PERSONAJES DE LA HISTORIA

MUJERES

Lady Lydiard (viuda de Lord Lydiard)

Isabel Miller (su hija adoptiva)

La señorita Pink (de South Morden)

La Honorable señora Drumblade (hermana del Honorable Alfred Hardyman)

HOMBRES

El Honorable Alfred Hardyman (del criadero de caballos)

El señor Felix Sweetsir (sobrino de Lady Lydiard)

Robert Moody (factótum de Lady Lydiard)

El señor Troy (abogado de Lady Lydiard)

El Viejo Sharon (en un apartado de la Bohemia legal)

ANIMALES

Tommie (el perro de Lady Lydiard)

PRIMERA PARTE

LA DESAPARICIÓN

1

La anciana Lady Lydiard estaba sentada, meditando, al lado de la chimenea, con tres cartas en el regazo.

El tiempo había descolorido el papel y desteñido la tinta hasta darles un tono ocre. Todas las cartas iban dirigidas a la misma persona: Al Honorable Lord Lydiard; y todas ellas firmadas de la misma forma: Tu afectísimo primo James Tollmidge. A juzgar por estos ejemplos de correspondencia, el señor Tollmidge debía de haber tenido un gran mérito como escritor de cartas: el mérito de la brevedad. Si se le hubiera dejado hablar, no hubiera alterado la paciencia de nadie. Permitámosle, pues, en su propia y exagerada forma, hablar por sí solo.

Primera carta. Mi exposición, como Su Señoría solicita, será breve y concreta. Me estaba desenvolviendo muy bien como pintor de retratos en el campo; tengo esposa e hijos en los que pensar. Bajo estas circunstancias, si hubiera tenido que decidir por mí mismo, ciertamente hubiese esperado hasta haber ahorrado un poco de dinero antes de aventurarme en unos gastos serios como tomar una casa y un estudio al oeste de Londres. Su Señoría, y declaro esto firmemente, me dio ánimos para probar suerte sin tener que esperar. Y aquí me encuentro, desconocido y desempleado, un artista sin esperanza perdido en Londres. Con una mujer enferma e hijos hambrientos y con la bancarrota a la vista. ¿En hombros de quién ha de caer esta terrible responsabilidad? ¡En los suyos, Su Señoría!

Segunda carta. Tras una semana de plazo, me favoreció usted, señor, con una corta respuesta. Por mi parte puedo ser igualmente brusco. Con indignación niego que tanto yo como mi mujer hayamos utilizado su nombre con fines de recomendación con los modelos sin su permiso. Algún enemigo nos ha calumniado. Y pido, acudiendo a mi derecho, conocer el nombre de este enemigo.

Tercera (y última) carta. Ha pasado otra semana y no he recibido ni una palabra de contestación de Su Señoría. No importa mucho. He pasado este intervalo haciendo averiguaciones y, finalmente, he descubierto la hostil influencia que me ha alejado de usted. Al parecer, he sido tan desdichado como para ofender a Lady Lydiard (cómo, no puedo imaginarlo) y toda la poderosa influencia de esta noble señora se utiliza ahora en contra de este esforzado artista, que está unido a usted por los sagrados lazos familiares. Que así sea. Puedo luchar solo, y triunfar, señor, al igual que otros hombres lo han hecho antes que yo. Puede que pronto llegue el día en que una inmensa fila de carruajes esté esperando haciendo cola a la puerta de un famoso retratista de moda, y que, en esa cola, se encuentre esperando el vehículo de su esposa para traerme sus disculpas y pesares. No me volveré a dirigir a usted hasta que ese día llegue.

Una vez leídas las formidables declaraciones del señor Tollmidge y, habiéndoselas vuelto a contar a sí misma por segunda vez, las meditaciones de Lady Lydiard llegaron a un brusco final. Se levantó, tomó las cartas con ambas manos para romperlas, pero dudó, y las volvió a lanzar al cajón del escritorio en el que las había descubierto entre otros papeles que no se habían ordenado desde la muerte de Lord Lydiard.

–¡El muy idiota! – dijo Lady Lydiard al pensar en el señor Tollmidge-. Nunca oí hablar de él en vida de mi marido. Ni siquiera sabía que era familia de Lord Lydiard hasta que encontré sus cartas. Y, ahora, ¿qué debo hacer?

Miró, mientras se planteaba aquella pregunta, un periódico abierto encima de la mesa en el que se anunciaba la muerte de este consumado artista, el señor Tollmidge, pariente, se dice, del conocidísimo experto Lord Lydiard, ya fallecido. En la siguiente frase, el escritor de la nota necrológica deploraba la precaria situación de la señora Tollmidge, abandonada sin esperanzas a merced del mundo. Lady Lydiard permaneció de pie al lado de la mesa, con los ojos fijos en aquellas líneas, y vio claramente hacia dónde señalaban: hacia la chequera. Dándose la vuelta hacia la chimenea, llamó al timbre. No puedo hacer nada en este asunto, pensó, hasta que no sepa con certeza si el informe sobre la señora Tollmidge y su familia era de tal dependencia.

–¿Ha regresado Moody? – preguntó cuando el sirviente apareció en la puerta.

Moody (el administrador de Lady Lydiard) no había regresado. La anciana dama se negó a seguir pensando en el asunto de la viuda del artista hasta que su administrador hubiera regresado. Dedicó su pensamiento a otras cuestiones de interés doméstico que ocupaban un lugar en su corazón. Su perro favorito llevaba unos días enfermo y no le había llegado ningún informe durante aquella mañana. Abrió la puerta que había cerca de la chimenea y que conducía, a través de un pequeño pasillo encelado, a su tocador.

–¡Isabel! – gritó-. ¿Cómo está Tommie?

Una voz fresca y joven contestó desde detrás de la cortina que cerraba el otro extremo del corredor.

–No está mejor, milady.

Un tenue ladrido siguió a la joven voz, que añadió (en el lenguaje de los perros):

–¡Mucho peor, milady, mucho peor!

Lady Lydiard volvió a cerrar la puerta con muestras de compasión por Tommie, y paseó lentamente de un lado para otro por el espacioso salón, esperando la vuelta del administrador.

Correctamente descrita, la viuda de Lord Lydiard era baja y gorda, peligrosamente cerca de su sexagésimo aniversario. Pero puede decirse tranquilamente, y sin que sea un cumplido, que aparentaba ser más joven, como, por lo menos, unos diez años menos. Su complexión era de ese tipo de delicado tono rosado que se observa algunas veces en las ancianas que conservan bien sus facciones. Sus ojos (también excelentemente conservados) eran de ese azul claro y brillante que sienta tan bien y que no se descolora con la prueba de las lágrimas. A todo ello se le había de añadir una nariz pequeña, rellenas mejillas que desafiaban las arrugas. El blanco cabello iba peinado con duros y consistentes rizos pequeños; y, si una muñeca pudiera envejecer, Lady Lydiard hubiera sido la imagen viviente de la misma, tomándose la vida con tranquilidad en su camino hacia la más bella de las tumbas, en un cementerio donde los mirtos y las rosas crecen todo el año.

Si aquéllas eran las virtudes personales de Su Señoría, la historia imparcial deberá reconocer la lista de sus defectos: una completa falta de tacto y gusto en el atavío. El lapso de tiempo transcurrido desde la muerte de Lord Lydiard le había dado la libertad para vestirse como le gustaba. Arreglaba su baja y regordeta figura con colores que resultaban demasiado chillones para una mujer de su edad. Sus vestidos, mal elegidos, al igual que su colorido, puede que no estuvieran mal confeccionados, pero, con certeza, estaban mal llevados. Moral y físicamente debe decirse que su aspecto exterior era el peor. Las anomalías en su vestimenta armonizaban con las de su carácter. Había momentos en los que se sentía y hablaba como corresponde a una dama de su rango; y había otros momentos en los que se comportaba y hablaba como si fuera una cocinera en la cocina. Tras estas superficiales inconsistencias, su grandeza de corazón y lo esencialmente sincero y generoso de la naturaleza de la mujer, sólo esperaban la ocasión precisa para que salieran por sí mismos.

El desarrollo trivial de la vida social se exponía al ridículo a su alrededor, pero, en caso de verdadera urgencia, se probaba el metal de que realmente estaba hecha. La gente que de una forma más exagerada se reía de ella se quedaba perpleja y meditando sobre lo que realmente era su familiar compañía de cada día.

El paseo se había retrasado un poco cuando un hombre vestido de negro se presentó, ruidosamente, en la puerta principal que daba a la escalera. Lady Lydiard le hizo señas impacientes para que entrara en la habitación.

–Le he estado esperando bastante tiempo -dijo-. Parece cansado. Tome una silla.

El hombre vestido de negro se inclinó respetuosamente y tomó asiento.

2

Robert Moody tenía cerca de cuarenta años. Era una persona tímida, callada y gris, con el rostro pálido y muy afeitado, agradablemente animado por unos ojos negros y grandes, profundamente hundidos en las órbitas. La boca era quizá la mejor de sus facciones: tenía los labios firmes y bien marcados que a veces se dulcificaban, en raras ocasiones, con una particular sonrisa de triunfador. El aspecto general del hombre, a pesar de su habitual reserva, se mostraba eminentemente leal. Su puesto en casa de Lady Lydiard no era como para no tenerlo en consideración. Actuaba como su consejero y secretario y, al mismo tiempo, como su administrador: repartía sus obras de caridad, escribía las cartas de negocios, pagaba las cuentas, contrataba a los sirvientes, almacenaba la bodega, estaba autorizado para sacar libros de la biblioteca y las comidas se le servían en su habitación. Sus orígenes le daban derecho a aquellos favores especiales. Era, por nacimiento, todo un caballero. Su padre se había arruinado, pues era banquero en una época de crisis comercial. Había pagado buenos dividendos y murió fuera de casa con el corazón partido. Robert intentó tomar su mismo puesto en el mundo, pero la adversa fortuna le había hecho permanecer abajo. Desastres inesperados lo habían seguido de un empleo a otro hasta que abandonó la lucha, se despidió del orgullo de días pasados y aceptó el puesto que con consideración y delicadeza se le ofreció en casa de Lady Lydiard. No tenía ya ningún familiar vivo y nunca había tenido muchos amigos. En el intermedio de sus ocupaciones llevaba una solitaria existencia en su pequeña habitación. Era un secreto y una preocupación entre las mujeres del servicio el considerar las ventajas personales que él tenía y las oportunidades que había tenido en su camino, y que, sin embargo, nunca había intentado probar fortuna y convertirse en un hombre casado. Robert Moody no entraba en explicaciones sobre aquel tema. Seguía su triste y tranquila vida a su estilo, también triste y tranquilo. Todas las mujeres habían fracasado al tratar de impresionar a aquel guapo administrador, y se consolaban teniendo visiones proféticas de sus futuras relaciones con el sexo, y predecían victoriosas que «ya le llegaría su hora».

–Bien -dijo Lady Lydiard-, ¿qué ha estado haciendo?

–Su Señoría parece bastante preocupada por el perro -contestó Moody con la voz baja que le era habitual-. Primero fui al veterinario. No estaba. Lo habían llamado del campo; y…

Lady Lydiard, con un movimiento de la mano, cortó el final de la frase.

–No me importa el veterinario. Hemos de buscar a otra persona. ¿Dónde fue después?

–Fui a ver al abogado de Su Señoría. El señor Troy deseaba que le dijese que la espera…

–Acabemos con el abogado. Quiero saber algo sobre la viuda del pintor. ¿Es cierto que la señora Tollmidge y su familia están en una situación desesperada de pobreza?

–Eso no es del todo cierto, milady. He estado viendo al clérigo de la parroquia, que tiene un gran interés en el caso.

Lady Lydiard interrumpió a su administrador por tercera vez.

–¿No habrá mencionado mi nombre? – preguntó cortante.

–Por supuesto que no, milady. Seguí sus instrucciones, y la describí a usted como a una benevolente persona que buscaba casos de auténtica necesidad. Es completamente cierto que el señor Tollmidge ha fallecido sin dejar nada a su familia. Pero la viuda tiene una pequeña renta de setenta libras que le corresponden por derecho propio.

–Moody, ¿esa cantidad es suficiente para vivir? preguntó milady.

–Suficiente, en este caso, para la viuda y su hija -contestó Moody-. La dificultad está en pagar unas pocas deudas que han quedado y que los dos hijos que tiene vayan a estudiar. Parecen ser muchachos despiertos y la familia es muy estimada en el vecindario. El clérigo pretende conseguir unos cuantos nombres influyentes para empezar y poder hacer una colecta.

–¡No habrá colecta! – protestó Lady Lydiard-. El señor Tollmidge era primo de Lord Lydiard; y la señora Tollmidge está emparentada con Su Señoría por matrimonio. Sería degradante para la memoria de mi marido tener una caja de colecta dando vueltas para el bien de sus familiares, sin que importe lo lejanos que puedan ser. ¡Primos! – exclamó Su Señoría, bajando bruscamente de los más altos sentimientos a los más bajos-. ¡Odio hasta el mismo nombre que tienen! Una persona que está lo suficientemente cerca de mí como para ser mi pariente, y lo suficientemente lejos como para que sean mis preferidos, es justo el tipo de persona que no me gusta. Volvamos a la viuda y a sus hijos. ¿Cuánto quieren?

–Un donativo de quinientas libras, milady, daría para todo, si pudiera reunirse.

–¡Se conseguirá, Moody! Pagaré yo el donativo de mi propio bolsillo. – Después de haberse expresado con aquellos nobles gestos, estropeó el efecto de su generosidad lanzando su sórdido punto de vista sobre el asunto con su siguiente frase-. Quinientas libras es un buen pellizco de dinero, por supuesto, ¿no es así, Moody?

–Ya lo creo que lo es, milady. – Pese a saber que Su Señoría era rica y generosa, su propuesta de pagar todo el donativo le cogió por sorpresa al mayordomo. La rápida perspicacia de Lady Lydiard detectó inmediatamente lo que pasaba por la mente de Moody.

–No entiende usted muy bien mi postura en este asunto -respondió-. Cuando leí en el periódico la noticia del fallecimiento del señor Tollmidge, busqué entre los papeles de Lord Lydiard para ver si realmente estaban emparentados. Descubrí algunas cartas del señor Tollmidge, que me demostraban que él y Lord Lydiard eran primos. Una de aquellas cartas contenía algunas frases muy dolorosas que reflejaban cosas inciertas e injustas sobre mi conducta; en resumen: mentiras… -Su Señoría se detuvo, perdiendo su inicial dignidad-. Mentiras, Moody, por las que el señor Tollmidge hubiera merecido ser azotado. Y lo hubiera hecho yo misma si Lord Lydiard me lo hubiera contado en su momento. No importa. Ahora ya no tiene importancia tratar este tema -y continuó, volviendo nuevamente a las formas de expresión con las que se convertía en una dama de alcurnia-. Este desgraciado me ha hecho una gran injusticia y mis motivos pueden malinterpretarse si aparezco personalmente para comunicarme con su familia. Y, si los libero de una forma anónima de su problema actual, les ahorraré el tenerse que exponer a una colecta pública; me limito a hacer lo que Lord Lydiard hubiera hecho de estar vivo. Mi escritorio está en la otra mesa. Acérquemelo, Moody. ¡Y déjeme devolver el bien por el mal mientras esté de buen humor!

Moody obedeció en silencio. Lady Lydiard extendió un cheque.

–Tome y lléveselo al banquero y tráigame a cambio una orden de pago de quinientas libras -dijo-. Se lo adjuntaré al cura como si fuera de «un amigo desconocido». Hágalo de prisa. Soy sólo una débil mortal. Ni siquiera me deje tiempo para ver esas quinientas libras que tanto me duelen.

Moody salió con el cheque. No le llevaría mucho tiempo obtener el dinero; el banco estaba muy cerca, en la calle St. James. Una vez sola, Lady Lydiard decidió ocupar su mente en una generosa tarea, la de redactar la carta anónima para el cura. Acababa de tomar una hoja de papel del escritorio, cuando un sirviente apareció en la puerta para anunciar la llegada de una visita:

–¡El señor Felix Sweetsir!

3

–¡Mi sobrino! – exclamó Lady Lydiard, con un tono que expresaba asombro, pero, por supuesto, no placer-. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos? – preguntó Lady Lydiard de un modo brusco y directo, según se acercaba el señor Felix Sweetsir a su escritorio.

El visitante no era una de esas personas a las que se desanima fácilmente. Tomó la mano de Lady Lydiard y la besó con gracia y desenfado. Había un resquicio de ironía en sus modales, pero agradablemente mitigada por una chispa de alegre ternura.

–¿Años, mi querida tía? – contestó-. Mírate en el espejo y verás el tiempo que ha pasado desde que me viste por última vez. ¡Pero qué bien estás! ¿Cuándo celebraremos la aparición de tu primera arruga? Soy demasiado viejo, no llegaré a verlo.

Tomó un butacón para sentarse sin que se le invitara a hacerlo; se colocó muy cerca de su tía, y miró de arriba abajo el vestido mal elegido que llevaba con un aire de satírica admiración.

–¡Todo un éxito! – dijo con su acostumbrada insolencia-. ¡Qué variedad y viveza decolores!

–¿Qué quieres? – preguntó Su Señoría, en lo más mínimo tranquilizada por el cumplido.

–Presentar mis respetos a mi querida tía -respondió Felix, totalmente impasible a su mal recibimiento y muy cómodo en el butacón.

