SÁBADO

«Los tiempos exigían una imagen de su mueca acelerada.»

Al principio, los sueños, cuando las noches seguras los permitían, reflejaban el clásico paradigma de ansiedad. Estaba enredado en las estructuras institucionales de su existencia anterior —en la escuela, en uno de sus vagos trabajos— y los demás alumnos y los profesores, el resto de los empleados, y los jefes eran muertos. Muertos en un profundo estado de deterioro, consumidos por la enfermedad: uno veía moverse los huesos bajo la piel tirante a cada movimiento, las ennegrecidas encías quedaban al descubierto cuando contaban un chiste o introducían un elemento que complicaba la situación (el control es hoy, el supervisor está que arde), sus heridas estaban blanduzcas y lívidas. Rezumaban, rezumaban continuamente líquido por las heridas, los ojos, los oídos, los mordiscos. En los sueños, el aspecto que presentaban no le preocupaba, ni a ellos tampoco. Le informaban de que todos habían estudiado para la prueba menos él, el gran examen tendría lugar después de comer, no la semana siguiente, la evaluación del rendimiento de los alumnos estaba ya en marcha, con la ayuda de cámaras secretas. No era que le hubieran hecho nunca una evaluación del rendimiento —se trataba de una bola con efecto que le lanzaba el subconsciente para asustarlo, empleando la exótica jerga de los adultos bienintencionados—. No eran los típicos muertos rabiosos ni eran straggs. Su mejor amigo, su insidioso profesor de ciencias, su distraído jefe actuaban de manera bastante parecida a como lo hacían antes. Salvo por la cuestión de la enfermedad, era el mismo tipo de sueños que había tenido durante años.

Los sueños cambiaron una vez que logró alcanzar su primer gran asentamiento. Ya no llegaba tarde al examen final de un curso al que no sabía que se había apuntado, ni estaba a punto de presentar el gran informe ante sus superiores y se apercibía de pronto de que se había olvidado la única copia en el asiento trasero del taxi. Sus sueños se desarrollaban en el teatro de lo trivial. No había ninguna escalada de acontecimientos que te acelerara el pulso, no había nada en juego digno de mención. Cogía el tren para ir a trabajar. Esperaba a que sacaran del frenético horno de la tienda su pedazo de pizza de pepperoni. Charlaba con su novia. Pero todos los personajes secundarios eran muertos. Los muertos decían: «Quedémonos en casa y vayamos a por una película», «¿La quiere con patatas?», «¿Sabes qué hora es?», mientras las moscas se les paseaban por la cara buscando un pedazo blando de carne donde enterrar sus huevos, restos de carne humana se alojaban entre sus incisivos como ficticias espinacas y sus brazos terminaban en el codo, exhibiendo un blanco muñón de hueso con un jirón de músculo colgando y unos tendones que goteaban. Él respondía: «Claro, quedémonos en casa y pongámonos cómodos, ha sido un día muy largo», «No, la tomaré con ensalada, gracias», «Son las cinco menos diez. Oscurece pronto en esta época del año».

Adoptaba la postura del perro en una clase informal de yoga mientras el skel que tenía al lado se rompía por la mitad al intentar la pose. Nadie hacía ningún comentario al respecto, ni él, ni el profesor muerto, ni los entusiastas y ágiles muertos que lo rodeaban, ni el skel partido en dos sobre la esterilla de cáñamo floreada, que se pasaba el resto de la hora agitándose de un modo grotesco como un auténtico soldado de caballería. Se ponía la ropa de calle en el vestuario mientras el skel yuppie que se encontraba junto a él deslizaba en su muñeca un reloj carísimo, levantándose las costras frescas. Obedeciendo a un impulso, al salir se compraba en la cafetería un zumo de frutas especial y decidía no decir nada cuando el skel lleno de espinillas dejaba caer una rodaja de plátano en la licuadora. Él odiaba el plátano. Se lo bebía de todas formas, soplando en la pajita rayada para desalojar un tapón de pulpa, y salía a la calle y se fundía en la oleada de muertos que volvían a casa en plena hora punta, ayudantes de abogado, mohels5, empleados temporales que habían presentado su dimisión, mensajeros en bicicleta y masajistas de hombros caídos, la panoplia de ciudadanos en medio de su lenta descomposición. La enfermedad era un artesano meticuloso que aplicaba sus efectos con deliberación. Estaban cayéndose a pedazos, pero pasaría mucho tiempo antes de que la pieza estuviera terminada. Sólo entonces podría ponerles su firma. Hasta entonces, caminaban.

Cogía el metro hasta el tren de cercanías, rodeando con los dedos el poste aún caliente en el que el skel se había sujetado unos momentos antes. En los anuncios colocados justo por encima del nivel de los ojos, unas cabezas de muerto pintadas con aerógrafo publicitaban escuelas de comercio y tratamientos. Algunos de los muertos entraban en el tren con corrección y otros se mostraban bastante maleducados, entrando en el vagón a empujones cuando él trataba de llegar al andén. Todo el mundo intentando a duras penas volver a casa. Una vez en el apeadero, se aseguraba de que su pase mensual estaba a salvo en un rincón de su billetera y se imaginaba la noche que tenía por delante. Haría un pedido en su tienda de comida para llevar, abriría una de las cervezas y vería el reality show que había grabado en vídeo tres días antes. Se despertaba cuando el tren salía del túnel y emergían a la superficie.

La única cosa inquietante del sueño era que nunca en su vida había tomado una clase de yoga.

Esta serie eludía la categoría de pesadilla. Se despertaba como nuevo, o al menos más animado dentro de un estado rutinario de horror matutino en equilibrio durante meses. La nueva cosecha de sueños lo dejaba curiosamente indiferente. Los muertos hablaban de cosas sin importancia, especulaban acerca del frente frío del día siguiente, pasaban sin inmutarse de una tarea a otra igual que antes, pero estaban enfermos. Recordó una teoría de los sueños de los viejos tiempos según la cual los sueños eran una forma de satisfacer los deseos, y otra que declaraba que uno era todos y cada uno de los personajes que aparecían en sus sueños, pero ambas hipótesis parecían idénticamente plausibles y discutibles, de modo que, al final, no invirtió demasiado tiempo en analizarlas. Por aquel entonces era un hombre ocupado.

Al siguiente sector, y buena suerte. La unidad se exprimió las raciones de campaña de pasta de huevos con beicon sobre la lengua —de color ámbar con espirales marrón rojizo— y recogió su equipo. Kaitlyn dejó su biografía de celebridades en el alféizar de la ventana, como si estuviera regalándoselo al siguiente huésped en un centro de vacaciones salpicado por el sol. Casi habían llegado a la escalera cuando recordó el detector de movimiento. Volvió a por él. Sucedía mucho aquellos días. Era agradable saber que estaba ahí, aunque no hubiera sonado ni una sola vez desde que empezaran su recorrido.

La nueva tarea era Fulton con Gold, Mixto residencial-oficinas, a unas cuantas manzanas al este. Comenzó como una llovizna insignificante, pero Mark Spitz se puso el poncho a causa de la ceniza, y los demás siguieron su ejemplo cuando arreció la lluvia.

Avanzaban sin hablar, aun despertándose a medida que caminaban. Kaitlyn silbaba ¡Deteneos! ¿No oís rugir al águila? (tema musical de Reconstrucción), ese irrefrenable himno de los fenixios, mientras caminaban entre los charcos grises.

—¿Y si llegamos allí y les ha dado a todos un patatús —preguntó Gary por fin—, si al final se han contagiado de lo que tienen esos skels de los campos de muerte y de ahora en adelante sólo tenemos que meterlos en bolsas? —Hacía este mismo comentario cada vez que cambiaban de sector.

—Estaría bien —intervino Mark Spitz. El descubrimiento de los campos de muerte aquella primavera aceleró el comienzo de muchas operaciones de reconstrucción. El rumor llegó al principio con los nuevos supervivientes, que cruzaban las puertas del campamento dando traspiés con sus extravagantes historias sobre prados y aparcamientos de grandes almacenes rebosantes de muertos caídos. No era como si alguien los hubiera neutralizado y se hubiera ido sin esterilizar la zona —tenían la cabeza intacta, decían—. Parecía como si se hubieran desplomado en el sitio.

Volver a entrar en las antesalas de la civilización era siempre difícil, y cuanto más tiempo hubieran pasado los supervivientes allá fuera, más difícil resultaba regresar. Pero incluso después de darse una ducha caliente, dormir como piedras durante doce horas seguidas y probar el maíz (todo el mundo estaba muy orgulloso de la cosecha de maíz, y con razón), los refugiados seguían con sus disparatadas historias. Después, las unidades de reconocimiento volvieron con la confirmación, en vídeo, costa arriba y costa abajo. En los lugares abiertos, los muertos estaban cayendo en masa. El campo de fútbol de un instituto del lejano Raleigh, con montones de cuerpos, un parque público de Trenton, donde las moscas negras zumbaban mientras se daban un banquete. Búfalo hizo correr la versión de su grupo de expertos: finalmente, de manera inevitable, la enfermedad había agotado lo que el cuerpo humano podía soportar. Las depredaciones tenían un límite, y ello suponía un coto para la devastación.

Todos los informes acerca de los campos de cadáveres dispersos llegaron al mismo tiempo, lo cual sugería (según algunos) un marco temporal para el avance de la infección. Fue la temporada de los despachos alentadores. Del establecimiento de unas comunicaciones estables con las naciones extranjeras, de la información militar que iba y venía entre uno y otro lado del océano, a lo cual habría que añadir la ininterrumpida consolidación de los grupos y clanes no infectados y el simple hecho de que los ataques y avistamientos de skels habían disminuido a todas luces, por lo que uno tenía motivos para desempolvar el viejo optimismo. Sólo tenías que observar el débil movimiento de las cenizas: seguramente es el Fénix Americano que alza el vuelo. Al menos eso era lo que decían las camisetas sacadas de las cajas de cartón biodegradables recién llegadas de Búfalo, disponibles también en tallas para niños pequeños.

Mark Spitz observó personalmente el reducido número de skels. Sencillamente había menos de esos perdedores llenos de úlceras rondando por ahí, lo cual en el Corredor, en la maldita Connecticut y más allá era, en aquella época, una bendición. Pero campos de muerte aparte —y no había cifras fiables en relación con todos esos difuntos, dado el apetito general por una rápida hoguera—, nadie podía explicar adónde habían ido los skels. Una escuela mantenía que la exposición a condiciones climáticas extremas había acabado con muchos de ellos, el invierno con su severidad. No le pagaban lo bastante para especular, tanto si lo retribuían con calcetines como con crema con factor de protección solar.

—No he oído decir que eso esté pasando en áreas urbanas todavía —observó Kaitlyn. Se apercibió de la expresión desinflada de Gary y, conteniendo sus habituales impulsos, añadió—: Pero tal vez suceda.

Mark Spitz extendió el brazo por delante del pecho de Kaitlyn para que se detuviera, un gesto que había copiado de sus padres, los cuales, a su vez, lo habían heredado de los suyos, los cuales recordaban una época anterior a los cinturones de seguridad. Había movimiento al otro lado de la calle.

Los protocolos de la estepa se activaron, obsoletos o no. Su cerebro comparaba las situaciones y misiones anteriores almacenadas en su mente con la escena de Fulton Street, buscando comportamiento, ropa, postura y expresiones faciales en la base de datos. Muerto o bandido, stragg o superviviente. A menudo resultaba difícil saberlo. ¿Hablaban? Ésa era la primera prueba. ¿Conservaban aún un lenguaje? Partías de ahí. Antes de que surgieran los campamentos, en el territorio, tenías que tener cuidado con el resto de la gente. Los muertos eran predecibles. Las personas no. La mayoría eran como Mark Spitz, individuos aislados que vivían en el gran ahí fuera, sobreviviendo barra energética rancia a barra energética rancia. Una vez que tenías la seguridad de que ambos teníais consciencia, te acercabas con cautela a parlamentar. De dónde vienes, en qué espejismo has puesto tus esperanzas, has visto a alguna otra persona que responda a las viejas definiciones, adónde no deberíamos ir. La información esencial.

Si decidíais juntaros por algún tiempo, acababais intercambiando historias sobre la Última Noche. En su deprimente aventura, los supervivientes intentaban arrastrarse hasta los míticos asentamientos y fuertes que habían evocado en su mente, donde la epidemia era parte de un segmento de noticias que narraba la tragedia de alguna otra ciudad, un artículo de relleno antes de la información meteorológica, donde había electricidad y productos agrícolas locales directamente sacados de la bolsa y los niños jugaban, y había conejitos que saltaban. El cielo, por fin. Cada nuevo relato de la historia de la Última Noche era un paso hacia otro refugio fantástico, el de la verdad. Mark Spitz había pulido su historia de la Última Noche en tres versiones. La Silueta estaba destinada a aquellos supervivientes con los que no iba a viajar durante mucho tiempo. Se había desencantado enseguida de aquel extraño que tenía delante, junto a la puerta del sótano de la granja, o junto al detector de metales del departamento de vehículos motorizados, sin skels a la vista, y preparó el caldo ligero de la Silueta desde su desesperanza por falta de conexión. En el fondo, las historias sobre la Última Noche eran todas iguales: ellos llegaban, los nuestros morían, yo echaba a correr. La Silueta bastaba. No había necesidad de entregarles su corazón, era lo bueno. Los dos se habían separado antes incluso de empezar a hablar.

Obsequiaba con la Anécdota, robusta y con más chicha sobre las costillas, a aquellos con quienes iba a refugiarse durante una noche en un restaurante griego familiar que se había limpiado a fondo hacía tiempo, en una caravana destartalada con hierba que brotaba de la alfombra o sobre una caseta de peaje de la autopista, tostándose allá arriba pero agradecido por la vista panorámica de 360 grados. También recitaba la versión Anécdota cuando se juntaba con grupos más grandes, cuando Silueta podía resultar de mala educación pero Necrológica era demasiado íntima para compartirla con las caras confusas que se apiñaban alrededor de las linternas. Anécdota incluía una glosa sobre Atlantic City y el viaje de vuelta a casa (espectacularmente premonitorio en retrospectiva, los fantasmas jugando a baloncesto), y concluía con la frase «Encontré a mis padres, y entonces eché a correr». Aprendió que era la mínima expresión, lo que los extraños podían aceptar sin perder el sueño pensando que iba a apalearlos dentro del saco de dormir. Las versiones que ellos contaban a cambio nunca bastaban para permitirle dormir, a pesar del exceso de detalle y sinceridad.

La Necrológica, aunque había ido perfeccionándola a lo largo de los meses y tenía el aire de ser algo ensayado, era sin embargo sincera, reflejaba en más de una ocasión su verdadero yo, repleto de digresiones sobre su amistad de toda la vida con Kyle, nostalgia de sus viajes a A.C., el ambiente excéntrico y perturbador de aquel último fin de semana en el casino y una concienzuda descripción del cuadro que había encontrado en su casa y de todo lo sucedido después. Aunque los adjetivos tendían a ser neutros en relatos posteriores, la Necrológica, en su forma actual, era sagrada. El oyente solía responder del mismo modo, salvo que el hecho de volver a visitar la noche más larga los pusiera en fuga, cosa que sucedía de vez en cuando. Habían pasado algún tiempo juntos. Aquél tal vez fuera el último ser humano que habrían visto antes de morir. Tanto el que hablaba como el que escuchaba, el que compartía como el que recibía, querían que los recordaran. La Necro preparaba el terreno para que en un día tranquilo y distante, mucho después de que tú hubieras desparecido, un extraño se tomara el tiempo de pronunciar tu nombre.

Se convertían enseguida en un peso colgado del cuello, por supuesto, y dos minutos en su compañía bastaban. Era demasiado tarde. Estaban enfermos, no contagiados de la epidemia, sino aquejados de las dolencias de la bestia de carga, que acababan de complicarse en la estepa: neumonía, artritis reumatoide y demás. Las cosas que requerían medicamentos genéricos que precisaban descodificación en las farmacias faltas de todo. O eso, o estaban claramente chiflados. ¿Cómo había logrado sobrevivir hasta entonces ese medio skel con el cerebro lavado? Dios había velado por los niños y los borrachos, y ahora no velaba por nadie, pero esos desgraciados se las arreglaban de algún modo. No tenían provisiones, ni una triste arma, no poseían nada salvo la ropa que llevaban y sus heridas. Tal vez pudieran recuperarse con rapidez, quizá esa tos pudiera desaparecer con un paquete de sopa de pollo rehidratada, pero él se batía raudo en retirada, más veloz que si lo persiguieran cien skels. Era más seguro suponer que podían hacer que lo mataran. Si en la cresta de la vieja carretera rural hubiera aparecido una combinación padre-hijo, ambos pálidos y cautelosos, Mark Spitz habría huido de ellos, por muy bien equipados que estuvieran. La paternidad volvía a los adultos impredecibles. Dudaban en el momento clave por consideración a las destrezas de sus retoños, lo retrasaban con sus pasos de bebé o lo distraían mientras cavilaba acerca de su falta de coherencia. Eran peores que los bandidos, que sólo querían tus cosas y a veces lograban quitártelas, ya en el acto, ya más tarde a punta de pistola, cuando se presentaba la ocasión, cuando estabas durmiendo o echando una meadita. Quienes tenían hijos eran peligrosos porque no querían tus preciosas provisiones. Eran ellos quienes poseían los objetos de valor, y ello les impedía razonar.

Se juntó con extraños durante una temporada, trocaba un triste frasco de salsa de arándanos o un cartón de zumo por un nuevo ritual de bienvenida e intercambiaba información sobre los grandes problemas del día, como las concentraciones de muertos vivientes y pequeñas cosas como el estado del mundo. Pocos meses después del colapso, sólo los tontos preguntaban por el gobierno, el ejército, las estaciones de rescate previstas, todas las islas inalcanzables, y los tontos eran cada día menos. Se quedaba en su compañía hasta que decidían tomar rumbos distintos, se peleaban por sus teorías sobre el comportamiento de los skels o sobre cómo descubrir el botulismo que acechaba en una lata abollada. Por aquel entonces, la gente se implicaba en las cosas más extrañas. Permanecía con ellos hasta que los atacaban y ellos morían y él no. A veces los dejaba plantados porque era la hostia lo que llegaban a hablar.

Dejó de juntarse con otras personas cuando se percató de que lo primero que hacía era calcular si podría dejarlos atrás.

Después de Mim, se dejó de discursos de buena suerte y de ya nos veremos más adelante. Se marchaba sigilosamente al alba. Oía a sus compañeros del momento despertarse con el ligero revuelo de su partida, pero una vez que se daban cuenta de que no estaba robándoles sus cosas, las pilas y los discos duros de bolsillo llenos de fotos de la familia, no se movían de sus sucios sacos de dormir. También a ellos les traían sin cuidado las despedidas.

Aquella tarde, en Fulton, Mark Spitz aparcó sus rutinas de bienvenida después de que identificaran a las tres figuras del otro lado de la calle. Eran personas. Llevaban ponchos, y qué sino un ser maldito con la carga del libre albedrío llevaría un poncho. Los muertos no llevaban ponchos. Gary gritó un saludo, seguido de una serie de entrañables epítetos. El grupo se unió a ellos con entusiasmo, canturreando el estribillo de una empalagosa canción sobre islas en la corriente.

