Desperté sobresaltado y confuso en medio de la noche. Percibí como el cuerpo estaba cubierto por un espeso y frio sudor que empapaba mi pijama y la ropa de cama.

Una tenue luz se filtraba a través de la entreabierta ventana. Era una luz difusa, cenicienta que, a pesar de su debilidad, inundaba la estancia con un resplandor cetrino y pálido, dándole un aspecto un tanto fantasmal.

El corazón latía aceleradamente, a buen seguro, a causa del brusco despertar. Sentía la mente torpe, embotada, aturdida, sin poder de reacción. No era capaz de ubicarme.

Reconocía el confuso entorno: la mesa de estudio, abarrotada de libros y documentos con su equilibrado desorden; la silla giratoria que utilizaba en el trabajo cotidiano; allí estaba el viejo ordenador, donde almacenaba miles de datos y centenares de ideas, que utilizaba en los apuntes y embriones de novelas; el gastado sillón, cubierto en parte por la ropa arrojada con abandono y descuido la noche anterior. La difusa luz hacía que estas prendas semejaran pequeños despojos desperdigados, arrojados sin orden ni concierto, por invisibles olas a una remota e imaginaria playa. Hasta alcanzaba a ver el cuadro que enmarcaba la polvorienta litografía de «El Arlequín» de Picasso, el cual, tal vez por efecto de la extraña luminosidad del lugar, parecía cobrar vida con una sonrisa enigmática y burlona.

Todo estaba allí, era la habitación que, desde hacía tres años, formaba parte de mí. Era el entorno elegido donde se desarrollaba la rutinaria existencia de mis días, una pequeña parte del tranquilo apartamento que ocupaba en la calle Del Cigarral de Zamora, a orillas del río Duero.

Había huido hasta aquí hastiado del ruido, el bullicio y la complejidad de una ciudad como Madrid, metrópoli de altos vuelos, propicia a la diversión y al snobismo; donde resulta fácil confundirse en el entramado de sus abarrotadas calles y avenidas, en tanto sientes más profundamente tu propia soledad y pequeñez. No era capaz de concentrarme en la capital, rodeado de conocidos y amigos que interrumpían de forma habitual cualquier trabajo con sus innumerables invitaciones, improvisadas juergas y continuos agasajos. El solo hecho de la contaminación acústica y lumínica de la ciudad me sacaba de quicio, resultaba tan molesta que precisaba tapones en los oídos y antifaz para poder conciliar el sueño. No, no me veía capaz de desarrollar mi obra en aquel entorno, necesitaba tranquilidad y silencio para retomar el curso de las escurridizas ideas.

Por ello, sin mucho pensar, decidí empaquetar los pocos enseres que realmente me importaban y desplazarme a un lugar tranquilo donde dar rienda suelta a la imaginación y vena literaria. Es así como descubrí el piso donde ahora residía, céntrico y acogedor, sin molestos visitantes que interrumpieran de continuo mis pensamientos y trabajo cotidiano.

Sin embargo, a pesar de todo lo vivido en este habitáculo, esta noche no era capaz de empatizar con él. Lo conocía, pero era algo extraño a mí, lejano y frío.

Frío… ¡Justo eso era lo que sentía interiormente! Un frío intenso, húmedo, casi glacial. Estábamos a finales del verano, aún no habían comenzado los días grises y lluviosos del otoño que servían de antesala al gélido invierno zamorano, pero yo notaba como los miembros estaban ateridos, como poseídos por una frialdad enfermiza e inexplicable.

Pensé que estaba soñando. Abrí y cerré los ojos de forma continuada, esperando con ello despertar de un momento a otro. Pero no, todo seguía igual. La misma percepción de lejanía, la desagradable embriaguez de los sentidos y sobre todo, la heladora sensación que me inundaba, avanzando lenta e inexorablemente.

Decidí saltar de la cama y encender la luz para así poder terminar con aquellas fantasías de mi mente adormecida. La orden partió del cerebro pero los miembros no obedecieron. Contemplé horrorizado que no podía moverme. Las piernas y los brazos estaban allí, pero no tenían poder de reacción.

¿Qué me ocurría? ¡No sentía dolor alguno en el cuerpo, solo aquel intenso frío!