Ningún retrato a pluma haría falta para plasmar a Felix Sweetsir: su aspecto era fácilmente reconocible como el típico retrato de sociedad. El hombrecillo, con brillantes ojos que nunca descansaban, y un largo cabello gris acero que le caía rizado sobre los hombros; su aspecto era desenvuelto y sus maneras cordiales; su incierta edad, sus innumerables cumplidos y la desatada popularidad… ¿acaso no le harían sentirse como en casa en cualquier sitio y ser bienvenido en todas partes? ¡Qué graciosamente recibía, qué pródigamente devolvía el cordial aprecio del admirado mundo! Todos los hombres a quienes conocía eran «encantadores amigos». Cada mujer que veía era «sencillamente preciosa». ¡Qué picnics daba en las orillas del Támesis en el verano! ¡Qué merecidas y pequeñas ganancias sacaba de la mesa de whist! ¡Qué inestimable actor para las pequeñas obras privadas (bodas incluidas)! ¿Nunca han leído la novela de Sweetsir, rápidamente escrita en los intervalos de las curas de transpiración de algunos baños en Alemania? Entonces no pueden conocer la brillante ficción que realmente es. Nunca escribió una segunda obra; hace de todo, y sólo lo hace una vez. Una canción… la desesperación de los compositores profesionales. Un cuadro… tan sólo para demostrar lo fácil que le resulta hacerlo a un caballero para luego dedicarse a otra cosa. Un hombre realmente multiforme, con toda la gracia y la delicadeza centelleando perpetuamente en las yemas de sus dedos. Si estas pobres páginas no sirvieran para nada, que al menos valgan para prestar un servicio a las personas que no se dedican a la vida social presentándoles a Sweetsir. La narrativa resplandece en su agradable compañía; y escritor y lector (ocultando el brillante reflejo) se comprenden al fin gracias a Sweetsir.

–Bien -dijo Lady Lydiard-, y ahora que estás aquí, ¿qué tienes que decir? Habrás estado en el extranjero, ¿verdad? ¿Dónde?

–Principalmente en París, mi querida tía. El único lugar donde es agradable vivir, por una excelente razón, que los franceses son el único pueblo que sabe cómo sacar lo mejor de la vida. Uno tiene relaciones y amigos en Inglaterra; de vez en cuando hay que volver a Londres…

–Cuando uno se ha gastado todo el dinero en París – le interrumpió Lady Lydiard-. Eso es lo que ibas a decir, ¿no es cierto?

Felix subestimó la interrupción con su delicioso buen humor.

–¡Eres una criatura brillante! – exclamó-. ¡Qué no daría por tu rapidez mental! Sí… uno gasta mucho en París, como bien dices. Los clubes, el mercado de cambios, las carreras de caballos: pruebas suerte aquí, allí y por todas partes; y pierdes y ganas, ganas y pierdes… y no tienes para quejarte ni un día aburrido. – Se detuvo, sin sonreír, mirando inquisitivamente a Lady Lydiard-. ¡Qué maravillosa existencia debes de llevar! – continuó-. La sempiterna pregunta de tus prójimos necesitados, «¿de dónde saco dinero?», nunca ha asomado a tus labios. ¡Mujer envidiable! – Se detuvo una vez más… sorprendido y desconcertado-. ¿Qué importa, mi querida tía? Pareces estar sufriendo por algo que te intranquiliza.

–Estoy sufriendo por tu conversación -respondió Su Señoría cortantemente-. El dinero me resulta un tema de conversación doloroso en este momento -continuó, con los ojos fijos en su sobrino, observando el efecto de lo que decía-. Esta mañana he gastado quinientas libras con un solo trazo de la pluma. Y, hace una semana, cedí a la tentación de añadir algo más a mi galería de cuadros. – Miró, mientras decía aquellas palabras, hacia una arcada cerrada con cortinas de terciopelo púrpura en la parte más lejana de la habitación-. Realmente tiemblo cuando pienso en lo que me cuesta una pintura antes de poder decir que es verdaderamente mía. Un paisaje de Hobbema; y la Galería Nacional pujaba en mi contra. ¡No importa! – concluyó, consolándose, como de costumbre, con otro tipo de consideraciones-. El Hobbema puede venderse a mi muerte por una cifra bastante más elevada de lo que me ha costado a mí… ¡Eso es agradable! – Miró a Felix nuevamente; una sonrisa de traviesa satisfacción empezó a aparecer en su rostro-. ¿Te pasa algo con el reloj? – preguntó.

Felix, jugando ausentemente con la cadena del reloj, se sobresaltó como si su tía lo hubiera despertado bruscamente. Mientras Lady Lydiard iba hablando, su vivacidad había ido cediendo poco a poco, y había acabado estando tan serio y tan viejo que ni su más íntimo amigo lo había visto nunca en tal estado. Sacudido por la súbita pregunta que le hacían, pareció buscar en su mente la primera excusa que le viniera a la cabeza antes que permanecer en silencio.

–Me estaba preguntando -empezó- qué sería lo que eché en falta cuando entré en esta maravillosa habitación; algo familiar, ya sabes, algo que esperaba encontrar aquí.

–¿Tommie? – sugirió Lady Lydiard sin dejar de observar a su sobrino y tan maliciosa como siempre.

–¡Eso es! – gritó Felix, encontrando la excusa y despertando de nuevo-. ¿Por qué no he oído a Tommie ladrar detrás mío?, ¿por qué no siento los dientes de Tommie en los fondillos del pantalón?

La sonrisa se desvaneció del rostro de Lady Lydiard; el tono empleado por su sobrino para hablar de su perro era irrespetuoso en extremo. Le mostró claramente cuánto lo desaprobaba. Felix siguió, sin que le importase, impenetrable al silencio.

–¡Querido y pequeño Tommie! Tan deliciosamente gordo, y con un temperamento tan infernal. No sé si lo amo o si lo odio. ¿Dónde está?

–Enfermó en la cama -respondió Su Señoría con una gravedad que desconcertó al propio Felix-. Quisiera hablar contigo acerca de Tommie. Conoces a todo el mundo. ¿Sabes de algún buen doctor? La persona que tengo contratada no me satisface mucho.

–¿Alguien profesional?

–Sí.

–Todo mentiras, mi querida tía. Cuanto peor esté el perro, más alta será la factura, ¿lo entiendes? Tengo al hombre que necesitas, un caballero. Sabe más sobre caballos y perros que todos los veterinarios juntos. Me encontré con él en el barco, cruzando el Canal. Quieres saber su nombre, por supuesto. El hijo más joven de Lord Rotherfield, Alfred Hardyman.

–¿El propietario de las cuadras? ¿El criador de los famosos caballos de carreras? – gritó Lady Lydiard-. Mi querido Felix, ¿cómo voy a atreverme a molestar a un personaje como ése por mi perro?

Felix estalló con su genial sonrisa.

–¡Nunca he visto la modestia más fuera de lugar! – replicó-. Hardyman se muere porque le presenten a Su Señoría. Ha oído, como todo el mundo, hablar de la magnífica decoración de tu casa, y está ansioso por verla. Vive muy cerca de aquí, en Pall-mall. Si está en casa, volveré con él en cinco minutos. ¿Quizá haría mejor en ver antes al perro?

Lady Lydiard sacudió la cabeza.

–Isabel dice que es mejor no molestarlo -respondió-. Isabel lo entiende mejor que nadie.

Felix levantó las enérgicas cejas con una mezcla de curiosidad y sorpresa.

–¿Quién es Isabel?

A Lady Lydiard le fastidiaba su falta de cuidado por haber mencionado el nombre de Isabel en presencia de su sobrino. Felix no era la clase de persona ante la que se desease admitir en asuntos domésticos de tipo confidencial.

–Isabel entró a mi servicio desde tu última visita -respondió brevemente.

–¿Joven y bella? – preguntó Felix-. ¡Ah! Pareces seria, y no me contestas. Joven y bella, evidentemente. ¿Podría ver antes a tu nuevo servicio o la galería de cuadros? Miras hacia la galería… De nuevo me has contestado. – Se acercó a la arcada y se detuvo en cuanto dio un paso-. Una dulce joven es una pesada responsabilidad, tía -siguió, con una irónica apariencia de gravedad-. No me sorprendería que Isabel, a la larga, te saliera más cara que el Hobbema. ¿Quién está a la puerta?

La persona de la puerta era Robert Moody, recién vuelto del banco. El señor Felix Sweetsir, desde tan cerca, tuvo que ponerse las gafas antes de reconocer al primer ministro del servicio de Lady Lydiard.

–¡Ah! Nuestro respetable Moody. ¡Qué bien se conserva! No tiene ni una cana… ¡Míreme a mí! ¿Qué tinte usa, Moody? Si tuviera mi misma abierta disposición, lo diría. Tal y como están las cosas, parece algo que no se puede decir y controla la lengua. ¡Ay! Si yo hubiera podido controlar mi lengua cuando estuve en el servicio diplomático, ya sabes, ¡qué puesto ocuparía ahora! No me deje que lo interrumpa, Moody, si tiene algo que decirle a Lady Lydiard.

Tras agradecer el entusiasmo del señor Sweetsir con una formal reverencia, y una grave mirada de sorpresa que repelió respetuosamente el flujo humorístico del audaz caballero, Moody se volvió hacia Su Señoría.

–¿Tienes la orden de pago? – preguntó Lady Lydiard. Moody dejó la orden de pago sobre la mesa.

–¿Molesto? – preguntó Felix.

–No -le dijo su tía-. Tengo que escribir una carta; me ocupará tan sólo unos minutos. Puedes quedarte aquí, o irte a ver el Hobbema, lo que prefieras.

Felix hizo un segundo intento por llegar a la galería. A pocos pasos de la entrada, se detuvo nuevamente, atraído por un abierto gabinete de artesanía italiana lleno de raras cerámicas de China. Como aficionado cultivado, el señor Sweetsir se detuvo para rendir tributo de admiración ante el contenido del gabinete.

–¡Encantador! ¡Encantador! – se dijo a sí mismo, moviendo ligeramente la cabeza de uno a otro lado. Lady Lydiard y Moody lo dejaron tranquilo para que contemplara la china, y se dedicaron a sus asuntos con la orden de pago.

–¿Anotamos el número de la orden por si hay algún accidente? – preguntó Su Señoría.

Moody sacó un trozo de papel del bolsillo interior.

–Ya anoté el número, milady, en el banco.

–Muy bien. Guárdelo. Mientras escribo la carta, haga el favor de rellenar el sobre. ¿Cuál es el nombre del clérigo?

Moody dijo el nombre y rellenó el sobre. Felix, que había apartado la cabeza mientras Lady Lydiard y el administrador se dedicaban a escribir, volvió súbitamente a la mente como si le hubiera asaltado alguna nueva idea.

–¿Hay una tercera pluma? – preguntó-. ¿Por qué no le escribo a Hardyman un par de líneas, tía? Cuando antes se le pida su opinión sobre Tommie, mejor será… ¿no piensas así?

Lady Lydiard señaló el plumero con una sonrisa. Mostrarse considerado con el perro era la mejor manera de ganarse irresistiblemente sus favores. Felix se puso a trabajar con su carta, con picuda letra manuscrita llena de tinta y ruidos de la pluma.

–Somos como oficinistas -declaró alegremente-. ¡Las narices pegadas al papel, escribiendo como si viviéramos de ello! Aquí está, Moody. Haga que uno de los sirvientes la acerque a casa del señor Hardyman.

El mensajero salió. Moody volvió, y esperó junto a milady, con el sobre del clérigo en la mano. Felix volvió a pasear lentamente hacia la galería por tercera vez. Un momento más tarde, Lady Lydiard acababa la carta, y la dobló y metió dentro la orden de pago. Acababa de tomar el sobre con la dirección de manos de Moody, y colocado dentro la carta, cuando un grito de una de las habitaciones interiores, en la que Isabel cuidaba del perro enfermo, hizo que todos se estremecieran:

–¡Milady! ¡Milady! – gritó la chica enloquecidamente-. ¡A Tommie le ha dado un ataque! ¡Tommie se muere!

Lady Lydiard dejó sobre la mesa el sobre sin cerrar y echó a correr… Sí, baja y gorda como era, corrió, hacia la habitación. Los dos hombres, dejados en compañía, se miraron.

–Moody -dijo Felix con su habitual tono de perezoso cinismo-, ¿piensa que Su Señoría correría así por usted o por mí? ¡Bah! Esas son las cosas que hacen que uno pierda la fe en la naturaleza humana. Me siento infernalmente mal. Ese maldito cruce del Canal… Me tiembla el estómago cuando lo pienso. Deme algo, Moody.

–¿Qué, señor? – preguntó Moody fríamente.

–Un poco de curaçao seco y una galleta. Llévemelo a la galería de cuadros. ¡Maldito perro! Me voy a ver el Hobbema.

Aquella vez consiguió alcanzar la arcada y desapareció tras las cortinas de la galería.

4

Una vez solo en el salón. Moody miró el sobre sin cerrar que había sobre la mesa.

Considerando el valor del contenido, ¿estaría justificado que chupase la goma y cerrara el sobre por cuestiones de seguridad? Después de pensarlo, Moody decidió que no habría ninguna justificación para que interfiriese con la carta. Quizá Su Señoría, le dijo su reflexión, tuviera que hacer cambios en la carta o añadir un comentario final a lo que ya había escrito. Aparte de aquellas consideraciones, era razonable actuar como si la casa de Lady Lydiard fuese un hotel, perpetuamente abierto a la intromisión de los desconocidos. Había objetos de doscientas veinticinco libras repartidos por toda la casa, encima de las mesas y en habitaciones sin cerrar. Moody se retiró para disponer, sin más dilación, los ligeros remedios encargados por el señor Sweetsir. La carta sin cerrar se quedó encima de la mesa.

Se bebió el curaçao mecánicamente, vaciando la copa de un trago, y se la devolvió para que se la llenara por segunda vez.

El sirviente que llevó el curaçao a la galería encontró a Felix tendido en un sofá con toda la apariencia de estar tan por completo absorto en el Hobbema que fuera incapaz de ver otra cosa.

–No me interrumpas -dijo malhumoradamente, pillando al sirviente justo cuando éste lo miraba-. Deja la botella y vete.

Como le había sido prohibido mirar al señor Sweetsir, los ojos del hombre, cuando salía de la galería, se volvieron para contemplar el famoso paisaje. ¿Y qué es lo que vio? Vio una enorme nube en el cielo, amenazando lluvia, dos caobas blanquecinas profundamente necesitadas de lluvia, un embarrado camino que prometía empeorar con la lluvia, y un muchacho vagabundo que corría hacia su casa por temor a la lluvia. A los ojos del sirviente, el cuadro era más o menos así. Dio una lastimera idea del estado mental del señor Sweetsir cuando llegó a las habitaciones de los sirvientes.

–¡Un caso perdido, pobre diablo! – Tal fue el informe del sirviente acerca del brillante Felix.

Hubo un intervalo de varios minutos y, al fin, el silencio de la galería fue roto por unas voces que penetraron en ella desde el salón. Felix se levantó de su tendida posición en el sofá. Había reconocido la voz de Alfred Hardyman diciendo:

–No molesten a Lady Lydiard.

Y la voz de Moody respondiendo:

–Acabo de tocar en la puerta del cuarto de Su Señoría, señor; encontrará al señor Sweetsir en la galería de cuadros.

Las cortinas de la arcada se separaron y dejaron ver la figura de un hombre delgado y alto, con una cabeza con el pelo muy corto que se ajustaba un tanto rígidamente sobre los hombros. La inamovible gravedad de cara y costumbre de todos los ingleses que viven constantemente en la sociedad de los caballos, era la gravedad que mostraba aquel caballero cuando entró en la galería. Era atractivo, nervudo, con las facciones regulares y muy marcadas. Si no hubiera estado tan afectado del cerebro por los caballos, habría resultado personalmente muy popular entre las mujeres. De todas formas, la serena e hípica melancolía del apuesto criador de caballos desalentaba a las hijas de Eva, y se equivocaban al considerar su valor exacto, socialmente hablando. Alfred Hardyman era, no obstante, a su modo, un hombre notable. Le habían ofrecido las acostumbradas alternativas que se solían plantear a los hijos más jóvenes de la nobleza -la iglesia o el servicio diplomático- y había rechazado tanto la una como la otra.

–Me gustan los caballos -había dicho-, y eso significa no vivir sin ellos. No me habléis de mi posición en el mundo. Decídselo a mi hermano mayor, que es quien se llevará el dinero y el título.

Al empezar en la vida con aquel sensible punto de vista y objetivos, y con un pequeño capital de quinientas libras, Hardyman se abrió paso en la esfera a que se veía destinado. En el período de tiempo que cubre esta historia, ya era un hombre rico, y una de las mayores autoridades de Inglaterra en lo que a la cría de caballos se refiere. Su prosperidad no lo alteró. Siempre fue igual de grave, tranquilo y obstinadamente resuelto; era sincero con los pocos amigos a los que admitía en su intimidad, y sincero, igualmente, hasta el insulto, con aquellos en quienes no confiaba o que no le gustaban. Cuando entró en la galería, se detuvo un instante para mirar a Felix, en el sofá, con sus grandes, fríos y expresivos ojos grises plantados en el hombrecillo con una indiferencia que bordeaba el desprecio. Felix, por su parte, saltó para ponerse en pie con una cortesía alerta y agradeciendo la presencia de su amigo con una exuberante y súbita cordialidad.

–¡Querido muchacho! Es tan amable por su parte -empezó-. Lo siento… ¡Le aseguro que lo siento!

–No lo sienta -fue la tranquila y cáustica respuesta-. Lady Lydiard me ha invitado. He venido a ver la casa… y el perro. – Miró la galería con su habitual mirada circunspecta-. No entiendo de cuadros -observó resignadamente-. Volveré al salón.

Tras una consideración de un momento, Felix lo siguió al salón con el aire de un hombre que no está dispuesto a que lo rechacen.

–¿Bien? – preguntó Hardyman-. ¿Qué pasa?

–¿Con qué? – dijo Felix, indagatoriamente.

–Oh, ya sabe. ¿Qué hará la próxima semana?

–La próxima semana no haré nada.

