–Hemos enseñado una lección a esos norteamericanos[33] - dijo Escobedo con un aire de soberbia que casi le hizo olvidar su propósito.

–¿Y cómo han replicado?

Escobedo hizo un gesto de poder y satisfacción.

–La picadura de un insecto.

–Usted comprenderá que todos mis esfuerzos por obtener una fuente de información valiosa han quedado en nada. Se ha cagado en ellos…

–¿Cuál era la fuente?

–La secretaria privada del director del FBI -respondió Cortez, también con una sonrisa satisfecha.

–¿No puede volver a usarla? – preguntó Escobedo, perplejo.

¡Idiota!

–No, a menos que quiera que me detengan, jefe. Y, en ese caso, no volvería a serle útil. La información que esa mujer nos brindaba, la hubiéramos usado durante años. Nos hubiese permitido descubrir cualquier intento de infiltrar la organización y también las nuevas ideas de los norteamericanos. Las hubiéramos contrarrestado cuidadosamente, y hubiéramos protegido nuestro negocio a la vez que les permitíamos alguno que otro éxito, para evitar sospechas.

Cortez estuvo a punto de decir que había descubierto por qué desaparecían tantos aviones, pero calló. En realidad, no conseguía dominar su ira. En verdad, era posible reemplazar al hombre que se sentaba detrás del escritorio. Pero antes debía demostrar su valía, para que los criminales comprendieran que él les sería más útil que ese bufón. Mejor dejar que se cocieran en su propia salsa: así apreciaban la diferencia entre un profesional del espionaje y un hato de contrabandistas, autodidactas y excesivamente ricos.

Ryan contemplaba el océano desde doce mil metros de altura. No era difícil acostumbrarse a que lo trataran como un VIP. Como jefe de un directorio, le correspondía un vuelo especial desde Andrews hasta una base aérea militar en el cuartel de la OTAN, en Monza. Representaba a la CIA en una reunión bienal con otros jefes de inteligencia de la Alianza Europea. Era una reunión importante. Tenía que presentar un informe y causar buena impresión. Aunque conocía a muchos de los asistentes, sólo había sido un mensajero jerárquico de James Greer hasta entonces. Ahora tenía que demostrar lo que valía. Y estaba seguro de que lo conseguiría. Era un hombre importante, lo acompañaban tres jefes de departamento y tenía un asiento muy cómodo en un VC-20A. No sabía que Emil Jacobs había volado en ese mismo avión a Colombia. Tanto mejor; a pesar de su cultura, Ryan era supersticioso.

Como director ejecutivo adjunto a cargo de investigaciones, Bill Shaw era el funcionario más antiguo del FBI y, por lo tanto, el director interino hasta que el Presidente designara un nuevo director, de acuerdo con el Senado. Esto tomaría algún tiempo. Ese año había elecciones presidenciales, y la gente, al comenzar el verano, no pensaba en designaciones, sino en congresos partidistas. A Shaw no le molestaba. Él estaba al mando y en un caso de semejante envergadura era conveniente para el FBI tener un policía experimentado al timón. Las «realidades políticas» no desvelaban a William Shaw. Los agentes estaban para resolver casos criminales, y eso era lo único que le importaba. Lo primero que hizo al enterarse de la muerte del director Jacobs fue llamar a su amigo, Dan Murray, para que se ocupara de controlar el caso como subdirector adjunto. Había dos aspectos de la cuestión: la investigación en Colombia y la otra en Washington. Con su experiencia en Londres, Murray sabría evaluar si la investigación en el extranjero se desarrollaba a satisfacción del FBI. Murray llegó a la oficina de Shaw a las siete de la mañana. Había dormido muy poco en las últimas cuarenta y ocho horas, pero tendría tiempo de dar unas cabezadas en el avión, durante el viaje a Chicago para asistir al funeral del director.

–Bueno, a ver.

–Acabo de hablar con Morales en Bogotá -dijo Dan al abrir el legajo-. El tipo que cayó es un tirador del M-19. No sabe una mierda. Héctor Buente, 20 años, expulsado de la Universidad de los Andes por malas calificaciones. Parece que los locales le sacudieron el polvo un poco. Morales dice que están bastante furiosos, pero la cosa es que el chico sabe muy poco. Les avisaron hace varios días que estuvieran alerta porque había un trabajo importante, pero sólo se enteraron del qué y el dónde con cuatro horas de antelación. No sabían que había otra persona en el coche, aparte del embajador. Y ahora que lo recuerdo, había otro grupo de tiradores, emboscados en otra ruta. La Policía tiene algunos nombres, y no dejan piedra sin remover. Me parece que por esa vía no vamos a ninguna parte. Fue un trabajo contratado, y los responsables desaparecieron sin dejar huellas.

–¿Y los lugares desde donde dispararon?

–Son dos apartamentos, seguro que los habían estudiado muy bien. En el momento justo, entraron, maniataron a los ocupantes, o más precisamente los esposaron, y se sentaron a esperar. Un trabajo muy profesional del principio al fin -dijo Murray.

–¿Cuatro horas?

–Exacto.

–O sea después de que el avión despegara de Andrews -musitó Shaw.

–Lo cual significa que la filtración se produjo aquí -asintió Murray-. El destino final del avión era Granada, donde fue a parar. Cambiaron la ruta dos horas antes de llegar a destino. El único tipo colombiano que estaba enterado del viaje era el ministro de Justicia, que hizo correr la voz tres horas antes del aterrizaje. Otros altos funcionarios de Gobierno sabían que algo iba a suceder, de ahí la alerta a nuestros amigos del M-19, pero los tiempos no cierran. La filtración se produjo aquí, salvo que fuera el ministro en persona. Morales dice que no es posible. Que es incorruptible, honrado como Dios, y con los cojones muy bien puestos. No tiene amantes que pudieran hablar. No cabe duda de que fue aquí, Bill.

Shaw se frotó los ojos con fuerza. Quería un café, pero ya había tomado cafeína en cantidad suficiente para hiperactivar una estatua.

–Sigue.

–Hablamos con todos aquellos que tuvieron algo que ver con el viaje. Por supuesto que nadie admite haber hablado. Pedí una orden judicial para verificar las comunicaciones telefónicas, pero creo que no vamos a descubrir nada por ese lado.

–¿Qué me dices de…?

–Ya sé, el personal en la base Andrews -sonrió Dan-. Están todos en la lista de sospechosos. Eran cuarenta, como máximo, los que sabían que el director iba a viajar. Eso incluye a los que se enteraron una hora después del despegue.

–¿Las pruebas físicas?

–Tenemos un lanzamisiles RPG y armas surtidas. Los soldados colombianos reaccionaron muy bien… hay que tener huevos para entrar en un edificio donde uno sabe que hay armas pesadas. Los del M-19 portaban armas ligeras del bloque soviético, creo que de Cuba, pero eso es circunstancial. Quiero pedirles a los soviéticos que nos ayuden a identificar el lote y el embarque del RPG.

–¿Crees que nos ayudarán?

–Negarse es lo peor que pueden hacer, Bill. Veamos si el glasnost es algo más que cháchara.

–Está bien, adelante con eso.

–Por lo demás, el aspecto físico no tiene muchos secretos, a lo sumo confirmará lo que ya sabemos. Tal vez los colombianos puedan descubrir algo a través del M-19, aunque lo dudo. Hace años que tratan de desarticular ese grupo, pero es un hueso duro de roer.

–De acuerdo.

–Pareces exhausto, Bill -comentó Murray-. Deja que los agentes jóvenes hagan el esfuerzo. Los viejos como nosotros tenemos que ahorrar fuerzas.

–Sí, lo sé, pero mira el trabajo que tengo acumulado -dijo Shaw señalando su escritorio.

–¿Cuándo nos vamos?

–A las diez y media.

–Bueno, voy a echarme una siesta en el sofá de mi despacho. ¿Por qué no haces lo mismo?

No es mala idea, pensó Shaw. A los diez minutos, a pesar de los innumerables cafés que había bebido, dormía tendido en su sofá. Una hora más tarde, Moira Wolfe llamó a su puerta. La secretaria de Shaw no había llegado aún. Tenía algo importante que decirle, pero no quería abrir la puerta ni despertarlo. Se lo diría más tarde, en el avión.

–Buenos días, Moira -dijo la secretaria de Shaw, que llegaba en ese momento-. ¿Algún problema?

–Vine a hablar con Mr. Shaw, pero creo que duerme. Ha estado trabajando sin descanso desde…

–Lo sé. Y a ti no te vendrían mal unas horas de sueño.

–Dormiré esta noche.

–¿Quieres que le diga…?

–No, hablaré con él en el avión.

Hubo inconvenientes con la orden judicial. El fiscal se equivocó de juez, y el agente tuvo que hacer antesala hasta las 9:30, porque, ese lunes, el magistrado llegó tarde a su despacho. Obtenido el documento legal, se dirigió a la oficina más cercana de Bell Telephone, que tenía acceso a los registros de llamadas. La lista sumaba casi un centenar de nombres, más de doscientos números y sesenta y una tarjetas de crédito, algunas de las cuales no eran de la American Telephone and Telegraph. Una hora después, el agente recibió la lista de los registros y verificó los números que había anotado para asegurarse de que no hubiera errores ni saltos. Se trataba de un agente novato, apenas salido de la Academia, y era la primera vez que lo destinaban a la oficina en Washington. Cumplía una importante tarea de mensajero mientras el supervisor le enseñaba los rudimentos del trabajo en la calle, y no prestó la suficiente atención a los datos que acababa de obtener. Por ejemplo, ignoraba que 58 era el prefijo indicativo de una llamada internacional a Venezuela. Pero era joven, y descubriría ese detalle antes del almuerzo.

El avión era un VC-135, la versión militar del viejo 707. Carecía de ventanillas, para placer de los pasajeros, pero tenía una gran puerta trasera, por donde metieron al director Jacobs para su último vuelo. El Presidente viajaba en otro avión, que debía llegar al aeropuerto internacional de O'Hare minutos antes de éste. Estaba previsto que hablara en el templo y en el cementerio.

Shaw, Murray y otros altos funcionarios del FBI viajaban en el segundo avión, que solía ser usado para esa clase de tareas y estaba equipado con los herrajes necesarios para sujetar el ataúd en el sector delantero de la cabina. Así tenían oportunidad de contemplar el cajón de roble lustrado durante todo el viaje, sin una sola ventanilla que los distrajera. Eso era lo más elocuente de todo. El viaje transcurrió en silencio, sólo el zumbido de las turbinas acompañaba a vivos y muertos.

Pero el avión pertenecía a la flota presidencial, y estaba dotado de los equipos de comunicaciones correspondientes. Un teniente de la Fuerza Aérea entró a la cabina, preguntó quién era Murray y lo condujo a la consola de comunicaciones.

Sentada diez metros atrás de los funcionarios, Mrs. Wolfe lloraba en silencio. Recordaba que debía hablar con Mr. Shaw, pero no era el momento ni el lugar. Además, no tenía importancia: había cometido un error en el interrogatorio de la tarde anterior. Seguramente se debía al shock producido por lo sucedido. Era tan… horrible. En los últimos años había perdido a seres queridos, y después de ese fin de semana se sentía… ¿cómo? ¿Confundida? Tal vez. Pero no era el momento. Ahora debía recordar al mejor jefe que jamás había tenido, que había sido tan atento con ella como con los agentes que lo lisonjeaban. Vio que Mr. Murray se dirigía hacia el morro del aparato, pasando junto al cajón que ella había rozado con la mano para dar el último adiós al director.

La comunicación duró apenas un minuto. Luego Murray salió de la cabina de transmisiones, con el rostro impasible, como siempre. Moira observó que no miraba el ataúd al pasar. Mantuvo la vista clavada en el fondo de la cabina hasta llegar a su asiento, junto a su esposa.

–¡Mierda! – murmuró Dan al sentarse. Su esposa lo miró sorprendida. Uno no hablaba así durante un funeral. Le rozó el brazo, pero Murray meneó la cabeza. Cuando la miró, su expresión no era de dolor, sino de tristeza.

El vuelo duró poco más de una hora. El ataúd del director fue retirado por la guardia de honor, muy atildada con sus uniformes de gala. Luego, los pasajeros bajaron a la pista de asfalto, donde el resto del cortejo los aguardaba, bajo la mirada de lejanas cámaras de televisión. La guardia de honor alzó el ataúd e inició la marcha detrás de dos banderas, la de su nación y la del FBI, con la divisa «Fidelidad-Bravura-Integridad». Murray contempló la bandera que ondeaba al viento. Palabras intangibles, en realidad. Pero no era el momento de hablar con Bill, pues los demás se darían cuenta.

–Ahora sabemos por qué destruimos la pista -dijo Chávez, que miraba la ceremonia por televisión, en el casino de suboficiales del cuartel. Por fin comprendía de qué se trataba.

–Entonces, ¿por qué nos sacaron de aquel lugar? – preguntó Vega.

–Volveremos, Oso. Y a un lugar donde hay poco aire.

Larson no necesitó enterarse por la televisión. Inclinado sobre el mapa, indicaba los centros, conocidos y posibles, del procesamiento de drogas al sudoeste de Medellín. Conocía la zona general, como todos, pero señalar los laboratorios propiamente dichos… era más difícil. En todo caso, se trataba de un problema tecnológico. En Estados Unidos les había llevado tres décadas perfeccionar la tecnología de reconocimiento de terreno. Había viajado a Estados Unidos, según dijo a sus patrones, para recibir un nuevo avión que, en apariencia, tenía problemas en los motores.

–¿Cuándo comenzó esto?

–Hace un par de meses -dijo Ritter.

A pesar de la escasez de datos, la tarea no era tan difícil. Tenían registrados todos los pueblos y aldeas de la zona, incluso las casas. Como había corriente eléctrica, se las localizaba con facilidad, y la computadora electrónica las iba borrando. Las fuentes de energía que quedaran no eran pueblos, aldeas ni propiedades rurales aisladas. Habían resuelto arbitrariamente que todo lo que apareciera dos veces en una misma semana era demasiado obvio y debía ser borrado. Quedaban así unos sesenta puntos que aparecían y desaparecían de acuerdo con una tabla adyacente al mapa y a las fotografías. Cada uno representaba un posible centro de procesamiento de hojas de coca. Desde luego, eran campamentos de los Boy Scouts colombianos.

–No se los puede localizar por métodos químicos -dijo Ritter-. Ya lo he intentado. Las concentraciones de éter y acetona en el aire son las que cabría esperar por el uso normal de quitaesmalte de uñas. Además, están todos los procesos bioquímicos propios del lugar. Es una selva, ¿no? La materia orgánica se pudre en el suelo y libera toda clase de sustancias químicas. Así que el satélite sólo nos da las imágenes infrarrojas. ¿Todavía trabajan de noche? ¿Por qué?

–Les queda la costumbre desde la época en que el Ejército los cazaba activamente. Supongo que lo harán por hábito.

–Bueno, tenemos un punto de partida, ¿no?

–¿Adónde nos lleva?

Murray jamás había asistido a un funeral judío. No era muy distinto de la ceremonia católica. Aunque no comprendía el idioma, el mensaje era similar. Señor, te devolvemos a un buen hombre. Gracias por prestárnoslo durante un tiempo. El panegírico presidencial, escrito por el mejor speechwriter de la Casa Blanca, era de lo más conceptuoso, con citas de la Torá, el Talmud y el Nuevo Testamento. Luego se refería a la justicia, el dios secular al que Emil había servido durante toda su vida adulta. Sin embargo, en el último tramo del discurso, cuando dijo que los hombres debían desterrar el deseo de venganza de sus corazones, Murray pensó que… no eran palabras sinceras. El discurso era muy poético, pero, en ese momento, hablaba como un político. ¿Me estoy dejando llevar por mi cinismo?, se preguntó el agente. Era un policía, la justicia para él significaba que los hijos de puta que cometían crímenes debían sufrir el consiguiente castigo. Evidentemente, a pesar de que hablaba como un estadista, el Presidente pensaba lo mismo. Lo cual a Murray le parecía muy bien.

