—Le avisaré cuando tenga que parar. De momento suba al centro por donde quiera.
—Sí, señor.
Tenía la seguridad de que le buscaban, como locos andarán, sobre todo Zin, mas no quería morir sin confiarse antes a Papadoc. Cien pares de ojos vigilaban desde el vehículo aceras y portales, al tipo que lleva en la mano una abultada cartera y que camina demasiado despistado como para no infundir sospechas, al coche que se pega detrás, un pelillo apenas del taxi, al quiosquero con unos periódicos ocultando su mano, ése es, y la culata de la Parabellum, su piel escamosa, cosquilleando en los dedos de Josechu, pues te la ganas, cabrón, mas el taxi seguía, cruzaba en ámbar en las mismas narices del urbano, sospechoso también porque nunca se sabe quién se esconde debajo de un uniforme.
Aprovechando un cebra saltó a otro taxi, ¿conoce el Delfín Verde? ¿El restaurante? Le apetecía comer bien antes de pasar a la otra orilla. Y de nuevo los semblantes, las miradas, un verdadero río de brazos y piernas, de gestos, ademanes, la disnea en los labios cianóticos de una mujer cargada como un mulo, el jorobado con el baúl de escarnios a la espalda. Recordó la fascinación que en su adolescencia habían ejercido sobre él los despojos. Se sentaba en el primer tajamar del puente y veía flotar entre las sucias aguas del río cantidad de desperdicios, un ramo de novia con flores de difunto, abiertos los pétalos como cruces, botellas de plástico, una muñeca sin brazos, feto hinchado y deforme flotando entre dos aguas, una col blancuzca como un cerebro disecado, la panza globulosa de un gato, una barra de pan deshaciéndose como un puñado de entrañas recién arrancadas. Le fascinaban aquellos despojos como ahora le fascinaba la gente anónima, en cuyos movimientos sólo veía simples reflejos que les conducían aceleradamente hacia la descomposición final, sin tener conciencia de estar atrapadas irremisiblemente en la corriente que los arrastraba. Ciegos y sordos a cualquier clase de estímulo que no fuera el material, acumular, situarse o simplemente sobrevivir. Pensaba que habían olvidado el alma, la única forma y posibilidad de expresión de la vida, y que por ello se habían convertido en desperdicios, entrañas de pan gelatinoso, fetos informes o flores de difunto atadas con la cinta del ramo de novia, basura.
En el restaurante vivió fantasmas de toda clase. El de su primera comunión, comilona con familiares ruidosos y un rumor de mariposas santas en el pecho, la mesa estaba allí, en aquel rincón, y padre tenía los sobacos sudados cuando se quitó la americana. Se había sentado a la misma mesa en la que solía almorzar algunos festivos con Begoñita, exactamente bajo el aplique en forma de farol, luz de caramelo disecado, y le parecía tenerla allí, su mano pálida sobre la de él, cuidado, Josechu, el vino te pone burro y luego me las haces pasar moradas, y la sutil intención de su mirada, pero no dejes de beber algún vasín, me gustas burro.
El maître le saludó.
—¿Solo?
—Como la una.
—Muy bien, señor. Si me permite, le recomiendo las cocochas.
Fantasmas de la violencia. Sangre en el suelo del cuartelillo, insultos, golpes, cuerpos que se retuercen de dolor, pensó que en aquellos momentos continuaría el despliegue policial empezado sobre las dos de la tarde, con las espectaculares redadas, ¡tú y tú, arriba!, y sufrió con el sufrimiento de sus camaradas pero, se dijo, ni tengo vocación de matarife ni estoy dispuesto a dejarme cazar como si fuera un conejo. Me buscan, tanto unos como otros se han movilizado y van de caza, y mientras tanto, una recordada Begoñita de cristal a su lado, silencios de identidad entre ambos, ningún contorno separándolos, ninguna sombra, metido cada cual entre las paredes del cuerpo del otro. Es el paraíso perdido, Josechu, y sonrió, chocando la mueca de su risa contra la negrura de los ojos de aquella mujer, qué morenaza, muslos entrevistos, el arroyo oscuro de las sombras derramándose entre los pechos.
—¿Aceptas que te invite?
—Nunca te he visto por aquí.
—Pues a los siete años ya venía, recela, es la primera lección que aprenden, ojo, que a lo peor te sale un terrorista que te corta en pedacitos y se pega la gran cena.
—Ya que te sientes rumboso…
—Solo. Eso es lo que estoy. Jodidamente solo.
—Todo el mundo está solo.
Dicen que a los condenados a morir les llevan mujeres, ¿voy a ser menos yo?, y el cuerpo que se levanta y se bambolea dentro de la piel levísima del vestido, que intenta pasar entre dos mesas con mantelitos cafeconleche, no sé por qué ponen las mesas tan juntas, ostras, dos nalgas que se adivinan prietas bajo el pespunte insinuado de la minibraga y que proclaman aquí estamos para lo que quieras mandar y, en seguida, un repicar a gloria de zapatitos de mujer.
—Bueno, pues ya estoy aquí.
—Bien venida a bordo. Las cocochas me han recomendado.
—No está mal.
No estaban mal. Ni lo que llegó después de las cocochas, regadas con fresco cartadeplata, ni el champán francés. ¿Para qué necesitas la pasta, Josechu? A nadie tienes, nada esperas, pues que lo disfrute la maciza.
Con el café, el imprescindible:
—¿Vives lejos?
—Tengo un apartamento aquí mismo. Pequeño…
—… pero acogedor. ¿Sola?
—Completamente. No me gustan las amigas. Ya sabes lo que pasa. A veces te salen lesbi y te montan el rollo de la ternura clitórica.
Minutos después, el beso en el ascensor, las pieles que se abrasan sobre la fresca sábana y todo lo demás. Al final, nada. El prosaico grifo de un bidé, el crujir de la mercancía en los billetes y, sobre la sábana, como único recuerdo, la enjoyada mancha del amor como un mineral derretido, nada también.
—¿Puedo telefonear?
—Si es interurbana, sí.
—Roñosa.
En vista de que Papadoc seguía sin contestar llamó a Gayolita, ¿cómo va todo por ahí?, y las preguntas de ella martilleando en el oído, ¿sigues entero?, ¿dónde estás?, ¿tampoco sabes nada de Papadoc?, ya te explicaré, tú cuéntame qué ha pasado, todo lo que puedas imaginarte y más, ¿no oíste la radio?
La morenaza le acompañó hasta el ascensor, adeu, noi, y se besaron dos nacionalidades.
Les digo:
—Lo que pasa es que yo pienso y los pensamientos se transmiten sin necesidad de emplear palabras, eso es lo que pasa, que vosotros, vagos mentales, me habéis captado lo que vengo rumiando y estáis cabreados porque os consta que tengo razón. Eso os jode, es comprensible, porque os he puesto en el disparadero, o dejáis de hacer el bestia mataperros o ya sabéis lo que os espera, arrastraros por ahí sin ilusión de vivir, porque ya me diréis qué clase de vida es ésta. Y no me vengáis con el cuento de que esto no entra en los cálculos del revolucionario, en su lógica. En los libros queda muy bien, pura teoría, si os apetece os los recito de memoria, pero la vida real, la vida de todos los días, no es un libro, no tengo por qué explicaros esto porque lo sabéis mejor que yo. Ahora, si hay cojones, lo aceptáis sin más y si preferís seguir fingiendo, allá vosotros. Caminos siempre los hay. No sé. Uno puede decir humildemente lo que le pasa, cansancio, manías, lo que sea, que no por eso deja de ser un revolucionario. Puede ser útil a la Organización en cualquier servicio que no sea el de apretar el gatillo contra las personas, eso, lo repito, eso es una barbaridad, digáis lo que digáis. Lo que no puede ser es dejar de pensar, eso ni Papadoc ni nadie, coño, no somos animales. O al menos yo no lo soy. Amaestras un perro y le enseñas a hacer presa en la garganta, ¡pues eso es lo que han hecho con nosotros! Y a mí no me da la gana.
Veo sobre la mesa los instrumentos de la ejecución, una Parabellum, creo que la de Zin, ¿tendrás valor para liquidarme?, hay también una capucha negra, el rollo de esparadrapo para la boca y las esposas Pegy, las de lujo, pienso, aunque con las que llevo tampoco hay quien se escape.
Zin y el Mostachos se han sentado a la mesa con la cara muy seria, de tribunal, qué cinismo. Zin, a quien siempre le ha chiflado lo teatral, se levanta y deja junto a la pipa, en la mesa, la bolsita negra con las bolas. Entonces Mikel, que se ha sentado detrás de ellos y que quiere salvarme, Mikel aconseja que no se precipiten.
—Repito que esto no es un tribunal y lo digo, no porque la persona a la que vais a juzgar sea un hermano mío, sino como miembro de un comando legal. Además, hay que contar con la opinión de Gayola, ¿tú qué dices?
—Digo que no renuncio al derecho de usar bola pero que me niego a la farsa mientras no venga Papadoc.
Zin:
—¿Y si no vuelve?
El Mostachos le mira y sus ojillos de comadreja preguntan qué coño quieres decir, ¿qué le han frito por ahí o que se ha largado?
Gayola vuelve a tomar la palabra:
—Si es preciso, y en este caso lo es, se aplaza el juicio.
—Ya lo aplazamos una vez —replica Mostachos.
—¿Y tú con qué derecho me quitas la pistola? Mira, gitano, que te conozco, eh. Lo que tú quieres es darle gusto al dedo. O di, ¿tanto te estorbaba la camarera esa? Ella no sabía nada.
—¡Se cargaron al Burguete por culpa suya!
—Déjate de cuentos. Exijo que me devuelvas el arma. Es mi arma y la quiero aquí y ahora. Ahora mismo, Zin, ya lo sabes. Y tú, Mikel, con que a ver qué pasa aquí.
Mostachos:
—¿Para que tú se la des al nene?
—Para lo que sea.
Me das asco, Mostachos, pienso, y le escupo mi rabia.
—Tienes muy mala leche, eso es lo que hay. ¿Sabéis que acaba de hacer conmigo ahí dentro?, me ha puesto la pistola en la nuca, ¡te gusta torturar a la gente!, y lo único que pretendes es apoderarte de nosotros, empezando por ti, Zin, que parece mentira que no te des cuenta con lo listo que eres cuando quieres. Desarma a Gayola, me elimina a mí y luego hace contigo lo que le da la gana. Así se hace el amo del comando a falta de Papadoc.
Mikel levanta la voz más de lo que es habitual en él.
—Antes tendrá que vérselas conmigo.
Y Mostachos, pero ¿qué comando ni qué leches? No hay comando. Y tú solamente eres el responsable, nene.
Gayola grita:
—¿Qué hay de mi pistola?
A una señal de Zin el Mostachos saca del cinto la Parabellum y se la entrega a Gayola, que comprueba inmediatamente el cargador.
—Si queréis, dice Mikel levantándose, podemos empezar. Pero con la condición de que mi voto sea válido.
—Tú eres su hermano —dice Zin.
—Muy bien. Pero actúo en lugar de Papadoc. Y no os hagáis ilusiones porque somos dos contra dos.
Gayolita y Mikel se miran. Silencio. Y la voz serena de Zin:
—Hay otra solución.
Mikel le interroga con la mirada.
—Le damos la pistola con una bala y que se encierre en el cuarto otra vez.
Meneo la cabeza. Lo siento, Zin, le digo, pero no pienso suicidarme.
—Creo en Dios.
—Ahora nos sales con Dios. Bonita tapadera. ¿Desde cuándo te has hecho tan beato?
—Tú no lo comprenderías porque te come el odio. Lo sé todo, Zin. Me odias porque Begoña me quiere. Me quiere a mí. Y cuando trataste de abusar de ella, ¡puerco!, a pesar de ser la mujer de tu hermano, que eso tampoco te quita el sueño, ella te lo dijo. Te dijo que tú y tu hermano le dabais asco y que seguía enamorada de mí.
Me vuelvo hacia Mostachos.
—¿Sabías tú esto, gitano? ¿Vas comprendiendo? El juego está entre vosotros dos. Pero yo te digo que no te fíes de Zin, no, Mostachos, desconfía del agua mansa. Te dejará hacer, hará como que se deja engañar, pasará por todo hasta que me pegues un tiro, esa bala que guardas tan cariñosamente para mi nuca, y lo hará porque así nunca sería el asesino del hombre que quiere Begoñita. ¿Comprendes? Y al final te joderá bien jodido y dirá a la Organización que fuiste tú quien forzó un juicio ilegal, quien cometió un asesinato. Y la Organización acabará contigo por ensañamiento. Dos crímenes, esa chica y yo, dos crímenes a sangre fría y en veinticuatro horas, ya me dirás, después de la fama que tienes. Porque con Papadoc no cuentes. Papadoc…
El Mostachos me fulmina con la mirada.