Se trataba de la unidad Bravo: Angela, No Mas, y Carl. Dado que el teniente asignaba los sectores siguiendo un enigmático patrón, no era frecuente que las unidades se tropezaran unas con otras en la Zona. Las diez unidades de limpiadores se entrecruzaban por el centro de la ciudad como vecinos que van ejecutando uno a uno los puntos de su lista de tareas pendientes: ir a la empresa de mensajería urgente a mandar la solicitud, salir pitando a la tintorería, acercarse a la tienda especializada en quesos para esa reunión esotérica, después de haber preguntado como unos memos si podían llevar algo. Cuando se topaban unas con otras, era una agradable diversión.

Como siempre, Gary había tenido que ver con los que se encontraron. Había servido con los tres mientras limpiaba la exasperante Connecticut antes de que lo destinaran a la Zona. Connecticut, con sus hordas infinitas llenas de pústulas y su conocido talento para acuñar nuevas caras de la mala suerte; Connecticut, con sus noches sin estrellas y sus famélicas mañanas; la Connecticut de las Malas Noticias paría grupos andrajosos que se mantenían unidos. En comparación, Mark Spitz y los escasos limpiadores llegados de otro lugar eran reclutas novatos que repetían perpetuamente su primer día de servicio. Sentía especial antipatía por No Mas, que iba fanfarroneando por Wonton con su álbum de recortes de las humillaciones que había cometido contra straggs. «¿A quién has visto esta semana?», lo incitaba tal vez un limpiador un domingo por la noche durante una velada de D&R (Descanso y Relajación), tras lo cual No Mas, diligente, le hacía una crónica de sus últimas fechorías. Llevaba un grueso rotulador rojo en su chaleco portaherramientas y le gustaba dibujar toscas sonrisas de payaso en las caras chupadas de los straggs, bautizando a cada uno de ellos con el nombre apropiado para esa profesión. Luego apretaba la boca de su rifle de asalto contra la sien del señor Risitas o de su altísima alteza lady Griselda, le sonreía al pajarito, y Angela sacaba una fotografía antes de que él les saltara la tapa de los sesos. Los domingos por la noche, en el cuartel general, No Mas compartía un catre con un joven administrativo que le imprimía sus recuerdos en papel brillante. «Si encuentras al capitán Risa Tonta, llámame... no soporto a ese tío», decía a su vez un miembro de su público, tendiéndole un tazón con la leyenda «I Heart New York» lleno de whisky. Lo único que hacían era divertirse un poco.

Angela y Carl eran más discretos en lo tocante a sus transgresiones, al menos en compañía desigual, pero Mark Spitz los había oído recordar el tiempo que habían pasado juntos en una banda de salteadores, birlándoles a otros supervivientes más débiles las aspirinas, la ropa interior térmica y cometiendo quién sabe qué otras fechorías. Se imaginaba, sin esfuerzo, que ascendían con despreocupación en la escala del Fénix Americano hasta alcanzar puestos de autoridad corrupta, que investigaban a individuos que habían sido denunciados por recuperación ilícita de objetos —«No sé cómo han llegado hasta mi armario todos estos zapatos, agente, pero ¿no son divinos?»— y cambiaban después los bienes confiscados en el mercado negro. O trabajaban como agentes inmobiliarios en Nueva York, por ejemplo, asignando apartamentos a los recién llegados según su apetito y frágiles antojos, aceptando algún que otro soborno y favor sexual a cambio de un edificio mejor, de una manzana mejor, de una orientación al sur. Dos baños, vistas al parque y un trastero en el sótano sintetizarían su moneda en el nuevo orden, y la burocracia malsana crea sus avatares. Provenían de Connecticut, la repugnante Connecticut.

La lluvia arreció. Las dos unidades formaron un corrillo bajo la marquesina morada y amarilla de una popular tienda de donuts y café y se dieron mutuamente parte de lo ocurrido durante la semana. Bravo contó que habían perdido medio día y llenado dos paquetes de bolsas para cadáveres limpiando un montón de suicidas en descomposición de los bancos de una iglesia ucraniana. Lo de siempre: venid aquí y que cada uno coja una taza, será rápido. A mitad del trabajo, desistieron de intentar arrancarles los crucifijos de las manos y simplemente los metieron en las bolsas con los cadáveres.

Para Omega, los dos últimos sectores habían sido bastante poco interesantes, a excepción del derribo a Mark Spitz, y Kaitlyn, siempre circunspecta, no mencionó este episodio. Acabó hablándoles del club nocturno secreto chino. Omega decidió que había sido un punto de reunión de gángsteres, en lo alto de dos tramos de escalera desvencijada, sobre una tienda que vendía hierbas secas semejantes a los dedos de los muertos. La trastienda estaba llena de máquinas tragaperras electrónicas, pistolas con la empuñadura encintada y chicas menores de edad. Una caja fuerte de alta tecnología oculta en una cavidad del muro, llena de vete a saber qué, opio y pruebas incriminatorias de distinto tipo. Era un cubil de malhechores sacado de una película, les dijo. Olvidó que en realidad lo habían encontrado hacía dos semanas y que ya había relatado la historia. Nadie la hizo callar. Estaba lloviendo. Y estaban haciendo una pausa para tomarse un café.

Mark Spitz se restregó los ojos. Habría querido hablarles a los de Bravo del triste stragg de la tienda de reparaciones, pero le costaba explicar por qué lo tenía fascinado. Habían encontrado al manitas encorvado sobre su mesa de trabajo majestuosamente abarrotada, en equilibrio sobre las tripas de un aparato de vídeo. Alrededor de sus manos, se sucedían los edificios metálicos de las máquinas, un fino horizonte de metal. El anciano estaba rodeado de tecnología obsoleta, el desgarbado despliegue de aparatos que habían sido la más alta gama de la generación anterior para escuchar música o hacer tostadas crujientes. ¿A qué especie de idiota le gustaban tanto estas máquinas rotas como para buscar en internet ese local y consumir tiempo de su vida para llevarlas hasta allí a que les limpiasen las motas de polvo que se habían posado en las placas madre? Al tipo de idiota que sabe que hay idiotas que firman un contrato para algo así. Alimentaban sus mutuas desilusiones. Los montones de piezas le recordaron a Mark Spitz la vez que habían limpiado el establecimiento de un distribuidor de prótesis y se encontraron rodeados de medios brazos y pies de color rosa que pendían del techo y colgaban de las cajas. Esa gente incompleta. Todas las piezas muertas.

No Mas y Gary encendieron un cigarrillo, haciendo que Kaitlyn les lanzara una mirada fulminante y empezara a toser de modo teatral. Angela le dio gracias a Dios por que fuera sábado y que al día siguiente fueran a regresar a Wonton para una noche de D&R. Preguntó si habían visto a alguien más por allí.

Su compañera sacudió la cabeza con gesto negativo.

—Está bastante muerto.

—Nos encontramos a Teddy y a los demás en West Broadway —intervino Carl. Sonrió—. Primero vimos el humo. Estaban celebrando una comida al aire libre.

Gary soltó una risita. Kaitlyn preguntó la dirección.

—No me acuerdo —repuso Carl. Olía a orina—. Sacaron afuera una parrilla portátil y la colocaron bajo la gran marquesina de cristal de un lujoso edificio de apartamentos. Con un mantel rojo sobre la acera incluido.

—¿Qué cocinaban? —inquirió ella, imaginándose, sin duda, hamburguesas hechas con carne procesada de contrabando. Una parrilla robada, un mantel hurtado. Dos infracciones ahí mismo.

Adoptaron una actitud cautelosa.

—Tal vez fueran raciones de campaña, tienes que preguntárselo.

—Lo único que sé es que olía bien —terció No Mas.

—Podrían abrirles un expediente por eso —farfulló Kaitlyn. Gary se encogió de hombros. Angela cambió de tema preguntando adónde se dirigían.

Gary salió y comprobó el nombre de la calle.

—Aquí.

—Te equivocas —replicó Carl. Su rostro se endureció—. Éste es nuestro sitio.

Los sectores que les habían asignado eran los mismos. Fulton con Gold. Caminaron hasta el cruce para verificar que no estuvieran peleando por bloques adyacentes, y ninguno de ellos pudo evitar fijarse en que el lado este de Gold había sido bendecido con viviendas de tres y cuatro pisos, y que un enorme aparcamiento al aire libre dominaba el lado norte de Fulton. Era una ganga. Un trabajo de cuatro días como máximo, pero en las manos adecuadas podía alargarse durante unos pausados seis o siete y Wonton no se daría cuenta. Iba a haber pelea.

—Nosotros llegamos antes —dijo No Mas.

—Quién llegara antes no tiene nada que ver —replicó Mark Spitz. El aparcamiento estaba, en su mayor parte, vacío. Ni siquiera había un cadáver perdido desplomado sobre un volante que meter en una bolsa. No tenían orden de registrar los camiones.

—Es nuestro.

—No es propio del teniente cometer errores —intervino Kaitlyn—. Llámale con vuestro comunicador. El nuestro está estropeado.

—¿Comunicador? —preguntó No Mas—. No hemos recibido un carajo en el comunicador en toda la semana.

—Pusieron a esas abuelas fenixias a hacer estas mierdas, ¿qué esperabas? —dijo Carl.

Gary soltó una serie de improperios.

Hi-ho de puta. Fabio. ¿Recordáis aquella vez que le dio a Marcy un sector y resultó que estaba al otro lado del muro? En Spring Street. Ese tío no tiene remedio. —Gary miró a No Mas y Mark Spitz observó que el otro hombre bajaba rápidamente la vista para examinar la acera.

Fabio había distribuido los nuevos sectores el domingo anterior. Al teniente lo habían llamado a Búfalo y entonces su segundo estaba al mando. Con el gran hombre fuera de la ciudad, Fabio les informó de que no era preciso que se presentaran en Wonton. Les dio instrucciones de saltarse el D&R habitual y quedarse en la Zona; Recogida dejaría algunas raciones durante sus rondas. Les indicó los sectores por el comunicador y les deseó buena suerte.

—Será mejor que hagamos que nos devuelvan ese D&R —informó Gary a su unidad— o alguien va a sentirlo.

—Se le va a caer el pelo cuando le digamos al teniente cómo la ha jodido —observó Angela.

Regresaron bajo el toldo, esperando a que cesara la lluvia, como en los viejos tiempos, ciudadanos corrientes salvo por los rifles de asalto. Y el resto del equipo. Una gruesa gota aterrizó en el dorso de la mano de Mark Spitz. No llevaba puestos los guantes. Un particulado gris trazó su perfil sobre su piel. La lluvia arrastraba cenizas al caer, y mirando a la calle, imaginó las gotas como largos rayos que caían en picado. Unos gigantes escurrían sucios estropajos sobre su cabeza.

—Mira esto —le dijo a Gary. Se señaló la piel.

Gary frunció el cejo.

—No vemos nada.

Cuando era niño, su padre había compartido con él sus películas favoritas sobre la guerra nuclear. Estableciendo lazos afectivos padre-hijo en tardes nubladas. Jóvenes estrellas nacientes que nunca lograron llegar demasiado lejos y actores de carácter, de rostro cuarteado, marchaban por historias sobre la lluvia ácida y paisajes llenos de cenizas manchados de paisajes, abofeteando a camaradas histéricos —cálmate, lo conseguiremos—, tirando la toalla uno a uno mientras perseguían los rumores de un refugio. Le preguntó: «¿Qué significa “apocalipsis”, papá?», y su padre pulsó pausa y contestó: «Significa que en el futuro las cosas serán peor incluso de lo que son ahora.»

En la universidad, Mark Spitz aprobó sin problemas, a su manera habitual, un trabajo de historia sobre la guerra fría. Habían vinculado su apocalipsis a la desintegración de los átomos. Eran ciegos al plan de destrucción de la plaga, pero habían visto la ceniza. El gris omnipresente e inexorable era una anomalía atmosférica local y no lo que Búfalo pensaba cuando se inventaron el Fénix Americano, pero les convenía. Surgiendo de las cenizas, renacido.

Carl se detuvo. Los demás se volvieron. Un muerto viviente se acercaba por la avenida. Era una imagen extraña después de todo ese tiempo, ahí, al aire libre. En sus calles. Desde su llegada, únicamente había visto otro skel vagando libremente. Había escapado de algún modo a la limpieza de los marines, liberándose finalmente a sí mismo de alguna celda horrible, del cuarto del callejón de la bolera donde guardaban los zapatos anticuados, o del sótano de la tienda de sovlaki, pinchitos griegos de carne y verduras. El skel al que su pelea había despertado los había visto. Cambió de dirección en medio del asfalto, se arrastró entre dos coches de pequeño tamaño y alcanzó, despacio, la acera. Caminaba bajo la lluvia como nadie camina bajo la lluvia, bajo un chaparrón como aquél, sin temblar ni fruncir el ceño, mientras el agua le rebotaba en la cabeza y en los hombros y salía pulverizada como un enjambre de mosquitos. Se aproximó a ellos, implacable y seguro, al lúgubre paso que todos conocían.

El skel llevaba un traje de raya diplomática oscuro y muy manchado, con una corbata de color rojo vivo y unos mocasines marrón oscuro con borlas. «Una víctima», pensó Mark Spitz. Ya no era un skel, sino una versión de algo anterior a la desgracia. Ahora era uno de esos hombres de negocios despedidos o arruinados que fingen ir a la oficina por el bien de la familia y se pasan todo el día sentados en un parque, en un banco al que le faltan listones, para darles de comer a las palomas trocitos de panecillo, con la cartera llena de bolsas de patatas fritas vacías y folletos de salones de masaje. La ciudad cargaba desde hacía tiempo con su propia plaga. Su infección había convertido a esa criatura en un miembro de ese club de perdedores de otro tiempo, en uno más de los insolventes y de los engañados, de los inadaptados, de los desafortunados empedernidos. Surgían tambaleándose de viviendas de una sola habitación o se arrancaban del sofá cama destartalado de un pariente y avanzaban a trompicones bajo la luz para embarcarse en negocios miserables. Los había visto abrirse paso despacio por las aceras, llenos de congoja; sostener en la mano un café con exceso de crema, en la tasca de la esquina, en medio de las campañas del departamento de sanidad. Esa criatura que tenían delante era el hombre junto al que nadie se sentaba en el autobús, el místico demacrado que expresaba sus opiniones a voz en grito en el vagón de metro atestado de gente, aquello en lo que los recién llegados juraban que nunca se convertirían pero en lo que, por supuesto, algunos se transformaban. Era una cuestión de porcentajes.

Carl le pegó el tiro y reanudaron sus negociaciones.

—Esto no va a desjoderse solo —declaró Kaitlyn—. Mark Spitz, sube arriba y averigua cuál es la situación.

—¿Por qué tiene que ir él? —preguntó Carl. Era la primera vez que Mark Spitz veía a un tipo duro hacer pucheros.

—Porque sabe caminar en línea recta.

Angela, la líder de Bravo, no protestó. Parecía resignada a perder el sector mientras se armaba de valor para la próxima inconveniencia, fuera cual fuese.

Kaitlyn se descolgó del hombro el rifle de asalto y dejó caer la mochila al suelo. Se sentó en el cemento con las piernas cruzadas.

—¿Quién va a ir hasta allí y va a meter ese skel en una bolsa?

Conoció a Mim en una juguetería. Los supermercados pequeños, las tiendas de embalajes, las farmacias y demás probables sospechosos habían sido meticulosamente registrados, de modo que empezó a asaltar las jugueterías. La epidemia había vuelto a familiarizarlo con las decepciones básicas, y cuando era más joven la frase «Pilas no incluidas» escrita en letra pequeña lo había atormentado lo bastante a menudo como para dejar huella. Consideraba esta táctica ingeniosa; de hecho, no pocas jugueterías tenían aún pilas detrás del mostrador, incluso en la odiosa Connecticut, donde conoció a Mim durante un asalto a mediodía. Un puñado de skels bajaba frente a él por Main Street mientras las brújulas de sus venas no señalaban ningún norte verdadero a excepción de la próxima plaza que tenían enfrente. Regresó al aparcamiento de empleados dando la vuelta y se pasó diez minutos espeluznantes trasteando la puerta de atrás con una palanca, rayando la superficie, hasta que oyó aquel apagado:

—¿Quién es?

—Estoy vivo —dijo, y ella le abrió la puerta.

Se llamaba Miriam Cohen Levy y fue la última persona que le dio su nombre completo en mucho tiempo. Había estado asaltando jugueterías desde el principio.

—Tengo tres hijos —le diría más tarde.

Estuvieron charlando en el pasillo de los robots. Sus herramientas se hallaban a sus pies, en alegres y cuidadosamente organizadas mochilas de nailon. Su arma preferida era una hacha contra incendios con la hoja de color rojo, que había arrancado del muro de una escuela primaria o de un edificio municipal y que relucía de limpia incluso a la tenue luz que se filtraba entre los objetos expuestos en el escaparate.

—Por los gérmenes —observó ella—. Pero prefiero correr siempre que sea posible. Para hacer ejercicio cardiovascular.

Mark Spitz observó que sólo había dos puntos de entrada al edificio. Señaló la escalera de caracol.

—Arriba hay más juguetes. Puedes dejar aquí la mochila —le dijo, como buena anfitriona—. ¿Te diriges a Búfalo?

—¿Qué hay allí?

—Ahí es donde está ahora el gobierno. Han organizado un gran complejo.

Era la primera vez que lo oía decir, pero se ajustaba a su teoría de que siempre que corrían rumores de un refugio, éste se encontraba en un sitio que nunca había tenido la más mínima intención de visitar.

—Lo último que me dijeron fue que la gente se iba a Cleveland.

—De eso hace algún tiempo.

—Búfalo es el nuevo Cleveland.

Eso era lo que decía la gente, le comentó ella. Mim había pasado una semana con unos cuantos peregrinos que se dirigían a Búfalo, pero entonces pilló una especie de cosa de estómago y tuvo que pasarse el día tumbada de costado, que era lo único que la aliviaba. Ellos se disculparon, pero tenían que dejarla allí, nada personal. Ella no se molestó.

—Tienen normas —le explicó a Mark Spitz, encogiéndose levemente de hombros con un súbito movimiento ascendente.

Mim no había dejado de moverse desde que su último campamento implosionó. Había pasado el verano y la mayor parte del otoño en una mansión en Darien: dos comidas y media al día, muros de piedra y un generador. Los propietarios estaban muertos, pero el hijo del jardinero, Taylor, tenía las llaves y estableció un campamento al principio de las abominaciones. De niño, había jugado a la guerra espacial en la finca, conocía los túneles clandestinos excavados durante el reinado de la ley seca y mantenidos durante el apogeo de la infidelidad. Un montón de salidas adicionales en caso de que los demás se convirtieran en skels. Taylor reclutaba a otros supervivientes durante sus incursiones en busca de gasolina, o los pillaba trepando a los muros, con las mochilas llenas de latas y accesorios. Si veía algo en ti que le gustaba, te invitaba a quedarte. Vestía como uno de esos forzudos de los clubes de moteros, pero tenía muy buen corazón. Era un disfraz, y así cuando expulsaba a la gente, le obedecían.