Los soldados observaban la escena por televisión, casi en silencio. Algunos afilaban sus cuchillos en las piedras de amolar, pero la mayoría escuchaba en silencio a su Presidente. Sabían quién había matado al hombre cuyo nombre pocos habían oído mencionar antes de su muerte. Chávez había sido el primero en llegar a la conclusión acertada, pero no se necesitaba mucha imaginación para ello. Aceptaron la noticia tácita con flema. Era una prueba adicional de que el enemigo había atacado uno de los símbolos más importantes de la nación. Ahí estaba la bandera de Estados Unidos tendida sobre el ataúd. También estaba la bandera de la Agencia que el hombre había presidido, pero no era trabajo para la Policía. Por eso los soldados se miraban en silencio mientras el comandante en jefe pronunciaba su discurso. Y cuando terminó, su propio jefe entró en el lugar.

–Volvemos esta noche. Afortunadamente, a donde vamos, no hace tanto calor -dijo el capitán Ramírez a sus hombres. Chávez miró a Vega y le guiñó un ojo.

El USS Ranger zarpó con la marea, arrastrado por una flotilla de remolcadores, mientras sus escoltas lo esperaban fuera del puerto, agitados por las grandes olas del Pacífico. Una hora después, ya fuera del puerto, navegaba a veinte nudos. Otra hora más, y fue el momento de iniciar las operaciones de vuelo. Primero llegaron los helicópteros, uno de los cuales se reabasteció de combustible y alzó el vuelo para ocupar su puesto de vigía aéreo frente al cuarto de estribor. Los primeros aviones de ala fija fueron los bombarderos «Intruder» al mando de su jefe, el comandante Jensen. Al partir había visto que la nave de municiones, USS Shasta, calentaba sus motores. Esa nave formaba parte de la escuadra de abastecimiento, que zarpaba dos horas después de la escuadra de combate. El Shasta llevaba las armas que Jensen arrojaría. Conocía el tipo de blancos a los que debía apuntar. Ignoraba los lugares exactos, pero sí tenía una idea general, y, como se dijo al bajar de su avión, no quería saber más. Ya le habían dicho que los «daños colaterales» no eran problema suyo. Qué palabra tan extraña, pensó. Daños colaterales. Qué término tan frío para referirse a personas que iban a morir, sólo porque el Destino había determinado que estarían en determinado lugar y a determinada hora. Sentía compasión por esa gente, aunque no mucha.

Clark llegó a Bogotá esa misma tarde. Nadie fue a esperarlo. Alquiló un coche, partió y se detuvo en un camino vecinal, a cierta distancia del aeropuerto. Durante varios minutos esperó, inquieto, a que llegara otro automóvil. El conductor, un agente de la CIA en la oficina local, le entregó un paquete y se alejó sin decir palabra. El paquete no era grande, pesaba unos quince kilos, la mitad de los cuales correspondían a un robusto trípode. Lo puso con cuidado en el suelo del coche y se alejó. En su vida había entregado unos cuantos «mensajes», pero ninguno tan contundente. La idea era suya…, si no del todo, en buena medida. Eso lo hacía un poco más tolerable.

El VC-135 partió dos horas después del funeral. Lástima que no hubiera un velatorio en Chicago. Ésa era una costumbre irlandesa, no de judíos oriundos de Europa Oriental, pero Dan Murray estaba seguro de que a Emil le hubiera gustado. Donde quiera que estuviera, hubiese sonreído al ver cómo alzaban jarras de cerveza o vasos de whisky para brindar por su memoria. Pero no era el momento de pensar en eso. A petición suya, su esposa se había sentado con la de Shaw en otra parte del avión para que él pudiera conversar con Bill. Desde luego, éste se dio cuenta, pero antes de preguntar esperó a que el avión levantara vuelo.

–¿Qué sucede?

Murray le entregó la hoja que había retirado del fax del avión unas horas antes.

–¡Mierda! – dijo Shaw por lo bajo-. ¡Moira, no! ¡Ella no!

XVI. LISTA DE BLANCOS

–Estoy abierto a cualquier sugerencia -dijo Murray, pero al instante sintió remordimientos.

–¡Por Dios, Dan! – exclamó Shaw de pronto. Su tez había tomado un color ceniciento.

–Perdona, pero…, ¡joder, Bill!, ¿quieres ir derecho al grano o buscamos la salida fácil?

–Derecho.

–Uno de los chicos de la oficina local le formuló el interrogatorio de rigor. Ella dice que no lo comentó con nadie. Puede ser, ¿pero a quién carajo llamó en Venezuela? Verificaron los registros de todo el año anterior, pero no hubo llamadas anteriores. El chico al que le encomendé la tarea investigó un poco más. El número al que ella telefoneó es de un apartamento, y el teléfono de allá hizo una llamada a Colombia poco después de recibir la de Moira.

–Dios mío. – Shaw meneó la cabeza. Si se hubiera tratado de otro, su reacción hubiera sido de ira, pero Moira trabajaba como secretaria de Jacobs desde antes de que él fuera director, cuando comandaba la oficina de Nueva York.

–Tal vez fue un acto inocente, o una casualidad -dijo Murray, pero eso no mejoró el ánimo de Bill.

–¿Quieres evaluar las probabilidades de que fuese así?

–No.

–Bueno, del aeropuerto nos vamos todos al trabajo. La llamaré a mi despacho una hora después de llegar. Quiero que estés presente.

–De acuerdo.

Murray meneó la cabeza. La había visto llorar junto a la tumba. Había conocido toda clase de traidores y visto mucha deslealtad durante su carrera, pero no podía pensar eso de Moira. Es casualidad, no puede ser otra cosa. Tal vez su hijo se escribe con un chico de allá. O algo así, ¡qué sé yo!, se dijo.

Los detectives que registraban la casa del sargento Braden hallaron lo que buscaban. Poca cosa: apenas el estuche de una cámara. Pero era una «Nikon» F-3 con lentes por valor de ocho o nueve mil dólares. El sueldo de sargento de Policía no permitía semejante gasto. Mientras los agentes registraban el resto de la casa, el oficial a cargo de la investigación llamó a la oficina de la «Nikon» para preguntar si el dueño de la cámara con tal número de serie había solicitado garantía. La respuesta fue afirmativa. Y al escuchar el nombre correspondiente, el oficial comprendió que debía dar parte al FBI. Era un caso federal, y, por otra parte, quería proteger la memoria de un hombre que en vida había sido un polizonte corrupto. Porque, con independencia de lo que hubiera hecho, quedaban sus hijos. Tal vez el FBI lo comprendiera.

Sabía que cometía un crimen federal, pero el abogado consideraba que tenía un deber para con sus defendidos. Era una de esas cuestiones oscuras que aparecen poco en los textos de Derecho pero con frecuencia en los tomos de jurisprudencia. Estaba convencido de que se había cometido un crimen, que nadie investigaba, y que su esclarecimiento facilitaría la defensa de dos hombres para quienes el fiscal había solicitado la pena máxima por homicidio. Pensaba que no lo descubrirían, pero si eso sucedía, tendría buenos argumentos para justificar su acción ante la comisión de ética profesional del Colegio de Abogados del Estado. Tenía un deber profesional que cumplir, y, además, repudiaba la pena de muerte. Para Edward Stuart, la decisión era inevitable.

Ya no la llamaban la Hora Feliz en el casino de suboficiales de la base; aunque, en el fondo, nada había cambiado. Stuart había servido en la Armada como oficial auditor a bordo de un portaaviones -una ciudad flotante de seis mil personas necesitaba un abogado o dos- y conocía bien a los marineros. En una tienda de uniformes había adquirido la ropa y los galones de un oficial pañolero de los guardacostas. Cuando llegó a la base fue derecho al casino, donde sabía que, en tanto pagara sus copas en efectivo, nadie advertiría su presencia. Había servido como pañolero en el buque de la Armada, Eisenhower, y conocía la jerga lo suficiente para aprobar un examen superficial de autenticidad. Ahora tenía que identificar a un tripulante del Panache.

La nave estaba en mantenimiento, como siempre sucedía antes de iniciar una misión de patrullaje, y los tripulantes no dejarían de acudir al casino a disfrutar unas cervezas antes de zarpar. Era cuestión de identificar a los tipos que necesitaba. Sabía sus nombres y había repasado los noticieros de televisión para recordar sus caras. Por pura buena suerte, se topó con Bob Riley. Sabía más de él que de los demás suboficiales superiores.

El suboficial principal ayudante de contramaestre llegó a las 16.30, después de haber pasado diez horas en la tórrida cubierta, supervisando diversos trabajos de mantenimiento. Había comido poco y consideraba que unas cuantas jarras de cerveza le devolverían los fluidos y electrólitos que había perdido bajo el sol de Alabama. La camarera lo vio entrar y le sirvió una jarra muy grande de cerveza antes de que llegara a la barra. Un minuto, y media cerveza, después, Edward Stuart lo abordó.

–¿Bob Riley?

–Así es -dijo el contramaestre sin volverse-. ¿Quién es usted?

–Sabía que no me recordaría. Soy Matt Stevens. Una vez, hace años, me rompió el culo a patadas en el viejo Mellon. Dijo que no iba a servir para una mierda.

–Parece que me equivoqué -repuso Riley, tratando de recordar aquel rostro.

–No, tenía razón. Yo era un pobre infeliz, pero usted…, bueno, creo que estoy en deuda con usted, principal. Aprendí y me fue bien, sobre todo por lo que usted dijo. – Stuart extendió la mano-. Por lo menos, le debo una cerveza.

No era la primera vez que alguien abordaba así a Riley.

–Bueno, qué se le va a hacer. A todos nos viene bien una sacudida de vez en cuando. A mí me la dieron cuando empezaba.

–Y yo ya se la hice a uno o dos muchachos -sonrió Stuart-. Un suboficial principal tiene que ser serio y responsable, ¿no? Si no, ¿quién cuida a los oficiales?

Riley asintió.

–¿Quién es su jefe ahora?

–El almirante Hally. Vino a Buzzard's Point a conferenciar con los jefes de la base. Creo que han ido a jugar al golf. Nunca aprendí a jugar. ¿Usted está en el Panache, creo?

–Sí, señor.

–¿Con el capitán Wegener?

–Así es. – Riley vació su jarra. Stuart indicó a la camarera que les sirviera de nuevo.

–¿Es tan bueno como dicen?

–Red es mejor marinero que yo -reconoció Riley, muy serio.

–Eso es imposible, principal. A mí no me convence. Recuerde que estuve allí cuando llegó ese buque… ¿Cómo se llamaba ese cisterna que se partió en dos?

Arctic Star. -Riley sonrió al recordarlo-. Joder, ese día sí que nos ganamos la paga.

–Sí, lo vi. Creí que usted estaba loco, qué joder. Ahora, lo único que manejo es la computadora personal del almirante, pero estuve en un remolcador que salía de Norfolk, antes de llegar a principal. Claro que no fue nada parecido a lo del Arctic Star.

–No es para despreciarlo, Matt. Cada puesto tiene sus ventajas. Yo ya estoy viejo para esas locuras.

–¿Qué tal es la cocina aquí?

–No está mal.

–Invito yo.

–Matt, honestamente, ni siquiera recuerdo lo que pasó.

–Yo sí -le aseguró Stuart-. Si no hubiera sido por eso, me hubiera ido a la mierda. De veras, tengo una deuda con usted. Vamos.

Ocuparon un reservado junto a la pared y bebían la tercera jarra de cerveza cuando el suboficial mayor Oreza apareció.

–Aquí, Portugués -dijo Riley a su camarada.

–Veo que hay buena cerveza, Bob.

–Te presento a Matt Stevens. Estuvimos juntos en el Mellon. ¿Alguna vez te hablé sobre el Arctic Star?

–Apenas treinta o cuarenta veces -dijo Oreza.

–¿Recuerda cómo fue, Matt?

–Es que no alcancé a ver todo lo que pasó, y…

–Claro, los muchachos vomitaban hasta las tripas. Soplaba un verdadero huracán. El helicóptero no podía despegar, y este cisterna… quiero decir, el cuarto de popa, porque el de proa se había ido a pique…, estaba a punto de…

Una hora, y dos cervezas, después, los tres consumían una ristra de salchichas alemanas con sauerkraut[34], la mejor combinación con la cerveza. Stuart les habló sobre su almirante, el auditor en jefe del Servicio de Guardacostas, en el cual los oficiales del cuerpo también pertenecen al cuerpo de comando, saben comandar buques y dirigir hombres.

–Oigan, se habla mucho sobre lo que le hicieron a ese par de narcos hijos de puta. ¿Es verdad lo que dicen?

–¿Y qué es lo que dicen? – preguntó Oreza, que todavía no estaba mareado del todo.

–Eso de que los del FBI vinieron a ver a Hally, saben. Yo mismo grabé los informes en la computadora.

–¿Qué dijeron los del FBI?

–Es que no puedo… bueno, a la mierda con eso. No pasa nada con ustedes. El FBI no los va a perseguir. Le dijeron al capitán: «Vete, y no peques más». La confesión que arrancaron a ese par de hijos de puta… ¿no se enteraron? La Operación TARPÓN. Todo empezó gracias a ustedes. ¿No lo sabían?

–¿Si sabíamos qué? – Hacía varios días que Riley no leía el diario ni veía la televisión. Estaba enterado de la muerte del director del FBI, pero no tenía la menor idea de que tuviera alguna relación con su zafarrancho de ejecución, como él lo llamaba en la intimidad de su camarote.

Stuart les dijo todo lo que sabía, que era bastante.

–¿Quinientos millones de dólares? – musitó Oreza-. Podrían comprarnos un par de cascos de barco nuevos.

–Que no nos vendrían nada mal -asintió Stuart-. Díganme, no es verdad que… ahorcaron a uno de los infelices. – El abogado sacó un micrograbador «Radio Shack» del bolsillo y elevó el volumen al máximo.

–Fue idea del Portugués -dijo Riley.

–Pero no hubiera podido hacerlo sin tu ayuda, Bob -lo interrumpió Oreza, generoso.

–El problema era cómo hacerlo -explicó Riley-. Tenía que parecer verdad para que el más pequeño se cagara de miedo. La verdad, no fue gran cosa. El farmacéutico puso una inyección de éter para dormirlo y yo le até un arnés a la espalda. Cuando lo llevamos a cubierta, el nudo corredizo tenía también un gancho. Entonces le puse el nudo corredizo al cuello; pero, al mismo tiempo, pasamos el gancho por el arnés. Lo alzamos por la espalda, no por el cuello. No queríamos matarlo…; mejor dicho, yo, sí, pero Red pensó que no era lo más conveniente. – El contramaestre y su ayudante intercambiaron sonrisas.

–La otra cuestión era la capucha -dijo Oreza-. Le tapamos la cabeza, pero adentro había una gasa empapada en éter. El hijo de puta chilló como un marrano, pero cuando lo alzamos a la verga, ya estaba dormido.

–El más bajo se lo creyó. ¡Se meó en los pantalones! Cuando lo bajamos al salón, cantó todo lo que sabía. Claro que al otro lo bajamos en seguida. Habían estado fumando porros todo el día, creo que no se dieron cuenta de nada.

Claro que no.

–¿Porros?

–Fue idea de Red. Tenían una provisión… parecían cigarrillos. Se los devolvimos y se pasaron el día fumando. Con eso y con el éter, no supieron qué les ocurrió.

Un poco, sí supieron, pensó Stuart, rogando para sus adentros que el aparato grabador funcionara bien.