—Papadoc qué.
—Mira, no quiero enredarte pero me da la espina que piensa lo mismo que yo. A saber cómo quiere enfocar su vida.
Mi andanada hace impacto en Mostachos, que se queda mirando a Zin, se revuelve y acaba levantándose para meterse en la cocina y salir de allí con un botellín de cerveza en la mano.
—Estamos como cabras —dice. Y después del primer trago indica a Mikel que puede sentarse a la mesa—. En nombre de la Organización —afirma sin mirarme—, te acuso de traición, de desobediencia al mando y de haber sido el causante de la muerte de un compañero. Si tienes algo que alegar, empieza.
—No es justo matar a dos mujeres inocentes. Pero, justicias aparte, el hecho resultaba impolítico. La gente se nos habría echado encima.
—Nuestras muertes son siempre actos de justicia y tú no eres quién para decidir —interviene Zin.
Luego se extiende sobre lo que ha de ser la disciplina para un milis. Somos un ejército revolucionario en Guerra Revolucionaria contra un enemigo mil veces más fuerte que nosotros. La circunstancia de que esas dos mujeres acompañaran al general no justifica en absoluto la delación, eso sin contar que no sabemos si irían en el coche y si, de ir, habrían muerto en el atentado. Y habla de la brutal represión del enemigo, del cerco al que escaparon de verdadero milagro gracias a la sangre fría del Mostachos, aclara, y de cómo cayeron dos compañeros del comando de apoyo, uno muerto y el otro gravemente herido, por mi falta de responsabilidad.
—Y esto que digo no lo dicta el odio —brama golpeando la mesa con el puño—, esto son hechos concretos, indiscutibles, ¡hechos reales!
—Has provocado la caída del comando —remacha el gitano— y pones en peligro la misma Organización. Eso es lo que hay. Así que habla, si es que tienes algo que alegar.
¿Cómo hablar a esta gente de Dios? Cierro los ojos y contengo la respiración. La sangre me golpea las sienes y siento los coletazos de mi yugular como una sierpe que se revolviera asustada, estoy perdido, pienso, porque en realidad les asiste la razón.
De repente, el desvalimiento, la desnudez absoluta, como si alguien me hubiera arrancado la piel y mi cuerpo fuese una fruta cuidadosamente pelada. El aire, las palabras, hasta mis propios sentimientos producen un dolor insoportable en mi cuerpo. Siento frío, es el pánico, Josechu, y mis poros abiertos, cada uno de mis poros, absorben el dolor de las palabras de Zin, que sigue hablando.
—Tú mataste por vanidad, ¡tú eres el asesino, no nosotros!
Habla a impulsos de la ira, y mis poros se llenan de espinas al comprender este cerebro mío la terrible verdad, no soy nada, la vida, mi vida, puede quedarse a oscuras en un momento, el ¡clic! Del conmutador que apaga la luz en una habitación. El temor, que supone la existencia de una esperanza, da paso al terror, pero así como la criatura humana puede escapar al temor, huir de él, el terror se vive y lo que me sucede en este momento es que estoy ante el espanto de vivir mi terror, víctima de mi propio terrorismo. ¿Qué me queda? ¿Existe en alguna parte una tabla de salvación? Mi presente se acaba sajado, amputado de mí mismo como a quien le cortan un miembro. Pero ¿existe el futuro? Mi voluntad se levanta dentro de mí y se abre paso a empujones entre los fantasmas. Tengo que convencerles. Hay que luchar si quiero seguir vivo. Abro los ojos y veo la barbilla temblorosa de Gayola, ¿valgo una sola de tus lágrimas?, Mikel me observa y baja la vista para no ver mi cara implorante. Tú y yo íbamos juntos, Mikel, en las tardes encalmadas de Jueves Santo, íbamos a ver a Cristo muerto. También estaba sin piel y yo sentía el mismo frío que siento ahora. ¿Por qué lo han matado, Mikel? Y tú, era demasiado bueno. Pero el suyo no es mi caso, Mikel, ¿dónde está mi futuro?
Hago un esfuerzo vocal y balbuceo:
—Nuestro futuro, el mío y el vuestro, es la eternidad.
Nadie parece comprender mis palabras. Lo que intento decirles y decirme a mí mismo es que hay que enfrentarse con la muerte para comprender el drama humano. Es entonces cuando se ve la realidad y cuando uno pone en duda lo que en el lenguaje de los ofuscados se llama seguridad, bienestar, fama, ciencia, sabiduría, Historia…
—Las grandes mentiras de la vida.
Mi nuevo balbuceo les desconcierta, sin embargo, a mí me traspasa el cerebro la lucidez como una espada de claridad, estamos cercados por las mentiras, compañeros, murallas de mentiras a través de las cuales penetran a veces los relámpagos del misterio, no los dejemos escapar, miremos cara a cara esos relámpagos, oigamos su mensaje.
—A veces uno se equivoca y cree ver la verdad donde sólo hay mentiras. Nos falta humildad.
Zin:
—¿Quién te has creído que eres para soltarnos ese sermón?
Nadie, Zin. Sin embargo me gustaría decirte, y no creo que pueda conseguirlo ya, que vivir no es tener los pies bien puestos sobre la tierra, esa es otra de las mentiras que nos han enseñado, vivir es pensar en la profundidad de la tierra bajo nuestros pies, ¿cómo te lo explicaría? Escucha, Zin, hay un pueblo debajo de una gran presa y los habitantes de ese pueblo viven en la irrealidad hasta que la rotura de la presa produce la repentina irrupción de la realidad en la conciencia de esos habitantes. Lo mismo pasa con la vida hasta que se enfrenta con la muerte. Entonces el yo pequeñito desaparece borrado por el yo de la clarividencia, un yo sagrado porque es la pequeñísima parte que nos corresponde a cada uno de nosotros de la Divinidad.
Después de la larga pausa, Zin me pregunta:
—¿No tienes nada más que decir?
—Nada más.
Que os pido perdón y os perdono, pero si os dijera eso mis palabras os sonarían a melodrama cobarde y tu odio me sonreiría valentón y los ojillos de Mostachos brillarían complacidos, canguelo es lo que tienes, nene.
Zin se levanta con la bolsita negra en las manos.
—Dos bolas, una negra y otra blanca, para cada uno. Ya sabéis cómo funciona esto. Metéis en la bolsa una de las dos. La que queráis.
Mostachos reniega, esto es una farsa, estamos dos a dos como ha dicho Mikel, y Zin pregunta a mi hermano:
—¿Qué hacemos en caso de empate?
Mikel me mira.
—Lo que se hace siempre —contesta.
Zin hace un gesto de dolor al levantar la mano herida. Después se dirige a mí:
—En caso de empate te soltaremos en la calle.
Soltarme en la calle significa la condena al acoso de mis propios compañeros, unas sombras que me perseguirán hasta acabar conmigo.
—De acuerdo, Zin.
En el portal volvieron los recelos. Temiendo que la morenaza sospechara de él y hubiera avisado a la policía, corrió hasta dar con un taxi vacío, al cine Capitol, y en seguida se llenó de la tristeza de la anochecida, el frío de las calles, el halo de los primeros faroles flotando en la niebla, el fantasma grisáceo de las fachadas, detrás de cuyos balcones se presentía el arbolito iluminado envuelto en gritos de niños y en tiras de papeles brillantes. Húmedas de vapor, las lunas de las cafeterías siluetaban perfiles y cuerpos de personas que se permitían el lujo de hacer proyectos, el mañana como una realidad auténtica, pensó. Y lágrimas de frío en los ojos de la enmitonada castañera, jovencísimas mamás empujando su futuro sentado en un Jané, parejas maduras exhibiendo el sacramento de su matrimonio, ella aferrada a él, sin soltarlo, la comitiva de un entierro, tú ya llegaste, amiguete.
Dejó el taxi delante del cine y siguió por la acera. Desde la primera cabina volvió a probar suerte con el teléfono de Papadoc, un buen sitio para que le dejen a uno seco, pensó. Y de repente le nacieron ojos por todo el cuerpo, me espían, seguro. Recordó sus palabras, si llegaras a defraudarme no tendría más remedio que pegarte dos tiros, y colgó, un golpe seco como un culatazo en la nuca del mismísimo Papadoc.
Sentía la boca llena de arena, el cartablanca, sospechó, y aligeró el paso con la esperanza gratificadora de un agua mineral en el primer bar. Un nacional metralleta en mano le miró un instante, ¿qué hace este tío por aquí?, mas Josechu pasó por delante de él seguro de sí, indiferente. Siguió caminando sin abandonar su actitud, sin embargo vigilaba los vehículos que aminoraban a su espalda, escrutaba los ademanes de los transeúntes, tensos los músculos del cuello y las manos listas para actuar en cualquier momento.
En el bar donde entró informaba la radio sobre los resultados de la amplia operación policial llevada a cabo aquel día. Por su parte, el ministro del Interior declaraba que, a pesar de los últimos éxitos, el desmantelamiento de la organización terrorista no iba a resultar fácil, por lo que recababa la colaboración ciudadana. «Ha sido una magnífica operación…», y Josechu se dijo para sus adentros que lo que había sido era un chivatazo como una catedral.
De nuevo en la calle miró el reloj, las siete y media pasadas, y obsesionado por el silencio de Papadoc, tomó otro taxi, dispuesto a buscarle en su cubil. En un movimiento instintivo echó mano de la pistola al oír la sirena de un coche patrulla a un centenar de metros detrás.
—Algo gordo está pasando —comentó el taxista—. Toda la ciudad está patas arriba. Dicen que han descubierto tres pisos francos y no sé cuántas cárceles del pueblo.
—La gente suele exagerar.
—No sé. Pero el centro y la parte antigua están materialmente tomados. Si le digo que hay un guardia en cada esquina no le exagero. Y en varios lugares han cortado la circulación. Nada, una guerra.
El taxista, que había parado como los demás vehículos de la calzada, volvió media cara.
—¿Es usted de aquí, de la tierra? —le preguntó.
—Yo soy del mundo. A mí estas cosas me resbalan. Paso de ellas.
—Suerte que tiene.
El coche patrulla avanzó como una exhalación por el lado izquierdo del taxi abriendo paso a tres vehículos llenos de guardias.
—Yo opino que esto es una ridiculez —comentó cínicamente Josechu—. Las guerras se hacen o no se hacen, ¿no le parece? Una guerra de verdad tiene que hacerse con tanques, bombarderos, portaaviones. O se mata o no se mata. Nada de medias tintas.
El mutismo del taxista le hizo pensar que se trataba de un simpatizante de la causa, si supieras lo que llevas aquí detrás te quedabas bizco.
—Dicen que ha habido muertos —insistió. Pero el taxista no hizo comentario alguno.
Dejó el taxi cerca de donde vivía Papadoc y anduvo un rato por los alrededores. Nada anormal. Los mismos clientes en los bares, ningún coche patrulla a la vista, calma chicha, murmuró. Pero al entrar en el portal sintió en su cara la bofetada acre del tabaco. Instintivamente se echó al suelo, seguro de que alguien le esperaba en la oscuridad. Percibió un rumor en el primer rellano y empuñó la pistola. Oyó una voz, apenas un susurro:
—Guayabete.
Respiró.
—Menudo susto me has dado.
Al echarse en sus brazos, al final del tramo, la pistola de Gayola le rozó una sien, ¿qué haces tú en la escalera con eso?, los besos de ella junto a la oreja, sus palabras atropelladas, la que se ha armado Josechu, no lo quieras saber. Se había pegado a él como una lapa a la roca y apenas podía respirar de la emoción, pensaba que te habían liquidado, murmuró, te lo advertí, piensas demasiado, y el aliento helado de ella en la boca, bésame, guayabete, ¿sabes?, estaba dispuesta a cargarme a quien fuera, y la risa de él.
—No me lo jures.
—Porque yo estaba segura. O te traía alguien aquí o venías por tu propio pie.
Subieron al piso de Papadoc y Josechu utilizó el llavín que tenía. En el interior, silencio. Y la penumbra de la media luz que entraba por el balcón. Gayola cerró la contrapuerta al mismo tiempo que Josechu encendía la luz. Pegado a la pared avanzó hacia la cocina con el arma en la mano. Todo en orden.
Gayola se dejó caer cansadamente en una silla que había junto a la mesa comedor.
—El asunto está jodidísimo —dijo. Y añadió mirándole a los ojos—: Tienes que desaparecer. Esfumarte.
—Bueno, explícate.
Pero en vez de hablar se abrazó a las piernas de él, que se había sentado en el silloncito de Papadoc, esto es un infierno, y le contó que la orden de retirar los comandos, dada por Papadoc, había llegado demasiado tarde, Zin y el Mostachos aún tuvieron suerte porque el gitano paró un coche a punta de pistola y escaparon al cerco, pero uno de los comandos de apoyo, no sé por qué, se puso nervioso y dos de sus hombres se liaron a tiros con los nacionales, fíjate qué burrada, meterse en un ultramarinos de barrio, y menos mal que estaba vacío.