—No era tipo secta —explicó Mim, chupando los polvos de un paquete de proteína, lamiendo el exceso de la punta de uno de sus dedos—. No intentaba ninguna locura, como «tienes que matar al más viejo todos los jueves a medianoche»... Tan sólo quería gente con la que pudiera llevarse bien. Porreros, la mayoría. —Willoughby Manor albergaba un máximo de treinta personas, y estaba bien gestionada. Salidas organizadas para buscar comida, un tablón de actividades—. Nada de acosos ni violaciones. No llamando la atención se evitaba que los muertos merodearan por el exterior. —La norma era apagar la luz al anochecer, tras lo cual se reunían en la bodega para una degustación nocturna de vinos añejos. Abajo, en los ramales de los túneles, había diversiones de sobra para pasar el rato. Jugaban al póquer entre los Brunellos, a charada con los vinos argentinos alrededor, veían sus comedias de situación favoritas en la última habitación, que estaba sin terminar y se encontraba, de hecho, bajo la piscina, figuraos. Recogieron a Mim en la calle principal de Darien después de que calculara mal el margen de seguridad cuando intentaba escapar de un enjambre de skels con los que se había topado de manera fortuita.

—¿No te da una rabia tremenda cuando te pasa? —le preguntó—. Estás ocupándote de tus asuntos, en plena correría para conseguir cacao para los labios, y bum. —Los Willoughby la subieron a un todoterreno y ella se alistó.

—Parece un buen montaje.

—Era estupendo. Pensé realmente quedarme allí esperando a que pasara todo. —Cambió el tono de voz. No era la primera que malinterpretaba la expresión de su rostro—. Yo aún pienso que... que vamos a vencer a esta cosa. Por mucho tiempo que nos lleve. Y entonces volveremos todos a casa.

Mark Spitz apretó los dientes para mantener su máscara.

Uno de los miembros del grupo, Abel, que había desarrollado unas teorías sobre la epidemia y su programa, puso fin a su idilio. Era una de esas personas que consideran el apocalipsis como sinónimo de higiene moral, con un sesgo socialista de estudiante universitario de segundo curso.

Los muertos habían venido a eliminar de la Tierra el capitalismo y la vasta superestructura burguesa con sus tapetes, su atención exagerada a las experiencias y a los problemas de los hijos, y el vídeo en streaming. Iban a devolvernos a la naturaleza y a la sana vida comunitaria. Nadie le prestaba demasiada atención —dijo Mim—. Abel era un buen trabajador y uno se topaba con gente mucho más loca que él en la estepa.

A lo largo de los meses, Mark Spitz había conocido a un montón de tipos partidarios de la teoría de la represalia divina. Éste era su momento. Eran vendedores de paraguas apostados junto a la boca del metro bajo un chaparrón. La especie humana merecía la epidemia, nos la habíamos ganado por las barbaridades deliberadas del sistema económico global, por empujar a especies fundamentales a la extinción: la total crisis de valores de que todo es testimonio, desde la fisión nuclear hasta la telerrealidad y el hecho de te digan en qué lado de la calle tienes que aparcar el coche según el día del mes. Mark Spitz no podía soportar estas arengas más de uno o dos minutos antes de largarse. Era aburrido. La plaga era la plaga. O llevabas botas de agua o no las llevabas.

—Entonces, una noche —dijo Mim—, se acabó todo. La mayoría de los miembros del campamento estaban en la bodega (era noche de juego) cuando Abel bajó y dijo que no podía seguir mirando sin hacer nada mientras la familia ignoraba la sentencia de la plaga. ¿Qué derecho teníamos a reír y cantar alegremente y jugar al Texas hold’em mientras el resto del mundo sufría su justo castigo? «Y por este motivo», les dijo, «he abierto las puertas.»

Salieron corriendo escalera arriba. Abel no sólo había abierto las puertas. Los muertos asaltaron la finca, afluyendo a la gran habitación desde la veranda «como invitados a una boda en busca de cócteles tras la ceremonia». Abel debía de haberlos atraído colina arriba con la promesa de un bufet. El lugar estaba perdido. «La típica desbandada», le dijo Mim. Quedó separada de todos los demás, pero logró abrirse paso hasta el muro que había al otro lado de los jardines, donde había escondido un equipo de apoyo justo para una ocasión como ésa. «Dedícate a lo que quieras —declaró Mim—, apúntate a un trabajo y riega las tomateras. Pero tienes que esconder una mochila de apoyo, porque las cosas siempre se precipitan.»

Mim le gustaba muchísimo, a pesar de que creyera en Búfalo. No eran más que humo: el gran asentamiento pasada la próxima colina, la base militar a dos días de viaje a pie, la comuna utópica al otro lado del río. El lugar nunca había existido o cuando tú llegabas hacía mucho que lo habían invadido y había un hedor a cadáver y hogueras sin llamas. O se trataba de unos lunáticos y habían creado una nueva sociedad disparatada, con una constitución fascista o unas normas insensatas, como que todas las mujeres tenían que acostarse con los hombres para repoblar la raza o algún otro espeluznante secreto que únicamente averiguabas después de haber estado allí unos cuantos días, y cuando tenías que largarte te apercibías de que te habían escondido las armas y robado las pastillas de caldo. Por ahora, se mantenía alejado de los grupos, pero si daba con el equipo adecuado, adoptaría la solución de Mim. Esconder una mochila de recambio.

Mark Spitz estaba dispuesto a quedarse con las pilas que Mim no quisiera, fueran las que fuesen, pero ella insistió en que se las repartieran de manera equitativa.

—No puedo cargar con todo esto, es ridículo. Sírvete.

Había llenado la mochila cuando oyó a Mim soltar una palabrota.

Estaba mirando por la ventana. «Mal tiempo», dijo. Él pensó que había empezado a nevar. Olía que la nieve era inminente desde por la mañana. Entonces la sustituyó delante del cristal y contempló Main Street. Se le cayó el alma a los pies. ¿Estaba cerrada la puerta trasera? Sí. Mim y él se arrastraron por detrás de los pasillos de comida para niños de corta edad, bebés de mentira, ositos de peluche que emitían sonido si les apretabas la barriga y toda una variedad de objetos de plástico baratos. Era la mayor riada de muertos que había visto en meses, un desfile macabro que avanzaba cubriendo todo el ancho de la calle tras un invisible flautista infernal. El día de vuelta a casa, el aniversario de los fundadores, el fin de la guerra. ¿Organizarían aún las ciudades pequeñas una gran parada en honor de los soldados que volvían del frente? Las fiestas para celebrar la derrota de la enfermedad, el armisticio con el caos, no podrían competir con el espectáculo que se desarrollaba en el exterior. Meneó la cabeza. Maldita Connecticut.

Las multitudes necróticas marcharon frente a los escaparates de la tienda de juguetes. Aquella procesión enferma. Junto con su nueva compañera, se retiró al almacén. Tal vez el tiempo hubiera aglomerado a los muertos en ese grupo enorme, hubiera reprogramado las sinapsis de su esponjoso y carcomido cerebro compeliéndolos a buscar amparo del viento mientras el temporal azotaba la costa. Algún pobre desgraciado descubriría dónde esperaba el ejército de muertos a que pasara el mal tiempo. Él no. Mark Spitz y Mim permanecieron en la parte de atrás. Cuando los muertos desaparecieron por fin, las grandes ráfagas de copos de nieve cuajaban en las aceras y en la calzada. En los viejos tiempos, cuando de las mangueras brotaba agua y los electrones circulaban por los diversos tipos de cables, el calor ambiental del suelo impedía una acumulación tan rápida. Ahora la nieve se amontonaba velozmente sobre la tierra sin vida.

Dejaron para más tarde hablar de la Última Noche. Sabía que le iba a contar la Necrológica cuando ella abrió la puerta trasera y emergió de la oscuridad. Las caras de calavera, con la piel tirante sobre el hueso, la mirada despiadada, los incisivos por delante, habían reemplazado a los rostros humanos en la población de su mente. La terca vulgaridad de sus ojos suaves y sus facciones redondas y vigorosas eran un recuerdo. El pañuelo amarillo que le ceñía la cabeza simbolizaba las tareas del fin de semana, retirar las bellotas y las ramitas del canalón, limpiar los residuos negros de la barbacoa del verano anterior. Los antiguos ritos. Ella era como él, una de esas personas insólitas que se esforzaban por salir adelante. Normal.

En lugar de contarse historias sobre la Última Noche, se entregaron al «¿De dónde eres?», que tendía a causar ahora efectos más positivos que antes de la epidemia, o al menos eso le parecía a Mark Spitz; era como si todos los supervivientes compartieran un vínculo clandestino, establecido aquí y allá a lo largo de sus vidas para cuando llegara este acontecimiento. O tal vez, ahora, ante la falta de conexiones imperante en estos tiempos, simplemente se admirase con facilidad ante las coincidencias. «¡Ah! ¿Eres de Wilkes-Barre? ¿Conoces a Gabe Edelman?» «¿De verdad? Qué gracia, coincidimos una vez en Akron en una conferencia de ventas.» Su vida se superponía a la del dúo de dentistas, el camionero lleno de vida, el liquidador de seguros y el resto del grupo de ojos tristes, y que todo careciera de sentido no tenía la menor importancia. «Debe de haber ido a rehabilitación desde entonces, porque no estaba para nada así.» Era una sesión de espiritismo para penetrar el velo del más allá. La llamada incorpórea de los espíritus iluminaba sus respectivos rincones de oscuridad por algún tiempo. «Estuve allí una vez, comí en una cafetería que tenía una tarta de manzana insuperable. ¿La conoces? Eso es.» «Mi primo estuvo allí. Pero es mucho mayor, no creo que te cruzaras con él.» Las asociaciones hacían que se hiciera de día más deprisa y entonces tomaban direcciones distintas. A veces, los muertos los encontraban en plena noche.

Se quedó con ella, medio enamorado de ella antes del crepúsculo. Sus vidas no se cruzaban la una con la otra, aunque con el tiempo descubrieron que les gustaban los mismos programas de televisión. Pero antes a todo el mundo le gustaban los mismos programas y la cultura popular no era igual que las personas y los lugares. No podía evitar pensar que las arrasadoras comedias de situación y series policíacas seguían emitiéndose en algún lugar del planeta, mientras las risas enlatadas y los crescendos previos a las pausas publicitarias resonaban y se propagaban en las sombras. Aquellos programas habían sido tan ineludibles que el consumo de electricidad había dejado de tener importancia. Por lo menos en el salón de entretenimiento subterráneo de un obseso de la supervivencia o en alguna instalación del gobierno (Búfalo aún no se había dado a conocer), las temporadas uno a siete del drama hospitalario de realismo rompedor y el plató lleno de extras de la comedia de situación a prueba de críticos que tenía como escenario la oficina se exhibían en las pantallas mientras los espectadores trataban de decidir si debían sacar las golosinas, los milhojas de queso que habían estado reservando para una ocasión especial. Rompían el celofán de un tirón: ya no había ocasiones especiales. Los anuncios, imaginaba sombrío Mark Spitz, eran los nuevos anuncios de bombonas ligeras de queroseno (¡Para cuando necesite quemar a los muertos a toda prisa!) y anticiprant (cuatro de cinco médicos no infectados coinciden: ¡sigue siendo el único antibiótico que importa!). Uno no se saltaba estos anuncios. Eran bienes esenciales del consumidor.

Mim y él no tenían nada en común, aparte de desastre. Ambos lo combatían. «Sólo soy una madre», dijo ella, usando el tiempo verbal equivocado. Aquella primera noche abrieron una caja de velas de cumpleaños que no hicieron subir la temperatura, pero el concepto de fuego los hizo entrar en calor. Mark Spitz bloqueó la corriente de aire que entraba por la puerta trasera con una fila de armadillos de peluche y otros miembros de su troupe. Empezó ella.

Procedía de Paterson, la ciudad natal de su marido. Se habían mudado allí cuando se enteraron de que esperaban un bebé. Sus padres eran unos inútiles, atrapados en un círculo narcisista, pero la madre de Harry era de confianza y disponía de mucho tiempo desde que se había jubilado. A Mim acabó encantándole la ciudad. Conoció a algunas futuras mamás en internet a través del servicio local de ayuda a los padres y en aquellos angustiosos días del posparto formaron un grupo. Tuvieron montones de niños durante los diez años siguientes, y Mim llegó a reunir una auténtica comunidad en su lista de contactos autosincronizada, en especial después de que los niños empezaran el colegio y ella se hiciera amiga de las mamás (y algún que otro papá) que reconocía de los dos parques del lugar. «¿Tú no solías ir a aquella área de juegos que hay junto al café Loulou?» «Nos conocimos durante aquella ola de calor... tuviste la amabilidad de regalarle a mi hija, Eve, dos globos de agua.»

Harry trabajaba en el departamento comercial de una empresa que reunía curiosidades para las emisoras de radio que difundían canciones antiguas: esta audaz melodía fue número uno en las listas durante doce semanas en el verano de 1964. Tal incansable creador de éxitos nació tal día de 1946. Los DJ locales las utilizaban en su masa como agentes de fermentación y constituían un sólido negocio en una época de nostalgia empresarial, cuando las distintas generaciones, una tras otra, hacían recopilaciones de sus canciones favoritas imprescindibles para salvarlas de advenedizos mordaces. Harry viajaba mucho, pero un fiel y exacto horario de conversación por internet anulaba los kilómetros, especialmente en aquellos primeros tiempos en los que estaban sólo ellos dos. Cuando hacían muecas y reían frente a sus minúsculas cámaras era casi como si estuvieran sentados en el sofá, como si Harry estuviera conectado al ordenador portátil justo a su lado. Cuando el ginecólogo les dijo que su tercer hijo estaba en camino se mudaron a su cuarto y definitivo domicilio en Paterson. Un edificio nuevo. A Harry le encantaban esas viejas casas de la calle donde había crecido, pero Mim nunca les había visto la gracia.

El hijo pequeño de Gladys, Oliver, iba a cumplir cinco años. El hijo de Miriam, Asher, había celebrado su cumpleaños la semana anterior. Era uno de esos meses mágicos, hiperactivos, en que los fines de semana estaban saturados de fiestas de cumpleaños y las mamás (y algún que otro papá) se esforzaban por coordinar sus programas de actividades —tú te quedas con el sábado y nosotros con el domingo, y el año que viene cambiamos—, reservaban las áreas de juego aprobadas tras minucioso examen, descubrían otras inexploradas y dedicaban un tiempo exagerado a decidir qué embutirían en el gaznate de las diáfanas bolsas de golosinas, los dulces empalagosos, los juguetitos de plástico, los caramelos que provocaban caries. Era una competencia amable en la medida en que pueda hablarse de competencia tratándose de estas cosas. Tal vez cansada de este juego, Gladys decidió hacer las cosas a la antigua y celebrar la fiesta de Oliver en casa. Se descargó los últimos pasatiempos y consejos prácticos del sitio de ayuda a los padres que creía que nadie conocía aún. Para entonces, la piscina estaría por fin terminada y, si el tiempo lo permitía, sería una espléndida fiesta inaugural.

La piscina no estaba terminada. Gladys le dijo a Mim que Lamont había perdido la paciencia y quería despedir al contratista, pero no había nadie más disponible, lo habían comprobado. La parte posterior de la vivienda estaba hecha un verdadero desastre, de manera que tendrían que permanecer dentro de la casa por seguridad. Y encima, le dijo Gladys, Lamont estaba arriba, enfermo de gripe. Sin embargo, un aspecto de la tarde permanecía intacto. Era una de esas fiestas en que los padres dejaban a los niños y se marchaban, ese oasis de dos horas en el calendario de los padres estresados, salir a un mundo de manicuras o pedicuras, una siesta robada, uno o dos vasos de vino rosado decente. Mim dejó allí a sus hijos. Tenían compañeros de su misma edad, se conocían desde la cuna. Asher, Jackson y la pequeña Eve no se molestaron en despedirse, trotando hacia el cuarto de jugar donde los demás chiquillos se afanaban en armar jaleo. «Buena suerte», dijo, mientras Gladys cerraba la puerta para que no se escapara el aire acondicionado.

Cuando regresó una hora y media después —tenía la intención de poner en orden su despacho pero, en cambio, se había puesto a hacer crucigramas—, vio la ambulancia delante de la casa, pero se tranquilizó enseguida: si le hubiera ocurrido algo a uno de sus hijos, Gladys la habría llamado. Entonces, los coches patrulla la echaron de la carretera al partir a toda velocidad, casi invadiendo el jardín delantero de su amiga y aplastando sus queridas hortensias, y Mim pensó, tal vez Gladys no haya tenido tiempo de llamar y les ha pasado algo a sus bebés. Estaba en lo cierto: Gladys no había tenido tiempo de llamar.

Doce horas después, Mim estaba huyendo, como todo el mundo. Desterrada a las lóbregas estepas. Él no le preguntó por Harry. Uno nunca preguntaba por los personajes que desaparecían de una historia de la Última Noche. La respuesta ya se sabía. A la plaga se le daba bien el cierre narrativo.

Mark Spitz pensaba en Mim y en la tienda de juguetes mientras iba de camino a Wonton a causa del encuentro con la Unidad Bravo. Otras personas cogidas por sorpresa, las distintas consecuencias del nuevo orden social. Rara vez se había adentrado tanto en el centro antes de la epidemia, nunca se había topado con gente a la que conocía en esas calles, de modo que se le hacía extraño ver a Angela y a los otros dos haciendo la ronda. Mark Spitz estaba asombrado de haberse sentido tan tranquilo mientras el skel del hombre de negocios se acercaba, de lo lejos que estaba de allá fuera. Era uno de seis soldados armados hasta los dientes. Aquello no era la Última Noche administrando sus crueles atenciones. Era el nuevo reino de la Zona Uno. Su territorio después de tanto tiempo.

La ciudad —la ciudad anterior a la catástrofe, con sus inefables trampas y maquinaciones— lo intimidaba. Nunca había vivido en la isla. Se pasó un sofocante mes de agosto durmiendo en casa de un compañero de universidad en Bushwick, aislado en la línea L del metro, claro, pero incluso cuando pudo reunir pasta suficiente para pagarse un apartamento miserable en un campo de entrenamiento militar, se resistió a mudarse a la ciudad. Cogía el metro para ir a trabajar a Chelsea desde el hogar de su infancia, para ahorrar dinero, se decía. No era el único que posponía el gran paso. Mucha de la gente con la que había crecido había regresado a Long Island al terminar la universidad, sabiendo que allí estarían seguros o apercibiéndose de ello después de recibir muchas bofetadas y de que los llenaran de cardenales por el mundo. Si es que habían llegado a marcharse alguna vez.

