9
Un duro viaje
—Hemos capturado a la bruja del dragón
—fanfarroneó uno de ellos—. Intentó embrujarnos.
¿Habéis oído qué le sucedió a nuestro capitán?
El carromato se detuvo. La cubierta de piel estaba atada fuertemente, por lo que Ping no podía ver lo que sucedía. Escuchaba el rumor del murmullo de la conversación que los guardias mantenían en voz baja. «Debe de ser por la tarde, nos detenemos para pasar la noche en el pueblo», pensó para sí, pues eso había sucedido las tres noches anteriores. Imaginó la escena que tenía lugar fuera del carromato. Toda la aldea se reuniría para tratar de ver al prisionero que escoltaban los guardias imperiales y, después, un murmullo de decepción recorrería la multitud cuando todos viesen que era una niña. Uno de los guardias entonces susurraría a alguien:
—Es una bruja —diría, y la palabra iría de boca en boca como el agua derramada sobre un horno caliente.
Los guardias imperiales habían obligado a Ping a bajar hasta la falda de la montaña Tai Shan, donde un carromato de dos ruedas esperaba enganchado a dos pacientes bueyes. Estaba hecho para transportar sacos de cereales y vegetales, y no para llevar personas; por otra parte, no parecía lo bastante resistente para soportar el traqueteo de un sendero rocoso de montaña. Los guardias la habían atado de pies y manos y la habían empujado dentro del carromato, cuyo techo era tan bajo que Ping no podía mantenerse del todo erguida si se sentaba.
Al menos no habían descubierto a Kai. Ping escuchaba notas graves y prolongadas. Bajó la vista y miró al bebé dragón que sostenía en su regazo.
—Ping. Ping. Ping —decía Kai.
Era como una acusación. ¿Por qué habían abandonado su agradable hogar de la montaña? ¿Por qué había permitido ella que los capturasen? ¿Qué eran aquellas horribles cosas de metal que hacían que se sintiese mal? Nada de lo que la niña podía decirle lo tranquilizaba. Con las manos atadas no podía siquiera acariciarlo. No se quejó cuando él mordió sus dedos.
Los guardias no la buscaban a ella. Por esta razón su segunda visión no la advirtió de que estaban cerca. No tenían intención de hacerle daño. Ella no sabía por qué estaban haciendo la ronda por Tai Shan. Todos habían oído hablar de la «bruja del dragón», pero una vez estuvo atada, ya no le tenían tanto miedo. Hua era otra cuestión. Los había escuchado murmurar acerca del color de su piel tan poco corriente cuando le daba el sol, de su tamaño excepcional y de las bolas de fuego que escupía. Habrían acabado con aquella criatura sobrenatural con una lanza, pero sabían que Ping tenía razón: el emperador querría que se la llevasen con vida. Habían atado la rata de manera que no pudiese escapar, y la habían amordazado con un trozo de cuero para que no lanzase salivazos. Después de lo que le había pasado a su capitán, todos recelaban del cucharón y nadie se atrevía a quitárselo a la niña.
Kai estaba aterrorizado, y Ping procuró consolarlo lo mejor que pudo con las manos atadas. Sabía que todas las palabras tranquilizadoras que le decía, que todo iba a salir bien, no eran demasiado convincentes. Mientras duraba el traqueteo del viaje en el carromato le contaba cuentos. Siempre le hablaba con la mente y no con la boca, pero su vocabulario no había aumentado aún. La única palabra que Kai decía era «Ping».
El pequeño dragón lloriqueaba.
—Al menos no te han descubierto —dijo la niña.
No era mucho consuelo.
Ping no tenía que pedir a Kai que se transformase cada vez que los guardias retiraban la cubierta de piel. Su instinto natural le decía cuándo se encontraba en peligro. La niña podía transportar a Kai convertido en cucharón con ella cada vez que la dejaban salir del carromato. Eran escasas las ocasiones que eso sucedía y muy espaciadas. Los guardias la mantenían encerrada en el carromato cubierto día y noche, y sólo le permitían bajar y estar fuera unos pocos minutos cada día para estirar las piernas.
La alimentaban razonablemente bien, pero seguían clavándole las lanzas mientras comía. Los escuchaba protestar sobre su ración de gachas. Las comidas de Ping en Tai Shan habían sido magras y sencillas, por ello agradecía el cocido de carne de cabra a cambio de pescado, pero Kai no podía comerlo. Ojalá Hua hubiese podido ayudarla, pero estaba amarrada como una gallina a punto de asar y no podía escapar.