—Mataron a Koldobika, tú le conoces, ¿no?
—Algo.
—Y al otro, todavía no sabemos quién es, dicen que le han metido seis proyectiles. En el pecho, en la barriga…
—¿Y Papadoc?
Gayola meneó la cabeza.
—Otro misterio.
El cuerpo de Gayola descansaba sobre los muslos de él, Zin asegura que está tramando algo.
—¿Papadoc?
—Eso dice. Quieren matarte, Josechu. Y mostachos igual. Ha perdido la chaveta desde que no encuentra a su Papadoc.
Levantó la cabeza.
—Papadoc nos informó en seguida de lo que habías hecho y dio orden de que te lleváramos al piso.
—Para liquidarme, claro.
—Nos dijo que no te tocáramos ni un pelo de la ropa. Que ya vendría él a reunirse con nosotros. Pero yo le tengo más miedo a Papadoc que a los demás.
Una pausa. Y la pregunta de Gayola, ¿qué crees que hará? Qué va a hacer, pensaba Josechu, rezarme un responso en vida y facturarme para el otro barrio.
Le preguntó qué sabía ella de Papadoc.
—En realidad, nada. Lo que todos. Pero el Mostachos, que le conoce de toda la vida según dice, habló en cierta ocasión de un tío muy importante al que habían dado por muerto. Lo que ya no pudimos sacarle es si se trataba de Papadoc.
—¿Un muerto de la Organización?
—No lo sé. Creo que sí. Claro.
—¿No serán cuentos del gitano?
—No creas. Corre una leyenda según la cual Papadoc podría ser un jefazo cuya muerte fue reivindicada por varios comandos anti–ETA.
—O sea, un muerto que no ha muerto.
—Eso es. Según la misma leyenda, él estaba refugiado en Francia y desapareció misteriosamente en los alrededores de un pueblecito. ¿Behovia?, hace unos cuatro o cinco años.
—Sé algo de eso. No se encontró el cadáver.
—Ahí está el enigma. Pero la leyenda dice que escapó muy malherido. Huyó a las montañas… con un pastor.
—¿El Mostachos?
—Tampoco lo sé. Yo creo que esto son historias. Porque se habla de que el tipo, fuera quien fuese, aprendió la tira de cosas mientras duró la recuperación, años. También se dice que cuando reapareció, la Organización empezó a golpear como nunca lo había hecho desde la operación Ogro. Peces gordos. Y que obligó al Gobierno a pactar con ella a raíz del secuestro de cierto diputado. Que en Madrid se la tiene en cuenta, aunque la gente no lo sepa, claro.
—Yo te diría un nombre ahora mismo.
—Mejor que no lo hagas, guayabete, dejémonos de historias y piensa en tu piel —y Gayolita ocultaba su cara entre las piernas de él.
Levantó la cabeza.
—Si quieres te acompaño —dijo—. Eso es. Nos vamos los dos. Yo sé cómo hacerme con un buen puñado de dinero. Podemos cruzar la frontera y…
—Y qué. Viviríamos como perros y al final nos cazarían.
Gayola le abrazó y de repente levantó los ojos al mismo tiempo que movía la nariz como los conejos.
—Hueles a puta cara —dijo. Y él se encogió de hombros por toda respuesta y sonrió como si fuera un niño travieso—, pero me da lo mismo. Si lo has hecho es porque lo necesitabas. Venga, decide si nos escapamos y me voy en busca de la pasta.
La tomó de una mano y la llevó consigo al pequeño dormitorio de Papadoc, mira, le dijo mostrándole las estanterías llenas de libros, mira lo que se traga nuestro hombre, están escritos en latín o en alemán y pensados por ángeles o por demonios, pero a él no le importa.
—No me extrañaría que hubiese resucitado de entre los muertos —y al decir esto sus palabras temblaron.
—Te obsesiona Papadoc. Siempre te ha obsesionado.
—¿Qué más dice la leyenda?
—Nada más.
—¿No habla de que el resucitado posee el poder de la anticipación? ¿De que lee en el hoy lo que ha de pasar mañana? ¿De que está en todas partes?
Apretó la mano de ella.
—¿Tú te acuerdas de aquel atraco al banco? Fue mi primera acción. Íbamos con Zin y Mostachos. ¿Te acuerdas?
—Sí.
—Había entre los clientes un cura. Yo me distraje mirándole y Papadoc lo supo. Me lo dijo después. ¿Cómo pudo enterarse de que allí había un cura y de que, además, el dichoso cura me distrajo?
Ella sintió un escalofrío.
—Y ahora me espera —continuó Josechu—. Sé que está esperándome en alguna parte. Quizá escondido entre esos libros o aquí dentro —y se golpeó el pecho—, ¡aquí!
—Pero ¿qué tonterías dices? Papadoc se habrá metido en algún sitio seguro hasta más ver. Ten en cuenta que la policía tiene un herido y que lo harán hablar. No está seguro aquí. Ni nosotros. Anda, larguémonos.
Lo arrastró fuera del dormitorio.
—Yo también estoy harta de todo esto —dijo—. Quiero ser libre. Necesito decidir por mí misma. Hazme caso, guayabete, vámonos. Hay otras tierras y en el peor de los casos, pues, mira, mala suerte, ¿qué se le va a hacer? Todo menos este infierno.
—Tengo que ver a Papadoc. Es preciso.
Josechu abrió la puerta y se lanzó escaleras abajo.
Dios protesta callando, por eso escucho su silencio dentro de mí cada vez que le pido el milagro, ¿qué milagro pides a estas alturas?, me pregunto, o quizá me pregunta Él, no lo sé, porque aquí dentro está todo muy oscuro, los pensamientos, la misma razón. Y mientras busco la luz oigo la voz de Zin:
—Quedamos en que cada uno de nosotros tiene una bola blanca y otra negra, así que podemos proceder a la votación. ¿Dispuestos?
El milagro que necesito es algo más que abrir el mar en dos como quien traza un surco en la tierra. Tampoco te pido la vida. Si no lo tomaras a mal te diría que estoy cansado de ella, y sin embargo miro con ansiedad los movimientos de Zin, su mano herida, cuyos dedos toman con dificultad la bolsita negra sujetándola por arriba, no con los pulpejos, porque el dolor le impide el movimiento normal de las falanges, y pienso que es capaz de hacer trampa con tal de conseguir mi muerte. Te decía que ignoro el milagro capaz de dejarme limpio, que no me atrevo a pedírtelo por si te exijo demasiado, porque yo necesito algo más que tu perdón. Quiero que hagas que lo que fue no haya sido nunca. Así que toma mi pedazo de tiempo, esa minucia, cógelo como si fuera una esponja empapada de crímenes y exprímelo, vacíalo de horror. Sé que puedes hacerlo y que si no lo haces es por la indignidad de mi alma o por mi atrevimiento. Porque no sólo se trata de olvidar los hechos. No es eso lo que pido únicamente. Tendrías que borrarlos de la memoria de todos y, a la vez, destruirlos.
La mano de Gayolita desaparece dentro de la bolsa y vuelve a aparecer, vacía como mi pensamiento, que se queda en blanco. Mikel, su mano fuerte y velluda, se hunde en la maldita bolsa como si la mano fuera todo él. Los dos me salváis de la ejecución, pienso, mas cuando esta farsa acabe me convertiré en una especie de judío errante con la muerte en los talones. Al Mostachos apenas le caben los dedos cuando insacula. Ahora es él quien coge la bola torpemente y el que vota es Zin, que envenena el recuerdo de nuestra niñez con su sonrisa helada.
—Está bien —dice mirando a Mikel en busca de su asentimiento—. ¿Estáis de acuerdo todos en que se ha votado correctamente?
Silencio.
—En tal caso, procedamos al recuento, Mostachos.
Oigo el ruido de las bolas al caer sobre la mesa. Y juro por Dios que no me sobrecojo al escuchar las palabras de Zin:
—Tres bolas negras y una blanca. Ejecución.
Gayola le dio alcance en el portal, qué modo de correr, resopló, casi me mato bajando la escalera, guayabete, y se colgó de su brazo. Le costaba lo suyo seguir sus zancadas por la desigual acera, miedo me da, pensó, porque cuando se pone así nunca se sabe el Cristo que es capaz de montar. Los rítmicos taconazos de él resonaban perseguidos por el eco en el callejón de sombras desde el que se veía, al fondo, una calle de tráfico regular con establecimientos grandes e iluminados.
Humedad. Niebla. El bulto informe de una rata saliendo de la alcantarilla, una rata cuyo chillido se agarra a la espalda en forma de repeluzno. El papel que cruje en la oscuridad.
—Aminora, hijo.
—Qué.
—Que corres demasiado.
El viejo embufandado que se cruzó con ellos se quedó mirándolos en mitad de la calle con las manos hundidas en los bolsillos del deformado pantalón.
—Estás llamando la atención. Serénate. ¿O es que crees que adelantas algo poniéndote así?
—Tengo que dar con Papadoc.
—¿Y Mikel? ¿Por qué no te pones en contacto con él? A lo mejor sabe dónde está.
—Deja estar a Mikel.
En la oscuridad, Gayola sólo alcanzaba a ver el perfil de Josechu. Escuchó su voz, alterada por el esfuerzo de la marcha.
—¿Tú qué opinas? ¿He hecho bien llamando a Capitanía o qué?
—Has hecho lo que te dictaba la conciencia. Ni bien ni mal. Pero lo has hecho a destiempo. Tendrías que haber avisado. Al menos a mí. ¿O es que no lo merezco?
—O sea, que he metido la pata. Pero es que ésa es mi especialidad, meter la pata. Bueno, sea como fuere, lo que te digo es que no me arrepiento de haber salvado la vida a esa gente.
—¿Y ahora qué piensas hacer?
Habían llegado a la calle iluminada y Josechu se paró en la esquina.
—Entregarme —contestó secamente.
—A Papadoc, supongo.
—Nada de Papadoc. Yo me entrego a mis compañeros. Al comando al que pertenezco y al que he traicionado. Lo de Papadoc es harina de otro costal. O sea que desde ya me entrego a ti. —Y juntó las muñecas sonriendo, pero Gayola le dio la espalda y echó a andar, no digas burradas va, a mí no se me entrega en la calle ningún tío, tiene que ser en la cama, de manera que corta el rollo.
Anduvieron un trecho en silencio, hasta que ella le propuso hacer unas llamadas.
—Quizá así daríamos con Papadoc —dijo—. Hablas con él, le explicas lo que ha pasado.
—Tú te vas al piso —cortó él—. Con los demás. Allí es donde debes estar. ¿O no son ésas las órdenes?
—¿Y tú?
—Yo iré a buscaros allí en seguida que haya resuelto un par de asuntos.
—No me quedo tranquila. Deja que te acompañe, anda. Puede haber algún loco suelto por ahí, y el refrán lo dice. Cuatro ojos siempre ven más que dos.
—Déjate de refranes. Mira, ahí tienes un taxi. —Y casi la arrastró hasta el interior del vehículo, donde la dejó después de haber echado un vistazo al conductor, tardo media hora, dijo, y advierte a los compañeros de partida que no se pongan nerviosos, que tengo muchas ganas de jugar con ellos.
Pero había de tardar bastante más por el tiempo que perdió en Saldúbar, la cafetería que solía ir cada tarde Begoñita con su marido y en la que no se presentó aquélla, y luego, en el bar Esquivel, donde conoció a Papadoc año y medio antes.
Unos veinte minutos estuvo en la barra de Saldúbar estirando la copa de Carlos III con la esperanza de verla por última vez. Estaba en su rincón habitual la peña de matrimonios jóvenes, con el marido de Begoñita, Iñaki, seriote como siempre, una sombra tiene encima, el cabrito, rumiaba sin abandonar la vigilancia de la puerta por la que tanto podía aparecer ella como un par de nacionales o cualquiera de los suyos, en cuyo caso sería el fin, el gesto significativo con la cabeza, vamos, sal, que te esperamos, o bien el cañón de una pipa anónima en los riñones, camina tranquilamente hacia la puerta o te abraso ahora mismo. Tendrás que conformarte, pensó, y si quieres verla otra vez no te va a quedar más remedio que cerrar los ojos y evocar la noche de luna en la que se desnudó y apareció ante ti su cuerpo vestido de plata. Pensó luego en la madre, aquella soledad que empezaba a encorvarse, y la recordó todavía lozana, guapa, sembrando estúpidos diminutivos por donde pasaba él, el soldadito, mi niñito, encubriendo más tarde sus fechorías, ¡el chico tiene un gran corazón!, babeando de felicidad cuando le dieron el puesto en la naviera y formalizó las relaciones con Begoñita, sabía que te encarrilarías, una lástima que tu padre no pueda verte ahora que te has hecho todo un hombre.