El señor Felix Sweetsir echó una mirada a su amigo. Su amigo estaba demasiado ocupado con la decoración del salón para notarla.

–¿Lo hará mañana? – continuó Felix tras un intervalo.

–Sí.

–¿A qué hora?

–Entre las doce y la una del mediodía.

–Entre las doce y la una del mediodía -repitió Felix. Miró de nuevo a Hardyman y recogió el sombrero-. Presente mis excusas a mi tía -dijo-. Puede presentarse solo a Su Señoría. No puedo esperar más tiempo. – Salió de la sala, devolviendo la despectiva indiferencia de Hardyman con la suya propia.

Una vez solo, Hardyman se sentó en una silla y empezó a mirar la puerta que conducía al tocador. El administrador que había tocado en ella, desapareció tras la misma y aún no había reaparecido. ¿Cuánto tiempo tendría que estar el invitado en casa de Lady Lydiard sin que nadie le hiciese caso alguno? Justo cuando la pregunta la pasaba por la cabeza, la puerta del tocador se abrió. Por una vez en su vida, la compostura de Alfred Hardyman lo abandonó. Se puso en pie como un mortal ordinario al que se hubiera cogido completamente por sorpresa.

En vez de ser Moody, en vez de ser Lady Lydiard, en la abierta puerta había una joven con aspecto de embarazo, que aceleró el corazón de Hardyman en cuanto plantó los ojos en ella. ¿Era la persona la que le producía aquella impresión al primer vistazo a una persona de importancia? Nada de eso. Sólo era Isabel, apellidada Miller. Incluso su nombre no tenía nada más. Sólo Isabel Miller.

¿Tenía pretensiones de distinción en virtud de su apariencia personal?

No es fácil responder a esa pregunta. Las mujeres (citemos primero a los más duros jueces) habían descubierto hacía ya tiempo que ella deseaba esa indispensable elegancia de la figura que se deriva de una cintura estrecha y miembros largos. Los hombres (que estaban más familiarizados con el tema) miraban su figura desde su propio punto de vista; y la encontraban esencialmente adorable, sin pedir nada más. Puede que fuese su viva expresión, o el intrépido resplandor de sus ojos (como lo consideraban las mujeres) lo que deslumbraba a los señores de la creación generalmente, y que los hacía totalmente incompetentes para detectar los defectos de la joven. Además, Isabel tenía compensatorios atractivos que ninguna crítica, ni aun la más severa, podía disputar. Su sonrisa, empezando en sus labios, se expandía brillante e instantáneamente por todo el rostro. Una deliciosa atmósfera de salud, frescura y buen humor parecía irradiar de ella fuera donde fuese e hiciera lo que hiciese. Por lo demás, su cabello castaño le caía como una cascada por encima de la blanca frente y se remataba con un lacito apretado con cintas de color violeta. Un liso collar y lisas pulseras rodeaban su sedoso y redondo cuello y sus manos rellenitas y delicadas. El traje de lana cubría, pero no ocultaba, la encantadora silueta de su pecho, acentuando el color de las cintas de la cofia, y estaba iluminada por un blanco delantal de muselina coquetamente cortado en los bolsillos, un regalo de Lady Lydiard. Ruborizada y sonriente, salió de la puerta que había a sus espaldas, y se acercó tímidamente al extranjero para decirle, con su voz clara y baja:

–Por favor, señor, ¿es usted el señor Hardyman?

La gravedad del gran criador de caballos lo abandonó con aquella primera pregunta. Sonrió para reconocer que era el «señor Hardyman»… y sonrió para ofrecer una silla a Isabel.

–No, gracias, señor -dijo, con una educada inclinación de cabeza-. Sólo he venido para presentarle las excusas de Su Señoría. Ha metido al pobre perro en un baño caliente, y no quiere dejarlo. El señor Moody No puede venir en mi lugar porque está demasiado asustado para poder hacer nada, y además porque tiene que sujetar al perro. Eso es todo. Estamos muy preocupados, señor, por saber si el baño caliente es el remedio adecuado. Haga el favor de venir al baño con nosotros y díganoslo allí todo.

Echó a andar hacia la puerta. Hardyman, naturalmente, fue un poco reacio a seguirla. Cuando un hombre se siente fascinado por el encanto de la belleza y la juventud, no le hace mucha gracia transferir su atención a un animal enfermo al que están dando un baño. Hardyman se inventó la primera excusa que pudo para quedarse solo con Isabel. Lo que queremos decir es que quería que ella se quedase en el salón.

–Pienso que seré de mucha más ayuda -dijo-, si me cuenta antes algunas cosas de ese perro.

Incluso el acento de su voz se había alterado en cierto grado. El quieto y monótono tono de voz que empleaba usualmente se aceleró un poco por la excitación del momento. En cuanto a Isabel, estaba demasiado preocupada por la salud de Tommie como para darse cuenta de que iba a ser víctima de una estratagema. Dejó la puerta y se volvió junto a Hardyman con los ojos llenos de ansiedad.

–¿Qué puedo decirle, señor? – preguntó inocentemente.

Hardyman aprovechó su ventaja sin merced.

–¿Puede decirme de qué clase de perro se trata?

–Sí, señor.

–¿Cómo es de viejo?

–Sí, señor.

–¿Su nombre? ¿Su temperamento? ¿Qué enfermedad tiene? ¿Las enfermedades de su padre y su madre? ¿Qué…?

Isabel empezaba a sentir una sensación de mareo.

–¡Una cosa cada vez, señor! – lo interrumpió con un gesto de súplica-. El perro duerme en mi cama, y hemos pasado una mala noche, me ha molestado y me temo que estoy muy estúpida esta mañana. Se llama Tommie. Nos vemos obligados a llamarlo así porque no responde más que a ese nombre, que es el que tenía cuando mi ama lo recibió. Le cambiamos la y del final por una i y una e porque nos parecía menos vulgar. Lo siento mucho, señor… He olvidado qué más quería saber. Venga conmigo y Su Señoría le dirá todo lo demás.

Intentó traspasar nuevamente la puerta del tocador. Hardyman, festejando los ojos en la bella y cambiante cara que lo miraba con alguna inocente confianza en su propia autoridad, la detuvo de nuevo por el único medio de que disponía. Volvió a las preguntas sobre Tommie.

–Sólo un momento, por favor. ¿Qué clase de perro es?

Isabel se volvió de nuevo desde la puerta. Describir a Tommie fue un acto de amor.

–¡Es el perro más bonito del mundo! – dijo la chica con la mirada encendida-. Tiene el pelo de un exquisito blanco rizado y dos manchas marrones en el lomo y, oh, unos preciosos ojos oscuros. Dicen que es un Scotch terrier. Cuando tiene apetito es realmente maravilloso. Nada le viene mal, de foie gras a patatas. Tiene enemigos, pobrecito, aunque usted no lo crea. La gente que se queja de que puede morderles (cosa que me enfada muchísimo, ¡puede creerlo!) lo llama chucho. ¿No es una vergüenza? Por favor, venga conmigo y véalo, señor; milady se cansará de esperar.

Otro viaje hasta la puerta siguió a aquellas palabras, interrumpido inmediatamente por una seria objeción.

–¡Un minuto! Debe decirme que carácter tiene, porque, si no, no podré hacer nada por él.

Isabel volvió una vez, convencida de que en aquella ocasión el asunto era realmente importante. Su gravedad fue, una vez más, más encantadora que su alegría. Mientras volvía el rostro hacia Hardyman, con sus enormes ojos solemnes, expresivos de su sentido de la responsabilidad, el hombre deseó a cambio de todos los caballos de sus establos haber tenido el privilegio de tomarla en sus brazos y besarla.

Tommie tiene el mismo carácter de un ángel con la gente que le gusta -dijo-. Cuando muerde, generalmente quiere decir que no le gusta algún desconocido. Quiere a milady, y al señor Moody, y a mí, y… y creo que a todo el mundo. Por aquí, señor, por favor; me parece que he oído que me llamaba milady.

–No -dijo Hardyman con su habitual tono de inamovible obstinación-. Nadie la ha llamado. Sobre el temperamento del perro, ¿muerde a cualquier desconocido? ¿A qué tipo de personas muerde habitualmente?

Los adorables labios de Isabel empezaron a curvarse hacia arriba con una pintoresca sonrisa. La imbecilidad de la última pregunta de Hardyman había abierto sus ojos a la verdadera naturaleza del caso. Pero, como el destino de Tommie estaba en manos de aquel caballero, se detuvo un momento para considerarlo. Y, más aún, no era algo corriente, en la experiencia de Isabel, fascinar a un famoso personaje que además era un individuo magnífico y perfectamente vestido. Corrió el riesgo de malgastar uno o dos minutos y empezó a contarle a Hardyman las memorias de Tommie.

–Debo reconocer, señor -empezó-, que se comporta un tanto desagradecidamente incluso con los desconocidos que se toman por él cierto interés. Cuando se encuentra perdido en las calles (cosa que sucede muy a menudo), se sienta y empieza a aullar hasta que reúne a su alrededor una buena concurrencia. Y cuando intentan leer su nombre y dirección en el collar, tira dentelladas. Los sirvientes, generalmente, lo encuentran y lo vuelven a traer; en cuanto llega a casa se da la vuelta en la misma puerta y empieza a lanzar dentelladas a los sirvientes. Pienso que debe de resultarle divertido. Debería verlo sentado en su silla a la hora de la cena, esperando a que lo ayuden, con las patas delanteras en el borde de la mesa, como las manos de un caballero en una cena de gala dando un discurso. Pero, ¡oh! – gritó Isabel, deteniéndose, con lágrimas en los ojos-. ¡Cómo puedo hablar de él de ese modo cuando está tan enfermo! Hay quien dice que es bronquitis, y otros que es algo del hígado. Ayer mismo, lo llevé a la puerta delantera para que le diera algo de aire, y se inmovilizó en la calzada, totalmente estupefacto. Por primera vez en su vida, no ladró a nadie; y, oh, querido, ni siquiera tuvo corazón para acercarse a olisquear una farola.

Apenas había Isabel narrado aquella penosa circunstancia de las memorias de Tommie cuando fue súbitamente interrumpida por la voz de Lady Lydiard -que realmente la llamaba en aquella ocasión- desde la sala del interior de la casa.

–¡Isabel! ¡Isabel! – gritó Su Señoría-. ¿Qué pasa?

Isabel corrió a la puerta del tocador y consiguió abrirla.

–¡Vaya, señor! ¡Por favor, vaya!-dijo.

–¿Sin usted? – preguntó Hardyman.

–Lo seguiré señor. Primero tengo que hacer algo por Su Señoría.

Sostuvo abierta la puerta y señaló suplicantemente la puerta del tocador.

–Me sentiría culpable si no fuese, señor -dijo.

Aquella declaración dejó a Hardyman sin alternativas. Se presentaría a Lady Lydiard sin más momentos de retraso.

Tras cerrar la puerta del salón, Isabel esperó un poco, absorta en sus propios pensamientos.

No era totalmente consciente del efecto que había producido en Hardyman. Su vanidad, cosa que no puede negarse, se halagaba por su admiración por ella -era tan fuerte y tan alto, y con unos ojos tan grandes y bonitos-. La chica pareció más bella que nunca, con la cabeza baja y las mejillas ruborizadas, sonriendo para sí misma. El reloj de la chimenea dando la media la sacó de su sueño. Echó una mirada al espejo, mientras pasaba, y fue a la mesa en la que Lady Lydiard había estado escribiendo.

El metódico señor Moody, obligado como estaba a ayudar en el baño de Tommie, no había olvidado los intereses de milady. Le recordó a Su Señoría que había dejado una carta, con una orden de pago de quinientas libras, sin cerrar. Absorta en el perro, la respuesta de Lady Lydiard fue:

–Ya que Isabel no está haciendo nada, que vaya ella a cerrarla. Dile al señor Hardyman cómo venir -continuó, volviéndose hacia Isabel-, y luego sella la carta que encontrarás encima de la mesa.

–Y cuando la hayas sellado -añadió el precavido señor Moody-, vuelve a dejarla en la mesa; me ocuparé de ella cuando ya no le sea de utilidad a Su Señoría.

Aquéllas eran las instrucciones especiales que retenían a Isabel en el salón. Encendió una vela, y cerró y selló el sobre abierto, sin sentir curiosidad siquiera por saber de quién eran las señas. El señor Hardyman era el tema principal de sus pensamientos. Tras dejar la carta sellada en la mesa, volvió a la chimenea y estudió su encantadora cara en el espejo. Pasó el tiempo y la imagen de Isabel era todavía el tema de contemplación de la propia Isabel.

«Debe de haber visto a muchas damas hermosas», pensó, titubeando entre el orgullo y la humildad. «Me pregunto qué verá en mí».

El reloj dio la hora. Casi en el mismo momento, la puerta del tocador se abrió, y Robert Moody, libre al fin de sus atenciones hacia Tommie, entró en el salón.

5

–¿Bien? – preguntó Isabel ansiosamente-. ¿Qué dice el señor Hardyman? ¿Piensa que puede curar a Tommie?

Moody respondió un poco fría y envaradamente. Sus oscuros y profundos ojos se clavaron en Isabel con una mirada de desconsuelo.

–El señor Hardyman parece que no entiende a los animales -dijo-. Le ha levantado un párpado al perro, lo ha mirado y ha dicho que el baño no valía para nada.

–¡Más! – dijo Isabel impacientemente-. Supongo que habrá hecho algo antes de decir que el baño no valía para nada.

–Ha sacado un cuchillo del bolsillo, con una lanceta.

Isabel dio una palmada y lanzó un horrorizado grito.

–¡Oh, señor Moody! ¿No habrá herido a Tommie?

–¿Herirlo? – respondió Moody, indignado por el interés que sentía la joven por el animal y por la indiferencia que mostraba hacia el hombre (representado por él mismo)-. ¡Herirlo, efectivamente! El señor Hardyman hizo sangrar a la bestia…

–¿Bestia? – reiteró Isabel con mirada resplandeciente-. Conozco a algunas personas, señor Moody, que realmente merecerían ser llamadas con esa horrible palabra. Si no quiere decir Tommie, cuando hable de él en mi presencia, sería conveniente que lo llamara «el perro».

Moody estuvo de acuerdo con la peor gracia posible.

–¡Oh, muy bien! El señor Hardyman hizo sangrar al perro, y consiguió reanimarle inmediatamente. Me han encargado que le diga…-Se detuvo, como si el mensaje que le habían pedido que entregara fuera lo más desagradable que tuviera que hacer.

–Bien, ¿qué me tiene que decir?

–Tenía que decir que el señor Hardyman tiene instrucciones para usted acerca del modo en que ha de tratarse al perro en lo sucesivo.

Isabel se apresuró hacia la puerta, ansiosa por recibir sus instrucciones. Moody la detuvo al tiempo que la abría.

–Se da mucha prisa para ir a ver al señor Hardyman.

Isabel se volvió para mirarlo, sorprendida.

–Me acaba usted de decir que el señor Hardyman estaba esperándome para decirme cómo había que cuidar a Tommie.

–Déjelo esperar -replicó Moody severamente-. Cuando lo dejé, estaba bastante ocupado en expresar su favorable opinión de usted a Su Señoría.

El pálido rostro del administrador se volvió aún más pálido cuando pronunció aquellas palabras. Con la llegada de Isabel a casa de Lady Lydiard, «había llegado el momento»… por decirlo con las mismas palabras que preferían las mujeres del servicio. Finalmente, el impenetrable hombre había sentido la influencia del sexo; al fin conocía la pasión del amor por una mujer que era lo suficientemente joven como para poder ser su hija. Había hablado a Isabel en más de una ocasión en términos que traicionaban su secreto claramente. Pero el ardiente fuego de los celos del hombre, convertido en llamas por la presencia de Hardyman, aparecía por primera vez. Su mirada, más incluso que sus palabras, hubieran advertido a cualquier mujer con el más elemental conocimiento de la naturaleza del hombre que había que ser cuidadosa con la respuesta. Joven, atolondrada e inexperta, Isabel siguió el súbito impulso del momento sin pensar en sus posibles consecuencias.

–Estoy segura de que es muy amable por parte del señor Hardyman hablar favorablemente de mí -dijo, con una impertinente sonrisa-. Espero que eso no le ponga celoso, señor Moody.

Moody no estaba de humor para celebrar la desenfadada alegría y contento de la juventud.

–¡Odio a cualquier hombre que la admire -exclamó apasionadamente-, sea quien sea!

Isabel miró a su extraño amante con una sorpresa sin afecto. ¿Cómo no le iba a gustar el señor Hardyman, que la había tratado como una dama del principio al fin?

–¡Es usted un hombre muy raro! – dijo-. No sabe aceptar una broma. Puedo garantizarle que no he dicho nada para ofenderlo.

–No me ha ofendido, sino algo peor: me desprecia.

A Isabel se le subieron los colores. La alegría desapareció de su rostro; miró a Moody gravemente.

–No me gusta que me acusen de despreciar a la gente que no se lo merece -dijo-. Haré mejor en dejarlo. Déjeme ir, por favor.

Tras cometer un error al ofenderla, Moody cometió otro al intentar hacer las paces. Actuando por miedo a que realmente lo dejase, la tomó del brazo ardientemente.

–Siempre está intentando apartarse de mí -dijo-. Me gustaría saber qué puedo hacer para gustarle, Isabel.

–¡No puedo permitirle que me llame Isabel! – replicó, forcejeando para librarse de su presa-. Suélteme el brazo. Me hace daño.

Moody le soltó el brazo con un amargo suspiro.

–No sé cómo portarme con usted. ¡Tenga piedad de mí!

Si el administrador hubiera sabido algo de las mujeres (de la edad de Isabel), nunca habría apelado a su merced en aquellos términos tan claros y en un momento tan inoportuno.

