Asesinato en el restaurante automático

CORNELL WOOLRICH

 

 

"Murder at the Automat", Dime Detective Ago 1937, Crime Classics, ed. Rex Burns & Mary Rose Sullivan, Viking, 1990, Twelve American Crime Stories, ed. Rosemary Herbert, Oxford University Press, 1998.

 

Nelson empujó la puerta giratoria a la una menos veinte de la mañana; su compañero de patrulla, Sarecky, entró detrás de él. Dieron un paso hacia el interior y miraron a su alrededor. El local tenía un aspecto extraño. Casi todas las mesitas blancas tenían platos con comida encima, pero no había nadie comiendo en ellas. Había un gran grupo negro de gente apelotonada en un rincón, apiñados todos como abejas y emitiendo un zumbido. Una o dos personas estaban subidas en sillas, intentando ver por encima de las cabezas de los que tenían delante, y estirando el cuello como una manada de grullas.

El grupo se abrió en dos y un agente de policía pasó por en medio.

—Atrás. Apártense todos de esta mesa —decía—. No hay nada que ver. Está muerto… eso es todo.

Se encontró con los dos inspectores a medio camino entre el grupo y la puerta.

—Está allí, en aquel rincón —dijo innecesariamente—. Creo que ha sido una indigestión. —Regresó a la mesa con ellos.

Volvieron a abrir el grupo, esta vez desde fuera. En medio de la gente había una mesita blanca, un hombre muerto en una silla, el médico de un equipo de ambulancia, un par de camilleros y el encargado del restaurante automático.

—¿Está muerto? —preguntó Nelson al médico.

—Sí. Llegamos demasiado tarde. —Se le acercó de forma que la gente no pudiera oírle.— Será mejor que le envíe al depósito de cadáveres y haga que le examinen. Creo que aquí hay algo raro. Tiene una mancha blanca en la barbilla y un bocadillo a medio comer debajo de la cara salpicado con más sustancia blanca de ésa, lo que sea. Por eso me he puesto en contacto con ustedes, amigos. Buenas noches —concluyó agradablemente y se abrió paso con los codos a través de la multitud con los dos camilleros pisándole los talones. La ambulancia resonó fuera dolorosamente, dobló la esquina iluminándola con sus potentes faros y se alejó plañidera.

—Vaya a la puerta y no deje salir a nadie —le dijo Nelson al agente—, hasta que encontremos a los otros tres que estaban sentados a la mesa con él.

—Hay un pequeño palco arriba —dijo el encargado—. ¿No podríamos llevarle allá, en vez de dejarle aquí, a la vista de todos?

—Sí, muy pronto —asintió Nelson—. Pero todavía no.

Miró a la mesa. En ella había cuatro raciones de comida, una en cada lado. Dos no habían sido tocadas apenas. Otra estaba terminada y sólo quedaba el plato sucio. Otra estaba oculta por la figura caída encima, boca abajo, con un brazo extendido, y el otro colgando fláccido hacia el suelo.

—¿Quién estaba aquí sentado? —dijo Nelson señalando una de las porciones no consumidas—. Tenga la amabilidad de dar un paso al frente e identificarse.

Nadie se movió.

—De aquí no saldrá nadie —dijo Nelson, alzando la voz— hasta que tengamos oportunidad de interrogar a las tres personas que estaban sentadas a la mesa con él cuando ocurrió.

Alguien empezó a alejarse del grupo por detrás. La mujer que tenía tantas ganas de irse a su casa hacía un minuto, señaló acusadoramente.

—¡Ese es el que estaba ahí… ese hombre! Le recuerdo perfectamente. Chocó conmigo cuando llevaba su bandeja justo antes de sentarse.

Sarecky se adelantó, le cogió por un brazo y volvió a llevarle hacia adelante.

—Nadie va a hacerle daño —dijo Nelson al ver la cara tan pálida que tenía—. Pero procure no ponérnoslo más difícil de lo necesario.

—Era la primera vez que veía a ese tipo —gimió el hombre como si ya le hubieran acusado de asesinato—. Dio la casualidad de que coloqué mi comida ante la primera silla vacía y…

Como a la desgracia le gusta tener compañía, .se detuvo de repente y señaló a otra persona a su vez.

Él también estaba en la mesa. ¿Por qué no le detienen si me van a detener a mí?

—Eso es precisamente lo que vamos a hacer —repuso Nelson secamente—. Póngase ahí —ordenó al nuevo testigo—. ¿Y quién estaba comiendo espaguetis aquí, a su derecha? Tan pronto como lo descubramos, el resto de ustedes podrá irse a su casa.

La gente miró a su alrededor indignada en busca del recalcitrante testigo causante de que todos estuvieran retenidos. Pero esta vez nadie fue capaz de señalarle con exactitud. Un empleado del restaurante, vestido con uniforme blanco, se adelantó finalmente y le dijo a Nelson:

—Me parece que salió de aquí justo cuando ocurrió. Miré hacia esa mesa un minuto antes de que sucediera y él ya había acabado de comer, se limpiaba los dientes con un palillo y estaba retirando la silla.

—Pues no es tan listo como se cree —dijo Nelson—. Lo encontraremos tanto si se marchó como si no. El resto de ustedes puede irse ya de aquí. Y no le den nombres y direcciones falsas al agente de la puerta; sólo conseguirían crearse dificultades.

El lugar se vació como por encanto, ya que en la mayoría de las personas la autoprotección es más fuerte que la curiosidad. Los dos compañeros de mesa del hombre muerto, los empleados y los dos policías se quedaron dentro.

Llegó el ayudante del médico forense, seguido por dos hombres con el cesto habitual, y efectuó un breve examen preliminar. Mientras esto ocurría, Nelson interrogaba a los dos testigos, el camarero y el encargado. Obtuvo un cuadro de la situación muy revelador.

