CAPITULO PRIMERO

Dafne Bolton acababa de llegar a su casa después de muchos años de ausencia. Hundida en una butaca de su regia habitación, con las piernas extendidas y la vista clavada en un punto inexistente, permanecía inmóvil. Oía el trajín en el piso inferior y sus ruidos, que de nuevo le resultaban familiares, eran gratos al oído. Le parecía que nada había ocurrido, que era aún una niña que regresaba a casa con la cartera de los libros bajo el brazo y la sonrisa feliz en la boca que aún no sabía de amarguras. Pero existía un pasado en su vida y aquel pasado ponía en sus labios una mueca amarga, desolada.

Una doncella entró, precedida por un criado.

—¿Coloco su ropa en los armarios, señorita Dafne?

—Luego lo harás, María —miró al criado que cargaba con dos maletas y le sonrió—. Déjalo ahí, Pedro.

Pedro colocó las dos grandes maletas en una esquina de la alcoba y se alejó a paso largo. María hizo una inclinación y se fue tras él. Dafne Bolton quedó sola de nuevo con sus recuerdos. Encendió un cigarrillo y fumó aprisa, expeliendo el humo y contemplando con ojos vagos las caprichosas espirales que se esparcían por la estancia e iban a confundirse con la bruma del atardecer que entraba por el balcón abierto. Hacía frío, si bien. Dafne no lo sentía. Vestía amplio traje de lana oscura, en el cual se perdía su esbelto cuerpo; calzaba zapatos cerrados de altos tacones y en la cabeza aún llevaba el casquete de fieltro negro. Parecía desmadejada, indiferente, quizá confusa.

Después de muchos años volvía al hogar del cual salió huyendo hacía..., ¿cuántos años? Tendría que leer de nuevo su diario para saber el número exacto. Sonrió apática. Tal vez se decidiera a leerlo algún día; aquella tarde no, en modo alguno. Sería como volver a vivir horas de indescriptible amargura y no estaba dispuesta. Olvidar, sólo deseaba olvidar lo que durante días, meses y años quiso sepultar en lo más recóndito de su ser porque hacía daño.

—¿Puedo pasar, hijita?

Dafne se incorporó un tanto.

—Pasa, mamá.

Mamá pasó. Era una señora de unos cuarenta y tantos años, alta, conservada, elegante, con porte de gran señora. Lady Eberhardt poseía esa gracia juvenil que ciertas personas no pierden jamás.

—Pero, ¿aún así, hijita?

Dafne sonrió. Adoraba a su madre, la adoró siempre aun viviendo muy lejos de ella. Era un recuerdo grato aquel que suponía su madre ausente. Un recuerdo que estaba hecho de renuncias y pesares. Pero nadie sabría nada jamás. Nunca, ¿para qué? Cuando debió decirlo no lo dijo por vergüenza, por pudor, por orgullo, por lo que fuera. Ahora, después de tantos años, ¿para qué?

—Estaba saboreando la dulzura del regreso, mamá —dijo bajito, al tiempo de ponerse en pie e ir hacia la dama—. Me siento como si fuera otra, como si el tiempo no hubiera transcurrido y fuera aún aquella colegiala poco aplicada que buscaba la complicidad de los criados para inventar un pretexto que me librara de ir al colegio. Es curioso —rió con aquella su sonrisa radiante, que ponía dulzura en la línea seductora de su boca.

—¿Qué es lo que te parece curioso?

—El hecho de que a la vista de mi alcoba me crea de nuevo niña.

De pie era bellísima, con una belleza aristocrática, delicada, sin grandes exuberancias llamativas. Los cabellos muy rubios enmarcando el óvalo perfecto de su cara. Los ojos azules, como límpidas turquesas. La boca de delicado rasgo, quizá un poco gruesa, que daba mayor encanto si cabe a sus labios. Los dientes que enseñaba al sonreír, blancos, iguales, apretados. Esbelta sobre los altos tacones, de cadera redondeada y piernas bien formadas. Una muchacha que haría furor en los salones, sin duda alguna.