–Ojalá los hubiéramos ahorcado en serio -dijo Riley después de una pausa-. Viejo, no se ha visto cosa igual a ese yate. Eran cuatro… los mataron como a vacas en el matadero. Yo no sabía lo que era el olor a sangre, pero allí me enteré -aseguró el contramaestre-. Violaron a la esposa y a la nena, y las descuartizaron como si fueran… ¡mierda! Desde entonces, tengo pesadillas. ¡Pesadillas, yo! ¡Joder, ojalá pudiera olvidarlo! Mi hija es de la misma edad. Los hijos de puta, la violaron, la mataron y la dieron de comer a los tiburones. Una nena que ni siquiera tenía edad para salir con un chico.

»Se supone que somos profesionales, como la Policía, ¿no? Conservamos la cabeza, no nos dejamos alterar por nada, ¿no? ¡Jo… der!

–Eso dice el manual -asintió Stuart.

–El que escribió ese manual nunca vio una cosa así -dijo el Portugués-. Los tipos capaces de hacer esto… no son personas. No sé qué mierda son, pero no son personas. El que hace una cosa así deja de serlo, Matt.

–Bueno, ¿qué quieren que les diga? – repuso Stuart, a la defensiva, abandonando por un instante su papel-. La ley se ocupa de esa clase de gente.

–Pero me parece que con la ley no vamos a ninguna parte -dijo Riley.

La diferencia entre los tipos que estaba obligado a defender y aquellos cuyo testimonio debía impugnar, pensó Stuart en medio de los vahos del alcohol, era que los malos eran sus defendidos, los buenos, no. Al hacerse pasar por suboficial de guardacostas había violado una ley para servir a un bien superior, una causa moral superior. Lo mismo habían hecho ellos. Se preguntó quién de todos tenía razón. Claro que eso carecía de importancia. La cuestión de la «razón» estaba en alguna parte, pero no en los textos de Derecho ni en los de normas éticas. Entonces, ¿dónde mierda estaba? Pero Stuart era abogado, no le interesaba la razón sino el derecho. La razón era privativa de jueces y jurados. Algo así. Cometía un error al beber tanto. La bebida aclara la confusión y confunde la claridad.

Esa vez el viaje fue mucho más agitado que antes. Los vientos del Este entraban desde el Pacífico, chocaban contra los Andes y se alzaban en busca de pasos entre las montañas, generando turbulencias a diez mil metros de altura. El vuelo a cien metros sobre el nivel del suelo era muy agitado, sobre todo porque el «Pave Low» iba en piloto automático, siguiendo las configuraciones del terreno. Johns y Willis estaban bien sujetos a sus asientos para reducir los efectos, pero sabían que los pasajeros lo pasaban muy mal con los saltos de cinco metros que el enorme «Sikorsky» daba a razón de diez por minuto. PJ no soltaba la palanca: dejaba actuar el piloto automático, pero estaba preparado para hacerse cargo ante el menor fallo del sistema. Solía decir que eso era volar en serio, lo cual significaba peligroso.

En ese momento sobrevolaban una alta meseta entre un pico de tres mil doscientos metros hacia el Sur y otro de dos mil quinientos hacia el Norte. Buena parte del viento del Pacífico atravesaba ese embudo por el cual pasaba el «Pave Low» a doscientos nudos. Llevaban mucho peso, porque habían llenado los tanques al llegar a la costa colombiana.

–Allí está Mistrato -dijo el coronel Johns. El sistema de navegación computarizado los había desviado hacia el Norte para pasar lejos de esa ciudad y de las rutas circundantes. Los dos pilotos estudiaban el terreno en busca de las luces de algún automóvil o de una casa. Habían planificado la ruta sobre la base de fotografías diurnas y nocturnas, pero siempre cabía la posibilidad de una sorpresa.

–Buck, primer aterrizaje en cuatro minutos -dijo PJ.

–Entendido.

Sobrevolaban la provincia de Risaralda, parte del gran valle entre dos enormes cadenas montañosas generadas por una falla de la corteza terrestre. PJ era aficionado a la geología. Era consciente de la fuerza requerida para elevar su aparato a semejante altura, pero la magnitud de las fuerzas capaces de elevar esas montañas casi escapaba a su comprensión.

–Aterrizaje uno a la vista -dijo el capitán Willis.

–Lo veo. – El coronel tomó la palanca y su micrófono-. Un minuto. Preparen armas.

–Entendido.

El sargento Zimmer abandonó su puesto y fue hacia atrás. El sargento Bean activó su ametralladora. Zimmer resbaló en un charco de vómito y casi cayó al suelo. Estaba habituado. El vuelo era menos agitado ahora que las montañas los protegían del viento, pero allá atrás había unos chicos muy mareados que anhelaban bajar a tierra firme lo antes posible. Para Zimmer, eso era incomprensible. En tierra había mucho peligro.

El helicóptero descendió y el primer pelotón se preparó para saltar a tierra. Lo hicieron apenas el aparato se detuvo. Zimmer los contó, verificó que nadie estuviera herido y dio la voz de partir.

La próxima vez, pensó Chávez, ¡la próxima vez no vengo, joder! No era la primera vez que volaba en condiciones turbulentas, pero no había conocido nada semejante. Encabezó el trote hacia los árboles y esperó al resto del pelotón.

–Qué bueno es estar en tierra -dijo Vega al alcanzarlo.

–No sabía que había comido tanto -gimió Ding. Todo el contenido de su estómago se había ido con el helicóptero. Abrió su cantimplora y bebió casi medio litro, sólo para limpiar el amargo sabor.

–Antes me gustaba la montaña rusa -dijo Oso-. ¡Nunca más, mano!

–Coño, lo mismo digo. – Chávez recordaba las montañas rusas de Kontt's Beny Farm y otros parques de diversiones de California. ¡Nunca más!

–¿Cómo va eso, Ding? -preguntó el capitán Ramírez.

–Lo siento, mi capitán. Nunca me había ocurrido algo semejante, es la primera vez en mi vida. En seguida voy a estar bien -prometió a su jefe.

–Descanse un momento. Elegimos un lugar bien tranquilo para el descenso. – Eso espero.

Chávez sacudió la cabeza con vigor. No sabía que el mareo se originaba en el oído interno; hasta media hora antes, no conocía el mareo. Pero tomó aliento y sacudió la cabeza, la mejor manera de recuperar el equilibrio. Aunque repetía una y otra vez que la tierra no se movía bajo los pies, parte de su cerebro le aseguraba otra cosa.

–¿Hacia dónde, mi capitán?

–Hacia donde iba. – Ramírez le palmeó el hombro con fuerza-. En marcha.

Chávez se puso las gafas de visión nocturna e inició la marcha a través de la floresta. Dios, qué vergüenza. Jamás volvería a cometer semejante estupidez. La cabeza le decía que sus piernas se desplazaban en una dirección y su cuerpo en otra. Trató de concentrarse en el terreno y se adelantó rápidamente hasta dejar al pelotón unos doscientos metros más atrás. Pensaba que la primera misión, en los valles pantanosos, había sido un ejercicio. Ésto era en serio. Con esa idea, los últimos restos de la náusea se disiparon y se puso a moverse en serio.

Esa noche trabajaron hasta muy tarde. Además de la investigación, había mucho trabajo atrasado. Cuando Mr. Shaw convocó a Moira a su oficina, ella había reunido toda la información requerida y era el momento de decirle lo que había olvidado el día anterior. No se sorprendió al ver a Mr. Murray, pero sí le sorprendió su pregunta.

–Moira, ¿la interrogaron sobre el viaje de Emil? – preguntó Dan.

–Sí, pero olvidé mencionar un detalle. Vine a decírselo a Mr. Shaw esta mañana, pero no quise despertarlo. Connie me vio -aseguró.

–Siga -dijo Bill, mientras se preguntaba si eso mejoraba las cosas.

Mrs. Wolfe se sentó y miró hacia la puerta abierta. Murray la cerró, y al volver le palmeó el hombro con suavidad.

–No se preocupe, Moira.

–Tengo un amigo en Venezuela. Nos conocimos… bueno, nos conocimos hace un mes y medio y… me cuesta mucho hablar de esto. – Vaciló y contempló la alfombra unos instantes antes de seguir-. Estamos enamorados. Él viaja una o dos veces por mes, y ahora que el director estaba ausente, queríamos pasar un fin de semana en… ¿conocen «The Hideaway», cerca de las cavernas de Luray?

–Sí, lo conozco -dijo Shaw-. Un buen lugar para alejarse del mundanal ruido.

–Cuando me enteré de que Mr. Jacobs se iba de viaje y que tenía un fin de semana largo, lo llamé. Es dueño de una fábrica de repuestos de automóviles. En realidad son dos plantas, una en Venezuela y otra en Costa Rica. Fabrica carburadores, cosas por el estilo.

–¿Lo llamó a su casa? – preguntó Murray.

–No. Trabaja tanto que lo llamé a la fábrica. Tengo el teléfono. – Entregó la hoja con membrete del «Sheraton». Me atendió su secretaria, que se llama Consuelo, porque él estaba abajo, en la planta. Después él me llamó, le dije que podíamos pasar el fin de semana, y entonces él vino… nos encontramos el viernes en el aeropuerto. Me fui poco después de la partida de Mr. Jacobs.

–¿En qué aeropuerto se encontraron?

–Dulles.

–¿Cómo se llama? – preguntó Shaw.

–Díaz. Juan Díaz. Pueden llamarlo a la fábrica, que…

–Moira, ese teléfono no es de una fábrica sino de un apartamento -dijo Murray. Así de brusco, así de claro.

–Pero… él… -Vaciló-. No. No. Él no es…

–Moira, queremos una descripción exacta.

–No puede ser. – Abrió la boca de par en par. Miró a uno y otro hombre, embargada por el horror. Iba de luto, probablemente el mismo vestido que había usado en el funeral de su esposo. Durante un par de semanas había vuelto a ser una mujer alegre, bella, feliz. Nunca más. Los jefes del FBI advirtieron su dolor, y detestaron ser la causa. También ella era una víctima. Pero a la vez era una pista, justo la que necesitaban.

Con la escasa dignidad que le quedaba, Moira Wolfe les dio una descripción exhaustiva y precisa, en una voz frágil como el cristal. Luego perdió el control. Shaw hizo que su propio ayudante la llevase a casa.

–Cortez -dijo Murray apenas se cerró la puerta.

–Con certeza más que razonable -asintió el subdirector adjunto de Investigaciones-. El informe sobre él dice que es un genio para comprometer a la gente. Mejor prueba que ésta, imposible. – Shaw meneó la cabeza al servir el café-. Pero parece imposible que él estuviera al tanto del atentado, ¿no?

–Claro, si no, no tendría sentido que viniera -dijo Murray-. Pero los criminales no suelen actuar por lógica. Bueno, empezaremos por los puestos de migraciones, hoteles y compañías aéreas. A ver si podemos rastrear a ese hijo de la gran puta. Me ocuparé de ello. ¿Qué hacemos con Moira?

–Creo que no ha violado ninguna ley, ¿o sí? – Eso era lo más extraño-. Hay que conseguirle un puesto donde no tenga acceso a materiales reservados, tal vez en otra Agencia. No debemos destruirla, Dan.

–Por supuesto que no.

Moira Wolfe llegó a su casa poco antes de las once. Sus hijos la esperaban despiertos. Dieron por sentado que sus lágrimas eran una reacción tardía después del funeral. Habían conocido a Emil Jacobs y lamentaban su muerte tanto como cualquiera de sus colaboradores del FBI. Ella habló muy poco, los dejó sentados frente al televisor y subió a su dormitorio. A solas en el cuarto de baño, contempló en el espejo el rostro de la mujer que se había dejado seducir y usar como… como una idiota; no, peor: como una vieja estúpida, vanidosa, solitaria, en busca de la juventud perdida. Tan desesperada por la falta de amor que… ¿A cuántos había condenado? ¿A siete? Trató en vano de recordar, mientras observaba su rostro en el espejo. Los jóvenes agentes de seguridad también tenían esposas e hijos. Ella misma había tejido un jersey para el primer hijo de Leo. Era tan pequeño… nunca sabría que su padre había sido un joven amable y atractivo.

Yo tengo la culpa.

Ayudé a que los mataran.

Abrió el espejo del botiquín. Como la mayoría de la gente, los Wolfe no tiraban los frascos de medicamentos, y ahí estaba, el envase de plástico del «Placidy», tal como recordaba. Quedaban seis píldoras; seguramente tendría bastantes.

–¿A qué se debe esta nueva visita? – preguntó Timmy Jackson a su hermano mayor.

–Navego en el Ranger a observar una operación con la flota. Vamos a ensayar unas nuevas tácticas de intercepción que yo he ayudado a elaborar. Y a un amigo mío le dieron el mando del Enterprise, así que vine un día antes a presenciar la ceremonia. Mañana voy a San Diego a tomar el COD hasta el Ranger.

–¿Qué es el COD?

–Algo así como el camión de reparto del portaaviones -explicó Robby-. Un bimotor turbohélice. Bueno, ¿cómo siguen las cosas en la Infantería ligera?

–Siempre corriendo por las montañas. Mi nuevo jefe de pelotón jodió todo el ejercicio. No es justo -se lamentó Tim.

–¿Qué ocurrió?

El teniente Jackson vació su copa antes de responder.

–«Un teniente inexperto y un jefe de pelotón inexperto son una carga excesiva para cualquier unidad.» Eso dice el nuevo S-3, que vino con nosotros. Claro que el capitán no piensa lo mismo. Ayer me rompió el culo a patadas. Joder, lo que daría por tener otra vez a Chávez.

–¿A quién?

–Al jefe de pelotón que me quitaron. Él… no acabo de entenderlo. Iban a enviarlo como instructor al centro de entrenamiento, pero fue a parar a cualquier lado. El S-3 dice que lo vio en Panamá hace un par de semanas. Pedí al sargento que lo rastreara, para ver qué carajo pasaba…, es uno de mis hombres, comprendes. – Robby asintió. Comprendía-. Bueno, pues resulta que perdieron sus papeles, y que en Personal no saben qué pensar. Llamaron de Fort Benning para preguntar dónde mierda estaba, que lo esperaban. Nadie sabe dónde mierda está Ding. ¿Sucede esto en la Armada también?

–Tenemos un dicho: el que desaparece es porque quiere desaparecer.

Tim meneó la cabeza.

–Otro puede ser, pero Ding, no. Está enganchado para toda la vida, nunca va a pedir la baja. Llegará a sargento mayor con mando de tropa. No es un desertor.

–Tal vez traspapelaron su expediente -dijo Robby.

–Puede ser. La verdad, no tengo experiencia en estas cosas. También me llamó la atención que apareciera allá abajo, en medio de la selva. Bueno, dejemos eso. ¿Cómo está Sis?

La única ventaja del lugar era que no hacía calor. Al contrario, la temperatura era relativamente baja. Tal vez a consecuencia de la falta de aire, pensó Ding. La altura era apenas inferior a la del centro de entrenamiento en Colorado, pero desde entonces habían pasado varias semanas, y los soldados necesitaban un par de días para volver a aclimatarse.

Los cerros -nadie llamaría colinas a esas moles- eran bastante escarpados, y, a pesar de la tupida vegetación, había que cuidar el paso. Por suerte, la densa arboleda dificultaba la visibilidad. Sus gafas de visión nocturna, torcidas como una gorra mal cortada, le permitían ver a apenas cien metros, a veces menos, pero algo era; las altas copas de los árboles eliminaban la luz que el ojo requería a simple vista. Era un lugar fantasmal y solitario, pero para el sargento Chávez, como su segundo hogar.

No se dirigía en línea recta hacia el objetivo de esa marcha nocturna, sino que seguía el método indicado por el Ejército: de virar constantemente hacia la izquierda y la derecha del rumbo que debía seguir. Cada media hora se detenía, volvía un tramo sobre sus pasos y esperaba que el resto del pelotón apareciera. Luego ellos se tomaban unos minutos de descanso mientras verificaban si alguien se interesaba por esa nueva presencia en la floresta de alta montaña.