Eso era. ¡Estaba entumecido por el gélido ambiente! Seguramente, habría helado mientras dormía y el brusco descenso de temperatura me había sorprendido, paralizando parcialmente el adormecido cuerpo.

¡Tenía que hacer algo rápido!, pero… ¿qué? No podía pensar con claridad. Apenas conseguía coordinar las confusas ideas.

Intenté gritar pidiendo ayuda, pero los sonidos no salieron de la garganta; las cuerdas vocales se negaron a vibrar, permaneciendo tan paralizadas como el resto del cuerpo. Miré a todos lados, preso del pánico, buscando auxilio a una situación tan desconcertante y dantesca. Y... entonces lo descubrí.

Parecía como si siempre hubiera estado allí, apoyado en el saliente de la ventana, a semejanza de esas estatuas callejeras que cruzamos diariamente y no somos capaces de recordar e identificar aún al cabo de los años. ¿Habría estado desde un principio en aquel lugar? No recordaba haber sentido su presencia hasta ese momento.

Observé que era joven, alto, de aspecto tranquilo, un tanto despreocupado y con cierto aire de arrogancia en sus ojos. Curiosamente, los demás objetos de la habitación se presentaban difuminados, apenas reales, pero él parecía diferenciarse del resto, cobrando un extraño protagonismo en medio de las sombras.

¡Quedé mudo y asombrado! ¿Qué hacía aquel hombre en el cuarto? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién era? ¿Qué buscaba? Y, sobre todo… ¿qué relación podía tener con aquel estado de abandono e inmovilidad que parecía poseerme?

No recuerdo si el tiempo transcurrido fueron horas o segundos, lo cierto es que  fui sorprendido por el sonido de mi propia voz.

―¿Qué haces aquí? ―pregunté―. ¿Qué es lo que quieres?

Como única respuesta obtuve una amplia y enigmática sonrisa. Parecía no comprender aquellas preguntas, siguió mirando fijamente, sin moverse.

Por extraño que parezca, no me irritó su silencio. El personaje irradiaba una sensación de tranquilidad y sosiego que impregnaba el ambiente, justo lo que yo en aquel momento necesitaba para serenar el ánimo. Sin saber muy bien porqué, comencé a sentirme mejor. Las paralizadas extremidades recobraban poco a poco su vitalidad en tanto el cerebro iba descorriendo, lentamente, el tupido velo de la inconsciencia.

Hice intención de incorporarme e ir hacia él. Me retuvo con un gesto de la mano, al tiempo que decía:

―¡No te muevas! Sigue donde estás. Te encuentras muy débil.

Su voz me resultó lejanamente familiar; suave y timbrada, tranquila, pero imperiosa.

―¿Cómo has llegado hasta aquí? ―pregunté de nuevo―. Estamos en un tercer piso.

―Siempre he estado en este lugar. Nunca me he marchado.

―¿Quieres decir que vives en esta casa? ―No salía del asombro que aquellas palabras me producían.

Siguió sonriendo inmóvil, en tanto la luz del astro nocturno proyectaba su sombra en el pavimento.

―Llevo cuarenta y dos años viviendo aquí ―dijo tras un breve silencio.

Un fuerte escalofrío me recorrió la espalda, a pesar de ello, tuve ánimo suficiente para comentar con ironía.

―Lo siento, pero no creo en espectros ni aparecidos.

―Cada cual tiene sus propios miedos y creencias. Solo la experiencia puede hacernos creyentes fervorosos y tal vez sabios.

―¿Quién eres? ―pregunté, comenzando a impacientarme.

Avanzó con lentitud al centro de la habitación sin dejar de mirar con descarada fijeza. Cuando hubo llegado al pie de la cama dijo quedamente, como en un susurro:

―Ya lo sabes. ¿A qué preguntar?

Su mirada traspasaba la mente, pareciendo descubrir los pensamientos más íntimos.

―Vienes a por mí. ¿No es cierto? ―pregunté angustiado mientras le observaba con terror.

Él movió la cabeza en un gesto negativo.

―Siempre te he tenido.

Volví a sentir interiormente aquel paralizador e intenso frío. Estaba seguro. Había llegado mi hora y el extraño visitante venía a servir de cicerone para conducirme hacia lo desconocido. Pero... ¿cómo había llegado a aquella situación extrema? ¿Qué desconocidos acontecimientos me catapultaban hacia el temido final?