Vacío de Begoñita tanto como lleno se sentía de su amor, dio al taxista la dirección del caserío familiar, está a unos cinco kilómetros, ya le diré por dónde se entra. Pero la ciudad estaba erizada de metralletas, cada dos por tres aullaban los coches patrulla y él seguía con la pipa en la sobaquera.
—¿Qué pasa con tanto ángel custodio en las esquinas? —le preguntó al taxista.
—Están así desde el mediodía. Van a tiros por las calles como en las películas de vaqueros. Una vergüenza. ¿Es que usted no se ha enterado?
—Acabo de llegar de fuera.
Y el viejo del volante se explayó, abochornado está uno, créame, en las dos veces que he salido a la carretera me paraban un kilómetro sí y otro también. ¿No es una vergüenza llegar a esta situación?
—Pues mejor lo dejamos estar, no vaya a ser que nos tomen por terroristas y nos dejen fritos. Suele pasar. Suba por ahí a la parte alta.
—Mejor, sí. Yo le dejo donde me diga y me voy a casita, a ver la tele.
Y de nuevo callejas sombrías, piedras viejas, la silueta de la catedral difuminada entre la niebla, que se va espesando a medida que el vehículo asciende, y el aire que se hace jirones blancuzcos, arremolinados, un misterio de siglos como si todo cayera en el pozo del tiempo, hace mil, dos mil años, esto sería igual, pensaba Josechu, con otras luchas y otros luchadores, pero en el fondo lo mismo, y la pregunta de siempre, ¿vale la pena?
En el bar Esquivel el aire podía cortarse con un cuchillo. Guirnaldas descoloridas. Feliz Navidad en el espejo de Anís del Mono. Preguntó al de la barra, maketo él, ¿ha visto por aquí a Eugenio?, porque Papadoc era Eugenio por aquellos andurriales, hace días que no viene aunque a veces aparece con algún amigo, pues espero un rato. Y se sentó a la misma mesa donde conociera a Papadoc, envuelto en un clamor de voces euforizadas por el alcohol y la abundancia que promete la extraordinaria, lo importante es vivir, decía un hombrón afónico a punto de estallar las venas de su cuello de toro, y Josechu se sintió desvalido, una incógnita flotando en la eternidad, ¿tenía futuro la eternidad o era un presente obsesivo como la mente de un loco?, se sintió perdido, todos me abandonan, y recordó las palabras de Cristo, ¿por qué me has abandonado?, consolándose con la idea de que Cristo fue también un revolucionario, un hombre libre con el suficiente valor para enfrentarse solo a las estructuras de su tiempo, un hombre que relativizó la Ley anteponiendo el amor al prójimo al amor a una Ley fósil, es decir, al legalismo. Cristo, el subversivo, desacata la autoridad de los fariseos, Cristo se siente a gusto entre los hippies malpensantes y harapientos, frecuenta la compañía de marginados, de publícanos, putas y ladrones, afirmando que todos ellos precederán en el Reino a los buenos por decreto de los hombres. Cristo, que se niega a ser manipulado por los poderes políticos, que denuncia públicamente la estupidez, la hipocresía, la mezquindad, que se niega a ser símbolo de perfección y prefiere quedarse junto al pueblo, entre los suyos, que acabarían traicionándolo o negándolo. El Cristo–hombre transgresor antes que cómplice y que, sin embargo, dejó a la humanidad el mensaje de respeto por la vida. Recordó las palabras de su padre, tienes que respetar a todo el mundo, pero el padre, al decir todo el mundo, expresaba el conformismo, pretendía hacer de él el manso del esquilón que mueve a risa, por eso Josechu lo despreció en secreto, quizá sin saberlo, y por lo mismo rompía violentamente su natural poquedad con actos suicidas que le valieron fama de rebelde, con la complicidad de la madre, que le alentaba a esa rebeldía seguramente porque también ella despreciaba la resignación del marido, siempre con sus vaquitas, sin empuje para luchar por la vida como hacía su cuñado. Le había faltado el Cristo–padre, revolucionario, un hombre como Papadoc, pensó, y en aquel momento comprendió la razón de sentirse tan atraído por él. Y era que Papadoc representaba lo contrario del padre, lo que él hubiera querido ser, la audacia, la astucia, el aplomo y, sobre todo, la rebeldía. Comprendió, además, la sutilidad de los mecanismos mentales: sin la intervención de su voluntad, el subconsciente de Josechu había sustituido la figura del padre por la de Papadoc, su contrafigura. Era el único modo de sentirse protegido, y al llegar a este punto surgió la gran revelación: él, Josechu, se veía repetido en el padre. Una persona bondadosa como él, a quien empezó a despreciar cuando en la calle y en el colegio los niños sólo hablaban de los héroes de carne y hueso, héroes anónimos que mataban y morían por la libertad del pueblo. Su proceso de transformación culminó al descubrir que su hermano Mikel era uno de aquellos héroes. Fue entonces cuando, en un acto de rebeldía contra el padre y contra sí mismo, cogió la pistola de su hermano y mató a Sanromán. Ahora se ha derrumbado todo, pensó sonriendo a la familiaridad beoda de un vejete con cara de pájaro que le invitaba a beber en la barra, olvida las penas, tú eres demasiado joven, le decía golpeando su espalda amistosamente, tienes mucha vida por delante.
—Qué coño es eso de estar solo ahí. Si te ha dejado la novia, es un suponer, pues ya saldrá otra. Mujeres es lo que no faltan al hombre que es hombre.
Se dejó convencer y, abrazado por el viejo, se incorporó a la pequeña barra.
—Pon una ronda para todos —dijo al del mostrador.
Y el vejete:
—¿Tú ves, hombre? Eso ya es otro cantar.
Y se extendió en consideraciones de carácter filosófico, es lo que yo digo, nada vale la pena, ¿para qué?, al final uno se enciende en gusanos y a hacer puñetas. Por cierto que en mi pueblo había un sabio así tristón, como tú estabas ahora mismo, nada, que ni se acordaba de comer de tanto como le daba al magín, siempre pensando.
—¿Y sabéis qué le pasó?
La rueda de bebedores miraba al vejete en silencio, pues que se apolilló, no os riáis que eso lo ha visto mi menda, nadie me lo ha contado, empezó a llenarse de polillas, sí, mariposillas torponas, primero los sobacos, luego le salían de todos los pelos, de la cabeza, de los oídos y cuando quiso hablar empezaron a salir polillas de su boca, nubes de polillas, hasta que el pueblo se llenó ¡qué no se veía!, y…
El hombrón afónico quiso saber cómo quedó la cosa.
—Termine usted, abuelo. Y qué.
—¡Y yo qué sé! Venga, tú —al del mostrador—, a ver la ronda que paga este buen mozo.
La niebla se había espesado. Le rodeaba un mundo fantasmal mientras bajaba paseando al centro de la ciudad. Callejas angostas con alaridos de gatos encelados. Húmedas plazoletas con árboles desnudos. Una farola de esquina encharcando su halo luminoso en la niebla. Y gotas que son alfilerazos en la cara. Hasta que empezaron los primeros copos de nieve. Caían desflecados, bamboleándose hasta fundirse en el aire cargado de humedad. Josechu apoyó la espalda en el quicio de un viejo soportal y se angustió, mientras los copos grávidos de frío se espesaban y se tendían a sus pies, resbaladizos. Siguió caminando, una sombra solitaria, fantasmal. Y al doblar una esquina sintió en un costado el cañón de su arma.
—Adelante, nene, sin rechistar.
Reconoció la voz de Mostachos.
—¡Quita ya, animal! —Y su codo se disparó—. Pero ¿qué te crees, que vas a poder conmigo?
Cogido por sorpresa, Mostachos se vio encañonado por la Parabellum de Josechu mientras su arma rodaba por el suelo.
—Anda, coge eso y lárgate. Y dile a Zin que voy en seguida. Tenemos mucho que hablar.
Me pongo de pie y les digo.
—Lo que tenéis que pensar es hasta qué extremos estáis llegando. Al matarme a mí matáis al hermano, al amante, al amigo.
Mientras les hablo miro a Gayola, a Zin, a Mikel, más ellos no se atreven a levantar la vista de las cuatro bolas.
—Destruís lo que más queréis.
Zin sostiene su mano herida con la sana. Le veo apretar los labios como si tragara saliva.
—Tendrás que esperar en el cuarto —dice—. Hemos de echar suertes a ver quien…
Mikel aprieta los puños y su vozarrón nos ensordece a todos.
—¡Deja que hable!
No quiero que el dolor que le produce mi sentencia sea una especie de venganza mía. Detesto la venganza. Y le digo que se tranquilice, no pasa nada, Mikel, a estas alturas sería una estupidez negar la evidencia: tú o Gayolita me habéis condenado a muerte. Pero eso no importa, Mikel, créeme. Quizá si te dijera que no me he inmutado lo más mínimo no me creerías. Pero es así. O puede que los dos hayáis metido dos bolas negras en la bolsa y que Mostachos se haya apiadado de mí a última hora. O Zin. Tampoco importa demasiado.
La voz de Gayolita se levanta remota, como un muerto que resucitara:
—¿Qué quieres decir?
—Que lo único que lava mi traición es recibir la muerte de vuestras propias manos, pero que carece de importancia de las manos que venga. Es igual.
Le sonrió, y ella lee en mi sonrisa el mensaje, nos lo hemos pasado bien en la cama, no dirás que no, mas tampoco me negarás lo atormentados que estábamos. Como si con la explosión de vida de nuestros cuerpos compensáramos las vidas que acabábamos de segar. Y pienso, tú, glotona, insaciable, un jadeo loco, la misma desesperanza, porque sabías que no amabas, que no podías amar, Gayolita, y ésa es tu condena de por vida, saber que has perdido la capacidad de amar confiadamente, y yo, Gayolita, yo hastiado porque buscaba en tu carne apretada otra hecha de luna que tampoco tendré nunca. ¿Por qué, Gayolita? Yo diría que porque me suicidé la mañana que disparé la Parabellum de Mikel sobre Sanromán, y mi otro yo, el muerto, me repetía a cada jadeo mientras me introducía en tus entrañas, ¿qué quiere usted?, ¿qué quiere usted?, y era como si mi deseo se llenara de los gusanos de su cadáver, Gayolita.
—Quiero pediros perdón. Llanamente. Sin solemnidades. Como si os hubiera pisado sin querer o hubiera derramado la salsa sobre vuestros pantalones. Creo que me comprendéis. Yo no tengo nada que perdonaros, únicamente agradeceros lo que vais a hacer por mí. Pero hacedlo bien. Eso sí. No me jodáis con los dichosos nervios, ¿eh, Mikel?
Zin me mira a la cara por primera vez.
—Tu hermano no te ajusticiará —dice.
Y yo le sonrío.
—Cualquiera de vosotros que apriete el gatillo es mi hermano. Esto es lo que quiero que entendáis.
Oímos los timbrazos del teléfono.
Recelando todavía de Mostachos, que había desaparecido entre la niebla, esperó unos minutos. Luego siguió bajando, envuelto en los remolinos de una niebla cada vez menos consistente. Ni un alma en las calles del casco antiguo, donde había dejado de nevar aunque el frío se sentía más. De vez en cuando una taberna abría su panza iluminada a la oscuridad de una calleja. Cuando esto sucedía, Josechu miraba por el rabillo del ojo. Entonces su retina registraba la instantánea del tipo encanado de risa y sus oídos se llenaban de un adiospamplona de dudosa entonación.
No pudo evitar la fascinación del río y, tras haber bajado por el embarrado desmonte, trepó hasta el primer tajamar, quizá sería lo mejor, pensó, y se vio mentalmente flotando entre inmundicias, como el feto de muñeca hinchada que tanto le había impresionado en su niñez. El bronco ruido de las aguas en crecida le obsesionaba. Auscultaba los chasquidos y lengüetazos al pie del tajamar. Perseguía en las sombras el regolfar del agua bajo el primer arco, no es esto lo que esperaba de ti, Josechu, dijo en voz alta, y se sintió lleno de desprecio hacia sí mismo.