–¿Tener piedad de usted? – repitió ella despectivamente-. ¿Eso es todo lo que tiene que decir después de haberme hecho daño en el brazo? ¿Cómo se atreve? – Se encogió de hombros y metió las manos, coquetamente, en los bolsillos del mandil. ¡Así es como se apiadaba de él! El rostro de Moody palideció cada vez más… El hombre estaba cada vez más angustiado.

–¡Por amor de Dios, no haga que todo lo que digo parezca una ridiculez! – gritó-. Sabe que la amo con todo mi corazón y con toda mi alma. Una y otra vez le he pedido que sea mi esposa… y por su risa me ha parecido que siempre se lo tomaba a broma. No hay que tratarme de un modo tan cruel. Me enloquece… ¡No puedo seguir soportándolo!

Isabel bajó la vista al suelo, y siguió las líneas del dibujo de la alfombra con la puntera del pequeño zapato que calzaba. No entendía a Moody, era como si éste hablase en hebreo. Estaba en parte interesada, en parte sorprendida, por las fuertes emociones que ella misma había despertado.

–¡Oh, querido! – dijo Isabel-. ¿Por qué no habla de otra cosa? ¿Por qué no podemos ser amigos? Perdóneme por mencionarlo -prosiguió la joven con una descarada sonrisa-, pero tiene usted años suficientes como para poder ser mi padre.

Moody escondió la cabeza.

–Lo reconozco -respondió humildemente-. Pero yo también tengo algo que decir. Hombres mayores que yo han sido muy buenos maridos antes de ahora. Dedicaría toda mi vida a hacerla feliz. No hay ni uno solo de sus deseos que no estuviera orgulloso de cumplir. No debe juzgarme por mis años. Mi juventud no se ha malgastado con una vida disipada. Puedo ser más sincero y cariñoso con usted que muchos hombres más jóvenes. Mi corazón no es indigno de usted, pues siempre ha sido suyo. He vivido solo y miserablemente… ¡Y usted puede solucionar todo eso fácilmente! Usted se porta amablemente con todo el mundo, Isabel. Dígame, querida, ¿por qué se porta tan duramente conmigo?

Le temblaba la voz al dirigirse a ella con aquellas sencillas palabras. Al fin había encauzado el camino correcto para impresionarla. Isabel lo sentía realmente por él. Todo lo que había de tierno y sincero en su naturaleza empezó a desbordarse en el interior de la joven para ponerla de parte de Moody. Desgraciadamente, también sentía, profunda y fuertemente, ser demasiado paciente, y había de tomarse su tiempo. Moody interpretó incorrectamente su silencio -equivocando por completo el motivo que la hacía ponerse de su parte momentáneamente, mientras reunía la compostura suficiente para contestarle.

¡Ah! – se quejó amargamente Moody, apartándose de su lado-. ¡No tiene usted corazón!

Isabel lamentó instantáneamente aquellas injustas palabras. En aquel momento, la hirieron profundamente.

–Debe usted saber -dijo Isabel-, que no dudo que tenga razón. Sin embargo, recuerde una cosa: pienso que no tiene corazón. Nunca lo he alentado, señor Moody. He declarado una y otra vez que no puedo ser otra cosa que su amiga. Haga el favor de acordarse en el futuro. Hay muchísimas mujeres que estarían encantadas de casarse con usted, no me cabe duda. Siempre tendrá mis mejores deseos para su bienestar. Buenas tardes. Su Señoría se estará preguntando qué me ha pasado. Sea amable y déjeme pasar.

Torturado por la pasión que lo consumía, Moody se quedó obstinadamente en el sitio que ocupaba entre Isabel y la puerta. La indigna sospecha sobre la joven, que había estado presente durante toda la entrevista, lo forzó a expresar su última opinión.

–Ninguna mujer ha utilizado a un hombre como me utiliza usted a mí sin tener una razón -dijo Moody-. Ha tenido su secreto muy bien guardado, pero, antes o después, todos los secretos se descubren. Sé lo que pasa por su mente tan bien como lo sabe usted misma. Está usted enamorada de otro hombre.

El rostro de Isabel se ruborizó profundamente; el defensivo orgullo de su sexo estaba en pie de guerra. Lanzó a Moody una desdeñosa mirada, sin preocuparse de que el desprecio apareciese en sus palabras.

–¡Apártese de mi camino, señor! – aquello fue todo lo que le dijo.

–Está usted enamorada de otro hombre -reiteró Moody apasionadamente-. ¡Niéguelo si puede!

–¿Negarlo? – repitió ella con la mirada incandescente-. ¿Qué derecho tiene usted a hacerme esa pregunta? ¿Acaso no tengo derecho a hacer lo que me plazca?

Moody se quedó mirándola, pensando sus próximas palabras, con un súbito y siniestro cambio en el dominio de sí mismo. Había rabia contenida en su mirada, rabia contenida en la mano que alzó enfáticamente mientras lanzaba su siguiente parrafada.

–Tengo que decir una cosa más -siguió Moody-, y habré terminado. Si yo no soy su marido, no lo será nadie más. Piénselo bien, Isabel. Si hay otro hombre entre nosotros, ¡descubrirá que no es tan fácil robármela!

Isabel palideció, aunque sólo por unos momentos. El ánimo que había en ella se alzó y resplandeció en sus ojos, y se enfrentó a él sin amilanarse.

–¿Amenazas? – dijo, con tranquilo desdén-. Cuando se enamora usted, señor Moody, lo hace de un modo muy extraño. Mi conciencia está tranquila. Puede intentar asustarme, pero no lo conseguirá. Cuando haya recobrado los buenos modales, aceptaré sus excusas. – Se detuvo y señaló hacia la mesa-. Allí está la carta que me pidieron que sellara -siguió-. Supongo que tendrá usted órdenes de Su Señoría. ¿No es tiempo de que empiece a obedecerlas?

La despectiva compostura de su tono y modales parecieron actuar en Moody de un modo aplastante. Sin una palabra de respuesta, el desafortunado administrador tomó la carta de encima de la mesa. Sin una palabra de respuesta, caminó mecánicamente hacia la puerta principal que daba a las escaleras -esperó durante un momento, pálido y tranquilo- y salió de la habitación.

Aquella silenciosa despedida, aquella sumisión sin esperanza, impresionaron a Isabel a su pesar. El sostenido sentido de la injuria y el insulto saltaron, no obstante, sobre ella en cuanto se quedó sola. No había pasado ni un minuto antes de que empezara a lamentarlo por él. La entrevista no le había enseñado nada. No era ni lo suficientemente mayor ni lo suficientemente experimentada para comprender la demoledora revolución producida en el carácter de un hombre cuando éste siente la pasión del amor, por primera vez en su vida, en la madurez. Si Moody le hubiera robado un beso en la primera oportunidad, ella habría lamentado la libertad que se tomaba; pero lo habría entendido perfectamente. Su terrible seriedad, su incontrolada agitación, su abrupta violencia -todas aquellas evidencias de una pasión que para él mismo eran un misterio- a Isabel, sencillamente, la desconcertaban.

–Estoy segura de no haber herido sus sentimientos -sus reflexiones adoptaban aquel formato en su penitente interior-, pero, ¿por qué me provoca? Es una falta de vergüenza decirme que amo a otro hombre cuando no hay otro hombre. Empiezo a odiar a los hombres, sobre todo si son como el señor Moody. Me pregunto si me habrá perdonado cuando vuelva a verme. Por mi parte, estoy segura de que podré olvidar y perdonar, especialmente si no insiste en que sea cariñosa con él porque él es cariñoso conmigo. ¡Oh, querido! Me gustaría que volviera para darnos la mano. Hay que tener la paciencia de un santo para ser tratada de este modo. ¡Me gustaría ser fea! Las feas están más tranquilas y los hombres las dejan en paz. ¡Señor Moody! ¡Señor Moody!

Salió al descansillo y lo llamó en voz baja. No hubo respuesta. Ya no debía de estar en la casa. Se quedó durante unos momentos en silenciosa vejación.

–Volveré con Tommie -decidió-. Estoy segura de que es la mejor compañía de los dos. Y, ¡oh, gracias a Dios!, ¡el señor Hardyman me espera para darme instrucciones! ¿Qué tal me veo?

Consultó una vez más con el espejo -dándose un par de toques correctivos en el pelo y en la cofia- y se apresuró hacia el tocador.

6

El salón permaneció vacío durante un cuarto de hora. Al acabar este período de tiempo, el consejo del tocador se disolvió. Lady Lydiard guió el camino de vuelta hasta el salón, seguida por Hardyman; Isabel se quedó para echar una mirada al perro. Antes de que la puerta se cerrara tras ellos, Hardyman se volvió en redondo para reiterar sus últimos consejos médicos, o, en palabras más claras, para mirar a Isabel por última vez.

–Bastante agua, señorita Isabel, para que el perro beba, y alguna galleta si quiere algo de comer. Nada más, por favor, hasta que vuelva mañana.

–Gracias, señor. Pondré el mayor cuidado.

En aquel punto, Lady Lydiard cortó el intercambio de instrucciones y cumplidos.

–Cierre la puerta, si hace el favor, señor Hardyman. Me molesta la corriente. ¡Muchas gracias! No sabe usted cuánto le agradezco su amabilidad. Si no llega a ser por usted, mi pobre perro podría estar muerto en este momento.

Hardyman respondió con el tono de monótona y tranquila melancolía que le era habitual.

–Su Señoría no tiene por qué preocuparse por el perro. Sólo hay que tener cuidado con no darle mucho de comer. Estará muy bien atendido por la señorita Isabel.

–Por cierto, su apellido es Miller, ¿verdad? ¿Está emparentada con los Miller de Warwickshire, de Duxborough House?

Lady Lydiard lo miró con una expresión de satírica sorpresa.

–Señor Hardyman -dijo-, ésta es la cuarta vez que me pregunta usted sobre Isabel. Parece estar muy interesado en mi compañera. ¡No me dé excusas, por favor! Eso es un cumplido para ella; y, como le tengo mucho cariño, agradezco cuando alguien la admira. Al mismo tiempo -añadió, con una de sus bruscas alteraciones de lenguaje-, no le he quitado ojo a usted, ni le he quitado ojo a ella, cuando estaban hablando en la habitación; y no puedo consentirle que haga una locura con la chica. Ella no es de linaje, y cuanto antes lo sepa mejor. Me hizo usted reír cuando me preguntó si estaba emparentada con la nobleza. Es la huérfana de un farmacéutico de provincias. Sus familiares no tienen ni un penique con el que bendecirla, si se exceptúa a su tía, que vive en un pueblo con una renta de doscientas o trescientas libras al año. Oí hablar de la chica accidentalmente. Cuando perdió a sus padres, su tía se ofreció a llevársela. Isabel dijo: «No, gracias; no quiero ser una carga para alguien que tiene lo justo para sí misma. Una chica puede ganarse la vida honestamente si lo intenta… y quiero decir intentarlo en serio». Eso es lo que dijo. Admiro su independencia -prosiguió Su Señoría, ascendiendo nuevamente a las más altas regiones del pensamiento y la expresión-. El matrimonio de mi sobrina, precisamente entonces, me dejó sola en esta casona. Le propuse a Isabel que se viniera conmigo como compañera y lectora durante unas semanas, y que decidiera por sí misma si le gustaba este tipo de vida o no. No nos hemos separado desde entonces. He sido tan cariñosa con ella como si se tratase de mi propia hija; y me corresponde con todo su afecto de todo corazón. Tiene excelentes cualidades: prudente, modosa, de buen temperamento; con un sentido para comprender cuál es su sitio en el mundo, por distinguida que sea su presencia para mí. Me he ocupado, por su propia seguridad, de no dejar ninguna duda al respecto. Sería una cruel falta de atención engañarla acerca de su futura condición para cuando se case. Me ocuparé de que el hombre que la quiera por esposa sea de su mismo rango social. También conozco muy bien, en el caso de uno de mis propios familiares, las miserias que aportan los matrimonios desiguales. Perdóneme por molestarle con estos asuntos domésticos. Tengo mucho aprecio por Isabel, y ya sabe que las chicas son un poco atolondradas. Ahora que ya sabe usted cuál es realmente la posición de la joven, sabrá también qué límites ha de poner a la expresión de su interés por ella. Estoy segura de que nos comprendemos; y de que no hay nada más que decir.

Hardyman escuchó aquella larga arenga con la inamovible gravedad que era parte fundamental de su carácter -excepto cuando Isabel lo tomó por sorpresa-. Cuando Su Señoría le dio oportunidad de expresarse, tuvo muy poco que decir, y lo poco que dijo no indicó que le hubiera aprovechado en exceso lo que acababa de oír. Su mente estaba absorta en Isabel cuando milady empezó a hablar; y seguía tan absorta en ella, y del mismo modo, cuando Su Señoría hubo concluido.

–Sí -observó tranquilamente-. Como usted dice, la señorita Isabel es una joven excepcionalmente agradable. Muy bonita, y tan sincera, con unos modales tan poco amanerados. No puedo negar que siento cierto interés por ella. Las jóvenes que suelen encontrarse en sociedad no acaban de ser de mi gusto.

El rostro de Lady Lydiard asumió un aspecto de clara consternación.

–Me temo que no he conseguido que me entendiera -dijo.

Hardyman declaró gravemente que la entendía a la perfección.

–¡Perfectamente! – repitió con su impenetrable obstinación-. Su Señoría ha expresado exactamente mi opinión sobre la señorita Isabel. Prudente, y alegre, y de buen carácter, como usted dice… Todas las cualidades que admiro en una mujer, Y de buen aspecto, de muy buen aspecto. Será un auténtico tesoro (como usted misma ha observado) para el hombre que se case con ella. Tengo algo que declarar al respecto. He escapado en dos ocasiones, por los pelos, de casarme; y, aunque no puedo explicarlo exactamente, me hice bastante duro en consecuencia. La señorita Isabel me gusta. Creo que lo he dicho antes. Perdóneme por repetirlo. Llamaré mañana por la mañana para ver al perro, a eso de las once, si me lo permite. Me tengo que ir un poco más tarde a Francia a una subasta de caballos. Encantado de haberle servido de algo a Su Señoría, se lo aseguro. Buenos días.

Lady Lydiard lo despidió, sabiamente resignada a cualquier futuro intento de establecer una relación comprensible entre su visitante y ella misma.

–O es una persona de limitada inteligencia cuando se le saca de los establos -pensó-, o deliberadamente se niega a aceptar una indirecta. No puedo negar su capacidad en el asunto de Tommie. La única alternativa es poner a Isabel fuera de su alcance. Mi pobre niña no se verá en un mal trance mientras yo viva para vigilar por ella. Cuando el señor Hardyman llame mañana, la enviaré a hacer un recado. Cuando la llame a la vuelta, Isabel subirá las escaleras con un terrible dolor de cabeza. Y si el señor Hardyman lo intenta de nuevo, la enviaré a mi casa del campo. Si hace cualquier observación en su ausencia…, bien, podrá comprobar que puedo ser muy certera y fría cuando la situación lo requiere.

Tras llegar a aquella satisfactoria solución de la dificultad, Lady Lydiard fue consciente de un irresistible impulso de convocar a Isabel a su presencia para acariciarla. En la naturaleza de una mujer afectuosa, aquélla era la única reacción inevitable tras el apaciguamiento de la ansiedad por la joven, cuando la propia ansiedad diera paso al descanso. Abrió la puerta e hizo una de sus súbitas entradas en el tocador. Incluso en la ferviente demostración de su afecto, aún quedaba la inherente brusquedad de costumbre que tan fuertemente marcaba el carácter de Lady Lydiard en todas las relaciones que mantenía en la vida.

–¿Te he dado un beso esta mañana? – preguntó cuando Isabel se levantó para recibirla.

–Sí, milady -dijo la joven, con una encantadora sonrisa.

–Pues ven a darme tú uno. ¿Me quieres? Muy bien, entonces, trátame como si fuera tu madre. Olvídate esta vez del milady. ¡Dame un buen abrazo!

Algo, en aquellas familiares palabras, o algo, quizás, en la mirada que las acompañó, pintó las simpatías de Isabel de un modo que raramente mostraba de un modo superficial. Sus sonrientes labios temblaron, resplandecientes lágrimas asomaron en sus ojos.

–Es tan buena conmigo -susurró cuando apoyó la cabeza en el pecho de Lady Lydiard-. ¿Cómo podría quereros tanto?

Lady Lydiard acarició la hermosa cabeza que se apoyaba en ella con cierta ternura filial.

–¡Ya! ¡Ya! – dijo-. Vete a jugar con Tommie, querida. Podemos ser tan cariñosas entre nosotras como queramos, pero no debemos llorar. ¡Dios te bendiga! ¡Ve! ¡ve!

Se apartó rápidamente; sus propios ojos estaban húmedos, y era contrario a su carácter el permitir que Isabel lo viera.

¿Por qué me porté como una loca? – se preguntó mientras se acercaba a la puerta del salón-. No importa. Ha sido lo mejor. ¡Es raro, pero el señor Hardyman ha hecho que me portase más cariñosa que nunca con Isabel!

Con aquellas reflexiones en mente, entró de nuevo en el salón… y súbitamente se detuvo en seco.

–¡Santo Cielo! – exclamó irritada-. ¡Cómo me ha asustado! ¿Por qué no me ha dicho que estaba aquí?

Tras dejar el salón en completa soledad, Lady Lydiard, al volver, se vio frente a un caballero, misteriosamente plantado en el centro de la alfombra. El nuevo visitante podría describirse perfectamente como un hombre gris. Tenía cabello, cejas y bigote grises; chaqueta, chaleco, pantalones y guantes grises. Por lo demás, su apariencia era eminentemente sugestiva de salud y respetabilidad, y, en su caso, las apariencias eran totalmente ciertas. El hombre gris no era otro que el consejero legal de Lady Lydiard, el señor Troy.