—Te hemos echado mucho de menos, querida mía —dijo lady Eberhardt, acariciando con su mano de largos dedos la cabeza de su hija—. Aún hoy, tu padre y yo nos preguntamos por qué te dejamos quedar en el colegio, cuando nuestro deseo era tenerte aquí.

—Porque os lo pedí.

—Una petición extraña, si se tiene en cuenta que siempre nos has querido.

—Deseaba adquirir cultura en un gran pensionado, mamá —dijo a guisa de disculpa.

—En un colegio de aquí lo hubieras conseguido.

—Ahora estoy a vuestro lado para siempre. ¿Para qué hablar del pasado?

—Es cierto —admitió besándola—. Vengo a decirte que te vistas en seguida. Tenemos un invitado a comer.

—¿Un invitado?

—A decir verdad, lo tenemos casi todas las noches

—¿El mismo?

—Por supuesto. Aunque haya otro, Gregory Wilding es en esta casa como un miembro más de la familia.

—¿Te refieres al gran escritor de novelas policíacas?

—Me refiero a él. Greg es íntimo amigo de tu hermano, amigo entrañable de tu padre y para mí es casi como un hijo. Lo hemos conocido durante la guerra. Nos ayudó a huir cuando intentábamos refugiarnos en la Embajada. Chiquita —añadió con voz velada—, nunca podré olvidar aquellos amargos días, durante los cuales te buscamos sin descanso.

—Olvídalos, mamá. Es... preciso —susurró con extraño acento.

Y es que ella tenía mucho que olvidar de aquellos días que sus propios padres. ¿Huir de la tropa? ¿Del marasmo humano que era el desastre de la guerra? ¿Del enemigo airado que buscaba implacable sus víctimas? ¡Bah! De eso había huido ella al principio, si bien después sólo pensó en huir de aquel hombre que parecía enloquecido y desahogó en ella, una colegiala asustada, su terrible desesperación. Sí, ella tenía más que olvidar.

—Tampoco Greg quiere recordar aquellos días, que aunque pocos, fueron terribles. Era un hombre muy significado y le persiguían a muerte. Cuando nos encontró por casualidad dijo que conseguiría pasaportes falsos y los consiguió. Luego tardamos muchos años en volverle a ver. A decir verdad, fue también un encuentro casual. Vístete y mientras lo haces te contaré algo de Greg. Quiero que vayas familiarizándote con él. Es un gran muchacho y le queremos mucho en esta casa.

Dafne no tenía deseo alguno de conocer detalles de una vida que le era indiferente. Pero puesto que su madre deseaba hablar de él, la escuchó mientras procedía a cambiarse de ropa. Al eco del timbre acudió María, dispuso el baño para la joven y entretanto lady Eberhardt habló del señor Wilding.

—Cuando terminó la guerra y pudimos volver a nuestra patria, tú quedaste en el pensionado de París; tu padre y yo realizamos un viaje. Félix se hallaba en la Academia Militar y nosotros habíamos pasado demasiadas fatigas en poco tiempo. Pretendimos resarcirnos y lo hemos conseguido. Al cabo de un año regresamos. La vida seguía su curso normal. Poco a poco se olvidaba el gran desastre. Dimos fiestas, acudimos a otras muchas y una vez, al descender del auto, me encontré bruscamente con nuestro bienhechor. Le invitamos a comer aquel día y desde entonces casi todas las noches se sienta con nosotros a la mesa. Te cuento estas cosas porque como tú eres un poco especial y retraída para hacer nuevas amistades, deseo que acojas a Gregory como a un pariente afectuoso.

—Si es tu gusto, lo haré, mamá.

—Gregory es un hombre a quien debemos el gran favor de vivir. Si aquella noche no lo hubiéramos encontrado, habríamos sido apresados.