Cuando saltó el desmonte sus botas se hundieron en el barro medio helado. Creyó que iba a vomitar el corazón mientras trepaba por la pendiente del ribazo, también tú te haces viejo, macho, y siguió caminando en favor de la corriente. A pocos metros de él, en la calzada, la luz de los pocos vehículos que circulaban barría la oscuridad como si una milagrosa manga de riego limpiara el mundo de sombras. De pronto se detuvo un coche a su espalda. Le deslumbró el potente foco en el preciso instante en que se volvía, ya los tienes ahí, pensó, y los músculos de su cara temblaron. Veía a contraluz la silueta del guardia que se acercaba a él. Distinguió perfectamente la gorra ladeada y la culata de la metralleta, pero siguió inmóvil, esperando el descuido, que se produjo cuando el guardia se paró frente a un charco. Fue una fracción de segundo, lo suficiente para que Josechu saltara el pretil a la torera. Caía en el vacío cuando las primeras balas empezaron a silbar, he podido matarlo, pensó mientras se ponía de pie abajo, pero no quiero más muertes. Y la nueva ráfaga, disparada a ciegas. De repente se le borró el mundo del pensamiento. Únicamente sabía que tenía que correr y corrió, corrió sobre un suelo viscoso buscando ganar distancia a los de arriba, ¿para qué fin fue creado el hombre?, y contestaba él mismo a su pregunta, para correr, correr, correr… Curioso, pero le entraron ganas de reír, qué jodidamente complicado es el hombre, pensó mientras clavaba sus tacones en la oscuridad sin ver lo que tenía delante, corre, Josechu, hasta que te descrismes contra lo que sea, pero mueve las piernas, condenado. Resollaba cuando se paró un instante para mirar hacia atrás, un blanco perfecto, murmuró al ver asomar a lo lejos la cabeza de un nacional, mas no le tentó la idea de disparar. Hay que salir de la ratonera, se dijo, y reanudó la carrera favorecido por un tenue resplandor procedente de Dios sabe donde y porque sus ojos se habían hecho a la oscuridad. Pensó en el cerco. Traerán perros, los jodidos, tengo que darme prisa. Y salió disparado hacia un pequeño terraplén, ¡arriba, Josechu, es tu única posibilidad! De lo alto del terraplén, a la rama que le tendía el robusto árbol que crecía junto al río. Le resultó fácil subir agarrándose a ella y dejarse caer blandamente a la otra parte del pretil. ¿Y ahora qué? Había que correr de nuevo aprovechando el despiste de los guardias. Y en eso una voz a su espalda, te tenemos cogido, así que sal de ahí con las manos en la cabeza y no hagas gilipolleces. Siguió deslizándose y rodó por el suelo hasta la fila de coches aparcados junto al bordillo. Pensó en Gayolita, si estuviera aquí no habría problema. Le dolían las muñecas de tanto gatear, sudaba. De pronto, el fordfiesta que se mueve levemente. Levantó la cabeza y allí, en los asientos delanteros, la pareja de tórtolos.
Atrajo su atención golpeando el cristal con el cañón de la pistola. Un gesto enérgico con la cabeza, mientras piensa rápido, venga, tío, ya has chingado bastante.
En seguida que se entreabrió la puerta le metió la Parabellum debajo de la nariz.
—¡Quietos! Tú maja, pasa detrás. Y calladita, ¿eh?
El muchacho le miró con ojos de espanto.
—Sólo llevo dos mil pesetas —dijo levantando las manos tímidamente.
—Yo llevo más. Pero no busco dinero. Así que tranquilo.
Se volvió hacia la muchacha, que saltaba medio desnuda sobre el respaldo delantero.
—No va a pasaros nada si colaboráis —dijo—. Así que échate ahí y no te muevas para nada. Ni hables. A no ser que quieras que me cargue a tu amiguete.
Se le había enganchado algo en la punta de la bota, una braga, pudo comprobar, y se la tiró detrás a la muchacha.
—Póntela —dijo. Y añadió—: Una niña no puede entrar en casa sin las braguitas puestas. Puede perderlo todo menos eso. No lo olvides nunca.
Al principio todo fue bien, pero al tomar el puente Josechu advirtió que el coche patrulla se dirigía hacia ellos.
—Acelera mientras cruzamos —ordenó—. Y mucho cuidado con sentirte héroe. Te juro que lo pasarías mal.
La sirena parecía enrollarse en las ruedas traseras del fordfiesta, cuyos faros taladraban la niebla despedazándola, sorbiéndola en parte, desplazándola violentamente hacia ambos lados del vehículo.
Josechu:
—Acelera, chaval. Hemos de cruzar este maldito puente antes de que nos pesquen por el otro lado.
Y pensó, llevan radio, mientras presionaba las costillas del conductor con el cañón de la pipa.
—¡A fondo, macho, hazte cuenta que rodamos una de gángsters!
—Hace poco que tengo el carnet.
—Da lo mismo. Tú a lo tuyo. Sin distraerte. Y olvídate de los semáforos. El renuncio lo pago yo.
—¿El qué?
—La multa, hombre.
Tenía que estar pendiente del gimoteo de la niña, tú a callar, no me lo pongas nervioso, de la niebla, entre la que podía aparecer un coche que lo estropeara todo, del canguelo del conductor.
—Más rápido, lo estás haciendo muy bien.
Como se temió, al otro extremo del puente les esperaba otro coche patrulla.
—Ahí los tienes —dijo Josechu—. Ahora tuerce a la derecha.
—Es contradirección.
Un empujón a la pistola.
—Haz lo que te digo. Sin miedo. Así. Ahora que están desconcertados tira por esa calle de la izquierda. Saldrás a la avenida.
Con los impactos recibieron una lluvia de vidrios astillados, ¿estás bien?, preguntó Josechu a la atemorizada chavala, que siguió gimiendo.
—¿Te han dado? ¡Contesta, coño!
—No.
—Pues adelante.
La amplia avenida estaba descongestionada de tráfico y Josechu sacó su pañuelo por la ventanilla, ¡sigue arreando!, creerán que llevamos un herido. Pasaban a los demás vehículos, ¡el claxon no dejes de tocar el claxon!, perseguidos por el vehículo policial a todo gas.
—¡Lo tenemos encima! —gritó nerviosamente el muchacho.
—Ahora da lo mismo. No dispararán. ¿Ves aquella esquina? La de la plaza.
—Sí.
—Está bien. Frenas en seco cuando yo te diga y arreas otra vez. Pero arrea bien fuerte porque si no lo haces os frío a los dos.
Josechu asió la manilla del cierre y esperó el momento preciso en que el coche doblaba la esquina, ahora no nos ven, dijo, y tras el frenazo en seco saltó.
—¡Sigue!
Recuperó el equilibrio en la acera y todavía le sobró tiempo para ver al coche patrulla persiguiendo al par de tórtolos.
Al otro lado de la plaza, aparcados en batería, vio unos cuantos taxis. Cruzó despacio y después de echar un vistazo a su alrededor se metió en uno de ellos.
Quince minutos después entraba en el piso del comando.
Cinco timbrazos. Después, silencio.
—Cinco —dice el Mostachos—. Sea quien sea, la señal indica que volverá a llamar.
Zin vuelve la cabeza hacia él y le mira desdeñosamente como quien dice vaya descubrimiento que haces, gitano. Nadie se ha movido del sitio. Únicamente Gayola se ha acercado a Mikel como si buscara su protección. De ser así, pienso, ¿es que se siente culpable? ¿Es ella la que ha metido la bola negra en la bolsita? O puede que no, dudo. Es posible que haya adivinado que es Mikel quien ha votado mi ejecución y que se haya aproximado a él en un arranque de protección. Sí, quizá haya sido él. Es muy suyo. Siempre lo fue. Aparte de que es posible que no quiera dejarme morir en la calle como un perro después de pasar la humillación del acoso. Porque Gayolita no es tan cerebral. La conozco. Eso sin contar con que nunca pierde la esperanza. Lo extraño es que no me haya mirado abiertamente a la cara desde la votación.
El Mostachos da la vuelta a la mesa, recoge su pipa y se la mete en el cinto. Luego elige un trozo de regaliz del mazo que hay sobre el aparador, ahora le ha dado por dejar de fumar, pienso, y le sonrío con guasa, como si fueras a vivir cien años, y desaparece en el cuarto del teléfono.
Zin levanta la voz: destemplada.
—¿Adónde vas, gitano?
Desde el cuartito nos llegan las broncas palabras del Mostachos, ¿también tú?, yo no soy ningún gitano, ¿lo oís, cabrones?, y asoma la cabeza y me mira seguramente porque el inventor del mote soy yo, que le vuelvo la cara, ¡a la mierda!, mientras él sigue despotricando.
Zin interviene:
—Al teléfono contesto yo. Tú mismo me has hecho responsable del comando o de lo que queda de él.
Y Mikel:
—Aquí no manda nadie en particular. Si quieres contestar al teléfono hazlo, pero sin darte humos. No faltaría más.
Están nerviosos. Menos Gayolita, que no sabe qué hacer, anda, pon el transistor, le digo, a ver qué dice del comando fantasma que se ha cargado a Villacorta. La veo buscar el chisme, pero sigue eludiendo mi mirada, ¿no me habrá salido rana la Gayola?
Al Mostachos le pesa su propia vertical. Nunca lo he visto de pie como Dios manda. Siempre busca un arrimo, como las bestias asustadas, el quicio de una puerta, una pared, lo que sea. Ahora se apoya en el marco de la puerta del cuarto en el que Zin está esperando la llamada. Mira al techo sin dejar de morder la regaliz, los brazos cruzados a lo John Wayne, una pierna sobre la otra, los ojos muy abiertos. La luz que incide sobre él, oblicuamente, da a su cara una tonalidad verdosa, gitano, me pregunto, ¿no será que has metido en la bolsa una bola blanca para darte el gustazo de matarme en la calle? Me confesaste en cierta ocasión que es la caza que más te gusta, ¿cómo dijiste, caza mayor?, no, no, decías que por encima de la caza mayor estaba la caza mejor, la caza del hombre. Gitano, creo que he resuelto el enigma. Tanto Gayola como mi hermano han metido en la bolsa bolas negras. Ahora está claro. Dos de ellos más la de Zin, las tres que han salido. Luego la blanca es la tuya.
Zin le dice a Mikel:
—Si quieres puedes marcharte. Lo que falta por hacer es asunto nuestro.
—Pero qué mala bestia eres —replica mi hermano, y le veo ponerse blanco, menos la frente, que se tiñe de rosa y empieza a barnizarse de ese sudorcillo viscoso que padece cuando tiene que actuar.
—No te hagas mala sangre —le digo. Y el Mostachos me mira echando chispas por los ojos desde el marco de la puerta, ¿por qué no lo encerramos ahí dentro?, pregunta a los demás, lo menos que podría hacer es no meter baza en nuestros asuntos.
Nadie le hace caso.
En los labios de Zin relampaguea a veces un gesto de dolor. Lleva la mano herida a la altura del pecho, abierta y con la palma vuelta hacia delante, y de repente le grita a Gayola, esto me lo pagarás, zorra. Ella se encoge de hombros, ya te pedí perdón, dice con la boca llena de pipas, y sigue con el transistor pegado al oído.
—El que ha llamado podría ser Papadoc —dice Mostachos como si monologara.
—También puede tratarse de un despistado que se equivoca de número —le replica Zin.
Pienso que la bola blanca puede ser también cosa de Zin. Mientras fuimos niños éramos como hermanos. Después, de mayores, en nuestras charlas varábamos a veces en la infancia, el ancla enganchada en los fondos del recuerdo, las barrabasadas que hacíamos, cosas así. Y yo opino que todo esto no puede olvidarse por mucho que sea el rencor y que por eso cabe pensar que a última hora Zin haya decidido salvarme, de momento al menos. Por otra parte, si quiere de verdad a Begoñita y se siente culpable, no es de extrañar que lo haya hecho por ella. No creo en la absoluta maldad humana. Por densas que sean las tinieblas siempre hay un resquicio por el que acaba entrando la luz. Sería idiota pensar que Zin es íntegramente malo. Zin es como lo han hecho las circunstancias, lo mismo que yo, por eso no puede excluirse la posibilidad de la bola blanca. En cuyo caso debería mi sentencia al Mostachos, eso es. Y a Gayolita y Mikel, claro.
Mikel se acerca a mí.
—¿Quieres algo?
—Sí. Dame una de esas inyecciones contra el dolor. Me duele el brazo hasta el hombro.
Le veo dirigirse a la habitación del fondo, donde está el botiquín, de donde sale al instante con una pequeña palangana en las manos. Gayola le dice, deja, lo haré yo, y su mirada se cruza con la mía por primera vez desde la votación. Gayolita no me ha hecho la guarrada, me digo posiblemente para convencerme de que es así, pero reflexiono y concluyo que en realidad no se trata de ninguna guarrada. Se trata de terminar cuanto antes, aguzo el oído, ¿está llorando Mikel en el cuarto del botiquín? El Mostachos me mira muy serio y Gayolita vuelve la cabeza hacia el corredor, al fondo del cual se oye un llanto confuso, algo así como un quejido entrecortado.