Buceé en mi mente, buscando los últimos recuerdos recientemente almacenados. Las imágenes de lo acontecido la tarde anterior se agolparon sin orden ni concierto en el cerebro.

Recordaba, vagamente, haber dado el acostumbrado paseo bordeando la orilla del río. Durante el trayecto no había hablado con nadie. Solo coincidí con algún paseante despistado que, al igual que yo, demostraba estar más inmerso en sus propios pensamientos y preocupaciones que en todo aquello que acontecía a su alrededor. También tropecé con un grupo de niños que jugaban alborozados y corrían en bicicleta, empeñados en romper el tranquilo silencio del lugar, mediante gritos y risas.

Después del apacible paseo paré, como de costumbre, a tomar una cerveza en el bar «Angulo», tal y como hacía todos los días antes de retirarme a cenar. Subí al piso, donde preparé una frugal cena a base de queso, fruta y un gran vaso de leche.

Al terminar de cenar preparé una copa. Llené un vaso con cubitos de hielo, vaciando en su interior el resto del contenido de la botella de whisky que guardaba en la alacena del salón. Encendí un cigarrillo, sentándome ante el mismo ordenador que ahora contemplaba, silencioso y dormido, sobre la mesa. Abrí el documento word con los apuntes en que había trabajado el día anterior y comencé a escribir, intentando coordinar lo desarrollado hasta el momento en el nuevo proyecto, en el que venía trabajando desde hacía unos meses, con algunas ideas frescas, maduradas durante el paseo.

Tras hora y media de avances y retrocesos, correcciones y tachaduras, eliminé el trabajo realizado. Apuré el último sorbo de Johnnie Walker, apagué con desgana el ordenador y me fui a la cama con sensación de vacío y desánimo.

Hasta aquí todo parecía cotidianamente normal. Desde hacía algún tiempo no me resultaba fácil escribir, parecía como si las ideas se hubieran adormecido, esfumado, agotado… Cada día me costaba más esfuerzo seguir el hilo de la trama de mis obras.

Por tanto, no me resultó extraño tener que borrar todo lo escrito después de la cena.

«―¡Otro día más en el dique seco! ―pensé―. ¡Tal vez mañana me levante con las ideas más claras!».

Hasta ese punto llegaban mis recuerdos, justo antes de que el poder del sueño me envolviera con su manto reparador.

¿En qué fase de la noche se había trastocado esa rutina diaria? Lo que ahora me acontecía parecía ocurrir en un lejano mundo, habitado por seres desconocidos y esperpénticos. Solo yo era real, solo mi propio infortunio parecía ser cierto. Todo lo demás se presentaba envuelto en la neblina de la fantasía y la ensoñación.

Sentí de nuevo un profundo escalofrío, seguido de un temblor nervioso que hizo que regresara bruscamente a la realidad.

―¿Puedes explicarme lo que ha pasado? ―interrogué angustiado, dando por sentado que el desconocido había seguido el hilo de mis recuerdos.

―Tú tienes todas las respuestas ―contestó con sequedad―. No precisas aclaraciones. Busca dentro de ti.

Su modo de hablar mediante evasivas comenzaba a irritarme. La repentina y efímera mejoría sentida momentos antes iba desapareciendo poco a poco. Cada vez era mayor el esfuerzo que debía realizar para moverme y… ¡no digamos hablar! Por si esto no fuera suficiente, la frigidez rígida de los entumecidos miembros se hacía más y más latente, avanzando lenta e inexorablemente.

―¡No me encuentro bien! ―exclamé entre enfadado y confuso―. Estoy paralizado por un frío que hiela mi sangre y vacía la mente. Dime ¿qué me ocurre?  ―intentaba reflejar toda la angustia que sentía interiormente.

Su mirada se tornó fría e impersonal en tanto decía.

―¡Te estás muriendo!

El tono de su voz sonó seco, oscuro, sin timbre. Había dejado de sonreír y sus ojos reflejaban una tristeza infinita, mezcla de compasión y dolor, aunque no exenta de reproches.