–Siento, milady, haber sido tan inoportuno para molestarla -dijo con cierto embarazo oculto en sus modales-. Tuve el honor de decirle unas palabras al señor Moody acerca de que vendría a esta hora, para solucionar algunos asuntos relacionados con la casa de Su Señoría. Imaginé que esperaría encontrarme aquí, a su disposición…

Hasta aquel momento, Lady Lydiard había estado escuchando a su consejero legal, fijando sus ojos en su rostro con su franco y directo estilo habitual. Lo detuvo en medio de una frase con un cambio de expresión en su propio rostro, que denotaba claramente cierta alarma.

–No se disculpe, señor Troy -dijo Su Señoría-. Debo hacerlo yo por haberme olvidado de su cita y por no haber podido tener controlados estos dichosos nervios. – Se detuvo por un momento y se sentó antes de pronunciar sus siguientes palabras-. ¿Podría preguntarle -continuó- si hay algo insatisfactorio en los asuntos que lo han traído aquí?

–Nada importante, milady; meras formalidades que podemos solucionar mañana o pasado si lo cree oportuno.

Los dedos de Lady Lydiard tamborileaban impacientemente en la mesa.

–Me conoce desde hace tanto tiempo, señor Troy, que creo que ya sabe que no tolero el suspense. Tiene algo desagradable que decirme.

El abogado, respetuosamente, protestó:

–Realmente, Lady Lydiard… -empezó.

–¡Basta, señor Troy! Sé cómo me mira en las ocasiones ordinarias y sé cómo me mira ahora. Es usted un abogado bastante listo; pero, afortunadamente para mis intereses, también es usted un hombre bastante honrado. Después de veinte años de experiencia a sus espaldas, no irá a decepcionarme. Deme ya las malas noticias. Hable de una vez, señor, y hable claramente.

El señor Troy cedió pulgada a pulgada.

–Mis noticias, me temo, pueden irritar a Su Señoría. – Se detuvo y avanzó otra pulgada-. Estas noticias las he conocido nada más entrar en esta casa. – Esperó nuevamente, y volvió a avanzar-. Me he encontrado en el vestíbulo con el administrador de Su Señoría, con el señor Moody.

–¿Dónde está? – preguntó Lady Lydiard, enfadada-. Puedo hacerle hablar claro, y es lo que deseo. Qué venga inmediatamente.

El abogado hizo un último esfuerzo para evitar la revelación inminente un poco más.

–El señor Moody me pidió que preparase a Su Señoría…

–¿Tocará usted la campanilla, señor Troy, o tendré que hacerlo yo misma?

Moody había estado, evidentemente, escuchando desde fuera del salón mientras hablaba el señor Troy. Ahorró al señor Troy la molestia de tocar la campanilla presentándose antes en la habitación. Los ojos de Lady Lydiard buscaron su rostro mientras el administrador se aproximaba. La brillante expresión de milady se oscureció súbitamente. Ni una palabra salió de sus labios. Lo miró, esperando.

Moody, silencioso, dejó sobre la mesa una hoja de papel. El papel se estremecía en su temblorosa mano. Lady Lydiard fue la primera en recuperarse.

–¿Es para mí? – preguntó.

–Sí, milady.

Su Señoría tomó el papel sin un momento de duda. Los dos hombres la observaron con ansiedad mientras lo leía. La letra era desconocida. Las palabras eran las siguientes:

Certifico que el portador de estas líneas, llamado Robert Moody, me ha presentado una carta que se le había confiado, dirigida a mi persona y con los sellos intactos. Lamento tener que añadir que ha habido algún error. El anexo que se citaba en la mencionada carta, firmada por «un amigo necesitado», no ha llegado a mis manos. En la carta no había ninguna orden de pago de quinientas libras cuando la abrí. Mi esposa estaba presente cuando rompí el sello, y puede certificarlo si fuera necesario. Al no saber quién es mi caritativo corresponsal (o al haber olvidado decirlo el señor Moody), sólo puedo atestiguar el modo en que han pasado los hechos del modo más exacto posible, y ponerme a disposición de la persona que haya escrito la carta. Mi dirección particular se puede ver en el membrete de la carta. (Samuel Bradstock, Rector, Santa Ana, Deansbury, Londres.)

Lady Lydiard dejó caer el papel encima de la mesa. Durante un momento, lamentando lo que decía la carta del Rector, pareció incapaz de comprenderlo.

–En nombre de Dios, ¿qué quiere decir esto?-preguntó.

El abogado y el administrador se miraron. ¿Cuál de los dos tenía que hablar primero? Lady Lydiard no les dio ocasión de decidir.

–Moody -dijo irritada-, usted estaba encargado de la carta. Le pido una explicación.

Los oscuros ojos de Moody centellearon. Respondió a Lady Lydiard sin preocuparse por ocultar que lamentaba el tono en que se había dirigido a él.

–Estaba encargado de entregar la carta en la dirección indicada -dijo-. La encontré, ya sellada, encima de la mesa. Su Señoría tiene el testimonio escrito del clérigo de que se le entregó sin que los sellos hubieran sido rotos. He cumplido con mi deber; y no tengo que dar más explicaciones.

Antes de que Lady Lydiard pudiera hablar de nuevo, el señor Troy intervino discretamente. Vio claramente que su experiencia era requerida para conducir las investigaciones por el camino correcto.

–Perdóneme, milady -dijo, con una afortunada mezcla de positivismo y cortesía, cosa de la que sólo los abogados poseen el secreto-. Sólo hay un modo de llegar a la verdad en asuntos tan penosos como éste. Debemos empezar por el principio. ¿Podría aventurarme a hacerle una pregunta a Su Señoría?

Lady Lydiard notó la compuesta influencia del señor Troy.

–Estoy a su disposición, señor -dijo tranquilamente.

–¿Está usted absolutamente segura de haber incluido en la carta la orden de pago de quinientas libras? – preguntó el abogado.

–Ciertamente, creo que la incluí -respondió Lady Lydiard-. Pero estaba tan preocupada por la súbita enfermedad de mi perro que no podría asegurarlo totalmente.

–¿Había alguien más con Su Señoría en la habitación cuando metió la orden de pago en la carta… como cree que hizo?

–Yo estaba en la habitación -dijo Moody-. Puedo asegurar que vi cómo Su Señoría metía la orden de pago en la carta, y la carta en el sobre.

–¿Y sellar la carta? – preguntó el señor Troy.

–No, señor. Su Señoría fue requerida a la habitación de al lado para que viera al perro antes de que tuviera ocasión de hacerlo.

El señor Troy volvió a dirigirse a Lady Lydiard.

–¿Se llevó Su Señoría la carta a la otra habitación?

–Estaba demasiado alarmada como para pensar en ello, señor Troy. La dejé aquí, sobre la mesa.

–¿Con el sobre abierto?

–Sí.

–¿Cuánto tiempo estuvo ausente en la otra habitación?

–Media hora, quizá algo más.

–¡Ah! – exclamó el señor Troy, más para sí mismo que para los demás-. Esto lo complica un poco. – Reflexionó unos momentos y volvió a dirigirse a Moody-. ¿Sabía alguno de los sirvientes que la orden de pago se encontraba en poder de Lady Lydiard?

–Ninguno -respondió Moody.

–¿Sospecha de alguno de los sirvientes?

–Naturalmente que no, señor.

–¿Hay algún obrero trabajando en la casa?

–No, señor.

–¿Sabe de alguien que estuviera en la habitación mientras Lady Lydiard estaba ausente de la misma?

–Hubo dos visitantes, señor.

–¿Quiénes eran?

–El sobrino de Su Señoría, el señor Felix Sweetsir, y el Honorable Alfred Hardyman.

El señor Troy sacudió la cabeza de un modo que expresaba su irritación.

–No estoy hablando de caballeros con una buena reputación y elevada condición -dijo-. Es absurdo mencionar a los señores Sweetsir y Hardyman. Me refiero a desconocidos que pudieran haber tenido acceso al salón; gente que, por ejemplo, hubiera sido llamada por Su Señoría para asunto de donativos; o alguien que hubiese traído ropa o adornos para que los viese Su Señoría.

–No que yo sepa, no había nadie así en la casa -respondió Moody.

El señor Troy interrumpió la investigación y dio un apresurado paseo por la sala. La teoría en que basaba sus preguntas no conseguía producir ningún tipo de resultado. Su experiencia le advertía que no malgastase más tiempo en ello, y que volviera al punto de partida, en otras palabras, a la carta. Cambiando de punto de vista, se dirigió de nuevo a Su Señoría y lanzó sus preguntas en una nueva dirección.

–El señor Moody acaba de mencionar -dijo- que Su Señoría fue llamada para ir a la habitación contigua antes de poder sellar la carta. ¿La selló cuando volvió?

–Me preocupaba el perro -respondió Lady Lydiard-. Envié a Isabel Miller, que no era de utilidad en el tocador, para que la sellara por mí.

El señor Troy la miró fijamente. La nueva dirección por la que encauzaba sus preguntas parecía estar dando algunos frutos.

–La señorita Isabel Miller -prosiguió- creo que está bajo el techo de Su Señoría desde hace poco tiempo, ¿verdad?

–Desde hace unos dos años, señor Troy.

–¿Es la compañera y lectora de Su Señoría?

–Es mi hija adoptiva -respondió Su Señoría con marcado énfasis.

La sabiduría del señor Troy interpretó correctamente el énfasis como una advertencia para que suspendiera el examen de Su Señoría, y éste prefirió dirigirse a Moody para hacer preguntas más serias.

–¿Estuvo en poder de alguien más la carta antes de que saliera de casa con ella? – le preguntó al administrador-. ¿O la cogió usted mismo?

–La tomé yo mismo de la mesa.

El abogado hizo una resignada reverencia y avanzó hacia la puerta.

–¿Estaba sellada?

–Sí.

–¿Había alguien presente cuando lo hizo?

–La señorita Isabel.

–¿La encontró sola en la habitación?

–Sí, señor.

Su Señoría abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo. El señor Troy, tras aclarar el camino, hizo la fatal pregunta:

–Señor Moody -dijo-, cuando la señorita Isabel recibió instrucciones para sellar la carta, ¿sabía que en ella había una orden de pago?

En vez de replicar, Robert se volvió al abogado para mirarla con ojos de terror. Lady Lydiard se puso en pie, y se calló nuevamente, otra vez a punto de hablar.

–Respóndale, Moody -dijo milady, luchando ferozmente consigo misma.

Robert contestó de muy mala gana.

–Me tomé la libertad de recordarle a Su Señoría que había dejado la carta sin sellar -dijo-. Y me excuse por decir que… -se detuvo y se corrigió-. Creo que mencioné que en el sobre había algo valioso.

–¿Lo cree? – repitió el señor Troy-. ¿No puede ser más concreto sobre ese particular?

–Yo puedo ser más concreta -dijo Lady Lydiard, con los ojos fijos en el abogado-. Moody mencionó lo que contenía la carta e Isabel Miller lo oyó tan claramente como yo. – Se detuvo, intentando controlarse-. ¿Y qué, señor Troy? – preguntó firme y tranquilamente.

Por su parte, el señor Troy respondió también firme y tranquilamente.

–Me sorprende que Su Señoría haga esa pregunta -dijo-. Insisto en repetirla -replicó Lady Lydiard-. Digo que Isabel Miller sabía lo que contenía la carta, y vuelvo a preguntar, ¿y qué, señor Troy?

–Y yo respondo -prosiguió el impenetrable abogado-, que la sospecha de robo recae en la hija adoptiva de Su Señoría, y en nadie más.

–¡Eso es falso! – gritó Robert Moody con un estallido de honesta indignación-. ¡Cuánto me gustaría no haber dicho nada del robo de la orden de pago! ¡Oh, milady! ¡Milady! ¡No se entristezca! ¿Qué sabe él de todo esto?

–¡Chitón! – dijo Lady Lydiard-. Contrólese y escuche lo que tengo que decir. – Puso una mano en el hombro de Moody, en parte para darle ánimos y en parte para apoyarse; clavando la mirada en los ojos del señor Troy, repitió sus últimas palabras-: «la sospecha de robo recae en mi hija adoptiva, y en nadie más». ¿Por qué en nadie más?

–¿Está dispuesta Su Señoría a acusar de malversación al Rector de Santa Ana, o a decir que alguno de sus familiares e iguales es un ladrón? – preguntó el señor Troy-. ¿No hay ni una sombra de duda sobre los sirvientes? No si creemos en la evidencia del señor Moody. ¿Quién, por todo lo que sabemos, tuvo acceso a la carta mientras estaba ésta sin cerrar? ¿Quién estuvo a solas con la carta? ¿Y quién sabía lo que encerraba? Dejo la respuesta en manos de Su Señoría.

–Isabel Miller es incapaz de robar nada. ¡Ésa es mi respuesta, señor Troy!

El abogado hizo una resignada reverencia y avanzó hacia la puerta.

–¿Debo tomar esta generosa aseveración de Su Señoría como la última disposición acerca de la orden de pago perdida? – preguntó.

Lady Lydiard aceptó el desafío sin amilanarse.

–¡No! – dijo-. La pérdida de la orden de pago es conocida fuera de mi casa. Podría haber otras personas que sospechasen de la joven lo mismo que ha hecho usted. Es un deber hacia la reputación de Isabel, ¡su intachable reputación, señor Troy!, que sepa lo que ha pasado y que tenga una oportunidad de defenderse. Está en la habitación de al lado, Moody. Tráigala aquí.

El valor de Robert desfalleció: temblaba ante la idea de plantear a Isabel la terrible ordalía que le esperaba.

–¡Oh, milady! – imploró-. Piénselo otra vez antes de decirle a la pobre chica que es sospechosa de robo. Manténgalo como un secreto ante ella. La vergüenza le partirá el corazón.

–¿Guardarlo como un secreto -dijo Lady Lydiard- cuando el Rector y su esposa lo saben? ¿Piensa que ellos dejarán las cosas como están y que me consentirán ocultarlo? Debo escribirles; y no puedo escribirles anónimamente después de lo que ha pasado. Póngase en el puesto de Isabel y dígame si agradecería que las personas que la creen inocente la dejarán en una posición sospechosa, y gravemente comprometida. ¡Vamos, Moody! Cuanto más tarde, peor será.

Con la cabeza hundida en el pecho, con la angustia escrita en cada línea de su rostro, Moody obedeció. Atravesó lentamente el corto pasillo que conectaba las dos habitaciones, y todavía amilanado por el penoso deber que le habían impuesto, se detuvo y miró a través de las cortinas que se cernían en la entrada del tocador.

7

Lo que vio Moody le retorció el corazón.

Isabel y el perro estaban jugando juntos. Entre las muchas habilidades de Tommie, jugar al escondite era una de sus preferidas. Su compañero de juego le ponía un chal o un pañuelo envuelto alrededor de la cabeza, para impedirle ver, y luego escondía entre los muebles un monedero, o una caja de cigarros, o una bolsa, o cualquier otra cosa que estuviera a mano, dejando que el perro lo encontrase empleando su fino olfato. Doblemente aliviado por la cura y por la sangría, la mente de Tommie parecía haber renacido; el juego con Isabel acababa de empezar cuando Moody miró en la habitación, encargado de transmitir su terrible mensaje.

–¡Te quemas, Tommie! ¡Te quemas! – gritaba la chica, aplaudiendo y riendo. En cuanto echó una mirada a su alrededor, su mirada tropezó con Moody, que se encontraba entre las abiertas cortinas. Su rostro la advirtió inmediatamente de que pasaba algo serio. Avanzó unos pocos pasos, con los ojos fijos en él en silenciosa alarma. El propio Moody estaba tan dolido que no podía hablar. En la habitación contigua, ni el señor Troy ni Lady Lydiard pronunciaron palabra. En el completo silencio que se instaló en la estancia, se podía oír al perro olisqueando y arañando alrededor de los muebles.

Robert tomó a Isabel de la mano y la condujo al salón.

–¡Por amor de Dios, milady, dígaselo! – susurró Moody.

El abogado le oyó.

–¡No! – dijo el señor Troy-. ¡Sea piadoso y dígale la verdad!

Le hablaba a una mujer que no necesitaba su opinión. La inherente nobleza de la naturaleza de Lady Lydiard se sublevó: su gran corazón se ofreció pacientemente a cualquier sufrimiento, a cualquier sacrificio.

Tomando a Isabel con el brazo -medio acariciándola, medio sujetándola-, Lady Lydiard acepto la total responsabilidad y contó toda la verdad.

Vacilando tras la primera impresión, la pobre chica se recobró con admirable coraje. Levantó la cabeza y miró al abogado sin pronunciar una sola palabra. Con aquel inconsciente aspecto de inocencia su apariencia no puede describirse con una palabra que no sea sublime. Dirigiéndose al señor Troy Lady Lydiard señaló a Isabel:

–¿Ve alguna culpabilidad en ella? – preguntó.

El señor Troy no respondió. En la melancólica experiencia de la humanidad a que su profesión le condenaba, había sido ya testigo de que la culpabilidad asoma al rostro del inocente, y que el inocente sin ayuda admite el enmascaramiento de la culpabilidad: la observación más atinada, en ese caso, no es capaz nunca de detectar la verdad. Lady Lydiard interpretó erróneamente el silencio como la hosca afirmación de un hombre sin corazón. Se apartó de él, con aire desdeñoso, tendiendo la mano hacia Isabel.

–El señor Troy todavía no está satisfecho -dijo amargamente-. Amor mío, dame la mano y mírame a la cara como si fuéramos iguales; sé que en casos como éste no cuentan las diferencias de rango. Ante Dios, que nos escucha, dime si eres inocente de haber robado la orden de pago.

–Ante Dios que me escucha -respondió Isabel-, soy inocente.

Lady Lydiard miró al abogado una vez y esperó a ver lo que él creía.