También el Mostachos parece conmovido cuando me recrimina, menuda la has armado, Josechu, no me ha dicho nene, y acaba exclamando ¡rediós! Mientras desaparece en la penumbra del pasillo. Y es que a Mikel lo quieren todos.
Gayolita se me acerca con la jeringa en la mano.
—Yo te remango —dice. Y siento el aroma de su piel qué difícil de entender es la naturaleza humana, le digo, pues no se me está levantando.
—Por favor, Josechu.
—¿A ti no te apetece?
—Quita esa mano.
La aguja penetra en mis músculos y el aliento de Gayolita penetra hasta lo más profundo de mi sexualidad. Si me lo permitiera, ahora mismo la desnudaría prenda por prenda hasta dejarla como vino al mundo y palparía sus pechos, tan duros, hasta encenderle los pezones y llevármelos a la boca como si fueran guindas confitadas.
—La verdad, ¿no te gustaría hacerlo con un proyecto de cadáver?
—Qué quieres, di.
—Todo. Ahora mismo lo querría todo.
—¿Quieres martirizarme?
—Dame un beso.
Gayolita mira alrededor y como estamos solos me entrega su boca entreabierta, chupo su lengua, bebo sus lágrimas, toma, guayabete, se levanta el suéter, qué hermosura, murmuro, y sepulto la cara entre sus pechos mientras mi mano libre se mueve bajo la falda.
Me toma la cabeza, los dedos extraviados entre mi pelo, y murmura a mi oído:
—Sigue.
Segundos después se desploma en mis brazos gimiendo.
—Si quieres les digo que nos dejen un rato —me propone.
—Se van a reír.
—¿Tú lo deseas?
Afirmo en silencio con la cabeza y ella se levanta y se aleja al oír los pasos del Mostachos, que viene por el pasillo. Pienso en algo que oí sobre que a los condenados a muerte se les despierta un fuerte apetito sexual. La comida no les dice nada pero a la mayoría de ellos se les hinchan los órganos sexuales y no quieren más que estar con una mujer. De ahí la vieja costumbre de darles una prostituta la víspera de la ejecución.
El Mostachos dice preocupado:
—Son más de las dos.
—¿Sigue nevando? —le pregunto.
—Qué va. Hace luna.
Entra Mikel. Más viejo. Como cansado. ¿Para qué atormentarlo más?, pienso, y decido no decirle nada. Sin embargo Gayola se pone de puntillas y murmura algo en su oído, qué va a pensar de ti, me pregunto, pero comprendo que tampoco es ninguna guarrada que quiera acostarme con una mujer, esta tarde lo he hecho con una desconocida, aunque la verdad es que el polvo no me ha sabido a nada. Pura mecánica. No es el caso de Gayolita y suspiro al pensar lo que habría sido poder estar con Begoña.
Me invade un suave sopor, es el sedante, y no sé si es la voz de Zin la que dice que habría que aligerar las cosas. Creo que en un caso como el mío Begoñita habría accedido, pero ¿y yo? ¿Habría sido capaz ni siquiera de proponérselo? Qué bichos complicados somos. Entresueño su cuerpo pálido de luna, vuelvo a oír mi propia voz, es la mejor fotografía, su sexo es pálido también con una sonrisa de cera virgen cuando se abre para mí, Begoñita…, tengo el slip mojado.
Mostachos tenía los pies dentro de una palangana con agua caliente. Ni le oyó entrar. Por eso levantó la cabeza con cierto sobresalto al oír la mortificación de Josechu:
—¿Tienes sabañones, gitano?
—Lo que tengo es muy mala leche.
—Eso ya lo sabemos todos.
Pasó despreciativo por delante de él y casi se dio de bruces con Gayolita en la puerta del dormitorio.
—¿Ninguna novedad?
—Nada.
Preguntó por Zin.
—No sé. Quizá esté buscando a Papadoc.
—¿A Papadoc o a mí?
Gayolita miró las botas embarradas de Josechu, ¿dónde te has metido, si puede saberse?, y escuchó de sus labios todo lo que le había pasado desde que se separaron.
Josechu:
—¿No te ha contado el gitano el resultado de su hazaña? Quería detenerme, el muy animal, y traerme aquí del hocico.
Los ojos de Gayolita sonrieron.
—No ha dicho nada, pero ten la seguridad de que te la guarda. Ya lo verás.
Le ayudó a quitarse las botas y Josechu se metió en la ducha.
Bajo la tibieza del agua reconsideró su situación. Las cosas estaban bastante mal, lo cual no impedía que conservase la esperanza de que Papadoc encontrara un medio para evitar lo peor, aunque si no aparece, pensó, estos tipos van a destrozarme, el primero Zin. Pensó que lo mejor sería hablarle claro, juégate el todo por el todo, le diría, abandona antes de que sea demasiado tarde, mira que no puedes hacer un cementerio de tu vida. Y si te he faltado en algo dilo, coño, aclaremos las cosas.
Mostachos, su cara huraña, le esperaba en el dormitorio.
—Pero ¿con qué permiso entras tú aquí?
—Menos chulerías.
Gayolita acudió al oír las voces, ¿qué os pasa?, y miraba a Josechu conteniendo la risa.
—Tú, déjalo al menos que se vista —dijo a Mostachos.
—Pues que me entregue su pistola. ¡La ha escondido, el cabrón!
Josechu avanzó hacia él desnudo, sin darse cuenta de que la toalla se le había escurrido de la cintura.
—¡Qué te parto la cara, gitano!
—Ya será menos.
Pero Mostachos retrocedió mordiendo con rabia un trozo de regaliz.
—Cuando estén los demás os daré la pistola. Me entrego. ¿Qué más quieres? Pero no voy a darte el arma a ti solo. ¿Por qué no me la has quitado hace un rato? Ya te digo, yo la entregaré a ésta —y señaló a Gayola—, a Zin, a mi hermano, a todos, pero no quiero que farolees y vayas diciendo luego por ahí que me has desarmado. ¿Lo oyes bien, gitano?
Siguió avanzando hacia él y mira quítate de mi vista, no me calientes más la sangre.
—Te juro que me las pagarás.
Comprendió lo apurado de su situación cuando habló con su hermano.
—Te has jugado el cuello y lo has perdido —le dijo Mikel.
—Lo sé.
—¡No lo sabes! Nunca has sabido nada, Josechu. Has jugado a vivir. Tú, hale, a tu capricho. De manera que no lo sabes. Esto es mucho más serio de lo que tú crees. Que no, Josechu. No se pueden desobedecer las órdenes. No se puede coger un teléfono y llamar a Capitanía alegremente, oiga, que le van a matar unos etarras medio locos. ¡Eso no se puede hacer, leche!
—Está bien, hombre. Yo soy el único responsable y por eso estoy aquí. Por eso me entrego.
Mikel paseaba el dormitorio arriba y abajo, ésa es la cuestión, que tú no eres responsable porque eres un irresponsable. ¡Me cago en la leche! Pero cómo hacértelo comprender —miró a Gayola y le mandó salir de la habitación—, tú, largo, hazme el favor, y siguió paseando como una fiera enjaulada.
—Esto es mucho peor que un sumarísimo, José. Allí al menos te ponen un defensor, hay un código, un tribunal. Tienes apelaciones. Cuentan muchas cosas, la hoja de servicios, qué sé yo. Pero aquí no hay nada de eso. Aquí no encontrarás piedad. El que traiciona a la Organización puede darse por muerto. ¡Y eso es lo que tú no sabes! Lo que te espera. Venga, di. A ver qué crees que te espera, qué esperanza tienes de vivir después de lo que has hecho. El chivatazo, la muerte de un compañero y todo lo demás. Mira que te lo advertí cuando entraste en la Organización. Aquí no cuentan los sentimientos. Aquí no valen esos lujos. Te lo dije, mira que te conozco y sé que eres todo corazón y esto no te va. Déjalo antes de enmendarte. ¿Qué mueren dos mujeres inocentes? Pues qué se le va a hacer. Nosotros somos los primeros en sentirlo, porque no somos fieras, pero no podemos hacer nada para remediarlo. Mira ellos. Le ha faltado el tiempo al tal Villacorta para movilizar a toda la policía. Como fieras han caído sobre los nuestros. ¿Entonces qué? ¿Sólo a nosotros nos corresponde dar beligerancia? ¿Ellos tienen bula?
Fue la primera vez que comprendió su verdadera situación.
—Tenías que haber visto a aquellos dos mujeres, Mikel.
—Y tú tenías que ver cómo ha quedado Koldobika. ¡Lo han partido por la mitad! Es lo que dicen ellos. Además, no sólo es el mal que has hecho sino el que puedes hacer. ¿Eh? ¿Qué me dice el niño mimado? A madre, a mí… ¿Por qué no llamas ahora a la hija del general y a su nietecita para que te saquen del atolladero? ¿Qué crees que harían? Torcer el morro. Esa gente es así. Lo siento mucho, la Patria y todas esas monsergas, pero te mandan a tomar por el saco. Luego, si acaso, se confiesan y se van al cine. ¿Sabes tú por lo que estabas luchando? ¿Lo has sabido alguna vez? Luchabas para terminar de una vez con los principios por los que se rige esa gente.
—¡Son seres humanos!
—¡Pues llámalos! Acude a su humanidad. Diles que te ayuden, porque lo que es yo no puedo ayudarte y te vamos a matar.
Lo agarró de los brazos y lo zarandeó, ¿sabes lo que te espera?, ni siquiera el consuelo de pegarte un tiro porque no se fían de ti. Te echarán a la calle. Harás el mismo papel que hacen esos zorros perseguidos por los cazadores a caballo hasta que acaban con él. Sólo que en tu caso irán a pie o en coche, te buscarán por donde menos puedas imaginarte y no te valdrán tus tretas. Todo esto sin contar con que también la policía te sigue el rastro.
—Puedo pedir que se me haga un juicio. Tengo derecho.
—Allá tú.
Mikel se sentó en el borde de la cama, al lado de su hermano.
—Haz lo que quieras. Si pides juicio lo tendrás, pero será el tiro en la nuca.
Le abrazó, lo que quiero que comprendas es que no puedo hacer nada por ti, ni siquiera Papadoc hará nada porque no conoce la piedad con los traidores. Y levantándose maldijo y golpeó la pared con el puño hasta sentir el dolor en la nuca, maldito chiquillo, que has pasado por la vida sin enterarte de nada, ¡de nada, coño!, y ahora tampoco sabes lo vacío que me dejas, cargado de remordimientos y solo. Y es que Mikel, que había renunciado hasta a casarse, vivía para su hermano y para la causa, mas especialmente para él, el niño difícil que se hacía querer precisamente a causa de su irreflexión y de sus insospechadas reacciones.
—Nunca creí que fuera tan inútil —murmuró Mikel, voz apenas audible, rota por el fracaso, la voz de un hombre que ve ante sí su propia imagen hecha añicos y cómo las trizas desaparecen en el abismo de soledad que se abre a sus pies, porque ya no tendrá a quién proteger, vida sin sentido.
Fue en aquel momento cuando entró Zin. Todavía llevaba puestos los guantes y el chaquetón de piel forrado de lana.
—Me ha parecido que gritaba alguien —dijo— displicente. Y, en seguida Josechu, precisamente quería hablar contigo, Zin, a ver qué tienes contra mí.
El gesto era amistoso, pero Zin levantó con su fría actitud una muralla de desprecio entre los dos.
—Somos amigos desde críos, Zin.
—Lo que quieras, pero no tengo nada que hablar contigo.
Se volvió hacia el vano de la puerta y llamó a Mostachos a grandes voces.
—Tráete unas esposas —le ordenó secamente al verlo aparecer—. Se las pones a éste.
A Josechu se le heló el aliento, pero, Zin…, y comprendió su soledad al ver que su hermano desaparecía más seco que un leño, hasta habría asegurado que vagamente satisfecho y con cierto énfasis de aprobación en el talante.
Mostachos estaba junto a Zin con las esposas en la mano.
—Todavía tiene la pistola —dijo, y su cuerpo se tensó dispuesto a saltar sobre su presa. Pero Josechu metió la mano debajo del colchón y sacó el arma.
—Que conste que me entrego al comando.
Y Zin:
—Otro acto heroico del niño bonito. De nada te va a servir.
—No te reconozco, Zin.
—Las personas nunca llegan a conocerse del todo. Sujétalo al somier, Mostachos.
Le entregó la muñeca izquierda y Mostachos le obligó a tumbarse de un empujón, pero Gayola entró en el cuarto echando veneno por la boca, ¿qué pretendéis?, a ver, Zin, ¿con qué derecho lo esposáis?, esto no son procedimientos, parecéis fascistas, desgraciados.
Josechu la obligó a callar, y cuando Zin y Mostachos abandonaron la habitación, pidió a Gayola la bolsa de viaje que había al fondo, sobre una mesita baja.
—Tienes que luchar, guayabete. No te acobardes.