Logré mover los labios a pesar del esfuerzo que significaba para mí articular cualquier tipo de sonido.

―¡Tengo miedo! ―susurré derrumbándome―. ¿Por qué haces esto? ¡Aún es pronto para el temido final!

Las lágrimas rodaban por las mejillas, perdiéndose entre las revueltas sábanas del lecho. Estaba asustado y confuso. Él se acercó, cogiendo mi mano, su tacto era agradable y  reconfortante, suave y cálido.

–No soy yo quien te hace daño, sino tú mismo. Has provocado esta situación con tu falta de fe; tu desesperación; tu abandono y tu apatía por la vida. Vienes ensayando esta macabra escena final desde hace largo tiempo. Cada día que pasa cierras puertas a la alegría, a la esperanza y al optimismo. La frustración asentada en tu cerebro va envenenando lentamente el organismo, avanzando inexorable hasta el corazón.

Lo miré asombrado sin poder pronunciar palabra. Algo en mi interior no podía evitar darle la razón. Él continuó.

―Recuerda. ¿Cuándo dejaste de sentir la euforia del éxito?  ¿Cuándo comenzaste a perder las ganas de vivir?

No tuve fuerzas para responder.

―Fue la noche en que recibiste la noticia del nuevo rechazo de la novela «Juegos del subconsciente». Era la tercera vez que ocurría. Anduviste ahogando tu decepción en alcohol durante varias semanas, abandonando el trabajo y a los amigos, compadeciéndote de ti mismo, sin poder asimilar tu fracaso. Cuando lograste salir de aquella momentánea  enajenación, prometiste no permitir que te afectaran las críticas nunca más. ¿No fue así?

¡Cómo negarlo! Tenía grabada esa imagen en la mente hasta tal punto que raro era el día en que no volvía a vivir la desilusión y tristeza que tal rechazo me produjo. Asentí con un ligero movimiento de cabeza.

Pero... ¿cómo podía conocer ese hecho? Solo yo estuve allí; yo solo presencié mi propia humillación. Tenía cifradas todas las esperanzas en esa obra. Sabía que era una gran novela. Llevaba cuatro años trabajando en ella día y noche, documentándome, desarrollándola, corrigiéndola. Gran parte de mi yo estaba impreso entre los centenares de folios que la conformaban. Cuando estuvo finalizada, la presenté a dos de las editoriales con las que trabajaba asiduamente, para que la valoraran. La contestación se hizo esperar un par de meses, hasta que un buen día, casi a la par, recibí un breve escrito en el que agradecían el ofrecimiento, disculpándose al no poder editarla por el momento, posponiendo su futura publicación para fechas sin concretar.

Sentí que mi carrera se tambaleaba. Desde que comenzara a escribir, jamás me habían rechazado un artículo, un escrito ni mucho menos una novela. Enfurecido, le envié la controvertida obra a un gran amigo, Jorge Sandreu, director de una de las editoriales más influyentes del momento en Cataluña.

Cuando, al cabo de varias semanas, recibí la obra nuevamente rechazada, me sentí insultado y traicionado. ¡El mundo se derrumbaba bajo los pies! ¿Cómo era posible que no captaran su mensaje, que no supieran leer entre líneas la profundidad de la trama, la frescura de su estilo, la belleza y el equilibrio de los diálogos, la originalidad de sus ideas?... ¡Mi propio amigo me daba la espalda! «¿Sería cierto? ―pensé―. ¿Se habría terminado la vena creadora? ¿Presenciaba el ocaso de mi carrera?». 

Quedé hundido, derrotado… La depresión tomó posesión del estado de ánimo, invadiendo mi mente y desasosegando el espíritu. Era lo mejor que había escrito ni escribiría jamás. Nunca podría imaginar nada igual, ni mucho menos mejorarlo. ¡Todo estaba perdido! ¡No merecía la pena seguir intentándolo!

El extraño acompañante pareció adivinar aquellas ocultas divagaciones, pues dijo:

―Yo estuve allí aquella noche.

Las pupilas se dilataron, expresando la enorme sorpresa que sus palabras me producían. No daba crédito a lo que oía.