—Lo tendré en cuenta.

—Por otra parte, es un hombre simpático, quizá un poco serio, pero agradable. Está muy bien relacionado.

—Leo sus novelas —rió la joven, divertida.

—Además, pertenece a una familia ilustre. Ahora no tiene familia, vive en un apartamento elegante y alterna mucho en sociedad, donde todas las chicas casaderas suspiran por atraparlo.

Dafne, que se pintaba los labios en aquel momento, miró a su madre a través del espejo y se echó a reír con un poco de burla.

—¿Me lo tienes reservado?

La dama parpadeó, tal vez nerviosa.

—En modo alguno —rió, imitando a su hija—. A decir verdad, tú necesitas un hombre que te quiera mucho, pero no pensé nunca que ese hombre fuera Gregory. Eres una rica heredera y podrás elegir marido entre los muchos hombres de elevada posición social que frecuentan nuestra sociedad.

Dafne dio algunas vueltas por la estancia, se miró al espejo, arregló unos pliegues de su bello modelo de tarde y después dijo con la misma indiferencia:

—Harás bien en ni pensar en tu amigo Gregory como posible marido mío. A decir verdad, digo yo también, no tengo idea alguna de casarme por ahora.

La dama pareció sobresaltarse. Dafne respondía siempre de la misma forma cuando aludían al matrimonio y lady Eberhardt gustaba de pensar en la próxima boda de su hija.

—Tienes veinte años, querida mía, y a esa edad mía, tu hermano Félix ya había nacido.

—No pienso imitarte, mamá —respondió Dafne.

Lady Eberhardt se mantuvo inmóvil por espacio de varios minutos. Avanzó luego y tocó en el hombro de su hija.

—¿Por qué, Dafne? Siempre respondes lo mismo cuando te hablo de un posible matrimonio. ¿Por qué? repito de nuevo.

—Porque no estoy enamorada. Sólo por eso.

La dama suspiró aliviada.

—Eso se consigue fácilmente. Ya lo verás.

Dafne decidió que aquella noche leería su diario. Necesitaba recordar muchas cosas e iba a recordarlas ante aquel librito de tapas verdes que contenía el gran secreto de su vida de mujer.

* * *

—Supongo que esta noche vendrás a comer con nosotros.

—Desde luego.

Gregory Wilding apuró el contenido de la copa y encendió un cigarrillo, del cual fumó aprisa.

—Temo resultar inoportuno esta noche. Tus padres querrán saborear el regreso con fruición y presiento que yo seré un intruso.

Félix Bolton se enfadó.

—No digas necedades. Tú eres en mi casa como yo mismo. Además, el único que no vio a su hermana desde hace cinco años soy yo. Mis padres fueron a París todos los años.

Se hallaban en un bar, sentados ante una mesa sobre la cual había el servicio de licor. Félix Bolton era un muchacho de unos veinticuatro años. Rubio, de ojos claros y sonrisa un poco de niño grande.

Gregory Wilding era, por el contrario, el hombre de treinta que parecía estar de vuelta de todas partes. Su gesto indolente, sus párpados siempre entornados, su sonrisa cansada, le hacían parecer bastante mayor. Delgado, alto, vistiendo impecablemente, era un hombre que sin ser guapo resultaba extremadamente interesante. Muy moreno, castaños los ojos de expresión intensa, escrutadora. El cabello liso, peinado con sencillez hacia atrás y dejando ver las sienes encanecidas. Decían de él que tenía mucho dinero y las mujeres lo deseaban para marido; pero Gregory Wilding o no había amado nunca, o detestaba el matrimonio. Su vida quizá no era del todo clara. Decían que si hacía frecuentes viajes, que si tenía amigas de moral dudosa, que si el objeto de aquellos viajes era una mujer a quien amaba... De cierto nadie sabía media palabra, ni siquiera los Bólton, con ser sus íntimos amigos. Acogían a Gregory como era, sin exigirle parte de su pasado ni de su futuro. Gregory nunca hablaba de sí mismo y casi tampoco de los demás. Su fama como autor de obras policíacas era mucha, y algunas de sus obras habían sido llevadas al cine, lo que contribuyó a hacerlo más popular. Pero a Gregory parecía tenerle sin cuidado dicha fama.