Ping sabía que Liu Che estaría furioso. Le había dado el cargo de guardiana imperial de los dragones. Era un gran honor y ella lo había rechazado. Él la había tratado como un amigo y confiado en ella; le había permitido llamarlo por su nombre de pila, nadie más tenía ese privilegio a excepción de los miembros más cercanos de su familia. En pago, ella había ayudado a escapar al último dragón imperial. Esto, por sí solo, ya era un crimen que se castigaba con la muerte.
Se las había ingeniado para recoger unos pocos gusanos y un par de caracoles en los pocos ratos que la dejaron salir. Kai había encontrado algunas larvas en los vegetales podridos que habían quedado en el fondo del carromato. Ping había pescado algunos gorgojos que flotaban en sus gachas y los había separado para él, pero el dragón aún estaba muy hambriento. Y además, cada vez que los guardias se acercaban, sus armas de hierro hacían que se debilitase y se encontrase mal.
Ping intentó pensar, aunque su mente estaba tan cansada como su cuerpo. En esa época del año, el emperador estaría en Chang’an. Los bueyes tardarían semanas en recorrer el camino hasta la capital. Incluso si viajaban por el río, sería un viaje lento, puesto que los remeros tendrían que avanzar contra la fuerte corriente. Debería tramar algún plan para escapar rápidamente o Kai se moriría de hambre.
El carromato se detuvo. Ping escuchó pasos que se aproximaban.
—Kai, tienes que cambiar de forma —dijo.
El pequeño dragón le enroscó la cola alrededor del brazo y se transformó en un cucharón. Alguien retiró la cubierta de piel. Ping parpadeó e hizo visera con las manos para cubrirse los ojos. Cuando éstos se acostumbraron a la luz, vio que no estaban en una aldea sino en un patio con altos muros a ambos lados. Unas puertas de madera inmensas se cerraban detrás de ellos. Éstas estaban decoradas con pinturas de murciélagos rojos y grullas azules, los símbolos de la buena suerte y una larga vida. Sus captores estaban hablando con los guardias de la puerta, señalándola:
—Hemos capturado a la bruja del dragón —fanfarroneó uno de ellos—. Intentó embrujarnos. ¿Habéis oído qué le sucedió a nuestro capitán?
El carromato se puso en movimiento de nuevo. Esta vez los guardias no volvieron a atar la cubierta de piel. Pasaron bajo otra puerta, que tenía tres grandes caracteres pintados en oro.
El carromato siguió su camino a través de un puente curvado con muchos arcos que cruzaban por un amplio lago. Una isla rocosa y empinada se alzaba sobre la superficie del agua; en lo alto, había un pabellón. En la orilla opuesta, los sauces se doblaban tristemente, introduciendo sus ramas en el agua con las hojas caídas flotando como lágrimas.
No era la misma belleza salvaje de la naturaleza que se presentaba en Tai Shan, sino que cada árbol, flor y roca había sido cuidadosamente colocado. Se trataba de un inmenso jardín. En la otra orilla del lago, el estrecho camino empezó a subir. El jardín se extendía por las laderas de una pequeña colina. El carromato pasó entre un grupo de arces, cuyas hojas apenas si empezaban a enrojecer. Ping había visto antes esos árboles. El camino serpenteaba entre parterres de flores hacia un bello edificio que se alzaba a medio camino de la colina. Ping sabía dónde estaba: era Ming Yang, la residencia imperial de caza, donde había conocido al emperador.
Cuando el carromato llegó a la residencia Ming Yang, un guardia nervioso desató los pies y las manos de Ping. Los otros apuntaron sus lanzas hacia ella mientras bajaba del carromato con los músculos agarrotados. Se quedó mirando la residencia Ming Yang. Parecía distinta. Los tejados ya no eran negros. Relucientes tejas amarillas habían reemplazado a las anteriores de un sombrío color negro. El emperador había seguido adelante con su plan de cambiar el color imperial. Ping sonrió, a pesar de tener puntas de lanza clavándose en su espalda. Ella había sugerido a Liu Che que cambiase el color imperial del negro al amarillo.
La residencia parecía tranquila. Dos criadas huyeron, mirando temerosas a Ping; sin embargo, no se veía el hervidero de sirvientes y ministros que había la última vez que estuvo allí. Desde las cocinas, llegaba flotando el aroma de los alimentos cocinados. Pudo oler a ajo, a jengibre y a salsa de ciruelas. Su estómago rugió. Eran los fragantes aromas de un banquete imperial. Su corazón empezó a latir con fuerza. Aquello sólo podía significar una cosa: el emperador estaba en la residencia Ming Yang. Ping creía que tendría semanas para preparar lo que le diría a Liu Che y en cómo suplicaría por su vida; sin embargo, ahora no tenía tiempo de pensar en nada.