—Ahora hay que pensar en otras cosas. Déjame solo, por favor.
Tan pronto como Gayola desapareció, cerrando la puerta, Josechu revolvió en su bolsa y sacó un pequeño volumen de tapas amarronadas. Era la Biblia.
El primer timbrazo del teléfono me devuelve parte de la lucidez. Zin corre sobre mis pestañas y su voz cosquillea en mis oídos, «empezábamos a estar intranquilos». Intento escuchar lo que dice pero sólo oigo sus repetidos monosílabos, «sí…, sí…, sí…». Recibe órdenes, pienso, y me pregunto si no será Papadoc. Unos dedos fríos recorren mi cara, son dedos frágiles, de mujer, ¿Begoñita?, qué más quisieras tú, y se me escapa un intento de carcajada reseca como un quejido.
—¿Te duele el brazo?
Reconozco la voz. Gayolita.
—Apenas. ¿Sabes? El sedante me deja atontado.
Le pregunto qué está pasando, por qué esperan Mikel y el Mostachos tiesos como si estuvieran en posición de firmes.
—¿Con quién habla Zin?
El aliento de Gayolita hiere mi oído:
—Me parece que es Papadoc. Todavía hay esperanza.
Ha dicho esperanza. ¿Qué puede esperar un condenado a muerte en su última noche? Quizá acostarse con una Gayolita cachonda, eso nada más.
—Quiero olvidar todo esto.
—Lo olvidarás.
—Cuando me ejecutéis, claro. Por cierto, yo quería hacerte una pregunta sobre lo de las bolas, Gayolita.
—Me imagino cuál es. No la hagas. Hace un rato, cuando no te habíamos dado el sedante, te portaste como un hombre entero. Bravo, Josechu. Pero, por favor, no lo estropees ahora.
—O sea, que estoy en lo cierto y tú votaste…
Gayolita se aleja de mí meneando el trasero como cuando se enfada. Zin sigue al teléfono diciendo sí, sí, qué manía, pienso, y me río de mí mismo, lo que pasa es que te ha drogado, payaso, te preparan para el viaje final con el pretexto del brazo.
Llamo a Mikel con la mirada.
—¿Qué diablos me habéis puesto?
También él toca mi cara igual que acaba de hacerlo Gayolita.
—Un calmante.
—Me hace bien. Cuando llegue el momento me pones una dosis más fuerte. No me enteraré.
—¿Sabes quién llama?
—No.
—Papadoc.
Repito estúpidamente Papadoc, Papadoc…, y Zin vuelve a correr sobre mis pestañas, ahora en dirección contraria, es decir, saliendo del cuarto del teléfono, qué peso en los malditos párpados, pero esta vez su voz me llega muy clara.
—Hay que evacuar el piso. Orden de Papadoc. Luego nos dispersaremos. Ya diré a cada cual dónde tiene que ir. Prohibido acercarse al piso de Papadoc. Prohibido llevar armas. Prohibido hacer cualquier clase de manifestación a los compañeros ni usar los teléfonos. Prohibido salir a la calle hasta nueva orden.
Zin se calla. El silencio me pesa dentro de la cabeza como si la tuviera rellena de plomo.
Ahora es la voz de mi hermano:
—Pero ¿dónde está Papadoc?
—No lo sé —Zin—. Me ha dicho que viene en seguida pero que no quiere ver a nadie aquí excepto a ése.
El dedo índice de Zin, que apunta a mi cara, me parece una oruga enorme de cartón piedra como las que salen en las películas de monstruos. La uña es una lanza afilada entre mis ojos, que empiezan a bizquear, excepto a ése, pienso, y ése soy yo.
—¿Me podéis dar un vaso de agua?
—Es el sedante lo que te produce la sed —dice Mikel.
Veo a Gayola corriendo hacia la cocina y al Mostachos con cara de Pascuas, ¿qué pasa, gitano, creías que tu Papadoc la había espichado?, le digo gangoseando.
—Papadoc no la espicha nunca. Es inmortal.
Mostachos tira al suelo triunfante el cacho de regaliz y va al aparador en busca de un caliqueño, le veo morder la punta, escupirla sobre la mesa, si será puerco, y Gayolita me pone el vaso entre los labios.
—Qué atenciones —le digo—. Ni que uno fuera un moribundo.
Un moribundo es lo que eres, pienso, pedazo de animal. Según me transmite Gayolita, Zin acaba de dar órdenes para que cada cual prepare sus cosas y se largue cuanto antes del piso.
—El Mostachos le prenderá fuego —le digo a Gayola—. Hay cócteles Molotov.
—El Mostachos no hará nada. Tranquilo. Tú te quedas esperando a Papadoc, pero mucho ojo. Ah, te dejan sin esposar. Órdenes. A lo mejor aún hay suerte.
—No me dores la píldora.
—Tienes que ser astuto, guayabete. Lucha hasta el final. ¡Miente! A lo mejor da resultado y todo se reduce a una temporada en las Ardenas. O donde sea.
—No mentiré. A nadie. Y menos que a nadie a Papadoc. No se lo merece.
—Él es peor que todos nosotros. Las mujeres tenemos un instinto secreto, y yo sé que él es mucho peor que todos nosotros juntos.
—¿Papadoc?
—Si tienes ocasión de acabar con él, hazlo. Es una fiera escondida detrás de sus buenos modales.
—Nunca volveré a matar. Creo en Dios, Gayolita. Estoy arrepentido de lo que he hecho.
—Sí, claro. Eso está muy bien. Pero también Dios te dice que has de conservar la vida.
—No creo que Papadoc…
—Lo que te pasa a ti es que lo has divinizado. Nunca ves a las personas. Te las inventas. Las haces como a ti te gustaría que fueran.
Empiezo a hablar conmigo mismo, el sedante, porque a Gayolita la ha llamado alguien y ha cortado el rollo. Ahora, medio dormido, la veo otra vez delante de mí cargada con un montón de billetes, venga, ¡despierta, hombre!, toma un par de fajos y métetelos donde puedas, y en vista de que no me muevo guarda su tesoro en una maletita y descorre la cremallera de mi pantalón.
—Te lo pongo en los slips.
—El muchacho de los huevos de oro —le digo. Y la veo sonreír.
Se arrodilla y se abraza a mis piernas, piernas de serrín, espabila, guayabete.
—Nosotros, nos vamos, ¿me oyes?
—Os vais.
—Eso es. Mira, si te vieras perdido con Papadoc tira a matar. Un blanco seguro es la cabeza. Tú lo sabes. La cabeza, ¿eh?
Vuelve a hurgar en mi bragueta y me pone junto a los billetes el pájaro de fuego, un Firebird, entre mi triste pajarito y el slip.
Está cargado. Ánimo, guayabete. Adiós.
Mikel me besa en la frente como se besa a los difuntos. Le veo salir con un maletín y detrás de él a Gayolita cargada de bultos y ropa. Antes de hundirse en el corredor se vuelve por última vez. Me da el corazón que no volveremos a vernos.
El hombre del mono azul sonrió a la vieja sirvienta que le abrió, perdone, me han dicho que entre por aquí, y dejó en el suelo la caja metálica de las herramientas.
—¿De qué se trata?
—Un grifo que hay que cambiar. De bañera.
La sirvienta se quejó, tres días llevamos esperando, y el del mono repuso como cabreado que lo sentía, pero que todo el mundo se acordaba del fontanero a última hora.
—Y menos mal que no me han llamado el día de Navidad.
—Ande, acompáñeme.
Una puertecita pintada de blanco, el corredor enmoquetado, un dormitorio de matrimonio amueblado con severidad, el crucifijo sobre la cama.
—Pase por aquí. Es en el baño del general.
El hombre del mono azul observó la pieza que se abría al extremo del corredor. Era bastante grande, iluminada, y tenía una mesa de despacho a la derecha, junto a la puerta forrada de piel granate que se veía al fondo. Un oficial paseaba sosegadamente con las manos a la espalda. En la mesa, otro hombre de uniforme aporreaba una máquina de escribir.
—Mire, es este grifo. Se sale a chorro, como ve.
—Ya.
Cuando se hubo marchado la criada, el hombre se quitó el mono y apareció vestido de militar. Comprobó su atuendo en el espejo y sacó de la caja de herramientas una gorra de plato con la estrella de comandante. Pegado a la badana había un postizo de pelo grisáceo, hasta guapo vas a estar, pensó el comandante Dauden encasquetándose la gorra. Luego sacó un peine y se alisó el postizo sobre la nuca. Finalmente pegó sobre su labio un bigotito gris y cogió de la caja una pistola con silenciador. Por último, escondió el mono y la caja en el cajón más alto del armario empotrado.
El comandante Dauden presentó su credencial al brigada que había a la máquina, Servicio de Información, es muy urgente, dijo en voz baja, y el brigada anotó la filiación en un cuaderno registro.
—Un momento —dijo después, y entró en el despacho del general.
Cuando el joven capitán que esperaba sacó un cigarrillo, el comandante Dauden le dio fuego con un Ronson de oro, perdone, termino en seguida, le dijo, pero el capitán repuso que él estaba al servicio del general.
—Creí que hacía antesala.
—No. Simplemente estiro las piernas.
—¿Hay alguien dentro?
El capitán se encogió de hombros, acabo de subir. En aquel preciso instante se abrió la puerta forrada, puede pasar, mi comandante, y Papadoc inclinó la cabeza al brigada, franqueó la puerta y sacó la pistola que llevaba en el bolsillo de la guerrera. Minutos después abandonaba el despacho del general Villacorta, que no le molesten, al brigada, y se colgaba del brazo del joven capitán sonriéndole, si fuera usted tan amable de ayudarme a encontrar la salida.
—Siempre me faltó el sentido de la orientación.
—A sus órdenes.
Le esperaba al otro lado de la verja un Seat negro ET con soldado al volante. El capitán se cuadró al arrancar el coche y Papadoc se llevó los dedos a la visera, gracias, capitán.
—Ha sido usted muy amable.
Cerraba la noche cuando el vehículo enfiló la silenciosa calle flanqueada de árboles desnudos.
—¿Todo bien? —preguntó Goiri, un miembro de apoyo. Y Papadoc, perfecto, mientras se quitaba la gorra de plato, hay que ver el calor que da este chisme, insoportable.
—Una verdadera suerte la llamada que hizo ayer Carlos —comentó Goiri—. Sin su ayuda no se habría podido llevar a cabo la operación.
Papadoc entornó los ojos. Sí, una suerte que un confidente de la Organización que cumplía el servicio militar en la Sección de Mantenimiento de Capitanía, les hubiera informado de que el humilde grifo de una vulgar bañera se había declarado en huelga. Una verdadera suerte, sobre todo para la vanidad de Papadoc. Lo había conseguido. Ahora podía presentarse delante de Josechu y decirle, a ver si te enteras de que no te necesito. Y después recordarle algunas cosas. ¿O es que has olvidado? «Somos intransigentes en nuestra idea, en nuestra verdad, en nuestra meta esencial. Nos podemos permitir el lujo de atacar donde y cuando queremos. La norma es embestida de toro, defensa de jabalí y huida de lobo». Nuestra norma es la ferocidad, pensó, y recordó la extrañeza que había en el rostro del hombre que acababa de asesinar y el salto que dio en el sillón al recibir los dos impactos en la cabeza, un pedazo de masa encefálica pegado al marco de plata de la foto familiar, el ojo derecho colgando como un despojo de carnicería. Como siempre que llevaba a cabo una acción personal, se sintió orgulloso de su astucia.
—Ha sido más fácil de lo que creía —dijo. Y encendió un cigarrillo, mientras Goiri comentaba entusiasmado la importancia de la hazaña.
—Hay que vengar a nuestros muertos —terminó sentencioso el joven conductor.
—Los muertos no se vengan. Somos los vivos quienes les involucramos en nuestras venganzas.
El Seat atravesaba las calles de la ciudad en dirección a la autopista. Se espesaba la niebla y había en el aire como una silenciosa profecía de nieve.
—¿Se sabe algo del soplón? —preguntó Goiri.
—Daremos con él.
Papadoc pensó que estaba ante otro joven patriota. Todos empezaban bebiéndose el mar y terminaban supurando malicia por los poros, quemados unos, sin más voluntad otros que la que dicta el crimen cuando se convierte en vicio, medio locos de tantos días de encierro, de tanta intención oculta.
Después de rodar varios kilómetros por la autopista, Goiri paró en el arcén, donde cambió las placas ET por otras de iguales siglas y distinta numeración. La celeridad con que realizó el cambio y la niebla impedían la sospecha de cualquier viajero de los que iban en los escasos coches que circulaban en aquel momento.
—Toma la salida tres —dijo después Papadoc—. Ya te avisaré donde tienes que parar.