―Siempre he estado. Formo parte de ti desde un principio. Soy quien vela cuando duermes, el que recoge tus ideas, las elabora y madura en la inconsciente vigilia del sueño. Soy aquel que modela las fantasías del subconsciente y da alas a tu imaginación. El que extrae de ti todo lo bueno, sabio y noble que almacenas en el espíritu. Quien hace florecer el lado más ruin y mezquino del ser que llevas dentro, el mismo que almacena todas las debilidades y miedos, esperanzas y deseos que conforman tu carácter.

Se alejó hacia la ventana con aire distraído y meditabundo, murmurando.

―Sin ti no soy nadie. ¡No existo! Me desvanezco en el profundo y espeso vacío de la nada.

―Luego… ¡¿Eres un producto de mi fantasía?! ―exclamé derrotado―. ¡No eres real! ―la esperanza de auxilio se desvanecía apenas nacer.

Se dio la vuelta lentamente. La enigmática sonrisa había retornado a sus labios.

―Tan real como tú mismo. Es tu voluntad la que me mantiene activo, necesito tu energía para continuar trabajando. Así como tú me complementas, yo soy parte imprescindible de tu ser. Sin mí no serías capaz de distinguir los límites de la razón o la sinrazón. No vivirías tus anhelos y sueños. No sentirías amor ni odio, no tendrías esperanzas, alegría ni dolor. En resumen, ¡no serías humano!

Las fuerzas me iban abandonando, la enajenación del cerebro era cada vez más evidente. A pesar de ello, no sé de dónde saqué el ánimo, pero me sorprendí con una inusual y sonora carcajada que resonó macabra y distante, como si viniera de lo más profundo de los infiernos.

Estaba enloquecido por el miedo. No sabía si reír o llorar, lo cierto fue que me sorprendí haciendo ambas cosas a la vez.  Reía de lo absurdo e irónico de la situación, de la sinrazón de estar hablando, en medio de la noche, con un desconocido que conocía más detalles de mi vida que yo mismo. Reía de la propia impotencia para moverme, para comprender lo que estaba sucediendo y, sobre todo, me reía de la incapacidad de reacción para analizar y resolver aquella absurda y fatídica situación límite. Al mismo tiempo, lloraba aterrado, buscando consuelo y apoyo, a semejanza de un niño ante su primera caída.

―¿Por qué hoy? ¿Por qué apareces ante mí después de tantos años?

―¿Por qué? Porque tu vida pende de un hilo, te encuentras al límite de lo terrenal y lo eterno. Esta noche es la franja de tiempo que decidirá tu próximo despertar.

―Así. ¡Todo está terminado! ―exclamé con desánimo―. ¿No hay recorrido de vuelta en esta andadura final?

Dejé caer pesadamente la cabeza en la mullida almohada. Apenas tenía fuerzas para continuar la conversación.

―¡Tal vez sea mejor así! ―murmuré a media voz―. Lo cierto es que hace mucho tiempo que no encuentro sentido a esta absurda existencia. Desde muy joven lo único que me ha mantenido vivo ha sido la pasión por escribir. Las personas, con las que he mantenido relación, se han movido alrededor mío como piezas de un gran tablero de ajedrez. Ninguna de ellas ha conseguido hacer vibrar mis fibras más sensibles. Nadie me ha dejado huella en el corazón. Los únicos recuerdos de cariño y añoranza se remontan a la niñez, cuando todo era fácil, cálido y emocionante. Con la edad adulta vino el desarraigo, no solo familiar sino del resto del mundo.

Ya no podía hablar. A cada momento crecía la dificultad para respirar. La voz era tan imperceptible que me costaba oírla, aun saliendo de mi interior. A pesar de ello, continué con aquel soliloquio como si de una última confesión se tratara.

Mientras, el extraño visitante, miraba con aire ausente a través de la ventana por la que comenzaba a aparecer un ligero resplandor matutino.

―Aún así, ¡no comprendo tu presencia! Si en realidad me conoces como dices, nadie mejor que tú sabe estos tristes y oscuros sentimientos, al igual que mis más amargos desengaños.

Se volvió mirándome mientras decía:

―Por esa razón me he presentado ante ti. Para que conozcas la gravedad de tu situación y reacciones poniendo remedio a un fatídico final sin retorno. Solo tú puedes paralizar el proceso de nuestra mutua destrucción.

Moví la cabeza con gesto dubitativo.