La correa de su MP-5 tenía un doble lazo que le permitía llevarla en posición de tiro. La boca del cañón estaba liada con cinta aislante para impedir la entrada de objetos extraños. También llevaba encintados los herrajes de la correa para disminuir el ruido. Su peor enemigo era el ruido. Chávez se concentraba en eso, en la vista y en varias cosas más. Esa vez era en serio. El informe previo había sido muy claro. Ya no se trataba de una misión de reconocimiento.

A las seis horas de marcha avistó el lugar donde harían noche. Chávez envió la señal -cinco tops del botón transmisor a los que respondieron con tres- para que los demás esperaran mientras él reconocía el lugar. Era un verdadero nido de águilas desde el cual dominaban un tramo de muchos kilómetros de la carretera principal de Manizales a Medellín. Los laboratorios de procesamiento estaban situados a lo largo de esa vía, seis de ellos a una noche de marcha de donde él se encontraba en ese momento. Chávez lo recorrió en círculos, en busca de pisadas o de cualquier residuo que delatara la presencia humana. Era un lugar demasiado cómodo para que nadie lo hubiera descubierto antes. Tal vez un fotógrafo del National Geographic había tomado fotos del valle. Claro que no era fácil llegar hasta allá. Estaban a mil metros sobre el nivel de la ruta, y no era la clase de terreno que se pudiera recorrer en un tanque, y mucho menos en un coche. Avanzó siguiendo un camino en espiral hasta el centro sin hallar nada. Tal vez era un sitio demasiado alejado. Esperó media hora antes de enviar una nueva señal. El pelotón había tenido tiempo de sobra para verificar si alguien los seguía, en cuyo caso ya habría habido contacto. Amanecía, y el sol teñía de rojo el cielo al este del valle cuando el capitán Ramírez apareció. Por fortuna, con la infiltración clandestina, la noche había sido muy breve. Media noche de marcha los había cansado, pero no mucho, y tenían un día entero para volver a adaptarse a la altura. Habían recorrido siete kilómetros en línea recta desde el lugar del aterrizaje -que en realidad eran diez kilómetros de caminata efectiva, y setecientos metros de ascensión.

Ramírez distribuyó a los hombres en parejas. Había un arroyo muy cerca, pero esa vez nadie se había deshidratado. Chávez y Vega ocuparon uno de los dos probables caminos de aproximación al refugio, una pendiente suave con pocos árboles y un buen campo de fuego. Desde luego que Ding no había entrado por ahí.

–¿Qué tal, Oso?

–Qué lindo si alguna vez nos mandaran a un lugar llano, fresco y con mucho aire, ¿no?

El sargento Vega se quitó el correaje y lo amontó para hacerse una almohada. Chávez lo imitó.

–Sí, pero en esa clase de lugares no se hacen las guerras sino los campos de golf.

–¡Justo, coño!

Vega instaló su ametralladora junto a un montículo rocoso y la tapó con tela de camuflaje. Hubiera podido arrancar un arbusto para ocultar el arma, pero no querían dejar más señales de su presencia que las estrictamente necesarias. Ding acertó el tiro de la moneda y se durmió sin una palabra más.

–¿Mamá?

Eran las siete, a esa hora ella siempre estaba despierta para servir el desayuno a su madrugadora familia. Dave llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Sintió miedo. Ya había perdido a su padre, sabía que los padres no eran esos seres inmortales e inmutables que sirven para anclar el universo creciente del niño. Era la pesadilla más recurrente que los hijos de Moira nunca expresaban en voz alta, ni siquiera entre ellos, por temor a lo que pudiera suceder. ¿Y si le sucede algo a mamá? Antes de tocar el picaporte, Dave anticipó lo que iba a encontrar y sus ojos se llenaron de lágrimas.

–¿Mamá? – repitió con voz temblorosa. Sintió vergüenza, y también temor de que sus hermanitos lo escucharan. Giró el picaporte y abrió la puerta lentamente.

Las persianas estaban abiertas, la luz matinal bañaba el cuarto. Estaba tendida sobre la cama, vestida de luto. Inmóvil.

Parado en el vano de la puerta, con el rostro empapado de lágrimas, se sintió abrumado de repente por la realidad física de sus pesadillas.

–¿Mamá…?

Dave Wolfe, valiente como cualquier otro chico de su edad, tomó aliento y se acercó a la cama, donde asió la mano de su madre. Estaba tibia. Sintió el pulso: débil, lento, pero regular. Bruscamente se estremeció, se dirigió al teléfono y marcó el 911.

–Emergencias -dijo una voz.

–Necesito una ambulancia. Mi mamá no se despierta.

–Dame la dirección. – Dave la dijo-. Bien, describe su estado.

–Está dormida, no puedo despertarla y…

–¿Tu mamá bebe mucho?

¡No! -exclamó furioso-. Trabaja en el FBI. Anoche se acostó al volver del trabajo. Ella… -Entonces vio el frasco sobre la mesa de luz-. Dios mío, un frasco de medicamento…

–¡Lee la etiqueta!

P-l-a-c-i-d-y-l. Es de mi papá, que…

La operadora no quiso escuchar más.

–Está bien, la ambulancia llega en cinco minutos.

Llegó en cuatro minutos y algo más: los Wolfe vivían a tres manzanas de un cuartel de bomberos. Cuando los paramédicos irrumpieron en la casa, los niños menores aún no se habían enterado de nada. En el dormitorio hallaron a Dave que no soltaba la mano de su madre y temblaba como una rama en un huracán. Uno de los bomberos lo apartó, verificó la respiración, los reflejos oculares y el pulso.

–Cuarenta, débil. Respiración, ocho, superficial. Ha tomado «Placidyl» -dijo.

–¡Esa mierda! – Se volvió hacia Dave-. ¿Cuántas píldoras había en el frasco?

–No sé. Era de mi papá, que…

–Vamos, Charlie. – El primer paramédico la alzó-. Déjame pasar, chico, tenemos que salir. – No había tiempo para traer la camilla. Hombre robusto y fuerte, alzó el cuerpo inerte de Moira Wolfe como si fuera un bebé-. Seguidnos hasta el hospital si queréis.

–Qué…

–Respira, chico. No puedo decirte más por el momento.

¿Qué diablos pasa aquí?, se preguntó Murray. Había pasado a buscar a Moira -cuyo coche estaba en la playa de estacionamiento del FBI- y hablar con ella para tratar de aliviar su sensación de culpa. Había violado las normas de seguridad y cometido una gran tontería, pero había sido víctima de un hombre capaz de descubrir los puntos vulnerables de la mujer y explotarlos con un profesionalismo absoluto. Todos son vulnerables en algún sentido. Era una lección más, después de años de servicio.

No conocía personalmente a los chicos de Moira, aunque sí por referencia, y no era difícil saber cuál salía detrás del paramédico. Detuvo su coche oficial y bajó rápidamente.

–¿Qué sucede? – preguntó, mostrando su credencial.

–Intento de suicidio. Píldoras. ¿Algo más? – preguntó el paramédico al sentarse al volante.

–Vayan. – Murray se volvió para asegurarse de que su automóvil no le cerrara el paso a la ambulancia.

Miró a los chicos. Evidentemente, era la primera vez que se pronunciaba en voz alta la palabra «suicidio», y al escucharla fue como si recibieran un golpe.

¡Cortez, grandísimo hijo de puta! ¡Espera por tu bien que no te eche mano!

–Chicos, soy Dan Murray. Trabajo con vuestra madre. ¿Queréis que os lleve al hospital? – Que la investigación esperara. El muerto, muerto estaba, podía ser paciente. Emil lo aprobaría.

Los dejó en la entrada de la guardia, fue a estacionar y se comunicó con la oficina por medio de su teléfono móvil.

–Comuníqueme con Shaw -ordenó al oficial de guardia. Aquél respondió al instante.

–Dan, soy Bill. ¿Qué ocurre?

–Moira ha intentado matarse. Anoche tomó un frasco de píldoras.

–¿Qué harás?

–Hay que cuidar a los chicos. ¿Conoces alguna amiga de ella que pueda hacerlo?

–Lo averiguaré.

–Hasta que venga, me quedaré con ellos, Bill. Es que…

–Claro, claro, me parece bien. Quiero que me tengas al corriente.

–De acuerdo.

Murray cortó la comunicación y cruzó el estacionamiento del hospital. Los chicos estaban sentados en la sala de espera. Dan sabía lo que era esa sala en un hospital. También sabía que la placa dorada del FBI abría todas las puertas, y ésta no fue una excepción.

–La mujer que acaba de ingresar -dijo al primer médico que vio-. Moira Wolfe.

–Sí, la sobredosis.

¡Es un ser humano, no una sobredosis!, se abstuvo de exclamar Murray. Asintió y preguntó dónde estaba.

–No se puede…

–Tiene que ver con una investigación muy importante. Debo saber qué pasa.

El médico lo condujo al lado de una camilla, en cuidados intensivos. No era algo agradable de ver. Le habían introducido un tubo de oxígeno en la garganta e inyectado tubos intravenosos en los dos brazos… mejor dicho, parecía que la sangre salía por un tubo, pasaba por un extraño aparato y volvía a entrar por el mismo brazo. Estaba desnuda y tenía varias terminales del electrocardiograma sujetas al pecho. Murray apartó la vista rápidamente. El hospital despojaba de su pudor a la gente; pero la vida era más importante que el pudor, ¿no?

¿Acaso no lo sabía Moira?

¿Cómo es que no advertiste las señales, Dan? -se preguntó Murray-. ¿Cómo no se te ocurrió hacerla vigilar? ¡Diablos, si la hubiera encerrado, no hubiera podido hacerlo!

Tal vez debíamos haber gritado un poco, en vez de mostrar tanta consideración. Tal vez lo interpretó mal. Quizá, quizá, quizás.

Cortez, hijo de puta, eres un jodido muerto. Sólo basta decidir el cuándo.

–¿La salvarán? – preguntó Murray.

–¿Quién coño es usted? – preguntó un médico sin volver la cabeza.

–FBI. Tengo que saberlo.

–Yo también, amigo -repuso el facultativo sin mirarlo-. Ha tomado «Placidyl», un somnífero muy potente. Pocos médicos lo recetan, porque la sobredosis es muy baja. LD-50 es de cinco a diez píldoras. LD-50 es la dosis que mata a la mitad de los que la ingieren. No sé cuántas ha tomado. Los signos vitales no han cesado, pero son muy débiles. Le hacemos diálisis de sangre para eliminar la droga, espero que no sea una pérdida de tiempo. Le damos oxígeno al ciento por ciento, y suero. Sólo podemos esperar. No va a despertar hasta dentro de un día o dos, tal vez tres. Tampoco sé qué probabilidades tiene de sobrevivir. Ahora sabe lo mismo que yo. Váyase, estoy ocupado.

–Sus tres hijos esperan, doctor.

El médico volvió la cabeza un par de segundos.

–Dígales que las probabilidades son bastante buenas, pero que lo va a pasar mal. Perdóneme, no puedo decirle más. Sólo que si se recupera, se recupera del todo. Esta mierda no deja secuelas. Salvo cuando mata -agregó.

–Gracias.

Murray salió a hablar con los niños. Poco después llegó una vecina a hacerse cargo de ellos y un agente a montar guardia en la sala de espera. Moira era la única persona que podía llevarlos a Cortez: por lo tanto, otros tal vez la querrían muerta. Callado y aún furioso consigo mismo, Murray llegó a su despacho poco después de las nueve. Tres agentes lo esperaban. Les indicó que lo siguieran.

–A ver, ¿qué han averiguado?

–El tal Mr. Díaz pagó su cuenta en «The Hideaway» con tarjeta «American Express». El mismo número apareció en la expendeduría de billetes de dos compañías aéreas… gracias a Dios que existen esas computadoras para verificar tarjetas. Después de dejar a Mrs. Wolfe, voló de Dulles a Atlanta, y de allí a Panamá, donde desaparece su rastro. Seguro que pagó en efectivo, porque no aparece nadie con ese nombre en los vuelos del día. El empleado del mostrador en Dulles lo recuerda: estaba desesperado por abordar ese vuelo a Atlanta. Su descripción coincide con la que tenemos. Si entró la semana pasada en el país, no lo hizo en Dulles. Estamos verificando los archivos de computadora, digamos que las probabilidades de descubrirlo son fifty-fifty. Para mí, tuvo que ser Dallas-Fort Worth, Kansas City, Chicago o cualquiera de esos aeropuertos con muchas conexiones. Pero lo más interesante hasta el momento no es eso: «American Express» acaba de descubrir que ha emitido varias tarjetas a nombre de Juan Díaz. Varias de ellas son muy recientes. No saben cómo pudo suceder.

–Ah, ¿sí? – dijo Murray mientras servía el café-. ¿Cómo es que no se dieron cuenta?

–Primero, porque las cuentas fueron canceladas antes del vencimiento. Las direcciones varían. El nombre es lo bastante común como para no llamar la atención en una lectura rápida de los archivos. Tenemos la impresión de que alguien puede penetrar en sus sistemas, incluso en el programa central. Es una pista que debemos seguir. Es probable que use el mismo nombre por las dudas de que Moira vea su tarjeta. Gracias a eso, sabemos que ha estado por aquí al menos cinco veces en los últimos cuatro meses. Alguien ha penetrado en los sistemas de la «American Express». Ese alguien -prosiguió el agente- es muy hábil, lo suficiente como para generar líneas de crédito para Cortez y para quien le dé la gana. Tiene que haber una forma de descubrirlo, pero no nos hacemos ilusiones de lograrlo en poco tiempo.

En ese momento, llamaron a la puerta.

–Dallas-Fort Worth -dijo un joven agente, y le tendió una hoja fax-. Las firmas coinciden. Llegó tarde, voló directamente a Nueva York, donde arribó a medianoche, hora local, el viernes pasado. Seguro que tomó el puente aéreo a Washington para reunirse con Moira. Falta verificarlo.

–Perfecto -dijo Murray-. Así sabemos todos sus movimientos, menos el aeropuerto de origen.

–Lo estamos estudiando, señor. El billete a Nueva York lo compró directamente en el aeropuerto. Hablamos con Migraciones para que averigüen por dónde entró.

–Bueno, ¿qué más?

–Tenemos sus huellas dactilares. Pudimos cotejar un dedo mayor izquierdo en la hoja que tenía Mrs. Wolfe con el recibo de la tarjeta de crédito en Dulles. No fue fácil, pero los muchachos del laboratorio usaron el láser. Enviamos gente a «The Hideaway», pero todavía no hay nada. Las empleadas de la limpieza son demasiado eficientes; de todos modos, seguimos buscando.

–O sea que tenemos todo menos una fotografía de ese hijo de puta. Todo menos una fotografía -repitió Murray-. ¿A dónde fue desde Atlanta?

–¿No se lo he dicho? Tuvo una espera breve y después voló a Panamá.

–¿Cuál es la dirección de la tarjeta «American Express»?

–Es en Caracas, pero sólo son buzones.

–¿Cómo es que Migraciones…? Ah, claro -dijo Murray con una mueca-. Debe de tener una colección de pasaportes para hacer juego con las tarjetas.

–Es un profesional de primera. No pensé que podríamos averiguar tanto en tan poco tiempo.

–¿Hay alguna novedad en Colombia? – preguntó a otro agente.

–Pocas. El laboratorio descubrió un par de cosas, pero no hacen más que confirmar lo que ya sabíamos. Los colombianos pudieron averiguar los nombres de la mitad de los tipos. El prisionero dice que no conocía a todos, y parece que es la verdad. Iniciaron una operación a gran escala, pero Morales no tiene muchas esperanzas. Son tipos buscados desde hace mucho tiempo, todos del M-19. Fue un trabajo a sueldo, tal como pensábamos.

Murray miró su reloj. Ese día se celebraba en la catedral de Washington el oficio por los dos guardaespaldas muertos con Emil y estaba prevista la presencia del Presidente. Sonó el teléfono.

–Aquí Murray,

–Habla Mark Bright, desde Mobile. Tenemos novedades.

–Siga.