—Dafne te resultará simpática.

—¿Se llama así?

—Sí. Y tiene veinte años.

—Creí que la educación de las chicas finalizaba a los dieciocho.

Hacia el comentario aquél como pudo decir que el Martini era delicioso. Le importaba muy poco que la hermana de Félix se llamara Dafne, que tuviera veinte años y que fuera bonita. Pero tenía que escuchar a su amigo, porque si no era Félix sería otro cualquiera y era preferible que fuera Félix.

—Por su gusto, no hubiera venido ahora —dijo Félix—. Dafne es un poco especial. Ya la irás conociendo.

—Cuando la guerra, recuerdo que me hablaste de una hermana.

—En aquella época se educaba en un gran colegio. Para Dafne fue terrible la huida de mis padres, pues cuando enloquecida regresó al hogar, mis padres se perdieron por el camino. Quedó sola y desorientada, y tardamos más de dos meses en encontrarla. Alguien le ayudó a pasar la frontera y pusieron un anuncio en un periódico buscando a mis padres. Suponte la alegría de éstos cuando pudieron al fin abrazar a su hija. En verdad que la guerra acarrea desastres horribles.

—Es verdad —admitió Gregory, fumando tranquilamente.

—Creo que para Dafne fue peor que para nadie, porque nunca volvió a ser la muchacha alegre y optimista que era antes de la contienda. Lo lógico hubiera sido que al finalizar todo, se apresurara a regresar a casa con nosotros, y no fue así. Dafne parecía odiar a todo esto; era como si sobre sus débiles hombros se desplomara un mundo de tinieblas. Aún hoy, después de cuatro años, durante los cuales no hablaba con nadie, se negaba a salir a la calle, lloraba con suma frecuencia y ocultaba celosamente el motivo de su llanto.

—Sin duda alguna el recuerdo de los días solitarios fue suficiente para trastornarla —dijo Gregory, indiferentemente.

—También nosotros habíamos sufrido y una vez recuperada la tranquilidad corporal, adquirimos la serenidad moral que nunca tuvo mi hermana desde entonces.

Gregory se puso en pie. Consultó el reloj. Eran las nueve y media de la noche y en el bar entraba y salía gente continuamente.

—¿Nos marchamos ya, Félix? Si es que voy a comer con vosotros, no quiero hacer esperar a tus padres.

Puso un billete sobre la mesa y pasó un brazo por los hombros de su amigo. Salieron a la calle. La bruma de la noche parecía cernirse a ras del suelo. Los focos luminosos se veían a través de una espesa neblina. Hacía frío. Gregory levantó el cuello del gabán y Félix le imitó.

—¿No has traído el coche, Félix?

—No.

—Pues yo tampoco. Vayamos caminando.

Se confundieron con los transeúntes. De vez en cuando les saludaban. Gregory inclinaba levemente la cabeza y Félix se quitaba el sombrero y sonreía.

—Dentro de dos días salgo de viaje —dijo Gregory sin dejar de caminar—. Probablemente no regrese hasta pasados dos meses.

No dijo adónde iba ni Félix se lo preguntó. Era corriente en Gregory Wilding marchar de viaje y no decir jamás adónde se dirigía, y era tan corriente que Félix se guardaba muy bien de preguntarle el final de su ruta.

Al llegar al palacio de los Bolton, Gregory dejó gabán y sombrero en manos de una doncella y pasó al salón, en el cual se hallaban lord y lady Eberhardt con su hija Dafne.