El señor Troy buscó refugió en una muda diplomacia e hizo una breve reverencia. Puede que quisiera decir que creía a Isabel, o quizá indicaba que su modestia le impedía dar su sincera opinión. Lady Lydiard no condescendió a preguntárselo.

–Cuanto antes acabemos con esta penosa escena, mejor será -dijo Su Señoría-. Me alegra contar con su apoyo profesional, señor Troy, dentro de ciertos límites. Fuera de mi casa, sé que no reparará en menudencias para buscar el dinero perdido y a la persona que realmente lo robó. Dentro de mi casa, tengo que rogarle encarecidamente que no lo vuelva a mencionar hasta que, sea como sea, dé con el verdadero ladrón. Mientras tanto, la señora Tollmidge y su familia no deben sufrir la pérdida: pagaré nuevamente el dinero. – Se detuvo y apretó a Isabel con afectuoso fervor-. Hija mía -dijo-, una última cosa y habré acabado. Quédate aquí, con mi confianza en ti, con mi amor por ti, totalmente intactos. Eres más querida para mí ahora que nunca. ¡Nunca lo olvides!

Isabel inclinó la cabeza y besó con ternura la mano que aún la sujetaba. La bondad que había en ella, inspirada por el ejemplo de Lady Lydiard, le hizo superar la dolorosa situación en que se encontraba.

–No, milady -dijo tranquila y tristemente-. No puede ser. Lo que ha dicho este caballero no puede negarse. Las apariencias están en mi contra. La carta estaba abierta, y me quedé sola con ella en la habitación, y el señor Moody dijo que tenía un valioso contenido. ¡Querida y amable milady! No puedo seguir a su servicio, no soy digna de vivir entre gente honesta, mientras mi inocencia esté en tela de juicio. Para mí es suficiente que usted no dude de mí. Puedo esperar pacientemente a que llegue el día en que se limpie de nuevo mi buen nombre. ¡Oh, milady, no llore por eso! ¡Por favor, no llore!

El autocontrol de Lady Lydiard falló por vez primera. El valor de Isabel la hacía quererla más que nunca. Se derrumbó en una silla y se tapó el rostro con un pañuelo.

El señor Troy se dio la vuelta abruptamente y empezó a examinar un jarrón japonés, sin que tuviera ni idea de lo que estaba mirando. Lady Lydiard lo había juzgado equivocadamente al creer que era un hombre sin corazón.

Isabel siguió al abogado y le tocó gentilmente en el brazo para llamar su atención.

–Tengo un pariente, señor, una tía, que me acogerá si se lo pido -dijo simplemente-. ¿Hay algún problema en que vaya con ella? Lady Lydiard le dará mi dirección si lo necesita. Evite a Su Señoría, señor, todos los problemas y disgustos que pueda.

Al fin se impuso el corazón que había en el señor Troy.

–¡Es usted una criatura excelente! – dijo, súbitamente entusiasmado-. Reconozco con Su Señoría que yo también creo en su inocencia; y no ahorraré esfuerzos para llegar al fondo de todo esto. – Se volvió nuevamente y se puso a mirar otra vez el jarrón japonés.

Al tiempo que el abogado se sumía en sus observaciones, Moody se acercó a Isabel.

Hasta entonces se había mantenido aparte, observando… y escuchando en silencio. Ni una mirada había buscado la cara de la joven, ni le había dirigido una palabra. Inconscientemente por parte de ambos, Isabel forjaba la naturaleza de Robert con una purificada y ennoblecida influencia que animaba una nueva vida. Todo lo que había habido de egoísta y violento en su pasión por ella no volvería a repetirse. La inmensurable devoción que demostraría en los días que habían de seguir, el inflexible valor con que aceptaría Robert su propio sacrificio cuando los sucesos se lo exigiesen en un posterior período de su vida, arraigaron en él. Sin intentar contener las lágrimas que le corrían por las mejillas -esforzándose en vano por expresar aquellos pensamientos que estaban más allá del poder de las palabras- se presentó ante ella como el más fiel y servicial amigo que cualquier mujer pudiera desear.

–¡Oh, querida! ¡Mi corazón es suyo! Deje que la sirva y ayude. La amabilidad de Su Señoría lo permitirá, estoy seguro.

No pudo decir nada más. Con aquellas sencillas palabras, lanzaba el grito de su corazón hasta Isabel.

–Perdóneme, Robert -respondió Isabel, agradecida-, si dije algo que le pudiera herir cuando hablamos hace un rato. No sabía lo que decía. – Le tomó de la mano y miró tímidamente por encima del hombro hacia Lady Lydiard-. ¡Suélteme! – dijo con una voz baja y rota-. ¡Suélteme!

El señor Troy la escuchó, y se adelantó antes de que Lady Lydiard pudiera hablar. El hombre recobró el control y el abogado volvió a ocupar el puesto que le correspondía en la escena.

–No debe dejarnos, querida -le dijo a Isabel-, hasta que le haya hecho al señor Moody una pregunta concerniente a usted. ¿Tiene usted el número de la orden de pago perdida? – preguntó, volviéndose al administrador.

Moody mostró un trozo de papel con el número. El señor Troy hizo dos copias antes de devolvérselo. Una copia se la metió al bolsillo; la otra se la pasó a Isabel.

–Guárdela cuidadosamente -dijo-. Ni usted ni yo sabemos cuándo tendremos que emplearla.

Tomando la copia, buscó mecánicamente en el mandil su propio monedero. Lo había usado, para jugar con el perro, como un objeto para esconder; pero había sufrido tanto, y todavía sufría, que era incapaz de hacer el esfuerzo de recordarlo. Moody estaba ansioso por ayudarla aun en las cosas más insignificantes y adivinó lo que había pasado.

–Estaba jugando con Tommie -dijo- en la habitación de al lado.

El perro oyó que pronunciaban su nombre a través de la puerta abierta. Un momento más tarde, trotaba por el salón con el monedero de Isabel en la boca. Era un Scotch terrier fuerte, bien crecido, de buen tamaño, con ojos brillantes e inteligentes y una capa de pelo blanco y rizado bastante espesa, diversificada con dos ligeras manchas de color marrón en la espalda. Al llegar al centro de la sala, y al mirar uno por uno a todos los presentes, la fina simpatía de su raza le dijo que había problemas entre sus amigos humanos. Dejó caer el rabo; gimoteó suavemente al aproximarse a Isabel, y soltó el bolsillo a sus pies.

Isabel se arrodilló para recoger el monedero y levantó a su compañero de días más felices para despedirse de él. Al tiempo que el perro ponía las patas en los hombros de la muchacha, devolviendo las caricias, la primera lágrima se le escapó.

–Loca de mí -dijo desmayadamente-. Llorar por un perro. No puedo ayudarlo. ¡Adiós, Tommie!

Dejándole suavemente, avanzó hacia la puerta. El perro la siguió instantáneamente. Lo apartó de ella por segunda vez y lo dejó. No tenían derecho a rechazarle; la siguió nuevamente y empezó a tirarle de un trozo del vestido, como si quisiera hacerla volver. Robert obligó al perro, que se revolvió resistiendo con todas sus fuerzas, a que soltara.

–No se enfade con él -dijo Isabel-. Póngalo en el regazo de Su Señoría; se quedará quieto. – Robert obedeció. Le susurró algo a Su Señoría al tiempo que le entregaba el perro: la dama parecía incapaz de hablar y se limitó a asentir con la cabeza en un ausente silencio. Robert se apresuró a volver junto a Isabel antes de que ésta atravesase la puerta.

–¡Sola no! – dijo enérgicamente-. Si Su Señoría lo permite, yo mismo la acompañaré a casa de su tía para velar por su seguridad.

Isabel lo miró, lo sintió por él, y accedió.

–Sí -respondió en voz baja-, para reparar lo que le dije cuando estaba tranquila y feliz. – Esperó un poco a tranquilizarse antes de despedirse de Lady Lydiard-. Adiós, milady. Su amabilidad no ha sido malgastada con una chica desagradecida. La quiero y se lo agradezco con todo mi corazón.

Lady Lydiard se levantó, dejando al perro en la silla. Parecía haber envejecido más que unos pocos minutos en el corto intervalo transcurrido en que había tenido oculto el rostro.

–¡No puedo permitirlo! – gritó con la voz ronca y desgarrada-. ¡Isabel! ¡Isabel! ¡Te prohíbo queme abandones!

Uno de los presentes se aventuró a resistirse a ella. Aquella persona fue el señor Troy, y el señor Troy sabía hacerlo.

–Contrólese -le dijo con un susurro-. La chica hace lo más oportuno en su actual posición, y lo hace con una paciencia y un valor dignos de verse. Se pone por sí sola bajo la protección de su pariente más próximo hasta que se haya reivindicado que su puesto en esta casa está más allá de toda duda. ¿Es momento de poner obstáculos en su camino? Por duro que le resulte, Lady Lydiard, ¡piense en el día en que volverá libre de toda sospecha!

No se podía discutir ante aquellos argumentos… todo era correcto y claro. Lady Lydiard se rindió; ocultó la tortura que su propia determinación le infligía con la resistencia, que, a pesar de todo, era la peor parte de su carácter. Tomando a Isabel en sus brazos, la besó con pasión de tristeza y amor.

–¡Pobrecilla! ¡Mi dulce niña! Te veré. Una y otra vez iré a verte a casa de tu tía.

Ante una señal del señor Troy, Moody tomó a Isabel del brazo y la condujo afuera. Tommie, observando desde la silla, levantó el pequeño hocico blanco cuando su compañera se volvió al atravesar el umbral. El largo y melancólico aullido del perro fue el último sonido que escuchó Isabel Miller antes de dejar la casa.

SEGUNDA PARTE

EL DESCUBRIMIENTO

8

El día después de que Isabel dejase la casa de Lady Lydiard, el señor Troy se adelantó para ir a la Oficialía de Whitehall para consultar a la policía sobre la cuestión de la desaparición del dinero. Había enviado previamente información del robo al Banco de Inglaterra, y había informado, igualmente, a los diarios de la desaparición.

El aire era agradable y el sol brillaba; ambas cosas le determinaron a ir a pie. Estaba ya bastante lejos de su propia oficina cuando fue alcanzado por un amigo que también caminaba en dirección a Whitehall. Aquel caballero era persona de considerables conocimientos mundanos y gran experiencia; había estado oficialmente asociado con crímenes sorprendentes y notorios en los que el Gobierno había reclamado su asistencia para descubrir y castigar a los criminales. La opinión de una persona de su posición podría ser de gran valor para el señor Troy, cuya práctica como procurador nunca le había llevado a colisionar ni con ladrones ni con misterios. Consecuentemente, y en interés de Isabel, confiaría a su amigo la naturaleza de su asunto con la policía. Ocultando los nombres, pero sin ocultar nada más, contó cuanto había pasado el día anterior en casa de Lady Lydiard y, una vez concluyó, le preguntó claramente a su compañero:

–¿Usted qué haría en mi lugar?

–En su caso -contestó su amigo tranquilamente-, no gastaría ni tiempo ni dinero yendo a la policía.

–¡No consultar a la policía! – exclamó turbado el señor Troy-. Es posible que no le haya explicado todo claramente. Voy a la Oficialía, y llevo una carta de presentación para el inspector jefe del departamento de detectives. ¿Me olvidé de decírselo?

–Eso no hace diferentes las cosas -continuó el otro, tan fríamente como siempre-. Usted me ha pedido opinión, y yo se la doy. Haga pedazos la carta de presentación y no dé ni un paso más hacia Whitehall.

El señor Troy empezó a comprenderlo.

–¿Usted no confía en la policía? – dijo.

–¿Quién puede confiar en ellos? ¿Quién lee los periódicos y recuerda lo que lee? – siguió argumentando su compañero-. Afortunadamente para el departamento de detectives, el público, por lo general, olvida cuanto lee. Vaya a su club y, en los periódicos, busque una historia criminal, justo cuando se cometió. Cada crimen es, más o menos, un misterio. Verá que los misterios que la policía descubre, casi sin excepción, son descifrables con un mínimo sentido común, a pesar de la extraordinaria estupidez que demuestran los que pretenden desentrañarlos. Por otro lado, considere que el culpable, hombre o mujer, sea una persona inteligente y resuelta, capaz de enfrentar sus propias astucias a las astucias de la policía; en otras palabras, que consiga que el misterio realmente sea un misterio, y cíteme un caso, si puede (un caso realmente difícil y complejo), en el que el criminal no haya escapado. ¡Cuidado! No digo que la policía sea negligente con su trabajo. No dudo de que lo hagan lo mejor que puedan, ni de que no se molesten en seguir la rutina para la que han sido entrenados. Su desgracia, no su defecto, es no contar entre ellos con hombres de inteligencia superior, lo que quiero decir es que ninguno es capaz, en caso de extrema emergencia, de colocarse a sí mismo por encima de los métodos convencionales y seguir un nuevo camino que sea suyo propio. Ha habido algunos hombres en la policía, hombres naturalmente dotados con la facultad del análisis mental, capacitados para resolver misterios a partir de sus piezas componentes, encontrando pistas y llegando hasta el final, sin importar lo alejado que pudiera estar todo ello de la observación tradicional. Pero esos hombres mueren, o son apartados del servicio. Uno de ellos sería el que necesita para el caso que me ha contado. Tal y como están las cosas, al menos si usted no se ha equivocado en lo concerniente a la inocencia de la joven dama, la persona que haya robado el billete no será alguien fácil de encontrar. En mi opinión, sólo hay un hombre en Londres en quien pueda encontrar usted una esperanza, y no pertenece a la policía.

–¿Quién es? – preguntó el señor Troy.

–Un viejo granuja que estuvo en mi misma rama de la profesión legal -contestó el amigo-. Puede que lo recuerde: le llamaban Viejo Sharon.

–¡Vaya! ¿El sinvergüenza que fue expulsado hace años del Colegio de Abogados? ¿Todavía está vivo?

–Vivo y trabajando. Vive en un patio de un callejón de mala muerte y ofrece su ayuda a cualquiera que esté interesado en recobrar objetos perdidos de cualquier clase. Si pierde usted a su mujer, o una caja de cigarrillos, el Viejo Sharon le será de la misma utilidad. Tiene una capacidad innata para resolver los acertijos del modo más acertado en los casos misteriosos, sean grandes o pequeños. Resumiendo, posee exactamente la capacidad analítica a que me refería hace un momento. Si piensa que valdría la pena acudir a él, tengo su dirección en mi oficina.

–¿Quién va a confiar en un hombre así? – objetó el señor Troy-. Posiblemente me decepcionará.

–Está usted completamente equivocado. Desde que fue expulsado del Colegio, el Viejo Sharon ha descubierto que el camino recto es el mejor camino, incluso para un hombre que sólo mira por sus intereses. Su consulta vale una guinea, y cobra una cantidad adelantada por los gastos que puedan producirse. Puedo decirle (de un modo totalmente confidencial) que los jefes de mi compañía buscaron su ayuda en un caso gubernamental que tenía desconcertada a la policía. Nos acercamos a él, naturalmente, por mediación de personas que nos representaban, sin que éstas traicionaran las fuentes de las que procedían sus instrucciones; las opiniones del viejo tunante fueron tan buenas como para poder pagarse con dinero. Sería raro que no pasase lo mismo con su caso. Inténtelo con la policía, de todas formas; y, si fallase, entonces Sharon será su única oportunidad.

Aquel asunto satisfacía las precauciones profesionales del señor Troy. Fue a Whitehall y probó con los detectives de la policía. Optaron por la conclusión obvia para personas de capacidad ordinaria: la conclusión de que Isabel era la ladrona.

Actuando de acuerdo a aquella convicción, las autoridades enviaron a una experimentada a la oficina de la casa de Lady Lydiard para que examinara las ropas y adornos de la pobre chica antes de que los enviara a la de su tía. La búsqueda resultó infructuosa. Los únicos objetos de cierto valor que se descubrieron fueron los regalos de Lady Lydiard. Entre los papeles encontrados en el escritorio no había facturas ni de joyas ni de sombreros. Ni una señal de secreta extravagancia pudo detectarse en sus vestidos. Ampliamente vencida, la policía propuso como siguiente paso una investigación privada de Isabel. Quizá existiera, en el fondo, algún pródigo amante con la ruina pintada en el rostro hasta dar con quinientas libras. Lady Lydiard (quien sólo había accedido a las investigaciones ante los persuasivos argumentos del señor Troy) tomó aquella ingeniosa idea como un insulto. Declaró que, si la chica era seguida, Isabel lo sabría inmediatamente de sus propios labios. La policía la escuchó con perfecta resignación y decoro y, cortésmente, cambió de idea. Una cierta sospecha (anotaron) siempre recaía sobre los sirvientes en casos como aquél. ¿Objetaría Su Señoría sobre investigaciones privadas acerca de las personalidades y actividades de sus sirvientes? En los más positivos términos, Su Señoría objetó sobre ellas. Inmediatamente después, el Inspector le solicitó al señor Troy una charla privada sobre el asunto.

–El ladrón es, ciertamente, alguien que vive en casa de Lady Lydiard -observó el funcionario con su habitual tono cortés-positivo-. Si Su Señoría persiste en negarse a dejar nos seguir las pesquisas necesarias, estaremos con las manos atadas y el caso se cerrará sin que pueda achacársenos nada. Si Su Señoría cambia de opinión, escríbame unas líneas al respecto, señor. Buenos días.

De aquel modo, la consulta con la policía llegaba a un inesperado final. El único resultado obtenido había sido la expresión de ciega opinión demostrada por las autoridades del Departamento de Policía, que señalaba por Isabel, o a uno cualquiera de los sirvientes, como el ladrón sin identificar. Pensando en la cuestión en la soledad de su propia oficina -y sin olvidar la promesa hecha por Isabel de no dejar de intentar demostrar su inocencia por todos los medios-, el señor Troy vio que sólo le quedaba una alternativa. Tomó la pluma y escribió a su amigo del Departamento Gubernamental. No podía hacer otra cosa que correr el riesgo y probar con el Viejo Sharon.

9

Al día siguiente, el señor Troy (llevando a Robert Moody como testigo cualificado) tocó la campanilla de la ruin y sucia casa de huéspedes en la que el Viejo Sharon recibía a los clientes que necesitaban su consejo.

Subieron las escaleras hasta un trastero situado en la segunda planta de la casa. Al entrar en la habitación descubrieron, a través de una espesa nube de humo de tabaco, a un bajo, gordo, calvo y sucio anciano en un sillón de orejas, ataviado con una andrajosa bata de franela, una corta pipa en la boca, un doguillo en el regazo y una novela francesa en las manos.

–¿Se trata de negocios? – preguntó el Viejo Sharon hablando con áspera y asmática voz y clavando atentamente un par de brillantes, desvergonzados y negros ojos en sus dos visitantes.

–Se trata de negocios -respondió el señor Troy, observando al viejo taimado que había deshonrado una honorable profesión como si estudiase a un reptil al que hubiera pillado reptando a sus pies-. ¿Cuál es la tarifa para una consulta?

–Usted me da una guinea y yo le doy a cambio media hora. – Con aquella respuesta, el Viejo Sharon extendió una mano sin lavar sobre la mesa, coja y manchada de tinta, a la que se hallaba sentado.

El señor Troy no se la habría tocado ni con la yema de los dedos por mil libras. Dejó la guinea sobre la mesa.

El Viejo Sharon estalló en una sonora carcajada -una carcajada extrañamente acompañada por una amenazadora contracción de las cejas y una terrible exhibición de la totalidad del interior de su boca.

–No estoy lo bastante limpio para usted, ¿eh? – dijo, aparentemente divirtiéndose mucho-. Un viejo al que se describe en este libro es un poco como yo. – Tomó la novela francesa-. ¿La ha leído? Es una gran historia, de las que hay pocas. ¡Oh, no la ha leído! Disfrutaría con ella. Una cosa: ¿les molesta el humo del tabaco? Pienso más deprisa si fumo, sólo lo digo por eso.

La respetable mano del señor Troy le concedió al humo un silencioso permiso, oculto bajo un movimiento de digna protesta.

–Muy bien -dijo el Viejo Sharon-. Adelante.

Se recostó en el respaldo del sillón y expulsó el humo, con los ojos perezosamente medio cerrados, como los ojos del pequeño dogo del regazo. En aquel momento, efectivamente, había entre los dos una curiosa semejanza. Ambos parecían prepararse, del mismo modo ocioso, para una confortable y conjunta siesta.

El señor Troy narró las circunstancias bajo las que había desaparecido la orden de pago de las quinientas libras, con una clara y concisa narración. Cuando lo hubo hecho, el Viejo Sharon, súbitamente, abrió los ojos. El dogo, súbitamente, abrió los ojos. El Viejo Sharon miró duramente al señor Troy. El dogo miró duramente al señor Troy. El Viejo Sharon habló. El dogo gruñó.

–Sé quién es usted. Usted es un abogado. ¡No se alarme! Nunca lo he visto antes; no sé su nombre. Lo he sabido porque su forma de contarlo ha sido la misma que la de un abogado al plantear un caso. ¿Quién es? – El viejo Sharon miró inquisitivamente a Moody mientras formulaba la pregunta.

El señor Troy presentó a Moody como un competente testigo, perfectamente familiarizado con las circunstancias, que contestaría de buen grado a cualquiera de las preguntas que se hicieran sobre ellas. El Viejo Sharon esperó un poco, fumando y pensando rápidamente.

–¡Muy bien! – exclamó con la hostilidad que le era habitual y un súbito tono acalorado-. Llegaré al meollo de todo esto.

Apoyando los codos en la mesa, se echó hacia delante y empezó a examinar a Moody. Por mucho que el señor Troy despreciara y se sintiera disgustado por el viejo sinvergüenza, escuchó con sorpresa y admiración, llevado literalmente por la fuerza de la maravillosa habilidad con que la que las preguntas se adaptaban para llegar a un objetivo. En un cuarto de hora, el Viejo Sharon había sacado del testigo todo, literalmente todo hasta el menor detalle, lo que Moody podía contar. Habiendo llegado, según sus propias palabras, «hasta el meollo de todo esto», recogió la pipa con un gruñido de satisfacción y volvió a apoyarse en el respaldo del viejo sillón.

–Bien -dijo el señor Troy-. ¿Se ha formado usted ya una opinión?

–Sí; me he formado una opinión.

–¿Cuál es?

En vez de responder, el Viejo Sharon le hizo un guiño confidencia al señor Troy y le devolvió la pregunta.

–Dígame, ¿un cheque de diez libras es mucho para usted?

–Eso depende -respondió el señor Troy- de para lo que sea el dinero.

–Mire -dijo el Viejo Sharon-, puedo darle mi opinión de una guinea, pero, entiéndalo, es una opinión basada en rumores y, usted, como abogado, sabe lo que vale eso. Arriesgue diez libras -que en inglés llano quiere decir que me pague por mi tiempo y los problemas que origina un caso difícil y complicado- y le daré una opinión basada en mi propia experiencia.

–Explíquese un poco más claramente -dijo el señor Troy-. ¿Qué garantiza contarnos si le damos esas diez libras?

–Garantizo el nombre de la persona o personas en las realmente recae la sospecha. Y, si siguen contratándome después de eso, garantizo (antes de que paguen medio penique más) que demostraré que digo la verdad echando mano al ladrón.

–Denos primero la opinión de una guinea -dijo el señor Troy.

El Viejo Sharon hizo antes otra terrible exhibición del interior completo de su boca; su risa fue más grave y feroz que nunca.

–¡Le satisfaré -le dijo al señor Troy-, ya que está tan terriblemente atado a su dinero! ¡Señor, debe de ser usted muy rico! Ahora, escuche. Aquí está mi opinión de una guinea: Sospecho, en este caso, de la última persona de la que se podría sospechar.

Moody, escuchando atentamente, se sobresaltó y cambió de color con las últimas palabras. El señor Troy pareció completamente desconcertado, y no pareció intentar ocultarlo.

–¿Es eso todo?

–¿Todo? – replicó el cínico vagabundo-. ¡Usted es un buen abogado! Por cuanto sé, ignoro si el testigo que me ha traído me ha inducido al error o no. ¿Acaso he hablado con la chica para poder forjarme mi propia opinión? ¡No! ¿He sido quizá presentado a los sirvientes (como recadero o para limpiar las botas o los zapatos, o cualquier otra cosa) para que pueda juzgarlos por mí mismo? ¡No! He tomado sus opiniones por verdaderas y he actuado como si fueran mis propias opiniones, ¡y eso es lo que vale una guinea, la endiablada guinea de un ricacho como usted!

A pesar de sus prejuicios, la lógica del Viejo Sharon produjo cierto efecto en el señor Troy. Desde su punto de vista, estaba astutamente elaborada. Era innegable.

–En caso de que accediera a su propuesta -dijo-, no me gustaría que importunase a la joven dama con preguntas impertinentes, ni que se portase como un espía en una casa respetable.

El Viejo Sharon cerró los sucios puños y tamborileó en la coja mesa con un gesto de fingida impaciencia mientras hablaba el señor Troy.

–¿Qué demonios sabe usted sobre el modo en que llevo mis negocios? – rezongó cuando el abogado hubo concluido-. Uno de nosotros dos está hablando como si fuera idiota de nacimiento, y… (compréndalo), no es ése mi caso. ¡Mire! Su joven dama sale a dar un paseo y se encuentra con un sucio y andrajoso mendigo… parezco un sucio y andrajoso mendigo, ¿verdad? Muy bien. El viejo andrajoso es un desgraciado que se queja y se lamenta y que cuenta su larga historia, y le pide seis peniques a la joven -conociéndola entretanto por dentro y por fuera, tanto como necesita-, y, ¡ojo!, sin hacer ni una sola pregunta, y, en vez de molestarla, la hace feliz por permitirle hacer una obra de caridad. ¡Un momento! No he acabado con esto todavía. ¿Quién le limpia las botas y los zapatos? ¡Mire aquí! – Empujó al perro del regazo, buceó bajo la mesa y apareció acto seguido con una vieja bota y un frasco de betún, poniéndose a frotar activamente-. A veces salgo a dar un paseo, ¿sabe?, y me gusta ponerme elegante. – Con aquella proclama, se puso a cantar mientras seguía con su trabajo; era una canción sentimental, muy popular en la Inglaterra de primeros de siglo-. Ella es toda mi ilusión, maravillosa, divina; pero su corazón es de otro, ¡y nunca será mía! ¡Tu ru ru ru! Me gustan las canciones de amor. ¡Frota! Frotar hasta que se refleje la cara en el betún. ¡Eh! ¡Un simpático, inofensivo y alegre viejecillo! Canta y bromea mientras trabaja. ¿Qué está diciendo? Es un desconocido y no habla con él libremente. Se avergüenza de tener que hablar de ese modo con un pobre hombre que tiene un pie en el cementerio. Señorita, dele algo de comer en la trascocina y John Footman le devolverá el favor. Y, cuando haya oído todo lo que quería oír, y no vuelva al día siguiente al trabajo… ¿qué se pensará de él en las habitaciones de los sirvientes? Dirán, ¿hemos tenido un espía entre nosotros? ¡No, usted lo sabe muy bien! El viejecillo habrá vuelto a la calle, o habrá sufrido un nuevo ataque de fiebre, o habrá dado con sus zapatos en el cementerio de la parroquia… ¡Eso es lo que dirán en las habitaciones de los sirvientes! Póngame a prueba en la cocina y mire a ver si los lacayos me toman por un espía. ¡Vamos, vamos, señor Abogado! ¡Saque las diez libras y no malgaste más tiempo con todo esto!

–Lo consideraré y se lo haré saber -dijo el señor Troy.

El Viejo Sharon rió más fuerte que nunca y cojeó alrededor de la mesa a toda prisa hasta el lugar donde estaba sentado Moody. Dejó caer una mano sobre el hombro del administrador y señaló con la otra, burlonamente, al señor Troy.

–¡Insisto, señor Silencioso! ¡Apueste cinco libras y no volveré a ver de nuevo a ese abogado!

En el atento silencio de toda la entrevista (excepto cuando había tenido que contestar a las preguntas), Moody sólo contestó con las menos palabras posibles.

–No apuesto -fue todo lo que dijo. No parecía lamentar las familiaridades de Sharon, ni parecía encontrar divertido el extraordinario parlamento. ¡El viejo vagabundo, por el contrario, parecía impresionarlo enormemente! Cuando el señor Troy hizo ademán de levantarse para irse, siguió sentado, mirando al abogado, como si lamentase dejar la atmósfera llena de humo de la sucia habitación.

–¿Tiene algo que decirnos antes de que nos vayamos? – preguntó el señor Troy.

Moody se levantó lentamente, y miró al Viejo Sharon.

–Nada más, señor -replicó, apartando la mirada nuevamente tras un instante de reflexión.

El Viejo Sharon interpretó la mirada de Moody y la respuesta de Moody desde su peculiar punto de vista. Súbitamente, se llevó al administrador a un rincón de la habitación.

–¡Conteste! – empezó diciendo en un susurro-. Deme su palabra de honor… ¿Es usted tan rico como ese abogado?

–Ciertamente no.

–¡Mire! Para un hombre pobre, el precio es la mitad. Si se decide a pagarlo por su cuenta, el precio será cinco libras. ¡Eso es! ¡Eso es! ¡Piénselo… piénselo!

–¿Vamos? – dijo el señor Troy, esperando a su compañero con la mano en el pomo de la puerta. Volvió a mirar a Sharon cuando Moody llegó junto a él. El viejo vagabundo había vuelto a sentarse en el sillón, con el perro en el regazo, la pipa en la boca y la novela francesa en las manos; mostraba exactamente la misma imagen de descuidado confort que había presentado a sus visitantes cuando éstos entraron por primera vez en la habitación.

–Buenos días -dijo el señor Troy con altanera condescendencia.

–¡No me interrumpan! – replicó el Viejo Sharon, absorto en la novela-. ¡Ya tiene su opinión de una guinea! ¡Señor! ¡Es un libro excelente! ¡No me interrumpan!

–¡Maldito canalla! – dijo el señor Troy cuando estuvo con Moody en la calle-. ¿Qué pretendía mi amigo cuando me lo recomendó? ¡Ha sido divertido cuando me ha dicho que le diera diez libras! ¡Incluso considero que he tirado una guinea!

–Le ruego me perdone, señor -dijo Moody-. No puedo estar de acuerdo con usted en eso.

–¿Cómo? ¿No se habrá creído su visionaria sentencia? «Sospecho de la última persona de la que se podría sospechar». ¡Basura!

–No he querido decir eso, señor. Sólo que me ha dejado pensando.

–¿Pensando en qué? ¿Sospecha quién es el ladrón?

–Discúlpeme, señor Troy, pero me gustaría esperar un poco antes de contestar a eso.

El señor Troy se detuvo súbitamente y miró a su compañero ligeramente confundido.

–No hay nada que no hiciese ni intentase para ayudar a la señorita Isabel en este asunto -respondió Moody firmemente-. He ahorrado unos pocos cientos de libras mientras he estado al servicio de Lady Lydiard y estoy dispuesto a gastarlas si con ello puedo descubrir al ladrón.

El señor Troy echó de nuevo a andar.

–La señorita Isabel parece contar con un amigo en su persona -dijo. Se sentía (quizá inconscientemente) un poco ofendido por el tono de independencia de las palabras del administrador, sobre todo después de haber tomado en sus manos la reivindicación de la inocencia de la joven.

–¡La señorita Isabel tiene en mí a un devoto sirviente y esclavo! – contestó Moody con apasionado entusiasmo.

–Muy elogioso; no puedo objetar nada -replicó el señor Troy-. Pero no olvide que la joven cuenta además con otros devotos amigos. Yo soy su devoto amigo. He prometido servirla, y pienso mantener mi palabra. Me perdonará si añado mi experiencia y discreción a su entusiasmo. Sé que todo el mundo se cuida bastante de confiar en extraños. No haría mal, señor Moody, en seguir mi ejemplo.

Moody aceptó la censura con paciencia y resignación.

–Si tiene algo que proponer, señor, que sea para el bien de Isabel -dijo- Me alegraría ayudarlo con mi humilde capacidad.

–¿Y si no fuera así? – preguntó el señor Troy, consciente de no tener nada que proponer al tiempo que hacía la pregunta.

–En ese caso, señor, seguiré mi propio camino, y no culparé a nadie sino a mí mismo si me extravío.

El señor Troy no dijo nada más; se separó de Moody en la siguiente esquina.

Siguió pensando en el asunto y decidió que, en la primera oportunidad, iría a visitar a Isabel a casa de su tía para avisarla de que, en su futuro trato con Moody, no confiara en exceso en la discreción del administrador. No tengo dudas, pensó el abogado, de lo que va a hacer ahora. ¡El loco insensato se ha ido a ver al Viejo Sharon!

10

Volviendo a su oficina, el señor Troy descubrió, entre su correo, una carta de la persona cuya salvaguardia era todavía la mayor preocupación de su mente. Isabel Miller le escribía en los siguientes términos:

Muy señor mío:

Mi tía, la señorita Pink, está muy deseosa de consultarle profesionalmente lo antes posible. Ya que Morden se halla a poco más de media hora de viaje en tren desde Londres, la señorita Pink no presupone que vaya usted a visitarla, pues es conocedora del valor de su tiempo. ¿Podría usted indicarme, como mejor le parezca, cuál sería el momento más conveniente para recibir a mi tía en su oficina de Londres? Respetuosamente suya,

Isabel Miller.

P.S. He recibido noticias posteriores de que el asunto a tratar es el lamentable suceso de casa de Lady Lydiard.

El Césped. South Morden. Jueves.

El señor Troy sonrió mientras leía la carta. Demasiado formal para una joven, se dijo para su fuero interno. Cada palabra debe haber sido dictada por la señorita Pink. No tardó en decidir lo que hacer. Tenía la urgente necesidad de avisar a Isabel, y allí estaba su oportunidad. Mandó llamar al jefe de pasantes y comprobó sus compromisos del día. No había nada en la agenda que no pudiera llevar el pasante tan bien como él mismo. El señor Troy consultó la guía de trenes, llamó un taxi y tomó el primer tren hacia South Morden.

South Morden era entonces (y aún lo es) una de esas poblaciones de agricultura primitiva, sobre las que no ha pasado el progreso moderno y que todavía pueden encontrarse en los alrededores de Londres. Sólo los trenes más lentos se detienen en su estación; hay allí tan poco que hacer que el jefe de estación y el mozo de maletas cultivan flores en el apeadero y amaestran loros en las ventanas de la sala de espera. Dando la espalda al ferrocarril, y caminando a lo largo de la calle principal de South Morden, uno se encuentra en la vieja Inglaterra de hace dos siglos. Granjas con aguilones, con las contraventanas bien cerradas, y con mojones; cerdos y gallinería en silenciosa posesión de la calzada; la venerable iglesia rodeada por el sombreado cementerio; la tienda de ultramarinos en la que se vende de todo, y la carnicería donde no se vende de nada; los escasos habitantes que disfrutan viendo a un forastero y los niños sin lavar que son como retratos de sucia salud; el tañido del candilón de la cadena de hierro del pozo público, y el golpeteo de los bolos al caer en la parte trasera de la alcaldía; el abrevadero que hay en un pequeño descampado, y el viejo olmo con un asiento circular de madera frente a él… éstos son algunos de los objetos que se ven, y de los ruidos que se oyen, cuando uno cruza South Morden de un lado a otro.