Cómodamente recostado en su asiento, Papadoc imaginó a Josechu perdido en la ciudad, una sombra entre la niebla. Habría podido ser el hombre, pensó. Y de repente se vio rodeado de fantasmas, guardias civiles destrozados, ancianos de uniforme que caían rotos a sus pies, el jeep que salta en el aire entre una nube de polvo, la niña que se desploma en la glorieta abrazada al muñeco. Decían que era un solitario pero no era verdad. Cuando no trabajaba en sus planes u ordenaba un proyecto, o una operación, es decir, cuando su mente estaba ociosa, se veía rodeado de sus trágicos fantasmas, su compañía habitual, la única. Hasta en sueños los veía. Y era entonces cuando llamaba a Dios, la única palabra que le oía pronunciar Mostachos, que tiritaba de terror como el can que ventea la muerte.
Delante del caserón donde pararon les esperaba el anciano de la nariz roída. Papadoc ordenó a Goiri que se cambiara de ropa y que volviera a la ciudad con la furgoneta.
—¿Y Fermín? —le preguntó después al viejo, que le miraba sin reconocerlo.
—Arriba sigue. Durmiendo. ¿Le llamo? —No, déjalo. Yo también voy a tumbarme un rato.
Sin quitarse el uniforme se dejó caer en la estrecha cama de un cuartucho. Oía espaciado el mugido lúgubre de una res que reclamaba la querencia del establo. Al menos el animal tiene algo seguro, pensó, algo que le protege, pero ¿quién me protege a mí contra mis terrores? Era la única razón por la que se negaba el sueño a sí mismo, a pesar de lo cual acabó rindiéndose a él.
Una media hora después le despertó un leve crujido. Atisbo en la oscuridad, es él, pensó, y los músculos de su cuerpo se tensaron. Sin producir el menor ruido, el cuerpo se acercaba a la cama, lo olfateo, se dijo Papadoc, y en el momento en que se abalanzaba sobre él lo inmovilizó con una llave de cuello.
Lo sacó en vilo del cuartucho y las sombras de los dos bailotearon agigantadas por las llamas de la chimenea.
Cuando Santamaría rodó por el suelo Papadoc lo encañonó.
—Estaba seguro, sabandija —dijo. Y montó la pistola ante los ojos espantados del traidor, que pedía clemencia, te lo diré todo pero no dispares, y habló atropelladamente de la caída del comando de Madrid y de su participación.
—Pero yo no los delaté.
—Lo hiciste, rata asquerosa. Lo mismo que has avisado hoy a Villacorta antes de que lo hiciera Josechu.
Y la punta de su zapato se estrelló contra el maxilar de Santamaría, que lloraba ensangrentado, fuiste tú, confiesa, ¿o es que me tomas por un imbécil?, Josechu llamó a las dos y a esa hora ya estaban cercados los comandos.
—Habla, cerdo. Además, ahora venías por mí.
—Iba a despertarte por si querías algo. Pongo a Dios por testigo.
—¡Deja estar a Dios!
Y disparó. Tres, cuatro, cinco veces seguidas.
El repentino manotazo que aplastaba su pecho le impedía respirar, por lo que gritó quizá buscando una justificación al nuevo crimen, ¡era una sabandija, un maldito infiltrado!, mientras se aflojaba el cuello de la guerrera, roja la cara y los ojos inyectados en sangre.
El viejo de las bubas, que hasta entonces había estado mirando impasible el fuego, apareció ante él.
—Vaya con el Ferminillo —dijo—. Y parecía un hombre cabal.
Y Papadoc:
—Haz un agujero en cualquier parte y entiérralo. Te pagarán.
Se había serenado como por ensalmo. Alisó la guerrera, cambió el cargador de la Parabellum y, después de ponerse cuidadosamente la gorra, se metió en el coche.
Nevaba intensamente cuando abandonó el caserón. Una hora después entraba en el portal de la finca donde le esperaba Josechu.
Era de madrugada.
Me llama alguien, Josechu, y entreabro los ojos. Un hombre de uniforme. Está de pie delante de mí encañonándome con una extraña pipa. Digo extraña porque, drogado como estoy, soy incapaz de fijar los ojos en un objeto. Hasta el hombre del uniforme se me desdibuja. Aparece y desaparece o lo veo como si estuviera detrás de un cristal esmerilado. Sin contornos. Eso es. Josechu, repite una voz conocida, y levanto la cabeza, cómo me pesan los malditos párpados. Se me escapa un hilo de baba. Lo siento escurrirse hasta la barbilla, donde se encharca un instante para gotear después en el dorso de mi mano izquierda, ¿o es la otra? Miro la mano babeada y me conmuevo ante las ganas de llorar que me entran de repente, no por lo crítico de mi situación sino por el lamentable aspecto de subnormal que debo presentar. El uniforme sigue delante de mí. Inmóvil. Metido dentro de un bloque de agua. Ahora distingo unas piernas, pantalón de paseo. Veo también los zapatos. Negros. Manchados de barro. Impropio de un militar, pienso, y trato de levantar la cabeza para ver la cara que pone un muerto año y medio después de enterrado.
—Le esperaba, coronel —mediodice mi lengua de corcho.
Y la voz conocida, no soy quien te figuras, ¿ah, no?, tengo la punta de la nariz helada, un carámbano.
—No me engaña, usted es el coronel Sanromán, lo sé por la gaviota.
Le miro sin verle, la gaviota, señor, se asfixia dentro de mi cabeza, claro, no puede volar, las aves necesitan espacios abiertos, si las encierra usted dentro de una cabeza las bisagras de las alas terminan por soldarse, ¿me comprende, coronel? Y la voz se levanta como un tremendo temporal de voces, los oídos van a estallarme, ¡no grites más, voz!, y dice cosas extrañas como que su conciencia es una llaga viva, ¿tienen conciencia las voces o es que oigo mal?
—El bigotito le delata, Sanromán.
Sanromán se quita el bigote de un tirón.
—¿Sabe a quién me recuerda ahora? ¿A que no lo sabe usted, señor Sanromán?
—Vengo a matarte.
—Eso ya lo sabía. Podía habérselo ahorrado. Pero le advierto que le va a quedar muy mal sabor de boca. ¿No hay ninguna gaviota por aquí? Es igual. Acabará metiéndosele en el coco. Ya lo verá, señor Sanromán.
—No soy Sanromán. Soy Papadoc y vengo a matarte. Serás el tercero hoy.
¿El tercero? Trato de sonreír pero resulta que no sé y en lugar de poner cara simpática me sale una mueca y se me vence la cabeza sobre el pecho.
—Me habría gustado hablar contigo, Josechu.
—Pues, adelante. Venga, coronel, hable. Yo le escucho. Soy todo oídos. ¿No se dice así?
La voz, he ajusticiado al general, yo solo, y lo he hecho para demostrarte de lo que soy capaz. Fácil. He llegado hasta su despacho, en su propia casa, y le he metido dos balas en la cabeza. Mientras lo hacía estaba pensando en ti, o sea…
—Pues enhorabuena —le interrumpo.
—… que lo has matado tú. Tú has sido la causa. Te lo digo para que comprendas que matamos todos. Los nombres de las víctimas y de los verdugos no cuentan. Ni el número. Asesinamos a la humanidad entera todos y cada uno de nosotros.
Empiezo a comprender. Mi padre ha querido demostrarme que no es el gallina que yo me figuro y ha cogido a la humanidad del rabo y le ha cortado el pescuezo, ¿te acuerdas, padre?, cuando había que matar un pollo tú te escondías, siempre se te escapaba el ternero, y era madre quien le cortaba el cuello. Hasta el día que yo me animé. Fue ella quien me enseñó, no tú. Le agarras por la cabeza, de forma que aprietes el pico con la mano, así no grita y uno no se remuerde, pones el cuchillo, bien afilado, ¿eh?, tiene que estar bien afilado…
—¡Tampoco soy tu padre! Soy Papadoc.
Por fin mi padre me pega dos guantazos. Me arde la cara, qué fuerza, ¿eh? Y la voz, yo soy una persona lúcida, sé que desafío a la Divinidad, y me habría gustado hablarte de estas cosas.
—¿Quién te ha drogado?
—Pues no lo sé. Estábamos todos aquí, la Gayolita…
—Drogado o no, tengo que matarte.
La voz se hace cálida, ¿sabes cuál es el peligro?, que le tomes gusto, la conciencia se va envenenando, ¿me comprendes?, y el alma, que se ensucia, se corrompe, y cuando esto sucede el asesino queda como tú estás ahora, drogado, no piensa más que en darle al gatillo, le persiguen imágenes antiguas, pesadillas, entonces uno piensa, ¿cómo se moriría fulano?, me asusta comprobar que el vicio se haya apoderado de mí, pero mira lo que te digo, ahora mismo, cuando todavía no he apretado el gatillo, siento una gran curiosidad por saber cómo morirás tú. Unos dan un salto, suelen ser los que están sentados, como el general Villacorta, ¡si lo hubieras visto!, otros se desploman, los hay que parece que se hacen añicos como si fueran una porcelana, otros todavía consiguen dar unos pasos, un cadáver andando, ¿lo has visto nunca? Hay otro aspecto todavía más sugestivo, el que muere asustado en el suelo, como Santamaría, lo acabo de matar, ni una hora hace, ¿sabes?, si lo hubieras visto, estaba ridículo pataleando en el aire, no lo hacía con el orgullo con que lo hace el toro apuntillado en la plaza, nada de eso, pataleaba como un pelele o como el niño que ha cogido la rabieta, un pataleo que mueve a risa, Josechu. Luego están las imágenes que se quedan grabadas. Las vísceras rotas, ¡qué formas tan extrañas! Y los colores. El verde del miedo, el amarillo de la bilis, porque los hay que se cabrean mucho a la hora de morir, el morado de los labios, eso es un corazón asustado, y es que todos los colores cambian en una fracción de segundo, y cada uno de ellos tiene un significado, por ejemplo, el morado es el miedo, lo comprendes, ¿verdad? Y está el rojo de la sangre. No toda la sangre es igual, depende del momento en que te cargues al tío y del sitio de donde salga. La sangre de la cabeza es brillante y saltarina, en cambio la del pecho es más opaca y la del vientre es una sangre que se remansa gorda y negruzca.
Ahora recuerdo las palabras de Gayolita, es una fiera escondida detrás de los buenos modales. De repente se hace la luz en mi cerebro, ¡es Papadoc que viene a matarme! Y aprieto las piernas, aquí está el Firebird, lo siento latir entre mis genitales como si estuviera vivo. Tengo que darme prisa porque Papadoc se ha vuelto loco. Está loco. Siempre lo ha estado. Por eso en vez de dormir maquina la destrucción de los demás. De los otros y de nosotros mismos, los que integramos sus comandos. Es un pobre cerebro enfermo este Papadoc.
—Me duele la barriga —digo. Y me aflojo el cinturón, mientras Papadoc continúa, ése es mi castigo, Dios me ha condenado en vida, ¿lo comprendes?, ha puesto en mi cerebro la droga del crimen y ya no puedo librarme de ella.
Tengo la mano abierta sobre el vientre. Mi dedo meñique roza el elástico del slip, es cuestión de entretenerlo un poco más, será un movimiento rápido, coger el revólver y apuntar a la cabeza, me lo dijo Gayolita, la cabeza, Josechu.
—Tu causa es sagrada —le digo.
Se llega a un momento en que ya no hay causa. Hay curiosidad por saber cómo muere la víctima. De ver cómo muere. Verlo y, al mismo tiempo, aspirar el olor de la sangre, un tufillo que acaba por volverle loco a uno, porque la sangre huele a vida que se va. Entre el ser y el no ser no hay más que una línea difusa, una sutil frontera que ningún biólogo ha podido determinar, y esa frontera la huelo yo. Olería nada más un instante, aspirarla, compensa todo el sufrimiento, créeme. Te lo confieso a ti porque sé que me comprendes. Eres inteligente.
—Dame un poco de agua —le pido.
—No.
—¿Por qué?
—Tratas de engañarme. No me preguntes cómo lo sé, pero estoy seguro de que tramas algo.
—Entonces vas a matarme a sangre fría.
—A sangre fría, sí.
—¿No sientes miedo de Dios?
—Eso queda para los supersticiosos. Yo tengo verdadero temor de Dios, que no es lo mismo. Y sé que me condeno. No me preguntes de qué modo porque lo ignoro. Quizá tenga que vivir eternamente las pesadillas de mis sueños. No sé si será ese mi infierno. Pero de todas formas tengo que matarte. Ahora.
—Estoy desarmado. Enfermo.
—Necesito ver cómo mueres. Es un poco como si viera mi propia muerte.
Al fondo, en el pasillo, entreveo la sombra del Mostachos pegada a la pared. Ahora empuña una pistola y apunta hacia aquí.
Oigo unos disparos.