―Para qué engañarse ―una cínica sonrisa afloró a los resecos labios―. Mi vida no merece ser vivida. Nadie me espera, ninguno se apenará cuando haya partido. El mundo seguirá su curso sin mí; transcurrirán los días y las noches hasta el final de los tiempos, sin que la humilde huella de mis pasos haya dejado rastro de tan efímera presencia.

El desconocido caminó hacia donde me encontraba diciendo con creciente vehemencia:

–No, eso no es cierto. ¿Cómo has podido olvidar tan rápidamente el camino recorrido durante más de quince años? ¿Qué ocurre con tus obras anteriores? ¿Dónde queda todo tu trabajo? Eres un escritor famoso, un genio de la narrativa. Miles de personas han leído tus libros en todo el mundo y se han inmerso en las enmarañadas vidas de tus personajes. Han vivido con ellos, con ellos han sentido y llorado, han reído y se han enamorado. Tú eres el creador, el padre de todos. Al igual que yo ellos también son parte de ti. Te necesitan para seguir subsistiendo. Si abandonas ahora, todos desaparecerán, morirán antes de haber nacido, se esfumarán en el olvido del desconocimiento.

Se acercó, cogiéndome por los hombros y zarandeándome, como si de un simple pelele se tratara. No opuse resistencia alguna.

―¡Tienes que vivir para seguir creando! ¿Qué importancia tiene que algunos no comprendan tu mensaje? Otros muchos, miles, millones tal vez, esperan anhelantes el nacimiento de nuevas ideas. Ansían que tus fantasías y relatos les ayuden a olvidar la materialidad de sus vidas, encontrando sentido a tantas y tantas cosas difíciles de asimilar en el desarrollo de su insulsa existencia

Me soltó súbitamente, incorporándose, al tiempo que decía con cierto aire de solemnidad:

―Como te he dicho. Sólo tú puedes frenar esta loca sinrazón. Antes de marcharme, quiero enseñarte algo. ―Extrajo un pequeño libro del bolsillo―. Tu obra póstuma, «La novela de tu vida». Como puedes ver, está finalizada, solo falta un breve y conciso «epílogo» para completarla ―colocó el libro entre mis manos y sentenció―. El número de páginas depende de ti. ¡No queda tiempo para más!

Contemplé atónito el libro, su simple tacto quemaba las yemas de mis dedos. Noté como los ojos se inundaban nuevamente de lágrimas, fiel reflejo del dolor que sentía en las entrañas. Vi como el enigmático visitante nocturno se alejaba lentamente, a la vez que un hasta entonces desconocido sentimiento iba desgarrándome, como si parte de mi propio ser se marchara tras él, dejándome roto, incompleto, en la más absoluta desnudez.

Fijé la vista en el libro abandonado entre las sábanas y pregunté con tristeza:

–Dime, ¿quién eres?

Se paró sin siquiera volver el rostro, dejó caer la cabeza abatido y contestó quedamente, como en un suspiro.

―¿Aún no lo has comprendido? ¡Soy tu inspiración!

Una ráfaga de viento abrió la ventana de par en par. La luz de la mañana forcejeaba, con las sombras de la noche, por abrirse paso en la revuelta estancia donde tenían lugar tan macabros acontecimientos. 

Una campana comenzó a sonar lenta y acompasada; el lejano sonido llegaba a mis oídos, amortiguado por los suaves gorjeos de las aves que armonizaban su canto al compás del murmullo de las aguas del cercano río. Las hojas de los árboles susurraban dulcemente, sumándose al melodioso canto del despertar de la Naturaleza.

Miré hacia la abierta ventana y no vi a nadie. ¡Estaba solo!

Cerré los ojos con la certeza de no volver a despertar. Todo desapareció en el entorno, en aquel momento, perdí la noción de mi propio cuerpo. Ya no sentía frío ni dolor, tampoco miedo, ni tan siquiera angustia... Solo lograba escuchar aquel hermoso sonido que me iba inundando lentamente, con su suave y plácida calidez. Parecía fluir a través de mis venas, llegando en su recorrido hasta el corazón.

¡Qué hermosa sensación! Me sentí más vivo que nunca. ¡Por fin me había encontrado a mí mismo!