En retrospectiva, era absurdo. Después de la temporada que pasó en California, quería orientarse, tener un trabajo de puta madre o algún logro sin determinar a sus espaldas antes de trasladarse a Manhattan. Y pensar que había habido una época en que una cosa así quería decir algo: los significantes de tu situación en el mundo. Hoy, un machete herrumbroso y una bolsa de almendras hacían de ti una persona acaudalada. Había tenido la esperanza de conseguir un apetecible contrato en prácticas en una de las empresas del centro con fuerte presencia en todo el mundo o... no se le ocurría qué más podría haberlo hecho sentirse cómodo mientras caminaba por las calles de Nueva York en medio de aquel hervidero frenético. Antes, la ciudad le daba miedo. Sabía cómo mantenerse a flote, nada más. Ahora nadie monopolizaba la acera para que no pudiera pasar, nadie le quitaba el asiento libre en el metro, nadie se metía con él. Sólo encontraba torpes forajidos y otros sheriffs que hacían justicia en el territorio.

Un pedacito de plástico se le pegó a la bota e hizo ruido al golpear contra el suelo. Se lo arrancó. Ahora estaba acostumbrado al silencio, lo entendía como parte de sí mismo, como un objeto sin peso que metía en su mochila junto a la gasa y al anticiprant. Caminaba por el centro de la calle, entre los tobillos de los gigantes de acero. Frente a las ventanas vacías. Su ronda era distinta de la de los marines. Los muertos habían salido en tropel de los edificios al oír la campana de los gritos de guerra y del fuego de artillería de los marines, y los liquidaron. Su propia inspección de las casas de vecinos y edificios de lujo era más tranquila: tenía tiempo para interpretar las habitaciones que les daban asilo. El vacío era un índice. Registraba la incomprensible crónica de la metrópoli, las realidades demográficas, cómo circulaba el dinero, los estilos de vida improvisados y las costumbres que habían arraigado. A su parecer, la población seguía presentando una densidad milagrosa, pues las habitaciones vacías rebosaban indicios en los straggs que contenían o dejaban de contener, en las barricadas rotas, en los parientes muertos en los futones con los brazos cruzados sobre el pecho, obedeciendo a ritos específicos para la situación. Las habitaciones estaban llenas de claves antropológicas en relación con rituales de parentesco y tabúes, con cómo trataban a sus muertos.

Los ricos tendían a escapar. Había edificios de alto copete desprovistos de todo, como Omega descubrió después de forzar las juntas y acabar rompiendo las puertas de cristal del vestíbulo (no tuvieron elección, a pesar de las cartas No-No). Los ricos habían huido durante las convulsiones de la gran evacuación, arrastrando sus bienes más preciados en maletas con ruedas de fabricación europea, dejando sus lámparas de pie de mil dólares atrayendo polvo a sus superficies plateadas y hablándoles de lujo a posteriores visitantes, encorvándose como sauces llorones sobre alfombras de pelo importadas. Un porcentaje más elevado de pobres tendía a quedarse, atrancando las puertas con cómodas y muebles para televisor comprados a plazos. Estaban los que decidían quedarse porque no querían comprender, o porque eran estúpidos o porque habían quedado incapacitados por la magnitud del desastre, y los que no podían marcharse por un centenar de otras razones —porque estaban esperando a que su novia o su madre o su alma gemela llegasen a casa primero, porque tenían problemas de movilidad o un pariente estaba débil, andaba con muletas o era demasiado joven-. Porque era imposible, por la enormidad de la idea: es el fin. Los conocía a todos por sus ausencias.

Pasaba la noche en los nidos abandonados, pegándoles patadas a latas vacías que habían contenido las verduras esenciales, columna vertebral de una buena dieta americana; donde familias aterrorizadas habían temblado mientras esperaban a que los vecinos de al lado dejaran de gritar para que los dejaran entrar: «Salvadnos, abrid la puerta.» Cuando los gritos cesaban, los residentes esperaban a que dejaran de pasar por delante del ojo de la cerradura de la puerta principal, sombras mortíferas en aquella pequeña abertura. Los inquilinos ajenos a la epidemia de los apartamentos 7J y 9F, que se ignoraron con empeño el uno al otro durante la ocasional reclusión en el ascensor, se habían elegido a sí mismos presidentes de la comunidad de vecinos sin votos en contra y patrullaban ahora los pasillos en busca de infracciones al reglamento interno y de carne, deteniéndose junto a la puerta como si oyeran respirar a quienes se hallaban dentro a pesar de todo lo que aquellos seres apiñados hacían para silenciarse a sí mismos. En el salón del quinto piso del edificio de apartamentos sin ascensor, los amantes sepultados habían hecho una cama con caras sábanas cosidas a mano rodeada de los charcos de cera de las velas que habían usado para cenas y noches románticas en casa, y murmuraban las palabras cariñosas recién acuñadas: «No, tómate tú el último, yo comí ayer», y «Si no te tuviera ahora mismo conmigo ya hace mucho que me habría matado». En aquellos primeros tiempos, todos ellos esperaban el momento de escapar. Todos ellos y los solitarios; los alternativos, los jóvenes que estudiaban en otra ciudad y tenían morriña, y los profesores jubilados confinados en casa, los ancianos que creían que los injustos esquemas del mundo ya no podían sorprenderlos, los recién llegados en un momento inoportuno, sin amigos ni nada que se pareciera a ese falso ensamblaje descrito como «sistema de apoyo», y los maniáticos al acecho que habían sido agraciados con una versión perversa de su tan esperado sueño de librarse de la humanidad. Se pasaban semanas o meses encerrados en sus chozas, devorando cuanto había en los baratos muebles de cocina, todo lo que podía comerse, a excepción de la tapicería, e incluso ésta tenía a veces marcas de dientes, antes de acabar saliendo a la calle en cualquier momento del día que consideraran seguro, en la dirección que les dictaban sus muy meditadas teorías, hacia los puentes; hacia el río, para buscar un barco en condiciones de navegar, hacia el tejado para hacerles señales a los ángeles y pedirles que los llevaran consigo. Afuera, afuera.

Habían vivido en la ciudad en los tiempos de la epidemia. Se les acabó la comida y la esperanza de un rescate y metieron sus cosas en una pequeña bolsa. Al final, abandonaban sus pisos o se suicidaban según las recetas del manual de la cultura pop. Nunca había conocido a nadie, ni en los campamentos ni en el gran allá fuera, que hubiera logrado salir de la ciudad después de los dos primeros días. Dejaron las puertas sin cerrar.

Se convirtió en un connaisseur de la poesía que hallaba en la barricada abandonada. El espacio minúsculo y marginal entre los muebles amontonados y la puerta del apartamento por el que los fugitivos se habían escabullido. El amplio y atractivo arco de una vieja iglesia que los rascacielos habían eclipsado, la única puerta abierta de la manzana, los escombros caídos sobre los escalones y apartados a puntapiés en la huida, y el camino despejado, que creaba una especie de alfombra hasta el puente, para los novios que avanzaban hacia la limusina que los llevaría de luna de miel. Y en el campo, la única ventana sin tapiar entre las ventanas del primer piso de la granja, con su felpudo de cristal roto. Los que allí vivían habían salido corriendo. ¿Habrían salvado la vida? Era menos deprimente que el espectáculo de la barricada vencida, de las defensas que no habían servido de nada, con sus cadáveres en putrefacción maltratados por la climatología y las erupciones expresionistas de color rojo en las superficies.

Cuando tenía costumbre de ver filmes de desastres y películas de miedo se convenció de que habría sobrevivido al escenario de muerte que reflejaban: se hallaba lejos de casa cuando caían las bombas nucleares, viento arriba de la lluvia radiactiva, cubriendo los respiraderos del refugio antiatómico con cinta aislante. Estaba despatarrado en lo alto del cerro, recuperando el aliento, cuando el tsunami arremetía contra la costa, y en el sorteo de una litera en la nave espacial que lo llevaría lejos de una Tierra que se desintegraba bajo los rayos cósmicos, su número salía premiado y resultaba que era su cumpleaños. Siempre el medio lógico de evasión, sobrevivía como siempre. Era el único miembro del reparto que hacía caso de las palabras del profeta desaliñado en el primer acto, y el valiente que se sacaba del calcetín el cuchillo de la suerte que era una reliquia familiar y cortaba las cuerdas mientras en la habitación de al lado la familia de caníbales discutía cuándo iban a cortarlo en pedacitos para comérselo. Fue el único que vivía para contárselo todo al mundo escéptico después de los créditos finales, vestido con un pantalón de peto empapado de sangre y tartamudeando delante de las inútiles autoridades locales, las camionetas de los medios de comunicación y las agencias gubernamentales que tardaban la mitad de la película en llegar al lugar de los hechos. Sé que parece absurdo, pero venían del hormiguero radiactivo; las chicas de la hermandad femenina estaban muertas cuando llegué, la culpa es de la criatura marina prehistórica, draguen el lago y encontrarán los cuerpos en su tracto digestivo, compruébenlo. Desde su punto de vista, la verdadera película había empezado después de que acabara la primera, con la imposibilidad de volver a la situación anterior.

Ésta es la historia que Mark Spitz les contó aquel último domingo. El mordisco había dejado de sangrar. Estaban ellos dos solos, pues Kaitlyn estaba peleando con el comunicador en el salón.

—¿Por qué te llaman Mark Spitz? —le preguntó Gary.

—Llevaba unos cuantos meses en Happy Acres, me había apuntado a varias cuadrillas de trabajo y quería salir más. Echaba de menos estar ahí fuera. No me encontraba bien; tenía sueños extraños, me sentía atascado desde que me captó el ejército.

Cuando el convoy partió del campamento Screaming Eagle, Happy Acres aún se conocía como PA-2. Cuando Mark Spitz llegó dos días después, el letrero que proclamaba el nuevo nombre estaba recién pintado, blanco y flagrante, y las plantillas utilizadas se ondulaban apiladas junto a los cubos de basura. Búfalo estaba cambiándoles la imagen a los asentamientos que ofrecía —Gideon’s Triumph se llamaba ahora CT-6; VA-2, Bubbling Brooks— y quizá también le estuviera cambiando la imagen a Mark Spitz, de trotamundos de ojos hundidos y lleno de cicatrices a parte activa del Fénix Americano. Estuvo trabajando en Inventario, averiguando cuántos litros de aceite de cacahuete y latas de puntas de espárrago entraban y salían, ocupándose de los fallos técnicos en el tren de avituallamiento entre los campamentos locales. ¿Recibía Happy Acres su justa ración de antiséptico recuperado o no, le había llegado la parte que le correspondía de aquel alijo de hilo dental, y lo que era aún más importante, acaparaba Morning Glory papel higiénico con mala intención o simplemente estaban sumidos en una desventura gastrointestinal que afectaba a todo el campamento? Lo registraba todo en el papel reciclado que les suministraba un patrocinador, a mano, como en la época oscura anterior a los ordenadores. Le ayudaba a pasar el tiempo.

Cuando corrió la voz sobre la operación en el Corredor del Nordeste, Mark Spitz estaba hambriento de cambios. Metió su papeleta en la caja y, cuando colgaron la lista de nombres en la pared del centro de entretenimiento, junto a la lista de supervivientes de aquel día, se alegró por primera vez desde aquella última excursión a Atlantic City, cuando Kyle tuvo una buena racha y la mesa de dados se volvió loca por un rato. En cuanto al trabajo, limpiar el Corredor del Nordeste no parecía tan espantoso, era lo bastante amplio como para incluir tanto las ordenadas virtudes de la vida de campamento como las emociones del pillaje inherentes al comportamiento insidioso que imperaba en la estepa.

En el cine del fin de los tiempos, las carreteras que conducen a la ciudad evacuada suelen estar despejadas, y las rutas que salen de la ciudad, atestadas de vehículos paralizados. Tanto si el gobierno ha calculado sin el menor atisbo de duda que el meteorito diezmará el centro de la ciudad como si las cucarachas asesinas creadas por ingeniería genética están apoderándose de ella, los caminos de acceso se encuentran libres de obstáculos. Ello sugiere una cruda imagen visual, el héroe insensato que vuelve a la metrópoli maldita para salvar a su hijo, o a su chica, o para buscar el archivo informático en clave que podría —¡sólo podría!— darle la vuelta al desastre, conduciendo a 160 kilómetros por hora por los endemoniados distritos cuando los demás ciudadanos están huyendo a todo correr, con los ojos dilatados de terror, las bocas adornadas con salpicaduras de espuma blanca.

En el apocalipsis particular de Mark Spitz, los seres humanos eran descuidados y no cumplían las normas, y todos y cada uno de los carriles de entrada y salida, cada arteria y cada vena, estaban llenos de vehículos que abandonaban la ciudad, que se había quedado destripada, con las entrañas desparramadas, tendiendo al desorden. Si uno, noble protagonista, quiere luchar contra la corriente de sentido común, tendrá algún que otro problema. Por algún tiempo, los frenéticos evacuados dilapidan una distancia preciosa entre ellos y la plaga. Los coches y las camionetas dan tirones hacia adelante, se detienen, avanzan a trompicones, una fila se abalanza hacia la cuneta y se crea un nuevo carril, unos coches de lujo de alto consumo con tracción a las cuatro ruedas abandonan por completo el asfalto y pisotean la zona verde medio ajardinada que se extiende al borde de la autopista, aplastando el letrero que reza: EL CORO DE LA TERCERA EDAD DE MORTVILLE CONSERVA ESTE KILÓMETRO DE LA ESTATAL 23. Los conductores y pasajeros no quieren morir. Han sido testigos de los truculentos desenlaces de otros, están llenos de pánico y se avergüenzan de haber abandonado tan rápidamente los puntales de la civilización. Sin embargo, un cierto porcentaje se salvará, escapará a una de las estaciones de rescate de las que han oído hablar en la radio, tenemos que hacerlo, y eh, ¿soy yo o es que los locutores han dejado de mencionar la escuela primaria Benjamin Franklin? ¿Crees que aún funciona?

Los vehículos se detienen. Hay alguna obstrucción que no pueden ver al principio de la fila. Angustiante. La gente hace correr rumores por la autopista, la tía Ethel se agita en el asiento de atrás, con su nuevo cerebro dando órdenes, el chal de macramé se le cae en el regazo y ella le arranca un pedazo de carne del cuello a Jeffrey Fitzsimmon, y el sobrino Jeffrey da un volantazo y lanza el todoterreno que compró hace dos años contra el vehículo compacto japonés de los Peterson, que está tan lleno a rebosar con sus reliquias, agua embotellada y equipo de camping que Sam Peterson apenas puede ver por las ventanas, aunque no habría tenido tiempo de quitarse de en medio ni aunque hubiera visto llegar a los Fitzsimmon. Bang, crash, pluf de airbag desplegándose, splash de metal que empala carne de una forma que los profesionales de la simulación de accidentes no podían prever. El montón de ocho coches hace que todo el tráfico que se dirige hacia el norte por la interestatal se detenga abruptamente. No hay manera de dar un rodeo. Imposible dar marcha atrás. Están atascados. Y entonces, los muertos empiezan a surgir de entre los árboles.

Era hora de despejar los carriles. Si todo iba bien, el Corredor del Nordeste se extendería con el tiempo de Washington D.C. a Boston y el precioso cargamento (medicinas, balas, comestibles, gente) viajaría sin trabas de un extremo a otro de la costa. La cuadrilla de desguazadores de Mark Spitz era responsable de un tramo de la I-95, en la mefítica Connecticut, y de sus ocasionales afluentes, y actuaban desde el cómodo Fuerte Golden Gate. En los tiempos anteriores al desastre, esta base había sido una de las mayores comunidades de jubilados del estado, famosa por disponer de un centro con las más recientes tendencias y corrientes en el cuidado de pacientes afectados de Alzheimer. Los muros de ladrillo rojo que rodeaban el edificio, erigidos con el fin de mantener a los enfermos a salvo en su interior, impedían ahora la entrada a quienes tenían perturbadas sus facultades mentales de un modo completamente distinto. Como es natural, había más nidos de ametralladora.

Los edificios llenos de ventanas del campus le permitían a uno deleitarse constantemente con estimulantes puestas de sol —de hecho, a Mark Spitz le resultaba difícil acostumbrarse a ver tanto cristal después de haber vivido en un búnker— y los bungalós donde antes residían ancianos activos y autosuficientes constituían una mejoría considerable respecto de las literas comunitarias de los campamentos. El comedor era de color pastel, reconfortante, y nadie se quejaba cuando algún pícaro operario ponía un buen día en marcha el viejo sistema de sonido y las anodinas piezas instrumentales amenizaban cada comida en un círculo infinito de pop desarraigado. Los habitantes del fuerte iban y venían por los caminos de hormigón en vehículos eléctricos, y las ventanas latían todas las noches con el brillo azul de las pantallas, mientras la extensa videoteca volvía a familiarizar a estos adeptos de la reconstrucción con las viejas distracciones que tanto habían significado para ellos. Resultaba difícil creer que hubiera habido alguna vez caras como aquéllas, las hermosas, con sus promesas y sus atractivos.

El Fuerte Golden Gate, situado en las afueras de Bridgeport, era un núcleo de iniciativas para la reconstrucción. Mark Spitz jugaba al póquer con técnicos nucleares, ingenieros civiles y diversos gurús de la infraestructura. Fue de Golden Gate de donde salieron los primeros equipos de reconocimiento para explorar la viabilidad de la operación Manhattan. Meses después, recordaba que algunos de sus compañeros de partida habían murmurado algo acerca de una «Zona Uno».

La mayoría de los inquilinos de Golden Gate llegaban del nordeste, según la demografía de la ruina. Era una peculiaridad del interregno: la gente tendía a permanecer siempre en una misma región, vagando en círculos, rebotando contra una barrera invisible dos estados más al sur. Una cadena de montañas envuelta en imponentes sombras los atemorizaba y les hacía buscar la comunidad de supervivientes de la que demás trotamundos no cesaban de hablar. En la fila de la comida, los compañeros de Mark Spitz en las tareas de reconstrucción temblaban y tenían tics como si fueran los participantes de algún deplorable concurso de belleza para gente con PASD. Observándolos, Mark Spitz apostó por el renacimiento de la civilización. Incluso en el caso de que todos y cada uno de los skels cayeran muertos al suelo al día siguiente, ¿tenían estos atormentados peregrinos las fuerzas necesarias para zafarse de la espiral de la muerte? ¿Lograrían los tristes supervivientes reproducirse, engordarían los recién nacidos? ¿Cuál de las viejas enfermedades debilitantes se los llevaría por delante? No era difícil ver a los habitantes de los campamentos degenerar poco a poco en vestigios dementes de sí mismos demasiado deteriorados para hacer nada más que acabar extinguiéndose en una o dos generaciones.

Una apuesta segura. Se alegraba de tener su propia cama, la del sofá convertible que había en el salón del espacioso y bien decorado bungaló que le habían asignado. Los propietarios se habían pasado los últimos años de su vida en un circuito asiduo de los mejores cruceros del mundo, por lo que fotografías de grandes barcos surcaban el muro sobre la cabeza de Mark Spitz mientras dormía. Una o dos veces, el viejo matrimonio se deslizó en sus habituales relatos oníricos, de modo que los muertos jugaban al tejo y se acercaban con sus platos a los bufets tempraneros, que visitaban cada noche un mundo culinario distinto, «Come todo lo que puedas», «Todo incluido».