–Un «pasma» se hizo matar el sábado pasado. Un trabajo a sueldo, «Ingrams» a quemarropa, pero un vecinito disparó a uno de sus tipos con su.22, le dio justo en la nuca. Hallaron el cadáver dentro del vehículo. La Policía registró la casa de la víctima, era el sargento de detectives Braden, y halló una cámara fotográfica que pertenecía al muerto del caso de los piratas. Braden pertenecía a Robos. Mi hipótesis es que trabajaba para los narcos que fueron a registrar la casa de la víctima antes de la masacre, en busca de esos registros que nosotros hallamos.

Murray asintió, pensativo. Era un dato más. Antes de matar al hombre y su familia en el yate, habían querido asegurarse de que el sujeto no llevaba un registro de sus actividades. El policía corrupto había fallado en su tarea y lo había pagado con su vida. Eso formaba parte del asesinato del director Jacobs, era una derivación adicional de la Operación TARPÓN. Los hijos de puta están haciendo una demostración de fuerza.

–¿Algo más? – preguntó.

–La Policía local está bastante furiosa. Es la primera vez que matan a uno de los suyos a plena luz del día. Además, una bala perdida mató a su mujer. Le digo que los polizontes están bastante molestos, por así decirlo. Un narco local pasó a mejor vida anoche. Dicen que fue un tiroteo, pero no lo creo, ni me parece una casualidad. Por ahora, nada más.

–Gracias, Mark. – Murray cortó-. Los hijos de puta nos han declarado la guerra -murmuró.

–¿Cómo dice, señor?

–Nada, no importa. ¿Has verificado los viajes anteriores de Cortez? ¿Hoteles, alquiler de coches?

–Estamos investigando. Creo que tendremos los primeros datos en un par de horas.

–Ténganme al tanto.

Esa mañana, Stuart era el primero en la agenda del fiscal federal, y parecía estar muy alegre. La secretaria no advirtió sus ojeras.

–Buenos días, Ed -dijo Davidoff sin pararse. Su escritorio estaba atestado de papeles-. ¿En qué puedo servirte?

–No habrá pena de muerte -dijo Stuart al tomar asiento-. Confesión de culpa a cambio de veinte años de cárcel, y es mi última oferta.

–Nos veremos en el Tribunal, Ed -repuso Davidoff, y volvió a sus papeles.

–¿Quieres saber qué he conseguido?

–Estoy seguro de que si vale la pena, me lo dirás en el momento oportuno.

–Creo que es suficiente para conseguir el sobreseimiento. ¿Te gustaría verlos salir en libertad?

–Ver para creer -dijo Davidoff, pero le prestó atención. El fiscal sabía que Stuart era un abogado defensor excesivamente entusiasta, pero honrado. No mentía, al menos fuera del Tribunal.

Stuart usaba un portafolio anticuado, con abertura superior, de cuero semiduro, en lugar de los elegantes attaché preferidos por la mayoría de los abogados. Bajo la atenta mirada de Davidoff, lo abrió y extrajo una grabadora. Los dos eran abogados expertos, sabían ocultar sus sentimientos y decir lo que había que decir con independencia de lo que pensaran. Pero, al igual que los buenos tahúres, sabían descubrir en el otro esos signos sutiles que los demás pasan por alto. Al apretar la tecla de play, Stuart advirtió que su adversario estaba preocupado. La cinta duraba varios minutos. La calidad del sonido era pésima, pero las palabras se oían bastante bien, y se oirían mejor después de pasar por el laboratorio de acústica.

Davidoff empleó el recurso que cabía esperar.

–Eso no tiene relación con el juicio. Hemos excluido la información contenida en esa confesión. Nos pusimos de acuerdo, ¿no?

Ahora que llevaba las de ganar, Stuart moderó el tono de su voz. Convenía mostrarse magnánimo.

–Eso dices tú, pero yo no acepté nada. El Gobierno violó groseramente los derechos constitucionales de mis defendidos. El simulacro de ejecución es, como mínimo, tortura mental. Y, en todo caso, es ilegal. Cuando llames a esos dos guardacostas al estrado, voy a crucificarlos. Eso bastará para impugnar todo su testimonio. Uno nunca sabe qué va a decir el jurado, ¿verdad?

–También es posible que los jurados aplaudan el proceder de los marinos.

–Claro, es una posibilidad real. Hay una sola manera de saberlo: ir a juicio. – Stuart guardó la grabadora en su portafolio-. ¿Insistes en iniciarlo lo antes posible? Con esta información puedo poner en tela de juicio el origen de las pruebas. Si fueron capaces de cometer esta locura, ¿qué pasaría si mis defendidos alegaran que los obligaron a masturbarse para dejar esas muestras de semen que mencionaste en la conferencia de Prensa, o que les pusieron las armas en las manos para dejar sus huellas, y yo relacionara eso con lo que sé sobre la víctima? Te aclaro que no he hablado de esto con ellos. Creo que con todo este material, tengo una buena probabilidad de lograr el sobreseimiento. – Stuart se inclinó hacia delante y apoyó los brazos sobre el escritorio-. Pero, por otro lado, tienes razón: nunca se sabe qué va a decir el jurado. Así que mi oferta es que se declaran culpables de lo que tú quieras que les signifique veinte años, sin recomendaciones del juez de que se les haga cumplir toda la sentencia. De esa manera saldrán, más o menos, en ocho años. A la Prensa le dices que hubo un problema con las pruebas, que estás furioso, pero que no hay nada que hacer. Mis defendidos pasan unos años a la sombra. Los condenas, pero no los matas. Es mi última oferta. Tienes un par de días para pensarlo.

Stuart se levantó, agarró el portafolio y salió sin decir palabra. En seguida buscó el baño de hombres. Sentía la necesidad de lavarse las manos, aunque no sabía bien por qué. Estaba convencido de que tenía razón. Los criminales -no había duda de que lo eran- irían a la cárcel, pero no a la silla eléctrica, y tal vez se rehabilitarían. Ésa es la clase de mentira con la que los abogados se consuelan. No se vería obligado a malograr la carrera de un par de guardacostas por haberse extralimitado una vez en la vida. Estaba dispuesto a hacerlo, pero no le gustaba. Gracias a su oferta, todos ganarían. Era lo mejor que se podía pedir. Pero igual quería lavarse las manos.

La situación de Edwin Davidoff era más complicada. No se trataba de un caso criminal más. La misma silla que enviaría a los dos piratas al infierno, le abriría las puertas de un despacho de senador en el edificio Dirksen. Desde el bachillerato, cuando leyó Advise and Consent, su ambición era ocupar un escaño en el Senado nacional. Había hecho grandes esfuerzos para conseguirlo: las mejores calificaciones en la Facultad de Derecho, largas horas de trabajo por poco sueldo en el Ministerio de Justicia, largas giras a lo largo y a lo ancho del Estado, al punto de casi poner fin a su matrimonio. Había sacrificado su vida en aras de la justicia…, y de la ambición, sin duda. Y ahora que lo tenía al alcance de la mano, al quitarles la vida a dos criminales que habían perdido todo derecho a vivir… eso amenazaba con echar todo por tierra. Si daba un paso atrás, y pedía una condena de veinte años, toda su obra y sus discursos sobre la justicia quedarían en nada. En un segundo.

En cambio, si hacía caso omiso de las amenazas de Stuart y llevaba el caso al Tribunal, bien podía pasar a la Historia como un perdedor. Podía echar la culpa a los guardacostas, pero ¿en qué altar sacrificaría sus carreras y, posiblemente, su libertad? ¿En el de la justicia?, ¿la ambición?, ¿tal vez en la venganza? Ganara o perdiera el caso, esos hombres pagarían caro el haberle permitido al Gobierno darle un durísimo golpe al Cártel.

La droga. En el fondo, era eso. Tenía el poder de corromper a la gente como jamás se había visto. Las drogas corrompían, obnubilaban la inteligencia, mataban. Generaban dinero más que suficiente para corromper a los que no las consumían. Corrompían las instituciones en todos los niveles, y de todas las maneras concebibles, corrompían a los mismos Gobiernos. ¿Cuál era la solución? Davidoff no la tenía, aunque si alguna vez se presentaba para ese escaño, juraría frente a las cámaras que la tenía, al menos en parte, si el pueblo de Alabama confiaba en él…

Carajo, ¿qué voy a hacer ahora?

Esos dos piratas merecen la muerte por su crimen. Ése es mi deber hacia las víctimas. Eso no era mentira. Davidoff realmente creía en la Justicia, en que los hombres instituían leyes para defenderse de los depredadores, en que su misión en la vida era ser un instrumento de esa justicia. ¿Por qué, si no, había trabajado tanto y pedido tan poco? No lo hice sólo por ambición, ¿no?

No.

Una de las víctimas era un criminal, pero ¿qué decir de las otras tres? «Daños colaterales»: así lo llamaban los militares. Significaba que el ataque a un blanco determinado afectaba otros objetivos que casualmente se hallaban cerca. Daños colaterales. El Estado los provocaba en tiempos de guerra, pero esto no era lo mismo: éste era un caso de homicidio.

No, no sólo de homicidio. Los hijos de puta lo hicieron muy despacio, para disfrutarlo. ¿Ocho años es pena suficiente?

Pero ¿qué pasa si pierdes el caso? ¿Puedes sacrificar a esos guardacostas para ganarlo? ¿Crees que son «daños colaterales»?

Tenía que haber una salida. Siempre la había, y tenía un par de días para pensar en ello.

Durmieron bien, y la falta del aire los afectó menos de lo previsto. Al anochecer, todos estaban despiertos y ansiosos por poner manos a la obra. Chávez bebió café instantáneo mientras estudiaba el mapa y se preguntaba cuál sería el objetivo de la noche. Durante el día habían vigilado el camino, sabiendo más o menos qué esperaban. Un camión con frascos de ácido. La mano de obra local, muy barata, los descargó para llevarlos al bosque, seguidos por otros que llevaban mochilas llenas de hojas de coca y herramientas ligeras. Al anochecer, otro camión se detuvo. Se quedaron sin luz antes de que la actividad terminara, y las gafas nocturnas no servían para ver de lejos, pero el camión partió rápidamente, y se hallaba a tres kilómetros de Hotel, uno de los blancos marcados en el mapa, a seis kilómetros de su posición.

Arriba el telón. Cada uno se echó una buena cantidad de repelente de insectos en las manos y se frotó el rostro, cuello y orejas con él. Además de alejar a los insectos, servía para ablandar la pintura, una extraña especie de colorete. Cada uno ayudaba a su pareja a pintarse la frente, la nariz y los pómulos con el tono más oscuro, los párpados y las mejillas con el normal. No era pintura de guerra, como en las películas bélicas. El objeto era volver invisible al hombre, no intimidar al contrario. Al opacar los puntos brillantes y dar brillo a los opacos, los rostros dejaban de parecer eso, rostros.

Era el momento de ganarse la paga en serio. Seleccionaron las rutas de aproximación y los puntos de reunión, y todos los memorizaron. Se plantearon y resolvieron dudas, y, antes de que la pared oriental del valle quedara sumida en la oscuridad, Ramírez dio la orden de marchar cuesta abajo hacia el objetivo.

XVII. EJECUCIÓN

En las misiones de combate, el procedimiento militar estándar es conocido con la sigla SMESSCS, que significa situación; misión; ejecución; servicio y soporte; comando; señal.

Situación es la información básica que los soldados deben conocer para realizar la misión.

Misión es una descripción muy breve de la misión a realizar.

Ejecución es la metodología, el cómo de la realización.

Servicio y soporte se refiere a las tareas que ayuden a los soldados a llevar a cabo su tarea.

Comando indica quiénes dan las órdenes, desde el broche de la cadena, que teóricamente está en el Pentágono, hasta el último eslabón, el soldado de menor graduación, que debería darse órdenes a sí mismo.

Señal es, en general, el procedimiento a seguir en materia de comunicaciones.

Los soldados habían recibido ya un informe preliminar sobre la situación global, aunque era casi innecesario. Sabían que había ciertos cambios, tanto en la información como en la misión en sí. El capitán Ramírez les había informado sobre la ejecución y otros aspectos relacionados con las tareas del momento. No recibirían soporte externo, estaban librados a sus propias fuerzas. Ramírez ejercía el mando táctico, los jefes subalternos, encargados de reemplazarlo si quedaba incapacitado, estaban identificados ya y se habían emitido los códigos de radio. Lo último que hizo antes de dar la orden de marcha fue transmitir sus intenciones a VARIABLE: no sabía dónde estaba, pero necesitaba su aprobación.

Como siempre, el sargento Domingo Chávez hacía de hombre punta, a cien metros de Julio Vega, el cual a su vez, precedía al resto de la unidad; luego se mantenía una distancia de diez metros entre hombre y hombre. El descenso era un ejercicio arduo para las piernas, pero los soldados casi no lo sentían debido a la excitación. Cada doscientos o trescientos metros, Chávez buscaba un punto de observación para estudiar el objetivo -el blanco a atacar- y a través de sus prismáticos veía el tenue resplandor de los faroles a petróleo. Tenía el sol a su espalda, de manera que no había motivos para preocuparse de que un destello de sus lentes delatara su presencia. El objetivo se encontraba en el lugar indicado en el mapa -se preguntó cómo habían obtenido esa información-, y el procedimiento que seguían era exactamente el previsto. El autor de la misión había sido realmente exhaustivo. Se calculaba que habría entre diez y quince personas en Hotel. Esperaba que también hubieran acertado en eso.

La marcha no era demasiado mala. La vegetación, menos densa que en las tierras bajas, acogía menos insectos. Tal vez sienten la falta de aire igual que nosotros, pensó. Los cantos de los pájaros y los ruidos habituales de la selva disimulaban los de la unidad… aunque éstos eran muy escasos. En una ocasión, Chávez escuchó el ruido de una caída cien metros más atrás, pero había que ser ninja para darse cuenta. Cubrió la mitad de la distancia en poco menos de una hora y se detuvo en el punto de reunión señalado hasta que el pelotón lo alcanzó.

–Hasta aquí vamos bien, mi capitán -dijo-. No he visto nada, ni siquiera una llama -añadió para demostrar que nada lo preocupaba-. Nos quedan poco más de tres kilómetros.

–Está bien, siga hasta el próximo lugar de reunión. Recuerde, puede haber gente paseando por ahí.

–Entendido, mi capitán. – Chávez reinició la marcha al instante, los demás esperaron un par de minutos.

Los movimientos del sargento eran más lentos que antes. A medida que se acercaba a Hotel, sus probabilidades de toparse con el enemigo aumentaban. Los narcos no tenían nada de idiotas, pensó, Algunos eran inteligentes, que habían empleado gente de la zona, criada en el valle. Muchos estaban armados. Sus sensaciones no eran las mismas que en la misión anterior, cuando había observado y evaluado a los blancos durante varios días. Ahora no sabía el número, qué armas tenían ni si eran buenos soldados.

¡Joder!, esto es el combate en serio. No sabemos una mierda.

¡Pero para eso estamos los ninja!, pensó, aunque su bravata no le sirvió de gran consuelo.

Lo más extraño de todo era la sensación del tiempo. Cada paso duraba una eternidad, pero cuando llegó al lugar indicado, no había transcurrido tanto tiempo como pensaba. Visto a través de sus gafas, el objetivo era un vago semicírculo verde, pero no se veía ni oía nada. Cuando llegó al último lugar de reunión, se detuvo junto a un árbol y miró hacia todos lados, para reunir la mayor cantidad de información posible. Le pareció escuchar algunos ruidos. Aunque no eran constantes, creyó reconocer ciertos sonidos no naturales que le llegaban desde donde se hallaba el objetivo. Hasta el momento no había visto nada, aparte del resplandor. Eso le preocupaba.

–¿Hay algo? – susurró el capitán Ramírez.

–Escuche.

–Sí-dijo el capitán después de un instante.