Sintió una extraña mezcla de excitación y temor ante la perspectiva de volver a verlo. En el breve tiempo que había pasado la otra vez en Ming Yang, había disfrutado muchísimo de su compañía. Cierto que se trataba del emperador, pero era también la única persona que había conocido que fuese más o menos de su edad. Y el único chico. En el palacio Huangling había visto de vez en cuando a jóvenes de rostros amargados, personal de los establos de ceño fruncido y jardineros, pero todos la habían evitado como si fuese una fea araña. El hermoso y joven emperador, a pesar de su elevada posición, le había sonreído y tratado con respeto. Prestaba atención a lo que ella tenía que decir, a pesar de que sólo era una niña esclava. Ping anhelaba renovar la amistad que los había unido, pero sabía que aquello no sucedería. Había visto la expresión del rostro de Liu Che cuando ella se alejó volando con Danzi.
Los guardias no llevaron a Ping ante el emperador ni a la bonita habitación donde había dormido en su anterior visita a la residencia Ming Yang, sino que la condujeron a un nuevo edificio que estaba a cierta distancia del pabellón, construido a toda prisa con cañas de bambú, toscamente techado con fardos de ramas desordenados. Ping escuchó extraños ruidos de animales, que provenían de su interior: rugidos y aullidos. Dentro había jaulas hechas con bambú. Una contenía un gato negro tan grande como un tigre. En la otra había dos monos de ojos tristes. Los guardias se alejaron de la jaula del gato negro. Uno de ellos, que no lo hizo con tanta rapidez, se ganó un profundo arañazo en el brazo.
—Me alegraré cuando lo suelten en el bosque del Tigre —murmuró.
Ping recordó que Liu Che había decidido convertir el bosque del Tigre, que se extendía más allá de los jardines hacia el sur, en una reserva de animales salvajes para criaturas de todos los confines del imperio.
—¿Dónde está mi rata? —preguntó.
Ellos la ignoraron y la condujeron a una jaula vacía. El guardia alargó la mano para quitarle el cucharón del brazo.
—¡No lo toques! —gritó Ping.
Pero él no le hizo caso. Cuando tocó el cucharón, una extraña expresión atravesó su rostro antes de que cayese fulminado al suelo y quedase tendido, tieso como una tabla de madera. Los otros guardias abrieron la puerta de la jaula y metieron a Ping en ella a empujones. Sólo estaba provista de un cubo y un montón de paja sucia. Cerraron la puerta y la dejaron con los otros animales. Cualquier esperanza de que el emperador la hubiese perdonado desapareció.
Ping cerró los ojos cuando el cucharón que llevaba al brazo se convirtió en un pequeño dragón.
—Hambre —dijo la triste voz en su cabeza.
Unos días antes, nada habría puesto más contenta a Ping que escuchar a Kai decir otra palabra. Pero ahora tenía un montón de preocupaciones mucho más serias. Debía hacer lo posible para mantener a ambos con vida.
Ping se dejó caer en la paja. Olía a estiércol de caballo.
—Buen chico, Kai —dijo, y rascó al dragón alrededor de los bultitos que tenía en la cabeza, intentando parecer contenta—. Hoy lo has hecho muy bien.
Kai sollozó. Las alentadoras palabras de Ping no lo engañaron en absoluto. La niña se dijo que ahora sus propios sentimientos no importaban: Kai era su principal prioridad. Estaba delgado y sus escamas tenían un color apagado. El dragón se echó en la paja emitiendo débiles y graves sonidos que sólo hacían que Ping se sintiese peor. Habría preferido que la hubiese mordido.
Un poco después, un guardia entró y, sin decir una palabra, empujó un cuenco de gachas a través de los barrotes de la jaula. Kai intentó comer aquello, y sólo consiguió ponerse enfermo. Aún no era capaz de digerir comida. Ping probó el guiso, pero no era capaz de comer demasiado con el hambriento dragón mirándola.
A Ping ya la habían hecho prisionera en otra ocasión. Había sido arrinconada por enemigos fuertes provistos de armas y siempre había sido capaz de ingeniar alguna forma de escapar. Pero entonces Danzi estaba con ella. Ahora tenía que valerse por sí sola; ni siquiera podía contar con Hua para que la ayudase. Parecía que no había forma alguna de escapar.
Se echó sobre la paja y se enroscó alrededor del pequeño dragón para consolarlo.
Finalmente, Kai logró dormirse, pero Ping permaneció despierta. No podía dejar de pensar en cómo alimentarlo. Recordó el día que eclosionó y nació de la piedra del dragón. Entonces necesitaban leche y no tenían dónde conseguirla. Danzi se hizo una herida en el pecho y alimentó al bebé con su propia sangre. Ella tendría que hacer lo mismo. Permaneció echada despierta durante toda la noche, pensando en cómo haría para conseguir algo lo suficientemente afilado para poder hacerse un corte.