Compartía el bungaló con Tormenta Silenciosa y con Richie, y constituían entre los tres medio equipo de desguace de los que conducían grúas de alta resistencia y camiones con volquete; imponentes antes del desastre, cuando los llenaban de soldaduras y tuercas y los ajustaban de mil otras maneras a las últimas tendencias en corazas antiskels y rejas, los camiones se convirtieron en la manifestación física con motor diésel de la mala leche estadounidense de pura sangre. Cuatro tipos manipulaban los vehículos atascados, liberándolos y desatorándolos de múltiples enredos, mientras los otros dos montaban guardia y se ocupaban de vigilar y liquidar. Mark Spitz y Teddy asumieron las labores antiskels y le disparaban a cualquier lector de contadores o meteorólogo muertos que se apartaran de la mediana o estuvieran atrapados en el asiento trasero de un taxi amarillo, en la camioneta promocional de una emisora de radio o en un coche fúnebre aporreando el cristal de atrás manchado de sangre. Nunca jugabas a «Resuelve el enigma de este cacharro» porque la respuesta era obvia: había sido conducir o morir.

Las tareas de vigilancia implicaban más períodos de inactividad. En aquella parte de la costa, la densidad de muertos era escasa —habían dejado de especular acerca del porqué y simplemente lo aceptaban como un hecho— y nunca acudía más de uno o dos cada par de horas, atraídos por el ruido de los motores. Los skels que habían quedado atrapados —pequeños deportistas sin manos que se agitaban de un lado a otro, matronas amarradas y atadas con una fiera expresión de locas en el rostro— eran pocos y mero tiro al blanco. Si a los fugitivos les importaban lo suficiente sus febriles y agonizantes parientes como para llevárselos consigo en el viaje, no iban a abandonarlos una vez que se veían obligados a seguir a pie. La mayoría de las puertas estaban abiertas de par en par después de la huida. Los refugiados consideraban a toda prisa los imprevistos —cogían las joyas de mamá, o la caja de los aparejos de pesca, el paquete de arroz o el tubo de vitaminas— y se unían a sus vecinos en fuga, desapareciendo en el miserable vacío del interregno.

—Probablemente Vanderbilt de los ochenta, ¿no? —preguntó Gary.

—¿Qué?

—Los camiones remolcadores. Las grúas. Esos trastos son una monada.

—No tengo la más mínima idea.

El trabajo no tenía dificultad. Las llaves o estaban en el contacto o no, las llaves maestras o funcionaban o no, o podían empujar los vehículos fuera de la carretera o los camiones-grúa entraban en escena, enganchaban unas cadenas a la carrocería, levantaban en el aire a los gigantes imposibilitados y los dejaban en el arcén. Según las dimensiones y el número de los carriles, el tipo de embotellamiento y la cantidad de vehículos atascados, los vehículos se aparcaban perpendiculares a la carretera o formando ángulo con ella, o creando una nueva mediana de coches compactos, híbridos de coches deportivos, mezclados con algún que otro camión de los helados cuyos congeladores rebosaban dulces derretidos. En teoría. Tormenta Silenciosa obedecía otras disposiciones.

Como siempre, Mark Spitz descubría parábolas en los testimonios que dejaban atrás. Tras ochocientos metros de autopista despejada, aparecían los coches de improviso, parachoques con parachoques, con las puertas y los portones traseros abiertos de par en par. Te acercabas para reconocer la escena y descubrías la causa del atasco: un camión de dieciocho ruedas que había hecho la tijera, una colisión de monovolúmenes, una barricada que las autoridades locales habían construido por precaución sin prever las consecuencias. Había cadáveres a medio devorar desplomados en los asientos de los pasajeros, o tras el volante, sujetos con el cinturón de seguridad, el último improperio contra el tráfico aún legible a pesar de que se les habían comido los labios: la invectiva estaba profundamente grabada en el músculo. Si había bastantes cuerpos en las proximidades, los desguazadores hacían una pira, pero los elementos y los microbios estaban realizando un trabajo excelente, limpiándolo todo por su cuenta.

Era agradable volver rápidamente a casa al final del día por un tramo de autopista que habías limpiado tú. Era un progreso palpable, un kilometraje visible hacia el nuevo mundo. A diferencia de las listas de inventario de alcaparras envasadas, este trabajo le dejaba dolores en la carne como prueba.

—Todavía no has llegado a la parte sobre por qué te llaman Mark Spitz —observó Gary.

—Está volviendo a sangrar —dijo Mark. Rasgó el envoltorio de otro parche medicinal y prosiguió.

—Yo iba en la primera grúa con Tormenta Silenciosa —explicó—. Era una de los nuevos skinheads que se afeitaban la cabeza para conmemorar sus penurias. Acababa de ponerse de moda en los campamentos. (¿Cómo podías reconocer si no a uno de los tuyos, los más mortificados de los mortificados?) Había sido una de las primeras personas que los equipos de recuperación de Búfalo habían rescatado, parte de un pálido clan que se había pasado un año encerrado en la cárcel del sótano de la comisaría de policía de una ciudad de pequeñas dimensiones, los desafortunados pupilos de un loco. Nunca se había metido realmente en ello.

Era una galga flaca, hiperalerta, al estilo de quienes han visto demasiadas veces asaltado su refugio. Todos habían sufrido algún ataque, pero había quienes se encontraban en otro nivel, quienes tenían estatus de pasajeros habituales. No dormían nunca, rara vez parpadeaban. Tormenta Silenciosa era más funcional que la mayoría de los skinheads por cuanto aún hablaba y permitía ocasionalmente que una sonrisa le escindiera los labios. Antes de la reciente fragmentación del mundo, había trabajado en un vivero, cuidando y cultivando los setos que evitaban que los hoi polloi6 observaran a hurtadillas a la aristocracia. No eran demasiado efectivos como material de barrera, pensó Mark Spitz, incapaz de contener un juicio inmediato, cuando ella lo informó de su ocupación. Todas las cosas eran o una arma o un muro, y se cuantificaban y clasificaban en términos de su utilidad como tales.

Ella era la jefa del equipo y era especialmente particular en lo tocante a cómo le gustaba ver dispuestos sus vehículos en el asfalto; tal vez la afición de su anterior trabajo por la visión de conjunto conformara su estilo. A veces, las directivas de Tormenta Silenciosa no arrojaban ninguna luz acerca de sus motivos. Con idéntica frecuencia, sus órdenes iban contra la lógica. En un segmento de autopista sin incidentes tal vez hubiera tan sólo cinco coches obstaculizando el derecho de paso, pero ella ordenaba que los aparcaran perpendicularmente o a lo mejor formando un ángulo de 45 grados, a pesar de que hubiera un montón de espacio en el arcén para aparcarlos pegados uno detrás de otro. Una corriente de alineación de coches sostenía que esta última distribución impediría, como si fuera un interruptor, la irrupción de una oleada de muertos atraídos por el ruido de un convoy. Búfalo había sido un acérrimo partidario de esta opción durante algún tiempo. Mark Spitz observó que ella solía seguir patrones divisibles por cinco, y que agrupaba los vehículos según el tamaño general y, en ocasiones, según el color, llegando a veces incluso a trasladar un coche varios kilómetros para satisfacer sus criterios. Tormenta Silenciosa consultaba su tableta, deslizando velozmente el lápiz sobre los mapas del ordenador, realizando anotaciones jeroglíficas. «Órdenes», decía. Mark Spitz lo atribuía a una microgestión militar sin sentido o a su tipo de PASD, a una u otra de esas obstinadas debilidades. No averiguaría la verdad hasta más adelante.

—¿Qué quieres decir?

—A eso voy.

Las grúas fragmentaban el mar de chatarra, enderezando y deshaciendo el caos. Cuando un choque múltiple gigantesco daba lugar a una serpiente de vehículos silenciados de kilómetros de longitud, su equipo los desguazaba. Restauraban el orden. A veces, Mark Spitz se imaginaba que por cada centímetro de asfalto que limpiaban, daban marcha atrás a la misma proporción de tragedia, deshacían cualquier desgracia que hubiera caído sobre los ocupantes desaparecidos. Se avergonzaba enseguida de haberlo pensado y se concentraba en la siguiente colisión masiva. Al cabo de un mes, breves convoyes de aprovisionamiento utilizaban las carreteras que ellos habían limpiado, llevando judías blancas al oeste, acercando los camiones de agua a los bidones de cuatro litros y medio secos. La alquimia de la reconstrucción. Los kilómetros recorridos por los equipos de desguace hacia el norte y hacia el sur acabarían juntándose, al igual que el ferrocarril transcontinental. Conectarían los campamentos aislados y los fuertes uno a uno, unirían las ciudades independientes que acababan de ser atraídas al seno de la nación, suministrarían de nuevo el flujo de materiales fundamentales para la vida: protegían el camino, hacían avanzar el frente kilómetro a kilómetro.

En las autopistas, Mark Spitz se convirtió en un francotirador. Con la ventaja de tener un apoyo, línea visual, el lujo de apuntar cuidadosamente a su antojo a una criatura que se acerca despacio, acabó dominando los cinco puntos del cráneo que Búfalo recomendaba con mayor insistencia para liquidar skels. (Habían hecho pruebas, recogido testimonios orales.) Algunos días los desguazadores iban equipados con miras láser, si es que el ejército o los marines que pasaban por Golden Gate no los habían pillado antes, y al cabo de cierto tiempo Mark Spitz articulaba su propia lente planoconvexa flotante de rubí sobre el mundo cuando entraba a matar con una bala o una hacha o un pedazo de granito del tamaño de una pelota de béisbol, activando un tranquilo ordenador dentro de su cerebro que calculaba la distancia y la velocidad del viento, compensaba la trayectoria errática del objetivo, la distancia y la accesibilidad de las rutas de escape. El exquisito nuevo arte de liquidar.

Eliminaba lo que lo hubiera destruido a él. En el territorio devastado, las múltiples estrategias de supervivencia perfeccionadas después de una vida entera evitando todas las consecuencias se reescribían a sí mismas para este nuevo mundo, o tal vez hubieran descubierto por fin su verdadera arena, el campo de batalla para el que habían sido creadas. Las habían propuesto, probado, modificado, depurado durante toda una existencia de pequeños ensayos y pruebas, evasiones de peligros, grandes y pequeños, sociales, simbólicos, y desde que llegara la plaga, letales. Si hubiera sido capaz de explicar el alcance de lo que estaba sucediendo en su cerebro el día que le pusieron el apodo de Mark Spitz, la gran cantidad de procesos frenéticos que se atropellaban unos a otros, tal vez se habría ganado un alias distinto, uno que se ajustara a los procesos para nada sangrientos que se desarrollaban en su interior.

—En cierto modo, estaba completo por fin.

—No te sigo.

—Lo siento.

Aquel día, su misión tenía que ver con un segmento obstruido de la 95. Uno de los generales que estaban de visita en Golden Gate haciendo un viaje para recabar información acerca de las tareas de reconstrucción en Nueva Inglaterra había quedado prendado de esta autopista al ir a visitar a unos familiares durante las vacaciones cuando el viejo mundo aún existía, y, así, su atajo favorito se convirtió en un tramo oficial del Corredor. La densidad de skels era escasa, uno o dos cada kilómetro y medio más o menos. Los desguazadores habían empezado a dar por sentada la existencia de los campos de muerte, era difícil no hacerlo. Sus impulsos de reacción frente al estrés no disfrutaban ya de su régimen de ejercicio diario. El equipo descubrió asfalto despejado entre las ciudades.

—Necesito unos cuantos coches —le dijo Tormenta Silenciosa a Mark Spitz—. Estoy viéndolo claro.

Cuando llegaron al viaducto, Tormenta Silenciosa emitió una risita de satisfacción. El tapón de vehículos extraviados, desordenados y melancólicos tenía un kilómetro y medio de longitud. Cuando los desguazadores avanzaron un poco para ver qué tipo de embotellamiento tenían entre manos, vieron que terminaba en el extremo norte del tramo de hormigón, que estaba completamente bloqueado por minibuses de hoteles y alambre de púas. Más allá, tres coches de policía habían chocado entre sí, parachoques contra parachoques, por lo que los desguazadores supusieron que el sheriff de algún condado había intentado desterrar la peste de su jurisdicción. Obviamente había fracasado, y el bloqueo simplemente había impedido que aquella gente escapara, sin duda con resultados funestos. Nada de juicios. Que la plaga hubiera señalado a aquellos peregrinos aquí o unos kilómetros más adelante no cambiaba nada.

Los desguazadores se separaron. Martha, Jimmy y Mel, la otra mitad del equipo, eligieron el extremo sur de la fila de vehículos fugitivos exánimes, y el contingente de Mark Spitz se quedó con el viaducto. El agua turbia producía una agradable melodía bajo el arco del puente, un susurro tranquilizador. Encargarse del alambre de púas parecía un rollo, de modo que Mark Spitz sugirió quitar la barrera y empezar a despejar el puente, lo cual alteraba, al parecer, las intenciones de Tormenta Silenciosa para esta zona. Se enfrentaron a los vehículos familiares y a las anécdotas de deserción que cabía esperar: cuatro motocicletas que se habían colado entre los coches hasta llegar a la primera línea del atasco y luego no habían podido dar la vuelta; utilitarios que habían sido cargados en exceso siguiendo las instrucciones del monocorde sistema de transmisión de emergencia para luego abandonar el material de primeros auxilios al llegar a este obstáculo; un sedán desnudo, con todas las puertas abiertas porque le habían quitado todos los asientos y luego evacuado cada uno de ellos, sin dejar rastro.

El único espécimen extraordinario era el camión de dieciocho ruedas atravesado en el puente, que el logotipo del costado del tráiler identificaba como parte de la flota de un minorista. Los desguazadores no eran una cuadrilla de recuperación de objetos. Su manifiesto incluía una cuota diaria de gasolina, que trasvasaban mediante un sifón una vez que habían retirado los vehículos, y estaban autorizados a quedarse con cualquier comestible que encontraran para su uso personal, las barras energéticas y los tentempiés llenos de conservantes, pero eso era todo. Cuando Richie corrió el pestillo de la puerta trasera del tráiler, les contaría más tarde, lo hizo para ver si valía la pena que el equipo oportuno se acercara hasta allí más tarde. Richie era un tiquismiquis, un adolescente que el primer destacamento militar de Golden Gate había acogido como mascota. Retirar vehículos siniestrados era su primer trabajo fuera de los muros del fuerte.

Cómo y por qué habían reunido a los muertos en el interior del camión era un misterio. Tormenta Silenciosa sugirió que era cosa del gobierno, las criaturas que se destinaban a experimentos en aquellos primeros tiempos, cuando la investigación era una prioridad. Tal vez en algún ordenador de Búfalo este envío constara como «desaparecido» y una vez realizado el trabajo hubieran enmendado debidamente el archivo. La teoría de Mark Spitz se inspiraba en las historias de quienes habían mantenido a sus seres queridos encadenados en la sala de entretenimiento o en el garaje con la esperanza de que llegara la cura. La construcción de esa barricada era contemporánea al apogeo de esos gestos optimistas: podemos vencer la epidemia si estamos alerta, no es más que una cosa temporal. Se imaginó a los vecinos de un complejo residencial de las afueras muy unido, una comunidad situada junto a la autopista interestatal —en el límite del campo de golf del club de campo, a escasos minutos en coche del centro comercial— encerrando a sus parientes infectados en el interior del tráiler. Mamá y papá, los Smith y la mitad de los Jones, para hacer un viaje por carretera. A un lugar donde pudieran curarlos, o dejarlos en libertad, o exterminarlos con una apariencia de dignidad y una pizca de ritual religioso. El conductor de la cabina era un baluarte de la comunidad, había ascendido a base de esfuerzo de caddie del club de campo a dueño del cine del barrio, y era propietario de la casa más grande del callejón, un castillo espectacular que algunas noches parecía flotar sobre la urbanización en su propia nube burguesa. Para colmo, no le importaba llevar en su coche a un montón de chiquillos al multicine —si alguien podía llevarlos hasta allí, ése era él—. «Los mandaron a vivir a una granja al norte del estado.»

En el momento en que Richie se disponía a abrir la puerta del tráiler, Tormenta Silenciosa estaba acomodándose frente al tablero de mandos de la cabina, en comunión con la máquina, y Mark Spitz se encontraba agachado dentro de un monovolumen de fabricación alemana, abriendo un paquete de cacahuetes recubiertos de chocolate que había encontrado. Oyó gritar a Richie, que corría a lo largo del costado del camión en dirección a sus compañeros, seguido de la formidable tropa de skels a la que acababa de liberar. ¿Serían sesenta, setenta o más? Cuando, más adelante, relataban la historia, los acusaban invariablemente de exagerar, y la anécdota se quedaba estancada varios minutos hasta que se zanjaba el debate sobre la versión moderna de «Cuántos ángeles pueden bailar sobre la cabeza de un alfiler», «Cuántos muertos pueden caber en un tráiler». «Bastantes» era la eterna conclusión.

En cualquier caso, los desguazadores estaban en medio del puente, aislados de tierra. El trío tenía tres armas, pues nunca habían necesitado más cuando salían de excursión. Tormenta Silenciosa había dejado de meter el rifle en la mochila. No lo había usado desde hacía semanas, y había sido sólo una vez que Richie estuvo fuera de combate con una cosa de estómago. Ése era el problema del progreso... que uno se ablandaba. Los muertos se colaron arrastrándose entre los vehículos, el descapotable verde con la capota de vinilo y la furgoneta del fontanero. Cuando Richie se retiró de su campo visual, Mark Spitz procedió a liquidar a las criaturas, matando a un skel vestido con ropa quirúrgica manchada de sangre —imposible saber si se había puesto hecho un cromo estando de guardia o fuera de servicio— y a una vaquera urbana cuyos diamantes de imitación lanzaban fríos destellos a la luz del sol. Les borró la cara y todo lo que tenían debajo de ella, pero no era posible que su equipo acabara con todos. Los desguazadores no podían determinar su número.

—No lograremos atravesar toda esa multitud —observó Tormenta Silenciosa. Estaban tranquilos. Valoraron la situación. El sheriff del lugar y su partida habían aislado su trocito de cielo de forma muy eficiente. Los desguazadores ni siquiera podían dar un rodeo por encima de la barandilla y llegar al otro lado del alambre de púas.

—Parece bastante profundo —señaló Richie mientras saltaba desde lo alto del puente al agua.

Había una caída de seis metros. Su cabeza emergió nueve metros corriente abajo. Los invitó por señas a lanzarse al agua. Ella se pasó los dedos por la cabeza, soltó un chorro de improperios y siguió su ejemplo.

Era imposible. Mark Spitz contó los muertos que se agolpaban. Los desamparados diablos caminaban entre los coches, mudos y repugnantes, buscando su provisión de comida, que se había reducido a dos tercios ante sus mentes vacías. Eran demasiado estúpidos, pensó, para sentirse decepcionados por tener que compartir sus pedazos después de ese internamiento sin fin en el tráiler. Mark Spitz no iba a poder pasar a través de ellos de ningún modo. Eran demasiados. En esta situación uno echaba a correr. Un simple cálculo sin vergüenza.