Los soldados dejaron sus mochilas en el suelo y se dividieron en grupos de acuerdo con el plan. Chávez, Vega e Ingeles avanzarían directamente hacia Hotel mientras el resto efectuaba un rodeo hacia la izquierda. Ingeles, el sargento de comunicaciones, llevaba un lanzagranadas M-203 acoplado al fusil, Vega la ametralladora y Chávez su MP-5 con silenciador. Su tarea era cuidar a los demás. Debían acercarse todo lo posible para brindar cobertura de fuego a quienes realizarían el asalto. Si alguien se interponía, Chávez debía eliminarlo en silencio. Ding partió a la cabeza de su grupo, el capitán Ramírez hizo lo propio un minuto después. La distancia entre hombre y hombre se redujo a cinco metros. Existía el peligro de la confusión. Si un soldado perdía contacto con sus camaradas o si un centinela enemigo se mezclaba con el grupo, eso podría resultar fatal para la misión y los hombres.

Tardaron más de media hora en cubrir los últimos quinientos metros. La posición de Ding estaba marcada claramente en el mapa, pero no tanto en el bosque nocturno. Por la noche sucedían cosas raras, e incluso con las gafas, todo parecía… distinto. De un modo vago, Chávez tuvo conciencia de su nerviosismo. No era miedo, sino una falta de seguridad que nunca había sentido. Cada dos o tres minutos se repetía que sabía bien lo que hacía, pero eso apenas lo tranquilizaba, y nuevamente la incertidumbre lo embargaba. La lógica indicaba que padecía lo que los manuales llaman una reacción de ansiedad normal. Era una sensación desagradable, aunque no insoportable. Tal como los manuales decían.

Vio un movimiento y se detuvo al instante. Se llevó la mano izquierda a la espalda, con la palma hacia arriba, para indicar a los otros dos que se detuvieran. Mantuvo la cabeza erguida, como le habían enseñado. Los manuales y su experiencia le decían que, de noche, el ojo humano sólo ve los objetos en movimiento. Salvo que su oponente llevara gafas…

Ése no las tenía. Era una forma humana a unos cien metros que se desplazaba lenta y despreocupadamente entre los árboles, y que se interponía entre Chávez y el lugar adonde él quería llegar. Ese simple hecho lo condenaba a una muerte prematura. Ding indicó a Vega e Ingeles que se quedaran donde estaban mientras él iba hacia la derecha, en dirección opuesta al blanco para colocarse a su espalda. Ahora sus desplazamientos eran veloces, porque apenas tenía un cuarto de hora para llegar al lugar planeado en la operación. Con las gafas puestas para ver bien su camino, avanzaba a paso de hombre, tratando de hacer el menor ruido posible al poner los pies en el suelo. Ahora que sabía lo que debía hacer, el amor propio podía más que la ansiedad. Al avanzar agazapado, giraba constantemente la cabeza del suelo al blanco y vuelta. Tardó un minuto en encontrar un buen puesto en una senda hecha en la espesura. La había abierto el centinela. El muy estúpido sigue siempre la misma senda, pensó Chávez. Nadie que actuara así podía seguir con vida.

El centinela volvía con pasos lentos, casi infantiles, doblando las piernas a la altura de las rodillas…, pero no hacía ruido al caminar por la senda. Tal vez no fuese tan idiota como parecía. Mantenía la vista atenta, pero llevaba el fusil en bandolera. Cuando el hombre apartó la vista, Chávez se quitó las gafas. Con ello lo perdió de vista, y algo parecido al pánico se asomó al borde de su conciencia, pero lo reprimió. Volvería a verle al seguir la senda.

Primero apareció una silueta espectral, que se convirtió en una mancha negra en medio del caminillo abierto en la selva. Ding se agazapó junto a un árbol, apuntó a la cabeza y esperó a que se acercara. Era mejor esperar un poco para asegurarse el tiro. Puso el selector en posición de disparo. El hombre estaba a diez metros. Chávez contuvo el aliento. Apuntó al centro de la cabeza y apretó el gatillo una vez.

El ruido metálico de la corredera del «HK» pareció estruendosamente fuerte, pero más lo fue el chasquido del fusil del centinela cuando éste cayó al suelo. Chávez se precipitó sobre él, apuntando al blanco con la metralleta, pero el hombre -después de todo, era un hombre- no se movió. Al colocarse las gafas, Chávez vio el orificio en el centro de la nariz. El proyectil había seguido una trayectoria ascendente, a través de la base del cráneo, para provocar una muerte instantánea y silenciosa.

¡Ninja!, pensó exultante.

Parado junto al cadáver, miró cuesta arriba y alzó su arma. Adelante. Momentos después aparecieron las siluetas de Vega e Ingeles que bajaban por la ladera. Buscó un lugar desde donde pudiera dominar el objetivo, y los esperó allí.

Abajo, a sesenta metros… El resplandor de los faroles a petróleo lo deslumbró un poco: ya podía prescindir de las gafas. Escuchaba varias voces, incluso distinguía algunas palabras. Era la conversación cotidiana, aburrida, típica de gente haciendo su trabajo. También había un ruido como de pasos en el agua, como… ¿como qué? No lo sabía, y por el momento no tenía importancia. La posición que debían ocupar estaba a la vista. Pero había un problema.

La orientación era mala para brindar apoyo de fuego. Los árboles que se suponía debían proteger su flanco derecho les impedían disparar hacia el objetivo. Se habían equivocado de lugar para atacar, pensó Chávez con una mueca de disgusto. Rápidamente alteró los planes, consciente de que el capitán hubiera hecho lo mismo. Encontraron otro lugar, casi tan bueno como el primero, a quince metros de éste y con buena orientación. Miró su reloj. Era casi la hora. Efectuó la última y crucial inspección del objetivo.

Eran doce hombres. El centro de la actividad… algo parecido a una bañera portátil. Dos hombres caminaban en su interior, aplastando o revolviendo una extraña sopa de hojas de coca y… ¿Qué nos dijeron que era?, se preguntó. ¿Agua y ácido sulfúrico? Algo así. Coño, pensó ¡Metidos en ese jodido ácido! Los hombres realizaban esa desagradable tarea por turnos. Al salir de la bañera, se lavaban los pies y las pantorrillas con agua fresca. ¡El ácido los quema!, pensó Ding. Sin embargo, a treinta metros de distancia, parecía reinar el buen humor. Uno de ellos hablaba sobre su novia usando términos bastante groseros, se jactaba de lo que él hacía por ella y de lo que ella hacía por él.

Seis hombres portaban fusiles AK. Joder, todo el mundo usa esa mierda. Ocupaban el perímetro del claro, pero miraban hacia dentro, no hacia afuera. Uno fumaba. Había una mochila junto a la linterna. Uno de los caminantes dijo algo a un guardia, luego sacó una botella de cerveza para sí y otra para el que le había dado permiso.

¡Idiotas!, pensó Ding. Escuchó tres chasquidos en el audífono. Ramírez se bailaba en su puesto y preguntaba si Ding estaba preparado. Éste respondió con dos chasquidos, luego miró a derecha e izquierda. Vega había montado la ametralladora pesada y abierto la cartuchera de lona. Tenía un cargador de doscientos proyectiles colocado ya y otro listo.

Chávez se apoyó contra un árbol de tronco grueso y eligió el blanco más lejano. Calculó que la distancia era de unos ochenta metros, demasiado para apuntar a la cabeza con esa arma. Puso el selector en posición de ráfaga, se acomodó el arma y apuntó cuidadosamente con la mira telescópica.

El arma lanzó tres proyectiles. El rostro del hombre denotó sorpresa cuando dos le atravesaron el pecho. Ante su grito ronco, varias cabezas se volvieron hacia él. Chávez apuntó a otro hombre armado, que ya empezaba a alzar su fusil. Éste trató de apuntar a pesar de los proyectiles que se le alojaron en el pecho.

Apenas vio que el herido estaba en condiciones de abrir fuego, Vega lo barrió con su ametralladora, y, a continuación, apuntó a otros dos centinelas. Uno de ellos consiguió disparar, pero su tiro salió desviado. La reacción de los hombres desarmados era más lenta que la de los centinelas. Dos trataron de correr, pero el fuego de Vega los barrió. Otros se arrojaron cuerpo a tierra. Aparecieron dos guardias más, o, en todo caso, aparecieron sus armas. Los fogonazos de armas automáticas entre los árboles del otro extremo del campamento brillaron en la oscuridad. Tal como estaba previsto, apuntaban hacia el equipo de cobertura.

El pelotón de asalto, encabezado por el capitán Ramírez, abrió fuego desde el flanco derecho. El tableteo típico de los M-16 se alzó entre los árboles, mientras Chávez, Vega e Ingeles disparaban hacia el objetivo, en dirección opuesta al pelotón de asalto. Uno de los que disparaban desde los árboles debió resultar herido, porque los fogonazos de su arma apuntaron bruscamente hacia arriba. Pero otros dos pudieron disparar hacia el pelotón de asalto antes de caer. Los soldados disparaban a todo cuanto se moviera. Uno de los pisadores de coca trató de recoger un fusil, pero fue demasiado lento. Otro se levantó, tal vez con intención de entregarse, pero antes de que sus manos llegaran a la altura del pecho, la SAW le acribilló el pecho.

Chávez y su equipo cesaron el fuego para que el pelotón de asalto pudiera tomar el objetivo. Dos soldados remataron a un par de heridos que aún mostraban señales de vida. Entonces se hizo silencio. La linterna seguía iluminando el lugar, pero no había otro ruido que los ecos de los disparos y los chillidos de pájaros asustados.

Cuatro soldados registraron los cadáveres, mientras el resto formaba un perímetro defensivo alrededor del objetivo. Chávez, Vega e Ingeles pusieron el seguro a sus armas, recogieron su equipo y bajaron al campamento.

El panorama era horrible. Dos guardias todavía agonizaban. A uno, la ametralladora de Vega le había abierto el abdomen, mientras que el otro había perdido las dos piernas y se desangraba rápidamente. El enfermero los miraba, impasible. Murieron en menos de un minuto. Las órdenes referidas a los prisioneros eran más bien vagas. La ley prohibía ordenar no tomar prisioneros, de manera que el capitán Ramírez había tenido que explicarse por medio de circunloquios, pero el mensaje era claro. Peor para ellos. Esos tipos envenenaban a la juventud estadounidense con sus drogas, lo cual también era una violación de la Convención sobre la Guerra, ¿o no? Peor para esos jodidos. Además, tenían otros problemas de que ocuparse.

Cuando Chávez entró en el campamento, escuchó un ruido. Todos lo oyeron. Alguien escapaba cuesta abajo. Ramírez señaló a Ding, que se lanzó en pos del hombre.

Mientras corría trataba de colocarse las gafas, pero se dio cuenta de que correr era lo peor que podía hacer. Se detuvo, se llevó las gafas a los ojos y entonces vio la senda, y al hombre que corría. En algunas ocasiones se impone la prudencia; en otras, la audacia. Su instinto le hizo optar por esto último. Chávez se lanzó a la carrera, confiado en su habilidad para no perder pie, y rápidamente fue acortando la distancia con el ruido que trataba de alejarse. A los tres minutos escuchó el ruido producido por un hombre que tropezaba y caía entre los arbustos. Se detuvo y se puso las gafas. Estaba a escasos cien metros. De nuevo se lanzó a correr, enardecido. Cincuenta metros. Ding dejó de correr. Presta atención al ruido, se dijo. El tipo era suyo. Salió de la senda hacia la izquierda, en tangente; sus movimientos seguían una extraña coreografía. Cada cincuenta metros se detenía para usar la visión nocturna. Su presa estaba fatigada, sus movimientos eran lentos. Chávez se adelantó, volvió hacia atrás y lo esperó.

Casi había errado el cálculo. No terminaba de alzar el fusil cuando la sombra apareció, y cuando la tuvo a tres metros, el sargento disparó instintivamente al pecho. El hombre cayó sobre él con un gemido de dolor y desesperación. Ding lo apartó de sí con fuerza y disparó otra vez al pecho. No hubo más ruidos.

–¡Joder! – exclamó el sargento. Puso rodilla en tierra y esperó a recuperar el aliento. ¿A quién había matado? Se puso las gafas y miró.

Estaba descalzo. Vestía la camisa de algodón y los pantalones típicos de… Chávez había matado a un campesino, uno de esos pobres hijos de puta que bailaban en la sopa de coca. ¡Qué héroe era el sargento!

La euforia que siempre sobreviene después de un combate victorioso lo abandonó como el aire de un globo pinchado. El pobre infeliz ni siquiera tenía un par de zapatos. Los narcos los empleaban para cargar esa mierda hasta las montañas y les pagaban menos que nada por ese sucio y desagradable trabajo del prerrefinamiento de las hojas.

Llevaba el cinturón desabrochado. Cuando empezaron los disparos, el hombre se había alejado para hacer sus necesidades; había tratado de escapar, pero no pudo hacerlo con los pantalones caídos. Tenía más o menos la edad de Ding, era más alto y delgado, pero con el rostro hinchado y regordete debido a la dieta campesina, rica en almidón. Su rostro no tenía nada fuera de lo común aparte de la expresión de miedo, pánico y dolor que acompaña a la muerte violenta. No iba armado. Era un peón. Murió por hallarse donde no debía en el momento equivocado.

Matarlo no había sido un acto heroico. Tomó su transmisor.

Punta a seis. Lo cogí. Uno solo.

–¿Necesita ayuda?

–Negativo, puedo con él.

Chávez alzó el cadáver sobre sus hombros para cargarlo de vuelta al objetivo. Fueron diez agotadores minutos cuesta arriba, pero era parte de la tarea. La sangre fluía de los seis orificios en el pecho, le manchaban la camisa, y tal vez algo más.

Cuando llegó, ya habían registrado los cadáveres y los habían alineado cuidadosamente en el suelo. Había muchas bolsas de hojas de coca, varios frascos de ácido y un total de catorce muertos, incluido el que Chávez arrojó al suelo junto a los otros.

–Pareces agotado -dijo Vega.

–No soy grandote como tú, Oso -jadeó Ding.

Hicieron el inventario: radios portátiles, efectos personales, nada de valor militar. Algunos soldados miraban de reojo el bolso lleno de botellas de cerveza, pero nadie hizo la indicación esperada. Si había códigos de radio, estaban en la mente del que había sido el jefe. No tenían forma de identificarlo: la muerte iguala a los hombres. Todos vestían igual, excepto por los cinturones de cuero con cartuchera de los guardias. Era un espectáculo bastante deprimente. Unos tipos que media hora antes vivían, estaban muertos ahora. Aparte de eso, no era mucho lo que se podía decir sobre la misión.

Lo más importante era que el pelotón no había sufrido bajas, aunque una ráfaga casi había rozado al sargento Guerra. Concluida la inspección, Ramírez dio la orden de marcha. De nuevo Chávez encabezó la marcha.

Se movían con lentitud, cuesta arriba. El capitán tenía tiempo para pensar en cosas que por alguna razón no se le habían ocurrido antes.

¿Cuál es el objeto de esta misión? Para Ramírez, la palabra misión significaba el motivo de su presencia en las montañas colombianas, no sólo la tarea de tomar un lugar por asalto.

Comprendía que la vigilancia de las pistas aéreas tenía el objeto de impedir los envíos de drogas a Estados Unidos. Recogían información que era aprovechada por otras personas: una operación sencilla y además lógica. Pero ahora, ¿qué mierda hacían? Su pelotón acababa de llevar a cabo un asalto a la perfección. El desempeño de sus efectivos no podía ser mejor, aunque la ineptitud del enemigo los ayudaba.

Eso no sería siempre así. El enemigo aprendería rápidamente, mejoraría su dispositivo de seguridad, incluso antes de ponerse a pensar por qué se había producido el asalto: para el caso, le bastaría enterarse de la eliminación física de un centro de procesamiento.