A cosa de media milla más allá de la última de las granjas, vuelve uno a encontrarse con la moderna Inglaterra bajo la forma de una hilera de pequeñas villas, construidas por un aventurado contratista londinense que compró los terrenos como una ganga. Cada villa está rodeada por un pequeño jardín, y más allá se ve un pedregoso sendero que se pierde entre las praderas y bosquecillos que se extienden en las lejanas colinas. Cada villa se alza frente a uno en el brillo del sol, con el antipático resplandor de sus nuevos ladrillos rojos, llamando la atención del paseante con sus nombres sin sentido pintados con brillante pintura en las maderas de los portales. Consultando los postes mientras avanzaba, el señor Troy llegó, dado el momento, a la villa llamada El Césped, cuyo nombre derivaba, aparentemente, de un parterre circular de hierba en la parte delantera de la casa. Al ver que la puerta se resistía a sus esfuerzos por abrirla, tocó la campanilla.

Admitido por una aseada, limpia y tímida doncella, el señor Troy miró a su alrededor con silenciosa sorpresa. Volviéndose cuanto pudo, se halló silenciosamente confrontado con un lote de instrucciones destinadas a los visitantes, prohibiendo y ordenando cuanto se podía hacer en cada uno de los pasos que conducían del portón a la casa. En un costado de la villa, una etiqueta informaba de que no podía pasearse por la hierba. Al otro lado, una mano apuntaba hacia una valla fronteriza con una inscripción que invitaba a seguir aquella ruta a los que tuvieran que ir a la cocina. En el paseo de gravilla que se hallaba a los pies de los labrados escalones de la mansión, claramente trazado con pequeñas conchas blancas, había un recordatorio: NO OLVIDE QUITARSE EL BARRO. En el umbral fue informado, con letras de molde, que era ¡BIENVENIDO! En la estera del descansillo, unas negras palabras pintadas llamaron su atención, ordenándole que se limpiara los zapatos. Incluso la sombrerera de la pared no dejó de hablar para él; vio sus SOMBREROS Y ABRIGOS inscritos en ella y la imperativa dirección del paraguas mojado marcada con un ¡PÓNGALO AQUÍ!

Entregando a la aseada doncella su tarjeta de visita, el señor Troy fue introducido hasta una salida de recepción en la planta baja. Antes de que tuviera tiempo de echar un vistazo a su alrededor, la puerta se abrió nuevamente e Isabel penetró de puntillas en la habitación. Parecía cansada y ansiosa. Cuando estrechó las manos del viejo abogado, la encantadora sonrisa que éste tan bien recordaba había desaparecido.

–¿Tiene usted algo que decirme? – susurró la joven-. No vendré a la habitación hasta que me llame mi tía. Dígame sólo dos cosas antes de que venga. ¿Cómo está Lady Lydiard? ¿Ha descubierto al ladrón?

–Ayer vi a Lady Lydiard y se encontraba perfectamente; y todavía no hemos conseguido dar con el ladrón. – Habiendo contestado a las preguntas en aquellos términos, el señor Troy decidió advertir a Isabel de las intenciones del administrador mientras tenía ocasión-. Quisiera hacerle una pregunta, por mi parte -dijo, apartando la espalda de Isabel de la puerta con el brazo-. ¿Espera que Moody la visite aquí?

–Estoy segura de que me visitará -contestó Isabel calmosamente-. Me prometió venir en cuanto se lo pidiera. No he tenido ocasión de conocer el corazón de Robert Moody hasta que esta desgracia ha caído sobre mí. Mi tía, que no suele tener muchas simpatías por los extraños, lo respeta y admira. No puedo decirle lo bueno que fue conmigo en mi viaje hasta aquí, ni lo amable y noblemente que habló conmigo al despedirse. – Se interrumpió y volvió la cabeza. Las lágrimas asomaron a sus ojos-. En mi situación -dijo desmayadamente-, la amabilidad se agradece profundamente.

El abogado esperó unos momentos a que se recuperase.

–Concuerdo plenamente, querida, en su opinión sobre Moody -dijo-. Pienso, no obstante, que mi deber es advertirla de que su celo por servirla afecte, posiblemente, su discreción. Puede que él intente confidencialmente discernir el misterio del dinero desaparecido; y, a menos que esté usted precavida, puede llegar a alimentar falsas esperanzas a partir de su próximo encuentro. De todos modos, escuche cualquier opinión que le dé. Pero, antes de decidirse a tomar por ciertas esas opiniones, consulte con mi vieja experiencia y escuche lo que tenga que decir al respecto. Ni se imagine que quiero intentar que desconfíe de un buen amigo -añadió al ver la mirada de desconcertada sorpresa de Isabel-. Esa idea no ha pasado por mi mente. Sólo quiero advertirla de que la impaciencia de Moody por prestarla sus servicios pudiera confundirle. Me gustaría que me entendiera.

–Sí, señor -respondió Isabel fríamente-. Lo entiendo. Lo siento, debo irme ya. Mi tía bajará inmediatamente; no debe encontrarme aquí. – Hizo una reverencia con distante respeto y dejó la habitación.

«¡Es demasiado complicado intentar meter dos ideas juntas en la mente de una joven!», pensó el señor Troy cuando se volvió a quedar solo. «La tontuela debe pensar que siento celos por su afecto por Moody. ¡Bien! He cumplido con mi deber… y no puedo hacer más».

Echó un vistazo a la habitación. No había ni una silla fuera de su sitio, ni se veía una mota de polvo. El brillo perfecto de la mesa hirió sus ojos; los adornos brillaban como si nunca hubieran sido tocados por manos mortales; el piano era un objeto de distante admiración, no un instrumento para ser tocado; la alfombra hizo que el señor Troy se mirase nerviosamente la suela de los zapatos; y el sofá (protegido por respaldos de blancas puntillas) dijo tan claramente como si hablase: «Siéntate si te atreves». El señor Troy se retiró a una librería en el lado más remoto del salón. Los libros se alineaban con tal absoluta perfección que le costó trabajo poder tomar uno de ellos. Cuando hubo triunfado en su empeño, se halló en posesión de un volumen de la Historia de Inglaterra. En las guardas vio otra advertencia: Este libro es propiedad de la Academia de Jóvenes Damas de la señorita Pink, y no debe ser sacado de la biblioteca. La fecha, que también se citaba, se refería a un período de diez años atrás. La señorita Pink se descubría así como una directora de escuela retirada; y el señor Troy empezó a comprender algunas de las peculiares características que lo sorprendieron de principio en la morada de la dama.

Había vuelto a triunfar colocando el libro en la repisa cuando la puerta se abrió una vez más y la tía de Isabel penetró en la sala.

Si la señorita Pink, por cualquier posible reunión de circunstancias, hubiese desaparecido misteriosamente de su casa y sus amigos, la policía se habría encontrado en serias dificultades para poder componer la necesaria descripción de la dama desaparecida. El observador más atento no habría detectado nada que fuese notorio o característico en su apariencia personal. La pluma del presente narrador sólo puede describirla desesperadamente mediante una serie de negaciones. No era joven, no era vieja; tampoco era alta, ni baja, ni gruesa, ni delgada; nadie podría decir que fuese atractiva, ni nadie podría llamarla fea; no había nada en su voz, expresión, maneras y ropa que la distinguiese en grado apreciable de la voz, expresión, maneras y ropa de otras quinientas mujeres de su misma edad y posición en el mundo. Si se la hubiera pedido que se describiera a sí misma, se habría limitado a contestar: «Soy una dama», y de haberse insistido en cuál de sus numerosas virtudes tenía mayor rango para su propia estima, hubiera contestado: «Mi facilidad de conversación». En cuanto a lo demás, era la señorita Pink, de South Morden; y dicho esto, queda todo dicho.

–Le ruego que se siente, señor. Después de una temporada húmeda, afortunadamente, volvemos a tener buen tiempo. Para mí, esta estación es especialmente desfavorable para los frutales. ¿Puedo ofrecerle algún refresco tras su viaje? – En aquellos términos, y con la más zalamera de las voces, la señorita Pink abrió la conversación.

El señor Troy declamó una cortés respuesta y añadió unas cuantas notas convencionales sobre la belleza del vecindario. Ni siquiera un abogado se sentaría en presencia de la señorita Pink, y oiría la conversación de la señorita Pink, sin sentirse como forzado a (según la frase del parvulario) portarse del mejor modo posible.

–Es extremadamente amable por su parte, señor Troy, favorecerme con su visita -continuó la señorita Pink-. Soy consciente de lo especialmente valioso que es el tiempo para los caballeros profesionales; le pediré, por eso mismo y anticipadamente, que me disculpe si voy abruptamente al tema sobre el que deseo consultar su experiencia.

En aquel punto, la dama se alisó la falda sobre las rodillas y el abogado hizo una ligera reverencia. La entrenadísima conversación de la señorita Pink quizá tenía un defecto: que no era, estrictamente hablando, una conversación. Efectivamente, su modo de hablar era bastante parecido al contenido fluido y convencional de una carta leída en voz alta.

–Las circunstancias bajo las que mi sobrina Isabel abandonó la casa de Lady Lydiard -siguió diciendo la señorita Pink-, son tan indescriptiblemente dolorosas (es más, yo diría que profundamente humillantes), que he prohibido que se refiera a ellas en mi presencia, o que las mencione en el futuro a criatura viviente que no sea yo. Usted conoce esas circunstancias, señor Troy, y comprenderá mi indignación cuando me enteré por primera vez de que la hija de mi hermana había sido acusada de robo. No tengo el honor de conocer a Lady Lydiard. Creo que no es ni siquiera condesa. Su esposo era sólo barón. No conozco a Lady Lydiard, y no puedo confiar en decirle lo que pienso de su conducta con mi sobrina.

–Discúlpeme, Madame -intervino el señor Troy-. Antes de que diga nada acerca de Lady Lydiard, creo que es mi deber observar…

–Discúlpeme usted a mí -interrumpió la señorita Pink-. Nunca hago juicios apresurados. La conducta de Lady Lydiard está más allá del alcance de cualquier defensa, no importa lo ingeniosa que ésta pueda ser. Puede que no se dé usted cuenta, señor, de que recibiendo a mi sobrina bajo el techo de Su Señoría, se recibía a una dama tanto por educación como por nacimiento. Mi difunta hermana era hija de un sacerdote de la Iglesia de Inglaterra. Tengo que insistir en ello ardientemente: por nacimiento, es una dama. Bajo circunstancias más favorables, el abuelo materno de Isabel podría haber sido arzobispo de Canterbury, e incluso haber tenido prelación sobre cualquier otro miembro de la Casa de los Pares, con la única excepción de los príncipes de sangre real. No puedo decir que mi sobrina estuviera tan bien relacionada por parte paterna. Mi hermana nos sorprendió -no añadiré que nos impresionó- casándose con un químico. Por lo menos, un químico no es un tendero. Es un caballero en uno de los extremos de los estudios de medicina, lo mismo que un físico es un caballero en el otro extremo. Eso es todo. Invitando a Isabel a residir con ella, Lady Lydiard, repito, tenía la obligación de recordar que estaba en presencia de una joven dama. No lo recordó, y eso es un insulto; y sospechó que la culpable del robo era mi sobrina, lo que constituye otro insulto.

La señorita Pink hizo una pausa para respirar. El señor Troy hizo un segundo intento para poder ser escuchado.

–¿Sería tan amable, Madame, de dejarme decir dos palabras?

–¡No! – dijo la señorita Pink, confinando la más inamovible obstinación bajo la más suave de las cortesías-. ¡Su tiempo, señor Troy, es realmente demasiado valioso! Ni siquiera su entrenado intelecto podría excusar una conducta tan manifiestamente inexcusable como la que tiene delante. Ahora que ya sabe mi opinión sobre Lady Lydiard, no se sorprenderá si digo que desconfío de Su Señoría. Puede que haga, o puede que no, las indagaciones necesarias para la vindicación de mi sobrina. En una cuestión tan seria como ésta -incluso diría que se lo debo a la memoria de mi hermana y sus familiares-, nunca dejaría la responsabilidad en manos de Lady Lydiard. La tomaré yo misma. Permítame añadir que puedo hacer frente a todos los gastos necesarios. Pasé mis años jóvenes, señor Troy, dedicada a la tutoría de jóvenes damas. Fui muy feliz al recibir la confianza de sus padres; y fui muy estricta observando las más doradas reglas de la economía. He podido invertir, al retirarme, una modesta, muy modesta cantidad, en fondos públicos. Una parte de ella está al servicio de mi sobrina para que pueda recuperar su buen nombre; y deseo que la correspondiente investigación, de un modo confidencial, sea llevada por usted. Usted conoce el caso; creo que es cosa suya. No puedo vencer yo sola, de modo que he de dejar que lo haga un extraño. Éste es el asunto que quería consultarle. Por favor, no diga nada más sobre Lady Lydiard. El tema es muy desagradable para mí. Sólo quiero abusar de su amabilidad y que me diga si me he hecho entender.

La señorita Pink se recostó en el asiento, en el ángulo exacto permitido por las leyes de la cortesía; sujetaba el codo izquierdo en la palma de la mano derecha, y soportaba ligeramente el mentón entre los dedos pulgar e índice. Esperó en aquella posición la respuesta del señor Troy. Era, en la más respetable de las posturas, la viva imagen de la obstinación humana.

Si el señor Troy no hubiese sido abogado -en otras palabras, si no hubiera sido profesionalmente capaz de persistir en sus propias opiniones frente a cualquier concebible dificultad o desánimo-, la señorita Pink podría haberse quedado para siempre con la inamovible posesión de sus conclusiones. De aquel modo, el señor Troy sería oído; y no importaba lo obstinadamente que la señorita Pink cerrase sus ojos a ellos, pues estaba destinada a ver lo que la otra parte opinaba del caso.

–Estoy sinceramente agradecido, Madame, por la expresión de su confianza en mí -empezó el señor Troy-, pero, al mismo tiempo, debo pedir disculpas por tener que declinar la aceptación de su propuesta.

La señorita Pink no esperaba aquella respuesta. La breve negativa la dejó sorprendida y molesta.

–¿Por qué no quiere ayudarme? – preguntó.

–Porque -contestó el señor Troy- mis servicios ya están a disposición de Isabel merced a un cliente al que llevo sirviendo durante más de veinte años. Mi cliente es…

La señorita Pink se anticipó a la revelación.

–No hace falta que se moleste, señor, revelando el nombre de su cliente -dijo.

–Mi cliente -insistió el señor Troy- aprecia a la señorita Isabel, cariñosamente…

–Eso es un asunto de opiniones -le interrumpió la señorita Pink.

–Y cree en la inocencia de la señorita Isabel -prosiguió el impasible abogado- tan firmemente como usted.

La señorita Pink (empezando a comportarse humanamente) mostró su temple; y el señor Troy había encontrado el camino para alcanzarlo.

–Si Lady Lydiard cree en la inocencia de mi sobrina -dijo la señorita Pink, irguiéndose súbitamente en el asiento-, ¿por qué ha sido obligada mi sobrina a abandonar la casa de Lady Lydiard?

–Debe usted admitir, Madame -respondió el señor Troy cortante-, que todos podemos ser, en este mundo malvado, víctimas de las apariencias. Su sobrina es una de las víctimas, una víctima inocente. Ella ha sido sabiamente apartada de casa de Lady Lydiard hasta que las apariencias demuestren ser falsas y su posición se aclare.

La señorita Pink tenía ya preparada la respuesta.

–Así que mi sobrina es sospechosa por simple agradecimiento. Sólo soy una mujer, señor Troy, pero no es tan fácil confundirme como parece usted suponer.

El temperamento del señor Troy estaba admirablemente entrenado. Pero empezaba a reconocer en la señorita Pink poderes de irritación que no podían sospecharse a simple vista.

–Ninguna intención de confundirla, Madame, pasó por mi mente -respondió vivamente-. Se lo diré, aunque sólo sea por su sobrina. En toda mi asistencia a Lady Lydiard, nunca la vi tan disgustada como cuando la señorita Isabel abandonó su casa.

–¿Efectivamente? – dijo la señorita Pink con una incrédula sonrisa-. Entre las personas de mi categoría social, cuando una se siente apenada por alguien, se hace lo mejor que se puede para la tranquilidad de esa persona, con una visita o una carta. Pero yo no soy una dama, al menos por título.

–Lady Lydiard prometió llamar a Isabel en mi presencia -dijo el señor Troy-. ¡Lady Lydiard es la mujer más generosa del mundo!

En el mismo momento, Isabel irrumpió en la habitación en un estado de excitación que le hizo olvidar la formidable presencia de la señorita Pink.

–¡Perdona, tía! Estaba por la escalera del mirador y vi que un carruaje se detenía frente a la puerta. ¡Y también ha venido Tommie! ¡Me ha visto por la ventana! – gritó la pobre chica, con los ojos brillantes por el deleite, en medio de una perfecta explosión de ladridos que se escuchó por encima del resonar de los cascos de los caballos y el estrépito de las ruedas del carruaje.

La señorita Pink se levantó lentamente con una dignidad que parecía no sólo poder bastar para recibir a una dama, sino también hacerlo adecuadamente con todos los Pares de Inglaterra.

–Contrólate, querida Isabel -dijo-. No, la buena educación de una joven dama no debe permitirle permanecer excitada. Siéntate a mi lado, un poco más atrás que yo.

Isabel obedeció. El señor Troy se quedó en su sitio, disfrutando privadamente de su triunfo sobre la señorita Pink. Si Lady Lydiard hubiera estado confabulada con él, no podría haber elegido mejor momento para su llegada. Transcurrió un momentáneo intervalo. El carruaje se detuvo frente a la entrada; los caballos cocearon en la gravilla; la campana resonó locamente; el alboroto de Tommie, saltando del carruaje y clamando por entrar, redobló en furia. ¡Nunca antes tal cacofonía de ruidos había invadido la villa de la señorita Pink!

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