Richie gritó desde la orilla. Los disparos habrían alertado a los otros tres desguazadores. Habrían retrocedido enseguida. A estas alturas, el instinto debería haber arrancado a Mark Spitz del puente y haberlo lanzado a la corriente. Pero no se movió.

Cuando más tarde les dijo que no sabía nadar, los demás se echaron a reír. Era perfecto: de ese momento en adelante lo llamarían Mark Spitz. Pero a él el agua no le daba miedo, no con sus fiables camaradas allá abajo y con su halo de buena suerte siempre brillante. Conocía algunos movimientos. No: saltó al capó del coche familiar último modelo y se puso a disparar, dándole primero al skel tipo abuela con chándal y luego al adolescente ataviado con los colores sucios de un equipo de fútbol, porque sabía que no podía morir. Se lanzó sobre el sedán negro que tenía al lado y les destrozó los cráneos a otros dos skels, que se desplomaron y fueron pisoteados por los reemplazos que tenían detrás. Lo sospechaba, y cada día en esta estepa le proporcionaba más pruebas. No podía morir. Éste era ahora su mundo, en toda su sublime miseria, donde la inteligencia, la ingenuidad y el talento significaban tan poco como la obstinación, la cobardía y la estupidez. Le disparó al que llevaba unas gafas de aviador con lentes verdes en medio de la frente y le descerrajó dos tiros en el pecho a la criatura de la cazadora antes de matarla con un último balazo. No podía morir. Otros dos ejemplares cayeron sobre el asfalto, con los cráneos desintegrados. La belleza no podía prosperar, la fealdad era demasiado común para tener trascendencia. La seguridad estaba sólo en el término medio.

Era un hombre mediocre. Había llevado una vida mediocre sólo en la medida de su inexcepcionalidad. Se preguntó a sí mismo: «¿Cómo voy a morir? Siempre he sido así. Ahora soy más yo.» Tenía la munición. Se los cargó a todos.

Forlorn Tribeca. Durante su estancia en la parte alta de la ciudad, Mark Spitz se dirigió hacia el oeste y al pasar frente al establecimiento de la esquina donde una vez había quedado con Jennifer para tomar unas copas después del trabajo admitió la posibilidad de que lo estuviera guiando su subconsciente. A las diez en punto, los gorilas retiraron el cordón de terciopelo y empezaron a elegir supervivientes, pero hacia el final de la tarde la actitud simplemente había decaído. (Otra barricada: separar a los enfermos de los sanos.) En la happy hour no se podía ni entrar, operarios desaliñados formaban corrillos sentados en taburetes y mullidos sofás de escasa altura esgrimiendo la cinta métrica para ver quién tenía la queja más grande e intentando olvidar que en cuanto entierras un día miserable, la mañana siguiente, ese monstruo, sale de su ataúd. El mensaje de texto con la invitación de Jennifer recibió una pronta respuesta. Jennifer era una gran bebedora que acosaba y presionaba a sus compañeros para que se mantuvieran a la altura. Se aseguraría de que se tomara una dosis completa de medicina.

El trabajo no había sido excesivamente pesado. Detestaba, sobre todo, tener que coger un medio de transporte para ir a trabajar desde la isla y la sensación de estar encalmado. Trabajaba en gestión de las relaciones con los clientes, en el departamento de nuevos medios de comunicación de una multinacional del café. Un compañero de la universidad lo avisó de que había un puesto: «Serías perfecto. No requiere ninguna aptitud.» La compañía cafetera había empezado en el área del Pacífico noroccidental con una única cafetería y un proceso de tostado patentado que nunca dejaba de hacer asomar una pequeña y curiosa sonrisa a los labios del propietario si le preguntaban al respecto. Un escaparate se convirtió en dos, una docena de locales de ladrillo y cemento se metastatizaron en una empresa de franquicias internacional con una gestión poco afortunada pero indómita que ofrecía accesorios para la preparación y degustación del café que articulaban en forma física la filosofía de vida que el cliente había adoptado sin darse cuenta, años antes, a través de un centenar de sumisiones y juramentos tácitos, y ahora estaba justo en su punto. Cada paquete de café en grano preparado con los accesorios decorados con el logotipo de la marca hacía que acudieran a tu memoria los objetivos más amplios y la nación-estado de las mentes con ideas similares a las tuyas. Tu casa era tu propia franquicia personal. Ni siquiera tenían que poner un letrero en el baño recordándote que tenías que lavarte las manos.

Los mágicos granos de café eran orgánicos y se recogían a mano, con un marketing extraño en su ingeniería e inflexible en su implementación. El trabajo de Mark Spitz consistía en surcar atentamente la web en busca de oportunidades para sembrar una mentalidad común y cultivar una estrecha relación con los clientes de la marca, en palabras de su supervisor. Ello suponía, como pronto aprendió, explorar los sitios de internet y el aparato de los medios sociales buscando menciones de la marca y mandando saludos. Despachaba bots al éter electrónico, donde circulaban por los diversos sitios globales y fuentes web individuales, y cuando éstos regresaban con un chasquido o un pitido, él enviaba un mensaje: «Gracias por venir, ¡me alegro de que te gustara el café!» o «La próxima vez prueba el Estallido de Moca, luego me darás las gracias». Se posaba en los cables de alta tensión como un buitre binario, con sus viejos ojos pixelados desnudos buscando restos. Cuando veía carne, se abalanzaba sobre ella. Unas veces, el destinatario respondía, otras, no.

Los habitantes del vacío, mordiéndose la cola, difundiendo compulsivamente las pobres minucias de su día a día en fuentes web y páginas personales no tenían que nombrar directamente los productos. Los pálidos y delgados muchachos que trabajaban dos pisos más abajo en Implementación habían ampliado las palabras clave para incluir toda la matriz de consumo de café y las distintas maneras de ser de los adictos a la cafeína de modo que la languidez, la sobreexcitación, el letargo y todo tipo de preparación para el combate diario hacían sonar un ping en su terminal, y entonces él mandaba un «¿Por qué no pruebas nuestra mezcla jamaicana de temporada la próxima vez que estés en el barrio?» o un «¡Parece que necesitas una buena taza de Número Nueve Helado!». Distribuía puntos de exclamación de manera racionada, los maldecía a la hora de comer, volvía a enamorarse de ellos.

Los programas de la empresa tenían controlados a sus clientes, como los llamaban, de modo que si mencionaban una celebración de cumpleaños o algún acontecimiento significativo en su vida, que fuera a tener lugar meses después, él transmitía un alegre «¡Qué cumplas muchos más!» y ofrecía una tarjeta regalo canjeable en los estados contiguos. O un «Lamento la ruptura... parece que tampoco iba a salir bien en cualquier caso» y una tarjeta regalo. Era agradable mandar una tarjeta regalo, siempre y cuando le mandaran sus datos a través de una conexión protegida. Tenía instrucciones de promocionar la tarjeta regalo cierto número de veces al día. Eran un poco un chanchullo, cuando añadías las tarjetas perdidas, las expiraciones y los treinta centavos que quedaban aquí y allá y que nunca llegaban a utilizarse.

Su supervisor, estrictamente un hombre de té, sin teína además, lo animaba a cultivar una imagen en los medios sociales individuales. Nada de palabrotas ni de política, usa el sentido común, etcétera, los correos electrónicos elaborados. Resultó que entraba fácilmente en el artificio, tenía un talento natural para la conexión humana fingida y las posturas de falsa empatía. Era servicial («Una pizca de azúcar le añadirá ese toque especial»), daba reprimendas pasivo-agresivas («¿Por qué pasaros a nuestros competidores cuando nosotros estamos en pie al romper el alba intentando haceros felices?»), y no rehuía lo anodino («¿No es verdad que una buena taza de café hace revivir al mundo?»). Sin ese toque humano, le dijeron, bien podrían utilizar a fondo ese rudimentario algoritmo de inteligencia artificial que los adictos a la informática habían inventado y que todo el mundo sabía que era un completo desastre incluso antes de que la batería de los grupos de discusión entrara en juego. No había sentimiento.

Dos meses después de empezar, el tráfico del sitio web de la empresa había repuntado un cinco por ciento. No estaba claro si se debía a la fingida actitud bondadosa de Mark Spitz o al lanzamiento del nuevo programa para afiliados, pero él recibió un correo electrónico muy bonito de la supervisora de su supervisor, la mujer que había inventado su puesto después de mucho reflexionar en el retiro anual, junto con la promesa de que el buen trabajo realizado tendría su reconocimiento en la siguiente revisión cuatrimestral, que en realidad tendría lugar al cabo de dos trimestres, pues técnicamente estaba aún en período de prueba.

No era el peor trabajo que había tenido. Estaba trabajando allí por la noche, en el salón de entretenimiento, mirándose por encima los apuntes preparatorios para el examen de derecho, cuando la Última Noche se precipitó sobre el mundo. La sede de la compañía en Nueva York estaba en Chelsea, a unos dos kilómetros y medio más allá del muro. Sólo podía especular sobre quién había logrado salir de allí y quién continuaba vagando por los pasillos. Probablemente, su imagen para los medios sociales seguía fichando, cotilleando con el aire vacío y pasándoles el corrector ortográfico a sus mensajes falsamente amistosos, dándole a «enviar». «Nada cura mejor la depre cuando acaban de chuparte la sangre que un bigote de espuma, en mi humilde opinión.» «Qué asco que hagan arder la pira funeraria tan pronto por la mañana... ¿por qué no te tomas un Sumatra grande para estar bien despierto cuando arrojes a ella a tu abuela? ¡No querrás pasarte todo el evento durmiendo, jajaja!»

Por precaución, echó un vistazo hacia Reade y divisó el letrero distintivo del restaurante, dos manzanas más allá, lo cual lo tranquilizó en el acto. Estaba a medio camino de Wonton. Sentía mariposas en el estómago. Oía en su cabeza la tumultuosa reunión de la comunidad en la que los vecinos se quejaban de la noticia de su apertura: «Aquí no, estropeará el barrio.» Los bistrós y establecimientos sofisticados de comida japonesa servían el papeo preferido de Tribeca, nada de cadenas vulgares. «No —pensó Mark—. Este restaurante encajaría en cualquier parte.» Vivir lejos de sus elaborados platos era una tragedia. Una tragedia fácilmente evitable después de todo, dado que había muchos locales bien situados.

Tenía tiempo. Cortó el tornillo y enrolló la rejilla metálica. Por el estado de la salida posterior, era la primera persona no infectada que entraba en el lugar desde que la Última Noche los envolviera. Había un montón de otros lugares más fáciles de asaltar. Quienes hurgaban en las basuras saqueaban primero los supermercados, las tiendas de comestibles y las bodegas, después los restaurantes, pero la ciencia de buscar comida de alto nivel nunca acabó de florecer en la ciudad dada la concentración de skels antes de que llegaran los marines. Los muertos eran los amos de la isla. Mark Spitz no iba buscando ansiosamente latas de salsa de búfalo de tamaño industrial ni patatas en polvo, pero sin duda volvían a estar presentes en los congeladores junto a las salchichas con manzana y jarabe de arce podridas y los medallones de salmón picado confeccionados y envasados en las fábricas silenciosas.

Escuchó por si los muertos entraban en muda actividad al oírle: nada. Utilizaba la luz del casco cuando no había luz natural, examinando atentamente las barandillas de latón que rodeaban los banquetes familiares, la madera oscurísima de la barra con sus capas de laca extendidas con vigorosas pasadas. Escrutó el tablero de ajedrez de las baldosas por si hubiera alguna criatura estirando los miembros desde su escondite debajo de una mesa. Los cuadros rojos y blancos proporcionaban un marco fiel a los menús y los letreros, y también a los uniformes del personal, que no estaban a la vista en ese momento, a Dios gracias, cubriendo a una ruina coja que llevaba los platos de la cocina con una boca abierta que sugería un «¿Puedo tomarle nota?». Los uniformes habían transformado a los camareros y las camareras en árbitros que intervenían en oscuras competiciones relacionadas con la comida. Las cosas se ponían un poco feas con ocasión del bufet libre especializado en gambas de los martes. Su padre se vio envuelto una vez en una pelea cuando se pidió la última cucharada de gambas a la oriental que se bamboleaba en un baño de gelatina de naranja. El incidente se convirtió en un eterno chiste en su casa, y lo sacaban a relucir cada vez que se disponían a hacerle una visita a la franquicia local. «Hoy me apetece darle a alguien un puñetazo en la cara», decía su padre, lanzándose a decir en broma una sarta de estupideces, de modo que Mark Spitz sabía dónde iban a cenar aquella noche.

Aquel restaurante era al que acudía su familia cuando tenían el capricho de salir a cenar fuera y con ocasión de cumpleaños y celebraciones espontáneas, una temporada tras otra. De niño, trepaba al interior del reservado y se escondía tras el gigantesco menú hasta que oía el primer «Hola, me llamo» del camarero o la camarera de aquella noche, tras lo cual intentaba imaginar qué aspecto tendría según la voz. Los camareros tenían unos bigotes más largos de lo que él imaginaba, las camareras, unos pechos más grandes. Al menos hasta que llegó a la pubertad. A su alrededor, réplicas de discos de oro y de platino, primeras páginas memorables, carteles de conciertos y trofeos deportivos surcaban las paredes. No reconocía a ninguna de las celebridades, no identificaba las ocasiones históricas, los grupos musicales, los equipos, ni se sabía la historia previa a las grandes finales ni los nombres de los grandes éxitos del pop. Pero tenían que significar algo si estaban ahí colgados. ¿Por qué si no iban a estar allí? Cuando fue a comer por primera vez a otro local y vio las mismas cosas en las paredes, se quedó planchado. Fue su introducción a la industria de la nostalgia. Fábricas de recuerdos situadas en el extranjero imprimían aquellos artefactos utilizando mano de obra barata sin control, le explicaría más adelante su canguro. Ella estaba en su tercer año de universidad y tenía los ojos abiertos por primera vez. Los empresarios individuales eran libres de elegir sus objetos de interés, pero las hojas de inventario sólo indicaban cierto número de cajas. El solapamiento era inevitable. Era inherente al mecanismo. Mark Spitz había creído que las pelotas firmadas y las guitarras enmarcadas eran originales, curiosamente animado por el hecho de comer en el establecimiento de alguien que había visto mucho mundo, un coleccionista de curiosidades que había corrido aventuras. El verano antes de ir a la universidad, había leído en el periódico que el propietario de la franquicia local había ido a la cárcel por desfalco. Tenía un nido de amor, había subido fotos a un sitio de pornografía amateur. Su primo se quedó con el negocio, y cuando él regresó allí durante las vacaciones de invierno era como si nada hubiera pasado. El restaurante seguía funcionando sin altibajos.

El rock clásico los había saludado siempre, agitándose bajo la conversación sobre plazos de entrega cumplidos o ignorados, confidencias inquietantes, el resumen de la terapia de parejas de aquella tarde, herramientas eléctricas. Algunos artistas más recientes lograban abrirse paso de vez en cuando en el panteón junto con creaciones arriesgadas. Más cerca de la medianoche, el lugar alcanzaba su agrio estado de máxima floración como local de alterne, y la multitud que se apretujaba en la barra requería inspiración para sus fanfarronadas y muy manidos reclamos. Las máquinas de discos resquebrajadas que había sobre las mesas nunca funcionaban, pero él le pedía prestadas infaliblemente a su padre dos monedas de veinticinco centavos. El tintineo del metal era música suficiente. El lugar era el escenario de un teatro muy apreciado. En cada ocasión, sus padres inspeccionaban el menú como si fuera la primera vez, y Mark Spitz preguntaba si tenían ceras de colores, a pesar de que sabía que tenían guardada toda una sala de hospital militar de ellas, todo un cajón lleno de muñones cubiertos de bacterias y medio masticados en mutiladas fundas de cartón. Su madre siempre se preguntaba en voz alta si no tendrían alguna especialidad, cuando todos y cada uno de los engañosos segundos platos incluidos en el menú nocturno habrían huido sin duda de semejante denominación. Mientras esperaba la comida, Mark Spitz arrastraba un fragmento verde por el mantelito con pasatiempos para niños, conectaba los puntos para des-desintegrar la colección de animales salvajes del zoo uno a uno, deshacer los efectos del rayo alienígena que había hecho trizas las cosas. Arrasaba el menú infantil, deleitándose con las delicias de pollo y las estrellas de pescado y las dulces bebidas carbonatadas, devorándolas de un modo repulsivo. Aquello era buena comida estadounidense.

En esta ocasión, pilló un menú del mostrador, sintiendo un dolor vibrante en el brazo a causa del ataque del día anterior. Les había dejado quitarle un pedazo de su cuerpo. La empresa había modificado por fin el repertorio habitual, añadiendo una ensalada mediterránea y un pollo a la hierba limonera a la lista de sistemas causantes de colesterol que saturaban las raciones extragrandes, pegadas al plato con salsas densas y sospechosas. Los recuentos de calorías y las directrices gubernamentales aullaban junto a las minutas, abucheando las cinturas de los clientes. Su padre solía bromear diciendo que cuando tuviera que reunirse con su creador rogaba que fuera a causa de un rápido ataque al corazón en medio del sueño después de zamparse una de sus dobles hamburguesas con queso gigantes a la parrilla. Su madre chasqueaba la lengua ante estas declaraciones, desaprobando este, por así llamarlo, comentario humorístico. No fue precisamente un ataque al corazón lo que se lo llevó.

Deslizó la mano por el enrejado de latón, vagando. Había estado allí antes y a la vez no había estado. Ésa era la magia de la franquicia. Pequeñas diferencias en la distribución aparte, las obligadas composiciones de mesa y sillas sobrevivían a las dimensiones de Manhattan, las pantallas al rojo vivo envolvían las bombillas del techo en la elegancia de antaño, en las paredes había apliques camuflados como linternas dispuestos a intervalos regulares. Había estado allí en otras vidas que ahora se abrían paso en ésta. Apoyó la frente contra el cristal y se miró a sí mismo con atención: un pedazo de materia de niño de cinco años; la desaliñada maraña de sí mismo a los dieciséis; una vaga criatura que asistía al trigésimo aniversario de boda de sus padres y que explotaba globos cuando creía que nadie lo estaba viendo. Se desorientó en su propio enredo. Se sintió como un chiquillo que se había separado de los suyos para ir al baño y que luego había olvidado dónde estaban sentados sus padres. Otra familia había sustituido a la suya cuando llegó a la mesa, no había ningún pariente suyo, lo saludaban desde la estepa, juzgándolo, desconfiados e indiferentes. Un horror elemental se agitaba dentro de su cráneo, por lo que volvió la cabeza, barriendo con su luz el polvo y la oscuridad. Por mucho que buscara, esta vez no iba a encontrarlos.

Era un fantasma. Un stragg.

Las especulaciones tipo película de monstruos de su niñez lo habían empujado a preguntarse durante muchas noches espantosas qué tipo de skel habría sido si la plaga le hubiera transformado la sangre en veneno. El skel estándar no daba margen a la improvisación, por supuesto. Adoptaría sus repugnantes características. Pero ¿qué clase de stragg sería? ¿Qué le gustaba, qué lugar había sido importante para él? El trabajo o su casa. Sí, le encantaba su casa. Tal vez acabaría allí, instalándose en su gastada percha a la diestra del sofá (como si estuviera mirando al mueble del televisor, adónde iba a mirar si no). Tal vez allí.