¿Qué habían conseguido con ese asalto? Que esa noche no se procesaran unos cientos de kilos de hojas de coca. No le habían ordenado que se las llevara, y aunque lo hiciera, la única manera de destruirlas era el fuego. Él no cometería la estupidez de encender un fuego de noche sobre la ladera de una montaña, cualesquiera que fuesen sus órdenes. Esa noche habían conseguido… nada. En el fondo, nada en absoluto. El negocio procesaba toneladas de hojas de coca en decenas -si no cientos- de laboratorios. No le habían hecho ni cosquillas al narcotráfico.

Entonces, ¿para qué mierda arriesgamos la vida? Eran preguntas que debió haber formulado en Panamá, pero la furia provocada por el asesinato del director del FBI y de sus acompañantes lo había ofuscado, lo mismo que a los otros tres capitanes. Los oficiales de ese grado estaban habituados a recibir órdenes más que a impartirlas. Sus órdenes venían de jefes de batallón o de brigada, soldados profesionales de más de cuarenta años que, en general, sabían lo que hacían. Pero, esta vez, las órdenes venían de… ¿quién y dónde?

No estaba seguro, pero se había dejado llevar por la idea tranquilizadora de que el autor de esas órdenes sí sabía qué mierda hacía.

¿Por qué mierda no hiciste más preguntas?

Esa noche había cumplido su misión. Sus pensamientos se habían concentrado en un objetivo. Pero lo había logrado y ahora no veía nada más allá. Sabía que debería haberlo comprendido antes, pero era tarde.

El otro aspecto resultaba aún más perturbador. Estaba atrapado y debía decirles a los hombres que todo iba bien. Habían cumplido su tarea a satisfacción del jefe más exigente. Pero…

¿A qué mierda hemos venido? No lo sabía; nadie le había explicado que muchos capitanes se hacían esa pregunta cuando ya era tarde, que suponía casi una tradición de las Fuerzas Armadas estadounidenses que oficiales jóvenes e inteligentes se preguntaran por qué mierda les ordenaban hacer según qué cosas. Y que casi siempre se lo preguntaban cuando era tarde.

Claro que no había opción. Su entrenamiento y su experiencia le indicaban que debía dar por sentado que la misión tenía algún sentido. Aunque su razón le indicara lo contrario -Ramírez no era en modo alguno un hombre estúpido-, debía confiar en la cadena de mando. Sus subordinados confiaban en él, él debía confiar en sus superiores. Caso contrario, el Ejército no podría cumplir sus tareas.

Doscientos metros más adelante, Chávez sentía pegajosa la espalda y se hacía otra clase de preguntas. Jamás había pensado que alguna vez cargaría el cadáver ensangrentado de un enemigo por la ladera de una montaña. No había anticipado esa carga sobre su cuerpo y su conciencia. Había matado a un campesino. No a un hombre armado ni a un enemigo, sino a un pobre infeliz que había aceptado hacer un trabajo sucio sólo para alimentar a su familia, si es que la tenía. Pero tampoco era cuestión de permitir que escapara.

Para el sargento era más sencillo: su oficial le indicaba qué debía hacer. El capitán Ramírez sabía lo que hacía. Era oficial, su tarea consistía en saber qué pasaba y dar las órdenes oportunas. Eso aliviaba un poco la carga en la ardua marcha cuesta arriba hacia el lugar de concentración, pero su ensangrentada camisa se le pegaba a la espalda, como las preguntas persistentes de una conciencia intranquila.

Tim Jackson llegó a su oficina a las 22:30, después de un breve ejercicio de instrucción en Fort Ord. Acababa de sentarse en su silla giratoria cuando sonó el teléfono. El ejercicio no había terminado bien. Ozkanian no acababa de aprender a mandar su grupo. Era la segunda vez seguida que se equivocaba y hacía quedar mal al teniente. El sargento Mitchell, que tenía sus esperanzas puestas en el joven oficial, estaba furioso. Sabía que se necesitaban cuatro años para formar un sargento jefe de grupo, y sólo si era tan bueno como Chávez. Pero Ozkanian estaba al frente del grupo, y Mitchell le explicaba un par de cosas. Lo hacía a la manera de los sargentos de pelotón, con energía, entusiasmo y algunas referencias a los antepasados de Ozkanian. Si es que los tenía.

–Teniente Jackson -contestó Tim después del segundo timbrazo.

–Teniente, habla el coronel O'Mara, del comando de Operaciones Especiales.

–¡Sí, señor!

–Me he enterado de que usted ha hecho algunas averiguaciones sobre un sargento llamado Chávez. ¿Es así?

En ese momento entró Mitchell, con el casco repollo bajo el brazo y una sonrisa torcida en los labios. Esa vez, Ozkanian había comprendido.

–Así es, mi coronel. No está donde debería. Es uno de mis hombres y…

–¡Se equivoca, teniente! Es uno de los míos ahora. Está en una misión de la cual usted no tiene por qué estar enterado, y no, repito, no volverá a usar el teléfono para joder en algo que no le concierne. ¿ESTÁ CLARO, TENIENTE?

–Pero mi coronel, disculpe, pero…

–¿Qué le pasa, tiene algo en los oídos, hijo?

La voz se había serenado, y eso sí asustó al teniente, que ya había tenido un mal día.

–No, mi coronel. Es que me llamaron de…

–Lo sé. Ya me he ocupado de eso. El sargento Chávez fue enviado a una tarea que a usted no le interesa. Punto. Final. ¿Entendido?

–Entendido, mi coronel.

Se cortó la comunicación.

–¡Mierda! – exclamó el teniente Jackson.

El sargento Mitchell no había captado toda la conversación, pero el zumbido del teléfono llegaba hasta la puerta.

–¿Chávez?

–Sí. Un coronel de Operaciones Especiales, creo que en Fort MacDill, dice que está con ellos y que lo mandaron a alguna parte que a mí no me interesa. Y que ya se ocupó de Fort Benning por nosotros.

–Eso es pura mierda -dijo Mitchell, y se sentó al otro lado del escritorio. Después preguntó-: ¿Puedo sentarme, señor?

–¿Qué le parece que sucede?

–No entiendo nada de nada, señor. Pero conozco a un tipo en MacDill. Creo que mañana le telefonearé. No me gusta que se pierda uno de mis hombres. Se supone que eso nunca sucede. Tampoco tenía que joderlo a usted, señor. Usted hace lo que debe al ocuparse de sus hombres, y no se jode a un tipo por cumplir con su deber. Si no le dijeron nada antes -prosiguió Mitchell-, cuando sucede algo así no se llama al teniente. Se hace una discreta llamada al jefe del batallón o al S-1, para que él se ocupe. Los tenientes tienen bastantes problemas con sus propios coroneles para que un extraño venga a joderlos. Por eso se sigue la cadena de mando, para que cada cual sepa quién puede joder a quién.

–Gracias, sargento -sonrió Jackson-. Es bueno saberlo.

–Le dije a Ozkanian que se ocupe más de dirigir su grupo en vez de hacerse el superhéroe. Creo que esta vez lo ha entendido. Es un buen chico, sólo le hace falta madurar un poco. – Mitchell se puso en pie y saludó-. Buenas noches, mi teniente. Hasta mañana.

–Sí, buenas noches, sargento.

Tim Jackson decidió que era mejor dormir que trabajar en su escritorio. Mientras iba en su coche al casino de oficiales, seguía pensando en la llamada del coronel O'Mara, o quien coño fuera. Los tenientes no tenían mucho trato con los coroneles. Había hecho su acto de presencia (obligatorio) en la casa del jefe de la brigada en Año Nuevo, pero nada más. Se esperaba de los tenientes que mantuvieran un perfil bajo. Sin embargo, en West Point le habían inculcado que el oficial era responsable de su gente. Chávez no había ido a parar a Fort Benning, había partido de Ord de manera un tanto… irregular, y ahora que él trataba, como era lógico y natural de averiguar qué sucedía, sólo conseguía que un coronel lo jodiera. Todo eso no hacía más que aumentar su curiosidad. Dejaría que Mitchell llamara, pero él no haría nada por el momento: trataría de no llamar la atención hasta saber qué ocurría. Tim Jackson tenía suerte. Su hermano mayor trabajaba en el Pentágono, sabía cómo funcionaban las cosas y lo iban a ascender a 0-6, el equivalente naval de capitán o coronel. Robby sabría darle un consejo, que era justo lo que necesitaba.

El vuelo en el COD era sereno y agradable, pero Robby Jackson se sentía incómodo. No le gustaba que lo sentaran de cara a la popa, pero sobre todo le desagradaba volar cuando el piloto no era él mismo. Piloto de combate y de pruebas, recientemente ascendido a comandante de Tomcat, uno de los escuadrones de élite de la Armada, sabía que era uno de los mejores aviadores del mundo y no le gustaba confiar su vida a las habilidades menores de un tercero. Además, en los aparatos de la Armada las azafatas no valían una mierda. En esta ocasión era un aeromozo, un chico con acento neoyorquino que había derramado café sobre la pierna de su vecino de asiento.

–Estos vuelos son horribles -dijo el tipo.

–Sí, no es como volar en primera -dijo Jackson, y guardó el legajo en el portafolio. Conocía el nuevo plan táctico de memoria, lo que no era casual, ya que él mismo era el autor principal.

El hombre vestía uniforme pardo y una chaqueta troquelada con la sigla U.S. en el cuello. Por consiguiente, era un representante técnico, un civil que realizaba algún tipo de tarea para la Armada. Los había en todos los portaaviones: eran técnicos en electrónica o ingenieros de diversas especialidades que realizaban el mantenimiento de equipos nuevos o adiestraban al personal naval que luego se encargaría de hacerlo. Tenían grado de suboficial, pero recibían el trato adecuado a los oficiales, utilizaban su comedor y disponían de camarote de lujo. Este último es un término de valor bastante relativo en la Armada, salvo que uno fuese capitán de navío o almirante, pero los técnicos no recibían ese trato especial.

–¿A qué va? – preguntó Robby.

–A una prueba con un explosivo nuevo. Perdone, no puedo decir más.

–Así que es uno de ésos, ¿eh?

–Así es -dijo el hombre, con una mirada de disgusto a la mancha de café sobre su rodilla.

–¿Lo hace muy a menudo?

–Primera vez -respondió el otro-. ¿Y usted?

–Mi tarea habitual es piloto de combate a bordo del portaaviones; pero, en la actualidad, estoy destinado en el Pentágono. Oficina de operaciones navales, tácticas de combate.

–Nunca he aterrizado en un portaaviones. – El hombre parecía nervioso.

–No se preocupe -repuso Robby para tranquilizarlo-. Claro que ahora es de noche.

–No me diga. – A pesar del miedo, el hombre sabía que era de noche.

–Quiero decir que aterrizar en un portaaviones no es tan difícil. Cuando uno va a bajar a una pista en tierra, mira por la ventanilla y elige el punto donde va a tocar tierra. En el portaaviones sucede lo mismo, salvo que la pista es mucho más corta. El problema es la oscuridad, cuando uno no ve dónde va a tocar la pista. Es un poco más delicado. No se preocupe, la piloto…

–¿Ha dicho la piloto? ¿Es una chica?

–Sí, hay muchas en estos COD. Dicen que ésta es una buena instructora. – La gente se sentía más segura cuando el piloto era instructor. Pero agregó-: Va de copiloto. Éste es el vuelo de bautismo de un alférez.

A Jackson le gustaba asustar a los que sentían miedo de volar. Siempre se divertía a costa de su amigo Jack Ryan.

–¿Alférez?

–Sí, un chico graduado hace poco de Pensacola. Todavía no tiene suficientes horas de vuelo para que le confíen un caza o un bombardero, por eso le dan el «camión de reparto». Todo el mundo tiene que aprender, ¿no es así? Alguna vez me tocó a mí hacer mi primer aterrizaje nocturno en un portaaviones. No es nada -dijo Jackson. Verificó que los cinturones de seguridad estuvieran bien abrochados. Con los años había descubierto que el mejor remedio para el miedo era transmitírselo a alguien.

–Gracias.

–¿Va a participar en el ejercicio?

–¿Cómo?

–Hay una operación de instrucción, un ejercicio en el que disparamos misiles armados.

–Creo que no.

–Ah, pensé que usted era técnico de «Hughes». Queremos comprobar si el accesorio en el aparato de orientación Phoenix funciona bien o no.

–Comprendo. No, pertenezco a otra empresa.

–Ajá. – Robby sacó una novela de su portafolio y se puso a leer. Ahora que el otro pasajero estaba más incómodo que él, podía concentrarse en la lectura. En realidad, no estaba asustado. Sólo esperaba que el pichón sentado en el asiento del copiloto no desparramara a los pasajeros del COD sobre la pista. Pero no estaba en condiciones de hacer nada al respecto.

Los soldados estaban cansados cuando llegaron al campamento. Tomaron sus posiciones mientras el capitán efectuaba las transmisiones. Después, uno de cada pareja desarmó su arma para limpiarla, aunque no la hubiera disparado.

–Parece que el Oso y su SAW tuvieron buena puntería -dijo Vega mientras limpiaba el interior del cañón de veintiuna pulgadas-. Buen trabajo, Ding -añadió.

–No eran gran cosa.

Mano, si hacemos bien lo nuestro, nunca van a tener la oportunidad de hacer lo suyo.

–Hasta ahora ha sido demasiado fácil, amigo. Tal vez no siempre sea así.

Vega lo miró.

–Sí, tienes razón.

A una altura geosincrónica sobre Brasil, un satélite meteorológico de la Agencia Nacional de Estudios Oceánicos y Atmosféricos mantenía una cámara de baja resolución apuntando permanentemente al planeta que había abandonado once meses antes y al que nunca volvería. En apariencia permanecía inmóvil a treinta y cinco mil kilómetros de altura sobre las selvas verde esmeralda de la cuenca del Amazonas; pero, en realidad, se desplazaba a unos once mil kilómetros por hora y su velocidad orbital era idéntica a la de la rotación terrestre. El satélite portaba distintos instrumentos, pero esa cámara de televisión en color tenía la tarea más sencilla. Observaba las nubes que flotaban en el aire como remotos copos de algodón. Esa función tan prosaica al parecer era de suma importancia, tanto que algunos ni siquiera la reconocían. Ese satélite y sus antecesores habían salvado millares de vidas, y, para muchos, constituían el sector más útil y eficiente del programa espacial norteamericano. Las vidas salvadas eran, en su mayoría, las de marineros cuyos buques, de no recibir el aviso, se hubieran cruzado en el camino de grandes tormentas. Desde esa altura, el satélite dominaba todo el sector del planeta, desde el gran Océano Austral que rodea la Antártida hasta el Cabo Boreal de Noruega, y ninguna tormenta escapaba a sus instrumentos.

En un punto situado casi directamente bajo el satélite, factores aún no conocidos del todo generaban tormentas ciclónicas en las tibias aguas del Atlántico frente a la costa occidental de África, desde donde se desplazaban hacia el Oeste, hasta el Nuevo Mundo, continente en el que se las designaba con el nombre antillano de huracanes. El satélite transmitía información al National Hurricane Center de Coral Gables, Florida, en el que meteorólogos y expertos en computación desarrollaban un proyecto de muchos años de duración para descubrir el origen de esas tormentas y las causas de su desplazamiento. Comenzaba la época más ajetreada del año. Un centenar de personas, algunas doctoradas años atrás, otras estudiando aún en las Universidades, examinaban las fotografías a la espera de la primera tormenta de verano. Algunos deseaban que se produjeran muchas tormentas para poder estudiarlas. Los científicos más experimentados conocían esa sensación, pero sabían que esas colosales tormentas eran la fuerza más devastadora de la Naturaleza, causante de miles de muertes en las costas. También sabían que las tormentas se producirían cuando llegara el momento, ya que nadie poseía un modelo que explicara de manera fehaciente por qué se producían. El hombre se limitaba a observarlas, rastrearlas, medir su intensidad y dar aviso a las poblaciones afectadas. También las bautizaba con años de anticipación y en orden alfabético. El primer nombre en la lista para el año en curso era Adela.