Los empleados conocían de vista al hombre, y le consideraban un excéntrico. Todas las noches llegaba a la misma hora, justo antes de que cerraran, y siempre se servía lo mismo: café y un bocadillo de mortadela. Llevaba seis meses sin variar. Las sobras que retiraba el camarero de donde él se sentaba eran siempre las mismas. El encargado pudo corroborarlo. El muerto había armado un escándalo una noche, hacía una semana aproximadamente, porque las máquinas de bocadillos de mortadela se habían quedado vacías antes de que él llegara. El encargado tuvo que recordarle que en un restaurante automático, el primero que llega es el que primero se sirve, y no se puede reservar la comida por anticipado. El cajero confirmó la reputación de excéntrico del individuo. Otras personas bien vestidas entraban y cambiaban medio dólar, o como mucho un billete de dólar. Él, con su sombrero viejo y su abrigo raído, siempre sacaba un billete de diez e incluso a veces de veinte dólares.

—Uno de esos avaros, ¿eh? —dijo Nelson—. Siempre acaban metiéndose en líos, de un modo u otro.

Se llevaron al pobre hombre y también el bocadillo parcialmente consumido.

—Creo que no se ha equivocado, amigo —informó a Nelson el ayudante del forense—. Puede que no sea así, pero diría que ese bocadillo estaba cargado de cianuro.

Sarecky, que había examinado las ropas del hombre, dijo:

—El nombre del muerto es Leo Avram, y aquí está la dirección. Por cierto, llevaba setecientos dólares, doblados, en el zapato derecho y trescientos en el izquierdo. ¿Quieres que vaya a su domicilio e investigue por allí?

—Mejor voy yo —dijo Nelson—. Tú quédate aquí y recoge esto.

—Menudo compañero —murmuró el otro policía secamente.

El papel encerado del bocadillo había quedado tirado debajo de la silla. Nelson lo recogió, lo envolvió en una servilleta de papel y se lo metió en el bolsillo. No había más que un corto trecho desde el automático hasta el lugar donde vivía Avram, un edificio anticuado, sin ascensor, que se caía a trozos a causa del abandono.

Nelson entró en el vestíbulo y no encontró aquel nombre en la lista de vecinos. Al principio pensó que Sarecky había cometido un error, o que se había confundido con alguna nota en la que había creído encontrar la dirección del individuo. Pulsó el timbre que correspondía a «Conserje» y bajó a la entrada del sótano para asegurarse. Salió una fornida mujer rubia con un jersey viejo y zapatillas.

—¿Vive en este edificio un hombre llamado Avram?

—Es mi marido… el conserje. En este momento está fuera. Espero que regrese de un momento a otro.

Nelson mismo no podía comprender por qué no se lo dijo en aquel momento. Quizá quería hacerse una idea del ambiente en que había vivido el individuo antes de que la noticia lo alterara.

—¿Puedo entrar y esperar un minuto?

—¿Por qué no? —repuso ella, indiferente.

Le condujo por un desnudo y oscuro pasillo del sótano, en el que había amontonados cubos de basura vacíos, hasta una habitación verde amarillenta con una diminuta lucecita de gas. Nelson había observado que aunque el edificio de arriba era antiguo, tenía cables para la electricidad. De hecho, también los había en aquel sótano. Uno de ellos colgaba del techo y terminaba en un casquillo vacío. Lo habían enrollado para ponerlo fuera del alcance de cualquier persona.

«¡Menudo avaro era el pájaro! —pensó Nelson—. ¡Andando sobre mil dólares y viviendo de este modo!»

No pudo evitar sentir un poco de lástima por la mujer.

Observó con sorpresa aún mayor que había una cafetera hirviendo en un hornillo de gas, de un solo fuego, situado en un rincón. Se preguntó si la mujer sabría que él comía fuera de casa todas las noches.

—¿Tiene idea de adonde fue? —le preguntó mientras se sentaba en una mecedora que rechinaba.

—Se va a un restaurante automático que hay dos manzanas más abajo, todas las noches a esta hora, a comer algo —repuso ella.

—¿Cómo es que sale y se gasta el dinero de esa forma cuando podría tomar el café aquí mismo con usted? —preguntó él, con curiosidad.

Una chispa de resentimiento apareció en la cara de la mujer, pero era un resentimiento vencido que hacía tiempo se había convertido en resignación. Se encogió de hombros.

—Para él nada es suficientemente bueno. Se va allí porque dice que la luz es mejor. Pero a mí y a los niños nos regatea hasta el último penique.

—Tienen niños, ¿no?

—Son míos, no de él —repuso ella lentamente.

Nelson ya había vislumbrado una niña mayorcita y un niño pequeño observándole tímidamente desde otra habitación.

—Bueno —dijo mientras se levantaba—. Lamento tener que decirle esto, pero su esposo ha sufrido un accidente hace un rato en el restaurante automático, señora Avram. Ha muerto.

La cansada impasibilidad de su rostro desapareció muy lentamente. Se convirtió en… temor.

—Cianuro… ¿qué es eso? —susurró cuando él se lo contó.

—¿Tenía enemigos?

—Nadie le quería —repuso ella con absoluta naturalidad—. Nadie le odiaba tampoco como para eso.

—¿Sabe si tenía alguna razón para quitarse la vida?

—¿Él? ¡Ninguna! Se agarraba a la vida con tanta fuerza como al dinero.

En eso había algo de verdad, tuvo que admitir el detective. Los avaros rara vez se suicidan.

La niña entró disimuladamente en la habitación, temerosa, con las manos a la espalda.

—¿Es… está muerto, mamá?

La mujer se limitó a asentir con los ojos secos.

—Entonces, ¿podemos usar esto ahora? —En la mano sostenía una bombilla eléctrica manchada por las moscas.

Nelson, a pesar de ser un policía curtido, se sintió conmovido.

—Venga a la comisaría mañana, señora Avram. Hay algún dinero que usted podrá reclamar. Buenas noches.

Salió y cerró ruidosamente la puerta del sótano. Las ventanas que había a su lado brillaron de pronto débilmente con la electricidad y la silueta de una mujer subida a una silla se perfiló contra ellas.

«Qué extraño es el mundo», pensó el policía haciendo un gesto con la cabeza, mientras subía hasta el nivel de la calle.

 

Eran las dos de la mañana. El automático estaba oscuro cuando Nelson volvió allí, de modo que se fue a la comisaría. Estaban interrogando al encargado del establecimiento y al hombre que, oculto detrás del mostrador, preparaba los bocadillos y llenaba las máquinas desde dentro.

El capitán de Nelson dijo:

—Ya han telefoneado del laboratorio. Dicen que el bocadillo estaba lleno de cristales de cianuro. Sin embargo, el resto del pan utilizado, la mortadela sobrante, empleada para preparar los bocadillos, el cuchillo del pan, la tabla de cortar y los restos del cubo de la basura (que también les habíamos enviado) son inocuos. Está claro que no hubo equivocación o descuido en la trastienda del restaurante. Lo que significa que el cianuro fue introducido en el bocadillo en el área del consumidor. Se suicidó o fue asesinado deliberadamente por uno de los clientes.

—Acabo de estar en su casa —dijo Nelson—. No fue suicidio. La gente no se preocupa de que no suban sus facturas de la luz cuando se van a quitar la vida.

—Buena psicología —asintió el capitán—. Mi experiencia me dice que la miseria es sencillamente una forma pervertida de autoconservación, un exagerado apego a la vida. La elección del método tampoco coincide con su carácter. El cianuro es caro y no se lo venderían a un hombre del tipo de Avram sólo con pedirlo. Por tanto es un asesinato. Creo que es sumamente importante que traigan ustedes a ese cuarto hombre, quienquiera que sea, que estaba sentado esta noche a la mesa. Háganlo con la mayor urgencia posible.

Tenían una descripción del individuo basada en los pocos detalles que se pudieron obtener del camarero y de los otros dos que estuvieron sentados a la mesa. Se trataba de un hombre corpulento, de tez oscura, que llevaba un traje marrón claro. Había sido el primero de los cuatro que se habían sentado a la mesa, y ya había acabado de comer pero se había entretenido un poco. Gestos característicos: no dejaba de mirar de vez en cuando hacia atrás, por encima del hombro, y se hurgaba los dientes. Tenía un pequeño maletín negro, o caja de muestras, colocado a los pies, debajo de la mesa. Los dos supervivientes estaban seguros de ello. Ambos se habían golpeado con el maletín en los pies, al sentarse, y ambos también habían mirado al suelo para ver qué era.

¿Se había agachado en algún momento, después de que ellos llegaron, como para abrirlo o sacar algo de él?

No, que ellos supieran.

Avram, después de llevar su bocadillo a la mesa, ¿se había levantado otra vez y lo había perdido de vista en algún momento?

Otra vez, no. En realidad todo había ocurrido con la velocidad de un relámpago. Lo había desenvuelto ruidosamente, le había dado un gran mordisco, había tragado sin masticar, había jadeado una o dos veces y había caído boca abajo sobre la mesa.

—Entonces debió de ocurrir justo al sacarlo de la máquina, me refiero a la inserción del veneno, y no en la mesa —le dijo Sarecky a Nelson en privado—. Supongo que lo dejó en el plato durante un momento mientras se servía el café.

—Imposible —le contradijo Nelson—. Olvidas que estaba perfectamente envuelto en papel de cera. ¿Cómo podía abrirlo nadie y volverlo a cerrar sin llamar la atención? Y si vamos a sospechar del individuo del maletín (como parece que quiere el capitán), éste ya estaba sentado a la mesa y había acabado de comer cuando llegó Avram. ¿Cómo iba a saber por anticipado qué cosa iba a escoger el viejo?

—Entonces, ¿cómo metieron el veneno? ¿De dónde salió? —preguntó el otro detective, desconcertado.

—Se nos paga por descubrir pequeños detalles como ése —le recordó Nelson secamente.

—Una orden bastante amplia, ¿no?

—Hablas como un lego. Llevas en la patrulla el suficiente tiempo como para saber lo endiabladamente inevitables que son las pequeñas costumbres, lo imposible que resulta dejarlas una vez que se han adquirido. El público en general cree que el trabajo del detective es algo milagroso, como sacar conejos de una chistera. No se dan cuenta de que ningún adulto actúa libremente… que están atados de pies y manos por hábitos diminutos e inofensivos y quedan indefensos. Este hombre acostumbra comer algo a medianoche en un lugar público. Tiene la costumbre de mondarse los dientes cuando ha acabado, de quedarse un poco en la mesa mirando hacia atrás, de vez en cuando, por encima del hombro, sin fijar la vista en ningún punto. ¡Une eso a un aspecto corpulento, una piel oscura y ya lo tienes! ¿Qué más quieres… un foco de luz dirigido a él?

 

Fue el mismo Sarecky quien, a pesar de sus dudas, le encontró cuarenta y ocho horas más tarde en otro restaurante automático, con el maletín de las muestras y todo, casi a la misma hora que la primera vez, y se lo llevó para interrogarle. Fueron convocados el camarero del primer restaurante y los dos clientes; le identificaron sin vacilar, aunque en esta ocasión llevaba un traje gris.

Su nombre, dijo, era Alexander Hill, y vivía en el 215 de la calle tal y tal.

—¿En qué trabaja? —preguntó secamente el capitán.

El rostro del hombre se puso lívido. La nuez le subía y bajaba como un ascensor. Apenas podía articular palabra.

—Soy… soy representante de una empresa de venta de productos químicos al por mayor —jadeó aterrorizado.

—¡Ah! —exclamaron expresivamente dos de sus tres interrogadores. La maleta de muestras, abierta, no contenía más que polvos para los dientes, aspirinas y remedios para el dolor de cabeza.

Nelson pensó mientras la escudriñaba:

—Demonios, es demasiada coincidencia. Y está demasiado asustado, demasiado indefenso, para haberlo hecho realmente. Acaba de entrar aquí sin ninguna preparación mental previa. El auténtico culpable estaría completamente preparado, con todo ensayado, para este momento. Hay que ver cómo se desmorona. A los inocentes siempre les ocurre eso.

La voz del capitán se alzó hasta convertirse en un bramido.

—¿Cómo es que todos los demás se quedaron en el lugar aquella noche, y usted se marchó con tanta prisa?

—Yo… yo no sé. Ocurrió tan cerca de mí. Creo… creo que me puse nervioso.

Aquello no era necesariamente una prueba de culpabilidad, estaba pensando Nelson. Su obligación era tomar parte en el interrogatorio, así que le espetó:

—Se puso nervioso, ¿eh? ¿Qué motivos tenía para ponerse nervioso? ¿Cómo sabía usted que no se trataba simplemente de un ataque al corazón o de desnutrición… a menos que fuera usted el responsable?

El interrogado se quedó indefenso.

—¡No! ¡No! ¡Yo no trafico con ese material! No llevo nada de eso…

—¿Así que sabe lo que pasó? ¿Cómo lo ha sabido? Nosotros no se lo hemos dicho —saltó Sarecky.

—Lo… lo leí en los periódicos a la mañana siguiente —gimió.

Efectivamente, había aparecido en todos ellos, tuvo que admitir Nelson.

—¿No hizo usted aquella noche un gesto hacia él, como para coger algo? ¿Mantuvo las manos quietas? —Luego, antes de que pudiera decir una palabra—: ¿Qué me dice del azúcar?

El sospechoso iba de mal en peor.

—¡Yo no tomo! —sollozó.

Sarecky había estado esperando precisamente aquello.

—¡No nos mienta! —gritó—. Esta noche le observé durante más de diez minutos antes de acercarme y tocarle en el hombro. ¡Vació casi la mitad del azucarero en su taza!

Le asestó con el puño un golpe de refilón en un lado de la barbilla, y él y la silla perdieron el equilibrio. El miedo estaba contribuyendo a que el individuo se cerrara el doble que antes.

—Nos hemos equivocado de objetivo. —No dejaba de repetirse Nelson—. No es más que una de esas extrañas casualidades. ¡Un vendedor de productos farmacéuticos se sienta por casualidad a la misma mesa donde un tipo cae envenenado con cianuro!

Y sin embargo sabía que a más de un individuo lo habían atado a la silla eléctrica sólo por una coincidencia así y nada más. No se puede esperar de un jurado que no se abalance sobre una casualidad semejante.

En aquel momento el capitán sacó a Nelson de sus pensamientos, para alivio suyo, se lo llevó a un lado y murmuró:

—Vaya y rebusque bien por su casa mientras nosotros le retenemos aquí. Si puede encontrar un poco de ese veneno escondido, eso es todo lo que necesitamos. Se derrumbará como un castillo de naipes. —Echó una mirada a la acobardada figura sentada en la silla—. Será nuestro antes de la mañana —prometió.

«Eso es lo que me temo —pensó Nelson mientras salía—. Y entonces, ¿qué tendremos? Exactamente nada.»

No era de esa clase de policías que prefieren coger a un tipo que no es culpable antes que a ninguno, como les pasa a otros. Él quería o al culpable o a nadie. Cuando miró al capitán por última vez éste se estaba quitando la chaqueta para entrar en acción, más como una amenaza moral que física, y la desgraciada víctima de las circunstancias gemía como un disco rayado:

—Yo no lo hice, yo no lo hice.

 

Hill era soltero y vivía en un piso pequeño, de una sola habitación, en la parte alta del West Side. Nelson abrió con la misma llave del sospechoso, encendió las luces y se puso a trabajar. En media hora había registrado el piso de arriba abajo. Allí no había un gramo de cianuro ni nada más revelador que lo que ya habían visto en la maleta de muestras. Esto no significaba, por supuesto, que no pudiera haberlo conseguido a través de la firma para la que trabajaba o de algún farmacéutico a los que proveía. Nelson encontró una lista de estos últimos y se la llevó para comprobarla al día siguiente.

En vez de regresar directamente a la comisaría y obedeciendo a un impulso, pasó por la casa de Avram, y, al ver brillar una luz en las ventanas del sótano, se acercó y tocó el timbre.

Salió la niña con su hermano detrás de ella.

—Mamá no está —anunció.

—Ha salido con el tío Nick —le informó el niño.

Su hermana se volvió hacia él.

—¡Nos dijo que no se lo contáramos a nadie!

Nelson se imaginó las instrucciones con tanta claridad como si hubiera estado en la habitación en aquel momento, «¡Si vuelve ese hombre, no le digáis que he salido con el tío Nick, ¿eh?!».

Después de todo, los niños son muy transparentes. Sin darse cuenta le dijeron casi todo lo que deseaba saber.

—No es tío vuestro de verdad, ¿a que no?

Lanzaron una exclamación de sorpresa.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Vuestra madre se va a casar con él?

Ambos asintieron aprobadoramente.

—Va a ser nuestro papá.

—¿Cómo se llamaba vuestro verdadero padre… el anterior al último?

—Edwards —dijeron a coro con orgullo.

—¿Qué fue de él?

—Se murió.

—En Detroit —añadió el niño.

Sólo les hizo una pregunta más.

—¿Podéis decirme su nombre completo?

—Albert J. Edwards —recitaron.

Les dio una palmadita amistosa.

—Muy bien, niños, ahora a la cama.

Volvió a la comisaría y mandó por su cuenta un telegrama a la Oficina de Estadísticas de Detroit. Mientras tanto seguían interrogando a Hill sin piedad, pero todavía no había confesado.

—Nada —informó Nelson—, sólo la lista de clientes.

—Voy a intentar asustarle con un puñado de bicarbonato de sosa o algo parecido… simularemos que hemos hallado la prueba que buscábamos. Veré si esto le hace confesar —prometió el capitán airado—. No se le domina tan fácilmente como yo esperaba. Usted empezará a las siete de la mañana a recorrer esa lista de farmacéuticos. Entérese si alguna vez intentó tratar con ellos para hacerse con el veneno.

Mientras tanto, había hecho que sacaran a Hill a escondidas por la parte de atrás para llevarlo a una comisaría de las afueras con el fin de evadir así la disposición referente al tiempo que se puede retener a un sospechoso sin acusación. No tenían pruebas suficientes para acusarle, pero tampoco iban a dejarle en libertad.

Nelson se quedó aún más sorprendido que el prisionero ante lo que hizo. Cuando situaron a Hill junto a él en el pasillo, durante un minuto, mientras esperaban el coche celular, le susurró por encima del hombro:

—Aguante o se hundirá.

El hombre parecía demasiado aturdido como para entender lo que quería decirle.

Nelson estaba presente la mañana siguiente cuando acudió la señora Avram para reclamar el dinero y observó su expresión por curiosidad. Tenía el mismo aspecto de cansada resignación que la noche en que él le había comunicado la noticia. Aceptó el dinero que le dio el capitán, firmó y dio media vuelta impasible con él en la mano. El capitán había decidido previamente llevar a cabo uno de sus trucos: se quedó, a propósito, con un billete de cien dólares para ver cuál era la reacción de la mujer.

A medio camino de la puerta, se volvió alarmada y retrocedió apresuradamente.

—¡Caballeros, debe de haber un error! ¡El… el billete de arriba es de cien dólares! —Repasó apresuradamente el montón de billetes—. ¡Son todos de cien dólares! —exclamó estupefacta—. Sabía que llevaba un poco de dinero en los zapatos… pero pensé que eran quizá cincuenta, setenta dólares…

—Llevaba mil en los zapatos —dijo el capitán—. Y otros mil cosidos en las costuras del abrigo.

La mujer dejó caer el dinero, se agarró con ambas manos al borde de la mesa, detrás de la cual estaba sentado el policía, y se hundió, deslizándose hasta el suelo, con un desvanecimiento repentino. Tuvieron que echarle encima un jarro de agua para hacerla volver en sí.

Nelson se preguntó con impaciencia qué demonios le pasaba, ¿qué más necesitaba para convencerse que la mujer no sabía lo que iba a encontrar? Y sin embargo, se dijo, ¿cómo se puede distinguir un desmayo auténtico de uno fingido? Cierran los ojos y se caen, ¿cómo distinguirlo?

Durmió tres horas y luego fue a informarse a la firma de venta al por mayor de productos farmacéuticos, para la que trabajaba Hill. La firma no comerciaba con cianuro ni ninguna otra sustancia venenosa y el hombre tenía allí un historial muy bueno. Pasó la mañana recorriendo la lista de farmacéuticos que hacían sus pedidos a través de Hill, y tampoco consiguió nada. A mediodía lo dejó y volvió al autoservicio donde había ocurrido… no para comer sino para hablar con el encargado. En realidad estaba trabajando en dos casos simultáneamente: uno oficial, para su capitán, y otro particular, para sí mismo. Al capitán le habría dado un ataque si lo hubiera sabido.

—¿Puedo ver a ese camarero suyo, el que llevamos a la comisaría la otra noche? Quiero que se venga conmigo, tardaremos una media hora.

—Usted representa al Departamento de Policía —dijo el encargado sonriendo aquiescente.

Nelson se lo llevó con la ropa de calle.

—Hizo usted muy buen trabajo al identificar a Hill, el cuarto hombre de la mesa —le dijo—. Naturalmente, no espero que recuerde las caras de todos los que estaban en el restaurante aquella noche. Especialmente con la rapidez con que cambian los clientes de un automático. Sin embargo, le diré lo que va a hacer. Baje por esta calle hasta el número 121… puede verlo desde aquí. Llame al timbre del conserje. Usted busca un apartamento, ¿comprende? Pero mientras esté ahí, fíjese bien en la mujer que va a ver, y luego vuelva y dígame si recuerda haber visto su cara, en el restaurante, aquella noche o cualquier otra noche. No se la quede mirando… échele sólo un vistazo.

Tardó un poco más de lo que Nelson había calculado. Cuando finalmente regresó a la esquina, donde el detective le estaba esperando, dijo:

—Nada, no la he visto nunca en nuestro establecimiento; ni esa noche ni ninguna otra, que yo recuerde. Pero no olvide que yo no estoy en la sala todo el tiempo. Puede haber entrado y salido muchas veces sin que yo la haya visto.

«Pero no —pensó Nelson—, sin que Avram la viera, si se hubiera acercado a él.»

Por tanto, la mujer no había estado allí. Aquello era prácticamente seguro.

—¿Por qué ha tardado tanto? —le preguntó.

—Por una cosa muy curiosa. Había un tipo en la casa con ella que antes trabajaba con nosotros. Me reconoció inmediatamente.

—¿De veras? —El detective se paró de repente—. ¿Estaba él allí aquella noche?

—No, se marchó hace seis meses. No le había visto desde entonces.

—¿Qué trabajo hacía? ¿Preparaba los bocadillos?

—No, era camarero como yo. Limpiaba las mesas.

Sólo otra coincidencia, pues. Pero Nelson se recordó a sí mismo que si una coincidencia era suficiente como para poner a Hill en peligro, ¿por qué había que pasar la otra por alto considerándola inofensiva? Ambas teorías —la suya y la del capitán— tenían ahora sus coincidencias. Quedaba por ver cuál era sólo eso —una simple coincidencia sin más— y cuál era la pista definitiva.

Volvió a la comisaría. Todavía no había llegado ningún telegrama desde Detroit en contestación al suyo, pero no lo esperaba tan pronto… llevaba tiempo. El capitán, como un bulldog, no quería soltar a Hill. Le habían vuelto a trasladar en secreto a un tercer lugar; le estaban reteniendo basándose en algún tecnicismo que no tenía nada que ver con el caso Avram. El truco del bicarbonato de soda no había resultado, le dijo el capitán con pesar.

—¿Por qué? —quiso saber Nelson—. Porque se dio cuenta sólo con verlo que no era cianuro… ¿No es eso? Creo que eso es un punto importante.

—No, se creyó que era el veneno. Pero juró y perjuró que no procedía de su habitación.

—Entonces, si no sabe distinguir el cianuro del bicarbonato de soda, ¿no es eso una prueba de que no lo puso en el bocadillo?

El capitán le echó una mirada.

—¿Está con nosotros o contra nosotros? —preguntó con aspereza—. Usted siga comprobando esa lista de farmacéuticos, hasta que descubra dónde lo consiguió. Y si no podemos encontrar ningún otro motivo, me conformaré con que fue una enfermiza curiosidad científica. Quería estudiarlos efectos directamente, y escogió al primer extraño que se le presentó.

—Seguro, en un automático… el tipo de restaurante más llamativo y concurrido que existe. Precisamente el lugar donde la manipulación humana de la comida queda reducida a un mínimo.

Deliberadamente desobedeció las órdenes, algo que nunca había hecho hasta entonces… o más bien retrasó el llevarlas a cabo. Regresó y comenzó a vigilar él solo la entrada a la casa de los Avram.

Al cabo de una hora aproximadamente, un hombre rechoncho, con aspecto de extranjero, subió los escalones y salió a la calle. Aquél era sin duda el «tío Nick», el futuro esposo de la señora Avram y antiguo empleado del automático. Nelson le siguió sin esfuerzo alguno por la acera de enfrente, subió al mismo autobús que él, aunque una manzana más abajo, y se bajó en la misma parada. El «tío Nick» entró en un banco y Nelson, en un estanco de enfrente que tenía cabinas telefónicas transparentes desde las que se dominaba la calle a través de la fachada de cristal.

Cuando volvió a salir, Nelson no se molestó en seguirle más. En lugar de eso entró, a su vez, en el banco.

—¿Qué es lo que ha hecho ese tipo? ¿Abrir una cuenta? Déjeme ver el comprobante de depósito.

Había ingresado, bajo el nombre de Nicholas Krassin, mil dólares en efectivo, la mitad de la suma que la señora Avram había recibido en la comisaría el día antes. Nelson no necesitaba que nadie le dijera que aquello no significaba, en modo alguno, que Krassin y ella hubieran tenido nada que ver con la muerte del viejo. El dinero le pertenecía legalmente como viuda, y si quería compartirlo con su futuro esposo, aquello no constituía un delito criminal. No obstante, ¿no era ése un motivo más poderoso que la «enfermiza curiosidad científica» que el capitán le había achacado a Hill? El hecho era que ella no habría entrado en posesión del dinero si Avram todavía viviera. Continuaría donde ella no podía cogerlo.

Nelson averiguó si Krassin vivía en la dirección que había dado en el banco y, con cierta sorpresa, descubrió que era correcta, no falsa. O ninguno de los dos era muy inteligente, o eran inocentes. Regresó a la comisaría a las seis; por fin había llegado la respuesta al telegrama enviado a Detroit. «Orden de exhumación obtenida, tal como solicitaba stop Albert J. Edwards falleció enero 1936 stop certificado defunción atribuye causa a caída de viga acero mientras trabajaba edificio en construcción stop autopsia…»

Nelson lo leyó hasta el final, lo dobló y se lo metió en el bolsillo sin cambiar de expresión.

—Bueno, ¿ha descubierto algo? —quiso saber el capitán.

—No, pero estoy a punto —le aseguró Nelson, pero podía haber estado pensando en aquel otro caso suyo, y no en el que tenía a todos tan excitados. Volvió a marcharse otra vez sin decir adonde iba.

Llegó a casa de la señora Avram a las siete menos cuarto y tocó el timbre. La niñita salió a la puerta del sótano. Al verle, gritó con voz chillona, pero sin pretender hacer ninguna gracia:

—Mamá, ese hombre está aquí otra vez.

Nelson sonrió un poco y entró en la vivienda. Se había hecho un repentino silencio, tan espeso que se podía cortar con un cuchillo. Krassin estaba allí otra vez, en mangas de camisa, cenando con la señora Avram y los dos niños. Observó que ahora no sólo tenían luz eléctrica sino también una radio pequeñita. No se puede arrestar a la gente por comprar una radio. Estaba silenciosa como una tumba, pero la rozó disimuladamente con el dorso de la mano y el frente del aparato estaba todavía caliente debido al uso reciente.

—¿No les molesto, verdad? —les saludó alegremente.

—N-no, siéntese —repuso la señora Avram con nerviosismo—. Este es el señor Krassin, un amigo de la familia. No sé cómo se llama usted…

—Nelson.

Krassin se limitó a mirarle atentamente.

—Lamento molestarle —dijo el detective—. Sólo quería hacerle un par de preguntas sobre su marido. ¿A qué hora aproximadamente tuvo el accidente?

—Lo sabe usted mejor que yo —objetó ella—. Usted fue el que vino aquí y me lo dijo.

—No me refiero a Avram, hablo de Edwards, en Detroit… el soldador que se cayó de la viga.

El rostro de la mujer se puso un poco grisáceo, como si el recuerdo le resultara doloroso. La cara de Krassin no cambió de color, sólo mostró una considerable sorpresa.

—¿A qué hora aproximadamente? —repitió.

—A mediodía —repuso ella de forma casi inaudible.

—A la hora de comer —dijo el detective en voz baja, como para sí mismo—. La mayoría de los obreros se llevan la comida de casa en una tartera… —La miró pensativo. Luego cambió de conversación. Arrugó la nariz apreciativamente—. Ese café huele bien —observó.

Ella le dirigió una sonrisa extraña y forzada.

—Tómese una taza —le ofreció. Él vio que su mirada se cruzaba fugazmente con la de Krassin.

—Gracias, no me vendría mal —repuso Nelson lentamente.

 

La mujer se levantó. Luego, al dirigirse al hornillo, se encolerizó de repente con los dos niños sin ninguna razón aparente:

—¿Qué hacéis aquí? Iros a la cama. ¡Os digo que os vayáis de aquí!

Les cerró la puerta de un golpazo y permaneció allí delante, de espaldas a la habitación, durante un minuto. El fino oído de Nelson captó el sonido débil, pero inconfundible, de una llave.

Se volvió otra vez hacia Krassin.

—Nick, sal fuera y echa una ojeada a la caldera, ¿quieres?, mientras le sirvo el café al señor Nelson. Si el calor baja, los de arriba, empezarán a quejarse inmediatamente. Dale un buen metido.

A Nelson se le erizaron un poco los pelos de la nuca al ver cómo el hombre se levantaba y salía. Pero había sido él quien había pedido la taza de café.

No pudo ver cómo se lo servía… la mujer estaba otra vez de espaldas, mientras permanecía junto al hornillo. Pero oyó cómo vertía el líquido caliente, vio los movimientos de un codo y oyó el ruido de la cafetera cuando la volvió a colocar sobre el hornillo. La mujer permaneció así un momento más, después de haberlo servido, dándole la espalda… menos de un momento, apenas treinta segundos. El codo se movió ligeramente. Los ojos de Nelson no eran más que unas estrechas hendiduras. Habían sido treinta segundos de más, un movimiento de codo que sobraba.

Ella se volvió, vino hacia él y le colocó la taza delante.

—Le dejo que usted mismo se ponga el azúcar —dijo casi juguetona—. A unos les gusta con mucha, y a otros con poca.

Un círculo de espuma se deshacía en el humeante líquido negro.

Fuera, en algún lugar, se oía a Krassin atizando la caldera.

—Bébaselo mientras está caliente —le urgió ella.

Alzó la taza lentamente hasta sus labios. A medida que subía, los párpados de la mujer bajaron. Pero no del todo, no lo suficiente para impedirle totalmente la visión.

El sopló para disipar el humo.

—Está demasiado caliente… me quemaré la boca. Hay que dejarlo un minuto que se enfríe —dijo—. ¿Y usted qué… no toma un poco? No puedo beber solo. No sería de buena educación.

—Yo ya he tomado el mío —repuso ella respirando pesadamente, mientras abría otra vez los ojos—. Creo que ya no queda.

—Entonces le daré la mitad de éste.

La amable reacción de la mujer resultó un tanto exagerada. Al rechazar su ofrecimiento casi dio un salto atrás.

—¡No, no! Espere, miraré. Sí, hay más; queda mucho.

Pudo provocar un accidente con la taza, tirar el líquido al suelo mientras la mujer le volvía la espalda por segunda vez. En lugar de eso, se sacó del bolsillo una cerilla de cocina, le cortó la cabeza con la uña del pulgar. Lanzó la cabeza, no el palo, sobre el hornillo caliente ante el cual estaba ella parada. Cayó a un lado de la mujer, sin hacer ningún ruido y ella no lo notó. Si la hubiera tirado con palo y todo hubiera sonado al caer llamando su atención.

Ella volvió y se sentó frente a él. Se oía el arrastrar de los pasos de Krassin que regresaba por el pasillo de suelo de cemento.

—Vamos. No sea tímido… beba —le animó ella. Había algo horrible en su sonrisa, como una calavera que le sonriera desde el otro lado de la mesa.

La cabeza de la cerilla arrojada sobre la estufa, calentada hasta el punto de combustión, se incendió con un pequeño chasquido y un momentáneo resplandor. Ella dio un respingo y volvió la cabeza nerviosamente para ver qué pasaba. Cuando volvió a mirar, él ya se había llevado la taza a los labios. La mujer levantó también la suya, observándole sobre el borde. Las pisadas de Krassin se habían detenido justo delante de la puerta de la habitación y ya no se oyó ningún ruido más, como si estuviera allí quieto, esperando.

 

En la mesa, el juego del ratón y el gato se prolongó un momento más. Nelson empezó a tragar con una seca constricción de la garganta. Los ojos de la mujer, que le observaban por encima de la taza, eran ávidas medias lunas de satisfacción. De repente, la cabeza y hombros de la mujer cayeron sobre la mesa estrepitosamente, como le había ocurrido la otra noche a su marido en el automático, y el crujido de la taza rota sonó debajo de ella.

Nelson se irguió vigilante, volcando su silla. La puerta se abrió repentinamente y entró Krassin con un hacha en una mano y un saco de arpillera vacío en la otra.

—Todavía no estoy listo para que me incineren —dijo el detective rechinando los dientes, y se abalanzó sobre él.

Krassin dejó caer el superfluo saco de arpillera, y el hacha relampagueó por encima de su cabeza. Nelson dobló las rodillas, muy por debajo de ella, antes de que pudiera caer. Agarró el mango con una mano, a medio camino entre la hoja y el puño de Krassin, y mantuvo el arma trémula en el aire. Con el otro puño empezó a imitar un taladro hidráulico contra los dientes de su asaltante. Luego bajó su ataque hasta el nivel del plexo solar, le lanzó dos golpes que hundieron a su oponente… y aquello fue el final.

 

Una hora después, en el descampado de Corona, en el cerrado cuarto de un sótano, Alexander Hill —o al menos lo que quedaba de él— decía:

—¿Y me dejarán dormir si lo hago? ¿Acabarán muy pronto de verdad, me llevarán arriba y terminarán mis sufrimientos?

—¡Sí, sí! —decía el macilento capitán, sacudiendo la tinta de una pluma estilográfica y ofreciéndosela—. ¿Por qué no lo hizo hace días? Habría resultado más fácil para todos.

—Nunca había visto a un tipo así —se quejaba Sarecky, mientras se enjuagaba la boca con agua en un rincón.

—¿Qué está firmando ese hombre? —resonó la voz de Nelson desde las escaleras.

—¿Usted qué cree? —refunfuñó el capitán—. Y, por cierto, ¿dónde ha estado toda la noche?

—¡Haciendo que me envenenara la misma cuadrilla que mató a Avram!