Consultó el ajado libro de contabilidad que contenía la historia de su actividad laboral. No se veía a sí mismo deambulando alrededor de la caja de aquella sandwichería artesanal en la que había trabajado durante dos veranos, ese empleo para fracasados, ni tan marcado emocionalmente por el tiempo transcurrido preparando piñas coladas que fuera a consagrar su existencia a fregar el bar con una bayeta gris hasta que el cuerpo se le cayera a pedazos. Ni creía que el Fénix Americano se movilizara más allá de la Zona Uno y las zonas siguientes y empezara a limpiar el resto del país, ni que algún hipotético limpiador de un futuro equipo de limpiadores le arreara un tiro en la cabeza. Si se contagiaba estando solo, es decir... el pacto de muerte tácito era yo pago la próxima ronda. Matadme si me muerden. Y ciertamente no iba a subir hasta Chelsea y fingir que escribía alegres elogios en la web de los muertos. Tal vez iría allí.

Un domingo por la noche, poco después de comenzar a trabajar como limpiador, estaba tomando una copa de vino esponsorizado en el garito de los raviolis cuando el teniente entró de un salto por la puerta. Mark Spitz y Kaitlyn se habían largado de la reunión en el restaurante de dim sum después de que una sección que estaba recargando baterías de camino a Búfalo empezara con los rancios chistes de skels que ya habían soportado cien veces. («Te pedí que me hicieras una mamada, no que me comieras la cabeza.») Entonces, el grupo de Connecticut, Gary incluido, trató de competir con los marines, enumerando barrocas mutilaciones y decapitaciones de skels, y decidieron que era hora de irse.

—Ésta es mi verdadera oficina —dijo el teniente—. Mi sanctasanctórum. —Les indicó con la mano que se sentaran cuando se pusieron en pie—. Pero pueden unirse a mí. Yo tengo la sabiduría y veo que ustedes están buscándola.

Mark Spitz sabía que al anochecer el teniente estaba como una cuba, durante el día percibía el olor dulzón que brotaba de sus poros, y ahora ya era casi de noche. En lo tocante a este tema, Mark Spitz permanecía fiel a su política de no juzgar las disfunciones de los demás, no fuera que te juzgaran a ti.

El teniente se deslizó al interior del reservado que había junto a Mark Spitz, frente a Kaitlyn.

—Vamos a celebrar un velatorio —dijo. Habían quitado la etiqueta de la botella de whisky para ocultar el nombre de la destilería no esponsorizada y unas feas bandas amarillas de cola levitaban sobre el vidrio.

Kaitlyn se estremeció y se cubrió el pecho con los brazos.

—Carne de gallina —señaló el teniente—. ¿La brisa nocturna o las radiaciones suspendidas en el aire? —Se restregó la comisura de la boca—. Nosotros dotamos a nuestras centrales nucleares de dispositivos de seguridad en caso de accidente —dotaron de dispositivos de seguridad a las centrales nucleares, y a Fuerte Knox, y a los búnkeres de los peces gordos—, pero no todo el mundo lo hizo. Ahora tenemos toda esta neblina radiactiva de la fusión nuclear flotando sobre el Pacífico. Como nieve invisible.

—O ceniza —intervino Mark Spitz.

—O ceniza. —El teniente les hizo algunas preguntas acerca de la Zona y ellos lo informaron con optimismo de lo inesperadamente fácil que estaba resultando el trabajo. Liquida a este de aquí, a aquel de allá. Mételos en la bolsa y sube la cremallera. Ningún problema en absoluto. Kaitlyn le comentó que a lo mejor acabarían antes de lo que Búfalo había previsto.

—Me alegro de que sólo sean straggs —dijo.

—Todos nos alegramos —repuso el teniente—. Que Dios los bendiga. Imagínense cómo sería el mundo si la epidemia convirtiera en straggs al noventa y nueve por ciento de los skels y no al revés. Vaya mierda. ¿Se les había ocurrido alguna vez?

Los limpiadores admitieron que no. El teniente agarró dos vasos de agua y los llenó de whisky, entrechocándolos con las copas de vino.

—Combínenlo a su gusto —dijo. Se encorvó sobre la mesa—. Ayúdenme, imagínense a un noventa y nueve por ciento de straggs. ¿Qué haríamos con ellos? Todos esos skels por ahí sin hacer nada. No podemos curarlos. Si los coges y los llevas de vuelta a un «entorno familiar» lo más probable es que se levanten y regresen allí donde los encontraste. Hay que dejarlos ahí, en mi opinión. Dondequiera que ellos hayan elegido. Dejar que permanezcan en los cubículos, dejar que viajen en autobús todo el día y toda la noche y se queden en las cocheras cuando termine el servicio. Helándose en la playa mientras toman el sol. No saben lo que está pasando... probablemente piensan que la vida sigue su curso habitual. Se ocupan de sus cosas como han hecho siempre.

—Eso es una locura —espetó Kaitlyn, cruzándose de brazos—. Está usted loco. —Kaitlyn describía invariablemente a sus padres en pasado, resistiéndose a la posibilidad de que vagaran despacio por su ciudad natal, hambrientos y con la mente hecha un lío. Mark Spitz suponía que Kaitlyn se imaginaba a mamá y a papá junto a la barbacoa a gas del jardín trasero, inmóviles y condenados a permanecer en el patio de pizarra.

Unos bocinazos frenéticos llegaron de la calle: el conductor de un jeep, que advertía a los borrachos del domingo por la noche para que se quitaran de en medio. El teniente se arrellanó en la banqueta de vinilo con su pachorra habitual.

—No, tiene usted razón. No debemos humanizarlos. Todo se desmorona a menos que estés profundamente convencido de que ellos no son tú. «Yo no me parezco a ese animal», te dices a ti mismo, mientras te agachas en la parte de atrás del pequeño supermercado, meas en un cubo y te preparas una ardilla sarnosa para cenar. —El teniente sorbió con fuerza. Él no habría sabido decir si el hombre estaba menospreciando a Kaitlyn o sus propias ilusiones pisoteadas—. Sigues siendo la persona que eras antes de la epidemia, te dices a ti mismo, a pesar de que corres para salvar la vida por el aparcamiento de un centro comercial de mierda, perseguido por una bandada de monstruos. No me han reducido. «Eh, quizá ese muerto tenga algo en su carrito de la compra que yo pueda comer.»

Kaitlyn movió los labios y luego recuperó el control. Había lidiado antes con profesores aprovechados y había vencido.

—Si la enfermedad se transmitiera por el aire —dijo—, se mantendría bien alejado de ellos.

—Esto es un proceso de pensamiento abstracto.

—Al cabo de cierto tiempo ni siquiera los advertiríamos —terció Mark Spitz.

El teniente esbozó una pálida mueca.

—Ése es el motivo por el que me gustan los straggs. Saben lo que se hacen. Brío y un objetivo. ¿Y nosotros qué tenemos? Miedo y peligro. El recuerdo de todos los que has perdido. Los skels normales están hechos un lío. Pero el stragg, el stragg es otra cosa. Vive siempre su momento perfecto. Lo han encontrado... han encontrado el lugar en el que encajan. —Hizo una pausa—. Mark Spitz, veo que se ha pasado al whisky. Está bueno, ¿verdad?

Acabaron con la botella. La semana siguiente, los tres acudieron al local uno a uno, y juntarse se convirtió en una costumbre el domingo por la noche.

En el restaurante, meses después, tras haber tenido mayor contacto con las criaturas en un tedioso sector tras otro, se preguntó si ellos habían elegido aquellos lugares o si los lugares los habían elegido a ellos. A saber qué imágenes provocarían los cables cruzados de sus cerebros, esa mala transmisión de la electricidad a través de sus sinapsis necrosadas. Pensó en aquel primer stragg, de pie en aquel campo a punto de desaparecer con su estúpida cometa. La explicación fácil decía que había jugado allí cuando era niño, mirando al cielo, ajeno a las cosas que le hacían tropezar. Tal vez no fuera lo que había sucedido en un lugar concreto —la habitación, el trozo de playa o el prado verde y herboso preferidos— sino el hecho permanentemente asociado a ese lugar. Ahí es donde decidí pedirle que se casara conmigo, en ese ascensor, y ahora vuelvo a vivir ese momento de posibilidad. El tipo sólo había pasado un minuto en aquel sitio, pero ese minuto había alterado irrevocablemente su vida. Así que allí era donde se plantaba. Ésta es la habitación de hotel donde concebimos a nuestra hija y estar aquí ahora es como si ella volviera a estar conmigo. Lo importante no era la habitación de hotel en sí misma, con su alfombra llena de manchas, el menú del servicio de habitaciones que brillaba por su ausencia y el sacacorchos inexistente porque alguien lo había robado, sino lo que sucedió nueve meses después. Lo que tenía subyugado al stragg era la habitación 1.410, no las largas noches transcurridas en la habitación del bebé asegurándose de que aquellos pequeños pulmones seguían subiendo y bajando, ni la interminable piscina bañada por el sol del centro de vacaciones donde pasaron los mejores cuatro días y tres noches, ni los escalones a la izquierda del escenario donde se habían abrazado después de la obra de teatro del colegio. Así que se plantaba en la habitación 1.410. Libres de cuitas y preocupaciones, los straggs vivían eterna e imperecederamente en sus cielos particulares. Donde el mundo de los duendes y sus ataques estaban proscritos y sólo tenía cabida lo posible.

Se quitó el poncho y tiró la mochila al suelo. Dejó su arma sobre la barra y se acercó a la pared. Había olvidado las máximas en marcos de plata diseminados entre los mil y un recuerdos. «Amor para uno, amistad para muchos y buena voluntad para todos.» «Todos los huéspedes se marchan contentos.» «Por los viejos tiempos que estamos viviendo ahora.» Afirmaciones tamaño sms. Los antecedentes de los despachos de su compañía cafetera, mientras la comunicación se ponía al día con los tópicos infalibles y los ignorantes adoptaban el modo de hacer de los viejos sabios. Sea breve y vaya al grano, por favor. Use los símbolos. Así es como hablamos los unos con los otros en estos tiempos.

Echaba de menos las mismas tonterías que todo el mundo, la tecnología wifi y las tostadoras cromadas de alta capacidad, los medios de transporte colectivo y los billetes que te permitían cambiar gratis de tren o de autobús, limpiarse las migas de los hojaldres de queso de los pantalones y calcular cuál era la fila más corta para pagar, añoraba las cosas imposibles de imaginar en la reconstrucción. Aquello que no volvería. Su gente. Su familia y amigos y los tipos de ojos brillantes con los que coincidía en la barra a la hora de comer. Los muertos. Echaba en falta a los extintos. Los que no eran aptos para vivir en el nuevo mundo habían sido barridos, por decirlo de algún modo, y ahora todos los que quedaban estaban hechos polvo como él. Extrañaba a las mujeres con las que nunca llegaría a acostarse. Las del otro extremo de la sala, las que lo tentaban desde la mesa de al lado, ese milagro que pasaba junto a la ventana de la taquería causando sensación. Llevaban demasiado maquillaje o proyectaban emociones complejas sobre pequeños animales, sonreían exactamente de aquella manera, se ponían de su parte cuando nadie más lo habría hecho, lo escuchaban cuando nadie más se molestaba en hacerlo. Eran de familia pudiente o se angustiaban por desastres económicos ridículamente improbables, eran abstemias o iban borrachas como cubas, le daban tímidos besos en los labios como polluelos o lo devoraban con glotonería. Usaban un vocabulario exiguo o se esforzaban por hacer nuevas conquistas en los juegos de palabras cruzadas a los que él nunca había cogido el tranquillo. Habían desaparecido todas, esas mujeres sin rostro que no podría conocer y que su vida de conservador de museo había estado reservando para el momento justo, para impartir una lección que probablemente nunca aprendería. Añoraba los coños que se derretían de gusto cuando deslizaba una mano bajo el elástico de la ropa interior especial para la velada, y echaba de menos las cavidades indecisas pero fáciles de convencer, las hirsutas axilas y las redondas protuberancias de los tobillos, las marcas de nacimiento en el culo con la forma del estado de Ohio, similitud de la que tenían que informarle, pues él no sabía qué aspecto tenía Ohio. Los suspiros. Tenían los ojos dulces o tristes o controlaban con maestría su turbulencia interior para que él no pudiera ver las sombras. El barniz de las uñas de los pies descascarillado y una observación hecha de pasada sobre el aroma de una nueva crema, que iniciaba un monólogo acerca de su procedencia, ingredientes especiales, poderes mágicos y superioridad sobre todas las demás cremas. La marca foránea dejada por la tira de un sujetador recién desabrochado, una prenda de fantasía o no pero que liberaba unos pechos grandes o pequeños en cualquier caso. Le gustaban los pechos grandes y también los pequeños. Éstos eran sólo otra manera de hacer pechos. El cerebro era un plus, pero negociable. Especialmente a las tres de la mañana, en el centro de la ciudad. Un bonito abrigo de pieles enmarcando el lóbulo de una oreja, lunares justo en el lugar adecuado, imperfecciones en su divina coordinación. Echaba en falta a las muertas en cuyo cuerpo nunca se había perdido, a las que nunca lo habían sorprendido, pero tampoco decepcionado.

Le faltaban la vergüenza y la culpa y una época en que algo más alto que el mudo instinto guiaba sus actos.

Introdujo dos monedas de veinticinco centavos en la máquina de discos de la mesa más próxima. No tenía dos monedas de veinticinco centavos, pero no pasaba nada. La máquina se puso en marcha sin protestar, y Mark Spitz escuchó el concierto de palancas secretas que empujaban los discos de cuarenta y cinco a su sitio por encima del polvo. Las luces de la máquina parpadearon con vivacidad, las del aplique de la esquina, junto a los baños, las de encima de la barra, las de los reservados, una a una, y, luego, todas las luces se pusieron a cantar.

Su máquina se estremeció y cobró vida. Los altavoces recogieron la canción en el tercer verso, bramando al llegar al ensordecedor arreglo que tanto gustaba, marcado con un pedacito de cinta adhesiva. Una cuarta parte de los presentes se pusieron a tararearla y a seguir el ritmo con la cabeza. El single había sido un éxito rotundo doce veranos antes. En la barra no cabía un alfiler. Los asiduos en sus puestos protestaron cuando el encargado acudió a arreglar el taburete bamboleante que habían estado sufriendo durante semanas. La novia del camarero intentaba llamar su atención, pero él puso en práctica la destreza de visión selectiva propia de su oficio, que empleaba muy a menudo cuando no estaba detrás de la barra. Entonces la vio y sonrió. Era su aniversario. Tres meses. Unos platos sucios marchaban sobre el brazo del ayudante de camarero. Fingió que se le caía uno, mientras bromeaba con la pareja de personas mayores que estaban allí tomando un bocado antes de su partida de bridge. El mismo día todas las semanas, los mismos platos, la misma ridícula propina. En el rincón, el desmadrado grupo de ocho arremetió con Cumpleaños feliz, y los clientes de las proximidades se sintieron tan incómodos que acabaron uniéndose a los cantos, o al menos articulando las palabras. La camarera condujo a los especialistas en túneles a una mesa para dos situada bajo el televisor de alta definición, y ellos pidieron otra mesa. Faltaba media hora para el partido y detestaban tan profundamente al comentarista de antes del encuentro que habían estado esperando para abroncarle durante todo el día. La nueva dieta de la camarera estaba dando buenos resultados por una vez, todos se lo mencionaban, y parecían decirlo en serio. De hecho, el uniforme le estaba demasiado grande. Por suerte aún tenía el viejo en algún sitio, ¿o lo había tirado? Entonces, otra mesa cantó un ebrio Cumpleaños feliz a pesar de que nadie de aquel grupo cumplía años, pues tenían la falsa impresión de que ello los haría acreedores de una ronda gratis. Habían confundido esta cadena de restaurantes con aquella otra. La camarera volvió a llevarse a la cocina el pastel de carne tibio. Sus disculpas eran cada semana menos sinceras.

Sus padres estaban justo donde los había dejado, él aflojándose un agujero el cinturón y ella sonriendo, con los ojos brillantes al verlo, tomando sorbitos de su daiquiri de plátano con la pajita verde extra grande. Era su noche de fiesta.

—¿Lo llevo?

Ahora el mundo era una porquería. Pero los sistemas tardan en morir —sobreviven a sus creadores y, a diferencia de las epidemias, no necesitan huéspedes individuales— y, por consiguiente, se trataba de una porquería bien organizada, con una jerarquía, obligación de rendir cuentas y, cada vez más, papeleo. El puesto de Bozeman en el orden actual era, como más alto oficial del cuerpo administrativo de Wonton, el de principal responsable de la integridad global del campamento en todos los aspectos. Todas las noches, Bozeman se colocaba a la guarnición sobre el hombro y la hacía eructar, susurrándole nanas con las órdenes de trabajo. Conocía el contenido secreto de los paquetes que los helicópteros que cruzaban la costa en todas direcciones llevaban en la barriga, se aseguraba de que los calibres adecuados llegaran a las recámaras que los aguardaban, por las noches dormía con la llave del frigorífico, que contenía el chuletón de ternera alimentada con forraje de los jefazos, colgada de una cadena alrededor de su hinchado cuello. Mark Spitz se sorprendió al ver a su encargado al volante del jeep, pues el hombre rara vez se alejaba de las oficinas del segundo piso del banco. Seguramente, cuanto más se alejaba de la Zona Cero más se marchitaba.

En el asiento del acompañante, una civil envuelta en una falda de tubo negra y una blusa blanca evaluaba a Mark Spitz por encima de la montura de sus gafas de sol con cristales tintados de azul. Era un meteorito llegado de otra parte del sistema solar, o de un lugar más remoto incluso, de la vida anterior a la agonía, salida muy ufana de una revista orientada a la mujer profesional contemporánea. Con una portada que anunciaba tests de compatibilidad y estudios de investigación acerca de «Cómo gustar a tu hombre», y en verdad eran testimonios de una vida contenida, el santo grial de la realización completa. Amenazó a una mosca con una brillante carpeta blanca y se dirigió a Mark Spitz dibujando una sonrisa. Era la primera ciudadana genuina que veía desde que llegara a la Zona.

—Hay mucho sitio —dijo.

Era, además, la primera vez que veía a alguien llevar perlas desde que tuvo que empezar a correr.

Hizo lo que le decían. Bozeman le informó que se dirigían al cuartel general tras una breve parada en boxes en West Broadway.

—Ésta es Ms. Macy —explicó—. Ha venido desde Búfalo para realizar unas tareas de reconocimiento. —El sargento le imprimió a la última palabra un cierto retintín, un sonsonete que Mark Spitz habría llamado irónico si el mundo no hubiera hecho de tal cosa un bien escaso. La ironía era un mineral enterrado en la corteza a demasiada profundidad y no había máquina en la Tierra capaz de llegar hasta ella. El administrador mantenía los ojos fijos en la carretera, virando bruscamente alrededor de las áreas de asfalto calcinado donde los marines asaban a los skels muertos antes de que Recogida entrara en funcionamiento. Los parches de alquitrán combado no representaban ningún peligro para el vehículo. Él lo achacó a la superstición.