A la vista de la cámara, se acumulaban las nubes, a setecientos cincuenta kilómetros de las islas de Cabo Verde, la cuna de los huracanes. Todavía no se podía determinar si se generaría un gran ciclón tropical o apenas una tormenta con lluvias copiosas. La temporada comenzaba entonces. Pero los indicios eran los de una temporada activa. La temperatura primaveral era excesivamente alta en el desierto del África Occidental, y se había demostrado una relación directa entre el calor de esa región y el nacimiento de los huracanes.

A la hora prevista, el camión llegó a buscar a los hombres y la pasta de hojas de coca, pero no estaban en el lugar indicado. Transcurrió una hora. Envió a los dos hombres que lo acompañaban a inspeccionar el lugar del procesamiento. El conductor era el que mandaba en los otros dos: no iba a tomarse la molestia de trepar esas montañas de mierda. Se quedó fumando mientras los otros ascendían. Otra hora transcurrió. La carretera aparecía bastante transitada, sobre todo por grandes camiones diesel cuyos silenciadores y filtros eran menos eficientes que los utilizados en regiones más prósperas, y, además, muchos prescindían de ellos para ahorrar combustible. Enormes camiones con remolque y tractores rugían al pasar, hacían vibrar el asfalto y generaban una turbulencia que sacudía el camión detenido. Por eso no escuchó el ruido. Al cabo de hora y media, era evidente que tendría que subir a ver qué ocurría. Cerró el camión, encendió otro cigarrillo e inició la ascensión.

La cuesta era ardua. El camionero había nacido en los cerros, de niño trepaba trescientos metros a la carrera, pero hacía años que conducía el camión y sus piernas estaban más habituadas a los pedales que a la caminata. En ésta, que en otra época le hubiera llevado cuarenta minutos, consumió más de una hora; además, la furia y el cansancio le impidieron ver ciertas señales que debían resultar obvias. Todavía escuchaba los ruidos de la carretera y los cantos de los pájaros, pero nada más, cuando debería haber otros sonidos. Al detenerse a tomar aliento, advirtió la primera señal. Era un punto negro sobre la tierra parda, pero podía ser cualquier cosa y, apurado por enterarse de cuál era el problema, no se detuvo a pensar. Últimamente no había problemas con la Policía ni el Ejército, por lo que no tenía sentido realizar el trabajo tan lejos de la ruta.

Cinco minutos más tarde, al ver el pequeño claro, advirtió por primera vez que no había ruidos humanos. El aire estaba impregnado de un olor extraño, agrio, seguramente del ácido utilizado para procesar la coca. Eso era, sin duda. Pero al acercarse un poco más, lo vio.

El camionero no desconocía la violencia. Había participado en las guerras anteriores a la formación del Cártel y también había matado a unos cuantos simpatizantes del M-19 en las guerras a raíz de las cuales se había formado el Cártel. Había visto sangre, él mismo la había vertido.

Pero eso era distinto. Los catorce hombres que había transportado la noche anterior eran ahora otros tantos cadáveres alineados cuidadosamente hombro con hombro en el suelo. Empezaban a descomponerse, y los animales habían mordisqueado sus heridas. Los dos hombres enviados por él a investigar también estaban muertos. Aunque el camionero no lo sabía, los había matado una mina que detonó cuando movieron uno de los cadáveres. Sus cuerpos habían sido desgarrados por las esquirlas, grandes como bolillas de acero, y la sangre no se había coagulado del todo. El rostro de uno denotaba sorpresa y horror. El otro estaba tendido boca abajo, le faltaba un pedazo de espalda, grande como una caja de zapatos.

El camionero contempló la escena, aterrado, sus manos temblorosas abrieron el paquete de cigarrillos y dejaron caer dos; antes de sacar el tercero, empezó a alejarse lentamente cuesta abajo. A los cien metros, se lanzó a la carrera. Cada trino de ave, cada soplo de brisa era como el paso de un soldado. Porque eran soldados, sin duda. Sólo los soldados mataban con tanta precisión.

–Tu informe de esta tarde ha sido excelente. No hemos estudiado el problema de las nacionalidades soviéticas tan exhaustivamente como vosotros. Tus análisis son tan profundos como siempre. – Sir Basil Charleston alzó su copa-: Y tu ascenso, bien merecido. Felicitaciones, Sir John.

–Gracias, Basil. Sólo lamento que no hubiera sucedido así.

–¿Está muy grave?

–Me temo que sí -asintió Jack.

–Y para colmo, lo de Emil Jacobs. No tenéis demasiada suerte últimamente.

–Es una manera de decirlo -repuso Ryan con una sonrisa triste.

–¿Y qué vais a hacer?

–Por desgracia, no puedo hablar de eso -dijo Jack. La verdad es que no lo sé, pero eso sí que no puedo confesarlo.

–Me parece muy bien. – El jefe del Servicio Secreto de Inteligencia de Su Majestad asintió con aire sabihondo-. Estoy seguro de que daréis la respuesta adecuada.

En ese momento se dio cuenta de que Greer tenía razón. Si no estaba enterado de esas cosas, sus colegas del resto del mundo lo considerarían un idiota. En pocos días volvería a casa y entonces hablaría de ello con el juez Moore. Se suponía que Ryan tenía cierto peso en la burocracia. Había llegado el momento de saber hasta qué punto.

El capitán de fragata Jackson despertó al cabo de seis horas. También él disfrutaba del máximo privilegio a bordo de una nave de guerra: un camarote para él solo. Con su grado y su puesto de jefe de escuadrilla aérea, era uno de los primeros en la lista VIP, y, por otra parte, había un camarote desocupado en la ciudad flotante. Estaba en la proa, bajo la cubierta de vuelo. Por los ruidos, debía de hallarse cerca de las catapultas, razón por la cual los jefes de escuadrón del Ranger lo habían despreciado. A su llegada se había presentado a sus superiores y no tenía deberes que cumplir hasta dentro de… tres horas. Después de un baño, una buena rasurada y varias tazas de café, resolvió salir a explorar por su cuenta. Bajó a la santabárbara.

Un recinto amplio, de techo más bien bajo, donde se almacenaban las bombas y los misiles. En realidad, eran varios recintos con talleres propios, donde los técnicos en explosivos ponían a prueba y reparaban las armas «inteligentes». A Jackson le interesaban los misiles aire-aire AIM-54C Phoenix. Los sistemas de orientación habían presentado algunos problemas, y uno de los objetivos de las maniobras de combate era comprobar la efectividad del accesorio, provisto por un contratista privado.

Evidentemente, el lugar era de acceso restringido. Robby se identificó a un sargento mayor que lo reconoció en seguida: años antes, habían servido juntos en el Kennedy. Entraron a un taller donde varios expertos rodeaban un misil que tenía un aparato extraño, con una especie de caja sujeta a su puntiaguda trompa.

–¿Qué te parece? – preguntó uno.

–Parece que todo está bien, Duke -dijo otro, que controlaba el osciloscopio-. A ver, simulemos un fallo de transmisión.

–Están preparando los misiles para las maniobras, señor -explicó el suboficial-. Hasta ahora parece que todo está bien, pero…

–¿No fue usted quien descubrió el problema? – preguntó Robby.

–Fuimos mi jefe, el alférez de navío Frederickson, y yo -asintió el suboficial. El descubrimiento de ese error le había significado al contratista una multa varias veces millonaria. Y la Armada había retirado del servicio los AIM-54C, que se suponían eran los misiles aire-aire más efectivos con que contaba. Se acercaron a la mesa de equipos de prueba-. ¿Cuántos vamos a disparar?

–Los suficientes para saber si el accesorio funciona o no -dijo Robby.

–Va a ser una operación bastante grande, entonces, señor.

–¡Esos aviones son baratos! – exclamó Robby. Era una mentira flagrante; aunque, en cierto sentido, era verdad. Quería decir que hubiera sido más caro descubrir que esos misiles de mierda no funcionaban en medio de un enfrentamiento sobre el océano índico con una escuadrilla de F-14A Tomcat iraníes (ellos también tenían esos aviones). Esa era la manera más eficiente de eliminar a unos pilotos que gastaban un millón de dólares en cada maniobra de instrucción. Por fortuna, el accesorio funcionaba bien, al menos en el banco de pruebas. Robby le informó al sargento mayor que dispararían una o dos decenas de Phoenix-C, además de varios Sparrow y Sidewinder. Fueron a la salida. Jackson había satisfecho su curiosidad y los técnicos estaban muy ocupados.

–Parece que vamos a vaciar el polvorín, señor. ¿Conoce las nuevas bombas?

–No. Hablé con un técnico en el COD, pero no se mostró demasiado comunicativo. Bueno, ¿qué tienen de nuevas? Sólo son bombas, ¿no?

–Venga, le presentaré la nueva bomba «chito-chito» -rió el suboficial.

–¿Cómo?

–¿Usted no veía a Rocky y Bullwinkle, señor?

–Sargento mayor, juro que no entiendo nada.

–Cuando yo era niño, me gustaban los dibujos animados de Rocky, la ardilla voladora, y Bullwinkle, el ciervo. Los malos del cuento eran un par de espías llamados Boris y Natasha que trataban de robar la bomba «chito-chito». Era un aparato que explotaba sin hacer ruido. ¡Parece que los muchachos de China Lake la han fabricado en serio!

Entraron al depósito de bombas. Los artefactos de forma aerodinámica, a los que no les colocaban las aletas ni los detonadores hasta llevarlos a cubierta, estaban apilados sobre tablas y sujetos a la cubierta por medio de cadenas. En una de las tablas cercana al montacargas rectangular que los transportaba a cubierta había un conjunto de bombas azules. El color indicaba que eran las armas a utilizar durante el ejercicio, pero un letrero indicaba que estaban cargadas con los explosivos habituales. Robby Jackson era piloto de caza, no había soltado muchas bombas, pero ése era un aspecto más de su profesión. Las armas a la vista eran camisas estándar de una tonelada, es decir, cuatrocientos treinta kilos de explosivo más quinientos setenta kilos de camisa. La diferencia visible entre una bomba «tonta» o de «hierro» y un aparato «inteligente» era que éste llevaba un rastreador en la punta y aletas móviles en la cola. Ambas utilizaban la misma clase de detonadores, que formaban parte de los accesorios de orientación. Desde luego éstos se guardaban en otro depósito. Con todo, el aspecto de las camisas no presentaba nada fuera de lo común.

–¿Y bien? – preguntó.

El suboficial golpeó una de las bombas con los nudillos. El extraño ruido despertó la curiosidad de Robby, que imitó al suboficial.

–Pero… esto no es acero.

–Celulosa, señor. ¡Estos aparatos son de papel! ¿Qué le parece?

–Ah, comprendo. Para evitar el radar.

–Pero hay que guiarlas. Y no fragmentan. – El objeto de la camisa de acero es que la explosión la transforme en miles de navajas voladoras capaces de destrozar todo cuanto se encuentre a su paso. No es la explosión la que mata a la gente (ese es, desde luego, el objeto de la bomba) sino las esquirlas que ésta genera-. Por eso la llamamos «chito-chito». La hija de puta va a hacer un tremendo estruendo, pero después de que el humo se disipa uno se pregunta qué mierda pasó.

–Las maravillas de China Lake -observó Robby. De qué servía una bomba que… pero seguramente formaba parte de la dotación de los nuevos bombarderos tácticos Stealth, sobre los cuales no sabía gran cosa. Su trabajo no era ése, sino las tácticas de combate. Robby se dirigió a la oficina del comandante de la agrupación aérea para repasar sus apuntes. La primera parte de las maniobras de combate debía comenzar en poco más de veinticuatro horas.

La noticia no tardó en llegar a Medellín. Hacia el mediodía se supo que las pérdidas incluían dos centros de procesamiento y treinta y un muertos. La pérdida de mano de obra era el problema menor. Se trataba de campesinos de la zona que realizaban los trabajos más pesados y empleados permanentes de poca importancia, cuyas armas alejaban a los curiosos por medio del ejemplo más que la persuasión. El problema era que, si se corría la voz, sería difícil reclutar nuevos peones.

Pero lo peor de todo era que nadie sabía qué ocurría. ¿Era el Ejército colombiano que volvía a las montañas? ¿Una traición del M-19 o las FARC? ¿O qué? Nadie lo sabía, y eso era lo malo, porque gastaban mucho dinero para obtener información. Pero el Cártel era un grupo de personas que no tomaban medidas sin aprobarlas previamente por consenso. Había que convocar una reunión. Pero eso podía resultar peligroso. Evidentemente, en los cerros había gente armada poco dispuesta a respetar la vida humana, lo cual molestaba a los altos funcionarios del Cártel. Gente dotada de armas pesadas y los conocimientos necesarios para emplearlas. Por consiguiente, la reunión debía celebrarse en el lugar más seguro que fuera posible.

FLASH

TOP SECRET ***** CAPER 1914Z

Informe Sigint

Intercep 1993 Ini 1904Z Frec 887.020 MHZ

Emi: Sujeto Foxtrot

Recep: Sujeto Uniform

F: Está resuelto. Nos veremos en tu casa mañana por la noche a las [2000L].

U: ¿Quiénes vienen?

F: [Sujeto Echo] no puede asistir, pero la producción no es asunto suyo. [Sujeto Alfa], [Sujeto Golf] y [Sujeto Whisky] irán conmigo. ¿Tienes buena seguridad?

U: Conoces mi [énfasis] castillo. [Risas.] Amigo mío, podemos desafiar a todo un regimiento y además mi helicóptero está siempre listo. ¿Cómo viajarás tú?

F: ¿No has visto mi camión nuevo?

U: ¿Tu pies grandes [se desconoce significado]? No, no he visto tu maravilloso juguete nuevo.

F: Tú tienes la culpa, Pablo. ¿Por qué no reparas la carretera al castillo?

U: Es que la lluvia la destruye. Tienes razón, debería pavimentarla, pero yo viajo en helicóptero.

F: ¡Mira quién habla de juguetes! [Risas.] Hasta mañana por la noche, amigo mío.

U: Adiós.

Fin de la llamada. Señal desconectada. Fin de intercepción.

Poco después, la transcripción del mensaje interceptado llegó a la oficina de Bob Ritter. Era la oportunidad, el fin de toda la operación. Dio la señal sin consultar al Presidente ni a Cutter. ¿Acaso no le habían dado licencia para cazar?

Una hora después, el representante técnico a bordo del Ranger recibió su mensaje cifrado, llamó a la oficina del capitán de fragata Jensen e inmediatamente subió a entrevistarse con él. No le resultó difícil orientarse. Era un oficial con experiencia de combate y su especialidad eran los mapas. Esos conocimientos resultaban muy útiles a bordo de un portaaviones, un laberinto gris donde hasta los marineros más expertos solían extraviarse. El capitán Jensen se sorprendió al verlo llegar tan rápido, pero ya había citado a su bombardero navegante para la reunión informativa.

Clark recibió el mensaje casi a la misma hora. Se comunicó con Larson para volar al valle al sur de Medellín. Quería efectuar el último reconocimiento del objetivo antes de la operación.

Ding Chávez lavó las manchas de su conciencia junto con las de su camisa. A cien metros del campamento corría un bonito arroyo, donde los soldados fueron, uno a uno, a lavar la ropa y a asearse lo mejor posible a pesar de la falta de jabón. El campesino era un pobre idiota, pensó, pero se había metido donde no debía. Lo peor, según Chávez, era que había usado un cargador y medio y que les faltaba una mina de tierra, cuya explosión habían escuchado algunas horas antes. El especialista en Inteligencia era un mago con las trampas cazabobo. Concluida su breve higiene personal, Ding volvió al perímetro ocupado por la unidad. Esa noche montarían un puesto de vigilancia a un par de centenares de metros y dispondrían una patrulla de rutina para asegurarse de que nadie los buscaba; pero, sobre todo, descansarían. El capitán Ramírez les había dicho que no actuarían más en esa zona para no asustar a la presa.

XVIII. FUERZA MAYOR