Bajó el resto de las escaleras, y Krassin bajó a su lado sujeto al extremo de un corto eslabón de acero.

—¿Quién es ese tipo? —quisieron saber ambos.

Nelson miró al primer prisionero, en la silla.

—Sáquenle de aquí unos minutos, ¿quieren? No tiene por qué enterarse de todos nuestros asuntos.

—Igual que en las novelas —murmuró Sarecky con envidia—. El gran Nelson llega en el último momento y se lleva toda la gloria.

Un policía condujo a Hill al piso de arriba. Otro agente bajó, a petición de Nelson, un pequeño paquete envuelto en papel marrón. Cuando lo abrieron, reveló una lata pequeña que, en un tiempo, había contenido cacao. Nelson la volcó y unos cuantos filamentos de una sustancia blancuzca cayeron de ella, lentamente, llenando el aire de la habitación de un leve olor a almendras amargas.

—Aquí tiene su cianuro —dijo—. Viene del estante que hay encima del fogón de la señora Avram. Sus hijos, de los que se están ocupando en la comisaría hasta que yo pueda volver allí, le dirán que es polvo para las cucarachas y que les habían advertido que no lo tocaran. Probablemente ella lo consiguió en Detroit el año pasado.

—¿Es ella la culpable? —preguntó el capitán—. ¿Cómo pudo hacerlo? El veneno estaba en el bocadillo del restaurante automático, no en nada que comiera en casa. Y ella no estuvo en el restaurante aquella noche; se quedó en su casa, usted mismo nos lo dijo.

—Sí, se quedó en casa, pero aun así le envenenó en el automático. Mire, ocurrió de este modo. —Se quitó su esposa y sujetó temporalmente al prisionero a una cañería de un rincón. Sacó del bolsillo una servilleta de papel y, de ella, el papel de cera, cuidadosamente conservado, en que había estado envuelto el mortífero bocadillo.

—Este papel fue doblado dos veces —dijo Nelson—, una vez hacia dentro, y otra hacia fuera. Usted mismo puede verlo. Todos los dobleces tienen una doble raya. ¿Qué significa eso? Que sacaron el bocadillo, lo aderezaron y lo envolvieron otra vez. Sólo que, con las prisas, la señora Avram se equivocó y volvió a poner el papel al revés.

»Como ya le dije a Sarecky, las pequeñas costumbres resultan fatales. Avram era un avaro. Los bocadillos más baratos que venden en el automático son los de mortadela. Durante seis meses seguidos no los compró de ninguna otra clase. Este individuo trabajó allí durante un tiempo. Sabía a qué hora se rellenaban las máquinas por última vez. Sabía que era entonces, precisamente, cuando llegaba Avram. Por cierto, el viejo no era tonto. No iba allí porque la luz fuera mejor… iba para evitar que le asesinaran en casa. Hacía todas las comidas fuera.

»¿Qué es lo que hicieron, pues? Consiguieron asesinarle de todos modos, de esta manera: Krassin, aquí presente, entró, compró un bocadillo de mortadela y se lo llevó a casa. La mujer lo "aderezó", lo volvió a envolver y a las once y media, él regresó al restaurante con el bocadillo metido en el bolsillo. Acababan de rellenar las máquinas por última vez.

No volverían a cargarlas hasta la mañana siguiente. Hay tres compartimentos para los bocadillos de mortadela. Vació los tres para asegurarse que la víctima sólo podría coger el bocadillo mortal. Cuando se han vaciado, las tapas de cristal quedan entreabiertas. Se pueden levantar y meter la mano dentro sin insertar una moneda. Puso el bocadillo envenenado dentro y se quedó por allí cerca para evitar que nadie lo cogiera. El viejo entró. Quizá era corto de vista y no reconoció a Krassin. Quizá no le conocía… todavía no he aclarado ese punto. Krassin salió disimuladamente del recinto. El viejo era un avaro. Vio que podía conseguir un bocadillo gratis, probablemente creyó que algo había fallado en el mecanismo y lo cogió a toda velocidad. Eso es todo.

»El dinero que llevaba en los zapatos fue el motivo que impulsó a este individuo a cometer el crimen. En cuanto a la mujer, el dinero fue sólo parte de su motivación. De todos modos era una asesina congénita. Este hombre se habría casado con ella y tarde o temprano le habría llegado su turno. La mujer se libró en Detroit de su primer marido, Edwards, de ese mismo modo. Logró una explicación maravillosa. El marido se comió el bocadillo envenenado, que ella le había preparado, subido en el travesaño de un edificio en construcción y pareció como si hubiera perdido el equilibrio y se hubiera matado al caer. A petición mía exhumaron el cadáver y efectuaron la autopsia. Este telegrama dice que encontraron rastros de envenenamiento por cianuro incluso después de tanto tiempo.

»Esta noche le di cuerda, le di a entender que iba tras ella. Le insinué que su café olía bien. Luego cambié mi taza por la suya. Ahora está allí, muerta. No es que yo quisiera que ocurriera eso, pero tenía que elegir entre ella o yo. De todos modos, jamás la habrían mandado a la silla eléctrica. Estaba desequilibrada, por supuesto, pero no era del tipo que se reconoce fácilmente. Habría pasado un año en un psiquiátrico, la habrían soltado, habría salido y habría vuelto a la carga una vez más. Lo llevan dentro, les da una sensación de poder sobre los demás seres humanos.

»Sin embargo, este miserable no está loco. Lo hizo exactamente por mil dólares y ni un céntimo más… y sabía lo que estaba haciendo del principio al fin. Así que creo que se merece una cena a base de pollo y helado en la celda de la muerte, a cuenta del estado.

—La Esfinge —gruñó Sarecky por lo bajo, mientras se ponía la chaqueta—. Lo ve todo, lo sabe todo y se lo calla todo.

—¿Quién finge?—corrigió el capitán, que había oído mal—. Si alguien finge, seremos usted y yo porque él no hay duda que se ha llevado el gato al agua.

 

Asesinato en el restaurante automático
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