Pasaron a toda velocidad frente a una hilera de tiendas de ropa exclusivas, mientras las últimas novedades y las prendas rebajadas les hacían guiños bajo la luz ictérica. Ms. Macy emitió un «¡Oh!» y después un «No importa» al darse cuenta de que a sus actuales escoltas no les haría gracia una incursión improvisada. Mark Spitz sonrió. Era como hacer un largo viaje por carretera, atravesando la ciudad a pie o en coche, con Kaitlyn y Gary o cualquier otro. Tu antojo se descolgaba tímidamente a través del escaparate de una tienda y los viejos electrones del consumidor se agitaban con determinación. Entonces, pulverizabas el impulso ante el hecho de que no ibas a detenerte, de que era demasiado tarde para detenerte, había otros pasajeros aparte de ti y de tu capricho. El momento pasaba. Te llevabas una desilusión en cualquier caso. El establecimiento situado junto a la carretera no era tan especial ahora que le habías echado una buena ojeada, esa comida auténtica de toda la vida pegada a los dientes del tenedor, y, además, la montaña rusa más antigua del estado cerrada hacía años y los letreros que advertían del uso de matarratas impedían incluso echarle un vistazo rápido al destartalado local. Como todos los espejismos, se desvanecía al acercarse.

Las normas antipillaje vedaban las mundialmente conocidas tiendas de la ciudad de Nueva York, pero sospechaba que Ms. Macy tenía suficiente influencia para concertar una escapadita fuera de horas de trabajo por un precio. Cuatro cartones de zumo.

Ella se volvió hacia Mark Spitz.

—Deje que aproveche esta oportunidad para agradecerle en nombre de Búfalo el estupendo trabajo que ustedes, hombres y mujeres, están llevando a cabo —dijo. Se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja—. Tienen allí muchos admiradores.

—Gracias.

El jeep dio un bandazo a la izquierda, y Ms. Macy se agarró al asiento, hincando sus uñas perfectas en el tapizado. Mark Spitz hubiera dicho que el barniz de uñas era azul pálido, pero una denominación mucho más imaginativa decoraba sin duda el frasco.

—Salgo rara vez de las trincheras —señaló ella—. Básicamente estamos sentados alrededor de nuestra pequeña mesa de reuniones con nuestra triste planta y nuestra pizarra de polivinilo, y exponemos nuestros maravillosos planes. Pero las cosas están cambiando. —Se le metió un poco de polvo en los ojos y se volvió para masajeárselos mientras se miraba en el espejo roto de su polvera, inclinándolo para encontrar el ángulo apropiado.

Bozeman se detuvo frente a un hotel boutique, rozando el bordillo al aparcar. El ejército había retirado los coches de aquel lado de la calle desde la última vez que Mark había estado allí. El oscuro revestimiento metálico de la fachada estaba artificialmente aplastado, estriado y picado con calculada imperfección, que en esta era empobrecida implicaba previsión. Sin duda, ésta era la arquitectura con visión de futuro que todos habían estado esperando. Reconoció la humilde posada por las menciones que de ella hacían con regularidad las extintas páginas de cotilleos. Acogía fiestas con ocasión del estreno de películas birriosas y las desesperadas juergas anegadas en drogas que organizaban celebridades y niños ricos a los que nadie había abrazado jamás como era debido. Ms. Macy y su escolta subieron a la acera, y la joven salió corriendo hacia la marquesina de cristal, que mantenía la lluvia a raya con su vidrio de color hueso y sus nervaduras de acero inoxidable.

—¿Por qué no nos acompaña? —inquirió Ms. Macy, inclinándose para verle la cara—. Sus habilidades no me vendrían nada mal.

No supo a qué se refería, pues su única habilidad era la de imitar a una cucaracha, la infinita resistencia de este bicho que se sabía al dedillo. Un continuo retumbar de fuego de artillería procedente del muro, al norte de la ciudad, mataba el silencio. Se acercaron a los centelleantes cubos de cristal que antaño habían sido las puertas principales, Ms. Macy dando pasos indecisos con sus zapatos de salón, frunciendo el ceño y haciendo chasquear la lengua. Bozeman se adelantó para explorar el salón del primer piso, aquel oscuro callejón sin salida anidado en Recepción como un tumor. Mark Spitz realizó una rápida inspección del pasillo que conducía a los aseos y a las ocultas áreas reservadas exclusivamente a los empleados. Intuyó que estaban los tres solos, pero regresó al vestíbulo por si acaso. El lugar estaba libre de skels, pero a nadie le haría ninguna gracia si se equivocaba y a uno de los de Búfalo le comían la cara, llevando esos zapatos tan bonitos.

Ms. Macy recorría el frío enlosado, despacio y con aire pensativo. A él le gustaba el sonido de sus tacones sobre el suelo. Resonaban con sugerente glamur, como el rumor de una prometedora fiesta que suena detrás de la puerta del final del pasillo. Ella dijo: «Cinco manzanas.» El hotel estaba a cinco manzanas del muro, calculó él, y veintitantos pisos por encima antes de que se quedaran sin habitaciones. Ms. Macy estaba buscando un lugar para vivir.

Bozeman surgió del salón y se encogió de hombros cuando Mark Spitz lo miró interrogativo.

—Creí que había dicho que las puertas estaban arregladas —dijo Ms. Macy—. No queremos ardillas y ratas y Dios sabe qué más danzando por aquí.

—Estamos tratando de encontrar un cristalero como Dios manda, señora —replicó Bozeman.

—¿Un cristalero?

—Un fabricante de ventanas, alguien que trabaje con cristales. Hasta ahora, los únicos que hemos encontrado se hallan en los campamentos lejanos. Últimamente, se están poniendo muy estrictos con los viajes aéreos que no son indispensables; entre eso y la operación que está preparándose...

Ella sacudió la cabeza.

—No se deje enredar en el juego de las privaciones. Eso pertenece a los viejos tiempos. —Parecía molesta y asombrada por el origen de la molestia. Entonces miró al techo, donde se desplegaba un crudo mapa de la Nueva York de los tiempos de la colonización holandesa pintado con chapuceras pinceladas amarillas. El carácter amateur de la pintura era intencionado, para mejorar la anodina y profunda consideración que se traslucía en todo lo demás. Dejó caer los hombros—. ¿Qué tal están las habitaciones?

—Bien. Aparte de lo que hay en la carpeta. —Añadió—: Que yo sepa. Yo no estuve aquí durante la inspección. Pero ellos son muy buenos en su trabajo.

—En Búfalo sólo podemos basarnos en lo que nos cuentan ustedes.

—Evacuado en la primera oleada. Se clausuró todo el edificio. —Hizo una pausa—. Todo a excepción de las puertas principales—. Pero podemos subir e inspeccionarlo personalmente, si quiere.

—¿Sin ascensores? —Tomó algunas notas—. Ésos los quiero fuera —observó, señalando las obras de arte de las paredes. Dos lienzos monstruosos destacaban amenazadores sobre los sofás de cuero negro, representando la metrópoli de noche a vista de pájaro. En el primero, unos fuegos ardían en los cruces de las calles, débiles pero inquietantes en su regular dispersión a través del sector, mientras que su compañero mantenía la perspectiva pero plasmaba los fuegos voraces ascendiendo por los edificios, con los inquilinos doblados sobre los alféizares de las ventanas observando el avance de las llamas. La catástrofe hambrienta, arrastrándose a buen ritmo. Obras de arte.

—Son un poco lúgubres —concordó Mark Spitz. No estaba seguro de si debía hablar, de si estaba utilizando su habilidad, pero quería sacar a Bozeman del atolladero. Durante sus primeras semanas en la Zona, los limpiadores barrían los sectores sin la nueva ropa de trabajo de malla. Una pieza indispensable del equipo, por decir algo, pero los limpiadores no figuraban en lo alto de la lista. Cuando el envío estaba por fin en camino, Bozeman le dio el chivatazo a Mark Spitz y él fue el primero de la cola cuando lo distribuyeron. «Eres un chico de Long Island -le explicaría más tarde-, igual que yo.»

—Lo bueno de estos hoteles boutique es que puedes estar en cualquier parte del mundo —señaló Ms. Macy—. Lo dominaban de maravilla antes del desastre... el lenguaje internacional de la hospitalidad.

—¿Ha estado alguna vez en Barcelona? —preguntó Bozeman—. Allí no se acuestan en toda la noche.

—Estoy pensando en niños —dijo Ms. Macy. Trazó una línea diagonal con rotulador rojo en su pizarra de polivinilo mental: juntemos nuestras cabezas, compañeros—. Fotos de niños fenixios en los campamentos, retozando alegremente y echando una mano con entusiasmo. Plantando semillas en la tierra y afilando machetes. No, machetes, no... cosas de niños. Sonriendo y riendo y haciendo cosas de críos. Ellos son el futuro, al fin y al cabo. Todo gira precisamente alrededor de eso, del futuro.

El futuro necesitaba muchas cosas, pero a Mark Spitz no se le había pasado por la cabeza que necesitara decoración de interiores. Sí, unos niños realmente le darían armonía a la habitación. No había sido consciente de que echaba de menos el pulcro argot de la clase profesional urbana. Era como ese jersey que te gusta tanto y que sacas en otoño cuando empieza a refrescar, fiable, tranquilizador y calentito. El futuro era lo que antes habían dado en llamar un barrio de transición. Servicios esenciales limitados, peluquerías para caniches y cafés destartalados, pero si llegabas a la hora oportuna el hecho de que el edificio de al lado estuviera lleno hasta los topes de skels no tenía la más mínima importancia. Al final, los trasladarían tres paradas de metro más allá, les subirían el alquiler y no volverías a verlos. Los clubes nocturnos están a punto de llegar, ten paciencia, cariño.

—¿Por qué está usted aquí, Ms. Macy? —inquirió.

La visitante se detuvo a pensar.

—No debería decir nada todavía —contestó—, pero ustedes son de fiar. Hemos estado presionando para ello, y justo la semana pasada nos informaron de que Manhattan va a ser la sede de la próxima cumbre. Una noticia estupenda, ¿verdad?

Mark Spitz y Bozeman juntaron una respuesta apropiada.

—Nueva York es la mejor ciudad del mundo. Imagínense lo que sentirán todos esos jefes de Estado y embajadores cuando vean lo que hemos logrado. Hemos resucitado este lugar. Sólo por el simbolismo... Si podemos hacer esto, podemos llevar a cabo cualquier cosa.

—Tal vez para entonces incluso estemos en la Zona Dos, si seguimos cumpliendo el calendario —intervino Bozeman, aprovechando la ocasión.

—Esto es Estados Unidos.

—Caramba.

—Lo sé —repuso ella. Tenía un halo, un efecto engañoso de la luz—. ¿No es maravilloso? —Deslizó los dedos sobre el mostrador de la recepción, cogiendo el polvo entre ellos—. Les parecerá un oasis en cuanto pongan el pie en la Zona. Creo que voy a darle el visto bueno a este sitio. Disfrutarán de su estancia. Como solían decir.

Regresaron al jeep. Ms. Macy caminaba hacia atrás, pegando todos los detalles en el álbum de su mente.

—Que arranquen la moqueta y pongan algo rojo —ordenó a su ayudante invisible—. Unos cuantos niños a los que se les estén cayendo los dientes, sonriendo y haciendo lo que hacen los niños. —Volvió con rapidez las páginas de su cuaderno hasta encontrar una en blanco—. En cuanto lleguemos a Wonton voy a ponerme al comunicador y tengo que mandar a un fotógrafo a Happy Acres y Rainbow Village para que saque algunos primeros planos. Tiene que haber unos cuantos niños adecuados en algún sitio.

Durante el breve trayecto hasta la parte alta de la ciudad, la Zona se agitaba alrededor de Mark Spitz. Dos manzanas más allá, un soldado se inclinó para atarse las zapatillas de deporte y sus gafas protectoras negras siguieron a los civiles mientras el jeep pasaba junto a él con un susurro; tres manzanas más lejos, un par de soldados acarreaban por la acera un sillón de cuero en dirección a un escondrijo al que habían echado el ojo, como si fueran jóvenes estudiantes universitarios cautivados por la imagen de la habitación más guay de la residencia estudiantil. Cuatro manzanas después, se hallaban estrictamente en los dominios de Wonton, asimilados sin dolor al complejo. Mark Spitz recordó su primer viaje en un transporte militar, el gigante blindado que lo había rescatado del gran ahí fuera. Cuando trepó afuera de la escotilla y parpadeó sorprendido ante las luces del perímetro y los nidos de los centinelas, orden en sus manifestaciones acumuladas, supo que le habían dado un papel en una nueva producción. Aquello no era una fortaleza de vagabundos exhaustos hecha con los pies, erigida con sangre y autoengaño, aquello era el gobierno. Aquello era reconstrucción. El aplazamiento del fin.

Su última noche en la estepa transcurrió en las afueras de Northampton, Massachusetts, próxima a la odiosa Connecticut, pero se trataba de una bestia completamente distinta. Durante semanas, Mark Spitz había evitado todo lo que no fueran las ciudades más pequeñas, pues había acabado dándose cuenta, con o sin razón, de que en los últimos tiempos los muertos gravitaban hacia los antiguos núcleos de población. O estaban repoblándolos, por mirarlo de otro modo. Ahí era donde aguardaban las complicaciones, una vez tras otra. Durante muchos meses, el peligro en las zonas rurales y en las ciudades había sido equivalente. Ahora, en el campo, la densidad era más baja. Pocos avistamientos, menos ataques, menos retiradas de su reserva de huidas en el último minuto. Ninguna de las personas con las que se juntaba secundaba sus observaciones, pero él se mantenía firme. Los muertos estaban aglutinándose. Avistaba grupos o dúos alelados, más que individuos solitarios, y usaban preferentemente las carreteras y los caminos hechos por el hombre que conducían a las ciudades. Cuando se tropezó con la granja de Northampton, estaba convencido de su nuevo método de viaje, que consistía en rodear todo lo que en su último mapa parecía una ciudad mientras se dirigía hacia el norte. Su teoría era tan válida como las que defendían otros supervivientes.

La granja estaba cuidada y resultaba elegante y se erguía en medio del jardín lleno de maleza y los terrenos circundantes, sobresaliendo entre las industriosas flores y hierbas silvestres como un iceberg. Estaba anocheciendo y necesitaba acostarse, ya fuera dentro o en el exterior, encima del porche, según su impresión una vez que hubiera reconocido la finca. Aquel día se sentía despreocupado, hacía buen tiempo y no se había cansado de las constelaciones. A medio camino de la puerta principal y a algo más de medio metro del suelo, latas y tiras de metal oxidado estaban enredadas en un cable enrollado en estacas de madera que rodeaba la casa. Una línea de polvos mágicos que mantenía alejados a los malos espíritus. El sistema de alarma estaba intacto. Las tablas de un cobertizo desarmado o de alguna otra construcción de exterior, deterioradas por un lado e inmaculadas por el otro, cubrían, firmes y regulares, las ventanas de los dos pisos, tan uniformemente que si hubieran estado pintadas de blanco las habría tomado por una opción estética. De las rendijas de las tablas no brotaba luz alguna, pues las ventanas, con los cristales pintados de negro, permitían a los que estaban dentro moverse por la noche.

No se trataba de un refugio armado deprisa y corriendo, sino de un búnker diligentemente ejecutado. Sus arquitectos tenían intención de sobrevivir al desastre. Mark Spitz no observó ninguna indicación de que el castillo hubiera fallado, el montón desordenado de tablas frente a la ventana rota donde las hordas se aprovecharon de una grieta. La puerta principal era sólida y no estaba abierta, lo que aportaba la prueba universal de la evacuación precipitada. Pronto sería de noche. Mark Spitz tiró dos veces del cable y subió despacio los peldaños que conducían al porche envolvente, con las manos levantadas al nivel de los hombros.

Lanzó un grito. Habían tenido tiempo de juzgarlo desde la mirilla, que él aún no había detectado. Mejor para ellos. Llamó a la puerta. Se alejó, eligió el lado de la casa que no tenía porche y merodeó por la parte de atrás. Era de buena educación darles más tiempo para deliberar. Para tenerlo en cuenta más adelante, tomó nota de la situación y el número de ventanas en ambos pisos, y de la altura hasta el suelo. Un sendero de grava describía una curva en dirección a un pequeño granero en la parte de atrás, y mientras se acercaba a la estructura saludó con la mano a las ventanas tapiadas, con un gesto tan inocente como le fue posible hacer. Las ventanas del granero no estaban fortificadas. Lo habían convertido en una elegante oficina, las paredes eran un torrente multicolor de lomos de libros, con una cocinilla y probablemente un baño detrás de una puerta. Unos libros encuadernados en rojo, de alguna biblioteca, y montones cuadrados de apuntes cubrían el escritorio antiguo dispuesto en medio de la habitación. Unas flores muertas colgaban marchitas fuera de un jarrón turquesa colocado sobre un pie de madera en el que descansaba un volumen del Oxford English Dictionary. Estaba contemplando un diorama. Tal vez le dejaran pasar la noche tranquilo en el estudio, se podría en camino por la mañana. El sofá parecía perfecto.

Los hierbajos de detrás del estudio emitieron un susurro de alarma. De entre la línea de árboles surgieron dos skels que se movían uno detrás de otro, acoplando sus laboriosos pasos. El más alto había sido un hombre, y el pantalón de peto colgaba de sus hombros aún musculosos. Una incorporación reciente al club de los horrores. Su compañero era de una cosecha anterior, de la vieja escuela y de la Última Noche, a juzgar por lo reducido que estaba, y se arrastraba hacia adelante dando abruptas sacudidas, ataviado con un delantal amarillo canario decorado con el eslogan ESTOFADO DE AMOR en gruesas letras rojas. Por los residuos adheridos al delantal, la cena de aquella noche había consistido en mermelada casera de fresas o algo sin duda menos saludable. Los skels avanzaron entre los cardos en fantasmal sincronización. Era un efecto de la perspectiva, pero aun así Mark Spitz entornó los ojos para contemplar esa nueva maravilla de artesanía macabra paralela.

Sacó la pistola —estaba en la fase pistola, a pesar de la escasez de munición—. La puerta de atrás de la granja crujió. Una mujer salió corriendo hacia él, blandiendo una hacha, vestida con el traje de cuero acolchado que suelen llevar los corredores de motocross, agazapada como un defensor de línea en un partido de fútbol americano. El casco que le cubría la cara impedía interpretar su disposición. Otra figura permanecía agachada en la puerta de la cocina empuñando una escopeta. Los cañones del arma lo miraban. Mark Spitz dijo en voz baja:

—Sí, mi cerebro funciona, las sinapsis aún reaccionan en todos los sentidos importantes que hemos llegado a apreciar tanto.

Al pasar junto a él a toda velocidad pisoteando las matas de varas de oro, la señora del hacha dijo: